Cabañas en la playa
Jack se había doblado materialmente. Estaba en
la posición de un corredor preparado para la salida, con la nariz a muy pocos
centímetros de la húmeda tierra. Encima, los troncos de los árboles y las
trepadoras que los envolvían se fundían en un verde crepúsculo diez metros más
arriba; la maleza lo dominaba todo. Se veía tan sólo el ligero indicio de una
senda: en ella, una rama partida y lo que podría ser la huella de media pezuña.
Inclinó la barbilla y observó aquellas señales como si pudiese hacerlas hablar.
Después, rastreando como un perro, a duras penas, aunque sin ceder a la
incomodidad, avanzó a cuatro patas un par de metros, y se detuvo. En el lazo de
una trepadora, un zarcillo pendía de un nudo. El zarcillo brillaba por el lado
interior; evidentemente, cuando los cerdos atravesaban el lazo de la trepadora
rozaban con su hirsuta piel el zarcillo.
Jack se encogió aún más, con aquel indicio
junto a la cara, y trató de penetrar con la mirada en la semioscuridad de la
maleza que tenía enfrente. Su cabellera rubia, bastante más larga que cuando
cayeron sobre la isla, tenía ahora un tono más claro, y su espalda, desnuda,
era un manchón de pecas oscuras y quemaduras del sol despellejadas. Con su mano
derecha asía un palo de más de metro y medio de largo, de punta aguzada, y no llevaba
más ropa que un par de pantalones andrajosos sostenidos por la correa de su cuchillo.
Cerró los ojos, alzó la cabeza y aspiró suavemente por la nariz, buscando información
en la corriente de aire cálido. Estaban inmóviles, él y el bosque.
Por fin expulsó con fuerza el aire de sus
pulmones y abrió los ojos. Eran de un azul brillante, y ahora parecían a punto
de saltarle, enfurecidos por el fracaso. Se pasó la lengua por los labios secos
y nuevamente su mirada trató de penetrar en el mudo bosque. Después volvió a
deslizarse hacia adelante, serpenteando para abrirse paso. El silencio del
bosque era aún más abrumador que el calor, y a aquella hora del día ni siquiera
se oía el zumbido de los insectos. El silencio no se rompió hasta que el propio
Jack espantó de su tosco nido de palos a un llamativo pájaro; su grito agudo desencadenó
una sucesión de ecos que parecían venir del abismo de los tiempos. Jack no pudo
evitar un estremecimiento ante aquel grito, y su respiración, sorprendida, sonó
como un gemido; por un momento dejó de ser cazador para convertirse en un ser
furtivo, como un simio entre la maraña de árboles. El sendero y el fracaso
volvieron a reclamarle y rastreó ansiosamente el terreno. Junto a un gran árbol,
de cuyo tronco gris surgían flores de un color pálido, se detuvo una vez más,
cerró los ojos e inhaló de nuevo el aire cálido; pero esta vez, entrecortada la
respiración y casi lívido, hubo de esperar unos instantes hasta recuperar la
animación de la sangre. Pasó como una sombra bajo la oscuridad del árbol y se
inclinó, observando el trillado terreno a sus pies. Las deyecciones aún estaban
cálidas; amontonadas sobre la tierra revuelta. Eran blandas, de un color verde
aceitunado y desprendían vapor. Jack alzó la cabeza y se quedó observando la masa
impenetrable de trepadoras que se atravesaban en la senda. Levantó la lanza y
se arrastró hacia adelante. Pasadas las trepadoras, la senda venía a unirse a
un paso que por su anchura y lo trillado era ya un verdadero camino. Las
frecuentes pisadas habían endurecido el suelo y Jack, al ponerse de pie, oyó
que algo se movía. Giró el brazo derecho hacia atrás y lanzó el arma con todas
sus fuerzas. Del camino llegó un fuerte y rápido patear de pezuñas, un sonido
de castañuelas; seductor, enloquecedor: era la promesa de carne. Saltó fuera de
la maleza y se precipitó hacia su lanza. El ritmo de las pisadas de los cerdos
fue apagándose en la lejanía.
Jack se quedó allí parado, empapado en sudor,
manchado de barro oscuro y sucio por las vicisitudes de todo un día de caza.
Maldiciendo, se apartó del sendero y se abrió paso hasta llegar al lugar donde
el bosque empezaba a aclarar y desde donde se veían coronas de palmeras
plumosas y árboles de un gris claro, que sucedían a los desnudos troncos y el
oscuro techo del interior. Tras los troncos grises se hallaba el resplandor del
mar y se oían voces.
Ralph estaba junto a un precario armazón de
tallos y hojas de palmeras, un tosco refugio, de cara a la laguna, que parecía
a punto de derrumbarse. No advirtió que Jack le hablaba.
- ¿Tienes un poco de agua?
Ralph apartó la mirada, fruncido el ceño, del
amasijo de palmas. Ni aun entonces se dio cuenta de la presencia de Jack frente
a él.
- Digo que si tienes un poco de agua. Tengo
sed.
Ralph
apartó su atención del refugio y, sobresaltado, se fijó en Jack.
- Ah, hola. ¿Agua? Ahí, junto al árbol. Debe
quedar un poco.
Jack escogió de un grupo de cocos partidos,
colocados a la sombra, uno que rebosaba agua fresca y bebió. El agua le salpicó
la barbilla, el cuello y el pecho. Terminó con un ruidoso resuello.
- Me hacía falta.
Simón habló desde el interior del refugio:
- Levanta un poco.
Ralph se volvió hacia el refugio y alzó una
rama, toda ella alicatada de hojas. Las hojas se desprendieron y agitaron hasta
parar en el suelo. Por el agujero asomó la cara compungida de Simón.
- Lo siento.
Ralph observó con disgusto el desastre.
- No lo vamos a terminar nunca.
Se tumbó junto a los pies de Jack. Simon
permaneció en la misma postura, mirándolos desde el hoyo del refugio.
Tumbado, Ralph explicó:
- Llevamos trabajando un montón de días. ¡Y
mira! Dos refugios se hallaban en pie, pero no muy firmes. Este otro era una
ruina.
- Y no hacen más que largase por ahí. ¿Te
acuerdas de la reunión? ¿Que todos íbamos a trabajar duro hasta terminar los
refugios?
- Menos yo y mis cazadores...
- Menos los cazadores. Bueno, pues con los
peques es...
Hizo un gesto con la mano, en busca de la
palabra
- Es inútil. Los mayores son también por el
estilo. ¿Ves? Llevo trabajando todo el día con Simón. Nadie más. Están todos
por ahí, bañándose o comiendo o jugando.
Simón asomó lentamente la cabeza.
- Tú eres el jefe. Regáñales.
Ralph se tendió del todo en el suelo y alzó la
mirada hacia las palmeras y el cielo.
- Reuniones. Nos encantan las reuniones,
¿verdad? Todos los días. Y hasta dos veces al día para hablar - se apoyó en un
codo -. Te apuesto que si soplo la caracola ahora mismo vienen corriendo. Y
entonces... ya sabes, nos pondríamos muy serios y alguno diría que tenemos que
construir un reactor o un submarino o un televisor. Al terminar la reunión se
pondrían a trabajar durante cinco minutos y luego se irían a pasear por ahí o a
cazar.
A Jack se le encendió la cara.
- Todos queremos carne.
- Pues hasta ahora no la hemos tenido. Y
también queremos refugios. Además, el resto de tus cazadores volvieron hace
horas. Se han estado bañando.
- Yo seguí - dijo Jack -. Dejé que se
marcharan. Tenía que seguir. Yo...
Trató de comunicarle la obsesión, que le
consumía, de rastrear una presa y matarla.
- Yo seguí. Pensé, si voy yo solo... Aquella
locura le volvió a los ojos.
- Pensé que podría matar...
- Pero no lo hiciste.
- Pensé que podría.
Una cólera escondida vibró en la voz de Ralph.
- Pero todavía no lo has hecho.
Su
invitación podría haberse tomado como una observación sin malicia, a no ser por
algo escondido en su tono.
- Supongo que no querrás ayudarnos con los
refugios, ¿verdad?
- Queremos carne...
- Y no la tenemos.
La rivalidad se hizo ahora patente.
- ¡Pero la conseguiré! ¡La próxima vez!
¡Necesito un hierro para esta lanza! Herimos a un cerdo y la lanza se soltó. Si
pudiésemos ponerle una punta de hierro...
- Necesitamos refugios.
De repente, Jack gritó enfurecido:
- ¿Me estás acusando?...
- Lo único que digo es que hemos trabajado
muchísimo. Eso es todo.
Los dos estaban sofocados y les era difícil
mirarse de frente. Ralph se volteó sobre su estómago y se puso a jugar con la
hierba.
- Si vuelve a llover como cuando caímos aquí
vamos a necesitar refugios, eso desde luego. Y, además, hay otra cosa.
Necesitamos refugios porque...
Calló durante un momento y ambos dominaron su
enfado. Entonces pasó a un nuevo tema, menos peligroso.
- Te has dado cuenta, ¿no?
Jack soltó la lanza y se sentó en cuclillas.
- ¿Que si me he dado cuenta de qué?
- De que tienen miedo.
Giró el cuerpo y observó el rostro violento y
sucio de Jack.
- Quiero decir de lo que pasa. Tienen
pesadillas Se les puede oír. ¿No te han despertado nunca por la noche?
Jack sacudió la cabeza.
- Hablan y gritan. Los más pequeños. Y también
algunos de los otros. Como si...
- Como si ésta no fuese una isla estupenda.
Sorprendidos por la interrupción, alzaron los
ojos y vieron la seria faz de Simón.
- Como si - dijo Simón - la bestia, la bestia
o la serpiente, fuese de verdad. ¿Os acordáis?
Los dos chicos mayores se estremecieron al
escuchar aquella palabra vergonzosa. Ya no se mentaban las serpientes, eran
algo que ya no se podía nombrar.
- Como si esta no fuese una isla estupenda -
dijo Ralph lentamente -. Sí, es verdad.
Jack se sentó y estiró las piernas.
- Están chiflados.
- Como chivas. ¿Te acuerdas cuando fuimos a
explorar?
Sonrieron al recordar el hechizo del primer
día. Ralph continuó:
- Así que necesitamos refugios que sean como
un...
- Hogar.
- Eso es.
Jack encogió las piernas, rodeó las rodillas
con las manos y frunció el ceño, en un esfuerzo por lograr claridad.
- De todas formas... en la selva. Quiero
decir, cuando sales a cazar... cuando vas por fruta no, desde luego..., pero
cuando sales por tu cuenta...
Hizo una pausa, sin estar seguro de que Ralph
le tomara en serio.
- Sigue.
- Si sales a cazar, a veces te sientes sin
querer...
Se le encendió de repente el rostro.
- No significaba nada, desde luego. Es sólo la
impresión. Pero llegas a pensar que no estás persiguiendo la caza, sino que...
te están cazando a tí; como si en la jungla siempre hubiese algo detrás de ti.
Se quedaron de nuevo callados: Simón, atento,
Ralph, incrédulo y ligeramente disgustado. Se incorporó, frotándose un hombro
con una mano sucia.
- Pues no sé qué decirte.
Jack se puso en pie de un salto y empezó a
hablar muy deprisa.
- Así es como te puedes sentir en el bosque.
Desde luego, no significa nada. Sólo que..., que...
Dio unos cuantos pasos ligeros hacia la playa;
después, volvió.
- Sólo que sé lo que sienten. ¿Sabes? Eso es
todo.
- Lo mejor que podíamos hacer es conseguir que
nos rescaten.
Jack tuvo que pararse a pensar unos instantes
para recordar lo que significaba «rescate».
- ¿Rescate? ¡Sí, desde luego! De todos modos,
primero me gustaría atrapar un cerdo...
Asió la lanza y la clavó en el suelo. Le
volvió a los ojos aquella mirada opaca y dura.
Ralph le miró con disgusto a través de la
melena rubia.
- Con tal que tus cazadores se acuerden de la
hoguera...
- ¡Tú y tu hoguera!
Los dos muchachos bajaron saltando a la playa
y, volviéndose cuando llegaron al borde del agua, dirigieron la vista hacia la
montaña rosa. El hilo de humo dibujaba una blanca línea de tiza en el limpio
azul del cielo, temblaba en lo alto y desaparecía. Ralph frunció el ceño.
- Me gustaría saber hasta qué distancia se
puede ver eso.
- A muchos kilómetros.
- No hacemos bastante humo.
La base del hilo, como si hubiese advertido
sus miradas, se espesó hasta ser una mancha clara que trepaba por la débil
columna.
- Han echado ramas verdes - murmuró Ralph -.
¿Será que.,.? - entornó los ojos y giró para examinar todo el horizonte.
- ¡Ya está!
Jack había gritado tan fuerte que Ralph dio un
salto.
- ¿Qué? ¿Dónde? ¿Es un barco?
Pero Jack señalaba hacia los altos
desfiladeros que descendían desde la montaña a la parte más llana de la isla.
- ¡Claro! Ahí se deben esconder... tiene que
ser eso; cuando el sol calienta demasiado...
Ralph observó asombrado aquel excitado rostro.
-...suben muy alto. Hacia arriba y a la
sombra, descansando cuando hace calor, como las vacas en casa...
- ¡Creí que habías visto un barco!
- Podríamos acercarnos a uno sin que lo
notase..., con las caras pintadas para que no nos viesen..., quizá rodearles y
luego...
La indignación acabó con la paciencia de
Ralph.
- ¡Te estaba hablando del humo! ¿Es que no
quieres que nos rescaten? ¡No sabes más que hablar de cerdos, cerdos y cerdos!
- ¡Es que queremos carne!
- Y me paso todo el día trabajando sin nadie
más que Simón y vuelves y ni te fijas en las cabañas.
- Yo también he estado trabajando...
- ¡Pero eso te gusta! - gritó Ralph -.
¡Quieres cazar! Mientras que yo...
Se enfrentaron en la brillante playa,
asombrados ante aquel choque de sentimientos. Ralph fue el primero en desviar
la mirada, fingiendo interés por un grupo de pequeños en la arena. Del otro
lado de la plataforma llegó el griterío de los cazadores nadando en la poza. En
un extremo de la plataforma estaba Piggy, tendido boca abajo, observando el agua
resplandeciente.
- La gente nunca ayuda mucho.
Quería manifestar que la gente nunca resultaba
ser del todo como uno se imagina que es.
- Simon sí ayuda - señaló hacia los refugios
-. Todos los demás salieron corriendo. El ha hecho tanto como yo..., sólo
que...
- Siempre se puede contar con Simón.
Ralph se volvió hacia los refugios, con Jack a
su lado.
- Te ayudaré un poco - dijo Jack entre dientes
- antes de bañarme.
- No te molestes.
Pero cuando llegaron a los refugios no
encontraron a Simón por ninguna parte. Ralph se asomó al agujero, retrocedió y
se volvió a Jack.
- Se ha largado.
- Se hartaría - dijo Jack y se fue a bañar.
Ralph frunció el ceño.
- Es un tipo raro.
Jack asintió, por el simple deseo de asentir
más que por otra cosa; y por acuerdo tácito dejaron el refugio y se dirigieron
a la poza.
- Y luego - dijo Jack -, cuando me bañe y coma
algo, treparé al otro lado de la montaña a ver si veo algunas huellas. ¿Vienes?
- ¡Pero si el sol está a punto de ponerse!
- Quizás me dé tiempo...
Caminaron juntos, como dos universos distintos
de experiencia y sentimientos, incapaces de comunicarse entre sí.
- ¡Si lograse atrapar un jabalí!
- Volveré para seguir con el refugio.
Se miraron perplejos, con amor y odio. El agua
salada y tibia de la poza, y los gritos, los chapuzones y las risas fueron por
fin suficientes para acercarles de nuevo. Simon, a quien esperaban encontrar
allí, no estaba en la poza. Cuando los otros dos bajaban brincando a la playa
para observar la montaña, él les había seguido unos cuantos metros, pero luego
se detuvo. Había observado con disgusto un montón de arena en la playa, donde
alguien había intentado construir una casilla o una cabaña. Luego volvió la
espalda a aquello y penetró en el bosque con aire decidido. Era un muchacho
pequeño y flaco, de mentón saliente y ojos tan brillantes que habían confundido
a Ralph haciéndole creer que Simón sería muy alegre y un gran bromista. Su melena
negra le caía sobre la cara y casi tapaba una frente ancha y baja. Vestía los restos
de unos pantalones y, como Jack, llevaba los pies descalzos. Simón, de por sí moreno,
tenía fuertemente tostada por el sol la piel, que le brillaba con el sudor. Se
abrió camino remontando el desgarrón del bosque; pasó la gran roca que Ralph había
escalado aquella primera mañana; después dobló a la derecha, entre los árboles.
Caminaba con paso familiar a través de la zona
de frutales, donde el menos activo podía encontrar un alimento accesible, si
bien poco atractivo. Flores y frutas crecían juntas en el mismo árbol y por
todas partes se percibía el olor a madurez y el zumbido de un millón de abejas
libando. Allí le alcanzaron los chiquillos que habían corrido tras él.
Hablaban, chillaban ininteligiblemente y le fueron empujando hacia los árboles.
Entre el zumbido de las abejas al sol de la tarde, Simón les consiguió la fruta
que no podían alcanzar; eligió lo mejor de cada rama y lo fue entregando a las
interminables manos tendidas hacia él.
Cuando les hubo saciado, descansó y miró en
torno suyo. Los pequeños lo observaban, sin expresión definible, por encima de
las manos llenas de fruta madura. Simón los dejó y se dirigió hacia el lugar a
donde el apenas perceptible sendero lo llevaba. Pronto se vio encerrado en la
espesa jungla. De unos altos troncos salían inesperadas flores pálidas en
hileras, que subían hasta el oscuro dosel donde la vida se anunciaba con gran
clamor. Aquí, el aire mismo era oscuro, y las trepadoras soltaban sus cuerdas
como cordajes de barcos a punto de zozobrar. Sus pies iban dejando huellas en el
suave terreno y las trepadoras temblaban enteras cuando tropezaba con ellas. Por
fin llegó a un lugar donde penetraba mejor el sol.
Las trepadoras, como no tenían que ir muy
lejos en busca de la luz, habían tejido una espesísima estera suspendida a un
lado de un espacio abierto en la jungla; aquí, la roca casi afloraba y no permitía
crecer sobre ella más que plantas pequeñas y helechos. Aquel espacio estaba
cercado por oscuros arbustos aromáticos, y todo él era un cuenco de luz y calor.
Un gran árbol, caído en una de las esquinas, descansaba contra los árboles que aún
permanecían en pie y una veloz trepadora lucía sus rojos y amarillos brotes
hasta la cima.
Simón se detuvo. Miró por encima de su hombro,
como había hecho Jack, hacia los tupidos accesos que quedaban a su espalda y
giró rápidamente la vista en torno suyo para confirmar que estaba completamente
solo. Por un momento, sus movimientos se hicieron casi furtivos. Después se
agachó y se introdujo, como un gran gusano, por el centro de la estera. Las
trepadoras y los arbustos estaban tan próximos que iba dejando el sudor sobre
ellos, y en cuanto él pasaba volvían a cerrarse. Una vez alcanzado el centro,
se encontró seguro en una especie de choza, cerrada por una pantalla de hojas.
Se sentó en cuclillas, separó las hojas y se
asomó al espacio abierto frente a él. Nada se movía excepto una pareja de
brillantes mariposas que bailaban persiguiéndose en el aire cálido. Sosteniendo
la respiración, aguzó el oído a los sonidos de la isla. Sobre la isla iba avanzando
la tarde; las notas de las fantásticas aves de colores, el zumbido de las abejas,
incluso los chillidos de las gaviotas que volvían a sus nidos entre las
cuadradas rocas, eran ahora más tenues. El mar, rompiendo a muchos kilómetros,
sobre al arrecife, difundía un leve rumor aún menos imperceptible que el
susurro de la sangre.
Simón dejó caer la pantalla de hojas a su
posición natural. Había disminuido la inclinación de las franjas color de miel
que la luz del sol creaba; se deslizaron por los arbustos, pasaron sobre los
verdes capullos de cera, se acercaron al dosel y la oscuridad creció bajo los
árboles. Al decaer la luz se apagaron los atrevidos colores y fueron debilitándose
el calor y la animación. Los capullos de cera se agitaron. Sus verdes sépalos
se abrieron ligeramente y las blancas puntas de las flores asomaron suavemente para
recibir el aire exterior.
Ahora la luz del sol había abandonado el claro
de la jungla y se retiraba del cielo. Cayó la oscuridad sumergiendo los
espacios entre los árboles, hasta que éstos se volvieron tan opacos y extraños
como las profundidades del mar. Las velas de cera abrieron sus amplias flores
blancas, que brillaron bajo las punzadas de luz de las primeras estrellas. Su aroma
se esparció por el aire y se apoderó de la isla.
Continúa leyendo esta historia en "El Señor de las Moscas - Capítulo IV - William Golding"
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