El viejo Baltus Van Tassel era la mejor
representación de un granjero próspero y feliz, además de muy liberal en su
generosidad. Le importaba poco cuanto acontecía más allá de las lindes de sus
propiedades, pero en éstas todo era detalle, lujo, bonanza... Tampoco hacía
ostentación de su riqueza, pues prefería disfrutar de cuanto tenía en vez de
presumir de lo logrado. Su granja estaba en las orillas del Hudson, en un
rincón natural hermoso, muy verde y fértil, a salvo de los malos vientos; en el
sitio, pues, donde más les gustó echar raíces a los colonos llegados de
Holanda.
Un gran olmo daba amparo a la casa y, junto al
árbol imponente, una fuente de aguas límpidas y frescas vertía en un barril, el
cual, a su vez, las derramaba entre la hierba hasta unirlas a un arroyo próximo
que parecía musitar su arrullo permanente a los alisos y sauces enanos que
tenía por vecinos. El granero próximo a la mansión del holandés era tan enorme
que podía haber sido habilitado como iglesia; enorme y próspero; tan atiborrado
estaba de los tesoros que la tierra daba generosamente a su propietario, que
parecía ir a reventar en cualquier momento por sus ventanas y la puerta... Por
doquier se dejaba sentir el canto de las golondrinas y de los vencejos que
volaban casi a ras de los aleros del tejado en donde dormitaban bajo el sol
bandadas de palomas, alguna con un ojo escrutando siempre los cielos como para
cerciorarse de la bondad del tiempo, mientras las demás metían la cabeza bajo
un ala, en reposo profundo, y otras ahuecaban sus plumas esperando el cortejo
de los palomos. Abajo, enormes, gordos, rozagantes, los cerdos hocicaban en la
abundancia y se refocilaban en la paz de sus zahúrdas mientras los lechones
asomaban el hocico entre las tablas que los guardaban como para deleitarse con
el aire y los aromas del chiquero. Un escuadrón de gansos, en el estanque,
parecía maniobrar ofreciendo escolta a varias flotillas de patos mientras todo
un regimiento de pavos se lucía ante las gallinas, que parecían protestar ante
tamaña exhibición cloqueando de manera desafinada y malhumorada, como las amas
de casa... Ajeno a todo esto, sin embargo, el gallo, como un digno caballero,
como un ejemplo de esposo o de guerrero, batía altivo sus alas como de acero y
lanzaba su alegre canto mientras escarbaba con sus patas, para llamar a sus
hijos y a sus esposas a compartir con él un suculento manjar que acababa de
descubrir.
Salivaba de gusto el pedagogo mientras
contemplaba todo aquello, la mejor provisión para un duro invierno. Su
imaginación voraz lo hacía ver a su alrededor a los lechones rellenos de pudin
y prestos a ser asados con una manzana en la boca; a los pichones, en un lecho
de hojaldre y arropados por una sábana de crujiente y bien tostada corteza; a
los gansos, nadando ahora en su propia salsa, igual que los patos, que lo
hacían en parejas, cual matrimonios perfectos, pero sobre una salsa de
cebollas, como compitiendo con los gansos en galanura... En los cerdos veía ya
las plateadas vetas del tocino brillando entre el sabroso jamón y ni uno solo
de los pavos quedaba libre de aquellas ensoñaciones del maestro, que se los
presentaba trufados, con la molleja bajo un ala y con un collar de jugosas
salchichas. En cuanto al muy altanero cantor de las granjas, es suficiente
decir que lo veía ya patas arriba, en una bandeja, implorando una suerte de
clemencia que en vida jamás hubiera recabado.
Todas estas fantasías arrebatadas tenía el
fervoroso Ichabod; y cuanto más miraban sus ojos verdes hacia cualquier lugar
de aquella fértil tierra con sus trigales, con su centeno, con su maíz, con su
cebada, o a los árboles que rendían sus ramas de tanto fruto como en ellas
había, o hacia los huertos que rodeaban la mansión de Van Tassel, más
aceleradamente le latía el corazón, sobre todo porque lo hacía pensando en la
damisela que heredaría aquellos dominios. También, como es natural, pensaba en
el dinero contante y sonante que debía de dar todo aquello, un dinero que su
imaginación le decía que podría gastarse en palacios de madera, levantados en
parajes tan idílicos como recónditos, y en la compra de tierras vírgenes pero
tan generosas como las del holandés. Aún iban más lejos sus fantasías; se
imaginaba ya a la gentil Katrina rodeada de un montón de niños, en una carreta
cargada con ollas y pucheros, con toda clase de cacharros de cocina
entrechocándose, y montado él mismo a lomos de una yegua mansa a cuyo lado iba
al paso un potrillo, camino de Tennessee, camino de Kentucky o camino de sólo
Dios sabía dónde...
Cuando entró en la casa propiamente dicha, en
aquella mansión, su corazón quedó definitivamente cautivo. Era una de esas
casas de granja espaciosas, de tejado a dos aguas que llegaban casi hasta el
suelo, según el tipo de construcción de los primeros colonos holandeses; unos
tejados cuyos aleros, hacia afuera, al caer formaban pórticos en los que
guarecerse en los días de lluvia, y de cuyas traviesas de madera colgaban
arneses de caballerías, aperos de labranza y redes para pescar en el río
cercano. Junto a los muros de la casa había bancos en los que sentarse a
descansar en verano; una rueda de hilar en un extremo, y una mantequera en el
otro, no hacían sino demostrar las posibilidades de hacer cosas diferentes y de
provecho que brindaba tan espléndido porche.
El maestro, encantado con lo que veía, entró
en la casa; lo primero que vio fue un magnífico aparador acristalado que
guardaba la reluciente vajilla. En un rincón de la sala vieron sus ojos un gran
saco lleno de lana presta para ser hilada; en otro, una pila de lino recién
sacada del telar. Había en las paredes mazorcas de maíz, manzanas y melocotones
secos en ristras, contrastando con el rojo fuerte de los pimientos igualmente
colgados en ristras. Una puerta a medio abrir permitía ver el gran salón de la
casa, en el que unas mesas de caoba purísima refulgían como espejos y las
sillas que había en torno a ellas se aferraban al suelo sólidamente, con sus
patas labradas. Ante el hogar, un morillo con pequeñas palas y tenazas y
atizadores parecía un mazo de espárragos de hierro; sobre la repisa de la
chimenea, macetas y conchas marinas; más arriba, en la pared, una cadena hecha
con pequeños huevos de pájaro coloreados, y más abajo aun, pendía un tremendo
huevo de avestruz. En una esquina, un anaquel descubierto, para que se viera
bien, mostraba todo un tesoro de plata antigua y de piezas de porcelana de la
China.
Desde el primer momento en que Ichabod paseó
su mirada por aquellas maravillas quedó turbada su paz interior de siempre; a
partir de aquel instante no hizo sino concentrarse y estudiar cómo ganarse los
favores más afectuosos de aquella perla tan valiosa que era la hija de Van
Tassel. Una empresa, sin embargo, que presentaba no pocas dificultades, muchas
más de las que en otros tiempos se veían obligados a superar los caballeros
andantes que sólo tenían que luchar contra gigantes, magos, dragones que
expulsaban fuego por sus fauces y otras criaturas semejantes, fáciles de vencer
con sólo echar abajo una puerta de hierro o de bronce, y unos cuantos muros de
diamante; así accedían al castillo encantado donde presa les aguardaba la dama
de sus amores, cosa tan simple como abrirse paso con un cuchillo a través de un
pastel de Navidades. Allí la dama se arrojaba en brazos del caballero como la
cosa más natural del mundo. Ichabod, por el contrario, tenía que luchar duro
para conquistar el corazón de aquella damisela coqueta y caprichosa; un corazón
que le latía como si se hubiese perdido en un laberinto de extravagancias y
caprichosos, querencioso de una cosa ahora y de la contraria poco después;
algo, en fin, que ofrece incontables quebraderos de cabeza si se trata de
lograr una conquista amorosa, asunto para el que, encima, habría de hacer
frente a los impedimentos que le opusieran aquellos rudos mozos del pueblo que
en legión también pretendían a la hija del próspero holandés. Eran muchos,
pues, los fantasmas, de carne y hueso éstos, que se apostaban en los caminos
del corazón de la muchacha a la espera de que ella los llamase; además,
recelaban los unos de los otros, se dirigían terribles miradas de odio... Se
mostraban, en fin, dispuestos a combatirse sin piedad en aras de la pieza
ansiada; dispuestos también a unirse para espantar a quien osara convertirse en
el nuevo pretendiente de la heredera.
El peor y más peligroso de todos era un
muchacho vocinglero y engallado que se llamaba Abraham - Brom, según la
abreviación holandesa - Van Brunt; un tipo achulado, de mirada pícara, que era
en la región todo un héroe merced a su fuerza y a sus baladronadas a menudo
temerarias. Era muy ancho de espaldas y tenía macizos y musculados los brazos;
llevaba sus cabellos rizados y negros muy cortos y tenía de continuo en la cara
un aire que si no era jovial del todo tampoco lo era de ruda arrogancia; no
era, en general, un muchacho de aspecto desagradable; lo llamaban Brom el
Huesos (Brom Bones), por la dureza de sus músculos relucientes y su aspecto
hercúleo, y era harto elogiada su destreza en la monta de caballos; de hecho,
viéndolo cabalgar parecía tan imponente como un jinete tártaro. Era siempre el
primero en las carreras y en las peleas de gallos; como en el medio rural se
aprecia tanto la fuerza, que es cuanto más se respeta, por otra parte, mediaba
en todas las disputas y emitía sentencia con un tono de voz y un aire todo que
cohibía a quien fuera y evitaba cualquier apelación. Por otro lado, no volvía
la cara ante cualquier bronca y gustaba de la broma y de la fiesta, pero su
temperamento era hijo, no de la mala sangre, sino de un cierto carácter
travieso e infantil, pues tras su aparente brutalidad se descubría fácilmente
un poso de alegría espontánea y de buen humor. Tenía tres o cuatro buenos
amigos que lo habían tomado por el modelo a seguir; con ellos iba por toda la
comarca de francachelas o en busca de pelea y bronca, si se terciaba, aquí y
allá, incluso muchas millas a la redonda. En el invierno destacaba entre todos
los demás hombres de su edad por su gran gorro de piel del que pendía una muy
llamativa cola de zorro cazado por él mismo, y cuando quienes en algún lugar
estaban de fiesta veían a lo lejos ese gorro galopando al frente de una partida
de diestros jinetes, sabían de inmediato que habría pelea... A menudo cabalgaba
por la noche Brom junto a sus amigos, ante las granjas, lanzando salvajes
gritos a la manera de los cosacos en tropel, y las viejas de la casa, al
despertar alteradas por aquel clamor insolente, no podían sino exclamar
tranquilizadas una vez oían alejarse los cascos de los caballos: «¡Vaya, otra
vez Brom el Huesos con su banda!» Ni que decir tiene que los lugareños lo
contemplaban con una mezcla de miedo, respeto y gracia, y siempre que en el
pueblo sucedía alguna pelea, alguna bronca sin mayor importancia, movían la
cabeza de un lado a otro como disculpando aquella maldad venial del Brom el
Huesos, al que tenían de seguro por el autor de la misma, aun sin verlo.
Ya hacía tiempo que tan rudo héroe había
escogido a la hermosa Katrina como la mujer de su vida, como aquella a la que
dedicar sus gárrulas galanterías, muy parecidas, por poner un ejemplo, a las
que haría un oso en un situación de cortejo. Sin embargo, aquello, por lo que
se sabía en el pueblo, no había hecho mella alguna en la muchacha. Eso no era
obstáculo, en cualquier caso, para que el gigantón hiciera poner pies en
polvorosa a muchos de sus otros competidores en el amor de la damisela, que huían
temerosos de despertar su furia; bastaba con que vieran su caballo en las
proximidades de la casa de Van Tassel un domingo por la noche para que
escaparan deprisa de allí, echando chispas y dispuestos a buscar guerra ante
otros cuarteles.
Tal era, pues, el formidable rival con quien
habría de vérselas el bueno de Ichabod Crane. Bien contemplado el asunto, es
digno de tenerse en cuenta que otros aspirantes al amor de la damisela, hombres
mucho más fuertes y arrojados que él, habrían desistido pronto por temor a
Brom, largándose sin ofrecer resistencia. Pero cuanto conformaba el carácter
del maestro era una feliz mixtura de tozudez y capacidad de adaptación a las
circunstancias de cada momento; era, pues, un hombre de nervios bien templados,
cabe decirlo así, como la urdimbre de un florete; flexible pero acerado; uno de
esos hombres que pueden ceder, incluso doblarse, pero nunca doblegarse ni
troncharse; y aunque en un momento dado una leve presión pareciera hacerlo
encorvar, apenas estaba a punto de llegar al límite de su resistencia,
¡arriba!, ya estaba de nuevo tieso y firme, con la cabeza aún más alta que
antes.
Sabía que enfrentarse abiertamente a su rival
en el amor era una necedad, más que una locura, pues tendría que batirse contra
un hombre más joven y mucho más fuerte que él; un hombre tan fogoso y arrojado
como Aquiles; un hombre, en suma, que jamás cedería un paso en el trance de
disputarse el amor de una mujer. Ichabod, empero, constante y como quien no
quiere la cosa, avanzaba poco a poco, se insinuaba a la rica y bella heredera
siempre con galantería exquisita. En su calidad de maestro de canto iba cada
vez con más frecuencia a la casa del holandés, un pretexto que en este caso no
lo era para superar las suspicacias de los padres de las muchachas en
situaciones semejantes, algo que tan a menudo se convierte en una gran piedra
puesta en mitad del sendero por el que pretenden caminar de la mano los
amantes. Balt Van Tassel era un hombre bueno, de alma apacible e indulgente;
adoraba a su hija aún más que a su pipa, y como hombre razonable que era,
además del mejor de los padres, permitía sin oposición alguna que la muchacha
tomase los caminos que mejor le vinieran en gana. Su esposa, una mujer
igualmente digna de mención, bastante tenía con mantener la casa en perfecta
disposición siempre y atender a las aves del corral, ya que, como observaba con
perspicacia no exenta de sabiduría, los gansos y los patos son criaturas tan
increíblemente estúpidas que no queda otro remedio que cuidar de ellas de continuo,
en tanto que una muchacha casadera sabe cuidar de sí misma... Tal era la razón
de que la muy atareada ama de casa no parase un momento, bien haciendo la casa,
bien haciendo girar la rueca de hilar sin pausa... Balt, cuando a semejantes
tareas se entregaba su hacendosa mujercita, fumaba tranquilamente su pipa, en
el otro extremo del salón, mirando a través de la ventana las furiosas
acometidas de aquel espantapájaros de madera, con las manos armadas con sendas
espadas igualmente de madera, que parecía desafiar al viento tanto como a los
pájaros. Mientras, hay que decirlo así, Ichabod atacaba las resistencias
últimas de la hija de los granjeros, en defensa de su nobilísima causa, bajo el
gran olmo de la fuente, o paseando hacia el crepúsculo cuando el día comenzaba
a declinar, la mejor hora para que los enamorados hagan gala de su elocuencia.
No puedo presumir acerca de cómo se conquistan
los corazones femeninos. Eso es algo que siempre ha constituido para mí un
asunto tan digno de admiración como enigmático; algunos de esos corazones
parecen tener un único punto vulnerable por el que acceder, y otros, por el
contrario, pueden ser conquistados de mil maneras distintas. Supone eso que han
de ponerse en práctica miles de artimañas para hacerse con el favor de una
damisela; mas si hemos de convenir en que es todo un triunfo hacerse con el
favor de uno de esos corazones citados en primer lugar, los que nada más tienen
una vía de acceso, mantener cautivos a los citados en segundo lugar exige aún
mayor destreza, mayor lucha del hombre en la tarea, ardua cual batalla, de
mantener bien vigiladas todas sus vías de acceso; es como defender una
fortaleza, para lo cual no ha de olvidarse una sola ventana, una sola puerta.
Así, el que sea capaz de alzarse con la conquista de un millar de corazones
podrá hacer alarde, al tiempo, de su derecho a la fama y al reconocimiento, si
bien sólo podremos considerar un héroe de verdad a quien logre mantener su
dominio, por mucho tiempo, sobre el corazón de una dama coqueta.
En este supuesto acerca de las artes del
galanteo no se contempla, como es lógico pensarlo, al temido Brom el Huesos,
pues desde el inicio de la corte que hiciera Ichabod Crane, para ganarse el
favor de la hija del rico granjero, pareció ceder en la intensidad de su
asedio; apenas se veía ya su caballo los domingos por la tarde cerca de los
establos de la granja, lo que no quiere decir, sin embargo, que no se hiciera
más ostensible que nunca antes la enemistad entre él y el maestro de escuela de
Sleepy Hollow.
Brom, a quien adornaba una suerte de ruda, por
no decir brutal, caballerosidad, hubiera preferido dirimir tal disputa en una
suerte de campo de batalla abierto, ante los ojos de todos, lo que equivale a
decir que librando un combate que sirviera para calibrar ante la dama querida
las posibilidades de cada uno, al modo y manera de los caballeros de antaño, quienes
así de simplemente establecían su derecho sobre el corazón de una mujer. Mas,
Ichabod, sin embargo, sabía bien que su oponente era mucho más fuerte y que
nada lograría en un enfrentamiento directo contra él, así que eludía cualquier
cosa que se pareciera a una disputa frontal. Para colmo, hasta sus oídos
alguien había llevado una baladronada sobre Brom el Huesos, quien, según
aquellas noticias, «iba a tronchar en dos al maestro para meterlo así partido
en el armario de la escuela». Si por algo se caracterizaba Ichabod era por su
cautela; no iba a darle la oportunidad de partirlo en dos, y hay que reconocer
que había bastante de provocación hacia el rival en su actitud pacífica, en sus
afanes de no concederle el combate ansiado. Tanta obstinación por parte de su
rival hacía que Brom el Huesos no cejara en su empeño de urdir tretas y más
tretas, algunas de una bellaquería indecible, para llevar a su terreno a aquel
increíble y aparentemente inabordable rival, lo que no quiere decir sino que,
al cabo, el pobre maestro pasó a ser la víctima favorita de las maldades
tramadas por la banda de Brom el Huesos dispuesta a dar todo su apoyo al jefe.
La banda, en su tropel de caballos, comenzó a
hacer una incursión y otra en los hasta entonces tranquilos dominios del
maestro; unas veces taponaban la chimenea del tejado, con lo cual la escuela se
llenaba de humo; otras, ya de noche, entraban en la escuela y volcaban pupitres
y mesas, tiraban por el suelo los papeles y los libros... Hacían así, en fin,
inútiles las defensas de mimbre y estacas que pusiera el maestro, quien hubo de
admitir que su escuela no era la trampa para pescar anguilas que había
supuesto... El pobre llegó a pensar que todas las brujas de la región habían
decidido tomar posesión de su escuela para celebrar en ella los aquelarres. Aun
con todo, esto no era lo peor; Brom el Huesos no dejaba escapar la mínima ocasión
que se le presentara a fin de ridiculizarlo ante la damisela; para colmo, había
adiestrado a un perro vagabundo para que aullara de manera terrible y ridícula,
en una especie de lúbrico lamento. Cuando se producía, aseguraba Brom que aquel
escándalo no era debido sino al pobre maestro, que daba así sus clases de canto
a la impar Katrina. Así estuvieron las cosas durante un tiempo, sin que se
produjera ningún cambio digno de mención en la estrategia guerrera de los
contendientes.
Una tarde de otoño, muy hermosa, se hallaba
Ichabod sumido en sus reflexiones, con las posaderas descansadas en el alto
taburete desde el que dominaba su pequeño imperio escolar y cuanto hacían sus
alumnos, blandiendo en su mano la vara de castigar, aquella especie de
representación un tanto espectral de la justicia con que ejercía su poder.
Tenía detrás, colgada en la pared de tres clavos roñosos, otra vara, por si se
le rompía la primera, y delante, sobre su mesa, alguna que otra arma y unas
cuantas cosas de contrabando que había decomisado a sus alumnos, tales como una
manzana herida por unos cuantos mordiscos, varias cerbatanas, peonzas, jaulas
para moscas y grillos y un montón de pajaritas de papel, lo que denotaba que no
mucho antes habíase visto obligado a impartir justicia, haciendo víctima de
ella a cualquiera de los pilluelos que acudían a oír su sabia palabra; de
hecho, los muchachos permanecían ahora en silencio, fijos los ojos en sus
libros; todo lo más, algunos cuchicheaban muy bajito sin perder de vista al
maestro, por si se les acercaba vara en ristre... Un murmullo sutil, de
expectativa temerosa, flotaba en el ambiente de la clase... De súbito se rompió
aquel silencio, empero, con la entrada en la escuela de un negro que vestía
chaqueta y pantalones de estopa y que se tocaba con un viejo y mugriento
sombrero de copa, como un Mercurio con sombrero... Había llegado montando un
penco flaco, medio salvaje y cojo, al que guiaba no más que con una soguilla
atada a los belfos. Naturalmente, su presencia en la puerta de la escuela no
pudo pasar inadvertida, al contrario; y mucho menos para el maestro, puesto que
le llevaba un recado según el cual aquella misma noche el matrimonio Van Tassel
y su hija ofrecían una recepción a la que estaba invitado muy especialmente. El
negro declamó más que decirlo, su mensaje de manera harto elocuente haciendo un
gran esfuerzo por decirlo con las palabras adecuadas para tan magno evento, tal
como solían hacerlo los negros de aquellos días habitualmente utilizados como
embajadores para llevar todo tipo de recados y encomiendas. Después volvió a
subirse a su penco y pronto se lo perdió de vista, galopando, no tan
ceremoniosamente como veloz, hasta perderse en lo más oculto de la hondonada, como
debe hacerlo un buen mensajero. No cesó con su ida el follón que entre el
alumnado provocó aquello perdida ya la paz que dominaba la clase una vez
consumado el último castigo. Con la anuencia del maestro dieron cuenta los
alumnos de sus lecciones a toda prisa, sin parar mientes en la observación de
esos aspectos que de común, minucioso, les exigía el bueno de Crane; más aún,
los más pillos se saltaban de golpe hasta media página, sin que el digno
pedagogo reparase en ello, lo que no fue óbice, sin embargo, para que los más
torpes se llevaran algún que otro coscorrón, y algún que otro varetazo, sólo
porque titubearon ante una palabra, o se trabaron en otra, considerando el
maestro que ocurría así porque no prestaban la necesaria atención... Crane, por
su parte, no reparó en el hecho de que sus alumnos, una vez diera él por
concluida la clase, salieran casi de estampida, olvidándose de ordenar los
libros como solían hacerlo, en las baldas dispuestas para ello; volaron además
unos cuantos tinteros, se volcó algún pupitre, y una hora antes de lo que era
normal la escuela quedó vacía... Aquel tropel de pequeños diablos se iba
pegando gritos, saltando y revolcándose en la hierba para celebrar una
liberación tan insólita como anticipada.
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