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Sentido Giratorio
Uno de los principios favoritos de Gregory Powell era
que con la excitación no se gana nada; de manera que cuando Mike Donovan bajó
las escaleras saltando hacia él, con el cabello rojo empapado de sudor, Powell
frunció el ceño.
--¿Qué pasa? -dijo-. ¿Te has roto una uña?
--¡Ya!... -exclamó Donovan febril-. ¿Qué has estado
haciendo aquí abajo todo el día? -Hizo una profunda aspiración-: ¡Speedy no ha
regresado!
Los ojos de Powell se agrandaron momentáneamente y se
detuvo en la escalera; después reaccionó y siguió subiendo. No pronunció una
palabra hasta llegar al rellano de arriba y entonces, dijo:
--¿Has mandado a buscar el selenio?
--Sí.
--¿Y cuánto tiempo lleva fuera?
--Cinco horas ya.
Silencio. Era una situación endiablada. Llevaban
exactamente doce horas en Mercurio y ya estaban metidos hasta las cejas en la
mar de complicaciones. Hacía ya tiempo que Mercurio era el mundo endiablado del
sistema, pero aquello resultaba algo excesivo, incluso para un diablo.
--Empieza por el principio y vamos a poner esto en claro
-dijo Powell.
Estaban en la sala de la radio, con el equipo ya
ligeramente anticuado, que nadie había tocado durante los diez años anteriores
a su llegada.
Incluso diez años, tecnológicamente hablando, tienen
importancia. Comparemos a Speedy con el tipo de robots en boga por allá el año
2005. Pero el avance en robótica de aquellos días era tremendo. Powell,
contrariado, tocó una superficie metálica todavía reluciente. El aspecto de
abandono que reinaba en la estancia, e incluso en toda la estación, era
infinitamente deprimente. Donovan debió de darse cuenta, porque empezó:
--He tratado de localizarlo por radio, pero ha sido
inútil. La radio es inoperante en la cara solar de Mercurio, a más de tres
kilómetros en todo caso. Este es uno de los motivos por los cuales fracasó la
primera expedición. Y no podemos instalar el equipo de ultraonda antes de
algunas semanas...
--Deja todo esto. ¿Qué has conseguido?
--He localizado la señal de un cuerpo inorganizado en la
onda corta. No he conseguido más que la posición. He seguido su rastro durante
dos horas y he anotado los resultados en el mapa.
Llevaba en el bolsillo un cuadrado de pergamino,
reliquia de la infructuosa primera expedición, y lo arrojó sobre la mesa con
rabia, extendiéndolo con la palma de la mano. Powell, con las manos sobre el
pecho, lo observaba a distancia. El lápiz de Donovan señaló nerviosamente.
--La cruz roja es el pozo de selenio. Tú mismo lo
marcaste.
--¿Cuál de ellos? -interrumpió Powell-. Mac-Dougal localizó
tres antes de marcharse.
--He mandado a Speedy al más próximo, naturalmente. A
veintiocho kilómetros de aquí. Pero, ¿qué diferencia hay? -añadió con la voz
tensa-. Aquí hay los puntos de lápiz que marcaban la posición de Speedy.
Por primera vez el estudiado aplomo de Powell falló y
tendió las manos hacia el mapa.
--¿Lo dices en serio? Esto es imposible.
--Pues así es -gruñó Donovan.
Los diminutos puntos de lápiz formaban un vago círculo
alrededor de la cruz roja del pozo de selenio. Y Powell se atusó el bigote,
infalible signo de ansiedad.
--Durante las dos horas que lo he seguido -prosiguió
Donovan- dio cuatro vueltas alrededor del pozo. Me parece que va a seguir así
siempre. ¿Te das cuenta de la situación en que nos encontramos?
Powell levantó un instante la vista pero no dijo nada.
Sí, se daba muy bien cuenta de la situación en que estaban. Aparecía tan clara
como un silogismo. La barrera de fotocélulas, único obstáculo que se interponía
entre el monstruoso sol de Mercurio y ellos, estaba destruida. Lo único que
podía salvarlos era el selenio. El único que podía conseguir el selenio era
Speedy. Si Speedy no regresaba, no había selenio. Si no había selenio, no había
barrera de fotocélulas.
Si no había barrera de fotocélulas..., sería la muerte,
abrasados lentamente de la forma más desagradable posible.
Donovan se secó con rabia la roja melena y en tono
amargado dijo:
--Vamos a ser el hazmerreír de todo el sistema, Greg.
¿Cómo puede haber ido todo tan mal, tan de repente? ¡El famoso equipo de Powell
y Donovan es mandado a Mercurio para informar sobre la conveniencia de abrir de
nuevo el yacimiento minero de la Fase Solar con técnica moderna y robots y el
primer día lo estropean todo! Un trabajo de mera rutina, además... Jamás
sobreviviremos a esto.
--Ni tendremos necesidad de sobrevivir, quizá -respondió
Powell tranquilamente-. Si no hacemos algo pronto, sobrevivir, o incluso sólo
vivir, estará fuera del caso.
--¡No seas estúpido! Si te gusta bromear con esto, a mí,
no. Ha sido criminal mandarnos aquí con un solo robot. Y fue idea genial tuya,
creer que podíamos restablecer la barrera de fotocélulas solos.
--Ahora no eres leal. Fue una decisión mutua y tú lo
sabes muy bien. Lo único que necesitábamos era un kilogramo de selenio, una
Placa Inmovilizadora Dielectródica y unas tres horas de tiempo; la cara solar
está llena de pozos de selenio. El espectro-reflector de Mac-Dougal descubrió
tres en cinco minutos. ¡Qué diablos! ¡No podíamos esperar la próxima
conjunción!
--Bien, ¿y qué vamos a hacer? Powell, tú tienes una
idea. Lo sé, si no la tuvieses no estarías tan tranquilo. No eres más héroe que
yo. ¡Venga, suéltala ya!
--No podemos ir en busca de Speedy por la cara del sol,
Mike. Ni aun los nuevos insotrajes aguantan más de veinte minutos de luz directa
del sol Pero ya conoces el viejo refrán, "Manda un robot a buscar un
robot". Mira Mike, quizá las cosas no están tan mal. Abajo, en los
subniveles tenemos seis robots que podemos utilizar si funcionan.
"Si" funcionan.
Un destello de esperanza apareció súbitamente en los
ojos de Donovan.
--¿Quieres decir
los seis robots de la primera expedición? ¿Estás seguro? Pueden ser máquinas
subrobóticas. Diez años son muchos años para los tipos de robots, ya lo sabes.
--No importa, son robots. He pasado el día entre ellos y
lo sé. Tienen cerebro positónico; primitivo, desde luego. Vamos abajo -dijo
metiéndose el mapa en el bolsillo.
Los seis robots estaban en el último subnivel, rodeados
de cajas de embalaje de incierto contenido. Eran enormes, muy grandes, y a
pesar de que estaban sentados en el suelo con las piernas estiradas, sus
cabezas se elevaban sus buenos dos metros en el aire.
--¡Fíjate en el tamaño! -silbó Donovan-. El torso debe
de tener tres metros de circunferencia.
--Es porque están dotados del viejo mecanismo Mcguffy.
He mirado su interior; es la cosa más complicada que has visto jamás.
--¿Los has cargado ya?
--No, no tenía ningún motivo para ello. No creo que
tengan nada descompuesto. Incluso el diagrama está en buen estado. Pueden
hablar.
Destornilló la placa del pecho del más cercano e insertó
en él la esfera de cinco centímetros de diámetro que contenía la diminuta
chispa de energía atómica que daba vida al robot. Era difícil fijarla, pero lo
consiguió, y volvió a atornillar laboriosamente la placa. Los controles de
radio de modelos más modernos no habían sido oídos hacía diez años. Después
repitió la operación con los otros cinco.
--No se mueven -dijo Donovan, inquieto.
--No les hemos dado orden de que lo hagan -respondió
Powell sucintamente. Volvió al primero de la fila y lo golpeó en el pecho-.
¡Tú! ¿Me oyes? La cabeza del monstruo se inclinó respetuosamente, como lo
hubiera hecho un siervo, y sus ojos se fijaron en Powell. Después, con una voz
dura, como un graznido, como la de un gramófono de la época medieval, articuló:
"Sí, señor".
Powell miró a Donovan sin expresión.
--¿Has oído? Son
los tiempos de los primeros robots parlantes, cuando parecía que los robots
iban a ser desterrados de la Tierra. Los fabricantes luchaban e imbuyeron en
ellos sanos instintos de esclavitud.
--De poco les ha valido -murmuró Donovan.
--No, no les valió, pero lo intentaron. -Se volvió de
nuevo hacia el robot-. ¡Levántate!
El robot se incorporó lentamente y Donovan levantó la
cabeza con un leve silbido.
--¿Puedes salir a la superficie? ¿A la luz? -preguntó
Powell.
El lento cerebro del robot funcionó pausadamente.
--Sí, señor -dijo por fin.
--Bien. ¿Sabes lo que es un kilómetro?
Otra reflexión y otra lenta respuesta.
--Sí, señor.
--Vamos a llevarte a la superficie y te indicaremos una
dirección. Avanzarás veintiocho kilómetros y por alguna parte de aquella región
encontrarás otro robot, más pequeño que tú. ¿Sigues entendiendo?
--Sí, señor.
--Encontrarás este robot y le ordenarás que regrese. Si
no quiere regresar, tienes que traerlo a la fuerza.
Donovan agarró la manga de Powell
--¿Por qué no mandarlo directamente a buscar el selenio?
--Porque quiero que Speedy regrese, idiota. Quiero
averiguar qué le ocurre. Bien -añadió dirigiéndose al
robot-, sígueme.
El robot permaneció inmóvil y su voz graznó:
--Perdón, señor, pero no puedo. Tienes que montar
primero. -Con un fuerte golpe, juntó sus manos entrelazando los dedos. Powell
lo miró y se acarició el bigote.
--¡Eh...! ¡Ah!
--¿Tenemos que montarlo? -dijo Donovan saltándole los
ojos-. ¿Como un caballo?
--Me parece que ésta es la intención. Pero no sé por
qué. No veo... ¡Ah, sí! Ya te he dicho que en aquellos tiempos estaban luchando
con la seguridad de los robots. Evidentemente, quisieron dar la sensación de
seguridad no permitiéndoles moverse sin llevar un cornaca en los hombros. ¿Qué
hacemos ahora?
--Eso es lo que estoy pensando -murmuró Donovan-. No
podemos salir a la superficie, ni con robot ni sin él. ¡Por el pellejo de...!
-Hizo chasquear los dedos-. Dame el mapa -dijo excitado-. No en balde he pasado
dos horas estudiándolo. ¡Hay una explotación mineral! ¿Por qué no utilizamos
los túneles?
El yacimiento minero estaba marcado en el mapa por un
círculo negro y las delgadas líneas que salían de
él, a la manera de una telaraña, eran los túneles.
Donovan estudió las explicaciones de lectura al pie de la página.
--Mira -dijo-, los pequeños puntos negros son aberturas
que dan a la superficie y aquí hay uno que quizá no esté a más de cinco kilómetros del pozo de
selenio. Aquí hay un número..., ¡hubieran podido escribir más grande!... 13-A.
Si los robots saben el camino hasta aquí...
Powell hizo la pregunta y recibió un sordo "Sí,
señor".
--Ponte el insotraje -dijo, satisfecho.
Era la primera vez que se ponían los insotrajes, lo cual
requería más tiempo del que habían creído el día anterior a su llegada, y
sintieron incomodados los movimientos de sus miembros.
El insotraje era mucho más voluminoso y feo que el traje
del espacio reglamentario; pero considerablemente más ligero porque no entraba
metal alguno en su composición. Compuestos de plástico resistente al calor y
planchas de corcho químicamente tratadas, y equipados con un dispositivo
desecador para mantener el aire seco, los insotrajes podían resistir el ardor
del sol de Mercurio durante veinte minutos. Y quizá de cinco a diez más, sin
causar la muerte del ocupante.
Y las manos del robot seguían formando estribo sin
demostrar el más leve indicio de sorpresa ante la grotesca figura en que Powell
se había convertido. La voz de Powell, enronquecida por la radio, gritó:
--¿Estás a punto de llevarnos a Salida 13-A?
--Sí, señor.
"Bien", pensó Powell; "pueden carecer de
radio control, pero, por lo menos, van equipados con radio receptor".
--Monta en uno de los otros, Mike -le dijo a Donovan.
Puso un pie en el improvisado estribo y montó. Encontró
el asiento cómodo; los hombros del robot habían sido evidentemente moldeados
con este fin; había una depresión en cada hombro, y dos "orejas"
salientes cuyo objeto parecía claro.
Powell se agarró a las "orejas" y sacudió la
cabeza del robot. Su montura se volvió pesadamente. "Guía, Macduff".
Pero Powell no se sintió tranquilizado. Los gigantescos robots avanzaron
lentamente con mecánica precisión y franquearon la puerta cuyo dintel apenas
distaba un palmo sobre su cabeza, de manera que los dos amigos tuvieron que
encogerse rápidamente; siguieron un corredor en el cual los lentos pasos
resonaban rítmicamente y finalmente entraron en la compuerta neumática
El largo túnel sin aire que se extendía delante de ellos
hasta llegar a formar un solo punto, evocó a Powell la exacta magnitud del
esfuerzo realizado por la primera expedición, con sus rudimentarios robots y
sus elementales necesidades. Pudo ser un fracaso, pero su fracaso fue bastante
más útil que los éxitos usuales del Sistema Solar.
--Fíjate en que estos túneles están iluminados y su
temperatura es la normal de la Tierra. Probablemente ha sido así durante los
diez años que han permanecido desiertos.
--¿Cómo es eso?
--Energía barata; la más barata del Sistema. Fuerza
solar, ¿comprendes?, y en la Cara Solar de Mercurio, la fuerza solar es
"algo". Por esto la estación fue construida a la luz del sol en lugar
de las sombras de la montaña. Es realmente un enorme transformador de energía.
El calor es transformado en electricidad, luz, fuerza mecánica y lo que
quieras; de manera que la energía es suministrada por un proceso simultáneo,
pues sirve también para refrigerar la estación.
--Mira -dijo Donovan-. Todo esto es muy instructivo,
pero, ¿te importaría cambiar de tema? Ocurre que esta conversión de la energía
de que hablas es realizada principalmente por la barrera de fotocélulas, y éste
es para mí un doloroso tema en este momento.
Powell gruñó ligeramente y cuando Donovan rompió el
subsiguiente silencio fue para abordar un tema totalmente distinto.
--Escucha, Greg. ¿Qué diablos debe ocurrirle a Speedy?
No puedo comprenderlo.
No es cosa fácil encogerse de hombros dentro de un
insotraje, pero Powell lo intentó.
--No lo sé, Mike. Ya sabes que está perfectamente
adaptado a un ambiente mercuriano. El calor no significa nada para él y está
construido para poca gravedad y suelo accidentado. Está a prueba de averías...,
o por lo menos, debería estarlo.
--Señor -dijo el robot-. Ya estamos.
--¿Eh? -dijo Powell medio dormido-. Bien, salgamos;
vamos a la superficie.
Se encontraban en una pequeña subestación, vacía, sin
aire, en ruinas Donovan había observado un agujero dentellado en la parte alta
de una de las paredes a la luz de su lámpara de bolsillo.
--¿Un meteorito, supones? -había preguntado.
--¡Al diablo! -respondió Powell-. No importa, salgamos.
Un imponente acantilado de negra roca basáltica ocultaba
la luz del sol y la profunda noche oscura de un mundo sin aire los envolvía.
Delante de ellos, la sombra se extendía y terminaba como en un filo de navaja
de un insoportable resplandor de luz blanca que relucía con millares de
cristales sobre el suelo de roca.
--¡Pardiez! -susurró Donovan-. ¡Esto parece nieve! -Y era
así.
Los ojos de Powell se fijaron en el dentellado
resplandor de Mercurio en el horizonte y parpadeó bajo su brillo cegador.
--Esta debe de ser una zona extraordinaria -dijo-. La
composición general de Mercurio es baja y la mayoría del suelo es de piedra
pómez gris. Algo como la luna, ¿comprendes? ¿Bonito, no?
Agradecía los filtros de luz de su placa de visión.
Bello o no, mirar directamente el sol a través del cristal los hubiera cegado
en menos de un minuto.
Donovan miró el termómetro que llevaba en la muñeca.
--¡Recórcholis, la temperatura es de ochenta grados!...
--Un poco alta, ¿no crees? -dijo Powell después de haber
comprobado el suyo.
--¿En Mercurio? ¿Estás chiflado?
--Mercurio en realidad no carece de atmósfera -explicó
Powell como distraído, ajustando los binoculares a la placa de visión con los dedos
torpes a causa de su traje-. Hay una tenue exhalación que se pega a la superficie,
vapores de elementos más volátiles y compuestos de un peso suficiente para ser
retenidos por la gravedad de Mercurio: Selenio, yodo, mercurio, galio, potasio
y óxidos volátiles. Los vapores se reúnen en las sombras y se condensan, creando
calor. Es una especie de alambique gigantesco. Si empleas tu lámpara encontrarás
probablemente que toda esta parte del acantilado está cubierta de azufre en
bruto o quizá rocío de mercurio.
--No importa. Nuestros trajes pueden soportar unos
vulgares ochenta grados indefinidamente.
Powell había ajustado ya su dispositivo binocular, de
manera que tenía los ojos salientes como un caracol.
--¿Ves algo? -preguntó Donovan observando intensamente.
Powell no contestó en el acto, y cuando lo hizo fue con
cierta ansiedad.
--En el horizonte hay un punto oscuro que podría ser el
pozo de selenio. Está donde debe estar. Pero no veo a Speedy.
Powell se echó adelante con un movimiento instintivo
para mejorar su visión, levantándose inestable sobre los hombros de su robot.
Con las piernas estiradas, forzando la vista, dijo:
--Creo..., creo..., que sí, definitivamente es él. Viene
por aquí.
Donovan miró hacia donde señalaba el dedo. No llevaba
binoculares, pero había un punto que se movía, destacándose en negro sobre el
cegador brillo del suelo cristalino.
--¡Lo veo! -gritó-. ¡Sigamos avanzando!
Powell había vuelto a sentarse sobre los hombros del
robot y su mano enguantada golpeó el gigantesco pecho.
--¡Adelante! -dijo.
--¡Vamos allá! -gritó Donovan golpeando con sus talones
como si llevara espuelas. Los robots avanzaron con el golpeteo regular de sus
pies silenciosos en el vacío, porque la tela metálica de los trajes no
transmitía ningún sonido, sólo se percibía la rítmica vibración del mecanismo
interior.
--¡Más aprisa! -gritó Donovan; pero el ritmo no cambió.
--Es inútil -respondió Powell, también gritando-. Estos
condenados chismes no tienen más que una velocidad. ¿Crees acaso que están
equipados con flectores selectivos?
Habían atravesado ya las sombras y la luz caía sobre
ellos como una ducha líquida al rojo blanco. Donovan se encogió
involuntariamente.
--¡Oh! ¿Es imaginación o siento calor?
--Ya sentirás más. No pierdas de vista a Speedy -le
respondió.
El robot Spd-13 estaba lo suficientemente cerca para ser
visto ya con todo detalle. Su gracioso y alargado cuerpo lanzaba cegadores
destellos mientras avanzaba con fácil velocidad por el abrupto suelo. Su nombre
era derivado de las iniciales, pero era apropiado, porque los modelos Spd se
contaban entre los robots más veloces producidos por la United States Robots
& Mechanical Men Corp.
--¡Eh, Speedy! -gritó Donovan agitando la mano.
--¡Speedy! -chilló también Powell-. ¡Ven aquí!
La distancia entre los dos hombres y el errante robot
fue reduciéndose momentáneamente, más por los esfuerzos que por el lento avance
de las anticuadas monturas de Donovan y Powell.
Estaban lo suficientemente cerca para darse cuenta de
que el paso de Speedy tenía una especie de balanceo peculiar y, en el momento
en que Powell agitaba de nuevo la mano y mandaba el máximo de energía a su
emisor de radio, preparándose a lanzar un nuevo grito, Speedy levantó la cabeza
y los vio.
Speedy se detuvo y permaneció un momento inmóvil,
balanceándose levemente como bajo el impulso de una ligera brisa.
--¡Muy bien, Speedy! ¡Ven aquí, muchacho!
A lo cual la voz de robot de Speedy resonó en los
auriculares de Powell por primera vez. Pero lo que dijo fue incomprensible.
Fueron sólo unos sonidos inarticulados o quizá unas palabras incomprensibles.
Girando sobre sus talones, salió a toda velocidad en la dirección por donde
había venido, levantando en su furia fragmentos de polvo ardiente. Y sus
últimas palabras al huir fueron: "Crece una florecilla cerca del viejo roble",
seguidas de un curioso sonido metálico que pudo ser el robótico equivalente del
hipo.
--Oye, Greg... -dijo Donovan desfalleciendo-, ¿es que
está borracho o qué?
--Si no me lo hubieses dicho, no me hubiera dado cuenta
-respondió Powell amargamente-. Volvamos al acantilado. Me estoy asando.
Powell fue el primero en romper el angustioso silencio.
--En primer lugar -dijo-, Speedy no está borracho en el
sentido humano de la palabra, porque es un robot y los robots no se
emborrachan. Sin embargo, le pasa algo que es el equivalente robótico de la
borrachera.
--Para mí está borracho, y me parece que se figura que
estamos jugando -insistió Donovan-. Y no hay tal.
Es cuestión de vida, o una muerte espantosa.
--Muy bien. No me des prisa. Un robot sólo es un robot.
Una vez hayamos averiguado qué le pasa, podremos arreglarlo y seguir adelante.
--"Una vez"... -dijo Donovan tristemente.
--Speedy está perfectamente adaptado al ambiente de
Mercurio -prosiguió Powell sin hacerle caso-. Pero esta región es
definitivamente anormal -añadió con un amplio movimiento del brazo-. Esta es la
consecuencia. Ahora bien, ¿de dónde vienen estos cristales? Pueden haber sido
formados por un líquido de enfriamiento muy lento; pero, ¿de dónde sacarás un
líquido tan caliente que pueda enfriarse bajo el sol de Mercurio?
--Acción volcánica -insinuó al instante Donovan.
--De la boca de los inocentes... -murmuró Powell con una
extraña voz, antes de permanecer algunos minutos silenciosos-. Escucha, Mike
-dijo finalmente-, ¿qué le dijiste a Speedy cuando lo mandaste en busca del
selenio?
Donovan quedó sorprendido, inmóvil
--Pues..., no sé. Le dije sólo que fuese a por él.
--Sí, ya lo sé. Pero, ¿cómo? Trata de recordar las
palabras exactas.
--Le dije..., eh... dije: "Speedy, necesitamos
selenio. Puedes encontrarlo en tal y tal sitio. Ve a por él". Eso es todo.
¿Qué más querías que le dijera?
--¿No indicaste ninguna urgencia en la orden, verdad?
--¿Para qué? Era pura rutina.
--Bien, es tarde ya -dijo Powell con un suspiro-, pero
estamos en un buen atolladero. -Había desmontado de su robot y estaba sentado
de espaldas al acantilado. Donovan se reunió con él y se cogieron del brazo.
A distancia, la abrasadora luz del sol parecía querer
jugar al escondite con ellos y, a su lado, de los
dos gigantescos robots sólo era visible el rojo oscuro
de sus ojos fotoeléctricos que los miraban, sin pestañear, inmóviles e
indiferentes. ¡Indiferentes! ¡Como todo lo de aquel ponzoñoso Mercurio, tan
grande en peligros como pequeño de talla!
La voz de Powell resonó tensa en el receptor de radio de
Donovan.
--Ahora veamos, empecemos por las tres Reglas
Fundamentales Robóticas, las tres reglas que han penetrado más profundamente en
el cerebro positónico de los robots. -Sus enguantados dedos fueron marcando los
puntos en la oscuridad-. Tenemos: Primera. "Un robot no debe dañar a un
ser humano, ni, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño".
--¡Exacto!
--Segunda -continuó Powell-. "Un robot debe
obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas
órdenes están en oposición con la Primera Ley".
--¡Exacto!
--Y la tercera: "Un robot debe proteger su propia
existencia hasta donde esta protección no esté en conflicto con la Primera y
Segunda Leyes".
--Exacto. ¿Y ahora dónde estamos?
--Exactamente en la explicación. El conflicto entre las
diferentes leyes se presenta ante los diferentes potenciales positónicos del
cerebro. Vamos a suponer que un robot se encuentra en peligro y lo sabe. El
potencial automático que establece la Tercera Ley le obliga a dar la vuelta.
Pero supongamos que tú le "ordenas" correr este peligro. En este caso
la Segunda Ley establece un contrapotencial más alto que el anterior y el robot
cumple la orden a riesgo de su existencia.
--Bien, eso ya lo sabemos. ¿Qué hay de ello?
--Veamos el caso Speedy. Speedy es uno de los últimos
modelos, altamente especializado y del coste de un barco de guerra. No es una
cosa para ser destruida a tontas y a locas.
--De manera que la Tercera ley ha sido reforzada como
fue específicamente mencionado, dicho sea de paso, en los folletos sobre los
modelos Spd, de forma que su alergia al peligro sea inusitadamente alta. Al
mismo tiempo, cuando lo mandaste en busca del selenio le diste la orden
distraídamente y sin énfasis especial, de manera que el potencial de la Segunda
Ley era sumamente débil. Ahora bien, fíjate; no hago más que establecer los
hechos.
--Muy bien, sigue; me parece que ya lo tengo.
--¿Ves cómo es la cosa, no? Hay alguna especie de
peligro, centralizado en el pozo de selenio. Aumenta al aproximarse a él, y, a
una cierta distancia de él, el potencial de la Tercera Ley, inusitadamente
alto, compensa exactamente el potencial de la Segunda Ley, inusitadamente bajo.
Donovan se puso de pie, excitado.
--Y crea el equilibrio, ya lo veo. La Tercera Ley lo
hace retroceder, y la Segunda Ley lo lleva adelante...
--Y así describe un círculo alrededor del pozo de
selenio, permaneciendo en el lugar donde los potenciales se equilibran. Y como
no hagamos algo permanecerá en este círculo para siempre jamás, girando como un
tiovivo. Y esto -añadió más pensativo- es lo que lo embriaga. En un equilibrio
potencial la mitad de los senderos positónicos de su cerebro están fuera de
sitio. No soy especialista en robots, pero me parece obvio. Probablemente habrá
perdido el control de aquellas precisas partes de su mecanismo voluntario que
pierde el ser humano ebrio.
--Pero ¿cuál es el peligro? Si supiésemos de qué huía...
--Tú lo has insinuado. Acción volcánica. En algún sitio,
encima del pozo de selenio, hay una emanación de gases de las entrañas de
Mercurio. Oxido de azufre, óxido de carbono... y monóxido de carbono.
Muchos..., y a esta temperatura...
--El monóxido de carbono más hierro da el hierro
carbonilo.
--Y un robot -añadió Powell- es esencialmente hierro. No
hay nada como la deducción -añadió-. Hemos definido todo lo referente al
problema, menos la solución. No podemos conseguir el selenio nosotros mismos. Sigue
estando demasiado lejos. No podemos mandar estos robots-caballos porque no
pueden ir solos y no pueden llevarnos lo suficientemente aprisa para no perecer
abrasados. Y no podemos agarrar a Speedy, porque el imbécil cree que estamos jugando.
--Si uno de nosotros fuese -dijo tímidamente Donovan- y
regresase asado siempre quedaría el otro.
--Sí -respondió Powell sarcásticamente-, sería un tierno
sacrificio, salvo que una persona no estaría en condiciones de dar órdenes
antes de llegar al pozo y no creo que los robots regresasen al acantilado sin
órdenes. Calcúlalo. Estamos a cuatro o cinco kilómetros del pozo, digamos
cuatro, el robot anda siete kilómetros por hora y nosotros duraríamos veinte
minutos en nuestros trajes. Y no es sólo el calor, recuérdalo. La radiación
solar, aquí, a partir del ultravioleta es "veneno".
--¡Ejem!... -murmuró Donovan-. Nos faltarían diez
minutos.
--Como si fuese una eternidad. Y otra cosa: para que el
potencial de la Tercera Ley haya detenido a Speedy donde lo ha detenido, tiene
que haber una cantidad apreciable de monóxido de carbono en la atmósfera, de
vapor metálico, y, por consiguiente, una acción corrosiva apreciable. Lleva ya
varias horas fuera; y, ¿cómo sabemos que una articulación de la rodilla, por
ejemplo, no se saldrá de su sitio, haciéndolo caer? No es sólo cuestión de
pensar; tenemos que pensar "aprisa".
¡Profundo, sombrío, tétrico silencio...!
Donovan lo rompió, temblándole la voz por el esfuerzo
hecho para ocultar su emoción:
--Puesto que no podemos incrementar el potencial de la
Segunda Ley dándole nuevas órdenes, ¿por qué no obrar en sentido contrario? Si
incrementamos el peligro, incrementamos el potencial de la Tercera Ley y lo
traemos atrás.
La placa de visión de Powell se había vuelto hacia él con
una pregunta muda.
--Verás -dijo la cautelosa explicación-, lo único que
tenemos que hacer para sacarlo de su cauce es aumentar la concentración de
monóxido de carbono por su vecindad. Bien, en la estación tenemos un
laboratorio analítico completo.
--Naturalmente -asintió Powell-. Es una estación minera.
--Bien. Debe de haber kilogramos de ácido oxálico para
las precipitaciones del calcio.
--¡Sagrado espacio! ¡Mike, eres un genio!
--Sí, sí... -reconoció Donovan modestamente-. Se trata
sólo de recordar que el ácido oxálico, al calentarse, se descompone en bióxido
de carbono, agua y el buen viejo monóxido de carbono. Química de primer año, ya
sabes...
Powell se había puesto de pie y llamó la atención de uno
de los monstruosos robots.
--Oye, ¿sabes tirar cosas?
--¿Señor...?
--Es igual. -Powell maldijo el torpe y lento cerebro del
robot. Cogió del suelo un trozo de roca del tamaño de un ladrillo-. Toma esto
-le dijo- y tíralo al espacio más allá de la hendidura. ¿Lo ves?
--Está demasiado lejos, Greg -dijo Donovan, tocándole el
hombro-. Hay casi un kilómetro.
--Calla -respondió Powell-. Hay que contar con la
gravedad de Mercurio y que un brazo de acero lo lanza.
¡Fíjate, quieres...!
Los ojos del robot estaban midiendo la distancia con una
minuciosa precisión estereoscópica. Su brazo se ajustó solo al peso del
proyectil y se echó atrás. En la oscuridad, los movimientos del robot eran
invisibles, pero se oyó el ruido silbante producido por el lanzamiento y
segundos después la piedra apareció, destacándose en negro sobre la luz del
sol. No había resistencia del aire para frenarla, ni viento para apartarla de
su camino, y cuando cayó al suelo levantó trozos de cristal en el preciso
centro de la "mancha azul".
Powell lanzó un aullido de júbilo y exclamó:
--Vamos a buscar el ácido oxálico, Mike.
Mientras penetraban de nuevo en la arruinada subestación
que llevaba al túnel, Donovan dijo, con rabia:
--Speedy no se ha movido de este lado del pozo de
selenio desde que andamos detrás de él, ¿te has fijado?
--Sí.
--Me parece que quiere jugar. ¡Bien, pues jugaremos con
él!
Pocas horas después estaban de regreso con tres jarras
de a litro de un producto químico blanco y las caras largas. La barrera de
fotocélulas se estaba deteriorando más rápidamente de lo que hubiera podido
preverse. Los dos robots avanzaron en silencio por la parte soleada hacia
Speedy, que estaba esperando. Al verlos, galopó nuevamente hacia ellos.
--Aquí estamos otra vez... "¡Jeee!". He hecho
la lista del piano y el organista. Es como el que bebe "pippermint" y
te lo escupe a la cara.
--Nosotros vamos a escupirte algo a la cara -murmuró
Donovan-. Cojea, Greg.
--Ya me he fijado -respondió éste en voz baja-. El
monóxido lo va a atacar , si no nos damos prisa.
Avanzaban cautelosamente, casi deslizándose, para evitar
poner en movimiento el robot irracional. Powell estaba todavía demasiado lejos
para decirlo con seguridad, pero hubiera jurado que el perturbado cerebro de
Speedy se disponía a echar a correr.
--¡Vamos allá! -jadeó-. Cuenta hasta tres. ¡Uno!...
¡Dos!
Dos brazos de acero se echaron atrás simultáneamente y
agarrando las dos jarras de cristal las lanzaron al aire describiendo dos arcos
paralelos. Brillaban como diamantes bajo el insostenible sol. Y en el espacio
de dos segundos, se estrellaron en el suelo detrás de Speedy, desprendiendo el ácido
oxálico pulverizado.
Bajo el potente calor del sol de Mercurio, Powell sabía
que hervía como la soda cástica. Speedy se volvió a mirarlos, después se apartó
lentamente y fue ganando velocidad. A los quince segundos corría directamente
hacia los dos seres humanos.
Powell no entendió las palabras de Speedy, pero le
pareció entender que se referían a las profesiones de los herejes. Se volvió.
--¡Al acantilado, Mike! Ha salido ya del surco y obedecerá
las órdenes. Empiezo a tener calor.
Se dirigieron hacia las sombras al lento paso de sus
monturas y sólo cuando hubieron entrado y sentido el agradable frescor que
reinaba a su alrededor, Donovan se volvió:
--¡"Greg"!
Powell miró y refrenó un grito.
Speedy avanzaba lentamente ahora..., muy lentamente...,
y en "dirección opuesta". Volvía atrás; volvía a su surco; e iba
ganando velocidad. A través de los binoculares parecía terriblemente cerca,
pese a que estaba terriblemente fuera de su alcance.
--¡A él! -gritó Donovan con furia, e hizo andar a su
robot, pero Powell lo llamó.
--No lo alcanzarás, Mike, es inútil. ¿Por qué veré
siempre las cosas cinco segundos después de que todo haya terminado? Mike,
hemos perdido el tiempo.
--Necesitamos más ácido oxálico -dijo fríamente
Donovan-. La concentración no era bastante fuerte.
--Siete toneladas serían insuficientes y perderíamos
muchas horas preparándolas. ¿No ves lo que ocurre, Mike?
--No -respondió Donovan con franqueza.
--Estábamos estableciendo meramente nuevos equilibrios.
Cuando creamos nuevo monóxido e incrementamos el potencial de la Tercera Ley,
retrocede hasta que está de nuevo en equilibrio y cuando el monóxido
desaparece, avanza y el equilibrio se restablece de nuevo.
La voz de Powell tenía un acento desalentado.
--Es el viejo círculo vicioso. Podemos empujar la
Tercera Ley y tirar de la Segunda Ley y no obtendremos nada; sólo conseguimos
cambiar su posición o equilibrio. Teníamos que salirnos de las dos leyes.
-Acercó su robot al de Donovan hasta que estuvieron uno frente al otro, vagas
sombras en la oscuridad, y susurró-: ¡Mike!
--Es el final -añadió-. Me parece que lo mejor es que
regresemos a la estación, esperemos a que se derrumbe la barrera, estrechémonos
las manos, tomemos cianuro y acabemos como hombres.
Soltó una risa nerviosa.
--Mike -repitió Powell con calor-, teníamos que haber
alcanzado a Speedy.
--Lo sé.
--Mike... -dijo una vez más, pero entonces Powell vaciló
antes de continuar-: Siempre existe la Primera Ley. Pensé en ella..., antes...,
pero el caso es desesperado.
Donovan levantó la vista y su voz cobró vida.
--"Estamos" desesperados...
--Bien. De acuerdo con la Primera Ley, un robot no puede
ver a un ser humano en peligro por culpa de su inacción. La Segunda y la
Tercera no pueden alzarse contra ella. ¡"No pueden", Mike!
--Ni aun cuando el robot esté medio lo... Bien, esté
borracho. Ya lo sabes.
--Es el riesgo que hay que correr...
--¿Qué piensas hacer? --Voy a salir y ver qué efecto
produce la Ley Primera. Si no rompe el equilibrio..., todo al diablo; lo mismo
da ahora que dentro de tres o cuatro días.
--Escucha, Greg. Hay también reglas humanas de conducta
que observar. No vas a salir así tranquilamente. Imaginemos que es una lotería
y dame a mí también una oportunidad.
--Muy bien. El primero que saque el cubo de catorce, va.
-Y casi inmediatamente añadió-: ¡Veintisiete, coma, cuarenta y cuatro!
Donovan sintió que su robot se tambaleaba bajo un súbito
empujón del de Powell y lo vio salir al sol. Donovan abrió la boca para gritar,
pero volvió a cerrarla. Desde luego, el muy granuja había calculado el cubo de
catorce por anticipado. Muy digno de él.
El sol abrasaba más que nunca y Powell sentía un dolor
enloquecedor en la espalda. Su imaginación, probablemente, o quizá la fuerte
irradiación que comenzaba a atravesar incluso su insotraje.
Speedy lo estaba contemplando sin decir una palabra, ni
incoherente ni de bienvenida. ¡Gracias a Dios! Pero no se atrevía a acercarse
demasiado. Estaba a unos trescientos metros de él cuando Speedy empezó a
retroceder, paso a paso, cautelosamente, y Powell se detuvo. Saltó de los
hombros del robot al suelo cristalino levantando algunos fragmentos.
Prosiguió a pie resbalando a cada paso, y la baja
gravedad aumentaba sus dificultades. Las suelas de sus zapatos se pegaban por
efecto del calor.
Dirigió una mirada atrás hacia el negro acantilado y se
dio cuenta de que había ido demasiado lejos para retroceder, solo, o con la
ayuda del robot. Sin Speedy estaba perdido, y esta idea producía una gran angustia
en su pecho. ¡Bastante lejos! Se detuvo.
--¡Speedy! -llamó-. ¡Speedy!
El esbelto robot moderno vaciló, detuvo su retroceso un
instante y lo reanudó. Powell trató de dar una nota plañidera a su voz y vio
que el resultado era nimio.
--¡Speedy, tengo que regresar a la sombra o el sol
terminará conmigo! ¡Es cuestión de vida o muerte, Speedy, te necesito!
Speedy avanzó un paso adelante y se detuvo. Habló, pero
al oírlo Powell lanzó un gruñido, porque lo que dijo fue:
--Cuando estás echado despierto con un horrible dolor de
cabeza y el reposo te está prohibido...
Aquí calló, y Powell esperó algún tiempo antes de
murmurar: --Iolanthe...
¡Se estaba asando! Vio un movimiento con el rabillo del
ojo y se volvió rápidamente; entonces quedó atónito, porque vio que el
monstruoso robot que le había servido de montura, avanzó hacia él, aunque nadie
lo montaba. Iba diciendo:
--Perdona, señor. No debo moverme sin llevar alguien
encima, pero estás en peligro.
¡Desde luego, el potencial de la Ley 1 ante todo! Pero
no quería aquella antigualla, quería a Speedy.
Se apartó y con el frenesí en la voz, ordenó:
--¡Te ordeno que te apartes! ¡"Te ordeno" que
te detengas!
Fue inútil. Es imposible vencer el potencial de la Regla
1. El robot insistió, estúpidamente.
--Estás en peligro, señor.
Powell miró a su alrededor, desesperado. No veía ya
claro. Su cerebro ardía; la respiración abrasaba sus pulmones; bajo sus pies
parecía aceite hirviendo. De nuevo gritó:
--¡Speedy! ¡Me muero, maldito seas! ¿Dónde estás? ¡Te
necesito!
Seguía retrocediendo en un ciego esfuerzo de huir del
gigantesco robot, cuando sintió unos dedos de acero en sus brazos y una voz
metálica y humilde, como excusándose, resonó en sus oídos.
--¡Recórcholis, señor, qué estás haciendo aquí! ¡Y qué
hago "yo"..., estoy tan confuso...!
--¡No importa!... -murmuró Powell débilmente-. ¡Llévame
al acantilado... pronto, pronto!
Sólo tuvo una última sensación de que lo levantaban en
volandas, de un rápido avance bajo un calor abrasador, y se desvaneció.
Al despertar, vio a Donovan inclinado sobre él.
--¿Cómo estás, Greg?
--Bien -respondió Powell-. ¿Dónde está Speedy?
--Aquí mismo. Lo he mandado a otro de los pozos de
selenio, con orden de conseguir selenio a toda costa, esta vez. Lo trajo en
cuarenta y dos minutos, tres segundos. Lo he controlado. No ha terminado
todavía de excusarse por su fuga. Teme acercarse a ti por miedo a lo que le
dirás.
--Traemelo aquí -ordenó Powell-. No fue culpa suya.
-Tendió una mano y agarró la garra metálica de Speedy-. ¡D. K. Speedy! -dijo.
Y, dirigiéndose a Donovan, añadió-: ¿Sabes una cosa, Mike? Estaba pensando...
--¿Qué?
--Pues... -Se frotó el rostro; el aire era tan
deliciosamente fresco...-, ya sabes que cuando lo hayamos arreglado todo aquí y
Speedy haya sido sometido a su Campo de Pruebas, nos van a mandar a la próxima
Estación del Espacio...
--¡No!
--¡Sí! Por lo menos es lo que la vieja Calvin me dijo
antes de que saliésemos y yo no contesté nada porque quería luchar contra esta
idea.
--¡Luchar!... -gritó Donovan-. ¡Pero...!
--Lo sé. Ahora todo va bien. Doscientos setenta y tres
grados centígrados bajo cero. ¿no será un placer?
--Estación del Espacio... -dijo Donovan-. ¡All voy!
Continúa esta historia en
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