Hoy se cumple un aniversario más del nacimiento de Julio Cortázar, escritor argentino, 100 años en realidad. Fue conocido especialmente por "Rayuela" (1963), su obra maestra, pero destacó, y cómo, en narrativa... y claro, además todos lo recuerdan por la creación de ¡LOS CRONOPIOS! :D
No voy a hablar más de Cortázar pero les dejo una muy buena biografía por si les interesa saber más.
Tiempo atrás subí "Carta a una señorita en París" y hoy subiré "Circe" del libro "Bestiario" (1951) que ojo, en mi libro dice "Cirse" pero veo que en todos lados - la web - colocan "Circe" así que al final ya me confundí.... Ambos cuentos me llevan a la época de la escuela. Los leí y nunca los olvidé; uno por los conejitos, otro por... bueno, quienes no lo haya leído, ya lo descubrirá.
Circe es el nombre de una diosa griega. Quienes hayan leído de mitología griega (las historias sobre los argonautas) o bien "La Odisea" de Homero, seguro que la recuerdan: es la hechicera de la isla Eea, aparentemente, la península actualmente llamada Monte Circeo. Si recuerdan, más allá de como se desarrolla luego la historia, Circe invita a los hombres de Odiseo o Ulises a un banquete y los convierte en animales. Cada quien se convierte en aquel animal que muestre su verdadera naturaleza. El palacio de piedra de la diosa está rodeada de animales, como lobos, cerdos y leones, que no son más que hombres hechizados por ella. Sin embargo, Circe no logra hechizar a Ulises, no en el sentido de convertirlo en animal al menos, pero él permanece con ella como amante durante un año entero.
Ahora, vamos con el cuento de hoy.
Circe
And one kiss I had of her mouth,
as I took the apple from her
hand.
But while I bit it, my brain whirled and my foot stumbled;
and I
felt my crashing fall through the tangled boughs beneath her feet,
and
saw the dead white faces that welcomed me in the pit.
Dante Gabriel Rossetti
The Orchard-Pit
The Orchard-Pit
Porque ya no ha de importarle, pero
esa vez le dolió la coincidencia de los chismes entrecortados, la cara servil
de Madre Celeste contándole a tía Bebé la incrédula desazón en el gesto de su
padre. Primero fue la de la casa de altos, su manera vacuna de girar despacio
la cabeza, rumiando las palabras con delicia de bolo vegetal. Y también la
chica de la farmacia -“no porque yo lo crea, pero si fuese verdad, ¡qué
horrible!”- y hasta don Emilio, siempre discreto como sus lápices y sus
libretas de hule. Todos hablaban de Delia Mañara con un resto de pudor, nada
seguros de que pudiera ser así, pero en Mario se abría paso a puerta limpia un
aire de rabia subiéndole a la cara. Odió de improviso a su familia con un
ineficaz estallido de independencia. No los había querido nunca, sólo la sangre
y el miedo a estar solo lo ataban a su madre y a los hermanos. Con los vecinos
fue directo y brutal; a don Emilio lo puteó de arriba abajo la primera vez que
se repitieron los comentarios. A la de la casa de altos le negó el saludo como
si eso pudiera afligirla. Y cuando volvía del trabajo entraba ostensiblemente
para saludar a los Mañara y acercarse -a veces con caramelos o un libro- a la
muchacha que había matado a sus dos novios.
Yo me acuerdo mal de Delia, pero era
fina y rubia, demasiado lenta en sus gestos (yo tenía doce años, el tiempo y
las cosas son lentas entonces) y usaba vestidos claros con faldas de vuelo
libre. Mario creyó un tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos apoyaban el
odio de la gente. Se lo dijo a Madre Celeste: “La odian porque no es chusma
como ustedes, como yo mismo”, y ni parpadeó cuando su madre hizo ademán de
cruzarle la cara con una toalla. Después de eso fue la ruptura manifiesta; lo
dejaban solo, le lavaban la ropa como por favor, los domingos se iban a Palermo
o de picnic sin siquiera avisarle. Entonces Mario se acercaba a la ventana de
Delia y le tiraba una piedrita. A veces ella salía, a veces la escuchaba reírse
adentro, un poco malvadamente y sin darle esperanzas.
Vino la pelea Firpo-Dempsey y en
cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales, seguidas de una humillada
melancolía casi colonial. Los Mañara se mudaron a cuatro cuadras y eso hace
mucho en Almagro, de manera que otros vecinos empezaron a tratar a Delia, las
familias de Victoria y Castro Barros se olvidaron del caso y Mario siguió
viéndola dos veces por semana cuando volvía del banco. Era ya verano y Delia
quería salir a veces, iban juntos a las confiterías de Rivadavia o a sentarse
en Plaza Once. Mario cumplió diecinueve años, Delia vio llegar sin fiestas
-todavía estaba de negro- los veintidós.
Los Mañara encontraban injustificado
el luto por un novio, hasta Mario hubiera preferido un dolor sólo por dentro.
Era penoso presenciar la sonrisa velada de Delia cuando se ponía el sombrero
ante el espejo, tan rubia sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por Mario y
los Mañara, se dejaba pasear y comprar cosas, volver con la última luz y
recibir los domingos por la tarde. A veces salía sola hasta el antiguo barrio,
donde Héctor la había festejado. Madre Celeste la vio pasar una tarde y cerró
con ostensible desprecio las persianas. Un gato seguía a Delia, no se sabía si
era cariño o dominación, le andaban cerca sin que ella los mirara. Mario notó
una vez que un perro se apartaba cuando Delia iba a acariciarlo. Ella lo llamó
(era en el Once, de tarde) y el perro vino manso, tal vez contento, hasta sus
dedos. La madre decía que Delia había jugado con arañas cuando chiquita. Todos
se asombraban, hasta Mario que les tenía poco miedo. Y las mariposas venían a
su pelo -Mario vio dos en una sola tarde, en San Isidro-, pero Delia las
ahuyentaba con un gesto liviano. Héctor le había regalado un conejo blanco, que
murió pronto, antes que Héctor. Pero Héctor se tiró en Puerto Nuevo, un domingo
de madrugada. Fue entonces cuando Mario oyó los primeros chismes. La muerte de
Rolo Médicis no había interesado a nadie desde que medio mundo se muere de un
síncope. Cuando Héctor se suicidó los vecinos vieron demasiadas coincidencias,
en Mario renacía la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé, la
incrédula desazón en el gesto de su padre. Para colmo fractura del cráneo,
porque Rolo cayó de una pieza al salir del zaguán de los Mañara, y aunque ya
estaba muerto, el golpe brutal contra el escalón fue otro feo detalle. Delia se
había quedado adentro, raro que no se despidieran en la misma puerta, pero de
todos modos estaba cerca de él y fue la primera en gritar. En cambio Héctor
murió solo, en una noche de helada blanca, a las cinco horas de haber salido de
casa de Delia como todos los sábados.
Yo me acuerdo mal de Mario, pero
dicen que hacía linda pareja con Delia. Aunque ella estaba todavía con el luto
por Héctor (nunca se puso luto por Rolo, vaya a saber el capricho), aceptaba la
compañía de Mario para pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese entonces
Mario se había sentido fuera de Delia, de su vida, hasta de la casa. Era
siempre una “visita”, y entre nosotros la palabra tiene un sentido exacto y
divisorio. Cuando la tomaba del brazo para cruzar la calle, o al subir la
escalera de la estación Medrano, miraba a veces su mano apretada contra la seda
negra del vestido de Delia. Medía ese blanco sobre negro, esa distancia. Pero
Delia se acercaría cuando volviera al gris, a los claros sombreros para el
domingo de mañana.
Ahora que los chismes no eran un
artificio absoluto, lo miserable para Mario estaba en que anexaban episodios
indiferentes para darles un sentido. Mucha gente muere en Buenos Aires de
ataques cardíacos o asfixia por inmersión. Muchos conejos languidecen y mueren
en las casas, en los patios. Muchos perros rehúyen o aceptan las caricias. Las
pocas líneas que Héctor dejó a su madre, los sollozos que la de la casa de
altos dijo haber oído en el zaguán de los Mañara la noche en que murió Rolo
(pero antes del golpe), el rostro de Delia los primeros días… La gente pone
tanta inteligencia en esas cosas, y cómo de tantos nudos agregándose nace al
final el trozo de tapiz -Mario vería a veces el tapiz, con asco, con terror,
cuando el insomnio entraba en su piecita para ganarle la noche.
“Perdóname mi muerte, es imposible
que entiendas, pero perdóname, mamá.” Un papelito arrancado al borde de
Crítica, apretado con una piedra al lado del saco que quedó como un mojón para
el primer marinero de la madrugada. Hasta esa noche había sido tan feliz, claro
que lo habían visto raro las últimas semanas; no raro, mejor distraído, mirando
el aire como si viera cosas. Igual que si tratara de escribir algo en el aire,
descifrar un enigma. Todos los muchachos del café Rubí estaban de acuerdo.
Mientras que Rolo no, le falló el corazón de golpe, Rolo era un muchacho solo y
tranquilo, con plata y un Chevrolet doble faetón, de manera que pocos lo habían
confrontado en ese tiempo final. En los zaguanes las cosas resuenan tanto, la
de la casa de altos sostuvo días y días que el llanto de Rolo había sido como
un alarido sofocado, un grito entre las manos que quieren ahogarlo y lo van
cortando en pedazos. Y casi enseguida el golpe atroz de la cabeza contra el
escalón, la carrera de Delia clamando, el revuelo ya inútil.
Sin darse cuenta, Mario juntaba
pedazos de episodios, se descubría urdiendo explicaciones paralelas al ataque
de los vecinos. Nunca preguntó a Delia, esperaba vagamente algo de ella. A
veces pensaba si Delia sabría exactamente lo que se murmuraba. Hasta los Mañara
eran raros, con su manera de aludir a Rolo y a Héctor sin violencia, como si
estuviesen de viaje. Delia callaba protegida por ese acuerdo precavido e
incondicional. Cuando Mario se agregó, discreto como ellos, los tres cubrieron
a Delia con una sombra fina y constante, casi transparente los martes o los
jueves, más palpable y solícita de sábado a lunes. Delia recobraba ahora una
menuda vivacidad episódica, un día tocó el piano, otra vez jugó al ludo; era
más dulce con Mario, lo hacía sentarse cerca de la ventana de la sala y le
explicaba proyectos de costura o de bordado. Nunca le decía nada de los postres
o los bombones, a Mario le extrañaba, pero lo atribuía a delicadeza, a miedo de
aburrirlo. Los Mañara alababan los licores de Delia; una noche quisieron
servirle una copita, pero Delia dijo con brusquedad que eran licores para
mujeres y que había volcado casi todas las botellas. “A Héctor…”, empezó
plañidera su madre, y no dijo más por no apenar a Mario. Después se dieron
cuenta de que a Mario no lo molestaba la evocación de los novios. No volvieron
a hablar de licores hasta que Delia recobró la animación y quiso probar recetas
nuevas. Mario se acordaba de esa tarde porque acababan de ascenderlo, y lo
primero que hizo fue comprarle bombones a Delia. Los Mañara picoteaban
pacientemente la galena del aparatito con teléfonos, y lo hicieron quedarse un
rato en el comedor para que escuchara cantar a Rosita Quiroga. Luego él les
dijo lo del ascenso, y que le traía bombones a Delia.
-Hiciste mal en comprar eso, pero
andá, lleváselos, está en la sala. -Y lo miraron salir y se miraron hasta que
Mañara se sacó los teléfonos como si se quitara una corona de laurel, y la
señora suspiró desviando los ojos. De pronto los dos parecían desdichados,
perdidos. Con un gesto turbio Mañara levantó la palanquita de la galena.
Delia se quedó mirando la caja y no
hizo mucho caso de los bombones, pero cuando estaba comiendo el segundo, de menta
con una crestita de nuez, le dijo a Mario que sabía hacer bombones. Parecía
excusarse por no haberle confiado antes tantas cosas, empezó a describir con
agilidad la manera de hacer los bombones, el relleno y los baños de chocolate o
moka. Su mejor receta eran unos bombones a la naranja rellenos de licor, con
una aguja perforó uno de los que le traía Mario para mostrarle cómo se los
manipulaba; Mario veía sus dedos demasiado blancos contra el bombón, mirándola
explicar le parecía un cirujano pausando un delicado tiempo quirúrgico. El
bombón como una menuda laucha entre los dedos de Delia, una cosa diminuta pero
viva que la aguja laceraba. Mario sintió un raro malestar, una dulzura de
abominable repugnancia. “Tire ese bombón”, hubiera querido decirle. “Tírelo
lejos, no vaya a llevárselo a la boca, porque está vivo, es un ratón vivo.”
Después le volvió la alegría del ascenso, oyó a Delia repetir la receta del
licor de té, del licor de rosa… Hundió los dedos en la caja y comió dos, tres
bombones seguidos. Delia se sonreía como burlándose. Él se imaginaba cosas, y
fue temerosamente feliz. “El tercer novio”, pensó raramente. “Decirle así: su
tercer novio, pero vivo.”
Ahora ya es más difícil hablar de
esto, está mezclado con otras historias que uno agrega a base de olvidos
menores, de falsedades mínimas que tejen y tejen por detrás de los recuerdos;
parece que él iba más seguido a lo de Mañara, la vuelta a la vida de Delia lo
ceñía a sus gustos y a sus caprichos, hasta los Mañara le pidieron con algún
recelo que alentara a Delia, y él compraba las sustancias para los licores, los
filtros y embudos que ella recibía con una grave satisfacción en la que Mario
sospechaba un poco de amor, por lo menos algún olvido de los muertos.
Los domingos se quedaba de sobremesa
con los suyos, y Madre Celeste se lo agradecía sin sonreír, pero dándole lo
mejor del postre y el café muy caliente. Por fin habían cesado los chismes, al
menos no se hablaba de Delia en su presencia. Quién sabe si los bofetones al
más chico de los Camiletti o el agrio encresparse frente a Madre Celeste
entraban en eso; Mario llegó a creer que habían recapacitado, que absolvían a
Delia y hasta la consideraban de nuevo. Nunca habló de su casa en lo de Mañara,
ni mencionó a su amiga en las sobremesas del domingo. Empezaba a creer posible
esa doble vida a cuatro cuadras una de otra; la esquina de Rivadavia y Castro
Barros era el puente necesario y eficaz. Hasta tuvo esperanza de que el futuro
acercara las casas, las gentes, sordo al paso incomprensible que sentía -a
veces, a solas- como íntimamente ajeno y oscuro.
Otras gentes no iban a ver a los
Mañara. Asombraba un poco esa ausencia de parientes o de amigos. Mario no tenía
necesidad de inventarse un toque especial de timbre, todos sabían que era él.
En diciembre, con un calor húmedo y dulce, Delia logró el licor de naranja
concentrado, lo bebieron felices un atardecer de tormenta. Los Mañara no
quisieron probarlo, seguros de que les haría mal. Delia no se ofendió, pero
estaba como transfigurada mientras Mario sorbía apreciativo el dedalito
violáceo lleno de luz naranja, de olor quemante. “Me va a hacer morir de calor,
pero está delicioso”, dijo una o dos veces. Delia, que hablaba poco cuando
estaba contenta, observó: “Lo hice para vos”. Los Mañara la miraban como queriendo
leerle la receta, la alquimia minuciosa de quince días de trabajo.
A Rolo le habían gustado los licores
de Delia, Mario lo supo por unas palabras de Mañara dichas al pasar cuando
Delia no estaba: “Ella le hizo muchas bebidas. Pero Rolo tenía miedo por el
corazón. El alcohol es malo para el corazón.” Tener un novio tan delicado,
Mario comprendía ahora la liberación que asomaba en los gestos, en la manera de
tocar el piano de Delia. Estuvo por preguntarle a los Mañara qué le gustaba a
Héctor, si también Delia le hacía licores o postres a Héctor. Pensó en los
bombones que Delia volvía a ensayar y que se alineaban para secarse en una
repisa de la antecocina. Algo le decía a Mario que Delia iba a conseguir cosas
maravillosas con los bombones. Después de pedir muchas veces, obtuvo que ella
le hiciera probar uno. Ya se iba cuando Delia le trajo una muestra blanca y
liviana en un platito de alpaca. Mientras lo saboreaba -algo apenas amargo, con
un asomo de menta y nuez moscada mezclándose raramente-, Delia tenía los ojos
bajos y el aire modesto. Se negó a aceptar los elogios, no era más que un
ensayo y aún estaba lejos de lo que se proponía. Pero a la visita siguiente
-también de noche, ya en la sombra de la despedida junto al piano- le permitió
probar otro ensayo. Había que cerrar los ojos para adivinar el sabor, y Mario
obediente cerró los ojos y adivinó un sabor a mandarina, levísimo, viniendo
desde lo más hondo del chocolate. Sus dientes desmenuzaban trocitos crocantes,
no alcanzó a sentir su sabor y era sólo la sensación agradable de encontrar un
apoyo entre esa pulpa dulce y esquiva.
Delia estaba contenta del resultado,
dijo a Mario que su descripción del sabor se acercaba a lo que había esperado.
Todavía faltaban ensayos, había cosas sutiles por equilibrar. Los Mañara le
dijeron a Mario que Delia no había vuelto a sentarse al piano, que se pasaba
las horas preparando los licores, los bombones. No lo decían con reproche, pero
tampoco estaban contentos; Mario adivinó que los gastos de Delia los afligían.
Entonces pidió a Delia en secreto una lista de las esencias y sustancias
necesarias. Ella hizo algo que nunca antes, le pasó los brazos por el cuello y
lo besó en la mejilla. Su boca olía despacito a menta. Mario cerró los ojos
llevado por la necesidad de sentir el perfume y el sabor desde debajo de los
párpados. Y el beso volvió, más duro y quejándose.
No supo si le había devuelto el
beso, tal vez se quedó quieto y pasivo, catador de Delia en la penumbra de la
sala. Ella tocó el piano, como casi nunca ahora, y le pidió que volviera al
otro día. Nunca habían hablado con esa voz, nunca se habían callado así. Los
Mañara sospecharon algo, porque vinieron agitando los periódicos y con noticias
de un aviador perdido en el Atlántico. Eran días en que muchos aviadores se
quedaban a mitad del Atlántico. Alguien encendió la luz y Delia se apartó
enojada del piano, a Mario le pareció un instante que su gesto ante la luz
tenía algo de la fuga enceguecida del ciempiés, una loca carrera por las
paredes. Abría y cerraba las manos, en el vano de la puerta, y después volvió
como avergonzada, mirando de reojo a los Mañara; los miraba de reojo y se
sonreía.
Sin sorpresa, casi como una
confirmación, midió Mario esa noche la fragilidad de la paz de Delia, el peso
persistente de la doble muerte. Rolo, vaya y pase; Héctor era ya el desborde,
el trizado que desnuda un espejo. De Delia quedaban las manías delicadas, la
manipulación de esencias y animales, su contacto con cosas simples y oscuras,
la cercanía de las mariposas y los gatos, el aura de su respiración a medias en
la muerte. Se prometió una caridad sin límites, una cura de años en
habitaciones claras y parques alejados del recuerdo; tal vez sin casarse con
Delia, simplemente prolongando este amor tranquilo hasta que ella no viese más
una tercera muerte andando a su lado, otro novio, el que sigue para morir.
Creyó que los Mañara iban a
alegrarse cuando él empezara a traerle los extractos a Delia; en cambio se
enfurruñaron y se replegaron hoscos, sin comentarios, aunque terminaban
transando y yéndose, sobre todo cuando venía la hora de las pruebas, siempre en
la sala y casi de noche, y había que cerrar los ojos y definir -con cuántas
vacilaciones a veces por la sutilidad de la materia- el sabor de un trocito de
pulpa nueva, pequeño milagro en el plato de alpaca.
A cambio de esas atenciones, Mario
obtenía de Delia una promesa de ir juntos al cine o pasear por Palermo. En los
Mañara advertía gratitud y complicidad cada vez que venía a buscarla el sábado
de tarde o la mañana del domingo. Como si prefiriesen quedarse solos en la casa
para oír radio o jugar a las cartas. Pero también sospechó una repugnancia de
Delia a irse de la casa cuando quedaban los viejos. Aunque no estaba triste
junto a Mario, las pocas veces que salieron con los Mañara se alegró más,
entonces se divertía de veras en la Exposición Rural, quería pastillas y
aceptaba juguetes que a la vuelta miraba con fijeza, estudiándolos hasta
cansarse. El aire puro le hacía bien, Mario le vio una tez más clara y un andar
decidido. Lástima esa vuelta vespertina al laboratorio, el ensimismamiento
interminable con la balanza o las tenacillas. Ahora los bombones la absorbían
al punto de dejar los licores; ahora pocas veces daba a probar sus hallazgos. A
los Mañara nunca; Mario sospechaba sin razones que los Mañara hubieran rehusado
probar sabores nuevos; preferían los caramelos comunes y si Delia dejaba una
caja sobre la mesa, sin invitarlos pero como invitándolos, ellos escogían las
formas simples, las de antes, y hasta cortaban los bombones para examinar el
relleno. A Mario lo divertía el sordo descontento de Delia junto al piano, su
aire falsamente distraído. Guardaba para él las novedades, a último momento
venía de la cocina con el platito de alpaca; una vez se hizo tarde tocando el
piano y Delia dejó que la acompañara hasta la cocina para buscar unos bombones
nuevos. Cuando encendió la luz, Mario vio el gato dormido en su rincón y las
cucarachas que huían por las baldosas. Se acordó de la cocina de su casa, Madre
Celeste desparramando polvo amarillo en los zócalos. Aquella noche los bombones
tenían gusto a moka y un dejo raramente salado (en lo más lejano del sabor),
como si al final del gusto se escondiera una lágrima; era idiota pensar en eso,
en el resto de las lágrimas caídas la noche de Rolo en el zaguán.
-El pez de color está tan triste
-dijo Delia, mostrándole el bocal con piedritas y falsas vegetaciones. Un
pececillo rosa translúcido dormitaba con un acompasado movimiento de la boca.
Su ojo frío miraba a Mario como una perla viva. Mario pensó en el ojo salado
como una lágrima que resbalaría entre los dientes al mascarlo.
-Hay que renovarle más seguido el
agua -propuso.
-Es inútil, está viejo y enfermo.
Mañana se va a morir.
A él le sonó el anuncio como un
retorno a lo peor, a la Delia atormentada del luto y los primeros tiempos.
Todavía tan cerca de aquello, del peldaño y el muelle, con fotos de Héctor
apareciendo de golpe entre los pares de medias o las enaguas de verano. Y una
flor seca -del velorio de Rolo- sujeta sobre una estampa en la hoja del ropero.
Antes de irse le pidió que se casara
con él en el otoño. Delia no dijo nada, se puso a mirar el suelo como si
buscara una hormiga en la sala. Nunca habían hablado de eso. Delia parecía
querer habituarse y pensar antes de contestarle. Después lo miró
brillantemente, irguiéndose de golpe. Estaba hermosa, le temblaba un poco la
boca. Hizo un gesto como para abrir una puertecita en el aire, un ademán casi
mágico.
-Entonces sos mi novio -dijo-. Qué
distinto me parecés, qué cambiado.
Madre Celeste oyó sin hablar la
noticia, puso a un lado la plancha y en todo el día no se movió de su cuarto,
adonde entraban de a uno los hermanos para salir con caras largas y vasitos de
Hesperidina. Mario se fue a ver fútbol y por la noche llevó rosas a Delia. Los
Mañara lo esperaban en la sala, lo abrazaron y le dijeron cosas, hubo que
destapar una botella de oporto y comer masas. Ahora el tratamiento era íntimo y
a la vez más lejano. Perdían la simplicidad de amigos para mirarse con los ojos
del pariente, del que lo sabe todo desde la primera infancia. Mario besó a
Delia, besó a mamá Mañara y al abrazar fuerte a su futuro suegro hubiera
querido decirle que confiaran en él, nuevo soporte del hogar, pero no le venían
las palabras. Se notaba que también los Mañara hubieran querido decirle algo y
no se animaban. Agitando los periódicos volvieron a su cuarto y Mario se quedó
con Delia y el piano, con Delia y la llamada de amor indio.
Una o dos veces, durante esas
semanas de noviazgo, estuvo a un paso de citar a papá Mañara fuera de la casa
para hablarle de los anónimos. Después lo creyó inútilmente cruel porque nada
podía hacerse contra esos miserables que lo hostigaban. El peor vino un sábado
a mediodía en un sobre azul, Mario se quedó mirando la fotografía de Héctor en
Última Hora y los párrafos subrayados con tinta azul. “Sólo una honda
desesperación pudo arrastrarlo al suicidio, según declaraciones de los
familiares”. Pensó raramente que los familiares de Héctor no habían aparecido
más por lo de Mañara. Quizá fueron alguna vez en los primeros días. Se acordaba
ahora del pez de color, los Mañara habían dicho que era regalo de la madre de
Héctor. Pez de color muerto el día anunciado por Delia. Sólo una honda
desesperación pudo arrastrarlo. Quemó el sobre, el recorte, hizo un recuento de
sospechosos y se propuso franquearse con Delia, salvarla en sí mismo de los
hilos de baba, del rezumar intolerable de esos rumores. A los cinco días (no
había hablado con Delia ni con los Mañara), vino el segundo. En la cartulina
celeste había primero una estrellita (no se sabía por qué) y después: “Yo que
usted tendría cuidado con el escalón de la cancel”. Del sobre salió un perfume
vago a jabón de almendra. Mario pensó si la de la casa de altos usaría jabón de
almendra, hasta tuvo el torpe valor de revisar la cómoda de Madre Celeste y de
su hermana. También quemó este anónimo, tampoco le dijo nada a Delia. Era en
diciembre, con el calor de esos diciembres del veintitantos, ahora iba después
de cenar a lo de Delia y hablaban paseándose por el jardincito de atrás o dando
vuelta a la manzana. Con el calor comían menos bombones, no que Delia
renunciara a sus ensayos, pero traía pocas muestras a la sala, prefería
guardarlos en cajas antiguas, protegidos en moldecitos, con un fino césped de
papel verde claro por encima. Mario la notó inquieta, como alerta. A veces
miraba hacia atrás en las esquinas, y la noche que hizo un gesto de rechazo al
llegar al buzón de Medrano y Rivadavia, Mario comprendió que también a ella la
estaban torturando desde lejos; que compartían sin decirlo un mismo
hostigamiento.
Se encontró con papá Mañara en el
Munich de Cangallo y Pueyrredón, lo colmó de cerveza y papas fritas sin
arrancarlo de una vigilante modorra, como si desconfiara de la cita. Mario le
dijo riendo que no iba a pedirle plata, sin rodeos le habló de los anónimos, la
nerviosidad de Delia, el buzón de Medrano y Rivadavia.
-Ya sé que apenas nos casemos se
acabarán estas infamias. Pero necesito que ustedes me ayuden, que la protejan.
Una cosa así puede hacerle daño. Es tan delicada, tan sensible.
-Vos querés decir que se puede
volver loca, ¿no es cierto?
-Bueno, no es eso. Pero si recibe
anónimos como yo y se los calla, y eso se va juntando…
-Vos no la conocés a Delia. Los
anónimos se los pasa… quiero decir que no le hacen mella. Es más dura de lo que
te pensás.
-Pero mire que está como
sobresaltada, que algo la trabaja -atinó a decir indefenso Mario.
-No es por eso, sabés. -Bebía su
cerveza como para que le tapara la voz. -Antes fue igual, yo la conozco bien.
-¿Antes de qué?
-Antes de que se le murieran, zonzo.
Pagá que estoy apurado.
Quiso protestar, pero papá Mañara
estaba ya andando hacia la puerta. Le hizo un gesto vago de despedida y se fue
para el Once con la cabeza gacha. Mario no se animó a seguirlo, ni siquiera
pensar mucho lo que acababa de oír. Ahora estaba otra vez solo como al
principio, frente a Madre Celeste, la de la casa de altos y los Mañara. Hasta
los Mañara.
Delia sospechaba algo porque lo
recibió distinta, casi parlanchina y sonsacadora. Tal vez los Mañara habían
hablado del encuentro en el Munich. Mario esperó que tocara el tema para
ayudarla a salir de ese silencio, pero ella prefería Rose Marie y un poco de
Schumann, los tangos de Pacho con un compás cortado y entrador, hasta que los
Mañara llegaron con galletitas y málaga y encendieron todas las luces. Se habló
de Pola Negri, de un crimen en Liniers, del eclipse parcial y la descompostura
del gato. Delia creía que el gato estaba empachado de pelos y apoyaba un
tratamiento de aceite de castor. Los Mañara le daban la razón sin opinar, pero
no parecían convencidos. Se acordaron de un veterinario amigo, de unas hojas
amargas. Optaban por dejarlo solo en el jardincito, que él mismo eligiera los
pastos curativos. Pero Delia dijo que el gato se moriría; tal vez el aceite le
prolongara la vida un poco más. Oyeron a un diariero en la esquina y los Mañara
corrieron juntos a comprar Última Hora. A una muda consulta de Delia fue Mario a
apagar las luces de la sala. Quedó la lámpara en la mesa del rincón, manchando
de amarillo viejo la carpeta de bordados futuristas. En torno del piano había
una luz velada.
Mario preguntó por la ropa de Delia,
si trabajaba en su ajuar, si marzo era mejor que mayo para el casamiento.
Esperaba un instante de valor para mencionar los anónimos, un resto de miedo a
equivocarse lo detenía cada vez. Delia estaba junto a él en el sofá verde
oscuro, su ropa celeste la recortaba débilmente en la penumbra. Una vez que
quiso besarla, la sintió contraerse poco a poco.
-Mamá va a volver a despedirse.
Esperá que se vayan a la cama…
Afuera se oía a los Mañara, el
crujir del diario, su diálogo continuo. No tenían sueño esa noche, las once y
media y seguían charlando. Delia volvió al piano, como obstinándose tocaba
largos valses criollos con da capo al fine una vez y otra, escalas y adornos un
poco cursis, pero que a Mario le encantaban, y siguió en el piano hasta que los
Mañara vinieron a decirles buenas noches, y que no se quedaran mucho rato,
ahora que él era de la familia tenía que velar más que nunca por Delia y cuidar
que no trasnochara. Cuando se fueron, como a disgusto, pero rendidos de sueño,
el calor entraba a bocanadas por la puerta del zaguán y la ventana de la sala.
Mario quiso un vaso de agua fresca y fue a la cocina, aunque Delia quería
servírselo y se molestó un poco. Cuando estuvo de vuelta vio a Delia en la
ventana, mirando la calle vacía por donde antes en noches iguales se iban Rolo
y Héctor. Algo de luna se acostaba ya en el piso cerca de Delia, en el plato de
alpaca que Delia guardaba en la mano como otra pequeña luna. No había querido
pedirle a Mario que probara delante de los Mañara, él tenía que comprender cómo
la cansaban los reproches de los Mañara, siempre encontraban que era abusar de
la bondad de Mario pedirle que probara los nuevos bombones -claro que si no
tenía ganas, pero nadie le merecía más confianza, los Mañara eran incapaces de
apreciar un sabor distinto. Le ofrecía el bombón como suplicando, pero Mario
comprendió el deseo que poblaba su voz, ahora lo abarcaba con una claridad que
no venía de la luna, ni siquiera de Delia. Puso el vaso de agua sobre el piano
(no había bebido en la cocina) y sostuvo con dos dedos el bombón, con Delia a
su lado esperando el veredicto, anhelosa la respiración, como si todo
dependiera de eso, sin hablar pero urgiéndolo con el gesto, los ojos crecidos
-o era la sombra de la sala-, oscilando apenas el cuerpo al jadear, porque
ahora era casi un jadeo cuando Mario acercó el bombón a la boca, iba a morder,
bajaba la mano y Delia gemía como si en medio de un placer infinito se sintiera
de pronto frustrada. Con la mano libre apretó apenas los flancos del bombón,
pero no lo miraba, tenía los ojos en Delia y la cara de yeso, un pierrot
repugnante en la penumbra. Los dedos se separaban, dividiendo el bombón. La
luna cayó de plano en la masa blanquecina de la cucaracha, el cuerpo desnudo de
su revestimiento coriáceo, y alrededor, mezclados con la menta y el mazapán,
los trocitos de patas y alas, el polvillo del caparacho triturado.
Cuando le tiró los pedazos a la
cara, Delia se tapó los ojos y empezó a sollozar, jadeando en un hipo que la
ahogaba, cada vez más agudo el llanto, como la noche de Rolo; entonces los
dedos de Mario se cerraron en su garganta como para protegerla de ese horror
que le subía del pecho, un borborigmo de lloro y quejido, con risas quebradas
por retorcimientos, pero él quería solamente que se callara y apretaba para que
solamente se callara; la de la casa de altos estaría ya escuchando con miedo y
delicia, de modo que había que callarla a toda costa. A su espalda, desde la
cocina donde había encontrado al gato con las astillas clavadas en los ojos,
todavía arrastrándose para morir dentro de la casa, oía la respiración de los
Mañara levantados, escondiéndose en el comedor para espiarlos, estaba seguro de
que los Mañara habían oído y estaban ahí contra la puerta, en la sombra del
comedor, oyendo cómo él hacía callar a Delia. Aflojó el apretón y la dejó resbalar
hasta el sofá, convulsa y negra, pero viva. Oía jadear a los Mañara, le dieron
lástima por tantas cosas, por Delia misma, por dejársela otra vez y viva. Igual
que Héctor y Rolo, se iba y se las dejaba. Tuvo mucha lástima de los Mañara,
que habían estado ahí agazapados y esperando que él -por fin alguno- hiciera
callar a Delia que lloraba, hiciera cesar por fin el llanto de Delia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario