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domingo, 8 de diciembre de 2013

La patita blanca - Alexandr Afanásiev

Hace tiempito que no subo ningún cuento infantil (a pesar de que la idea original del blog era esa). Hoy, navegando por la revista Imaginaria (revista que si no conocen, recomiendo) di con "La patita blanca", un cuento popular ruso. Este cuento fue recopilado por Alexandr Afanásiev, un historiador y estudioso del folclore ruso (1826-1871), y publicado en el primer tomo de la colección "Cuentos populares rusos" en 1855. A. Afanásiev vendría a ser algo así como el Charles Perrault o los hermanos Grimm de Rusia. 
Al igual que sucediera con Perrault (1628-1703) y con los Grimm (Jacob 1785-1863 y Wilhelm 1786-1859), los cuentos recopilados por Afanásiev sufrieron de la censura para ser adaptados a los niños (1870).

"Esta compilación fue presentada a la censura en 1870, pero por entonces ésta se había tornado aún más reaccionaria y atosigó al autor con toda clase de revisiones. Algunas, incluso próximas al absurdo. Por ejemplo, se debía sustituir las palabras “yegua” y “potro” o “corcel” por la de “caballo”, para evitar que surgiera en los niños la idea de diferencia entre los sexos en el reino animal."


Alexandr Afanásiev falleció debido a la tuberculosis el 23 de septiembre de 1871 en Moscú. Tenía 45 años. 

 La patita blanca 

Érase una vez un príncipe que se casó con una hermosísima princesa. Antes de haberla contemplado a sus anchas, de haber hablado con ella cuanto deseaba y de haberse deleitado bastante con su voz, debió separarse de ella para emprender un largo viaje hacia un país lejano, dejando a su esposa amada rodeada de extraños.

Al parecer no había otro remedio. Dicen que no es posible pasarse la vida abrazando a quien amamos.
La princesa lloró amargamente. El príncipe la consoló y le aconsejó que no saliera de palacio, que no pasara las veladas en casa de los vecinos, que no tratara con gente dudosa y que no escuchara pérfidas palabras. La princesa prometió obedecer en todo. Cuando el príncipe partió, la joven se encerró en sus habitaciones y no salió para nada de palacio, ni vio a nadie.

 


Al cabo de un tiempo —no sé si poco o mucho— cuando el retorno del príncipe se hallaba próximo, una mujer acudió a visitar a la princesa. Parecía una buena mujer, muy dulce y muy modesta.

—¿Qué haces aquí tan triste y tan sola? Podrías salir al jardín, para tomar un poco de aire y disipar tu tristeza —dijo con tierna voz la extraña mujer.

La princesa se resistió mucho tiempo. Pero finalmente pensó que dar una vueltecita por el jardín no era nada malo, y salió.

Atravesaba el jardín un arroyo de agua cristalina.

—El sol abrasa, hace un día muy caluroso y el agua es clara y fresca. ¿Y si nos diéramos un baño? —invitó la mujer.

La princesa se negó una y otra vez. Pero después se dijo que no había nada malo en nadar un poquito. Se quitó el ligero sarafán (1) y se zambulló en el agua. Al primer chapuzón, la mujer le dio una palmada en la espalda diciendo:

—¡Nada, nada, patita blanca!

Y la princesa se alejó por el agua convertida en patita blanca. Inmediatamente, la hechicera tomó el aspecto de la princesa, vistió sus ropas, se adornó con sus alhajas y esperó el regreso del príncipe.

Apenas ladró el perrito y tintineo la campanilla de la puerta, la bruja corrió al encuentro del príncipe, se echó en sus brazos besándole y acariciándole. Él, feliz, la tomó en sus brazos creyendo que se trataba de su esposa amada.

Entre tanto, la patita blanca puso unos huevos de los que nacieron sus pequeños, que no eran patitos, sino niños: dos muy hermosos y fuertes, pero el otro chiquito y canijo. La patita los crió y ellos se volvieron revoltosos. Jugueteaban en el río, pescaban pececitos de colores, con pedazos de trapos se hicieron sus ropas. Correteaban por la orilla y miraban de reojo los verdes prados del palacio.

—¡Ay, hijitos! No vayáis para allá —advertía la madre.




Pero ellos no le hacían caso. Jugaban sobre la hierba, corrían por el césped, y fueron alejándose cada vez más hasta que, sin saber cómo, se metieron en el jardín del príncipe.

La bruja los reconoció por el olfato, pero fingió no darse cuenta de quiénes eran esos niños. Rechinó los dientes, los llamó con dulzura a su lado, les dio de comer y los acostó en una buena cama. Al mismo tiempo, ordenó a los criados que encendieran una hoguera, colgaran calderas encima y afilaran los cuchillos.

Los dos hermanos robustos se durmieron en seguida, pero el hermanito canijo no dormía, sino que lo escuchaba y lo veía todo.

A medianoche, la bruja se acercó a la puerta y preguntó:

—¿Duermen, pequeños?

El canijo contestó:

Dormimos y no dormimos, soñamos y vigilamos.
Nos parece que nos quieren degollar.
¡Amontonan grandes leños de manzano,
tienen ollas de agua hirviendo sin parar
y afilados los cuchillos bien templados!

“No están dormidos”, se dijo la bruja. Anduvo un rato por allí y otra vez se acercó a la puerta del cuarto y volvió a preguntar:

—¿Duermen, pequeños?

El canijo no dormía y le contestó:

Dormimos y no dormimos, soñamos y vigilamos.
Nos parece que nos quieren degollar.
¡Amontonan grandes leños de manzano,
tienen ollas de agua hirviendo sin parar
y afilados los cuchillos bien templados!

“Qué extraño”, pensó la hechicera, siempre me contesta la misma voz. Decidió entrar esta vez y vio a los dos hermanos profundamente dormidos. Les pasó por encima su mano maléfica y quedaron muertos.

Por la mañana, la patita blanca llamó a sus hijitos, pero no acudieron. La patita voló hasta el patio principal del palacio y allí vio a los tres hermanitos acostados uno al lado del otro, blancos como el lienzo, fríos como el hielo. Se precipitó sobre ellos, los estrechó entre sus alas extendidas y clamó su dolor de madre:

¡Ay mis hijitos del alma,
mis hijitos adorados!
Los crié con mil fatigas
calmé su sed con mis lágrimas,
los velé noches enteras
y pasé hambre por ellos.

—¿Oyes eso, mujer? —preguntó el príncipe—. Esa pata está hablando con voz humana.
—Son ideas tuyas, no está hablando. ¡Que echen a ese animal de nuestro patio!

Pero, por más que expulsaban a la patita, ella volvía siempre junto a sus hijos.

¡Ay mis hijitos del alma,
mis hijitos adorados!
Esa vieja bruja, dañina serpiente
les ha dado muerte.
A mi noble esposo, falaz me ha robado,
mi querido esposo, vuestro padre amado.
Luego convertidos en patitos blancos,
nos arrojó al agua,
y ocupó mi sitio en mi propia casa.

“Aquí ocurre algo extraño”, pensó el príncipe y luego ordenó a sus hombres que atraparan a la patita blanca.

Todos lo intentaron, pero la patita blanca revoloteaba sin dejarse alcanzar por nadie. Probó suerte el propio príncipe, y ella misma acudió a sus manos. El príncipe la agarró por una de las alas, pero la bruja alcanzó a tocar a la patita convirtiéndola en un huso de madera. El príncipe lo comprendió todo. Rompió el huso en dos, tiró una mitad delante de sí, la otra mitad a sus espaldas, y clamó:

—Que un abedul blanco crezca a mis espaldas y ante mis ojos surja una doncella.

Al instante creció un abedul blanco a espaldas del príncipe y delante de él apareció una linda doncella. El príncipe reconoció a su joven esposa y la besó llorando de alegría.

Enseguida cazaron una corneja, le ataron dos frasquitos debajo de las alas y la enviaron en busca del agua de la vida en uno y, en el otro, agua de la palabra. La corneja salió volando y regresó con el agua. Rociaron a los niños con agua de la vida y resucitaron; les rociaron con agua de la palabra y rompieron a hablar.

El príncipe recobró así a su familia, y vivieron felices, en la opulencia y dando olvido a sus desgracias.

En cuanto a la bruja, fue atada a la cola de un caballo y su cuerpo fue arrastrado por montes y valles. Las aves rapaces devoraron la carne, el soplo del viento dispersó los huesos y de la bruja no quedó sobre la tierra ni el recuerdo.




(1) Sarafán: típica prenda femenina rusa. Fruncida por delante y por detrás a la altura de las axilas, lleva anchos tirantes y se usa sobre la blusa. (Definición extraída del “Vocabulario”. En Afanásiev, Alexandr N. Cuentos Populares Rusos. Madrid, Editorial Anaya, 1987).

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