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lunes, 9 de marzo de 2015

El fantasma de Canterville - Oscar Wilde - Capítulo I

"El fantasma de Canterville" me recuerda a mi adolescencia porque cuando tenía 13 años y estaba en primer año del secundario, con mis compañeros Victoria, Gastón y Guillermo escribimos una obra de teatro -¿o era un cuento - y la profesora de literatura pensó que nos habíamos basado en él. Lo cierto es que ninguno de los cuatro había leído el libro, ni siquiera sabíamos de su existencia (aunque sí conocíamos a Oscar Wilde). Cuestión que gracias a ello, de puro curiosa, lo leí allá por 1990 y, sinceramente, muy lejos estaba nuestra obrita de parecerse a "El fantasma de Canterville" jajaja pero vaya a saberse qué fue lo que la profesora vio - que pena que no la conservo.
Bien, a Oscar Wilde ya lo hemos leído aquí en el blog con El Príncipe Feliz y también vimos una animación de ese mismo cuento pero nunca hice una introducción a su vida u obra. Así que diré unas palabras: Oscar Wilde nació en Irlanda en 1854 y vivió apenas 46 años. Escribió cuentos, poesías y novelas. De entre sus obras destaco, "El retrato de Dorian Gray", libro que considero una genialidad de su época y que aún perdura en el tiempo. En 1895 fue acusado de ser homosexual, algo que era considerado un crimen en aquella época, y se lo condenó a dos años de prisión y trabajos forzados. Recuperada la libertad, se mudó a Francia bajo otro nombre. Falleció en París en 1900.  
"El fantasma de Canterville" se publicó por primera vez en 1887. Tiene 7 capítulos, publicaré uno por entrada del blog. Comencemos ahora con el capítulo I...




EL FANTASMA DE CANTERVILLE



CAPÍTULO I


Cuando míster Hiram B. Otis, mi­nistro de los Estados Unidos de América, compró Canterville Chase, todo el mundo le dijo que cometía una gran locura, porque la finca es­taba embrujada.

Hasta el mismo lord Canterville, como hombre de la más escrupulosa honradez, se creyó en el deber de participárselo a míster Otis, cuan­do llegaron a discutir las condicio­nes.

-Nosotros mismos -dijo lord Canterville- nos hemos resistido en absoluto a vivir en ese sitio des­de la época en que mi tía abuela, la duquesa de Bolton, tuvo un ataque de nervios, del que nunca se repuso por completo, motivado por el es­panto que experimentó al sentir que las manos de un esqueleto se posa­ban sobre sus hombros, estando vis­tiéndose para cenar. Me creo en el deber de decirle, míster Otis, que el fantasma ha sido visto por varios miembros de mi familia, que viven actualmente; así como por el rector de la parroquia, el reverendo Au­gusto Dampier, agregado del King's College de Oxford. Después del trá­gico accidente ocurrido a la duquesa, ninguna de las doncellas quiso que­darse en casa, y lady Canterville no pudo ya conciliar el sueño a causa de los ruidos misteriosos que llega­ban del corredor y de la biblioteca.

-Milord -respondió el minis­tro-, también me quedaré con los muebles y el fantasma bajo inven­tario. Llego de un país moderno, en el que podemos tener todo cuanto el dinero es capaz de proporcionar, y esos mozos nuestros, jóvenes y tur­bulentos, que recorren el Viejo Con­tinente escandalizándolo, que se lle­van los mejores actores de ustedes, y sus mejores prima donnas, estoy seguro de que si queda todavía un verdadero fantasma en Europa, ven­drán a buscarlo en seguida para colocarle en uno de nuestros museos públicos o para pasearle por los ca­minos como un fenómeno.

-El fantasma existe; me lo temo -dijo lord Canterville, sonriendo-, aunque quizá se resista a las ofer­tas de sus intrépidos empresarios. Hace más de tres siglos que se le conoce. Data, con precisión, de 1574, y nunca deja de mostrarse cuando está a punto de ocurrir algu­na defunción en la familia.

-¡Bah! Los médicos de cabece­ra hacen lo mismo, lord Canterville. Amigo mío, un fantasma no puede existir y no creo que las leyes de la Naturaleza admitan excepciones en favor de la aristocracia inglesa.

-Realmente -dijo lord Canter­ville, que no acababa de comprender la última observación de míster Otis-, ustedes son muy sencillos en América. Ahora bien, si le gusta a usted tener un fantasma en casa, mejor que mejor. Acuérdese única­mente que yo le previne.

Algunas semanas después se cerró el trato, y a fines de la estación el ministro y su familia emprendieron el viaje hacia Canterville Chase.

La señora Otis, que con el nom­bre de miss Lucrecía R. Táppan, de la calle West 53, había sido una célebre beldad de Nueva York, era todavía una mujer muy bella, de edad regular, con unos ojos hermo­sos y un perfil magnífico.

Muchas damas americanas, cuan­do abandonan su país natal, adop­tan aires de persona atacada de una enfermedad crónica y se figu­ran que eso es uno de los sellos de distinción europea; pero la señora Otis no cayó nunca en ese error.

Tenía una naturaleza espléndida y una abundancia extraordinaria de vitalidad.

A decir verdad, era completamen­te inglesa en muchos aspectos y era un ejemplo excelente para sostener la tesis de que lo tenemos todo en común con América hoy día excep­to la lengua, como es de suponer. Su hijo mayor, bautizado con el nombre de Washington por sus pa­dres, en un momento de patriotismo que él no cesaba de lamentar, era un muchacho rubio, de bastante buena figura, que había logrado que se le considerase candidato a la di­plomacia, dirigiendo al grupo ale­mán en los festivales del casino de Newport durante tres temporadas seguidas, y aun en Londres pasaba por ser un bailarín excepcional.

Sus únicas debilidades eran las gardenias y la nobleza; aparte de eso, era perfectamente sensato.

Miss Virgina E. Otis era una mu­chachita de quince años, esbelta y graciosa como un cervatillo, con mi­rada francamente encantadora en sus grandes ojos azules. Amazona maravillosa, sobre su poney derrotó una vez en carreras al viejo lord Bilton, dando dos veces la vuelta al parque, ganándole por caballo y me­dio, precisamente frente a la estatua de Aquiles, lo cual provocó un en­tusiasmo tan grande en el joven du­que de Cheshire, que le propuso ma­trimonjo allí mismo, y sus tutores tuvieron que mandarle aquella mis­ma noche a Eton, bañado en lá­grimas. Después de Virginia venían dos gemelos, a quienes llamaban Estrellas y Rayas porque se les encontraba siempre juntos (Nota: Alude a la bandera estadounidense). Eran unos niños encantadores y, con el ministro, los únicos verdaderos re­publicanos de la familia. 

Como Canterville Chase está a siete millas de Ascot, la estación más próxima, míster Otis telegrafió que fueran a buscarle en coche des­cubierto, y emprendieron la marcha en medio de la mayor alegría. Era una noche encantadora de julio, y el aire estaba impregnado por el aroma de los pinos. De vez en cuando se oía una paloma arrullán­dose dulcemente, o se vislumbraba entre los helechos, la pechuga de oro bruñido de algún faisán. Lige­ras ardillas les espiaban desde lo alto de las hayas a su paso; unos conejos corrían como exhalaciones a través de los matorrales o sobre los collados cubiertos de musgo, le­vantando su rabo blanco.

Sin embargo, no bien. entraron en la avenida de Canterville Chase, el cielo se cubrió repentinamente de nubes. Un extraño silencio pareció invadir toda la atmósfera, una gran bandada de cornejas cruzó callada­mente por encima de sus cabezas, y antes de que llegasen a la casa ya habían caído algunas gotas de lluvia.

En los escalones se hallaba para recibirles una anciana, pulcramen­te vestida de seda negra, con cofia y delantal blancos. Era la señora Umney, el ama de gobierno que la señora Otis, por vehementes reque­rimientos de lady Canterville, acce­dió a conservar en su puesto.

Hizo una profunda reverencia a cada uno de la familia cuando echa­ron pie a tierra y dijo, con la sin­gular cortesía de los buenos tiem­pos antiguos:

-Les doy la bienvenida a Canter­ville Chase.

La siguieron, atravesando un her­moso hall, de estilo Tudor, hasta la biblioteca, largo salón espacioso con las paredes cubiertas por ma­dera de roble oscuro que terminaba en un ancho ventanal de cristales. Estaba preparado el té.

Luego, una vez que se quitaron los abrigos, ya sentados se pusieron a curiosear en torno suyo, mientras la señora Umney iba de un lado para otro.

De pronto, la mirada de la señora Otis cayó sobre una mancha de un rojo oscuro que había sobre el pa­vimento, precisamente al lado de la chimenea, y, sin darse cuenta de sus palabras, dijo a la señora Umney:

-Creo que han vertido,algo en ese sitio.

-Sí, señora -contestó la señora Umney en voz baja-. En ese lugar se ha vertido sangre.

-¡Qué horror! -exclamó la se­ñora Otis-. No quiero manchas de sangre en un salón. Es preciso qui­tar eso inmediatamente.

La vieja sonrió y con voz miste­riosa repuso:

-Es sangre de lady Leonor de Canterville, que fue muerta en ese mismo sitio por su propio marido, sin Simón de Canterville, en 1565. Sir Simón la sobrevivió nueve años, desapareciendo de repente en cir­cunstancias misteriosísimas. Su cuer­po no se encontró nunca, pero su alma culpable sigue embrujando la casa. La mancha de sangre ha sido muy admirada por los turistas y otras personas y no puede quitarse.

-Todo eso son tonterías -excla­mó Washington Otis-. El produc­to quitamanchas, el limpiador in­comparable Campeón, marca Pin­kerton, y el detergente Paragon ha­rán desaparecer eso en un instante.

Y sin dar tiempo a que el ama de gobierno, aterrada, pudiese in­tervenir, ya se había arrodillado y frotaba rápidamente el entarimado con una barrita de una sustancia parecida al cosmético negro. A los pocos instantes la mancha había des­aparecido sin dejar rastro.

-Ya sabía yo que el Pinkerton la borraría -exclamó en tono triun­fal, paseando la mirada sobre su familia llena de admiración.

Pero apenas había pronunciado aquellas palabras cuando un relám­pago iluminó la estancia sombría y el retumbar del trueno levantó a to­dos, menos a la señora Umney, que se desmayó.

-¡Qué clima más atroz! -dijo tranquilamente el ministro, encen­diendo un largo veguero-. Creo que el país de los abuelos está tan lleno de gente, que no hay buen tiempo bastante para todos. Siempre opiné que lo mejor que pueden ha­cer los ingleses es emigrar.

-Querido Hiram -replicó la se­ñora Otis-, ¿qué podemos hacer con una mujer que se desmaya?

-Descontaremos eso de su sala­rio. Así no se volverá a desmayar. 

En efecto, la señora Umney no tardó en volver en sí. Sin embargo, veíase que estaba conmovida hon­damente, y con voz solemne advirtió a la señora Otis que algún contra­tiempo iba a ocurrir en la casa.

-Señores, he visto con mis pro­pios ojos unas cosas... que pon­dríanoos pelos de punta a un cris­tiano. Y durante noches y noches no he podido pegar los ojos a cau­sa de las cosas terribles que pasa­ban aquí.

A pesar de lo cual, míster Otis y su esposa aseguraron a la buena mujer que no tenían miedo ninguno de los fantasmas.

La vieja ama de llaves, después de haber impetrado la bendición de la Providencia sobre sus nuevos amos y de discutir la posibilidad de un aumento de salario, se retiró a su habitación renqueando.





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