Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

jueves, 31 de julio de 2014

La leyenda del Timbo - Varias versiones

En la última publicación, mencioné un cuento de Silvina Ocampo, "Timbó". Les conté que me resultó imposible hallarlo en internet y que ese y otros cuentos infantiles de la autora, faltaban en la recopilación "Cuentos completos"... Bien, fui a lo de mis padres y tenía razón: allí estaba aquel libro de mi infancia que lo contenía. Pero para compartir "Timbó" de Silvina Ocampo, antes me gustaría hablar sobre el Timbó... una leyenda que descubrí gracias al haber buscado ese otro cuento.
El timbó pertenece a la cultura guaraní y hay una serie de mitos a su alrededor. Pero, ¿qué es el Timbó? También llamado Pacará o Camba Nambi (oreja negra), es un árbol que simboliza el amor paternal. El recopilador de la leyenda fue Lázaro Flury en 1945 pero encontré varias versiones en internet, algunas más novelizadas que otras. Elegí dos además de la de Flury. 
Espero que les gusten.
Ah, acompañé los relatos con algunas imágenes del árbol... la imaginación del hombre es infinita.




Versión 1 - Lázaro Flury

El timbó es un árbol corpulento de hermosa forma, cuya parte superior se parece a una sombrilla abierta. Su madera es muy consistente y tiene la particularidad de no agrietarse ni astillarse. Su fruto es una baya negra, muy semejante a una oreja humana. Por eso los guaraníes le llaman cambá nambí ( oreja negra) . Este árbol tiene una hermosa leyenda.

Se dice que un cacique famoso llamado Saguáa, adoraba a su hija bella como el sol, llamada Tacuarée. Vivía por ella y para ella. Pero he aquí que un día Tacuarée se enamora de un cacique de una tribu lejana. Llevada por ese amor irresistible abandona a su padre para unirse al hombre amado. Sagnáa, desesperado, sale a buscada. Anda días y días entre la selva afrontando miles de peligros. Nada le arredra. Quiere encontrar a su hija amada. En el delirio de la desesperación cree escuchar sus pasos en la selva y aplica sus oídos sobre la tierra. Ese oído capaz de escuchar los más recónditos murmullos de la selva y descifrarlos. Pero nada puede escuchar y sigue andando y apoyando su oído a la tierra, con la esperanza postrera de oír los pasos de Tacuarée. Cuando ya sus fuerzas están agotadas, cae rendido, presa de una fiebre mortal. Y muere con el oído pegado a la tierra...

Mucho tiempo después, dos hombres de su tribu lo encuentran, pero cuando quieren levantar su cuerpo, notan que tiene una oreja. unida a la tierra donde ha echado raíces. Para arrancar el cuerpo deben cercenar la oreja; pero ésta ha echado raíces y da origen a una nueva planta que crece y se levanta majestuosa en la selva, y todas las primaveras brinda unas bayas negras en forma de oreja humana, recordando las orejas de indio. Es el timbó (cambá nambí) que simboliza el amor paternal.




Versión 2 - Adaptación de Susana C. Otero

Dicen que dicen .....que la hermosa Tacuareé era tan bella como en ramillete de orquídeas.

Saguaá, su padre era el cacique de esa comunidad, Tacuareé y Saguaá eran muy queridos en el lugar.

Padre e hija se amaban, pero Saguaá sentía devoción por la muchacha, él estaba orgulloso de ella y la protegía sobremanera, veía con buenos ojos a un guerrero que la cortejaba.

Pero en una de sus incursiones al monte, en busca de frutos silvestres la jovencita había conocido a un cazador que venía en busca de sustento a esas tierras desde lejos. Tacuareé y el cazador se enamoraron apasionadamente y su padre al conocer la noticia trato de oponerse, bien sabía el padre que la mujer debía seguir a su hombre, eso aterrorizaba al cacique, eso era lo que él jamás hubiese querido.

Saguaá a pesar de su pena, y de saber, que tal vez por muchas lunas no volvería a ver a su hija, se contentaba viéndola tan feliz e ilusionada, tanto que no pudo impedirle que partiese.

Con el transcurrir de los días, extrañaba oír la voz y la contagiosa risa de su amada hija. Sin embargo, solía contentarse pensando que a pesar de la distancia que los separaba, Tacuareé debía estar feliz junto a su amor.

Pasaron los días, las semanas, los meses y no tenía ninguna noticia de ella.

Era mal presagio. Saguaá se sentía desesperadamente solo y preocupado.

Una noche, Saguaá tuvo un sueño, una pesadilla, se despertó sobresaltado, angustiado, terriblemente abrumado, no perdió tiempo, Tacuareé estaba en peligro inminente, guiado por su terrible presentimiento y con la seguridad que su querida lo precisaba, partió llevando en su lliclla unas pocas provisiones, en busca de ella.

El camino era largo, el anciano caminó y caminó, estaba extenuado, pero con la terquedad de un padre que cree que su hija lo necesita, no se dejaba vencer. Al fin, llegó a las tierras donde su hija vivía, pero nada pudo encontrar allí, la comunidad había sido arrasada por algún enemigo al que Saguaá no conocía.

El cacique no se dio por vencido, si algo había aprendido en su larga vida era rastrear huellas, por ellas pudo saber que algunos integrantes de la comunidad habían sobrevivido, las huellas lo llevaban a adentrarse en el espeso monte.

A pesar que las raciones ya se le habían agotado, pensó que el monte le daría de comer, si sus fuerzas se lo permitían, si bien ya no gozaba de la agilidad de antaño, se las ingeniaría como siempre lo había hecho.

Las huellas se perdían en la espesura, Saguaá cada tanto apoyaba su oreja en tierra, él quería escuchar algo que lo llevase hasta su hija, más no fue capaz de escuchar ningún sonido humano, debilitadas sus fuerzas cada vez más, la continuó buscando por días y días, siempre con su oreja en tierra tratando de capturar algún indicio que lo llevara hasta ella.

Pasaron muchas lunas, al ver que el cacique no regresaba, los integrantes de su comunidad salieron en su búsqueda.

Después de mucho, fue encontrado sin vida y aún hincado con su oreja en tierra, pero algo misterioso había sucedido con su oreja, le habían crecido raíces y de ellas había brotado una misteriosa planta, desconocida hasta entonces.

Con el tiempo esta planta se convirtió en un frondoso árbol al que llamaron Timbó o Camba Nambí, cuyos frutos tienen la forma de una oreja, tal vez sea ésta para que nadie olvide el amor que Saguaá le profeso a su querida hija.



Versión 3 - Fernán Silva Valdés

Era un viejo cacique indio: alto, musculoso, de melena tirando a gris y de plumas rojas bajo la vincha. La india que compartía su toldo le había dado varios hijos varones seguidos y recién al final, una hija, la cual fue criada como una princesa, salvaje, es cierto, pero con mimos de princesa.

Al llegar a los quince años, ésta se enamoró del hijo del cacique de la tribu vecina, que era enemiga, y como por las leyes indígenas no podían unirse en matrimonio, se unieron ellos por voluntad de amor ante máximo sacerdote de sus creencias primitiva, que era el Sol.

Y la princesa, así, desapareció del toldo, o sea del hogar, pues el hijo del cacique, huyendo a la vez de los suyos, le había llevado lejos.

El padre de la joven, desesperado, salió con un grupo de guerreros a rescatar a su hija. En su busca cruzaron bosques, ríos, arroyos, escalaron serranías, andando durante meses bajo las lunas blancas.

Pero llegó el invierno, y los guerreros, creyendo que el cacique había enloquecido de dolor y creyendo a la vez que la princesa no iba a ser hallada, lo abandonaron.

Continuó el viejo cacique la búsqueda el sólo; pero ya no era el jefe, el tubichá, quien lo sostenía en su intento, sino su amor de padre.

De tiempo en tiempo se detenía y apoyaba una de sus orejas en la tierra, siempre con la esperanza de oír, a lo lejos, las pisadas de la princesa buscada.

Así pasó el invierno. Al llegar la primavera, los guerreros partieron en busca del cacique, y luego de mucho andar lo hallaron muerto.

Al intentar levantarlo, notaron que una de sus orejas estaba unida a la tierra como con raíces. Con cuidadoso esfuerzo le levantaron, pero la oreja quedó unida al suelo.

Y de esa oreja nació una plantita, que fue creciendo, creciendo, hasta convertirse en un grande y hermoso árbol, al que le pusieron el nombre de TIMBÓ; y ese árbol produce las semillas o bayas con la forma humana de color oscuro, como fue la oreja del viejo indio, que murió pegada su cabeza a la tierra en la esperanza de oír los pasos de la hija que volvía.




domingo, 20 de julio de 2014

No me quiere - Elsa Bornemann - En el día del amigo...

Hoy aquí es "El día del amigo" y cuando pensé en subir algo acorde al blog, recordé un libro de mi infancia llamado "Amistad, divino tesoro". En aquella época - desconozco si siguen saliendo -, Ediciones Orion editaba cada tanto libros para niños de diversas edades con selecciones de cuentos de autores argentinos. "Amistad, divino tesoro" vino con cuentos de Elsa Bornemann y Silvina Ocampo entre otros varios autores que hoy por hoy no recuerdo. 
Cuando traje a casa mis libros de la infancia, incluí varios de aquella colección, sin embargo "Amistad, divino tesoro" debe haber quedado en lo de mis padres... algo a chequear. Pero, gracias a internet, encontré el índice así quería compartir con ustedes, en este día de amistad, dos cuentos: "No me quiere" de Elsa Bornemann y "Timbo" de Silvina Ocampo. "No me quiere" pertenece, además, al libro "El niño envuelto" y "Timbó" a "La naranja maravillosa", ambos libros ¡Belleza! Sin embargo, aquí surgió el problema: no logré hallar en digital el cuento de Silvina Ocampo... ni siquiera encontré una versión en digital de "La naranja maravillosa" (curiosamente, los cuentos de dicho libro tampoco se encuentran en "Cuentos Completos"). Así que de momento, va sólo "No me quiere"
EDITO luego de releerlo: A veces repaso mis libros de la infancia y entiendo por qué soy como soy... Hermosa enseñanza.


No me quiere

María vivía en el campo, con su abuelo. Era amiga de los animales de su pequeña granja: de la vaca, de los conejos, del gansito, de la lechuza… ¡y de todas las mariposas! Pero maría soñaba con tener un caballo.

-No. No me alcanza el dinero para comprarlo –le repetía su abuelo cada vez que la nena le pedía: ¡Quiero un caballo!

Y el pobre viejo se ponía triste por tener que decirle que no…Y la nietita se ponía triste porque le decía que no…Una mañana, el abuelo la despertó con gran alegría:

-¡María! ¡El vecino compró un potrillo!

Así como estaba –descalza y en camisón- la nena salió corriendo a todo lo que daba. Atropelló a la vaca. Espantó a los conejos. Asustó al gansito. A pesar de que el sol brillaba, la lechuza abrió los ojos, chillando

-¡María! ¿Adonde vas tan apurada?-

Pero María ya estaba lejos, corriendo por el camino. Y corrió, corrió y corrió, hasta que llegó a la granja del vecino. Allí detrás de un cerco, un hermoso potrillito blanco pastaba distraído. María le silbó con todas sus fuerzas. Al oírla, el potrillo la miró de reojo y se alejó al trote.

“A esta nena no la conozco”, pensaba el potrillito.

“No me quiere… no me quiere” pensaba María. Y volvió a su casa.

-¿Qué te pasa? –le preguntó la vaca, al verla entrar llorando.
 -El potrillito de al lado no me quiere…- le contó María.
-¿Cómo te va a querer, si estás descalza, en camisón y toda despeinada? ¿Por qué no te vistes, te pones las alpargatas y te haces una linda trenza?
-¡Buena idea, vaquita! –Y tras besarle la oreja, María disparó hacia la casa. Cuando volvió a salir, parecía otra: mameluco azul, alpargatas… ¡y una trenza voladora!

“Ahora si que el potrillito me va a querer…” pensaba, mientras corría de nuevo hacia la granja del vecino.

-¡Eh, caballito, acércate! –Le gritó no bien llegó al cerco. Al verla el potrillito la miró de reojo y se alejó al trote.

“A esta otra nena tampoco la conozco!”, pensaba el caballito. “No me quiere…no me quiere…” pensaba María. Y volvió a su casa.

-¿Qué te pasa? - le preguntó el gansito, al verla entrar llorando.
-El potrillito de al lado no me quiere…- Le contó maría
-¿Cómo no te va a querer?, si andas con ese mameluco y con esa trenza tan apretada pareces un muchacho? ¿Porqué no te pones un vestido y te sueltas el pelo?
-¡Buena idea gansito! –y tras acariciarle el ala, María disparó hacia la casa. Cuando volvió a salir parecía otra: vestido a cuadritos y su pelo rubio, tan suelto como las mariposas que revoloteaban a su alrededor.

“Ahora sí que el potrillito me va a querer…” pensaba maría, mientras corría de nuevo hacia la granja del vecino.

-¡Ea , ea, caballito, ven aquí! –le gritó, apenas llegó junto al cerco. Al verla el potrillo la miró de reojo y se alejó al trote. “Otra nena más ¡y a esta tampoco la conozco!” pensaba el caballito.

“No me quiere… no me quiere…”, pensaba María. Y volvió a su casa.

-¿Qué te sucede?- le preguntaron los conejos, al verla entrar llorando.
-El potrillito de al lado, no me quiere…- Les contó María.
- ¿Cómo te va a querer, si estás tan pálida que pareces enferma? ¿Por qué no te pintas un poco? -
-¡Buena idea conejitos! –y tras tironearles cariñosamente las orejas a uno por uno, María disparó hacia la casa.

Cuando volvió a salir, parecía otra: se había tiznado los ojos con carbón y se había pintado las mejillas y labios con tiza colorada. “Ahora si el potrillito me va a querer” pensaba mientras corría de nuevo a la granja vecina.

-¡Vamos caballito, ven de una vez! – le gritó no bien legó al cerco.

“¿Pero que me pasa hoy? ¿Estaré insolado? ¡Otra nena más! ¡Y a esta tampoco la conozco!”, pensaba el caballito. “No me quiere…no me quiere”, pensaba maría. Y volvió a su casa.

El sol ya se había escondido detrás del monte. Faltaba poquito para que la noche tapara lo campos.

-¿Qué te pasa? –le preguntó la lechuza al verla entrar llorando.

Entonces la nena le contó todo: que la vaca me recomendó esto y el gansito me aconsejó eso y los conejos me dijeron esto otro… ¡Pero el potrillito no me quiere! ¡No me quiere! ¿Por qué no me quiere?

El abuelo –que había escuchado todo- se le aproximó. Sonreía dulce cuando le dijo:

-Pero María ¿Cómo puede quererte alguien que no sabe cómo eres, alguien que no te conoce? Además, ¿Qué sabes tú de caballos? ¿Conoces acaso, qué le gusta a ese potrillo?, ¿Qué siente? ¿Cómo es?

María tragó saliva: el abuelo tenía razón. ¡Ella tampoco conocía al potrillo!

-Vamos, querida, ve a ponerte tu ropa de siempre y a lavarte la cara… Si el potrillo se hace tu amigo es porque te quiere tal cual eres.

Esa noche, mientras comían, la nena le hizo muchas preguntas sobre caballos. Después se durmió soñando con el potrillo blanco. Al día siguiente, con su pelo suelto, la cara lavada y el gastado mameluco azul, María salió corriendo hacia la granja del vecino. Llevaba los brazos repletos de alfalfa. Al llegar al cerco, el potrillo miró de reojo, pero esta vez no se alejó al trote.

“Parece que esta nena quiere ser mi amiga… me trae alfalfa”, pensaba como buen caballito que era.

Y de la mano de María probó algunos bocados, aunque no tenía hambre.

Y desde la mano de María sintió caer un montón de caricias sobre su frente…

Y la mano de María lamió mansito, con su lengua áspera y húmeda….

A partir de esa mañana, la nena volvió a visitar al potrillito blanco. Poco a poco se fueron conociendo más y más, hasta que una tarde los dos sintieron que se querían mucho, mucho…!

Ya eran verdaderos amigos!


viernes, 11 de julio de 2014

La Rana Zarevna - Alexandr Afanásiev

Hoy tengo ganas de un cuento de hadas ruso... Ya hemos charlado sobre estos cuentos hace tiempo y también sobre su recopilador: Alexandr Afanásiev.
Los cuentos de hadas tienen un algo especial, y aunque el tiempo los ha erroneamente confinado a "literatura infantil", somos más bien los adultos quienes más los disfrutamos y les sacamos provecho.
En el siguiente cuento tenemos, nuevamente, a Basilisa (o Vasilisa o Vasalisa) de protagonista y, si está Basilisa no puede faltar, la bruja Babá Yagá. 




La Rana Zarevna


En un reino muy lejano reinaban un zar y una zarina que tenían tres hijos. Los tres eran solteros, jóvenes y tan valientes que su valor y audacia eran envidiados por todos los hombres del país. El menor se llamaba el zarevich Iván.

Un día les dijo el zar:

— Queridos hijos: Tomad cada uno una flecha, tended vuestros fuertes arcos y disparadla al acaso, y dondequiera que caiga, allí iréis a escoger novia para casaros.

Lanzó su flecha el hermano mayor y cayó en el patio de un boyardo, frente al torreón donde vivían las mujeres; disparó la suya el segundo hermano y fue a caer en el patio de un comerciante, clavándose en la puerta principal, donde a la sazón se hallaba la hija, que era una joven hermosa. Soltó la flecha el hermano menor y cayó en un pantano sucio al lado de una rana.

El atribulado zarevich Iván dijo entonces a su padre: 

— ¿Cómo podré, padre mío, casarme con una rana? No creo que sea ésa la pareja que me esté destinada.
— ¡Cásate — le contestó el zar—, puesto que tal ha sido tu suerte!

Y al poco tiempo se casaron los tres hermanos: el mayor, con la hija del boyardo; el segundo, con la hija del comerciante, e Iván, con la rana.

Algún tiempo después el zar les ordenó:

— Que vuestras mujeres me hagan, para la comida, un pan blanco y tierno.

Volvió a su palacio el zarevich Iván muy disgustado y pensativo.

— ¡Kwa, kwa, Iván Zarevich! ¿Por qué estás tan triste? — Le preguntó la Rana—. ¿Acaso te ha dicho tu padre algo desagradable o se ha enfadado contigo?
— ¿Cómo quieres que no esté triste? Mi señor padre te ha mandado hacerle, para la comida, un pan blanco y tierno.
— ¡No te apures, zarevich! Vete, acuéstate y duerme tranquilo. Por la mañana se es más sabio que por la noche — le dijo la Rana.
Acostóse el zarevich y se durmió profundamente; entonces la Rana se quitó la piel y se transformó en una hermosa joven llamada la Sabia Basilisa, salió al patio y exclamó en alta voz:

— ¡Criadas! ¡Preparadme un pan blanco y tierno como el que comía en casa de mi querido padre!

Por la mañana, cuando despertó el zarevich Iván, la Rana tenía ya el pan hecho, y era tan blanco y delicioso que no podía imaginarse nada igual. Por los lados estaba adornado con dibujos que representaban las poblaciones del reino, con sus palacios y sus iglesias.

El zarevich Iván presentó el pan al zar; éste quedó muy satisfecho y le dio las gracias; pero enseguida ordenó a sus tres hijos:

— Que vuestras mujeres me tejan en una sola noche una alfombra cada una.

Volvió el zarevich Iván muy triste a su palacio, y se dejó caer con gran desaliento en un sillón.

— ¡Kwa, kwa, zarevich Iván! ¿Por qué estás tan triste? — Le preguntó la Rana—. ¿Acaso te ha dicho tu padre algo desagradable o se ha enfadado contigo?
— ¿Cómo quieres que no esté triste cuando mi señor padre te ha ordenado que tejas en una sola noche una alfombra de seda?
— ¡No te apures, zarevich! Acuéstate y duerme tranquilo. Por la mañana se es más sabio que por la noche.

Acostóse el zarevich y se durmió profundamente; entonces la Rana se quitó su piel y se transformó en la Sabia Basilisa; salió al patio y exclamó:

— ¡Viento impetuoso! ¡Tráeme aquí la misma alfombra sobre la cual solía sentarme en casa de mi querido padre!

Por la mañana, cuando despertó Iván, la Rana tenía ya la alfombra tejida, y era tan maravillosa que es imposible imaginar nada semejante.

Estaba adornada con oro y plata y tenía dibujos admirables.

Al recibirla el zar se quedó asombrado y dio las gracias a Iván; pero no contento  con esto ordenó a sus tres hijos que se presentasen con sus mujeres ante él. 

Otra vez volvió triste a su palacio Iván Zarevich; se dejó caer en un sillón y apoyó en su mano su cabeza.

— ¡Kwa, kwa, zarevich Iván! ¿Por qué estás triste? ¿Acaso te ha dicho tu padre algo desagradable o se ha enfadado contigo?
— ¿Cómo quieres que no esté triste? Mi señor padre me ha ordenado que te lleve conmigo ante él. ¿Cómo podré presentarte a ti?
— No te apures, zarevich. Ve tú solo a visitar al zar, que yo iré más tarde; en cuanto oigas truenos y veas temblar la tierra, diles a todos: ‘Es mi Rana, que viene en su cajita.’

Iván se fue solo a palacio. Llegaron sus hermanos mayores con sus mujeres engalanadas, y al ver a Iván solo empezaron a burlarse de él, diciéndole:

— ¿Cómo es que has venido sin tu mujer? 
— ¿Por qué no la has traído envuelta en un pañuelo mojado?
— ¿Cómo hiciste para encontrar una novia tan hermosa?
— ¿Tuviste que rondar por muchos pantanos? 
De repente retumbó un trueno formidable, que hizo temblar todo el palacio; los convidados se asustaron y saltaron de sus asientos sin saber qué hacer; pero Iván les dijo:

— No tengáis miedo: es mi Rana, que viene en su cajita.
Llegó al palacio un carruaje dorado tirado por seis caballos, y de él se apeó la Sabia Basilisa, tan hermosísima, que sería imposible imaginar una belleza semejante. Acercóse al zarevich Iván, se cogió a su brazo y se dirigió con él hacia la mesa, que estaba dispuesta para la comida. Todos los demás convidados se sentaron también a la mesa; bebieron, comieron y se divirtieron mucho durante la comida.

Basilisa la Sabia bebió un poquito de su vaso y el resto se lo echó en la manga izquierda; comió un poquito de cisne y los huesos los escondió en la manga derecha. Las mujeres de los hermanos de Iván, que sorprendieron estos manejos, hicieron lo mismo.

Más tarde, cuando Basilisa la Sabia se puso a bailar con su marido, sacudió su mano izquierda y se formó un lago; sacudió la derecha y aparecieron nadando en el agua unos preciosísimos cisnes blancos; el zar y sus convidados quedaron asombrados al ver tal milagro. Cuando se pusieron a bailar las otras dos nueras del zar quisieron imitar a Basilisa: sacudieron la mano izquierda y salpicaron con agua a los convidados; sacudieron la derecha y con un hueso dieron al zar un golpe en un ojo. 
El zar se enfadó y las expulsó de palacio.

Entretanto, Iván Zarevich, escogiendo un momento propicio, se fue corriendo a casa, buscó la piel de la Rana y, encontrándola, la quemó. Al volver Basilisa la Sabia buscó la piel, y al comprobar su desaparición quedó anonadada, se entristeció y dijo al zarevich:

— ¡Oh Iván Zarevich! ¿Qué has hecho, desgraciado? Si hubieses aguardado un poquitín más habría sido tuya para siempre; pero ahora, ¡adiós! Búscame a mil leguas de aquí; antes de encontrarme tendrás que gastar andando tres pares de botas de hierro y comerte tres panes de hierro. Si no, no me encontrarás.

Y diciendo esto se transformó en un cisne blanco y salió volando por la ventana. Iván Zarevich rompió en un llanto desconsolador, rezó, se puso unas botas de hierro y se marchó en busca de su mujer. Anduvo largo tiempo y al fin encontró a un viejecito que le preguntó:

— ¡Valeroso joven! ¿Adónde vas y qué buscas?

El zarevich le contó su desdicha.

— ¡Oh Iván Zarevich! — Exclamó el viejo—. ¿Por qué quemaste la piel de la Rana? ¡Si no eras tú quien se la había puesto, no eras tú quien tenía que quitársela! El padre de Basilisa, al ver que ésta desde su nacimiento le excedía en astucia y sabiduría, se enfadó con ella y la condenó a vivir transformada en rana durante tres años. Aquí tienes una pelota — continuó—; tómala, tírala y síguela sin temor por donde vaya.

Iván Zarevich dio las gracias al anciano, tomó la pelota, la tiró y se fue siguiéndola. Transcurrió mucho tiempo y al fin se acercó la pelota a una cabaña que estaba colocada sobre tres patas de gallina y giraba sobre ellas sin cesar. Iván Zarevich dijo:

— ¡Cabaña, cabañita! ¡Ponte con la espalda hacia el bosque y con la puerta hacia mí!

La cabaña obedeció; el zarevich entró en ella y se encontró a la bruja Baba Yaga, con sus piernas huesosas y su nariz que le colgaba hasta el pecho, ocupada en afilar sus dientes. Al oír entrar a Iván Zarevich gruñó y salió enfadada a su encuentro:

— ¡Fiú, fiú! ¡Hasta ahora aquí ni se vio ni se olió a ningún hombre, y he aquí uno que se ha atrevido a presentarse delante de mí y a molestarme con su olor! ¡Ea, Iván Zarevich! ¿Por qué has venido?
— ¡Oh tú, vieja bruja! En vez de gruñirme, harías mejor en darme de comer y de beber y ofrecerme un baño, y ya después de esto preguntarme por mis asuntos.

Baba Yaga le dio de comer y de beber y le preparó el baño. Después de haberse bañado, el zarevich le contó que iba en busca de su mujer, Basilisa la Sabia.

— ¡Oh cuánto has tardado en venir! Los primeros años se acordaba mucho de ti, pero ahora ya no te nombra nunca. Ve a casa de mi segunda hermana, pues ella está más enterada que yo de tu mujer.

Iván Zarevich se puso de nuevo en camino detrás de la pelota; anduvo, anduvo hasta que encontró ante sí otra cabaña, también sobre patas de gallina.

— ¡Cabaña, cabañita! ¡Ponte como estabas antes, con la espalda hacia el bosque y con la puerta hacia mí! — Dijo el zarevich.

La cabaña obedeció y se puso con la espalda hacia el bosque y con la puerta hacia Iván, quien penetró en ella y encontró a otra hermana Baba Yaga sentada sobre sus piernas huesosas, la cual al verle exclamó:

— ¡Fiú, fiú! ¡Hasta ahora por aquí nunca se vio ni se olió a ningún hombre, y he aquí uno que se ha atrevido a presentarse delante de mí y a molestarme con su olor! Qué, Iván Zarevich, ¿has venido a verme por tu voluntad o contra ella?

Iván Zarevich le contestó que más bien venía contra su voluntad.

— Voy — dijo— en busca de mi mujer, Basilisa la Sabia.
— ¡Qué pena me das, Iván Zarevich! — Le dijo entonces Baba Yaga—. ¿Por qué has tardado tanto en venir? Basilisa la Sabia te ha olvidado por completo y quiere casarse con otro. Ahora vive en casa de mi hermana mayor, donde tienes que ir muy deprisa si quieres llegar a tiempo. Acuérdate del consejo que te doy: Cuando entres en la cabaña de Baba Yaga, Basilisa la Sabia se transformará en un huso y mi hermana empezará a hilar unos finísimos hilos de oro que devanará sobre el huso; procura aprovechar algún momento propicio para robar el huso y luego rómpelo por la mitad, tira la punta detrás de ti y la otra mitad échala hacia delante, y entonces Basilisa la Sabia aparecerá ante tus ojos.

Iván Zarevich dio a Baba Yaga las gracias por tan preciosos consejos y se dirigió otra vez tras la pelota. No se sabe cuánto tiempo anduvo ni por qué tierras, pero rompió tres pares de botas de hierro en su largo camino y se comió tres panes de hierro. Al fin llegó a una tercera cabaña, puesta, como las anteriores, sobre tres patas de gallina.

— ¡Cabaña, cabañita! ¡Ponte con la espalda hacia el bosque y con la puerta hacia mí!

La cabaña le obedeció y el zarevich penetró en ella y encontró a la Baba Yaga mayor sentada en un banco hilando, con el huso en la mano, hilos de oro; cuando hubo devanado todo el huso, lo metió en un cofre y cerró con llave. Iván Zarevich, aprovechando un descuido de la bruja, le robó la llave, abrió el cofrecito, sacó el huso y lo rompió por la mitad; la punta aguda la echó tras de sí y la otra mitad hacia delante, y en el mismo momento apareció ante él su mujer, Basilisa la Sabia.

— ¡Hola, maridito mío! ¡Cuánto tiempo has tardado en venir! ¡Estaba ya dispuesta a casarme con otro!

Se cogieron de las manos, se sentaron en una alfombra volante y volaron hacia el reino de Iván.

Al cuarto día de viaje descendió la alfombra en el patio del palacio del zar. Éste acogió a su hijo y nuera con gran júbilo, hizo celebrar grandes fiestas, y antes de morir legó todo su reino a su querido hijo el zarevich Iván.

jueves, 3 de julio de 2014

La Conferencia - Juan José Saer

Después de haber realizado una seguidilla de publicaciones sobre poesía, volvemos a los cuentos. Hoy elegí uno de Juan José Saer. No es el primer cuento que publico escrito por él así que no necesita introducción.
"La conferencia" es un cuento relativamente corto - como ya verán - y pertenece al libro "Lugar" (2000). Confieso que con la primera lectura me costó entenderlo... y lo tuve que releer. Pero al final no era tan complicado como me había parecido. El conferenciante, ¿soñó? ¿o no soñó? He ahí la cuestión. Leí en una crítica sobre este libro que la clave de "Lugar" es que cada cuento ocurre en al menos dos lugares a la vez. Esto me ayudó a comprender el planteo de esta historia y le encontré el gustito :D
Espero que les guste.



La conferencia


El conferenciante entró jovial. Era en uno de los salones de la Real Academia de Ciencias de Bruselas y, si mis recuerdos no me engañan, iba a tratar el problema de los métodos de verificación de una suma: el conferenciante descartaba a priori la verificación estadística (por x número de personas) y la convicción subjetiva y de buena fe sobre el resultado. Pero tal vez se trataba más bien de lo contrario. Se sentó, desplegó sobre la mesa las hojas de una carpeta y, antes de comenzar a desarrollar su tema, contempló durante unos segundos la jarra transparente, sonrió como para sí mismo, y dijo:

Yo acostumbro a dormir la siesta antes de dictar una conferencia, para tranquilizarme, porque la obligación de hablar en público me pone siempre muy nervioso. Así que hace una hora tuve un sueño. Tres personas diferentes fotografiaban rinocerontes. Eran tres imágenes sucesivas, pero el método que empleaban para sacar la fotografía era el mismo: se internaban en el río hasta la cintura, y fotografiaban de esa manera al rinoceronte, que se encontraba a unos metros de distancia, en el agua. Se trataba de rinocerontes, no de hipopótamos. El último de los fotógrafos era un poeta amigo mío (al que no conozco personalmente). Era mi amigo en el sueño. Este poeta, de fama universal, me explicaba en detalle el procedimiento que se emplea habitualmente para fotografiar rinocerontes. Y, en nombre de nuestra vieja amistad, me regalaba la fotografía que acababa de sacar.

El conferenciante hizo silencio y recogió de entre sus papeles un rectángulo coloreado. Después, antes de comenzar la disertación propiamente dicha, concluyó su relato:

Tal vez ustedes crean que este sueño que acabo de contarles es pura invención. Y bien, estimados oyentes, se equivocan. Aquí tengo la prueba, dijo, y alzó la mano mostrando al público la fotografía en colores de un rinoceronte en un río africano, todavía húmeda, a causa sin duda de la proximidad del agua o del reciente revelado.