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Embustero
Alfred Lanning encendió cuidadosamente el cigarro, pero
las puntas de los dedos le temblaban ligeramente.
Sus cejas grises se juntaban mientras iba hablando entre
bocanadas de humo.
--Que lee el pensamiento..., no cabe la menor duda de
eso. Pero ¿por qué? -dijo, mirando al matemático Peter Bogert.
Bogert echó atrás su negro cabello con las dos manos.
--Este fue el trigésimo cuarto modelo Rb que sacamos,
Lanning. Todos los demás eran estrictamente ortodoxos.
El tercer hombre que había con ellos en la mesa frunció
el ceño.
Milton Ashe era el empleado más joven de la U.S. Robots
/ Mechanical Men Inc., y estaba orgulloso de su puesto.
--Escuche, Bogert, no hubo el menor error en el montaje,
desde el principio hasta el fin. Esto puedo garantizarlo.
Los labios gruesos de Bogert esbozaron una sonrisa
protectora.
--¿De veras? Si puede usted responder de la operación
entera de montaje, recomendaré su ascenso. Contando exactamente, la manufactura
de un solo ejemplar de cerebro positónico, requiere setenta y cinco mil
doscientas treinta y cuatro operaciones, y cada una de ellas depende
separadamente de un cierto número de factores, de cinco a ciento cinco. Si uno
de ellos sale positivamente "mal", el cerebro está inutilizado. No
hago más que citar nuestro folleto informativo, Ashe.
Milton Ashe se sonrojó, pero una voz seca cortó su
respuesta.
--Si vamos a empezar echándonos la culpa mutuamente, me
voy -dijo Susan Calvin con las manos sobre el regazo, palideciendo ligeramente
sus delgados labios-. Tenemos en nuestras manos un robot capaz de leer el
pensamiento y me parece que lo más importante es descubrir por qué lo lee. No
será diciendo: "¡Es culpa tuya! ¡Es culpa mía!", como lo
averiguaremos.
Sus fríos ojos grises se fijaron en Milton Ashe que hizo
una mueca.
Lanning hizo una, también, y, como siempre en tales
casos, sus largos cabellos blancos y sus penetrantes y astutos ojos hicieron de
él la imagen de un patriarca bíblico.
--Tiene usted razón, doctora Calvin. Vamos a exponerlo
todo en forma de píldora concentrada -prosiguió, cambiando el tono de voz, que
se hizo más aguda-. Hemos producido un cerebro positónico de un tipo
supuestamente ordinario, que tiene la extraordinaria propiedad de sincronizarse
con las ondas del pensamiento ajeno. Esto marcaría la fecha más importante en
el avance de la ciencia robótica de nuestra Era si supiésemos por qué sucede.
No lo sabemos, y tenemos que averiguarlo. ¿Está esto claro?
--¿Puedo hacer una indicación? -preguntó Bogert.
--Diga.
--Que hasta que hayamos despejado esta incógnita, y como
matemático tengo motivos para suponer que la cosa no será fácil, conservemos la
existencia de Rb-34 secreta. Incluso para los demás miembros de la compañía.
Como jefes de departamento, tenemos el deber de no considerar este problema
insoluble, y cuantos menos estemos al corriente...
--Bogert tiene razón -dijo la doctora Calvin-. Desde que
el Código Interplanetario ha sido modificado en el sentido de permitir que los
modelos de robots sean probados en los talleres antes de ser lanzados al
espacio, la propaganda antirrobot ha aumentado. Si trasciende la noticia de que
existe un robot capaz de leer el pensamiento antes de que podamos anunciar que
tenemos el dominio completo del fenómeno, la campaña adquirirá un incremento
considerable.
Lanning fumaba su cigarro, asintiendo gravemente. Se
volvió a Ashe.
--Tengo entendido que estaba usted solo cuando se dio
cuenta del fenómeno -dijo en forma interrogadora.
--Lo dije, en efecto. Me llevé el susto mayor de mi
vida. Acababan de sacar a Rb-34 de la tabla de ajuste y me lo mandaron.
Overmann estaba fuera, de manera que me lo llevé a las salas de prueba y empecé
con él. -Se detuvo y una leve sonrisa apareció en sus labios-. ¿Alguno de
ustedes ha sostenido alguna vez una conversación mental sin saberlo?
Nadie se tomó la molestia de contestar y prosiguió:
--Al principio no se da uno cuenta, ¿comprenden?... Me
habló, tan lógica y cuerdamente como puedan imaginar, y sólo cuando estaba ya a
más de medio camino de las salas de pruebas me di cuenta de que no había dicho
nada. Desde luego, había pensado mucho, pero no es lo mismo, ¿no es así?
Encerré aquella máquina y corrí en busca de Lanning. Tenerlo a mi lado,
caminando juntos y verlo penetrar en mi cerebro, leyendo mis pensamientos, me daba
escalofríos.
--Lo comprendo -dijo Susan Calvin, pensativa. Sus ojos
se fijaban con intensidad en Ashe, de una manera curiosamente significativa-.
Tenemos tanto la costumbre de considerar nuestros pensamientos como cosa
privada...
--Entonces, sólo lo sabemos nosotros cuatro -intervino
Lanning con impaciencia-. ¡Bien! Tenemos que seguir adelante, sistemáticamente.
Ashe, quisiera que comprobase la operación de montaje desde el principio hasta
el fin. Tiene usted que eliminar todas las operaciones en las cuales no hay
posibilidad material de error, y anotar aquellas en que puede haberlo, con su
naturaleza y posible magnitud.
--Orden contundente -gruñó Ashe.
--¡Naturalmente! Desde luego, tomará usted a sus órdenes
todos los hombres que necesite, y no me importa si pasamos de los previstos.
Pero no tienen que saber por qué, ¿comprende?
--¡Ejem!..., sí. ¡Otro trabajito de alivio! -dijo el
joven técnico con una mueca.
Lanning giró en su silla y se volvió hacia Susan Calvin.
--Usted tendrá que emprender su trabajo en otra
dirección. Como robot-psicóloga de la organización, tendrá que estudiar el
robot y trabajar retrospectivamente. Trate de descubrir cómo funciona. Vea qué
más está ligado a sus poderes telepáticos, hasta dónde se extienden, qué
curvatura toma su dirección y qué perjuicio ha ocasionado exactamente a los
robots Rb ordinarios. ¿Comprende?
Lanning noesperó a que la doctora Calvin contestase.
--Yo coordinaré los datos e interpretaré matemáticamente
los resultados. -Chupó violentamente su cigarro y miró a los demás a través del
humo-. Bogert me ayudará en eso, desde luego.
Bogert se frotaba las uñas de una mano con la palma de
la otra.
--Bien. Entonces, manos a la obra -Ashe echó su silla
atrás y se levantó. Su agradable rostro juvenil esbozó una sonrisa-. Tengo que
realizar el trabajo más arduo de todos, de manera que me voy a trabajar.
Y con un "¡Hasta luego!", salió.
Susan Calvin contestó con una inclinación casi
imperceptible de cabeza, pero sus ojos lo siguieron hasta que se perdió de
vista, y no contestó cuando Lanning con un guiño, dijo:
--¿Quiere usted subir y ver al Rb-34 ahora, doctora
Calvin?
CuandoSusan Calvin entró, los ojos fotoeléctricos de
Rb-34 se levantaron del libro que estaba leyendo, al oír el chirrido de los
goznes y se puso de pie. La doctora Calvin se detuvo para volver a poner en su
sitio el gran letrero de "Prohibida la entrada" de la puerta y se
aproximó al robot.
--Te he traído los textos sobre los motores
hiperatómicos, Herbie, algunos por lo menos. ¿Quieres echarles una mirada?
Rb-34, conocido por el apodo de "Herbie", cogió
los tres pesados volúmenes que ella llevaba en los brazos y abrió uno de ellos por
el índice.
--¡Hum!... "Teoría de Hiperatómico"...
-murmuró sin articular, como para sí mismo. Hojeó las páginas y con el aire
abstraído, añadió-: ¡Siéntate, doctora Calvin! Necesitaré algunos minutos.
La doctora psicóloga se sentó mientras él cogía también
una silla, se sentaba al otro lado de la mesa y comenzaba a recorrer
sistemáticamente los textos. Media hora después los dejó a un lado.
--Desde luego, sé por qué has traído esto.
--Lo temía -dijo la doctora, torciendo el gesto-. Es
difícil trabajar contigo, Herbie. Estás siempre un paso más adelante que yo.
--Con estos libros ocurre lo mismo que con los demás. No
me interesan. No hay nada en sus textos. Su ciencia no es más que un conjunto
de datos recopilados, amasados, para formar una teoría tan increíblemente
sencilla que no vale casi la pena de ocuparse de ella. Es tu parte imaginaria
lo que me interesa. Tus estudios sobre la relación de los motivos y emociones
humanas... -su voluminosa mano describió un amplio ademán, mientras buscaba las
palabras adecuadas.
--Creo comprenderte -murmuró la doctora.
--Leo en los cerebros, ya lo sabes, y no tienes idea de
lo complicados que son -continuó el robot-. Me es difícil entenderlo todo
porque mi mente tiene muy poco en común con ellos..., pero lo intento y
vuestras novelas me ayudan.
--Sí, pero temo que después de las horripilantes
sensaciones emotivas de la novela sentimental de nuestros días -y dijo esto con
un tono de amargura en la voz - encuentres los cerebros auténticos como los
nuestros aburridos e incoloros.
--¡Pero no es así!
La súbita energía de su respuesta la hizo ponerse de
pie. Sintió que se sonrojaba, y con congoja pensó: "Debe de
saber...".
Herbie se arrellanó en su sillón y con una voz en la
cual el timbre metálico había desaparecido casi enteramente, murmuró.
--Desde luego, lo sé, Susan Calvin. Piensas siempre en
lo mismo, de manera que, ¿cómo no voy a saberlo?
--¿Se lo has dicho a alguien? -inquirió ella.
--¡No! -exclamó él con auténtica sorpresa-. Nadie me lo
ha preguntado
--Entonces... -susurró ella-, debes de creer que estoy
loca.
--No, es una emoción normal.
--Por esto quizá es una locura. -El apasionamiento de su
voz ahogó toda otra emoción. Una parte del alma femenina asomó tras la capa
doctoral- No soy lo que podríamos llamar... atractiva.
--Si te refieres al mero atractivo físico, no puedo
juzgar. Pero sé que, en todo caso, hay otros tipos de atracción.
--Ni joven -dijo ella, casi sin oír lo que decía el
robot.
--No tienes todavía cuarenta años -dijo Herbie con un
toque de insistencia en la voz.
--Treinta y ocho si contamos los años; por lo menos
sesenta si tenemos en cuenta mi concepto emotivo de la vida. Por algo soy
psicóloga. Y él tiene escasamente treinta y cinco, y parece y obra como si
fuese más joven ¿Crees que me ve alguna vez como otra cosa que... lo que soy?
--Te equivocas. Escúchame... -dijo Herbie golpeando con
su puño de acero la mesa de plástico, que produjo un estridente ruido.
Pero Susan Calvin se volvió hacia él y el dolor de su
mirada se convirtió en una llamarada.
--¿Por qué me equivocaría? ¿Qué sabes tú de todo
esto..., siendo una mera máquina? Para ti no soy más que un ejemplar; un gusano
interesante con una mente peculiar abierta a toda inspección. ¿No soy acaso un
magnífico ejemplo de fracaso? Como tus libros... -Su voz, convertida en
sollozos, resonaba en el silencio.
El robot se amilanó ante aquel estallido. Movió la
cabeza, suplicante.
--¿No quieres escucharme? Podría ayudarte, si me dejas.
--¿Cómo? ¿Dándome un buen consejo? -dijo, torciendo
nuevamente el gesto.
--No, no es eso. Es que sé lo que piensan los demás...
Milton Ashe, por ejemplo.
Hubo un largo silencio durante el cual Susan Calvin bajó
los ojos.
--No quiero saber lo que piensa -susurró-. ¡Cállate!
--Creía que querrías saber lo...
Susan seguía con la cabeza baja, pero su respiración se
aceleraba.
--Estás diciendo tonterías -susurró.
--¿Por qué? Trato de ayudarte. Milton Ashe piensa de
ti...
La doctora, viendo que se callaba, levantó la cabeza:
--¿Y bien?
--Te ama -dijo el robot, tranquilamente.
Durante un minuto entero, la doctora permaneció sin
hablar. Sólo miraba.
--¡Estás equivocado! -dijo por fin-. ¡Tienes que
estarlo! ¿Por qué me amaría?
--Pero te ama... Una cosa así no puede quedar oculta...
para mí.
--Pero soy tan..., tan... -balbució, y se detuvo.
--No se detiene en las apariencias; admira el intelecto,
en los demás. Milton Ashe no es de los que se casan con una mata de pelo y un
par de ojos bonitos.
Susan Calvin se dio cuenta de que estaba parpadeando rápidamente
y esperó antes de hablar. Incluso entonces su voz temblaba.
--Y sin embargo, jamás ha indicado en modo alguno...
--¿Le has dado alguna vez la ocasión?
--¿Cómo podía? Jamás pensé que...
--¡Exacto!
La doctora hizo una pausa, quedando pensativa, y después
levantó súbitamente la vista.
--Hace un año, una muchacha fue a verlo al laboratorio.
Era linda, supongo, rubia y esbelta. Y, desde luego, no sabía ni que dos y dos
eran cuatro. Él pasó todo el día sacando el pecho fuera, tratando de explicarle
cómo se construía un robot. -La dureza de su voz había reaparecido-. ¡Pero no
lo entendió! ¿Quién era?
--Conozco la persona a quien te refieres -respondió
Herbie sin vacilar-. Es su prima hermana y no siente por ella ningún interés
sentimental. Te lo aseguro.
Susan Calvin se puso de pie con una vivacidad infantil.
--¿No es extraño, esto? Es exactamente lo que quería
decirme algunas veces, sin llegar nunca a convencerme. Entonces debe de ser
verdad.
Se acercó a Herbie y cogió su mano fría.
--¡Gracias, Herbie!... -Su voz era como una ronca
súplica-. No hables con nadie de esto. Que sea nuestro secreto... para siempre.
Con esto y un convulsivo apretón de la mano de metal,
incapaz de respuesta, salió.
Herbie se volvió lentamente hacia la abandonada novela,
pero no había nadie allí para leer "sus" propios pensamientos.
Milton Ashe se desperezó lenta y concienzudamente y miró
a Peter Bogert, doctor en Filosofía.
--Oiga -dijo-. Llevo una semana con esto y casi sin
dormir. ¿Hasta cuándo tengo que seguir así? Creía que dijo usted que el
bombardeo positónico en la Cámara de Vacío D era la solución...
Bogert bostezó delicadamente y examinó sus blancas manos
con atención.
--Lo es. Le sigo la pista.
--Sé lo que significa que un matemático diga esto. ¿A
cuánto está del final?
--Depende.
--¿De qué? -preguntó Ashe, desplomándose sobre un sillón
y estirando las piernas.
--De Lanning. No está de acuerdo conmigo -dijo con un
suspiro-. Va un poco atrasado, esto es lo malo. Se aferra a las máquinas matriz
en todo y por todo y este problema requiere instrumentos matemáticos más
poderosos. Es testarudo.
--¿Por qué no pedir a Herbie que arregle el asunto? -preguntó
Ashe, soñoliento.
--¿Al robot? -preguntó Bogert, con los ojos saltándole
de las órbitas.
--¿Por qué no? ¿No le ha dicho nada la doctora?
--¿Miss Calvin?
--Sí, Susie en persona. El robot es una cosa matemática.
Lo sabe todo de todo y un poco más. Resuelve integrales triples de memoria y
hace análisis de tensores de postre.
--¿Habla usted en serio? -preguntó el matemático, mirándolo
con recelo.
--Completamente en serio. Lo malo es que al granuja no
le gustan las matemáticas. Prefiere leer novelas sentimentales. ¡De veras! Vaya
a ver a la activa Susie alimentándolo con "Pasión Purpúrea" y
"Amor en el espacio".
--La doctora Calvin no nos ha dicho una palabra de esto.
--No ha acabado de estudiarlo todavía. Ya sabe usted
cómo es. Le gusta tener pleno conocimiento de las cosas antes de hablar de
ellas.
--¿Se lo ha dicho usted?
--Hemos charlado casualmente. Ultimamente la he visto a menudo.
-Abrió los ojos y frunció el ceño-. Oiga, Bogie, ¿no ha observado nada extraño
en ella, últimamente?
--Gasta lápiz de labios, si es esto a lo que se refiere
-respondió Bogert, borrando de su rostro la fea mueca.
--¡Diablos, ya lo sé! Carmín, polvos y rímmel para los
ojos. Pero no es esto. No logro poner el dedo en la llaga. Es la manera como
habla..., como si hubiese algo que la hiciese feliz... -Quedó un momento
pensativo y se encogió de hombros. Bogert soltó una carcajada que para un
científico de más de cincuenta años no estaba mal.
--Quizá esté enamorada -dijo.
--Está usted loco, Bogie -dijo Ashe cerrando de nuevo los
ojos-. Vaya usted a hablar con Herbie; yo quiero dormir.
--¡Muy bien! No es que me guste mucho que un robot me
enseñe mi oficio ni crea que pueda hacerlo...
Un sonoro ronquido fue la única respuesta.
Herbie escuchaba atentamente, mientras Peter Bogert, con
las manos en los bolsillos, hablaba con artificiosa indiferencia.
--Ya lo sabes, pues. Me han dicho que entiendes en estas
cosas y te las pregunto más por curiosidad que por otra cosa. Mi línea de
razonamiento, como te he explicado, comprende algunos puntos dudosos, lo
confieso, que el doctor se niega a aceptar, y el cuadro es todavía bastante
incompleto -Viendo que el robot no contestaba añadió-: ¿Y bien?
--No veo ningún error -dijo el robot.
--¿Supongo que no podrás ir más allá de esto?
--No me atrevo a intentarlo. Eres mejor matemático que
yo y..., en fin, no me gusta comprometerme.
En la sonrisa de complacencia de Bogert hubo una sombra
de tolerancia.
--Suponía que sería éste el caso. Eres profundo.
Olvidémoslo.
Arrugó las hojas de papel, las echó en la cesta de
papeles, dio media vuelta para marcharse y cambió de opinión. Después de una
pausa, añadió:
--A propósito...
El robot esperaba. Bogert parecía tener alguna
dificultad.
--Hay algo que quizá ..., podrías..
-Se detuvo.
--Tus ideas son confusas; pero no hay duda de que se
refieren al doctor Lanning -dijo Herbie pausadamente-. Es tonto vacilar, porque
en cuanto decidas lo que quieres, sabré qué es lo que deseas preguntar.
La mano del matemático se acarició el cabello con un
gesto familiar.
--Lanning frisa en los setenta -dijo, como si explicase
algo.
--Lo sé.
--Y ha sido director de los talleres durante casi
treinta años.
Herbie asintió.
--Bien, entonces... -la voz de Bogertáse hacía más
humilde- tú sabrás mejor..., si está pensando en dimitir. La salud, quizá, u
otra razón...
--Exacto -dijo Herbie como única respuesta.
--Bien, ¿lo sabes?
--Ciertamente.
--¿Y puedes..., decírmelo?
--Puesto que me lo preguntas, sí -respondió el robot sin
dar la menor importancia a la cosa-. Ha dimitido ya.
--¿Cómo? -La exclamación fue un sonido explosivo, casi
inarticulado. La voluminosa cabeza del científico avanzó hacia adelante-. ¡Dilo
otra vez!
--Ha dimitido ya -repitió tranquilamente el robot-, pero
su dimisión no ha sido tenida en cuenta todavía. Está esperando resolver el
problema..., mío. Una vez conseguido esto, está dispuesto a poner a disposición
de quien le suceda el cargo de director.
--¿Y este sucesor..., quién es? -preguntó Bogert,
respirando jadeante. Se había acercado a Herbie, con los ojos fijos en las
inescrutables células fotoeléctricas del robot.
--Tú eres el futuro director -dijo lentamente.
Bogert se permitió esbozar una sonrisa satisfactoria.
--Es bueno saberlo. Siempre lo había augurado así.
Gracias, Herbie.
Peter Bogert había estado aquella mañana en su despacho
hasta las cinco y a las nueve estaba nuevamente en él. La estantería que tenía
sobre su mesa se había quedado sin libros de referencia a medida que iba
consultando uno después del otro. Las páginas de cifras y cálculos que tenía
delante crecían microscópicamente, mientras los papeles arrugados que cubrían
el suelo formaban una montaña. A las doce en punto, miró la última página, se
frotó sus congestionados ojos, bostezó y se estremeció.
--La cosa va poniéndose peor minuto por minuto. ¡Maldita
sea!
Se volvió al oír el ruido de una puerta que se abría y
saludó a Lanning que entraba, haciendo crujir los nudillos de su huesuda mano. El
director dirigió una escrutadora mirada al montón de papeles y frunció su
velludo ceño.
--¿Nueva orientación? -preguntó.
--No -respondió Bogert con recelo-. ¿Qué hay de malo en
la antigua?
Lanning no se tomó la molestia de contestar ni hizo más
que dirigir una simple mirada de desprecio a la hoja de encima de la mesa de
Bogert. Encendió un pitillo y al resplandor de la cerilla, dijo:
--¿Le ha hablado Calvin del robot? Es un genio matemático.
Verdaderamente extraordinario.
--Eso he oído decir -dijo Bogert con desprecio-. Pero
Calvin haría mejor en atenerse a la robotpsicología. He examinado a Herbie de
matemáticas y apenas puede resolver un cálculo.
--Calvin no lo considera así.
--Está loca.
--Yo no lo considero así -repitió el director,
entornando los ojos.
--¡Usted! -La voz de Bogert se endurecía-. ¿De qué está
hablando?
--He sometido a prueba a Herbie esta mañana y puede
hacer cosas de las que no había oído hablar nunca.
--¿De veras?
--Parece usted muy escéptico. -Lanning sacó una hoja de
papel de su bolsillo y la desdobló-. ¿Esta no es mi escritura, verdad?
Bogert examinó la gran anotación angulosa que cubría la
hoja.
--¿Ha hecho Herbie esto?
--Exacto. Y observará que ha estado trabajando en su integración
de tiempo de la Ecuación 22. Llega a idénticas conclusiones..., y en la cuarta
parte del tiempo. -Acompañó esta última afirmación señalando el papel con su
dedo amarillento-. No tiene usted derecho -añadió-, a despreciar el Efecto de Permanencia
en el bombardeo positónico.
--No lo desprecio. Por Dios, Lanning, métase bien en la
cabeza de que esto cancelaría...
--Sí, seguro, ha explicado usted esto. ¿Emplea usted la
Ecuación de Conversión Mitchell, verdad? Bien..., pues no sirve.
--¿Por qué no?
--Por una parte, porque ha empleado usted
hiperimaginarios.
--¿Qué tiene que ver esto con lo otro?
--La Ecuación de Mitchell no aguantará cuando...
--¿Está usted loco? Si releyese usted el texto original
de Mitchell en las "Actas de"...
--No tengo necesidad de ello. Ya le dije desde el
principio que no me gusta su razonamiento, y Herbie me apoya en esto.
--¡Bien, entonces -gritó Bogert- que le resuelva el
problema del despertador mecánico éste! ¿Para qué tomarse la molestia de buscar
no-esenciales?
--Este es exactamente el punto difícil. Herbie no puede
resolver el problema. Y si él no puede, nosotros no podemos tampoco..., solos.
Llevaré la cuestión ante la Junta Nacional. Está más allá de nosotros.
La silla de Bogert cayó de espaldas al levantarse de un
salto con el rostro congestionado.
--¡No hará usted nada de esto!
--¿Es que va usted a decirme lo que puedo y no puedo
hacer? -preguntó Lanning.
--¡Exactamente! -fue la excitada respuesta-. ¡Tengo el
problema planteado y no me lo va usted a quitar de las manos, me entiende! No
piense que no veo a través de usted, fósil disecado. Sería capaz de cortarse la
nariz antes de dejarme conseguir el mérito de resolver el problema de la
telepatía robótica.
--Es usted un perfecto idiota, Bogert, y dentro de dos
segundos estará usted destituido por insubordinación. -El labio inferior de
Lanning temblaba de indignación.
--Lo cual es una de las cosas que no hará, Lanning. Con
un robot capaz de leer el pensamiento no hay secretos que valgan, de manera que
sé ya cuanto hace referencia a su dimisión.
La ceniza del pitillo de Lanning tembló y cayó, seguida
del pitillo.
--¡Cómo!... ¡Cómo!...
Bogert se echó a reír con maldad.
--Y yo soy el nuevo director, téngalo bien entendido.
Estoy perfectamente enterado de ello, aunque crea lo contrario. ¡Maldita sea,
Lanning, voy a dar las órdenes oportunas, o aquí se va a armar el lío mayor en
que se habrá encontrado metido en su vida!
Lanning consiguió hablar, pero fue más bien un rugido.
--¡Está usted despedido! ¿Se entera? ¡Queda usted
relevado de todas sus funciones! ¡Está despedido! ¿Lo entiende?
La sonrisa, en el rostro de Bogert se ensanchó todavía
más.
--Bueno, y, ¿de qué sirve todo esto? Así no va usted a
ninguna parte. Tengo los triunfos en la mano.
Sé que ha dimitido, Herbie me lo ha dicho y lo sabe
perfectamente por usted.
Lanning hizo un esfuerzo por hablar con calma. Parecía
viejo, muy viejo, sus ojos cansados miraban a través de un rostro cuyo color
había desaparecido, para dejar sólo el tono lívido de la edad.
--Quiero hablar con Herbie. No puede haberle dicho nada
de esto. Está usted jugando fuerte, Bogert, pero yo le llamo a esto un
"bluff". Venga conmigo.
--¿A ver a Herbie? ¡Magnífico! ¡Verdaderamente
magnífico!
Eran también las doce en punto cuando Milton Ashe
levantó la vista de su vago diseño y dijo:
--¿Comprende la idea? No sirvo mucho para estas cosas,
pero es algo así. Es una monada de casa y puedo tenerla casi por nada.
Susan Calvin contempló el diseño con ojos tiernos.
--Es realmente bonita -suspiró-. A menudo he pensado que
también me gustaría... -Su voz se desvaneció-
--Desde luego -continuó Ashe animadamente dejando el lápiz-.
Tendré que esperar a mis vacaciones. Faltan sólo dos semanas, pero este asunto
de Herbie lo tiene todo en el aire. -Fijó la mirada en sus uñas- Además, hay
otro punto..., pero esto es un secreto.
--Entonces, no me lo diga.
--¡Oh, pronto tendré que decirlo, estallo por decírselo
a alguien!... Y usted es precisamente la mejor..., eh..., la mejor confidente
que puedo encontrar aquí...
Tuvo una sonrisa de timidez. El corazón de Susan latía
con fuerza, pero no tuvo confianza en sí misma para hablar.
--Francamente -prosiguió Ashe acercando su silla y
bajando la voz hasta convertirla en un susurro confidencial-, la casa no va a
ser sólo para mí..., voy a casarme.
Susan se levantó de un salto.
--¿Qué le ocurre?
--¡Oh, nada! -La horrible sensación vertiginosa se desvaneció
en el acto, pero era difícil hacer salir las palabras de la boca-. ¿Casarse?...
¿Quiere decir?...
--¡Sí, seguro! ¿Es ya tiempo, no? ¿Recuerda aquella
muchacha que vino a verme el verano pasado?... ¡Pues es ella! ¿Pero se siente
usted mal?... ¿Qué...?
--Jaqueca -dijo ella, alejándolo débilmente con un
gesto-. He estado..., he estado sujeta a ellas últimamente. Quiero
felicitarlo..., desde luego. Me alegro mucho... -La inexperimentada aplicación
del carmín a las mejillas formaba dos manchas coloradas sobre su rostro de un
blanco de cal. Los objetos habían empezado a girar nuevamente-. Perdóneme, por
favor.
Salió de la habitación balbuceando excusas. Todo había
ocurrido con la catastrófica rapidez de un sueño..., y con el irreal horror de
una pesadilla Pero, ¿cómo podía ser? Herbie había dicho... ¡Y Herbie sabía!
¡Herbie podía leer en las mentes!
Sin darse cuenta, se encontró apoyada contra el marco de
la puerta de Herbie, jadeante, mirando su rostro metálico. Debió de subir los
dos tramos de escalera, pero no tenía el menor recuerdo de ello. La distancia
había sido cubierta en un instante, como en sueños.
¡Como en sueños!
Y los imperturbables ojos de Herbie se fijaban en los
suyos y el tenue rojo parecía convertirse en dos relucientes globos de pesadilla.
Hablaba, y Susan sintió el frío cristal de un vaso
apoyarse en sus labios. Bebió y con un estremecimiento volvió a la realidad de
lo que la rodeaba. Herbie seguía hablando; en su voz había una agitación, como
si se sintiese ofendido, temeroso, suplicante. Sus palabras empezaban a cobrar
sentido.
--Esto es un sueño -iba diciendo-, y no debes creer en
él. Pronto despertarás en el mundo real y te reirás de ti misma. Te quiere, te
digo. ¡Te quiere! ¡Pero no aquí! ¡No ahora! Esto es todo ilusión.
Susan Calvin asentía, su voz convertida en un susurro.
--¡Sí! ¡Sí! -Agarraba el brazo de Herbie, aferrándose a
él, repitiendo una y otra vez-: ¿No es verdad, eh? ¡No lo es, no lo es!
Cómo volvió a sus cabales, no lo supo nunca, pero fue
como pasar de un mundo de nebulosa irrealidad a uno de luz violenta. Lo apartó
de ella, empujó con fuerza el brazo de acero, sin expresión en la mirada.
--¿Qué vas a intentar hacer? -exclamó con la voz
convertida en un grito-. ¿Qué vas a intentar hacer?
--Quiero ayudarte -respondió Herbie.
--¿Ayudarme? -exclamó la doctora, mirándolo-.
¿Diciéndome que todo esto es un sueño? ¡Tratando de llevarme a una
esquizofrenia! -Una tensión histérica se apoderaba de ella-. ¡Esto no es un
sueño! ¡Ojalá lo fuese! -Detuvo su respiración en seco-. ¡Espera! ¡Ya...,
ya..., comprendo! ¡Dios bondadoso, todo está tan claro!
En la voz del robot hubo un acento de horror.
--Tenía que hacerlo...
--¡Y yo te creí! ¡Jamás pensé...!
Unas fuertes voces detrás de la puerta atajaron sus
palabras. Susan se volvió, cerrando los puños espasmódicamente, y cuando Bogert
y Lanning entraron, estaba al lado de la ventana más alejada. Ninguno de los
dos hombres prestó atención a su presencia. Se acercaron a Herbie
simultáneamente; Lanning, furioso e impaciente Bogert, frío y sardónico. El
director fue el primero en hablar.
--¡Ven aquí, Herbie! ¡Escúchame!
El robot enfocó sus ojos en el anciano director.
--Sí, doctor Lanning.
--¿Has hablado de mí con el doctor Bogert?
--No, señor -la respuesta vino lenta, y la sonrisa del
rostro de Bogert se desvaneció.
--¿Cómo es eso? -exclamó Bogert avanzando ante su
superior y deteniéndose ante el robot-. Repite lo que me dijiste ayer.
--Dije que... -Herbie permaneció silencioso. En la
profundidad de su cuerpo el diafragma metálico vibraba con sonidos
discordantes.
--¿No me dijiste que había dimitido? ¡Contéstame! -rugió
Bogert.
Bogert levantó los brazos, desesperado, pero Lanning lo
apartó al lado.
--¿Trataste de engañarlo con una mentira?
--Ya lo ha oído, Lanning. Ha empezado a decir
"Sí" y se ha parado ¡Apártese de aquí! ¡Quiero saber la verdad por él
mismo!
--Yo se la preguntaré -dijo Lanning, volviéndose hacia
el robot-. Bueno, Herbie, cálmate. ¿He dimitido? - Herbie lo miraba y Lanning repitió, impaciente:
--¿He dimitido? -Hubo una leve insinuación de negativa en la cabeza del robot.
Una larga espera no produjo nada más.
Los dos hombres se miraron y la hostilidad de sus ojos
era tangible.
--¡Qué diablos! -estalló Bogert-. ¿Es que el robot se ha
vuelto mudo? ¿Es que no puedes hablar, monstruosidad?
--Puedo hablar -dijo la respuesta rápida.
--Entonces contesta esta pregunta: ¿Me dijiste que
Lanning había dimitido, o no? ¿Ha dimitido? Y de nuevo se produjo el profundo
silencio, hasta que desde el extremo de la habitación, resonó súbita la fuerte
risa de Susan Calvin, vibrante y semihistérica. Los dos matemáticos pegaron un
salto y Bogert entornó los ojos.
--¿Usted aquí? ¿Qué es lo que le hace tanta gracia?
--No hay nada gracioso -dijo ella, sin naturalidad en la
voz-. Es sólo que no soy la única que ha caído en la
trampa. Hay una cierta ironía en ver tres de los más
grandes expertos en robótica del mundo caer en la misma trampa elemental, ¿no
creen? -Su voz se desvaneció y se llevó una p lida mano a la frente-. Pero no
es gracioso...
Esta vez la mirada que se cruzó entre los dos hombres
fue grave.
--¿De qué trampa está usted hablando? -preguntó
secamente Lanning-. ¿Es que le pasa algo a Herbie?
--No -dijo Susan acercándose lentamente-, no le pasa
nada..., es a nosotros mismos a quienes nos pasa. -Se volvió súbitamente hacia
el robot y le gritó con violencia-: ¡Lejos de mí! ¡Vete al otro extremo de la
habitación y que no te vea cerca!
Herbie se estremeció ante la furia de sus ojos y se
alejó con su paso metálico. La voz hostil de Lanning dijo:
--¿Qué significa todo esto, doctora Calvin?
Susan se colocó frente a ellos y los miró con sarcasmo:
--¿Supongo que conocen ustedes la Primera Ley
fundamental de la robótica? Los dos hombres asintieron a la vez.
--Ciertamente -dijo Bogert, irritado-, "un robot no
debe dañar a un ser humano ni por su inacción permitir que se le dañe".
--Bien dicho -se mofó Susan Calvin-. Pero, ¿qué clase de
daño?
--Pues..., de toda especie.
--¡Exacto, de toda especie! Pero ¿qué hay de herir los sentimientos?
¿Y la decepción del propio "yo"? ¿Y la destrucción de las esperanzas?
¿No es esto una herida?
--¿Qué puede un robot saber de...? -dijo Lanning
frunciendo el ceño. Pero se calló, abriendo la boca.
--¿Lo ha comprendido, verdad? Este robot lee el
pensamiento. ¿Cree usted que no sabe todo lo que hace referencia a la herida
mental? ¿Supone usted que si le hago una pregunta no me dará exactamente la
respuesta que yo deseo oír? ¿No nos heriría cualquier otra respuesta, y no lo
sabe Herbie muy bien?
--¡Válgame el cielo! -murmuró Bogert.
La doctora le dirigió una mirada sarcástica.
--Supongo que le preguntó usted si Lanning había
dimitido. Usted deseaba saber que sí, y ésta es la respuesta que Herbie le dio.
--Y supongo que es por esto -intervino Lanning sin
entonación-, que no contestaba hace un momento. No podía contestar sin herirnos
a uno de los dos.
Hubo una pausa durante la cual los dos hombres miraron
hacia el robot, que estaba como encogido en su silla, al lado de la biblioteca,
con la cabeza apoyada en una mano.
--Sabe todo esto... -dijo Susan Calvin mirando fijamente
al suelo-. Este..., demonio lo sabe todo, incluso el error que se cometió en su
montaje. -Tenía una expresión sombría y pensativa en la mirada.
--En esto se equivoca usted, doctora Calvin -dijo
Lanning levantando la cabeza-. No lo sabe; se lo he preguntado.
--¿Y qué significa esto? -gritó Susan-. Sólo que no
quería usted que le diese la solución. Hubiera herido su susceptibilidad tener
una máquina capaz de hacer lo que no puede hacer usted. ¿Se lo ha preguntado
usted? -añadió dirigiéndose a Bogert.
--En cierto modo -respondió Bogert, tosiendo y sonrojándose-.
Me dijo que entendía muy poco de matemáticas.
Lanning se rió en voz baja y la doctora lo miró
sarcásticamente.
--¡Yo se lo preguntaré! -dijo-. Una solución dada por él
no puede herir mi vanidad. ¡Ven aquí! -añadió levantando la voz.
Herbie se levantó y se aproximó con pasos vacilantes.
--Sabes, supongo -continuó-, exactamente en qué punto
del montaje se introdujo un factor extraño o fue omitido uno esencial...
--Sí -dijo Herbie, en un tono casi inaudible.
--¡Alto! -interrumpió Bogert, furioso-. Esto no es
necesariamente verdad. Desea usted saberlo, eso es todo.
--¡No sea idiota! -respondió Susan Calvin-. Sabe tantas
matemáticas como Lanning y usted juntos, puesto que puede leer el pensamiento.
Dele ocasión de demostrarlo.
El matemático se inclinó y Calvin dijo:
--Bien, pues, Herbie, dilo. Estamos esperando. -Y en un
aparte, añadió-: Traigan lápices y papel.
Pero Herbie permaneció silencioso y con un tono de
triunfo en la voz, la doctora continuó:
--¿Por qué no contestas, Herbie?
Súbitamente, el robot saltó.
--No puedo. ¡Ya sabes que no puedo! ¡El doctor Bogert y
el doctor Lanning no quieren!
--Quieren la solución.
--Pero no de mí.
Lanning intervino, con voz lenta y distinta.
--No seas loco, Herbie. Queremos que nos lo digas.
Bogert se limitó a asentir. La voz de Herbie se elevó a
un tono estridente.
--¿De qué sirve decir esto? ¿Creéis acaso que no puedo
leer más hondo que la piel superficial de vuestro cerebro? En el fondo no
queréis. No soy más que una máquina a la que se ha dado una imitación de vida
sólo por virtud de la acción positónica de mi cerebro, lo cual es una invención
del hombre. No podéis quedar en ridículo ante mí sin sentiros ofendidos. Esto
está grabado en lo profundo de vuestra mente y no puede ser borrado. No puedo
dar la solución.
--Nos marcharemos -dijo Lanning-. Díselo a la doctora
Calvin.
--Sería lo mismo -gritó Herbie-, puesto que sabríais que
he sido yo quien he dado la respuesta.
--Pero comprenderás, Herbie -prosiguió la doctora-, que
a pesar de esto, los doctores Lanning y Bogert quieren saber la respuesta.
--Por sus propios esfuerzos -insistió Herbie.
--Pero la quieren, y el hecho de que tú la tengas y no
se la quieras dar los hiere, ¿comprendes?
--¡Sí! ¡Sí!
--Y si se la das, les herirá también.
--¡Sí! ¡Sí! -Herbie retrocedía lentamente y la doctora
iba avanzando al mismo paso. Los dos hombres los miraban helados de sorpresa.
--No puedes decírselo -murmuró la doctora-, porque les
herirá y tú no puedes herirlos. Pero si no se lo dices, los hieres también, de
manera que debes decírselo. Y si se lo dices los herirás, de manera que no
debes decírselo, pero si no se lo dices los hieres, de manera que debes
decírselo; pero si lo dices hieres, de manera que no debes decirlo; pero si no
lo dices...
Herbie estaba acorralado contra la pared y cayó de
rodillas.
--¡Basta! -gritó-. ¡Cierra tu pensamiento! ¡Está lleno
de engaño, dolor y odio! ¡No quise hacerlo, te digo! ¡He tratado de ayudarte!
¡Te he dicho lo que deseabas oír! ¡Tenía que hacerlo!
La doctora no le prestaba atención
--Debes decírselo, pero si se lo dices los hieres, de
manera que no debes; pero si no lo dices los hieres también, de manera que...
Y Herbie lanzó un grito estridente...
Fue como una flauta aumentada hasta el infinito, un
silbido desgarrador y penetrante que resonó en todos los ámbitos de la
habitación. Y cuando se desvaneció en la nada, Herbie se había desplomado,
reducido a un montón informe de inerte metal.
--Ha muerto -dijo Bogert, lívido.
--¡No! -exclamó Susan Calvin, estremeciéndose y lanzando
salvajes carcajadas-, no ha muerto, se ha vuelto loco. Lo he enfrentado con el
insoluble dilema y ha sucumbido. Podéis recogerlo ya, porque no volverá a
hablar nunca más.
Lanning estaba de rodillas al lado de lo que había sido
Herbie. Sus dedos tocaron el frío rostro de metal ya sin reacción y se
estremeció.
--Lo ha hecho usted a propósito -dijo.
Se levantó, enfrentándose con Susan, el rostro
convulsionado.
--¿Y si lo hubiese hecho a propósito, qué? ¡No puede
evitarlo ya! -Y con súbita amargura, añadió-: Lo merecía...
El director agarró al paralizado Bogert por la muñeca.
--¡Qué importa ya!... Venga, Peter. -Suspiró-. Un robot
parlante de este tipo no tiene ningún valor, de todos modos. -Sus ojos cansados
acusaban su edad, y repitió-: Venga, Peter.
Una vez los dos científicos se hubieron marchado,
transcurrieron algunos minutos antes de que Susan Calvin recobrase su equilibrio
mental.
Lentamente, su mirada se fijó en el muerto-vivo Herbie y
la dureza reapareció en su rostro. Durante largo rato permaneció contemplándolo
mientras el triunfo se borraba de su rostro y el desengaño reaparecía; de todos
sus turbulentos pensamientos sólo una palabra, infinitamente amarga, salió de
sus labios: --¡"Embustero"!
* * *
Aquello fue el final, de momento, desde luego. Sabía que
después de aquello no conseguiría sacar nada más de ella. Permanecía sentada
detrás de su mesa, el rostro lívido y frío..., recordando.
--Gracias, doctora Calvin -dije.
Pero no me contestó. Transcurrieron dos días antes de
que consiguiera verla de nuevo.
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