El galante Ichabod tardó más de media hora en
arreglarse para acudir a la recepción, algo raro en él; cepilló con mimo el
mejor de sus trajes, un terno negro muy sobrio, aunque algo resobado, empero, y
con tanto o mayor cuidado se peinó los rizos ante un trozo de espejo que aún le
quedaba sano en una pared. Luego fue a pedir prestado un caballo a un viejo
granjero holandés, Hans Van Ripper, un tipo gruñón y malencarado, a fin de
presentarse ante la amada de la manera más elegante posible, y así, cabalgando
como todo un caballero capaz de enfrentarse a cualesquiera aventuras o al más
arrebatador de los lances amorosos, puso tierra de por medio entre la escuela y
la granja de Van Tassel. Por supuesto, y por seguir en lo que era común a las
novelas de caballeros andantes, hay que hacer una descripción tan detenida como
minuciosa de las trazas e impedimenta del caballero a lomos de su caballo. De
éste, no obstante, hay que decir que era una bestia usada de común para el tiro
de labranza, lleno de mataduras y perdida, por viejo, su arrogancia y hermosura
de otros días; por lo demás, y como caballo viejo y resabiado que era, no
resultaban pocos sus defectos, todo lo contrario; flaco, peludo, sucio, con
cuello más de carnero que de corcel y con la cabeza digna de un martillo; le
amarilleaban las crines, de viejura y mugre, al igual que la cola llena de
nudos; a uno de sus ojos le faltaba la pupila, por lo que parecía de cristal, y
en el otro le brillaba una especie de luz demoníaca, que sin duda era reflejo
de su maldad resabiada; puede que aquel pobre penco hubiera sido en tiempos un
brioso corcel que aún hacía honor a su nombre, Pólvora (Gunpowder)... No en
vano había sido el caballo favorito del colérico Van Ripper, cuando aún montaba
y galopaba furiosamente, antes de destinarlo a la labranza; y no en vano, con
toda certeza, el amo había contagiado a su caballo aquel su iracundo carácter;
aun viejo y muy castigado, el bruto albergaba tanta maldad como para superar a
la que pudieran demostrar todos los jóvenes potros de la región juntos.
Ichabod componía una figura idónea para
semejante montura. Montaba con estribos cortos, por lo que llevaba las rodillas
a la altura de la silla; sus codos, visto desde atrás, parecían las patas de un
saltamontes por lo mucho que los sacaba; llevaba la fusta en perpendicular,
como si fuera un cetro; al trotar el caballo, en fin, sus brazos parecían las
alas abiertas de un pájaro... Se tocaba además con un pequeño sombrero de lana
inglesa que casi le caía hasta la nariz prominente, pues cabe recordar que su
frente no era más que una franja estrecha entre el pelo y aquélla; los faldones
de su levita negra, además, parecían flotar sobre las ancas del caballo casi
hasta cubrirle la cola sucia. Con semejante porte salió el maestro de la granja
de Van Ripper. Pocas veces se tuvo la ocasión de ver algo semejante a plena luz
del día. Era, como ya he dicho, una hermosa tarde de otoño, de cielo despejado,
azul y apacible, así que la naturaleza mostraba esa su librea dorada que nos
sugiere abundancia, cuando los bosques parecen poner en el ambiente pinceladas
de profusos ocres y amarillos; la helada de la noche anterior había dejado,
además, una hermosa capa púrpura sobre los árboles más tiernos y frágiles, y
otras de naranja y de escarlata en los más firmes y grandes. Atravesaban los
patos salvajes el horizonte en bandadas interminables; hasta podía oírse latir
el corazón de las vivaces ardillas, incesantes en su corretear por entre los
bosques de hayas y de nogales mientras los rastrojos de las veredas parecían
abrirse cual telones de teatro para que se dejara oír el canto largo y
solitario de una codorniz. Los pajarillos del bosque se despedían ya del día
regalándose con un banquete en lo alto de las ramas tremolantes, y piaban y
saltaban por doquier de árbol en árbol gozosos en su libertad de escoger uno u
otro, esta o aquella rama, felices entre tantos árboles como tenían. Había
petirrojos, ese pájaro que suele ser la diana preferida de los cazadores más
jóvenes, revoloteando mientras sin desmayo soltaban sus notas siempre altas
como en un lamento; había también mirlos cantores que en algunos claros
parecían haberse puesto de acuerdo para formar una sola nube negra; y pájaros
carpinteros de alas relucientes como los chorros del oro y con el penacho de
fuego, hermosos con su amplia gorguera; y el pájaro del cedro, con las alas
rematadas en puntas rojas, la cola en amarillo y su pequeño sombrero de plumas;
y el arrendajo, esa especie de barbián vocinglero que parece lucir un chaquetón
de espejos azules y debajo un traje blanco, pájaro chillón y zalamero, cobista
en sus continuas reverencias, como si deseara congraciarse con todos los demás
pájaros cantores del bosque para que le perdonaran sus gritos y desafinaciones.
Ichabod, a paso lento ahora, continuaba a
caballo mientras sus ojos, atentos en toda circunstancia a cualquier cosa que
sugiriese abundancia en la cocina, hacían una suerte de deleitoso inventario de
las maravillas que ofrecía tan pródigo otoño. A cada lado del camino veía,
pues, ora un almacén hasta arriba de manzanas, las unas venciendo con su maduro
peso las ramas de los árboles, las otras ya recogidas en cestos incontables y
prestas a ser llevadas a los mercados, las de más allá apiladas para ser en
breve pasto gozoso de la prensa que habría de convertirlas en sidra excelente.
Más allá, en los apartados campos de maíz, se alzaban magníficas las doradas
mazorcas como escapando del abrigo de sus hojas, como ofreciéndose gustosas a
las diestras manos que harían de su sabrosura no menos apetecibles pasteles; y
en la misma tierra, las calabazas destellantes de brillo ofreciendo a sus ojos
esos sus prominentes vientres dignos de los mejores platos.
Atrás los trigales, atravesaba ahora Ichabod
campos en los que se disfrutaba del olor dulce de las colmenas, lo que hacía
que unas ilusiones no menos dulces comenzaran a cobrar forma en su mente
ensoñecida de tanta paz y maravilla; así, degustaba ya una tarta de mantequilla
espesa y miel en capas no menos densas... Una tarta que, naturalmente, le había
preparado, para darle la bienvenida, la impar Karina Van Tassel con sus propias
y lindísimas manos.
Así, con tan amelcochadas imaginaciones,
alimentaba sus sueños cuando iba por las faldas de unos cerros desde los que se
avistaba uno de los más hermosos paisajes del Hudson. El sol, como una gran
rueda, se iba deslizando poco a poco hacia los abismos del oeste. El amplio
seno del Tappan Zee se mostraba ahora remansado como un cristal impoluto; sólo
algún leve salto del agua alteraba el reflejo de la inmensa sombra azulada de
las montañas. Allá, en el horizonte, una hermosa luz dorada se iba mudando
lentamente al verde propio de las manzanas de sidra, y aún más allá, en un azul
que inequívocamente pertenecía al cielo. Las últimas luces caían en oblicuo y alargadas
sobre el río, dando un brillo de plata a las grandes piedras de sus márgenes y
un fulgor púrpura a las orillas. A lo lejos, una barca parecía mecerse
lentamente en el agua, confiada en aquella tranquila corriente, con la vela
acariciando lacia y voluptuosa el mástil; parecía la barca suspendida entre dos
cielos, pues el agua aquella tarde no era más que el propio cielo reflejado.
Estaba a punto de caer la noche, también
infinitamente apacible, cuando llegó Ichabod a los dominios de Van Tassel. Ya estaba
la casa llena con la flor y nata de la región. Había allí viejos granjeros de
rostros enjutos y con las arrugas curtidas por el paso de todas las estaciones
durante muchísimos años, vestidos con chaquetas sencillas, sus medias azules
limpias, y relucientes las grandes hebillas de sus cinturones; sus esposas, tan
ajadas como parlanchinas y vivaces, con la cofia bien ajustada, el corpiño
largo y firme, la enagua humilde pero limpia, y tijeras, acericos y un bolso
grande de percal colgando de sus cinturones. Había también alegres muchachas,
vestidas tal cual lo hacían sus madres, salvo en algún que otro caso en que
lucían un sombrero de paja, el pelo al aire con una cinta, o algún que otro
vestido impolutamente blanco, por afán de seguir la moda de la ciudad. Los
hombres más jóvenes llevaban levitas de corte rectangular en el faldón, dos
filas de botones metálicos y relucientes en ellas, y el cabello largo recogido
en una cola de caballo, según era moda entonces; brillantes colas de caballo,
sobre todo las de quienes se las frotaban con piel de anguila, cosa que se
consideraba en aquellos días el mejor tónico capilar.
Brom el Huesos, como no podía ser menos, era
el héroe principal de aquella escena; había llegado a la fiesta montando su
caballo Temerario (Daredevil), el favorito de cuantos tenía, tan brioso y
valiente como su amo, que pudo hacerse con él, cuando lo quiso, por ser el
único hombre de la comarca capaz de domarlo; además, siempre prefirió caballos
rebeldes, incluso resabiados, o los que se sabían todos los trucos de los
jinetes expertos en doma; esos caballos, en fin, con los que hay que ser muy
diestro si no quieres acabar partiéndote el cuello. Decía Brom el Huesos que un
caballo dócil sólo era propio de aquellos a los que les falta espíritu.
Me encantaría llenar estas páginas con el
relato pormenorizado del montón de placeres que se mostraron a los ojos de mi
héroe apenas entró en el salón principal de la casa de Van Tassel, aunque quede
claro que no hablo de las encantadoras muchachas que allí había, jóvenes en la
flor de la vida llenándolo todo con el ir y venir de sus ropas en rojo y en
blanco. Ese universo de placeres era, por el contrario, cuanto se ofrece a la
degustación de un buen paladar y de un estómago de enormes tragaderas en las
fiestas de los granjeros prósperos, más si son holandeses y celebran las
bondades del otoño. ¡Qué enorme cantidad de fuentes llenas de todos los
pasteles habidos y por haber, y de pastas, y de otros dulces cuya relación
sería inacabable, delicias cuyas recetas se cuidaban mucho de decir a las otras
aquellas hacendosas amas de casa holandesas! Y el muy ilustrísimo doughnut, el suave
oily koek, y el crocante y delicado crullerdoughnut de sabor tenue... Y
bizcochos, y una exquisita tarta de jengibre, e incontables pastelitos de
miel... Y tartas de manzana, de melocotón... Y jamón cortado en lonchas, y
carne ahumada, y conservas y confituras de ciruelas, de pera y de membrillos...
Y enormes parrilladas de pescado, y pollos asados por docenas... Y cuencos
rebosantes de leche recién ordeñada. Y más cuencos, hasta arriba de crema
dulce... Todo, arbitrariamente puesto sobre las mesas; tan arbitrariamente como
mi propia enumeración de las viandas, pero, eso sí, todo parecía girar
alrededor de una enorme tetera que de continuo silbaba anunciando que ya tenía
la infusión presta. ¡Que Dios los bendiga! Me faltan el tiempo y la capacidad
necesarios para describir convenientemente aquel banquete cual sería debido y
justo hacerlo, y pues tengo que apresurarme en la conclusión de la historia,
sigamos a otra cosa.
Ichabod Crane, felizmente, no tenía tanta
prisa como yo, el que relata su historia, y se deleitó como cabe imaginar que
lo hizo con todas aquellas y muy auténticas delicias, es verdad que con cierta
pausa y hasta con ceremonia, pero sin despreciar nada de ningún plato... Era un
hombre bondadoso y agradecido, de buen conformar y con un corazón tan grande
como capaz era su cuerpo flaco de ensancharse increíblemente para dar cabida a
todo lo que engullía. Parecía unido en extática unción a las divinidades,
merced de la comida, como otros parecen estarlo merced de la bebida... Por lo
demás, no entornaba los ojos mientras degustaba tanta exquisitez, sino que los
mantenía bien abiertos, desplazándolos de un lado a otro a la par que comía a
dos carrillos, acariciando la ilusión de que todo aquello, algún día no muy
lejano, bien podía ser suyo gracias a su matrimonio con la rica heredera del
anfitrión. Si tal ventura le acontecía, pensaba sin dejar de masticar, sin
dejar de mirar, que abandonaría la escuela sin volverse para echarle una última
mirada, haría una higa con su dedo a todos los Van Ripper de la comarca, y a
todos los miserables que de mala gana lo acogían en sus casas, y pobre del
maestro de escuela que se atreviera a llamarlo compañero...
El viejo Van Tassel iba de un grupo a otro de
invitados con el semblante alegre, rojo de contento y buen humor, orondo y
grato como una luna nueva de aquel otoño dadivoso. Era un excelente anfitrión,
sin exageraciones; expresivo pero sin hacer notar a los otros su munificencia;
daba a uno un fuerte apretón de manos, a otro una cariñosa palmada en la
espalda, soltaba una carcajada limpia cuando le contaban alguna historia
graciosa, y para todos sus invitados tenía frases de ánimo y aliento: «Vamos,
muchachos, sírvanse ustedes mismos cuanto quieran, que no tiene que quedar nada
en las fuentes».
No pasó mucho rato hasta que desde el salón
contiguo se dejara sentir una música que invitaba al baile. El músico era un
viejo negro de cabello plateado, una orquesta itinerante de la región desde
hacía más de medio siglo. Tocaba un violín tan viejo y averiado como él mismo
del que, sin embargo, extraía alegres melodías acompañando los rápidos
movimientos de su arco con unos no menos rítmicos movimientos de su cabeza. Cada
vez que una nueva pareja se lanzaba a bailar, saludaba su presencia
inclinándose hasta casi tocar el suelo y pegaba un fuerte zapatazo para animarlos.
En lo que a Ichabod de refiere, basta decir
que se consideraba tan buen bailarín como cantante de salmos... Ni una sola de
sus fibras, ni uno solo de sus miembros, era ajeno a la música cuando se
lanzaba a bailar. Su figura tan poco grácil, bailando hasta casi desmadejarse,
podría haber hecho pensar a cualquier que el mismísimo San Vito, el bendito
patrón del baile, como es bien sabido, había bajado a la tierra desde los
cielos para danzar sin descanso entre los hombres. Tanto se movía el maestro,
que despertaba la admiración entre los negros de todas las edades y estaturas, quienes,
llegados de las granjas vecinas, se apiñaban en las ventanas del salón, por
fuera, para contemplar aquel jolgorio. Las blancas bolas de sus ojos giraban
divertidas al verlo y una sonrisa de dientes de marfil les llenaba la cara,
pues nadie como ellos para apreciar la excelencia de aquellos movimientos
realmente difíciles... ¿Cómo era posible que aquel maestro tan terrible,
martillo de niños herejes y holgazanes, fuese así de divertido? Era su pareja
de baile, por cierto, la dueña de su corazón, la hija del buen Van Tassel, y
respondía con sonrisas a los guiños de ojos y otras morisquetas que él le hacía
mientras se daba sin freno a las más diversas e imposibles contorsiones; a
Brom, espectador impaciente de todo aquello, le hervían los huesos de rabia en
el puchero de los rencores, mientras tanto; sentado en una esquina, ahora solo,
sin nadie que le diera conversación ni le festejase cualquier gracia, o lo
alentara a una bravuconada, o a una apuesta, se mordía los puños por culpa de
los celos.
Acabado el baile, Ichabod mostró interés en la
conversación que mantenían Balt Van Tassen y un grupo de hombres ya de edad madura
y al parecer muy enterados. Fumaban plácidamente, mientras conversaban sentados
en el porche, y yéndose a otros tiempos hablaban de viejas historias de la
guerra.
La región toda había sido el escenario en que
se libraran grandes e importantes batallas; había sido testigo, pues, de hechos
cruciales y de las hazañas de muchos hombres. No muy lejos de donde se hallaba
el grupo de granjeros habían librado duros combates las tropas inglesas contra
las americanas, lo que hizo que vieran aquellas tierras, en tiempos, llegar a
gentes procedentes de innumerables fronteras; las había de toda condición:
emigrados que huían o que buscaban empleo, vaqueros, aventureros, soldados de
fortuna... Tanto tiempo había pasado ya de aquello, sin embargo, que cada uno
de los hombres reunidos en el porche del granjero holandés contaba su historia
con un halo de leyenda; en lo incierto y vago de la memoria, evitar un toque de
ilusión en lo que se cuenta, evitar narrar los hechos pretendidos sin tenerse
uno por su máximo protagonista, resulta cosa poco menos que imposible, por lo
que cada uno tenía su historia que contar, a cada cual más extraordinaria.
Así de emocionadamente, por ejemplo, hizo uno
de aquellos hombres el relato de las aventuras de Doffue Martling, un holandés
de barbas azuladas, según era fama, que hubiera podido hacerse con el control
de una fragata inglesa él solo, no más que con un pequeño cañón del calibre
noveno, viejo y oxidado, además, de no haberle explotado cuando disparó el
cuarto proyectil. Otro habló de un anciano caballero, cuyo nombre no diremos
aquí pues es el de alguien con mucho poder y no debe pronunciarse ni escribirse
a la ligera, un hombre tan diestro en las artes de la esgrima, que en la
batalla de White Plains evitó que una bala de mosquetón lo hiriese, desviándola
como si nada con la punta de su sable, y que oyó perfectamente, y tan tranquilo,
cómo el proyectil iba lamiendo poco a poco la hoja de su sable hasta detenerse
contra la empuñadura. Aquel caballero, según el que decía la historia, estaba
dispuesto a enseñar su sable a quien dudara, para demostrar la veracidad de su
historia, o lo que era lo mismo, la veracidad de sus legendarias hazañas
blandiendo la espada. Otros de los allí reunidos hablaron de sí mismos,
refirieron sus hazañas guerreras, tan importantes muchas de ellas que podría
decirse que sin su participación en los combates librados la guerra no habría
llegado a buen término.
Ninguna de aquellas historias, sin embargo,
tuvo parangón con las de aparecidos que se relataron una vez agostadas las
guerreras... Ya se ha dicho que hablamos de una región rica en leyendas y otros
tesoros semejantes. La superstición, pues, se da tanto en las más recónditas
aldeas como en los pueblos más prósperos, aunque el continuo flujo inmigratorio
vaya barriendo poco a poco tal sentir. Por otra parte, no tienen los muertos
mucho predicamento, que se diga, en las modernas ciudades que habitamos en
nuestros días, pues apenas se quedan dormidos en su lecho de gusanos, ya
abandonan la ciudad quienes los conocieron, llevados de avatares diversos y de
afanes no menos distintos, por lo que, cuando los muertos salen de sus tumbas
para iniciar sus nocturnas rondas, nadie a quien cursar una visita les queda...
Por eso, seguramente, apenas oímos ya contar a cualquiera que se le ha
aparecido el espectro de un difunto. Sólo en las antiguas comunidades holandesas
siguen siendo sensibles a estos casos, lo que es como decir que a los
fantasmas.
La causa que explica la prevalencia de estos
asuntos en regiones como Sleepy Hollow, pues, se debe a la formidable presencia
en el valle de gentes de raigambre holandesa... Y quizás a ese ambiente, a ese
aire pleno de misterio y ensoñaciones que todo lo presidía. Los que conversaban
en el porche de Van Tassel, así las cosas, comenzaron a competir por ver quién
se sabía la leyenda más brutal, quién había presenciado los hechos más
tremebundos... Naturalmente, se oyeron cuentos de fantasmas, decidida y
claramente espantosos; fantasmas, por ejemplo, que impertérritos, sin mover ni
los labios, sin parpadear siquiera, lanzaban gemidos y lloros que helaban la
sangre a quien los oía; otros, fantasmas también, como es claro, vagaban de un
lado a otro, siempre según los narradores, en procesiones inacabables; a otros,
igualmente fantasmas, como es de rigor, los habían visto en una suerte de
asamblea bajo un gran árbol... Éstos, por cierto, fueron los que, según era
fama, dieron captura al infortunado mayor André, del que nunca más se volvió a
tener noticia.
Tampoco faltaban las leyendas protagonizadas
por mujeres, como aquella de la dama apenas cubierta con un velo vaporoso y
blanco que se dejaba ver en la siempre tenebrosa Cañada de la Roca del Cuervo,
donde había muerto en medio de una nevada... Cuando se aparecía, la pobre
gritaba sus lamentos de manera tal que no podía por menos que poner de punta
los pelos de quienes la oían, sobre todo en mitad de las más inclementes y
tormentosas noches de invierno. Mas, ni que decirlo tiene, estas historias
juntas eran apenas nada en comparación con la que a todos emocionaba muy
especialmente: la del jinete decapitado de Sleepy Hollow, al que según decían
varios de aquellos hombres que hacían su tertulia en el porche de Van Tassel,
se había visto de nuevo, muy recientemente, recorriendo la comarca tan a menudo
como en sus mejores tiempos, amarrando su caballo cada noche, en cualquiera de
las tumbas del camposanto de la iglesia del pueblo.
Ha sido a buen seguro lo apartado en que se
alza esta iglesia cuanto, por lo que parece, hizo del recinto sagrado un punto
de reunión ineludible de espectros y espíritus de toda laya. La iglesia se
levanta, a fin de cuentas, sobre una loma rodeada de olmos y de algarrobos
centenarios, entre los cuales destacan sobremanera los muros blancos del
templo, que son como relámpagos de la pureza cristiana que pugna por lucir
incluso en los más negros parajes. Una leve depresión del terreno conduce de la
iglesia a un remanso de agua como de plata rodeado de árboles de altas copas a
través de los cuales se observan a lo lejos las azules colinas del Hudson.
Cuando se contempla el camposanto anejo a la iglesia, cubierto de hierba muy
verde sobre la que parecen echarse a dormir los rayos del sol, embargados de
tanta paz como rezuma, tienes la impresión de que en semejante lugar los
muertos no pueden hacer otra cosa que no sea reposar eternamente como
corresponde... A uno de los lados de la iglesia se abre un hondo barranco por
el que la corriente arrastra, sobre todo en los días de lluvia fuerte, troncos
de árboles caídos, pedruscos arrancados de cuajo, ramas... En el punto más
negro y denso y hondo del torrente, no lejos del templo, hubo en tiempos un
puente de madera. El sendero que llevaba hasta el mismo puente, y el puente mismo,
quedaban prácticamente cubiertos por la densa sombra de los frondosos árboles
cuyas ramas parecían estrangular el aire. Por eso, aun de día, era un lugar en
el que sólo moraban las sombras; y de noche, la oscuridad más plena.
Tal era, al parecer, uno de los caminos que
con mayor constancia frecuentaba el jinete decapitado de Sleepy Hollow. Y una
de las historias que corría de boca en boca de todos los moradores de la región
hablaba de que cierta noche, el viejo Brouwer, un tipo algo insolente,
incrédulo y hasta hereje en lo que concierne a los fantasmas, al volver de
Sleepy Hollow y antes de abandonar el valle por aquel camino, se topó de golpe
con el jinete no ocurriéndosele otra cosa que hacer la tontería de seguirlo...
Así, a galope tendido, fueron ambos, uno delante, otro detrás, a través de
bosques, de malezas, entre las colinas, por las ciénagas hasta llegar al
puente... Allí, de súbito, el jinete se convirtió en un esqueleto reluciente,
que se abalanzó sobre el viejo Brouwer para empujarlo con furia y hacerlo caer
al torrente mortal mientras rugían las copas de los árboles como si de ellas, y
no del cielo, emanara la tormenta preñada de relámpagos y de truenos.
El relato de esta historia que se daba por
verídica, halló parangón más que conveniente en la aventura que narró a
continuación el propio Brom el Huesos, que se había sumado a la tertulia, no
sin antes decir que él, como se vería de inmediato, superaba como caballista al
jinete sin cabeza... Ocurrió, según dijo Brom, que regresando del pueblo
próximo de Sing Sing, se le plantó de golpe en el camino aquel legendario
caballero sin cabeza para apostarse con él lo siguiente: una carrera por una
jarra de ponche. Aceptó valientemente Brom el Huesos. La cabeza de su caballo
Temerario fue durante toda la carrera a la par que la de la montura del
fantasma decapitado, sin que éste pudiera superarlo por mucho que lo intentara,
y hubiera ganado la apuesta y la carrera, que era cuanto más interesaba al
joven fanfarrón, de no ser porque, al llegar al puente, el jinete decapitado
dio un salto increíble para superarlo, perdiéndose en seguida en una llamarada
que se extinguió lentamente en la lejanía...
Todos estos relatos, hechos en ese tono de voz
con que se suelen contar en la oscuridad historias tales, historias de terror y
de misterio, con los rostros de los allí reunidos apenas iluminados por el
resplandor de una pipa que quema tabaco ávidamente, impresionaron muy de veras
al bueno de Ichabod Crane. Él mismo, además, puso su granito de arena citando
largas parrafadas de su muy estimado Cotton Mather y refiriendo algún caso que,
según él, pudo observar en el Estado donde naciera, Connecticut, e incluso allí
mismo, en Sleepy Hollow, durante sus paseos nocturnos...
Estaba a punto de acabar la fiesta, pues
muchos de aquellos granjeros comenzaban a montar en sus carretas para irse,
tras reunir a la familia, y se iban de hecho poco a poco, llenando ahora el
silencio de la noche con el choque de las ruedas contra los pedruscos del
camino. Varias muchachas montaban a la jineta en la grupa del caballo, tal y
como se lo ofreciera algún pretendiente, reían alegres y sus risas se iban
alejando lentamente entre el trote rítmico de los cascos de los caballos, para
ser devueltas por el eco de los bosques dormidos... Al cabo desaparecían voces,
carcajadas, trotes y ecos, como si un desierto ignoto se lo hubiera tragado
todo tras brotar en el mismo sitio donde antes hubo jarana y contento...
Ichabod, sin embargo, seguía allí, como hubiera hecho cualquier otro enamorado
de aquella región, en la esperanza de poder conversar a solas con su amada, y
en adorable tête-à-tête, siquiera unos minutos, antes de partir. Tenía la cara
iluminada de dicha, pues no albergaba más convicción que la de hallarse a las
puertas del éxito. Mas no pretendo decir qué ocurrió en la entrevista que
mantuvieron, pues debo señalar, en aras de la mayor sinceridad, que lo ignoro
por completo... Algo, no obstante, debió de ir mal, pues al cabo de muy pocos
minutos de conversación el pobre maestro mostró un amargo y desolado rictus en
su antes feliz y satisfecho semblante. ¡Oh, estas mujeres! ¡Cómo son! ¿Sería posible
que aquella muchacha no hubiera hecho más que coquetear con él, para divertirse
o, acaso, para burlarse, un rato? ¿Sería posible que hubiera alentado
arteramente las esperanzas del pobre pedagogo para dar celos a quien era el
peor enemigo del bueno de Ichabod, nada más? Yo, la verdad, no lo sé; quizás el
cielo... Limitémonos a decir que Ichabod salió de la granja de Van Tassel, más
que como un digno invitado, como un granuja que hubiera ido allí para robar un
par de gallinas y no para hacerse con los favores del corazón de una
damisela... Así, ahora, sin reparar ya en la bondad y riqueza de cuanto allí
había, se dirigió a toda prisa a los establos, pegó un puntapié al penco que lo
llevara para que se levantase del suelo sobre cuyas pajas se había tirado a
dormir puede que soñando con auténticas montañas de maíz o con unas praderas
repletas de tréboles, o con interminables valles de alfalfa y forraje; unos
sueños, pobre bruto, que se le desvanecieron de golpe.
Continúa leyendo esta historia en "La leyenda de Sleepy Hollow - Washington Irving - 4 - Final"
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