Como les adelanté por facebook algunos días atrás, la nueva lectura será "La leyenda de Sleepy Hollow" de Washington Irving. En mayo del 2012 compartí en el blog la versión animada de Disney que es, a mi parecer, una bella adaptación, y prometí que algún día subiría el texto. Bien, ese momento ha llegado.
"La leyenda de Sleepy Hollow" fue publicado en 1820 junto a otros 32 relatos de Irving entre los que se encuentra otra maravilla: "Rip van Winkle" en "El libro de los bocetos" (The Sketch Book).
El nombre original es "The legend of Sleepy Hollow (Found among the papers of the late Diedrich Knickerbocker)", algo así como "La leyenda de Sleepy Hollow (Hallada entre los papeles del difunto Diedrich Knickerbocker)" pero se la conoce normalmente como "La leyenda de Sleepy
Hollow", "El jinete sin cabeza", "Sleepy Hollow" o incluso "La leyenda del jinete sin cabeza".
Hubo al menos 2 adaptaciones al cine. Una, la versión de Disney en 1949, otra, la versión de Tim Burton 50 años después. Actualmente, hay una serie de televisión, pero se trata de una versión demasiado libre: los guionistas se limitaron a tomar el nombre del pueblo y de algunos personajes para armar un tremendo mamarracho sobre el apocalipsis y los fenómenos paranormales... En fin...
Bien, volviendo al texto. No es un relato muy extenso pero lo publicaré a lo largo de esta semana en 4 entregas para facilitar la lectura :D
La leyenda de Sleepy Hollow
Hallada entre los papeles del difunto Diedrich Knickerbocker
Era una tierra plácida de inquieta y dulce
fantasía,
en la que brotaban sueños ante los ojos
entornados
y fantásticos castillos en las nubes que
pasaban,
las que jamás huyen de un cielo de verano.
Castillo de la Indolencia
En lo más profundo de una de las inmensas
ensenadas de playas que el Hudson acaricia en sus orillas orientales, se
produce un enorme ensanchamiento al que los viejos marinos holandeses llamaron
en tiempos Tappan Zee; para navegarlo, recogían las velas prudentemente
mientras invocaban a San Nicolás. Justo allí se alza una pequeña aldea con su
puerto recoleto, a la que algunos dan el nombre de Greensburg, pero a la que la
mayoría de la gente llama Tarry Town. Recibió este nombre, por lo que sabemos,
en tiempos antiguos; se lo dieron las buenas mujeres de un villorrio vecino,
pues era en las tabernas de Tarry Town donde sus maridos se demoraban muy
largamente en los días de mercado. Eso es lo que dicen; yo no puedo dar fe de
ello, pero aquí lo hago constar en aras de la autenticidad de los hechos que se
narran.
No muy lejos de esta villa, acaso a un par de
millas, se abre un valle pequeño, al que tal vez haya que llamar simplemente
una lengua de tierra entre las altas colinas, que desde luego no tiene igual en
todo el mundo por la tranquilidad que allí se respira. Un arroyuelo cruza el
valle con su rumor delicioso que lo obliga a uno a descansar. Allí, ningún
ruido turba la paz, salvo, acaso, el canto súbito de una codorniz o el
repiqueteo de un pájaro carpintero en cualquier árbol, nada más; el resto,
tranquilidad plena.
Recuerdo que siendo yo niño, hice mi primera
cacería de ardillas en un bosque preñado de nogales no muy altos que derramaban
su sombra a uno de los lados de aquel pequeño valle. Vagabundeaba por allí al
mediodía, en esas horas en las que la naturaleza se muestra particularmente
inmóvil, y me sobresaltó el estruendo que hizo mi propia escopeta al disparar,
pues en la profanación de aquel silencio sabático el disparo se eternizó en el
aire hasta que al fin el eco me lo devolvió con furia. Si alguna vez deseara
retirarme del mundo y todas sus tentaciones buscando el solaz de los lugares
más encantadoramente apacibles y gratos, no dudaría en dirigirme a este pequeño
valle, pues ningún otro lugar conozco que tanta paz ofrezca.
Este lugar, desde tiempos remotos, desde que
se asentaron aquí los primeros colonos holandeses, se conoce como Sleepy
Hollow, sin duda por las características tan peculiares de los descendientes de
los colonos holandeses, gente apacible, serena, acaso indolente... También
desde antiguo se llama a los mozos del lugar, en los pueblos vecinos, los
muchachos del valle soñoliento (Sleepy Hollow Boys). Realmente, es como si esta
tierra estuviera envuelta en una atmósfera de ensoñación y calma densa. Algunos
cuentan que fue hechizada por cierto doctor alemán en los primeros tiempos de
los asentamientos de colonos; para otros, fue un antiguo jefe indio, mago o
profeta de la tribu, el que encantó la región antes de que la descubriese Master
Hendrick Hudson. Y ciertamente parece este lugar, aún hoy, envuelto en un
poderoso hechizo que llena de extrañas fantasmagorías las cabezas de esas
buenas gentes que lo habitan, haciéndolos caminar de continuo en una especie de
duermevela. Creen, por supuesto, en los más raros poderes; suelen caer a menudo
en trance y tienen visiones; escuchan en el aire voces y músicas
indescifrables... No hay vecino que no tenga noticia de algún hecho
extraordinario o que no se sepa alguna historia maravillosa, o que no pueda
señalar qué paraje alberga entre sus profusas sombras algún espectro acechante.
Las estrellas fugaces y los meteoritos de fuego a menudo cruzan el valle con mayor
frecuencia que en cualquier otra parte de la región. Podría decirse, tal vez,
que aquí el demonio de la pesadilla y sus figuras diabólicas tienen el mejor
escenario posible para ejecutar sus danzas y morisquetas.
El espíritu dominante, sin embargo, el que más
influjo tiene sobre la imaginación de la gente, el que parece someter a todos
los espíritus que habitan los aires, es un fantasma, auténtico rey de esta
región encantada; un fantasma decapitado que se aparece sobre un caballo...
Para algunos, no es otro que el espectro de un soldado que sirvió en la
caballería Hessiana, un soldado al que una bala de cañón arrancó de cuajo la
cabeza en una batalla de la Guerra Revolucionaria y que aún galopa, como
llevado por el viento, en las noches más oscuras. Sus dominios, empero, no son
únicamente los del valle, y muchos aseguran haberlo visto por caminos más
alejados y especialmente en las cercanías de una iglesia apartada del pueblo.
Los historiadores de la región más dignos de aprecio aseguran que, tras haber
estudiado en detalle todas las versiones que se dan sobre el jinete decapitado,
y tras haberlas contrastado, han llegado a la conclusión de que el cuerpo de
aquel soldado recibió sepultura en el camposanto de la iglesia junto a la que
se aparece, sí, pero que su fantasma vaga por las noches en lo que fue campo de
batalla y pena en busca de su cabeza; después, antes de que amanezca, ha de
regresar a su tumba... Por eso atraviesa a galope tendido el valle poco antes
de que comience a clarear el día.
Así es como se interpreta, comunmente, esta
superstición legendaria que tanto alienta las historias que unos a otros los
habitantes de esta región se dicen en sombras; así es como se le dio al
espectro el nombre de El jinete sin cabeza de Sleepy Hollow.
Reseñemos, sin embargo, un hecho claro: la
propensión a tener visiones espectrales no es sólo cosa de estas buenas personas
habitantes del valle; aseguro que quien resida aquí por un tiempo también las
tendrá. No importa cuán despierto hayas sido, una vez que te adentras en las
sombras de esta región ya no puedes permanecer ajeno a su influjo; la
ensoñación mágica de su atmósfera se apodera de ti al instante; no tardarás
mucho en tener visiones, en soñar con los ojos abiertos.
Tengo mucho cariño a este pacífico lugar, sin
embargo, pues fue aquí, al igual que en otros valles próximos, donde los
holandeses que buscaron refugio en el gran Estado de Nueva York dejaron
costumbres, usos y tradiciones que aún se conservan, en contra de lo ocurrido
en otros lugares, donde han sido arrastradas por la marea inmigratoria y por el
progreso que transforma día a día de manera imparable nuestra emprendedora
nación. Por eso digo que un lugar como Sleepy Hollow es un remanso de paz en el
que las corrientes migratorias no se llevan ni la hierba ni el cauce de los
arroyos con sus aguas saltarinas y burbujeantes. Tienen aquí una suerte de
puerto en el que remanasarse mientras más allá se producen los torrentes que
arrasan. Ya han pasado muchos años desde que logré despojarme del velo de sombras
de Sleepy Hollow, pero aún me pregunto si no seguirán en el valle los mismos
árboles y en el pueblo las mismas familias vegetando en este confín que les da
protección.
En este apartado rincón de la naturaleza vivía
en una época ya remota de la historia americana, esto es, hace unos treinta
años, una bellísima persona llamada Ichabod Crane, que se «aletargaba», cual
gustaba decir, en Sleepy Hollow, para instruir convenientemente a los niños del
pueblo. Era natural de Connecticut, un Estado que abastece a la Unión de
aventureros de obra y de pensamiento y del que cada año parten miles de hombres
para trabajar como leñadores en las fronteras con los otros estados o como maestros
de escuela en los mismos.
El apellido Crane (grulla; estirar el cuello)
le iba de maravilla. Era alto, extremadamente flaco, de largos brazos, de
piernas no menos desmesuradas, con los hombros muy estrechos, con las manos que
parecían írsele casi una milla de las mangas, con los pies que podían haberse
utilizado como si fueran palas, con toda su estampa, en fin, como desmadejada,
como si su cuerpo se mantuviese unido, extrañamente, en todas sus partes. De su
cabeza pequeña y aplanada salían dos orejas gigantescas y parecían habérsele
incrustado bajo la frente chata aquellos dos ojos verdes, como de vidrio; su
nariz, de tan larga, parecía buscar de continuo algo en el suelo; digamos que
su cabeza, de perfil, parecía una veleta con silueta de gallo, que hubiera sido
puesta en la fina varilla de hierro de su cuello para indicar la dirección de
los vientos. Quien lo viera en un día de viento, a zancadas por la ladera de
una colina, con sus ropas que parecían bailarle en el cuerpo, bien podría
pensar en una llegada a la tierra del espíritu del hambre... O que un
espantapájaros se largaba de su campo de trigo...
Su escuela estaba en una casa de una planta y
de una sola estancia, una casa hecha de troncos, tosca y rural; en los
cristales de la única ventana, varios de ellos parcialmente rotos, parches de
hojas arrancadas de cuadernos escolares. No sin bastante ingenio protegía la
casa, sin embargo, con un picaporte hecho de mimbre durante sus ratos de ocio,
en la puerta, y unas estacas que apuntalaban la contraventana, de forma tal que
el curioso arquitecto tenía por seguro que, de entrar algún ladrón, y aunque
tuviera fácil el acceso, salir de allí le resultaría de veras difícil. Era como
si se hubiese inspirado en una trampa para pescar anguilas creada por un Yost
von Houten cualquiera. La escuela, en fin, se alzaba en un paraje solitario, a
las afueras del pueblo, en un pequeño bosque que crecía a los pies de una
colina; un enorme abedul le daba sombra y un sinuoso riachuelo pasaba muy
cerca. El murmullo de las voces de sus discípulos, como el rumor de una
colmena, lo arrullaba en los pesados días del verano, aunque en ocasiones, al
hacerse escandaloso, lo obligaba a levantar la voz en tono de amenaza y
reprobación, e incluso a aguijonear con un palmetazo la mano de uno de aquellos
holgazanes jaraneros que tan escandalosamente se desviaban de la senda del
conocimiento... A decir verdad, era un maestro concienzudo; siempre tenía en
mente esa máxima de oro que dice así: «La letra con sangre entra». Desde luego,
no mimaba mucho a sus alumnos el viejo Ichabod Crane...
No quisiera que se lo tuviese, sin embargo,
por uno de esos maestros crueles y prepotentes que disfrutan haciendo sufrir y
denigrando a sus discípulos; por el contrario, administraba justicia con claro
discernimiento entre el bien y el mal, más que con severidad. Exoneraba de peso
las espaldas del más débil para hacerlo recaer en el más fuerte; castigaba con
indulgencia al que se estremecía con los golpes de su vara, pero brillaba
clamorosamente la llama de la justicia cuando sacudía sin contemplaciones a un
muchacho holandés cabezota y terco, a un pilluelo que, aun soportando el
castigo, se le volviera contumaz y altivo, gruñón y despectivo ante cada golpe
de su vara. Era lo que él decía «cumplimiento de mi deber» encargado por los
padres de sus alumnos. Cabe señalar, además, que nunca infligió castigo alguno
a cualquiera de los muchachos sin antes asegurarle, para dar el necesario
consuelo al insolente, que lo hacía por su bien y añadiendo: «Me estarás por
ello agradecido de por vida».
Cuando acababan las clases, empero, era
siempre el mejor compañero de juegos de los niños; las tardes de los días
festivos acompañaba a los más pequeños hasta sus casas, muy especialmente a los
que tenían alguna hermana mayor hermosa, o por madre a una buena ama de casa
famosa en el vecindario por su excelente despensa. Por eso, sobre todo, hacía
cuanto estaba en su mano para ser querido y apreciado por sus pupilos. Lo que
cobraba en la escuela era poco, apenas le alcanzaba para comprarse el pan de
cada día, y ha de hacerse notar que era hombre muy comilón y con unas
tragaderas capaces de dilatarse como una anaconda, por lo que, a fin de vivir como
es debido, y siguiendo la costumbre de entonces hacia los maestros, se alojaba
y comía en las granjas de los padres de sus alumnos. Vivía una semana en cada
granja; iba de granja en granja, pues, con sus escasas pertenencias mundanas
metidas en un pañuelo de algodón.
Aquello, empero, no debía de resultarles en
exceso gravoso a sus rústicos patrones, quienes consideran una carga excesiva
alimentar a cualquier maestro y todo un derroche mantener una escuela, por lo
que procuraba hacerse grato y útil a quienes le daban comida y techo. Así, y
como no era cosa de exagerar, ayudaba a los labriegos en sus tareas más
sencillas: apilaba el heno, reparaba una valla, iba a la pradera a buscar el
ganado que pastaba, cortaba leña cuando comenzaba a dejarse sentir el frío del
invierno... No se mostraba, en fin, con la dignidad arrogante de que hacía gala
en la escuela, su pequeño imperio, y se comportaba no ya educado y cortés, sino
decididamente obsequioso; era la admiración de las madres por el cariño con que
trataba entonces a sus hijos, sobre todo a los más chicos, y como el león que
acaricia con sus garras al cordero que se va a comer, ponía en sus rodillas a
cualquiera de los pequeños mientras con el pie de la otra pierna mecía la cuna
de otro aún más chico durante horas.
Además de vocación semejante, hacía
demostración de otras no menos reseñables; era el maestro de canto del pueblo y
buenas y muy relucientes monedas le caían por enseñar a entonar debidamente los
salmos a los jóvenes vecinos. No hay ni que decir cuánto se pavoneaba y gozaba
los domingos en la iglesia, con su coro compuesto por cantores bien
seleccionados, allí, en lugar preeminente, robando protagonismo, lo sabía bien
el maestro, al viejo pastor oficiante. Es verdad que su voz, al cantar, se
dejaba sentir por encima del susurro de las oraciones; todavía hoy se oyen en
la iglesia los domingos por la mañana, durante la celebración de los oficios,
unos trinos que, dicen los lugareños, son los legítimos descendientes de la
nariz de Ichabod Crane, trinos que pueden escucharse hasta más allá de una
milla, a través del aire, por donde está la alberca... Así, pillando por aquí,
trampeando por allá, como se dice vulgarmente, de un modo u otro hacía más
llevadera su vida el modesto pedagogo, incluso medianamente regalada, aunque
eran no pocos esos que en nada aprecian el trabajo intelectual, los que creían
que llevaba una vida muy fácil, maravillosamente apacible, a cambio de nada y
con ningún esfuerzo.
Un maestro de escuela es, por lo general, un
hombre, sin embargo, tenido por importante en el círculo femenino de las
comunidades rurales. Se lo tiene por una especie de ídolo, por un caballero tan
ocioso como culto, superior, por ello, a los hombres gárrulos que componen el
elemento masculino de los pueblos y acaso únicamente se lo considere inferior
en saberes con respecto al pastor de la iglesia... Su presencia, así las cosas,
causa siempre cierta expectativa cuando está a la mesa en cualquier casa,
dispuesto a dar buena cuenta de lo que va a servirse; es su presencia, nada
más, lo que hace que las buenas amas de casa se afanen especialmente en preparar
platillos exquisitos y dulces suculentos en abundancia; algunas hasta
aprovechan la ocasión para sacar a relucir sus juegos de té de plata... Nuestro
hombre de letras, en suma, estaba particularmente feliz entre las damas
sonrientes del pueblo y aledaños. Era digno de verse cuánto gozaba de su
compañía, cómo se lucía ante ellas en el jardín de la iglesia y en el
camposanto próximo los domingos, una vez concluido el oficio, descifrándoles
las crípticas inscripciones de las tumbas, ofreciéndoles racimos de uvas
silvestres de los árboles del jardín, paseando con toda aquella grey femenina
por las márgenes de la presa del molino... Ni que decir tiene que los gárrulos
hombres del lugar, tan menoscabados como envidiosos, ni se atrevían a
intervenir y se limitaban a mirarlo desde lejos, envidiosos de su sabiduría y
superior elegancia.
De aquella su vida en cierto modo errabunda,
le venía además otra condición, la de ser una especie de gacetilla rodante,
pues llevaba de casa en casa noticias, rumores y chismorreos en general de toda
la comarca; eso, por supuesto, hacía que su presencia fuera acogida con
especial interés, sobre todo por parte de las mujeres de las casas, quienes
además gozaban especialmente de su erudición por cuanto tenía hechas una
cuantas y al parecer buenas lecturas, tales como la de la obra de Cotton
Mather, Historia de la brujería en Nueva Inglaterra, un asunto, el de la
brujería, en el que, dicho sea de paso, creía firme y fervorosamente el
maestro.
Era, en efecto, un hombre a la vez sagaz y
crédulo, incluso simplón en estos aspectos... Su apetencia de saberes acerca de
lo maravilloso, su afán de conocer cosas acerca de lo sobrenatural, eran tan
extraordinarios como su capacidad de digerir cuanto de todo ello tenía noticia,
algo que se hizo más fuerte en él tras un cierto tiempo de estancia en Sleepy
Hollow. Ni la narración terrorífica más infame o monstruosa le revolvía las
tripas o le parecía increíble. Cuando cerraba su escuela a la caída de la
tarde, solía ir a tumbarse plácidamente sobre los tréboles arracimados que le
ofrecían un dulce lecho a la orilla del arroyo y allí se daba a la lectura de
las truculentas historietas narradas por el viejo Mather, hasta que la
oscuridad hacía que las líneas de las páginas aparecieran borrosas ante sus
ojos. Era entonces cuando, de camino a la granja en la que se hospedara por
aquellos días, evitando tierras de légamo y atravesando bosques tan frondosos
como oscuros, su imaginación, con cada crujido de una rama, con cada rumor de
hojas o de plantas silvestres, se impresionaba sin duda por lo que había leído
antes, llenándose el maestro de un pavoroso escalofrío tan fuerte como
constante. El graznido de un ave nocturna, el croar de una rana, el canto
hiriente de una lechuza, un aleteo de pájaros asustados ante sus pisadas, lo
estremecían; se asustaba incluso de las luciérnagas, que tanto brillan en la
oscuridad y que tan a menudo le salían al paso; y si una cucaracha voladora se
estrellaba contra su cabeza, creía estar poseído al momento por un maleficio
fatal. Así, no era capaz de hallar paz más que entonando alguno de los salmos,
lo que además lo ayudaba a evitar tan turbadores pensamientos, pero con ello no
hacía sino llevar el pánico a las pobres personas de Sleepy Hollow, que en
mitad de aquella hora crepuscular, sentadas a las puertas de sus casas, al
escuchar aquella su voz gritona y nasal «en lazos de dulzura perdurable», se
horrorizaban ante eso que les llegaba desde más allá del camino polvoriento que
tenían ante sí.
Otra de las fuentes de su gozo, gozo acaso un
tanto doloroso, era el que le procuraba la compañía de aquellas mujeres
holandesas en las noches de invierno, ante el hogar de cualquier casa, quienes
relataban historias de demonios y aparecidos mientras cosían y se asaban las
manzanas al fuego, o historias de bosques y de ríos encantados, o de caminos y
hasta de casas hechizados... Mas, por sobre todas, la historia que lo dejaba
sobrecogido era la del jinete decapitado, la de aquel soldado sin cabeza que
galopaba de noche por el valle... En justa correspondencia, él les refería
casos de brujería, augurios terribles, apariciones portentosas, extraños
sonidos que llevaba el aire, con sus respectivas significaciones; cosas que,
según la tradición, habían acontecido en tiempos en Connecticut; y disfrutaba
entonces asustando a las crédulas mujeres con sus especulaciones acerca de
cometas y estrellas fugaces que trazaban círculos en el cielo, lo que según su
decir suponía la llegada de cambios terribles para el mundo, por no hablar de
las cabriolas que hacía nuestra propia tierra en sus rotaciones, obligándolas a
estar más de media vida cabeza abajo...
Aquel placer, sin embargo, se trocaba en
terror cuando quienes participaban en esas reuniones junto al fuego del hogar
salían de la acogedora estancia. Figuras esquivas, de presencia inexplicable;
sombras por los senderos, amenazantes como una presencia real; nieve que
brillaba como una sepultura marmórea, entre más sombras; haces de luz a lo
lejos, vibrantes, en una ventana; un arbusto nevado que, cual una
fantasmagoría, aparece de pronto en el camino; pisadas lentas, temibles, sobre
la tierra... ¡Cuántas veces estuvo a punto de morir de angustia el maestro
cuando creyó oír en el soplo del viento entre los árboles el paso de un jinete
sin cabeza que cabalgaba por el bosque!
No eran, sin embargo, más que los lógicos
terrores nocturnos, los propios de cuando uno regresa de noche a su casa a
través de las sombras; no eran, pues, otra cosa que los fantasmas de la mente;
aunque estaba seguro de avistar espectros, incluso al mismísimo Satán en
cualquiera de sus formas, siempre la luz del día ponía fin a sus demoníacos
terrores... Digamos que el pobre maestro hubiera podido disfrutar por mucho
tiempo de una existencia plácida y feliz, sólo alterada por estas minucias,
obra del maligno, de no haberse cruzado en su camino la criatura que más
turbaciones causa en la existencia del hombre, mayores aún que cualesquiera
espectros, demonios y brujos juntos: una mujer.
Entre los alumnos de canto que se reunían en torno al maestro una vez a la semana para entonar salmos estaba Katrina Van Tassel, la hija única de un granjero holandés muy rico. Bellísima, estaba en la flor de sus espléndidos dieciocho años, lustrosa como una perdiz, suave y delicada, de rosadas mejillas; apetecible, en fin, como los melocotones que cosechaba su padre, y famosa y deseada, no sólo por su hermosura, sino precisamente por ser la heredera única de la riqueza que había hecho su padre, lo que aumentaba las expectativas con respecto a tan notable damisela. Era un tanto coqueta; vestía combinando sabiamente lo tradicional y lo moderno, siempre en aras del realzamiento de su belleza; lucía, por ejemplo, las viejas joyas que su abuela trajera de Saardam sobre su tentador escote, cuando se ponía aquel corto vestido que descubría las pantorrillas más apetecibles de la región y unos pies lindísimos.
Ichabod Crane era hombre de corazón enternecido y bien dispuesto hacia las mujeres; no debe maravillarnos, en consecuencia, que sucumbiera pronto ante los exquisitos encantos de la muchacha, y más si se tiene en cuenta que hacía poco había sido invitado a la muy próspera casa del granjero holandés, padre de Katrina.
Ichabod Crane era hombre de corazón enternecido y bien dispuesto hacia las mujeres; no debe maravillarnos, en consecuencia, que sucumbiera pronto ante los exquisitos encantos de la muchacha, y más si se tiene en cuenta que hacía poco había sido invitado a la muy próspera casa del granjero holandés, padre de Katrina.
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¡Ah! que buen relato, es de mis favoritos y no pudiste subirlo en mejor época, simplemente fabuloso!! :D xoxo Abril
ResponderEliminar:D Hoy no creo que alcance a subir lo que sigue, pero cualquier cosa, mañana seguro! :)
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