Capítulo X
Cuando terminó esta discusión, Benjamin, muy triste, subió a su dormitorio y se miró al espejo. No se afeitaba desde hacía tres meses, pero apenas si se descubría en la cara una pelusilla incolora, que no valía la pena tocar. La primera vez que, en vacaciones, volvió de Harvad, Roscoe se había atrevido a sugerirle que debería llevar gafas y una barba postiza pegada a las mejillas: por un momento pareció que iba a repetirse la farsa de sus primeros años. Pero la barba le picaba, y le daba vergüenza. Benjamin lloró, y Roscoe había acabado cediendo a regañadientes.
Benjamin abrió un libro de cuentos para niños, Los boy scouts en la bahía de Bimini, y comenzó a leer. Pero no podía quitarse de la cabeza la guerra. Hacía un mes que Estados Unidos se había unido a la causa aliada, y Benjamin quería alistarse, pero, ay, dieciséis años eran la edad mínima, y Benjamin no parecía tenerlos. De cualquier modo, su verdadera edad, cincuenta y cinco años, también lo inhabilitaba para el ejército.
Llamaron a la puerta y el mayordomo apareció con una carta con gran membrete oficial en una esquina, dirigida al señor Benjamin Button. Benjamin la abrió, rasgando el sobre con impaciencia, y leyó la misiva con deleite: muchos militares de alta graduación, actualmente en la reserva, que habían prestado servicio durante la guerra con España, estaban siendo llamados al servicio con un rango superior. Con la carta se adjuntaba su nombramiento como general de brigada del ejército de Estados Unidos y la orden de incorporarse inmediatamente.
Benjamin se puso en pie de un salto, casi temblando de entusiasmo. Aquello era lo que había deseado. Cogió su gorra y diez minutos después entraba en una gran sastrería de Charles Street y, con insegura voz de tiple, ordenaba que le tomaran medidas para el uniforme.
—¿Quieres jugar a los soldados, niño? —preguntó un dependiente, con indiferencia.
Benjamin enrojeció.
—¡Oiga! ¡A usted no le importa lo que yo quiera! —replicó con rabia—. Me llamo Button y vivo en la Mt. Vernon Place, así que ya sabe quién soy.
—Bueno —admitió el dependiente, titubeando—, por lo menos sé quién es su padre.
Le tomaron las medidas, y una semana después estuvo listo el uniforme. Tuvo algunos problemas para conseguir los galones e insignias de general porque el comerciante insistía en que una bonita insignia de la Asociación de Jóvenes Cristianas quedaría igual de bien y sería mucho mejor para jugar.
Sin decirle nada a Roscoe, Benjamin salió de casa una noche y se trasladó en tren a Camp Mosby, en Carolina del Sur, donde debía asumir el mando de una brigada de infantería. En un sofocante día de abril Benjamin llegó a las puertas del campamento, pagó el taxi que lo había llevado hasta allí desde la estación y se dirigió al centinela de guardia.
—¡Que alguien recoja mi equipaje! —dijo enérgicamente.
El centinela lo miró con mala cara.
—Dime —observó—, ¿adonde vas disfrazado de general, niño?
Benjamin, veterano de la Guerra Hispano-Norteamericana, se volvió hacia el soldado echando chispas por los ojos, pero, por desgracia, con voz aguda e insegura.
—¡Cuádrese! —intentó decir con voz de trueno; hizo una pausa para recobrar el aliento, e inmediatamente
vio cómo el centinela entrechocaba los talones y presentaba armas.
Benjamin disimuló una sonrisa de satisfacción, pero cuando miró a su
alrededor la sonrisa se le heló en los labios. No había sido él la causa de aquel gesto de obediencia, sino un imponente coronel de artillería que se acercaba a caballo.
—¡Coronel! —llamó Benjamin con voz aguda.
—¡Coronel! —llamó Benjamin con voz aguda.
El coronel se acercó, tiró de las riendas y lo miró fríamente desde lo alto, con un extraño centelleo en los ojos.
—¿Quién eres, niño? ¿Quién es tu padre? —preguntó afectuosamente.
—Ya le enseñaré yo quién soy —contestó Benjamin con voz fiera—. ¡Baje inmediatamente del caballo!
El coronel se rió a carcajadas.
—Quieres mi caballo, ¿eh, general?
—¡Tenga! —gritó Benjamin exasperado—. ¡Lea esto! —y tendió su nombramiento al coronel.
—¡Tenga! —gritó Benjamin exasperado—. ¡Lea esto! —y tendió su nombramiento al coronel.
El coronel lo leyó y los ojos se le salían de las órbitas.
—¿Dónde lo has conseguido? —preguntó, metiéndose el documento en su bolsillo.
—¡Me lo ha mandado el Gobierno, como usted descubrirá enseguida!
—¡Acompáñame! —dijo el coronel, con una mirada extraña—. Vamos al puesto de mando, allí hablaremos. Venga, vamos.
—¡Me lo ha mandado el Gobierno, como usted descubrirá enseguida!
—¡Acompáñame! —dijo el coronel, con una mirada extraña—. Vamos al puesto de mando, allí hablaremos. Venga, vamos.
El coronel dirigió su caballo, al paso, hacia el puesto de mando. Y Benjamin no tuvo más remedio que seguirlo con toda la dignidad de la que era capaz: prometiéndose, mientras tanto, una dura venganza.
Pero la venganza no llegó a materializarse. Se materializó, Hos días después, su hijo Roscoe, que llegó de Baltimore, acalorado y de mal humor por el viaje inesperado, y escoltó al lloroso general, sans uniforme, de vuelta a casa.
Continúa leyendo esta historia en "El curioso caso de Benjamin Button - F. Scott Fitzgerald - capítulo XI - FINAL" de pronta publicación
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