A falta de un término mejor, llamé «primavera» a la estación en que se
fundía el hielo. Transcurriría mucho tiempo antes de que el bosquecillo
mostrara algún tono verde o las serpientes se aventuraran a salir de sus
agujeros invernales. El cielo mantenía su eterna cubierta de nubes oscuras y
coléricas, y el aguanieve seguía presentándose y cubriendo todo con una capa
vidriosa, dura y resbaladiza. Pero al día siguiente la capa se fundía, y el aire más cálido penetraba otro
milímetro en el suelo.
Comprendí que ésta era la época de recoger leña. Antes de que el
invierno atacara y trabajando juntos Jerry y yo, no habíamos logrado almacenar
leña suficiente. El corto verano tenía que emplearse en preparar comida para el
siguiente invierno. Confiaba en construir una puerta más recia para la boca dela cueva, y me juré que inventaría algún tipo de desagüe interior.
Bajarse los calzoncillos en pleno invierno era arriesgado. Mi cabeza estaba
llena de estas cosas cuando me tendí en el camastro y observé el humo que salía
en espiral por una grieta del techo de la cueva. Zammis estaba en la parte
trasera jugando con algunas piedras que había encontrado, y debí de quedarme
dormido. Cuando desperté el niño me sacudía el brazo.
-¿Tío?
-¿Qué, Zammis?
-Tío, mira.
Me volví hacia la izquierda y lo miré. Zammis sostenía ante mí su mano
derecha con los dedos separados.
-¿Qué ocurre, Zammis?
-Mira. -Señaló uno por uno sus tres dedos-. Uno, dos, tres.
-¿Y?
-Mira. -Zammis cogió mi mano derecha y abrió los dedos-. Uno, dos tres,
¡cuatro, cinco!
Asentí.
-Ya veo que sabes contar hasta cinco.
El dracón se puso muy serio e hizo un gesto de impaciencia con sus
minúsculos puños.
-Mira.
Cogió mi mano extendida y colocó la suya encima. Con la otra mano,
Zammis señaló primero uno de sus dedos, después uno de los míos.
-Uno, uno.
Los ojos amarillos del niño me examinaron para ver si comprendía.
-Sí.
El niño señaló de nuevo.
-Dos, dos. -Me miró, luego volvió la vista a mi mano y señaló-. Tres,
tres.
A continuación cogió mis otros dos dedos.
-¡Cuatro, cinco! -Soltó mi mano, después señaló al Iado de la suya-.
¿Cuatro, cinco?
Meneé la cabeza. En menos de cuatro meses terrestres, Zammis había
captado parte de la diferencia entre dracones y humanos. Un niño humano tenía
que poner..., ¿cuántos años? ..., cinco, seis o siete, antes de formular
preguntas como ésta. Suspiré.
-Zammis...
-¿Sí, tío?
-Zammis, tú eres un dracón. Los dracones sólo tienen tres dedos. Yo soy
humano. Tengo cinco.
Juro que las lágrimas brotaron de los ojos del niño. Zammis alzó las
manos, se las miró y luego meneó la cabeza.
-¿Crece cuatro, cinco?
Me senté y miré al chico. Zammis estaba preguntándose dónde se hallaban
sus otros cuatro dedos.
-Mira, Zammis. Tú y yo somos diferentes..., seres diferentes,
¿comprendes?
Zammis negó con la cabeza.
-¿Crece cuatro, cinco?
-No te crecerán. Eres un drac. -Señalé mi pecho-. Yo soy humano.
Todo esto no me estaba conduciendo a ningún sitio.
-Tu padre, del que saliste, era un drac. ¿Comprendes?
Zammis arrugó la frente.
- Drac. ¿Qué drac?
El impulso de recurrir a ese eterno sustituto y el «ya aprenderás
cuando seas mayor» aporreaba mi mente. Moví la cabeza.
-Los dracs tienen tres dedos en las manos. Tu padre tenía tres dedos en
cada mano. -Me rasqué la barba-. Mi padre era humano y tenía cinco dedos en
cada mano. Por eso yo tengo cinco dedos en cada mano.
Zammis se arrodilló en la arena y examinó sus dedos. Levantó los ojos
hacia mí, volvió a observar sus manos y me miró.
-¿Qué padre?
Observé al niño. Debía de estar padeciendo algo así como una crisis de
identidad. Yo era la única persona que él había visto, y tenía cinco dedos en
cada mano.
-Un padre es... el ser... -Me froté la barba otra vez-. Mira..., todos
venimos de algún sitio. Yo tuve madre y padre..., dos tipos distintos de ser
humano que me dieron vida..., que me hicieron, ¿comprendes?
Zammis me lanzó una mirada que podía interpretarse como «chico, no te
aclaras». Me encogí de hombros.
-No sé si puedo explicarlo.
Zammis señaló su pecho.
-¿Mi madre? ¿Mi padre?
Extendí las manos, las dejé en mi regazo, fruncí los labios, me rasqué
la barba y, en resumen, intenté ganar tiempo. Zammis mantuvo fijos los ojos en
mí, sin pestañear, todo el rato.
-Mira, Zammis, tú no tienes una madre y un padre. Yo soy humano, por
eso los tuve. Tú eres un drac. Tienes un padre..., sólo uno, ¿entiendes?
Zammis dijo que no con la cabeza. Me miró y después señaló su pecho.
-Drac.
-Exacto.
Zammis señaló mi pecho.
-Humano.
-Exacto otra vez.
Zammis apartó la mano y la dejó caer en su regazo.
-¿De dónde sale drac?
¡Santo cielo! Intentar explicar la reproducción hermafrodita a un niño
¡que ni siquiera debía gatear todavía!
-Zammis... -Levanté las manos. después las dejé caer en mi regazo-.
Mira. ¿Ves que soy mucho más grande que tú?
-Sí. tío.
-Bien. -Me pasé los dedos por el pelo, esforzándome en ganar tiempo e inspirarme-.
Tu padre era grande como yo. Su nombre era... Jeriba Shigan. - Curioso: sólo
pronunciar su nombre me causa dolor-. Jeriba Shigan era como tú. Sólo tenía
tres dedos en cada mano. Te hizo a ti en su barriguita. -Toqué el vientre de
Zammis-. ¿Comprendes?
Zammis soltó una risita y puso las manos en su estómago.
-Tío. ¿cómo se hacen los dracs aquí?
Puse las piernas encima del colchón y me tendí. ¿Cómo se forman los
draconitos? Miré a Zammis y vi que el niño estaba pendiente de cualquier
palabra que dijera. Hice una mueca y expliqué la verdad.
-Ojalá lo supiera. Zammis. Ojalá lo supiera.
Treinta segundos más tarde. Zammis había vuelto a jugar con sus
piedras. En verano, le enseñé a Zammis a capturar y despellejar las largas
serpientes grises, y cómo ahumar su carne. El niño se ponía en cuclillas en la
orilla poco profunda junto a una charca de barro. Sus ojos amarillos miraban
fijamente en los nidos de serpientes de la ribera, aguardando a que una de sus
ocupantes asomara la cabeza. El viento soplaba, pero Zammis no se movía. Pasado
un tiempo, parecía una cabeza aplastada y triangular, dotada de pequeños ojos azules.
La serpiente examinaba la charca, se volvía y examinaba la orilla. Luegoexaminaba el cielo. Salía un poco del agujero, después volvía a
examinarlo todo.
Con frecuencia las serpientes miraban directamente a Zammis pero el
drac habría podido pasar por una estatua de piedra. Zammis no se movía hasta
que el reptil estaba tan alejado del agujero que no podía volver a meterse
dentro. Entonces Zammis atacaba cogiendo la serpiente con ambas manos justo por
detrás de la cabeza. Los animales no poseían dientes y no eran venenosos pero
de vez en cuando tenían el vigor suficiente como para arrojar a Zammis dentro
de la charca.
Las pieles eran extendidas y enrolladas alrededor de unos troncos de
árbol y colocadas convenientemente para que se secaran. Los troncos se ponían
al aire libre cerca de la entrada de la cueva, protegidos por un saliente
alejado del océano. Sólo dos terceras partes de las pieles así dispuestas
acababan secándose: el resto se pudría.
Al otro lado de la sala de pieles estaba el ahumadero: una cámara
cerrada con piedras donde íbamos colgando la carne de serpiente. Se preparaba
una hoguera con leña verde en un agujero del suelo de la cámara; luego
llenábamos la pequeña abertura con rocas y tierra.
-Tío. ¿por qué no se pudre la carne después de ahumarla?
Pensé en la pregunta.
-No estoy seguro. Sólo sé que no se pudre.
-¿Por qué lo sabes?
Me alcé de hombros.
-Lo sé. Leí sobre eso, seguramente.
-¿Qué es leer?
-Leer. Igual que cuando me siento y leo el Talman.
-¿Dice el Talman por qué no se pudre la carne?
-No. Quiero decir que seguramente lo leí en otro libro.
-¿Tenemos más libros?
Negué con la cabeza.
-Me refiero a antes de que yo llegara a este planeta.
-¿Por qué viniste a este planeta?
-Ya te lo expliqué. Tu padre y yo quedamos atrapados aquí durante la
batalla.
-¿Por qué humanos y dracs pelean?
-Es muy complicado.
Alcé las manos, indeciso. La versión humana decía que los dracs eran
enemigos que invadían nuestro espacio. La versión drac decía que los humanos
eran enemigos que invadían su espacio. ¿La verdad?
-Zammis, es algo relacionado con la colonización de nuevos planetas.
Ambas razas están expandiéndose y las dos tienen una tradición de explorar y
colonizar nuevos planetas. Supongo que nos invadimos mutuamente. ¿Entiendes?
Zammis asintió, después guardó un compasivo silencio y empezó a meditar
profundamente. Lo más importante que aprendí del pequeño drac fue la cantidad de
preguntas para las que yo no tenía respuesta. Por lo tanto, me satisfacía enormemente
haber logrado que Zammis comprendiera por qué había guerra, compensando de paso
mi ignorancia en el tema de conservar carne.
-¿Tío?
-Sí, Zammis.
-¿Qué es un planeta?
Cuando el frío y húmedo verano terminó, teníamos la cueva atestada de
leña y de carne seca. Acabada esa tarea, concentré mis esfuerzos en hacer algún
tipo de desagües interiores, partiendo de las charcas naturales de las cámaras
más profundas de la cueva. La bañera no fue un problema. Metiendo rocas
calientes en una de las charcas, el agua podía tener una temperatura
soportable, incluso agradable. Después del baño, los tallos huecos de una
planta similar al bambú podían usarse para extraer el agua sucia. A
continuación era posible volver a llenar la bañera con el agua de la charca superior.
El problema era dónde verter el agua. Varias cámaras tenían agujeros en
el suelo. Los primeros tres agujeros que probamos desaguaban en nuestra cámara principal,
humedeciendo el corto reborde próximo a la entrada. El invierno anterior, Jerry
y yo habíamos pensado en usar uno de estos agujeros como retrete, que llenaríamos
con el agua de las charcas. Puesto que no sabíamos dónde brotaríanlos aromas celestiales, nos decidimos en contra de la idea.
El cuarto agujero que Zammis y yo probamos desaguaba bajo la entrada de
la cueva en una de las paredes del acantilado. No era ideal, pero sí mejor que contestar
a la llamada de la naturaleza en medio de una mezcla de tormenta de hielo y
ventisca. Preparamos el agujero como desagüe, tanto para la bañera como para el
retrete. Zammis y yo nos preparamos para gozar de nuestro primer baño caliente.
Me quité las pieles de serpiente, comprobé el agua con la punta del pie y después
entré en ella.
-¡Fabuloso! -Me volví a Zammis, que aún estaba medio vestido-. Vamos,
Zammis. El agua está deliciosa.
Zammis estaba mirándome fijamente con la boca abierta.
-¿Qué ocurre?
El niño me miró con los ojos muy abiertos, y después me señaló con su
mano de tres dedos.
-Tío... ¿que es eso?
Bajé la vista.
-Oh. -Moví la cabeza, luego levanté los ojos hacía el niño-. Zammis, ya
te expliqué todo esto, ¿recuerdas? Soy humano.
-Pero ¿para qué es eso?
Tomé asiento en la bañera llena de agua caliente, apartando de la vista
el objeto de discusión.
-Es para la eliminación de residuos líquidos..., entre otras cosas.
Bueno, entra y lávate.
Zammis se quitó sus pieles de serpiente, contempló la piel lisa de su
doble sistema reproductor y se metió en la bañera. El niño se hundió en el agua
hasta el cuello, sus ojos amarillos no dejaban de observarme.
-¿Tío?
-¿Sí?
-¿Qué otras cosas?
Bien, tuve que darle explicaciones a Zammis: Por primera vez, el drac
pareció dudar de la veracidad de mi respuesta, en lugar de conformarse como de costumbre,
y aceptar cuanto yo le decía. De hecho, yo estaba seguro de que Zammis pensaba
que mentía..., probablemente porque era cierto.
El invierno se inició con una rociada de copos de nieve transportados
por una suave brisa. Llevé a Zammis al bosquecillo más arriba de la cueva. Cogí
de la mano al niño mientras permanecíamos ante el montón de rocas que era la
tumba de Jerry. Zammis se apretó las pieles de serpiente para protegerse del
viento, inclinó la cabeza, se volvió y me miró a los ojos.
-Tío, ¿ésta es la tumba de mi padre?
-Sí.
Zammis volvió a mirar la tumba, luego movió la cabeza.
-Tío, ¿cómo tendría que sentirme?
-No te comprendo, Zammis.
El niño señaló la tumba con la cabeza.
-Veo que tú estás triste aquí. Creo que quieres que yo sienta lo mismo.
¿ Verdad?
Arrugué la frente y sacudí la cabeza.
-No. No quiero que estés triste. Solo quería que supieras dónde está la
tumba.
-¿Puedo irme ya?
-Claro. ¿Estás seguro de conocer el camino de vuelta a la cueva?
-Sí. Solo quiero asegurarme de que mi jabón no vuelva a quemarse.
Observé al niño mientras daba media vuelta y se escabullía entre los
árboles desnudos, luego volví a mirar la tumba.
-Bueno, Jerry, ¿qué piensas de tu hijo? Zammis usó cenizas para limpiar
la grasa de las conchas, después ha puesto una en el fuego, con agua, para
hervir la carne seca. Grasa y cenizas. Y hay algo más, Jerry, estamos haciendo jabón. La primera hornada de Zammis casi nos
despellejó, pero el chico está mejorando la técnica...
Miré hacia las nubes, después hacia el mar. En la lejanía, empezaban a
formarse nubarrones oscuros.
-¿Ves eso? Ya sabes lo que significa, ¿ verdad? Tormenta de hielo
numero uno.
El viento cobró fuerza y me arrodillé junto a la tumba para poner en su
lugar una roca que había caído del montón.
-Zammis es un buen chico, Jerry. Quise odiarlo..., después de tu
muerte. Quise odiarlo.
Puse la roca en su sitio y volví a mirar el mar.
-No sé cómo vamos a salir del planeta, Jerry...
Capté un destello de movimiento por el rabillo del ojo. Me volví hacia
la derecha y miré por encima de las copas de los árboles. Con el cielo gris
como fondo, una motita negra se alejaba velozmente. La seguí con la vista hasta
que subió por encima de las nubes. Presté atención, esperando oír el rugido de
los gases de escape, pero mi corazón latía excesivamente y lo único que pude
oír fue el viento. ¿Sería una nave? Me levanté, di algunos pasos hacia donde
estaba aquella manchita, y me detuve. Al volver la cabeza vi que las rocas de
la tumba de Jerry ya estaban cubiertas con una fina capa de nieve. Me encogí de
hombros y me dirigí a la cueva.
-Probablemente era sólo un pájaro.
Zammis estaba sentado en su colchón, haciendo agujeros en unos trozos
de piel de serpiente con una aguja de hueso. Me tendí en mi camastro, y
contemplé el humo que subía en espiral hacia la grieta del techo. ¿Había sido
un pájaro? ¿O una nave? Maldita sea, no lograba quitármelo de la cabeza. Huir
del planeta había estado fuera de mis pensamiento, enterrado, oculto durante
todo aquel verano. Pero aquel problema se planteaba de nuevo en mí. Andar por
una tierra donde brillara el sol, vestir otra vez ropa, sentir lo que era una
calefacción central, comer alimentos preparados por un chef, volver a estar
entre... personas.
Me puse de costado y miré fijamente la pared que había junto a mi
lecho. Personas, seres humanos. Cerré los ojos y tragué saliva. Chicas humanas.
Hembras. Las imágenes flotaron ante mis ojos: caras, cuerpos, parejas que
reían, el baile después de la instrucción... ¿Cómo se llamaba? ¿Dolora? ¿Dora? Agité la cabeza, me di la vuelta y me senté de cara al fuego. ¿Por qué
tenía que recordar todo aquello? Cosas que había sido capaz de enterrar en el
olvido... ahora bullían de nuevo en mi mente.
-¿Tío?
Miré a Zammis. Piel amarilla, ojos amarillos, cara de sapo sin nariz.
Meneé la cabeza.
-¿Qué?
-¿Algo anda mal? Algo va mal, ah.
-No. Solamente pensaba en que había visto algo hoy. Probablemente no
era nada.
Extendí la mano hacia el fuego y cogí un trozo de serpiente seca de la
plancha. Soplé y mordisqueé la correosa tira.
-¿Qué aspecto tenía?
-No lo sé. Por la forma en que se movía, pensé que podía ser una nave.
Se alejó tan de prisa que no puedo estar seguro. Tal vez era un pájaro. .
-¿Un pájaro?
Observé a Zammis. Él nunca había visto un pájaro y en Fyrine IV, yo
tampoco los había visto nunca.
-Un animal que vuela.
Zammis asintió.
-Tío, cuando estábamos recogiendo leña en el bosquecillo, vi algo que
volaba.
-¿Cómo? ¿Por qué no me lo dijiste?
-Quería hacerlo, pero me olvidé.
-¡Te olvidaste! -Me puse muy serio-. ¿En qué dirección iba?
Zammis señaló la parte trasera de la cueva.
-Hacia allí. Lejos del mar - Zammis dejó lo que estaba cosiendo-.
¿Podemos ir a ver adónde iba?
Negué con la cabeza.
-El invierno acaba de empezar. No sabes lo que es eso. Moriríamos en
unos cuantos días.
Zammis volvió a su piel de serpiente. Hacer una caminata en pleno
invierno nos mataría. Pero en primavera las cosas serían distintas. Podríamos
sobrevivir con pieles de serpiente dobles y pelusa vegetal, y una tienda.
Necesitábamos una tienda - Zammis y yo podíamos pasar el invierno haciéndola-,
y mochilas. Botas. Necesitábamos unas bota para caminar. Había que pensar en
eso...
Es curioso cómo llega a prender una chispa de esperanza, propagándose hasta consumir toda la desesperación. ¿Era una nave? No lo sabía. Y si lo era, ¿estaría despegando o aterrizando? Tampoco lo sabía. Si estaba despegando, nos encaminaríamos en la dirección equivocada. Pero la dirección opuesta significaría tener que cruzar el mar. Por lo tanto, era lo mismo. La próxima primavera iríamos más allá del bosquecillo y veríamos qué había allí.
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