Ah... el hada madrina... ¿quién no quisiera tener una para que haga la vida más fácil y nos conceda todos los caprichos? Esta bien, ninguno de nosotros tiene una pero la cenicienta sí que tenía ¡y menos mal! porque sin hada madrina ¿qué habría sido de su vida?
La primera publicación de "La cenicienta" fue la de Charles Perrault bajo el título "Cendrillon ou La petite pantoufle de verre" (Cenicienta o el zapatito de cristal). Como ya he comentado en otras entradas, Charles Perrault recopiló una serie de relatos orales en su libro "Cuentos de mamá ganso" (o mamá oca según la traducción) y los publicó en 1697. Años más tarde, casi los mismos relatos y varios más, serían recopilados por los hermanos Grimm. Ambas versiones difieren bastante. Por ello, hoy traigo la primera, otro día veré de publicar la segunda :D
Encontré por allí que el origen de esta historia de remonta a la Grecia clásica y que su personaje era una muchacha egipcia de nombre Ródope... Al final mi profe de literatura griega tenía razón: ya todo estaba escrito en la época de los griegos...
LA CENICIENTA
Había una vez
un gentilhombre que se casó en segundas nupcias con una mujer, la más altanera
y orgullosa que jamás se haya visto. Tenía dos hijas por el estilo y que se le
parecían en todo.
El marido, por su
lado, tenía una hija, pero de una dulzura y bondad sin par; lo había heredado
de su madre que era la mejor persona del mundo.
Junto con realizarse
la boda, la madrastra dio libre curso a su mal carácter; no pudo soportar las
cualidades de la joven, que hacían aparecer todavía más odiables a sus hijas.
La obligó a las más viles tareas de la casa: ella era la que fregaba los pisos
y la vajilla, la que limpiaba los cuartos de la señora y de las señoritas sus
hijas; dormía en lo más alto de la casa, en una buhardilla, sobre una mísera
pallasa, mientras sus hermanas ocupaban habitaciones con parquet, donde tenían
camas a la última moda y espejos en que podían mirarse de cuerpo entero.
La pobre muchacha
aguantaba todo con paciencia, y no se atrevía a quejarse ante su padre, de
miedo que le reprendiera pues su mujer lo dominaba por completo. Cuando
terminaba sus quehaceres, se instalaba en el rincón de la chimenea, sentándose
sobre las cenizas, lo que le había merecido el apodo de Culocenizón. La menor,
que no era tan mala como la mayor, la llamaba Cenicienta; sin embargo
Cenicienta, con sus míseras ropas, no dejaba de ser cien veces más hermosa que
sus hermanas que andaban tan ricamente vestidas.
Sucedió que el hijo
del rey dio un baile al que invitó a todas las personas distinguidas; nuestras
dos señoritas también fueron invitadas, pues tenían mucho nombre en la comarca.
Helas aquí muy satisfechas y preocupadas de elegir los trajes y peinados que
mejor les sentaran; nuevo trabajo para Cenicienta pues era ella quien planchaba
la ropa de sus hermanas y plisaba los adornos de sus vestidos. No se hablaba
más que de la forma en que irían trajeadas.
—Yo, dijo la mayor,
me pondré mi vestido de terciopelo rojo y mis adornos de Inglaterra.
—Yo, dijo la menor,
iré con mi falda sencilla; pero en cambio, me pondré mi abrigo con flores de
oro y mi prendedor de brillantes, que no pasarán desapercibidos.
Manos expertas se
encargaron de armar los peinados de dos pisos y se compraron lunares postizos.
Llamaron a Cenicienta para pedirle su opinión, pues tenía buen gusto.
Cenicienta las aconsejó lo mejor posible, y se ofreció incluso para arreglarles
el peinado, lo que aceptaron. Mientras las peinaba, ellas le decían:
— Cenicienta, ¿te
gustaría ir al baile?
—Ay, señoritas, os
estáis burlando, eso no es cosa para mí.
—Tienes razón, se
reirían bastante si vieran a un Culocenizón entrar al baile.
Otra que Cenicienta
las habría arreglado mal los cabellos, pero ella era buena y las peinó con toda
perfección.
Tan contentas estaban
que pasaron cerca de dos días sin comer. Más de doce cordones rompieron a
fuerza de apretarlos para que el talle se les viera más fino, y se lo pasaban
delante del espejo.
Finalmente, llegó el
día feliz; partieron y Cenicienta las siguió con los ojos y cuando las perdió
de vista se puso a llorar. Su madrina, que la vio anegada en lágrimas, le
preguntó qué le pasaba.
—Me gustaría... me
gustaría...
Lloraba tanto que no
pudo terminar. Su madrina, que era un hada, le dijo:
—¿Te gustaría ir al
baile, no es cierto?
—¡Ay, sí!, dijo
Cenicienta suspirando.
—¡Bueno, te portarás
bien!, dijo su madrina, yo te haré ir.
La llevó a su cuarto
y le dijo:
—Ve al jardín y
tráeme un zapallo.
Cenicienta fue en el
acto a coger el mejor que encontró y lo llevó a su madrina, sin poder adivinar
cómo este zapallo podría hacerla ir al baile. Su madrina lo vació y dejándole
solamente la cáscara, lo tocó con su varita mágica e instantáneamente el
zapallo se convirtió en un bello carruaje todo dorado.
En seguida miró
dentro de la ratonera donde encontró seis ratas vivas. Le dijo a Cenicienta que
levantara un poco la puerta de la trampa, y a cada rata que salía le daba un
golpe con la varita, y la rata quedaba automáticamente transformada en un
brioso caballo; lo que hizo un tiro de seis caballos de un hermoso color gris
ratón. Como no encontraba con qué hacer un cochero:
—Voy a ver, dijo
Cenicienta, si hay algún ratón en la trampa, para hacer un cochero.
—Tienes razón, dijo
su madrina, anda a ver.
Cenicienta le llevó
la trampa donde había tres ratones gordos. El hada eligió uno por su imponente
barba, y habiéndolo tocado quedó convertido en un cochero gordo con un precioso
bigote. En seguida, ella le dijo:
—Baja al jardín,
encontrarás seis lagartos detrás de la regadera; tráemelos.
Tan pronto los trajo,
la madrina los trocó en seis lacayos que se subieron en seguida a la parte
posterior del carruaje, con sus trajes galoneados, sujetándose a él como si en
su vida hubieran hecho otra cosa. El hada dijo entonces a Cenicienta:
—Bueno, aquí tienes
para ir al baile, ¿no estás bien aperada?
—Es cierto, pero,
¿podré ir así, con estos vestidos tan feos?
Su madrina no hizo
más que tocarla con su varita, y al momento sus ropas se cambiaron en
magníficos vestidos de paño de oro y plata, todos recamados con pedrerías;
luego le dio un par de zapatillas de cristal, las más preciosas del mundo.
Una vez ataviada de
este modo, Cenicienta subió al carruaje; pero su madrina le recomendó sobre
todo que regresara antes de la medianoche, advirtiéndole que si se quedaba en
el baile un minuto más, su carroza volvería a convertirse en zapallo, sus
caballos en ratas, sus lacayos en lagartos, y que sus viejos vestidos
recuperarían su forma primitiva. Ella prometió a su madrina que saldría del
baile antes de la medianoche. Partió, loca de felicidad.
El hijo del rey, a
quien le avisaron que acababa de llegar una gran princesa que nadie conocía,
corrió a recibirla; le dio la mano al bajar del carruaje y la llevó al salón
donde estaban los comensales. Entonces se hizo un gran silencio: el baile cesó
y los violines dejaron de tocar, tan absortos estaban todos contemplando la
gran belleza de esta desconocida. Sólo se oía un confuso rumor:
—¡Ah, qué hermosa es!
El mismo rey, siendo
viejo, no dejaba de mirarla y de decir por lo bajo a la reina que desde hacía
mucho tiempo no veía una persona tan bella y graciosa. Todas las damas
observaban con atención su peinado y sus vestidos, para tener al día siguiente
otros semejantes, siempre que existieran telas igualmente bellas y manos tan
diestras para confeccionarlos. El hijo del rey la colocó en el sitio de honor y
en seguida la condujo al salón para bailar con ella. Bailó con tanta gracia que
fue un motivo más de admiración.
Trajeron exquisitos
manjares que el príncipe no probó, ocupado como estaba en observarla. Ella fue
a sentarse al lado de sus hermanas y les hizo mil atenciones; compartió con
ellas los limones y naranjas que el príncipe le había obsequiado, lo que las
sorprendió mucho, pues no la conocían. Charlando así estaban, cuando Cenicienta
oyó dar las once tres cuartos; hizo al momento una gran reverenda a los
asistentes y se fue a toda prisa.
Apenas hubo llegado,
fue a buscar a su madrina y después de darle las gracias, le dijo que desearía
mucho ir al baile al día siguiente porque el príncipe se lo había pedido.
Cuando le estaba contando a su madrina todo lo que había sucedido en el baile,
las dos hermanas golpearon a su puerta; Cenicienta fue a abrir.
—¡Cómo habéis tardado
en volver! les dijo bostezando, frotándose los ojos y estirándose como si
acabara de despertar; sin embargo no había tenido ganas de dormir desde que se
separaron.
—Si hubieras ido al
baile, le dijo una de las hermanas, no te habrías aburrido; asistió la más
bella princesa, la más bella que jamás se ha visto; nos hizo mil atenciones,
nos dio naranjas y limones.
Cenicienta estaba
radiante de alegría. Les preguntó el nombre de esta princesa; pero contestaron
que nadie la conocía, que el hijo del rey no se conformaba y que daría todo en
el mundo por saber quién era. Cenicienta sonrió y les dijo:
—¿Era entonces muy
hermosa? Dios mío, felices vosotras, ¿no podría verla yo? Ay, señorita Javotte,
prestadme el vestido amarillo que usáis todos los días.
—Verdaderamente, dijo
la señorita Javotte, ¡no faltaba más! Prestarle mi vestido a tan feo
Culocenizón tendría que estar loca.
Cenicienta esperaba
esta negativa, y se alegró, pues se habría sentido bastante confundida si su
hermana hubiese querido prestarle el vestido.
Al día siguiente, las
dos hermanas fueron al baile, y Cenicienta también, pero aún más ricamente
ataviada que la primera vez. El hijo del rey estuvo constantemente a su lado y
diciéndole cosas agradables; nada aburrida estaba la joven damisela y olvidó la
recomendación de su madrina; de modo que oyó tocar la primera campanada de
medianoche cuando creía que no eran ni las once. Se levantó y salió corriendo,
ligera como una gacela. El príncipe la siguió, pero no pudo alcanzarla; ella
había dejado caer una de sus zapatillas de cristal que el príncipe recogió con
todo cuidado.
Cenicienta llegó a
casa sofocada, sin carroza, sin lacayos, con sus viejos vestidos, pues no le
había quedado de toda su magnificencia sino una de sus zapatillas, igual a la
que se le había caído.
Preguntaron a los porteros
del palacio si habían visto salir a una princesa; dijeron que no habían visto
salir a nadie, salvo una muchacha muy mal vestida que tenía más aspecto de
aldeana que de señorita.
Cuando sus dos
hermanas regresaron del baile, Cenicienta les preguntó si esta vez también se
habían divertido y si había ido la hermosa dama. Dijeron que si, pero que había
salido escapada al dar las doce, y tan rápidamente que había dejado caer una de
sus zapatillas de cristal, la más bonita del mundo; que el hijo del rey la había
recogido dedicándose a contemplarla durante todo el resto del baile, y que sin
duda estaba muy enamorado de la bella personita dueña de la zapatilla. Y era
verdad, pues a los pocos días el hijo del rey hizo proclamar al son de
trompetas que se casaría con la persona cuyo pie se ajustara a la zapatilla.
Empezaron probándola
a las princesas, en seguida a las duquesas, y a toda la corte, pero
inútilmente. La llevaron donde las dos hermanas, las que hicieron todo lo
posible para que su pie cupiera en la zapatilla, pero no pudieron. Cenicienta,
que las estaba mirando, y que reconoció su zapatilla, dijo riendo:
—¿Puedo probar si a
mí me calza?
Sus hermanas se
pusieron a reír y a burlarse de ella. El gentilhombre que probaba la zapatilla,
habiendo mirado atentamente a Cenicienta y encontrándola muy linda, dijo que
era lo justo, y que él tenía orden de probarla a todas las jóvenes. Hizo
sentarse a Cenicienta y acercando la zapatilla a su piececito, vio que encajaba
sin esfuerzo y que era hecha a su medida.
Grande fue el asombro
de las dos hermanas, pero más grande aún cuando Cenicienta sacó de su bolsillo
la otra zapatilla y se la puso. En esto llegó la madrina que, habiendo tocado
con su varita los vestidos de Cenicienta, los volvió más deslumbrantes aún que los
anteriores.
Entonces las dos
hermanas la reconocieron como la persona que habían visto en el baile. Se
arrojaron a sus pies para pedirle perdón por todos los malos tratos que le
habían infligido. Cenicienta las hizo levantarse y les dijo, abrazándolas, que
las perdonaba de todo corazón y les rogó que siempre la quisieran.
Fue conducida ante el
joven príncipe, vestida como estaba. Él la encontró más bella que nunca, y
pocos días después se casaron. Cenicienta, que era tan buena como hermosa, hizo
llevar a sus hermanas a morar en el palacio y las casó en seguida con dos
grandes señores de la corte.
MORALEJA
En la mujer
rico tesoro es la belleza,
el placer de
admirarla no se acaba jamás;
pero la bondad,
la gentileza
la superan y
valen mucho más.
Es lo que a
Cenicienta el hada concedió
a través de
enseñanzas y lecciones
tanto que al
final a ser reina llegó
(Según dice
este cuento con sus moralizaciones).
Bellas, ya lo
sabéis: más que andar bien peinadas
os vale, en el
afán de ganar corazones
que como
virtudes os concedan las hadas
bondad y
gentileza, los más preciados dones.
OTRA MORALEJA
Sin duda es de
gran conveniencia
nacer con mucha
inteligencia,
coraje,
alcurnia, buen sentido
y otros
talentos parecidos,
Que el cielo da
con indulgencia;
pero con ellos
nada ha de sacar
en su avance
por las rutas del destino
quien, para
hacerlos destacar,
no tenga una
madrina o un padrino.
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