Sin dudas, una de mis historias favoritas durante la infancia. Ni hablar de lo que amo el ballet basado en ella (de hecho, lo tengo en DVD)... y lo que adoré, ya entrando en la primera etapa de la adolescencia, el film animado llamado "El principe Cascanueces" (1990).
"El Cascanueces y el rey de los ratones"se publicó por primera vez en 1816 y de trata de uno de los cuentos infantiles clásicos escritos por E. T. A. Hoffmann, me arriesgo a decir que el más conocido. Nacido en alemania como Ernst Theodor Wilhelm Hoffmann, dicen cambió su tercer nombre, "Wilhelm", por "Amadeus" en honor a Mozart y de ahí su firma como escritor.
Como les comentaba hace unos días en facebook, en 1882 se estrenó "Cascanueces", el ballet con música de Tchaikovsky, obra que aunque al autor no satisfizo, encantó al mundo entero. La historia se basaba en una
adaptación que Alejandro Dumas había hecho del cuento de E. T. A
Hoffmann. He visto en algunas librerías una edición del cuento en cuya portada dice "El cascanueces, de Alejandro Dumas", pero no señores editores, el cuento es y será de Hoffmann... respetemos eso.
La novela infantil tiene 14 capítulos y la subiré por partes.
La novela infantil tiene 14 capítulos y la subiré por partes.
Espero que les guste :D
Capítulo I
La Nochebuena
El día 24 de diciembre los niños del consejero
de Sanidad, Stahlbaum, no pudieron entrar en todo el día en el hall y mucho menos
en el salón contiguo. Refugiados en una habitación interior estaban Federico y
María; la noche se venía encima, y les fastidiaba mucho que —cosa corriente en
días como aquél— no se ocuparan de ponerles luz.
Federico descubrió, diciéndoselo muy
callandito a su hermana menor —de apenas tenía siete años—, que desde la mañana
muy temprano había sentido ruido de pasos y unos golpecitos en la habitación
prohibida. Hacía poco también que se había deslizado por el vestíbulo un
hombrecillo con una gran caja debajo del brazo, que no era otro sino el padrino
Drosselmeier. María palmoteó alegremente, exclamando:
—¿Qué nos habrá hecho el padrino Drosselmeier?
El magistrado Drosselmeier no era precisamente
un hombre guapo; bajito y delgado, tenía muchas arrugas en el rostro; en el
lugar del ojo derecho llevaba un gran parche negro, y disfrutaba de una enorme
calva, por lo cual llevaba una hermosa peluca, que era de cristal y una
verdadera obra maestra. Era además el padrino más habilidoso; entendía mucho de
relojes de casa: el de Stahlbaum se descomponía y no daba la hora ni marchaba,
se presentaba el padrino Drosselmeir, se quitaba la peluca y el gabán amarillo,
se anudaba un delantal azul y comenzaba a pinchar el reloj con instrumentos
puntiagudos que a la pequeña María le solían producir dolor, pero que no se lo
hacían al reloj, sino que le daban vida, y a poco comenzaba a marchar y a
sonar, con gran alegría de todos. Siempre que iba llevaba cosas bonitas para
los niños en el bolsillo: ya un hombrecito que movía los ojos y hacía reverencias
muy cómicas, ya una cajita de la que salía un pajarito, ya otra cosa. Pero en Navidad
siempre preparaba algo artístico que le había costado mucho trabajo, por lo cual,
en cuanto lo veían los niños, lo guardaban cuidadosamente los padres.
—¿Qué nos habrá hecho el padrino Drosselmeier?
—repitió María.
Federico opinaba que no debía de ser otra cosa
que una fortaleza en la cual pudiesen marchar y maniobrar muchos soldados, y luego
vendrían otros que querrían entrar en la fortaleza, y los de dentro los
rechazarían con los cañones armando mucho estrépito.
—No, no —interrumpía María a su hermano—: el
padrino me ha hablado de un hermoso jardín con un lago en el que nadaban blancos
cisnes con cintas doradas en el cuello, los cuales cantaban las más lindas
canciones. Y luego venía una niñita, que llega al estanque y llamaba la
atención de los cisnes y les daba mazapán.
—Los cisnes no comen mazapán —replicó
Federico, un poco grosero—, y tampoco puede el padrino hacer un jardín grande.
La verdad es que tenemos muy pocos juguetes suyos; en seguida nos los quitan;
por eso prefiero los que papá y mamá nos regalan, pues ésos nos los dejan para
que hagamos con ellos lo que queramos.
Los niños comentaban lo que aquella vez podría
ser el regalo. María pensaba que la señorita Trudi —su muñeca grande— estaba muy
cambiada porque, poco hábil como siempre, se caía al suelo a cada paso sacando
de las caídas bastantes señales en la cara y siendo imposible que estuviera
limpia. No servían de nada los regaños por fuertes que fuesen. También se había
reído mamá cuando vio que le gustaba tanto la sombrilla nueva de Margarita.
Federico pretendía que su cuadra carecía de un alazán y sus tropas estaban escasas
de caballería, y eso era perfectamente conocido por su padre. Los niños sabían
de sobra que sus papás les habrían comprado toda clase de lindos regalos que se
ocupaban en colocar; también estaban seguros de que, junto a ellos, el Niño
Jesús los miraría con ojos bondadosos, y que los regalos de Navidad esparcían
un ambiente de bendición, como si los hubiese tocado la mano divina. A
propósito recordaban los niños, que sólo hablaban de esperados regalos, que su
hermana mayor, Elisa, les decía que era el Niño Jesús el que les enviaba, por
mano de los padres, lo que más le pudiera agradar. Él sabía mucho mejor que
ellos lo que les proporcionaría placer, y los niños no debían desear nada, sino
esperar tranquila y pacientemente lo que les dieran. La pequeña María se quedó
muy pensativa; pero Federico se decía en voz baja:
—Me gustaría mucho un alazán y unos cuantos
húsares.
Había oscurecido por completo. Federico y
María, muy juntos, no se atrevían a hablar una palabra; les parecía que en
derredor suyo revoloteaban unas alas muy suavemente y que a lo lejos se oía una
música deliciosa. En la pared se reflejó una gran claridad, lo cual hizo suponer
a los niños que Jesús ya se había presentado a otros niños felices.
En el mismo momento sonó un tañido argentino:
"Tilín, tilín." Las puertas se abrieron de par en par, y del salón
grande salió tal claridad que los chiquillos exclamaron a gritos "¡Ah!...
¡Ah!..." y permanecieron como extasiados, sin moverse. El padre y la madre
aparecieron en la puerta; tomaron a los niños de la mano y les dijeron:
—Venid, venid, queridos, y veréis lo que el
Niño Dios os ha regalado.
Capítulo II
Los regalos
A ti me dirijo, amable lector y oyente,
Federico..., Teodoro..., Ernesto, o como te llames, rogándote que te
representes el último árbol de Navidad, adornado de lindos regalos; de ese modo
podrás darte exacta cuenta de cómo estaban los niños quietos, mudos de entusiasmo,
con los ojos muy abiertos; y sólo después de transcurrido un buen rato la
pequeña María articuló dando un suspiro:
—¡Qué bonito!... ¡Qué bonito!
Y Federico intentó dar algún salto que le
resultó demasiado a lo vivo.
Para conseguir aquel momento los niños habían
tenido que ser juiciosos y buenos durante todo el año, pues en ninguna ocasión
les regalaban cosas tan lindas como en ésta. El gran árbol, que estaba en el centro
de la habitación, tenía muchas manzanas, doradas y plateadas, y figuraban
capullos y flores, almendras garrapiñadas y bombones envueltos en papeles de
colores, y toda clase de golosinas, que colgaban de las ramas. Lo más hermoso
del árbol admirable era que en la espesura de sus hojas oscuras ardía una infinidad
de lucecitas, que brillaban como estrellas; y mirando hacia él los niños
suponían que los invitaba a tomar sus flores y sus frutos.
Junto al árbol todo brillaba y resplandecía,
siendo imposible de explicar las muchas cosas lindas que se veían. María
descubrió una hermosa muñeca, toda clase de utensillos monísimos y lo que más
bonito le pareció: un vestidito de seda adornado con cintas de colores que
estaba colgado de manera que se lo veía de todas partes, haciéndole repetir:
—¡Qué vestido tan bonito!... ¡Qué precioso!...
Y de seguro que me permitirán que me lo ponga.
Entretanto, Federico ya había dado dos o tres
veces la vuelta alrededor de la mesa para probar el nuevo alazán que encontrara
en ella. Al apearse nuevamente, pretendía que era un animal salvaje, pero que
no le importaba y que en él haría la guerra con los escuadrones de húsares, que
aparecían muy nuevecitos, con sus trajes dorados y amarillos, sus armas
plateadas y montados en sus blancos caballos, que se hubiera podido creer eran
asimismo de plata pura.
Los niños, algo más tranquilos, se dedicaron a
mirar los libros de estampas que abiertos exponían ante su vista una colección
de dibujos de flores, de figuras humanas y de animales tan bien hechos que
parecía iban a hablar; con ellos pensaban seguir entretenidos, cuando volvió a
sonar la campanilla. Aún quedaba por ver el regalo del padrino Drosselmeier, y
apresuradamente se dirigieron los chiquillos a una mesa que estaba junto a la
pared. En seguida desapareció el gran paraguas bajo el cual se ocultaba hacía
tanto tiempo, y ante la curiosidad de los niños apareció una maravilla. En una pradera,
adornada con lindas flores, se alzaba un castillo con ventanas espejeantes y
torres doradas. Se oyó una música de campanas, y las puertas y las ventanas se
abrieron, dejando ver una multitud de damas y caballeros chiquitos pero bien
proporcionados, con sombreros de plumas y trajes de cola, que se paseaban por
los salones.
En el central, que parecía estar ardiendo —tal
era la iluminación de las lucecillas de las arañas doradas—, bailaban unos
cuantos niños con camisitas cortas y enagüitas siguiendo los acordes de la
música de las campanas. Un caballero, envuelto en una capa esmeralda, se
asomaba de vez en cuando a una ventana, miraba hacia fuera y volvía a
desaparecer, en tanto que el mismo padrino Drosselmeier, aunque de tamaño como
el dedo pulgar de papá, estaba a la puerta del castillo y penetraba en él.
Federico, con lo brazos apoyados en la mesa,
contempló largo rato el castillo y las figuritas, que bailaban y se movían de
un lado para otro; luego dijo:
—Padrino Drosselmeier, déjame entrar en el
castillo.
El magistrado lo convenció de que aquello no
podía ser. Tenía razón y parecía mentira que a Federico se le ocurriera la
tontería de querer entrar en un castillo que, contando con las torres y todo,
no era tan alto como él. En seguida se convenció.
Después de un rato, como las damas y los
caballeros seguían paseando siempre de la misma manera, los niños bailando de
igual modo, el hombrecillo de la capa esmeralda asomándose a la misma ventana a
mirar y el padrino Drosselmeier entrando por aquella puerta, Federico
impaciente dijo:
—Padrino, sal por la otra puerta que está más
arriba.
—No puede ser, querido Federico —respondió el
padrino.
—Entonces —repuso Federico— que el hombrecillo
verde se pasee con el otro.
—Tampoco puede ser —respondió de nuevo el
magistrado.
—Pues que bajen los niños; quiero verlos más
de cerca —exclamó Federico.
—Vaya, tampoco puede ser —dijo el magistrado,
un poco molesto—; el mecanismo tiene que quedarse conforme está.
—¿Lo mismo?... —preguntó Federico en tono de aburrimiento—.
¿Sin poder hacer otra cosa? Mira, padrino, si tus almibarados personajes del
castillo no pueden hacer más que la misma cosa siempre, no sirven para mucho y
no vale la pena de asombrarse. No; prefiero mis húsares que maniobran hacia
adelante y hacia atrás a medida de mi deseo, y no están encerrados.
Y saltó en dirección de la otra mesa haciendo
que sus escuadrones trotasen y diesen la vuelta y cargaran y dispararan a su gusto.
También María se deslizó en silencio fuera de allí pues, lo mismo que a su
hermano, le cansaba el ir y venir sin interrupción de las muñequitas del
castillo; pero como era más prudente que Federico, no lo dejó ver tan a claras.
El magistrado Drosselmeier, un poco amostazado, dijo a los padres:
—Estas obras artísticas no son para niños
ignorantes; voy a volver a guardar mi castillo.
La madre le pidió que le enseñara la parte
interna del mecanismo que hacía moverse de un modo tan perfecto a todas
aquellas muñequitas. El padrino lo desarmó todo y lo volvió a armar. Con aquel
trabajo recobró su buen humor, y regaló a los niños unos cuantos hombres y
mujeres pardos con los rostros, los brazos y las piernas dorados. Eran de Thom
y tenían el olor agradable y dulce de alajú, de lo cual Federico y María se
alegraron mucho. Luisa, la hermana mayor, se había puesto, por mandato de la
madre, el traje nuevo que le regalaran, y María, cuando se tuvo que poner también
el suyo, quiso contemplarlo un rato más, cosa que se le permitió de buen grado.
Capítulo III
El protegido
María se quedó parada delante de la mesa de
los regalos en el preciso momento en que ya se iba a retirar: había descubierto
una cosa que hasta entonces no viera. A través de la multitud de húsares de Federico,
que formaban en parada junto al árbol, se veía un hombrecillo, que modestamente
se escondía como si esperase a que llegara el turno. Mucho habría que decir de
su tamaño, pues, según se lo veía, el cuerpo, largo y fuerte, estaba en abierta
desproporción con las piernas delgadas, y la cabeza resultaba asimismo
demasiado grande. Su manera de vestir era la de un hombre de posición y gusto.
Llevaba una chaquetilla de húsar de color violeta vivo con muchos cordones y botones,
pantalones del mismo estilo y unas botas de montar preciosas, de lo más lindo
que se puede ver en los pies de un estudiante, y mucho más en los de un
oficial. Ajustaban tan bien a las piernecillas como si estuvieran pintadas.
Resultaba sumamente cómico que con aquel traje tan marcial llevase una capa
escasa, mal cortada, que parecía de madera, y una montera de gnomo. Al verlo
pensó María que también el padrino Drosselmeier usaba un traje de mañana muy malo
y nunca gorra y, sin embargo, era un padrino encantador. También se le ocurrió
a María que el padrino tenía una expresión tan amable como el hombrecillo,
aunque no era tan guapo.
Mientras María contemplaba al hombrecillo, que
desde el primer momento le había sido simpático; fue descubriendo los rasgos de
bondad que aparecían en su rostro. Sus ojos verde claro, grandes y un poco
parados, expresaban agrado y bondad. Le iba muy bien la barba corrida, de
algodón, que hacía resaltar la sonrisa amable de su boca.
—Papá —exclamó María al fin—, ¿a quién
pertenece ese hombrecillo que está colgado del árbol?
—Ese, hija mía —respondió el padre— ha de
trabajar para todos partiendo nueces, y, por tanto, pertenece a Luisa lo mismo
que a Federico y a ti.
El padre lo cogió y, levantándole la capa,
abrió una gran boca, mostrando dos hileras de dientes blancos y afilados, María
le metió en ella una nuez, y... ¡crac!..., el hombre mordió y las cáscaras
cayeron, dejando entre las manos de María la nuez limpia. Entonces supieron todos
que el hombrecillo pertenecía a la clase de los partidores y que ejercía la
profesión de sus antepasados. María palmoteó alegremente, y su padre le dijo:
—Puesto que el amigo Cascanueces te gusta
tanto, puedes cuidarlo, sin perjuicio, como ya te he dicho, de que Luisa y
Federico lo utilicen con el mismo derecho que tú.
María lo tomó en brazos, le hizo partir
nueces; pero buscaba las más pequeñas para que el hombrecillo no tuviese que
abrir demasiado la boca que no le convenía nada. Luisa lo utilizó también, y el
amigo partidor partió una porción de nueces para todos, riéndose siempre con su
sonrisa bondadosa. Federico, que ya estaba cansado de tanta maniobra y
ejercicio, oyó el chasquido de las nueces, llegó junto a sus hermanas y se rió
mucho del grotesco hombrecillo que pasaba de mano en mano sin cesar de abrir y
cerrar la boca con su ¡crac!, ¡crac!
Federico escogía siempre las mayores y más
duras, y una vez que le metió en la boca una enorme, ¡crac!, ¡crac!..., tres
dientes se le cayeron al pobre partidor quedándole la mandíbula inferior suelta
y temblona.
—¡Pobrecito Cascanueces! —exclamó María a
gritos, quitándoselo a Federico de las manos.
—Es un estúpido y un tonto —dijo Federico—;
quiere ser partidor y no tiene las herramientas necesarias ni sabe su oficio. Dámelo,
María; tiene que partir nueces hasta que yo quiera, aunque se quede sin todos
los dientes y hasta sin la mandíbula superior, para que no sea holgazán.
—No, no —contestó María llorando—; no te daré
mi querido Cascanueces, mírale cómo me mira dolorido y me enseña su boca herida.
Eres un cruel, que siempre estás dando latigazos a tus caballos y te gusta
matar a los soldados.
—Así tiene que ser; tú no entiendes de eso
—repuso Federico—, y el Cascanueces es tan tuyo como mío; conque dámelo.
María comenzó a llorar a lágrima viva y
envolvió cuidadosamente al enfermo Cascanueces en su pañuelo. Los padres acudieron
al alboroto con el padrino Drosselmeier, que desde luego, se puso de parte de
Federico. Pero el padre dijo:
—He puesto a Cascanueces bajo el cuidado de
María, y como al parecer lo necesita ahora, le concedo pleno derecho sobre él,
sin que nadie tenga que decir una palabra. Además, me choca mucho en Federico
que pretenda que un individuo inutilizado en el servicio continúe en la línea
activa. Como buen militar, debe saber que los heridos no forman nunca.
Federico, avergonzado, desapareció, sin
ocuparse más de las nueces ni del partidor, y se fue al otro extremo de la
mesa, donde sus húsares, luego de haber recorrido los puestos avanzados, se
retiraron al cuartel.
María recogió los dientes perdidos de
Cascanueces, le puso alrededor de la barbilla una cinta blanca que había
quitado de un vestido suyo, y luego envolvió con más cuidado aún con su pañuelo
al pobre mozo, que estaba muy pálido y asustado. Así lo sostuvo en sus brazos,
meciéndolo como a un niño, mientras miraba las estampas de uno de los nuevos
libros que les regalaran.
Se enfadó mucho, cosa poco frecuente en ella,
cuando el padrino Drosselmeier riéndose le preguntó cómo podía ser tan cariñosa
con un individuo tan feo. El parecido son su padrino, que le saltara a la vista
desde el principio, se le hizo más patente aún, y dijo muy seria:
—Quien sabe, querido padrino, si tú también te
vistieses como el muñequito y te pusieses sus botas brillantes si estarías tan
bonito como él.
María no supo por qué sus padres se echaron a
reír con tanta gana y por qué al magistrado se le pusieron tan rojas las
narices y no se rió ya tanto como antes. Seguramente habría una razón para
ello.
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Quien es el autor
ResponderEliminarE.T.A. Hoffman
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