Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

jueves, 30 de agosto de 2012

El perro muerto - Leon Tolstoi

Leon Tolstoi se hizo mundialmente conocido principalmente por sus novelas "La guerra y la paz" y "Ana Karenina" pero también escribió muchos cuentos cortos. Uno de ellos es "El perro muerto", una historia sencilla con un bello mensaje. Lo elegí porque me recuerda a mis instructores de meditación, Flavia y Hernán, que suelen mencionarla en las charlas. Así, el relato de hoy va dedicado a ellos con todo el cariño que les tengo.
Los cuentos o fábulas "espirituales" con buda o algún maestro zen como protagonista, están de moda en estos tiempos, ¿por qué no incluir una historia "más occidental" tomando a Jesús como personaje y ampliar el concepto de "literatura espiritual oriental" a otras religiones? 
Los dejo, a continuación, con Tolstoi
 :D  



 EL PERRO MUERTO

Jesús llegó una tarde a las puertas de una ciudad e hizo adelantarse a sus discípulos para preparar la cena. El, impelido al bien y a la caridad, internóse por las calles hasta la plaza del mercado.

Allí vio en un rincón algunas personas agrupadas que contemplaban un objeto en el suelo, y acercóse para ver qué cosa podía llamarles la atención.

Era un perro muerto, atado al cuello por la cuerda que había servido para arrastrarle por el lodo. Jamás cosa más vil, más repugnante, más impura se había ofrecido a los ojos de los hombres.

Y todos los que estaban en el grupo miraban hacia el suelo con desagrado.

- Esto emponzoña el aire - dijo uno de los presentes.
- Este animal putrefacto estorbará la vía por mucho tiempo - dijo otro.
. Mirad su piel - dijo un tercero -; no hay un solo fragmento que pudiera aprovecharse para cortar unas sandalias.
- Y sus orejas - exclamó un cuarto - son asquerosas y están llenas de sangre.
- Habrá sido ahorcado por ladrón - añadió otro.

Jesús les escuchó, y dirigiendo una mirada de compasión al animal inmundo:

- ¡Sus dientes son más blancos y hermosos que las perlas! - dijo.

Entonces el pueblo, admirado, volvióse hacia El, exclamando:

- ¿Quién es éste? ¿Será Jesús de Nazaret? ¡Sólo El podría encontrar de qué condolerse y hasta algo que alabar en un perro muerto...!

Y todos, avergonzados, siguieron su camino, prosternándose ante el Hijo de Dios.
 

martes, 28 de agosto de 2012

Apuestas - Roald Dahl

"Apuestas" es un cuento de Roald Dahl incluido en "Relatos de lo inesperado" (Tales of the unexpected, 1979). Uno - yo, al menos - suele asociar a Roald Dahl con literatura infantil - la mal llamada literatura infantil - sin embargo, Roald Dahl escribió historias para lectores de diversas edades. Este es uno de esos casos. 
Cuando tomamos una decisión y obramos sin pensarlo demasiado, llevados tal vez por el deseo, por la fantasía o la ambición, no siempre tenemos en cuenta las posibles consecuencias de nuestras acciones... y a veces al querer revertir lo hecho, planeamos y planeamos una posible solución; pero somos incapaces de contemplar todas las variables en este mundo incierto, y siempre se nos escapa algo. 
Los dejo con el señor Botibol, esta es su historia.



APUESTAS


En la mañana del tercer día el mar se calmó. Hasta los pasajeros más delicados —los que no habían salido desde que el barco partió—, abandonaron sus camarotes y fueron al puente, donde el camarero les dio sillas y puso en sus piernas confortables mantas. Allí se sentaron frente al pálido y tibio sol de enero. 

El mar había estado bastante movido los dos primeros días y esta repentina calma y sensación de confort habían creado una agradable atmósfera en el barco. Al llegar la noche, los pasajeros, después de dos horas de calma, empezaron a sentirse comunicativos y a las ocho de aquella noche el comedor estaba lleno de gente que comía y bebía con el aire seguro y complaciente de auténticos marineros.

Hacia la mitad de la cena los pasajeros se dieron cuenta, por un ligero balanceo de sus cuerpos y sillas, de que el barco empezaba a moverse otra vez. Al principio fue muy suave, un ligero movimiento hacia un lado, luego hacia el otro, pero fue lo suficiente para causar un sutil e inmediato cambio de humor en la estancia. Algunos pasajeros levantaron la vista de su comida, dudando, esperando, casi oyendo el movimiento siguiente, sonriendo nerviosos y con una mirada de aprensión en los ojos. Algunos parecían despreocupados, otros estaban decididamente tranquilos, e incluso hacían chistes acerca de la comida y del tiempo, para torturar a los que estaban asustados. El movimiento del barco se hizo de repente más y más violento y cinco o seis minutos después de que el primer movimiento se hiciera patente, el barco se tambaleaba de una parte a otra y los pasajeros se agarraban a sus sillas y a los tiradores como cuando un coche toma una curva.

Finalmente el balanceo se hizo muy fuerte y el señor William Botibol, que estaba sentado a la mesa del sobrecargo, vio su plato de rodaballo con salsa holandesa deslizarse lejos de su tenedor. Hubo un murmullo de excitación mientras todos buscaban platos y vasos. La señora Renshaw, sentada a la derecha del sobrecargo, dio un pequeño grito y se agarró al brazo del caballero.

—Va a ser una noche terrible —dijo el sobrecargo, mirando a la señora Renshaw—, me parece que nos espera una buena noche. 

Hubo un matiz raro en su modo de decirlo. Un camarero llegó corriendo y derramó agua en el mantel, entre los platos. La excitación creció. La mayoría de los pasajeros continuaron comiendo. Un pequeño número, que incluía a la señora Renshaw, se levantó y echó a andar con rapidez, dirigiéndose hacia la puerta.

—Bueno —dijo el sobrecargo—, ya estamos otra vez igual.
 
Echó una mirada de aprobación a los restos de su rebaño, que estaban sentados, tranquilos y complacientes, reflejando en sus caras ese extraordinario orgullo que los pasajeros parecen tener, al ser reconocidos como buenos marineros. 

Cuando terminó la comida y se sirvió el café, el señor Botibol, que tenía una expresión grave y pensativa desde que había empezado el movimiento del barco, se levantó y puso su taza de café en el sitio donde la señora Renshaw había estado sentada, junto al sobrecargo.

Se sentó en su silla e inmediatamente se inclinó hacia él, susurrándole al oído: 

—Perdón, ¿me podría decir una cosa, por favor? El sobrecargo, hombre pelirrojo, pequeño y grueso, se inclinó para poder escucharle.
—¿Qué ocurre, señor Botibol?
—Lo que quiero saber es lo siguiente...

Al observarlo, el sobrecargo vio la inquietud que se reflejaba en el rostro del hombre. 

—¿Sabe usted si el capitán ha hecho ya la estimación del recorrido para las apuestas del día? Quiero decir, antes de que empezara la tempestad.

El sobrecargo, que se había preparado para recibir una confidencia personal, sonrió y se echó hacia atrás, haciendo descansar su cuerpo.

—Creo que sí, bueno... sí —contestó.

No se molestó en decirlo en voz baja, aunque automáticamente bajó el tono de voz como siempre que se responde a un susurro.

—¿Cuándo cree usted que la ha hecho?
—Esta tarde. El siempre hace eso por la tarde.
—Pero ¿a qué hora?
—¡Oh, no lo sé! A las cuatro, supongo.
—Bueno, ahora dígame otra cosa. ¿Cómo decide el capitán cuál será el número? ¿Se lo toma en serio?

El sobrecargo miró al inquieto rostro del señor Botibol y sonrió, adivinando lo que el hombre quería averiguar.

—Bueno, el capitán celebra una pequeña. conferencia con el oficial de navegación, en la que estudian el tiempo y muchas otras cosas, y luego hacen el parte.

El señor Botibol asintió con la cabeza, ponderando esta respuesta durante algunos momentos. Luego dijo:

—¿Cree que el capitán sabía que íbamos a tener mal tiempo hoy?
—No tengo ni idea —replicó el sobrecargo. Miró los pequeños ojos del hombre, que tenían reflejos de excitación en el centro de sus pupilas.
—No tengo ni idea, no se lo puedo decir porque no lo sé.
—Si esto se pone peor, valdría la pena comprar algunos números bajos. ¿No cree?

El susurro fue más rápido e inquieto.

—Quizá sí —dijo el sobrecargo—. Dudo que el viejo apostara por una noche tempestuosa. Había mucha calma esta tarde, cuando ha hecho el parte. 

Los otros en la mesa habían dejado de hablar y escuchaban al sobrecargo mirándolo con esa mirada intensa y curiosa que se observa en las carreras de caballos, cuando se trata de escuchar a un entrenador hablando de su suerte: los ojos medio cerrados, las cejas levantadas, la cabeza hacia adelante y un poco inclinada a un lado. Esa mirada medio hipnotizada que se da a una persona que habla de cosas que no conoce bien. 

—Bien, supongamos que a usted se le permitiera comprar un número. ¿Cuál escogería hoy? —susurró el señor Botibol.
—Todavía no sé cuál es la clasificación —contestó pacientemente el sobrecargo—, no se anuncia hasta que empieza la apuesta después de la cena. De todas formas no soy un experto, soy sólo el sobrecargo. 

En este punto el señor Botibol se levantó.

—Perdónenme —dijo, y se marchó abriéndose camino entre las mesas.

Varias veces tuvo que cogerse al respaldo de una silla para no caerse, a causa de uno de los bandazos del barco.

—Al puente, por favor —dijo al ascensorista.

El viento le dio en pleno rostro cuando salió al puente. Se tambaleó y se agarró a la barandilla con ambas manos. Allí se quedó mirando al negro mar, las grandes olas que se curvaban ante el barco, llenándolo de espuma al chocar contra él. 

—Hace muy mal tiempo, ¿verdad, señor? —comentó el ascensorista cuando bajaban. 

El señor Botibol se estaba peinando con un pequeño peine rojo.

—¿Cree que hemos disminuido la velocidad a causa del tiempo? —preguntó.
—¡Oh, sí, señor! La velocidad ha disminuido considerablemente al empezar el temporal. Se debe reducir la velocidad cuando el tiempo es tan malo, porque los pasajeros caerían del barco.

Abajo, en el salón, la gente empezó a reunirse para la subasta. Se agruparon en diversas mesas, los hombres un poco incómodos, enfundados en sus trajes de etiqueta, bien afeitados y al lado de sus mujeres, cuidadosamente arregladas. El señor Botibol se sentó a una mesa, cerca del que dirigía las apuestas. Cruzó las piernas y los brazos y se sentó en el asiento con el aire despreocupado del hombre que ha decidido algo muy importante y no quiere tener miedo.

La apuesta, se dijo a sí mismo, sería aproximadamente de siete mil dólares, o al menos ésa había sido la cantidad de los dos días anteriores. Como el barco era inglés, esta cifra sería su equivalente en libras, pero le gustaba pensar en el dinero de su propio país, siete mil dólares era mucho dinero, mucho. Lo que haría sería cambiarlo en billetes de cien dólares, los llevaría en el bolsillo posterior de su chaqueta; no había problema.

Inmediatamente compraría un Lincoln descapotable, lo recogería y lo llevaría a casa con la ilusión de ver la cara de Ethel cuando saliera a la puerta y lo viera. Sería maravilloso ver la cara que pondría cuando él saliera de un Lincoln descapotable último modelo, color verde claro.

«¡Hola, Ethel, cariño! —diría, hablando, sin darle importancia a la cosa—, te he traído un pequeño regalo. Lo vi en el escaparate al pasar y pensé que tú siempre deseaste uno. ¿Te gusta el color, cariño?» Luego la miraría. 

El subastador estaba de pie detrás de la mesa. 

—¡Señoras y señores! —gritó—, el capitán ha calculado el recorrido del día, que terminará mañana al mediodía; en total son quinientas quince millas. Como de costumbre, tomaremos los diez números que anteceden y siguen a esta cifra, para establecer la escala; por lo tanto serán entre quinientas cinco y quinientas veinticinco; y naturalmente, para aquellos que piensen que el verdadero número está más lejos, habrá un «punto bajo» y un «punto alto» que se venderán por separado. Ahora sacaré los primeros del sombrero..., aquí están... ¿Quinientos doce? 

No se oyó nada. La gente estaba sentada en sus sillas observando al subastador; había una cierta tensión en el aire y al ir subiendo las apuestas, la tensión fue aumentando. Esto no era un juego: la prueba estaba en las miradas que dirigía un hombre a otro cuando éste subía la apuesta que el primero había hecho; sólo los labios sonreían, los ojos estaban brillantes y un poco fríos.

El número quinientos doce fue comprado por ciento diez libras. Los tres o cuatro números siguientes alcanzaron cifras aproximadamente iguales. El barco se movía mucho y cada vez que daba un bandazo los paneles de madera crujían como si fueran a partirse. Los pasajeros se cogían a los brazos de las sillas, concentrándose al mismo tiempo en la subasta.

—Punto bajo —gritó el subastador—, el próximo número es el punto más bajo.

El señor Botibol tenía todos los músculos en tensión. Esperaría, decidió, hasta que los otros hubiesen acabado de apostar, luego se levantaría y haría la última apuesta. Se imaginaba que tendría por lo menos quinientos dólares en su cuenta bancaria, quizá seiscientos. Esto equivaldría a unas doscientas libras, más de doscientas. El próximo boleto no valdría más de esa cantidad.

—Como ya saben todos ustedes —estaba diciendo el subastador—, el punto bajo incluye cualquier número por debajo de quinientos cinco. Si ustedes creen que el barco va a hacer menos de quinientas millas en veinticuatro horas, o sea hasta mañana al mediodía, compren este número. ¿Qué apuestan?

Se subió hasta ciento treinta libras. Además del señor Botibol, había algunos que parecían haberse dado cuenta de que el tiempo era tormentoso. Ciento cincuenta... Ahí se paró. El subastador levantó el martillo. 

—Van ciento cincuenta...
—¡Sesenta! —dijo el señor Botibol. Todas las caras se volvieron para mirarle.
— ¡Setenta!
—¡Ochenta! —gritó el señor Botibol.
—¡Noventa!
—¡Doscientas! —dijo el señor Botibol, que no estaba dispuesto a ceder.

Hubo una pausa.

—¿Hay alguien que suba a más de doscientas libras?

«Quieto —se dijo a sí mismo—, no te muevas ni mires a nadie, eso da mala suerte. Contén la respiración. Nadie subirá la apuesta si contienes la respiración.»

—Van doscientas libras... 

El subastador era calvo y las gotas de sudor le resbalaban por su desnuda cabeza.

—¡Uno...!

El señor Botibol contuvo la respiración.

—¡Dos...! ¡Tres!

El hombre golpeó la mesa con el martillo. El señor Botibol firmó un cheque y se lo entregó al asistente del subastador, luego se sentó en una silla a esperar que todo terminara. No quería irse a la cama sin saber lo que se había recaudado. 

Cuando se hubo vendido el último número lo contaron todo y resultó que habían reunido unas mil cien libras, o sea, seis mil dólares. El noventa por ciento era para el ganador y el diez por ciento era para las instituciones de caridad de los marineros. El noventa por ciento de seis mil eran cinco mil cuatrocientas; bien, era suficiente. Compraría el Lincoln descapotable y aún le sobraría. Con estos gloriosos pensamientos se marchó a su camarote feliz y contento dispuesto a dormir toda la noche.

Cuando el señor Botibol se despertó a la mañana siguiente, se quedó unos minutos con los ojos cerrados, escuchando el sonido del temporal, esperando el movimiento del barco. No había señal alguna de temporal y el barco no se movía lo más mínimo. Saltó de la cama y miró por el ojo de buey. ¡Dios mío! El mar estaba como una balsa de aceite, el barco avanzaba rápidamente, tratando de ganar el tiempo perdido durante la noche. El señor Botibol se sentó lentamente en el borde de su litera. Un relámpago de temor empezó a recorrerle la piel y a encogerle el estómago. Ya no había esperanza, un número alto ganaría la apuesta. —¡Oh, Dios mío! —dijo en voz alta—. ¿Qué voy a hacer? ¿Qué diría Ethel, por ejemplo? Era sencillamente imposible explicarle que se había gastado la casi totalidad de lo ahorrado durante los dos últimos años en comprar un ticket para la subasta. Decirle eso equivalía a exigirle que no siguiera firmando cheques. ¿Y qué pasaría con los plazos del
televisor y de la Enciclopedia Británica? Ya le parecía estar viendo la ira y el reproche en los ojos de la mujer, el azul deviniendo gris y los ojos mismos achicándosele como siempre les ocurría cuando se colmaban de ira. 

—¡Oh, Dios mío!, ¿qué puedo hacer?

No cabía duda de que ya no tenía ninguna posibilidad, a menos que el maldito barco empezase a ir marcha atrás. Tendrían que volver y marchar a toda velocidad en sentido contrario, si no, no podía ganar. Bueno, quizá podría hablar con el capitán y ofrecerle el diez por ciento de los beneficios, o más si él accedía. 

El señor Botibol empezó a reírse, pero de repente se calló y sus ojos y su boca se abrieron en un gesto de sorpresa porque en aquel preciso momento le había llegado la idea. Dio un brinco de la cama, terriblemente excitado, fue hacia la ventanilla y miró hacia afuera. 

—Bien —pensó—. ¿Por qué no? 

El mar estaba en calma y no habría ningún problema en mantenerse a flote hasta que le recogieran. Tenía la vaga sensación de que alguien ya había hecho esto anteriormente, lo cual no impedía que lo repitiera. El barco tendría que parar y lanzar un bote y el bote tendría que retroceder quizá media milla para alcanzarlo.

Luego tendría que volver al barco y ser izado a bordo, esto llevaría por lo menos una hora. Una hora eran unas treinta millas y así haría disminuir la estimación del día anterior. Entonces entrarían en el punto bajo y ganaría. Lo único importante sería que alguien le viera caer; pero esto era fácil de arreglar. Tendría que llevar un traje ligero, algo fácil para poder nadar. Un traje deportivo, eso es. Se vestiría como si fuera a jugar al frontón, una camisa, unos pantalones cortos y zapatos de tenis. ¡Ah!, y dejar su reloj. 

¿Qué hora era? Las nueve y quince minutos. Cuanto más pronto mejor. Hazlo ahora y quítate ese peso de encima. Tienes que hacerlo pronto porque el tiempo límite es el mediodía.

El señor Botibol estaba asustado y excitado cuando subió al puente vestido con su traje deportivo. Su cuerpo pequeño se ensanchaba en las caderas y los hombros eran extremadamente estrechos. El conjunto tenía la forma de una pera. Las piernas blancas y delgadas, estaban cubiertas de pelos muy negros. 

Salió cautelosamente al puente y miró en derredor. Sólo había una persona a la vista, una mujer de mediana edad, un poco gruesa, que estaba apoyada en la barandilla mirando al mar. Llevaba puesto un abrigo de cordero persa con el cuello subido de tal forma que era imposible distinguir su cara.

La empezó a examinar concienzudamente desde lejos. Sí, se dijo a sí mismo, ésta, probablemente, servirá. Era casi seguro que daría la alarma en seguida. Pero espera un momento, tómate tiempo, William Botibol. ¿Recuerdas lo que pensabas hacer hace unos minutos en el camarote, cuando te estabas cambiando? ¿Lo recuerdas?  

El pensamiento de saltar del barco al océano, a mil millas del puerto más próximo, le había convertido en un hombre extremadamente cauto. No estaba en absoluto tranquilo, aunque era seguro que la mujer daría la alarma en cuanto él saltara. En su opinión había dos razones posibles por las cuales no lo haría. La primera: que fuese sorda o ciega. No era probable, pero por otra parte podía ser así y ¿por qué arriesgarse? Lo sabría hablando con ella unos instantes. Segundo, y esto demuestra lo suspicaz que puede llegar a ser un hombre cuando se trata de su propia conservación, se le ocurrió que la mujer podía ser la poseedora de uno de los números altos de la apuesta y por lo tanto tener una poderosa razón financiera para no querer hacer detener el barco. El señor Botibol recordaba que había gente que había matado a sus compañeros por mucho menos de seis dólares. Se leía todos los días en los periódicos. ¿Por qué arriesgarse entonces? Arréglalo bien y asegura tus actos. Averígualo con una pequeña conversación. Si además la mujer resultaba agradable y buena, ya estaba todo arreglado y podía saltar al agua tranquilo.  

El señor Botibol avanzó hacia la mujer y se puso a su lado, apoyándose en la barandilla.

—¡Hola! —dijo galantemente.
 
Ella se volvió y le correspondió con una sonrisa sorprendentemente maravillosa y angelical, aunque su cara no tenía en realidad nada especial.

—¡Hola! —le contestó.

Ya tienes la primera pregunta contestada, se dijo el señor Botibol, no es ciega ni sorda...

—Dígame —dijo, yendo directamente al grano—. ¿Qué le pareció la apuesta de anoche?
—¿Apuesta? —preguntó extrañada—. ¿Qué apuesta?
—Es una tontería. Hay una reunión después de cenar en el salón y allí se hacen apuestas sobre el recorrido del barco. Sólo quería saber lo que piensa de ello.

Ella movió negativamente la cabeza y sonrió agradablemente con una sonrisa que tenía algo de disculpa. 

—Soy muy perezosa —dijo—. Siempre me voy pronto a la cama y allí ceno. Me gusta mucho cenar en la cama. 

El señor Botibol le sonrió y dio la vuelta para marcharse.

—Ahora tengo que ir a hacer gimnasia, nunca perdono la gimnasia por la mañana. Ha sido un placer conocerla, un verdadero placer...

Se retiró unos diez pasos. La mujer le dejó marchar sin mirarle.

Todo estaba en orden. El mar estaba en calma, él se había vestido ligeramente para nadar, casi seguro que no había tiburones en esa parte del Atlántico, y también contaba con esa buena mujer para dar la alarma. Ahora era sólo cuestión de que el barco se retrasara lo suficiente a su favor. Era casi seguro que así ocurriría. De cualquier modo, él también ayudaría un poco. Podía poner algunas dificultades antes de subir al salvavidas, nadar un poco hacia atrás y alejarse subrepticiamente mientras trataban de ayudarle. Un minuto, un segundo ganado, eran preciosos para él. Se dirigió de nuevo hacia la barandilla, pero un nuevo temor le invadió. ¿Le atraparía la hélice? El sabía que les había ocurrido a algunas personas al caerse de grandes barcos. Pero no iba a caer, sino a saltar y esto era diferente, si saltaba a buena distancia, la hélice no le cogería. 

El señor Botibol avanzó lentamente hacia la barandilla a unos veinte metros de la mujer. Ella no le miraba en aquellos momentos. Mejor. No quería que le viera saltar. Si no lo veía nadie, podría decir luego que había resbalado y caído por accidente. Miró hacia abajo. 

Estaba bastante alto, ahora se daba cuenta de que podía herirse gravemente si no caía bien. ¿No había habido alguien que se había abierto el estómago de ese modo? Tenía que saltar de pie y entrar en el agua como un cuchillo. El agua parecía fría, profunda, gris. Sólo mirarla le daba escalofríos, pero había que hacerse el ánimo, ahora o nunca. 

«Sé un hombre, William Botibol, sé un hombre. Bien... ahora... vamos allá.»

Subió a la barandilla y se balanceó durante tres terribles segundos antes de saltar, al mismo tiempo que gritaba:

—¡Socorro!
—¡Socorro! ¡Socorro! —siguió gritando al caer.

Luego se hundió bajo el agua.

Al oír el primer grito de socorro la mujer que estaba apoyada en la barandilla dio un salto de sorpresa. Miró a su alrededor y vio al hombrecillo vestido con pantalones cortos y zapatillas de tenis, gritando al caer. Por un momento no supo qué decisión tomar: hacer sonar la campanilla, correr a dar la voz de alarma, o simplemente gritar. Retrocedió un paso de la barandilla y miró por el puente, quedándose unos instantes quieta, indecisa. Luego, casi de repente, se tranquilizó y se inclinó de nuevo sobre la barandilla mirando al mar.

Pronto apareció una cabeza entre la espuma y un brazo se movió una, dos veces, mientras una voz lejana gritaba algo difícil de entender. La mujer se quedó mirando aquel punto negro; pero pronto, muy pronto, fue quedando tan lejos, que ya no estaba segura de que estuviera allí.

Después de un ratito apareció otra mujer en el puente. Era muy flaca y angulosa y llevaba gafas. Vio a la primera mujer y se dirigió a ella, atravesando el puente con ese andar peculiar de las solteronas.

—¡Ah, estás aquí!
 
La mujer se volvió y vio a la otra, pero no dijo nada. 

—Te he estado buscando por todas partes —dijo la delgada.
—Es extraño —dijo la primera mujer—, hace un momento un hombre ha saltado del barco completamente vestido.
—¡Tonterías!
—¡Oh, sí! Ha dicho que quería hacer ejercicio y se ha sumergido sin siquiera quitarse el traje.
—Bueno, bajemos —dijo la mujer delgada. En su rostro había un gesto duro y hablaba menos amablemente que antes.
—No salgas sola al puente otra vez. Sabes muy bien que tienes que esperarme.
—Sí, Maggie —dijo la mujer gruesa, y sonrió otra vez con una sonrisa dulce y tierna.

Cogió la mano de la otra y se dejó llevar por el puente.

—¡Qué hombre tan amable! —dijo—. Me saludaba con la mano.
 

FIN


lunes, 27 de agosto de 2012

El último unicornio - Cap XIV - Final - Peter S. Beagle

Viene de "El último unicornio - Cap XIII - Peter S. Beagle"



CAPÍTULO XIV

FINAL


Una vez que el mar hubo borrado las huellas en forma de diamante de los unicornios, no quedó rastro de su paso ni del castillo del rey Haggard. La única diferencia es que Molly Grue los recordaba perfectamente. 

—Es mejor que se fueran sin decir adiós —habló consigo misma—. Habría sido estúpido. De todas maneras, voy a actuar como una estúpida dentro de un minuto, pero es mejor así. —Entonces algo cálido aleteó sobre su mejilla y entre sus cabellos, como un rayo de sol, y se dio la vuelta para rodear con sus brazos el cuello de la unicornio—. ¡Oh, estás aquí, estás aquí! —Estuvo a punto de comportarse como una niña y preguntó—: ¿Te vas a quedar?

Pero la unicornio se deshizo con dulzura de ella y trotó hacia el lugar en que estaba tendido el príncipe Lír. Los ojos azul oscuro del joven habían perdido el color. La unicornio se detuvo junto al cuerpo yacente, custodiándolo como él había custodiado a lady Amalthea.

—Puede devolverle la vida —musitó Schmendrick—. El cuerno de un unicornio es inmune a la muerte. 

Molly le miró fijamente, como no lo hacía desde mucho tiempo antes, y vio que por fin había reconquistado su poder y sus orígenes. No podía explicar cómo lo sabía, puesto que ningún halo de gloria le rodeaba y no ocurrían prodigios en su honor, al menos en ese momento. Era Schmendrick el Mago, como siempre..., aunque se podía decir que por primera vez.

Pasó un largo rato antes de que la unicornio tocara con su cuerno al príncipe Lír. A pesar de que su búsqueda había concluido con la mayor de las alegrías, había una cierta fatiga en sus movimientos, una tristeza en su belleza que Molly nunca había visto. De repente tuvo la intuición de que estaba más apenada por la muchacha perdida que por Lír; por aquella lady Amalthea que habría vivido feliz para siempre en compañía del príncipe. La unicornio bajó la cabeza y su cuerno se deslizó por la barbilla de Lír con la torpeza de un primer beso. 


El príncipe se incorporó de un brinco, con una sonrisa dirigida a algo muy lejano en el tiempo.

—Padre —dijo con voz atropellada y llena de asombro—, padre, he tenido un sueño. —Entonces vio a la unicornio y se puso en pie. La sangre circuló por sus venas e iluminó su cara—. Estaba muerto.

La unicornio le tocó por segunda vez, sobre el corazón, sin apartar el cuerno durante unos segundos. Ambos temblaban. El príncipe Lír le abrió los brazos expresivamente. 

—Te recuerdo, te recuerdo —dijo la unicornio. —Cuando estaba muerto... —empezó el príncipe Lír, pero la unicornio se había marchado. 

Escaló el acantilado sin desprender piedras ni arrancar matojos, veloz como la sombra de un pájaro; y cuando miró hacia abajo, con una pata suspendida en el aire, el sol en los flancos, la cabeza y el cuello absurdamente frágiles, en comparación con la magnitud del cuerno..., los tres que la observaban gritaron llenos de pánico. La criatura se giró y desapareció, pero Molly Grue oyó sus voces partir en su dirección como flechas. Por más grande que fuera su deseo de que regresara, mayor era el de no haberla llamado.

—Tan pronto como la vi —dijo el príncipe Lír—, supe que había estado muerto, como la otra vez, cuando la vi desde la torre de mi padre. —Alzó la vista y retuvo el aliento. Fue el único sonido de pesar que recibiera jamás el rey Haggard de un ser vivo —. ¿Fui yo el causante? La maldición afirmaba que yo derribaría el castillo, pero nunca habría sido capaz. Haggard no era bueno conmigo, pero yo no era lo que él deseaba. ¿Provoqué yo su ruina?
—Si no hubieras tratado de salvar a la unicornio —replicó Schmendrick—, nunca se habría enfrentado al Toro Rojo, nunca le habría expulsado hacia el mar. El Toro Rojo provocó la subida de las aguas y, de paso, puso en libertad a los unicornios, que demolieron el castillo. Ahora que lo sabes, ¿cambiarás de opinión? 

El príncipe Lír meneó la cabeza sin decir nada. 

— Pero ¿por qué huyó el Toro? —preguntó Molly—. ¿Por qué no le plantó cara y luchó?

No vieron señales del monstruo cuando otearon el horizonte, a pesar de que era demasiado enorme para haber nadado hasta perderse de vista en tan breve lapso de tiempo. Tanto si había alcanzado otra orilla como si las aguas habían conseguido por fin hundir su inmensa mole, no supieron la respuesta hasta mucho después y, desde luego, jamás se le volvió a ver en aquel reino. 

—El Toro Rojo nunca lucha —dijo Schmendrick—. Conquista, pero no lucha. —Posó una mano sobre la espalda del príncipe Lír—. Ahora, tú eres el rey.

Tocó también a Molly, dijo algo más cercano a un susurro que a una palabra y los tres flotaron en el aire, como plumas de algodón, hacia la cumbre del acantilado. 

Molly no estaba asustada. La magia sostenía su cuerpo como si fuera una nota de música que estuviera cantando. Aunque comprendió que tales artes no estaban lejos de ser peligrosas y eran difíciles de manejar, lamentó vivamente que el inesperado viaje finalizara.

No quedaba piedra sobre piedra, ni señal del castillo. El terreno que había ocupado no se veía más descolorido que el resto. Cuatro jovenzuelos, cubiertos con oxidadas y rotas armaduras, vagaban atolondradamente por los pasillos ausentes, dando vueltas sin cesar en el espacio vacío donde se ubicaba el gran vestíbulo. Cuando vieron a Lír, Molly y Schmendrick se precipitaron a su encuentro entre grandes risas. Cayeron de rodillas ante Lír y gritaron a la vez:

— ¡Su Majestad! ¡Viva el rey Lír!
 
Lír se sonrojó y trató de obligarles a que se pusieran de pie. 

—No importa —refunfuñó — , no importa. ¿Quiénes sois? —Examinaba con asombro las caras, una a una—. Os conozco, estoy seguro, pero ¿cómo es posible?
—Es verdad, Su Majestad —dijo con gran alegría el primero—. Somos los hombres de armas del rey Haggard..., los mismos que le servimos durante tantos fatigosos y fríos años. Huimos del castillo cuando desaparecisteis en el reloj, porque el Toro Rojo bramaba y todas las torres temblaban y estábamos asustados. Supimos que la antigua maldición se iba a cumplir por fin.
—Una gran ola cayó sobre el castillo —dijo el segundo—, tal como la bruja había profetizado. La vi derramarse por el acantilado, con tanta lentitud como la nieve, pero no puedo explicaros por qué no nos arrastró.
—La ola se dividió para rodearnos —dijo otro—, algo que jamás había visto. El agua era extraña, como el fantasma de una ola, bullía con una luz irisada, y por un momento me pareció que... —Se frotó los ojos y encogió los hombros, sonriendo con la indecisión pintada en el semblante—. No lo sé, fue como un sueño.
—Pero ¿qué os ha sucedido a vosotros? —preguntó Lír —. Ya erais viejos cuando nací, y ahora sois más jóvenes que yo. ¿Qué clase de milagro es éste? 

Los tres que habían hablado sofocaron la risa y se miraron, azorados.

—Es un milagro muy significativo —dijo el cuarto hombre de armas—. Una vez le dijimos a lady Amalthea que volveríamos a ser jóvenes si tal era su deseo, y por cierto que estábamos diciendo la verdad. ¿Dónde está? Iremos en su ayuda aunque eso signifique enfrentarnos al mismísimo Toro Rojo. 
—Se ha ido —respondió el rey Lír—. Traed mi caballo y ensilladlo. Traed mi caballo.

Su voz era áspera e impaciente, y los cuatro hombres de armas se apresuraron a obedecer a su nuevo señor. 


—Su Majestad, no es posible —dijo suavemente Schmendrick a sus espaldas—. No debéis seguirla.
— ¡Mago, ella es mía! —exclamó, con una mirada parecida a la de Haggard. Hizo una pausa y prosiguió en un tono más amable, casi de súplica—: Dos veces me ha rescatado de la muerte. ¿Qué será de mí sin ella? Moriré por tercera vez. —Asió a Schmendrick por las muñecas, con la fuerza suficiente para pulverizarle los huesos, pero el mago no hizo el menor gesto—. No soy el rey Haggard. No deseo capturarla, sólo pasar el resto de mis días siguiéndola, durante millas, leguas o años, sin verla nunca, tal vez, pero satisfecho. Estoy en mi derecho. Un héroe tiene derecho a este final feliz, si llega la ocasión.
 
—Éste no es el final de ninguno de los dos. Sois el rey de un país devastado, donde no ha habido más rey que el miedo. Vuestra auténtica tarea acaba de empezar, y quizá no sabréis nunca, en el curso de vuestra vida, si la habéis llevado a buen fin, pero sí sabréis si habéis fracasado. En cuanto a ella, su historia es interminable, sea feliz o sea triste. No puede pertenecer a nadie lo bastante mortal para quererla. Pero podéis estar satisfecho, mi señor. — Schmendrick, con gran extrañeza de todos, lo abrazó durante unos instantes—. Ningún hombre ha recibido más de ella, y ningún otro será bendecido en sus recuerdos. La habéis amado y la habéis servido... Podéis estar satisfecho. Ahora podéis ser rey.
— ¡Pero si no es eso lo que quiero! —gritó Lír. El mago no respondió, solamente le miró. Los ojos azules se reflejaron en los verdes; el rostro enjuto y altivo en otro que no era ni tan bien dibujado ni tan osado. El rey parpadeó y bizqueó, como si estuviera mirando al sol, y al poco rato bajó los ojos y murmuró—: Así sea. Me quedaré y gobernaré solo a los despreciables habitantes de un país que odio. Pero, igual que el pobre Haggard, no hallaré ningún gozo en mi actividad.

Un gatito del color del otoño, con una oreja torcida, surgió de algún escondite secreto en el aire y bostezó. Molly lo cogió y lo sostuvo contra su cara, y el felino metió las patas entre su pelo. Schmendrick sonrió y dijo al rey: 

—Ahora debemos marcharnos. ¿Vendréis con nosotros para ser testigo de nuestra amistad hasta el límite de vuestros dominios? Hay muchas cosas en el camino que os convendría examinar..., y os puedo prometer que encontraremos alguna señal de los unicornios.

El rey Lír reclamó de nuevo su caballo, hasta que sus hombres lo trajeron, pero no había ninguno para Schmendrick y Molly. Sin embargo, al advertir la mirada de asombro de su señor, se giraron y vieron dos caballos más que seguían sus pasos dócilmente, uno negro y otro marrón, ambos ensillados y equipados. Schmendrick eligió el negro y adjudicó el marrón a Molly.

—¿Son tuyos? —preguntó la mujer, algo atemorizada—. ¿Los has hecho tú? ¿Puedes... hacer cosas ahora? 

Su admiración fue acompañada por un suspiro del rey. —Los encontré, pero cuando digo «encontrar» me refiero a otra cosa. No me hagas más preguntas —contestó, y ayudó a Molly a montar y luego lo hizo él. 

Así, los tres se alejaron a caballo y los hombres de armas les siguieron a pie. Nadie miró atrás, puesto que no había nada que ver. Pero el rey Lír dijo, sin hablar para nadie en concreto:  

—Qué extraño es hacerse hombre en un lugar, asistir a su desaparición, verlo todo cambiado..., y de repente ser rey. ¿Fue real todo ello? ¿Soy real, en ese caso? 

Schmendrick no respondió.
 
El rey Lír deseaba marchar de prisa, pero Schmendrick impuso un paso lento y se desvió por un camino secundario. Cuando el rey se irritó por la escasa velocidad, se le reconvino por la falta de consideración hacia sus hombres, aunque, sorprendentemente, resistieron el viaje sin el menor cansancio. Molly no tardó en comprender que el mago se demoraba para que Lír pudiera observar en detalle sus dominios. Y descubrió que el paisaje era admirable.

Porque la primavera, poco a poco, estaba llegando al estéril país que había sido de Haggard. Un extranjero no habría advertido el cambio, pero Molly vio que la tierra marchita empezaba a cubrirse de un verdor tan ligero como el humo. Árboles achaparrados y nudosos, que nunca habían florecido, echaban flores con el estilo cauteloso de un ejército que envía exploradores por delante. Riachuelos sempiternamente secos empezaban a removerse en sus lechos. Pequeñas criaturas se llamaban entre sí. Los olores surgían por franjas; hierba descolorida y barro negro, miel y nueces, menta, heno y manzanos en putrefacción; hasta el sol de la tarde traía un entrañable perfume que Molly hubiera reconocido en cualquier parte. Cabalgó a la altura de Schmendrick y contempló el suave advenimiento de la primavera, sin dejar de preguntarse cómo había llegado hasta ella, tarde pero perdurable. 

—Los unicornios han pasado por aquí —susurró al mago—. ¿Es ésta la explicación, o es la caída de Haggard y la huida del Toro Rojo? ¿Cuál es?, ¿qué está ocurriendo?
—Todo, todo a la vez. No es una primavera, son cincuenta; y no se desvanecieron tan sólo uno o dos grandes terrores, sino un millar de pequeñas sombras desparramadas por el país. Espera y verás. 
— No es la primera primavera de esta tierra —dijo en voz alta, para que le oyera el rey—. Era un buen país hace muchos años y sólo requiere un buen rey para volver a ser lo que era. Observa cómo se va suavizando delante tuyo. 

El rey Lír no pronunció ni una palabra, pero sus ojos no cesaban de moverse a derecha e izquierda, por lo que no pudo dejar de apreciar la rápida maduración. Incluso el valle de Hagsgate, de funesta memoria, bullía con toda clase de flores salvajes, aguileñas y campanillas, espliegos y tramuces, dedaleras y milenramas. Las malvas maduraban en las profundas huellas del Toro Rojo.

Pero cuando llegaron a Hagsgate, muy avanzada la tarde, les esperaba un escenario desolado y extraño. Los campos arados estaban lamentablemente destrozados. Los ricos huertos y viñedos habían sido arrasados y no quedaba ni un triste arbolillo en pie. Un desastre tan fulgurante parecía obra del Toro Rojo, pero Molly Grue pensó que cincuenta años de calamidades contenidas se habían abatido sobre Hagsgate de una vez, al mismo tiempo que otras tantas primaveras confortaban por fin al resto del país. La tierra pisoteada tenía un aspecto ceniciento a la luz del ocaso. 

— ¿Qué es esto? —preguntó con calma el rey Lír. —Seguid cabalgando, Majestad —replicó el mago—. Seguid cabalgando. 

El sol se ponía cuando traspasaron las derruidas puertas de la ciudad, y guiaron sus caballos lentamente, a través de las calles sembradas de tablas, enseres, cristales rotos y restos de paredes, ventanas, chimeneas, sillas, útiles de cocina, tejados, bañeras, camas, repisas y tocadores. Todas las casas de Hagsgate se habían venido abajo; no quedaba nada por romper. Parecía que la ciudad hubiera sido pisoteada.

Los habitantes de Hagsgate estaban sentados en los umbrales de sus puertas, si es que aún existían, pensando en la tragedia. Siempre habían tenido el aspecto de ser pobres, aun en medio de la abundancia, y la ruina les hacía sentirse casi aliviados, pero en modo alguno más pobres. Apenas advirtieron la llegada de Lír, hasta que éste habló:

—Soy el rey. ¿Qué ha sucedido aquí?
—Fue un terremoto —murmuró un hombre perdido en sus ensoñaciones.
—Fue una tempestad que llegó del mar, del noreste —le contradijo otro—. Hizo añicos la ciudad y llovió granizo, piedras grandes como puños.

Otro hombre insistió en que un poderoso oleaje había caído sobre Hagsgate, un oleaje blanco como el cornejo y pesado como el mármol, que no ahogó a nadie pero lo destrozó todo. El rey Lír les escuchó con una sonrisa inexorable. 

—Escuchad —les dijo cuando terminaron—. El rey Haggard ha muerto y su castillo ha sido destruido. Yo soy Lír, aquel niño de Hagsgate que fue abandonado al nacer para evitar que se cumpliera la profecía de la bruja. —Con un gesto de la mano abarcó las casas deshechas—. Gente estúpida y miserable, los unicornios han vuelto, los unicornios que veíais cazar al Toro Rojo y pretendíais no ver. Fueron ellos los que tiraron el castillo abajo, y también la ciudad. Pero ha sido vuestra avaricia y vuestro temor la que os ha destruido.

Los ciudadanos suspiraron con resignación, pero una mujer de mediana edad se adelantó hacia el rey y dijo con cierto temple: 

—Disculpadme, mi señor, pero todo parece algo injusto. ¿Qué podríamos haber hecho para salvar a los unicornios? Temíamos al Toro Rojo. ¿Qué podríamos haber hecho?
—Con una palabra habría bastado —replicó el rey Lír—. Ahora nunca lo sabréis.

Estaba a punto de volver grupas y abandonarles allí cuando una voz débil y cascada le llamó:

— ¡Lír..., pequeño Lír, mi hijo, mi rey!
 
Molly y Schmendrick reconocieron al individuo que llegaba corriendo, con los brazos abiertos, jadeando y cojeando como si fuera más viejo de lo que realmente era. Se trataba de Drinn.

—¿Quién eres? —preguntó el rey—. ¿Qué quieres de mí?
—¿No me conoces, hijo mío? —El hombre manoseó los estribos y se frotó la nariz contra las botas—. No, claro, ¿cómo ibas a conocerme? ¿Merezco acaso que me conozcas? Soy tu padre..., tu pobre, viejo y muy feliz padre. Yo soy aquel que te abandonó en la plaza del mercado una noche de invierno, hace muchos años, y te condujo así hacia tu heroico destino. ¡Cuan sabio fui, cuan triste estuve tan largo tiempo, cuan orgulloso estoy ahora! ¡Mi niño, mi bebé!

Aunque no podía derramar auténticas lágrimas, su nariz moqueaba como si llorara con sinceridad. Sin una palabra, el rey Lír tiró de las riendas del caballo y se apartó de la multitud. El viejo Drinn dejó caer los brazos extendidos a los costados. 

— ¡Cría cuervos! —vociferó—. Hijo ingrato, ¿abandonarás a tu padre en la hora del desastre, cuando una palabra de tu brujo favorito habría puesto las cosas en su sitio otra vez? ¡Despréciame si quieres, pero he tenido mi parte al ponerte donde estás, y no oses negarlo! La maldad también tiene sus derechos. 

El rey quiso volver atrás, pero Schmendrick le contuvo.

—Es verdad, como sabéis —susurró—, pero para él, para todos ellos, el cuento habría funcionado igual de otra forma. ¿Quién se atrevería a decir que el final habría sido tan feliz como éste? Debéis ser su rey y gobernarles con tanta bondad como si fueran más valientes y más fieles, porque forman parte de vuestro destino. 

Entonces Lír alzó la mano en dirección a la gente de Hagsgate. Los presentes se empujaron y se dieron codazos. 

—Debo partir con mis amigos y acompañarles un trecho. Pero dejaré aquí a mis hombres de armas y os ayudarán a reconstruir vuestra ciudad. Cuando vuelva, dentro de poco, yo también colaboraré. No empezaré a erigir mi nuevo castillo hasta que vea a Hagsgate de pie una vez más.

Se lamentaron amargamente de que Schmendrick podía hacerlo en un momento por medio de su magia, pero éste respondió: 

—No podría aunque quisiera. Hay leyes que gobiernan las artes mágicas, como hay leyes que rigen las estaciones y el mar. La magia os hizo ricos en otro tiempo, mientras la demás gente del país era pobre; pero vuestros días de prosperidad han terminado y os toca comenzar de nuevo. La tierra baldía de los tiempos de Haggard crecerá verde y generosa, pero Hagsgate arrastrará una existencia tan miserable como los corazones que la habitan. Plantaréis vuestros campos otra vez y levantaréis los huertos y los viñedos caídos, pero nunca prosperarán como antes, nunca... hasta que aprendáis a disfrutar de ellos sin motivo alguno. Yo, en vuestro lugar, tendría hijos —aconsejó, con la mirada desprovista de ira, pero llena de piedad; luego se dirigió al rey Lír—. ¿Qué decíais, Majestad? ¿Dormiremos aquí esta noche y seguiremos nuestra ruta al amanecer?

Pero el rey espoleó al caballo y salió a todo galope de la ruinosa Hagsgate. Molly y el mago tardaron bastante en alcanzarle, y aún transcurrió un tiempo antes de que se detuvieran para dormir. Viajaron durante muchos días a través de los dominios del rey Lír, y cada día sabían menos y se deleitaban más. La primavera se extendía ante su vista con tanta rapidez como se propaga el fuego; vestía lo que estaba desnudo y abría lo que había estado herméticamente cerrado; tocaba la tierra como la unicornio había tocado a Lír.

Toda clase de animales, desde osos a escarabajos negros, jugaban, se arrastraban o se escabullían a lo largo de su camino, y el cielo, antes arenoso y árido como el suelo, se llenó de pájaros que volaban en bandadas tan espesas que nublaban el sol la mayor parte del tiempo. Los peces saltaban y se movían con agilidad en los rápidos riachuelos, y flores salvajes brotaban en las colinas como prisioneros en fuga. El ruido de la vida llenaba el país, pero fue el silencioso regocijo de las flores el que mantuvo despiertos a los tres viajeros por la noche.

Las gentes de los pueblos les saludaban cautelosamente, con casi la misma sequedad que habían mostrado cuando Schmendrick y Molly habían pasado por primera vez. Sólo los más viejos habían visto la primavera antes, y muchos sospechaban que el desbordante verdor podía deberse a una plaga o a una invasión.

El rey Lír les dijo que Haggard había muerto y el Toro Rojo desaparecido para siempre, les invitó a visitarle en su nuevo castillo y siguió su camino. 

—Necesitan tiempo para sentirse a gusto con las flores —fue su comentario.

Allá donde hacían un alto, el rey prometía que todos los proscritos serían perdonados, y Molly confió en que las noticias llegarían a oídos del capitán Cully y su alegre banda. Así ocurrió, y todos los alegres bandidos abandonaron de inmediato la vida en el bosque, salvo el capitán Cully y Jack Jingly. Ambos adoptaron el oficio de juglares vagabundos y, según los rumores, consiguieron una razonable popularidad en las provincias. 

Una noche, los tres dormían en la más lejana frontera del reino de Lír, en camas improvisadas con la hierba. El rey les anunció que a la mañana siguiente se despediría de ellos y regresaría a Hagsgate.

—Será un viaje solitario —comentó en la oscuridad—. Preferiría ir con vosotros a ser rey.
—Bueno, conseguiréis que os guste —replicó Schmendrick—. Los mejores jóvenes del pueblo se abrirán camino en la corte y les enseñaréis a ser caballeros y héroes. Los ministros más inteligentes vendrán a aconsejaros, los más hábiles músicos, malabaristas y narradores vendrán a solicitar vuestros favores. Y un día, cuando sea la hora, llegará una princesa, o bien huyendo de sus intolerables y perversos padre y hermanos, o bien suplicando justicia para ellos. Quizá oiréis hablar de ella, encerrada en una fortaleza de pedernal impenetrable, por única compañía una compasiva araña...
—No me importa nada de eso —dijo el rey Lír. Estuvo callado durante tanto rato que Schmendrick pensó que dormía, pero luego dijo—: Me gustaría verla una vez más y confesarle mis sentimientos. Nunca sabrá lo que realmente quería decir. Prometiste que la vería.
—Prometí tan sólo que veríais alguna señal de los unicornios, y así ha sido. Vuestro reino está bendecido más allá de todo merecimiento porque ellos lo han cruzado en libertad. En cuanto a vos, vuestro corazón y las cosas que dijisteis y no dijisteis, las recordará cuando los hombres sean meros entes de fantasía en libros escritos por conejos. Pensad en ello y callad.

El rey no habló más y Schmendrick se arrepintió de sus palabras.

—Os tocó dos veces —dijo al cabo de un rato—. La primera para devolveros a la vida, pero la segunda era para vos.

Lír no respondió y Schmendrick nunca supo si lo había oído o no. 

Schmendrick soñó que la unicornio volvía y se quedaba a su lado, bajo la luz de la luna. El ligero viento de la noche levantaba y desordenaba su crin, la luna brillaba sobre el cincelado copo de nieve de su pequeña cabeza. Sabía que era un sueño, pero estaba feliz de verla. 


—Qué bella eres —dijo — . Nunca llegué a decírtelo.

Habría alertado a los otros, pero los ojos de la unicornio cantaron una advertencia tan diáfana como dos pájaros asustados, y supo que si se movía para llamar a Molly y a Lír se despertaría y la criatura desaparecería. 

—Aún te quieren más, creo, a pesar de que hago lo que puedo.
—Por qué... —dijo la unicornio, pero el mago no consiguió descifrar la respuesta. Yacía muy quieto, con la esperanza de que, cuando despertara por la mañana, recordaría con exactitud la forma de sus orejas—. Ahora eres un auténtico mago..., y mortal, tal como deseaste siempre. ¿Eres feliz?
—Sí —replicó con una silenciosa sonrisa—. No soy el pobre Haggard, que perdió el deseo de su corazón al poseerlo, pero hay magos y magos, magia negra y magia blanca, y los infinitos matices del gris entre ambas..., y ahora veo que todo es lo mismo. Tanto si decido ser lo que los hombres llaman un mago sabio y bueno, ayudando a los héroes, frustrando los planes de brujas, nobles perversos y padres irrazonables, produciendo lluvia, curando el Baile de San Vito y el sonambulismo, bajando gatos de los árboles, como si elijo las retortas llenas de elixires y esencias, los polvos, las hierbas y las pociones venenosísimas, los libros encuadernados en piel humana y encerrados bajo candado, que mejor sería no dar a la luz, la niebla turbia que oscurece la habitación y la voz dulce que balbucea en su interior..., bueno, la vida es corta. A fin de cuentas, ¿a cuántos podré ayudar o perjudicar? Tengo mi poder al fin, pero el mundo es todavía demasiado pesado para moverlo, aunque el amigo Lír no piense lo mismo.
 
Y rió de nuevo en el sueño, con algo de tristeza.
 
—Es verdad. Eres un hombre, y los hombres no pueden hacer nada importante. —Pero su voz era extrañamente lenta y grave—. ¿Qué elegirás?
—Oh, la magia benéfica, sin duda, puesto que tú la prefieres —rió el mago por tercera vez—. Creo que nunca más te volveré a ver, pero trataré de hacer lo que te agradaría, en caso de que lo supieras. Y tú..., ¿dónde te quedarás el resto de tu vida? Pensé que ya habrías regresado a tu bosque.

La unicornio se apartó un poco y el súbito centelleo de su lomo hizo que toda la charla sobre magia dejara un regusto arenoso en la garganta del mago. Polillas, mosquitos y otros insectos nocturnos demasiado pequeños para ser algo en particular vinieron a bailar lentamente alrededor de su cuerno luminoso, pero, en lugar de prestarle un aspecto ridículo, aumentó en belleza y sabiduría ante aquellos que la festejaban. El gato de Molly se frotaba contra sus patas delanteras.

—Los otros se han ido. Se han dispersado por los bosques de donde procedían, cada uno por su lado, y a los hombres les será tan fácil verlos como si aún estuvieran en el mar. Yo también regresaré a mi bosque, pero no sé si viviré a gusto allí, o en cualquier otro lugar. He sido mortal y una parte de mí es todavía mortal. Estoy llena de lágrimas, de anhelos y de temor a la muerte, a pesar de que no puedo llorar, no deseo nada y no puedo morir. Ahora no soy igual que los otros, porque no ha nacido ningún unicornio que pueda tener remordimientos, y yo los tengo. Yo los tengo. 

Schmendrick ocultó su rostro como un niño, a pesar de ser un gran mago.

—Lo siento, lo siento —musitó—. Te he hecho daño, como Nikos al otro unicornio, con el mismo resultado, y no puedo enmendarlo. Mamá Fortuna, el rey Haggard y el Toro Rojo juntos fueron más buenos contigo que yo.
—Mi pueblo ha vuelto al mundo. Ninguna pena vivirá tanto en mí como esa alegría..., salvo una, que te agradezco también. Adiós, bondadoso mago. Intentaré volver a casa.

No hizo ningún ruido al marchar, pero el mago estaba despierto y el gato de la oreja torcida maullaba su soledad. Al girar la cabeza vio que el resplandor de la luna temblaba en los ojos del príncipe Lír y de Molly Grue. Los tres permanecieron despiertos hasta el amanecer, sin que nadie pronunciara una palabra. 


El rey Lír se levantó con los primeros rayos del sol y ensilló su caballo.
 
—Me gustaría que vinierais a verme algún día.
 
Le aseguraron que lo harían, pero se resistía a abandonarles, retorciendo las flojas riendas entre sus dedos.

— ¡Anoche soñé con ella! —dijo por fin.
— ¡Yo también! —gritó Molly.

Schmendrick abrió la boca, pero la volvió a cerrar.

—Os pido por nuestra amistad que... me contéis lo que os dijo —rogó con voz estrangulada, y tomó una mano de cada uno en un apretón helado y doloroso.
—Mi señor, raramente recuerdo mis sueños. —Schmendrick le dedicó una débil sonrisa—. Me parece que hablamos solemnemente de tonterías, al estilo habitual... Vacíos, evanescentes y graves disparates. 

El rey soltó su mano y enfocó su mirada medio enloquecida en Molly Grue. 

—Nunca lo diré —respondió la mujer, algo asustada, ruborizándose intensamente—. Lo recuerdo, pero nunca se lo diré a nadie, aunque tuviera que morir por ello..., ni siquiera a vos, mi señor.

No miraba al rey mientras hablaba, sino a Schmendrick. 

El rey Lír soltó su mano también y subió a la silla con tanta violencia que el caballo se lanzó hacia adelante con la velocidad de un ciervo, pero el príncipe se mantuvo firme sobre su montura y, echando fuego por los ojos, miró a Molly y a Schmendrick con un rostro tan ceñudo, ajado y hundido como si hubiera sido rey durante un larguísimo período.

—No me dijo nada, ¿comprendéis? No me dijo nada, nada en absoluto.

Luego su expresión se suavizó, como ocurría cuando el rey Haggard contemplaba las evoluciones de los unicornios en el mar. Por un momento volvió a ser el joven príncipe que se sentaba junto a Molly en la cocina. 

—Me miró —prosiguió—. En el sueño me miró, pero no habló.

Azuzó a su cabalgadura sin despedirse, y le siguieron con la mirada hasta que las colinas lo ocultaron; un triste y erguido jinete que volvía a casa para ser rey.

—Oh, pobre muchacho. Pobre Lír —dijo por fin Molly.
—No le ha ido tan mal —respondió el mago — . Los grandes héroes necesitan penas y amarguras, de lo contrario la mitad de su grandeza pasaría desapercibida.

Todo es parte del cuento de hadas. —La duda se transparentaba en sus palabras. Deslizó suavemente su mano sobre los hombros de Molly—. Ciertamente es la fortuna más apreciada, pero la que se obtiene con más esfuerzo. —Poco a poco la fue apartando hasta la distancia de su brazo y le preguntó—: ¿Me contarás ahora lo que te dijo? —Molly rió por toda respuesta; le resbaló el pelo sobre la cara y su belleza fue superior a la de lady Amalthea—. Muy bien. Tendré que encontrar a la unicornio; tal vez me lo diga.

Llamó a los corceles con un silbido.
 
Molly guardó silencio mientras el mago ensillaba su caballo, pero cuando hizo lo propio con el otro posó la mano sobre su brazo.

—¿Crees que..., de veras confías en que la encontraremos? Hay algo que olvidé decirle.

Schmendrick la miró de soslayo. El sol de la mañana hacía brillar sus ojos como la hierba fresca, pero a ratos, especialmente cuando se agachó a la sombra del caballo, un verdor mis profundo enturbiaba su mirada, el verde de la pinocha, que sugiere una leve y fría amargura.

—Por su bien, espero que no. Significaría que también anda sin rumbo, que es un destino propio de los seres humanos, pero no de un unicornio. Pero sí que confío, claro que confío. —Sonrió a Molly y cogió su mano—. De cualquier forma, puesto que debemos elegir un camino entre los muchos que llevan al mismo sitio, ojalá sea el que haya tomado un unicornio. Tal vez no le veamos nunca, pero siempre sabremos por dónde ha pasado. Ven, pues, ven conmigo.

Y de esta manera empezaron su nuevo viaje, que les condujo sucesivamente a la mayoría de los recovecos del dulce, pérfido y caprichoso mundo y, por fin, hacia su extraño y maravilloso destino. Pero eso fue mucho más tarde, porque, al principio, apenas transcurridos diez minutos de abandonar el reino de Lír, se toparon con una doncella que corría a toda prisa en su dirección. Llevaba el vestido desgarrado y tiznado, aunque la calidad del tejido era evidente, a pesar de que su pelo estaba revuelto y enmarañado, sus brazos arañados y su linda cara sucia, no cabía la menor duda de que se trataba de una princesa en peligro inminente. Schmendrick se apeó para sostenerla, y ella le agarró con ambas manos como un náufrago a una tabla. 

— ¡Socorro, socorro, au secours! Si eres un hombre de temple y buenos sentimientos, ayúdame. Soy la princesa Alison Jocelyn, hija del buen rey Giles, traicioneramente asesinado por su hermano, el sanguinario duque Wulf, que ha capturado a mis tres hermanos, los príncipes Corin, Colin y Calvin, encerrándoles en una pavorosa cárcel como rehenes, a fin de obligarme a desposar con su obeso hijo,
lord Dudley, pero soborné a un centinela y engañé a los perros con... 

Pero Schmendrick el Mago levantó la mano y la joven se calló en el acto, mirándole llena de admiración con sus ojos color malva. 


—Hermosa princesa, el hombre que necesitáis acaba de marcharse por allí —y señaló con el dedo la tierra que habían abandonado recientemente—. Coged mi caballo y os reuniréis con él antes de que vuestra sombra os preceda. —Juntó las manos para ayudar a subir a la princesa Alison Jocelyn, que trepó a la silla con muestras de fatiga y perplejidad. Schmendrick obligó al caballo a dar la vuelta y dijo—: Es probable que le alcancéis fácilmente, pues cabalgará al paso. Es un buen hombre, y un héroe para el que no hay empresas imposibles. Le envío todas mis princesas. Su nombre es Lír.

Luego palmeó al caballo en la grupa y lo mandó tras las huellas del príncipe Lír, hecho lo cual estuvo riendo tanto rato que se encontró demasiado débil para seguir a Molly, y se vio forzado a andar tras su caballo durante un trecho. Cuando recuperó el aliento entonó una canción, secundado por Molly. Y esto es lo que cantaban mientras se alejaban juntos, despidiéndose de esta historia y en dirección a otra:
No soy rey, ni soy noble,
ni soy soldado, dijo él.
No soy más que un arpista, un arpista muy pobre
que ha venido hasta aquí para casarse contigo.

Si fueras un noble, serías mi señor,
al igual que si fueras un ladrón, dijo ella.
Y si eres arpista, serás mi arpista,
pues no hago la menor distinción,
pues no hago la menor distinción.

¿Y si te pruebo que no soy un arpista,
que por tu amor oculté la verdad?
En ese caso te enseñorea tocar y a cantar,
porque las arpas me gustan, de verdad. 
 

FIN




sábado, 25 de agosto de 2012

El último unicornio - Cap XIII - Peter S. Beagle

Viene de "El último unicornio - Cap XII - Peter S. Beagle"



CAPÍTULO XIII


El camino era lo bastante ancho para caminar uno al lado del otro, pero lo hacían de uno en uno. Lady Amalthea marchaba en cabeza por propia elección. El príncipe Lír, Schmendrick y Molly Grue, por este orden, seguían detrás, iluminados únicamente por su pelo, pero la joven no tenía ninguna luz delante para orientarse. Sin embargo, avanzaba con tanta facilidad como si hubiera recorrido el camino en ocasiones anteriores.

Ignoraban en qué lugar se hallaban. El viento frío parecía real, y también el olor húmedo que transportaba; la oscuridad dificultaba su progresión mucho más que el reloj. El mismo sendero era tangible, hasta el extremo de magullarles los pies y, en determinados puntos, estaba obstruido por piedras auténticas y por fragmentos de tierra desprendida de los bordes de la caverna. Pero su ruta era el imposible delirio de un sueño; en pendiente y sesgada, dando vueltas sobre sí misma; cayendo casi a pico y luego elevándose un poco; en suave descenso y retrocediendo para devolverles de nuevo, quizá a su lugar de origen, bajo el gran vestíbulo donde el rey Haggard estaba furioso aún ante un reloj caído y una calavera destrozada. Brujería, probablemente, pensó Schmendrick, pero nada de lo que hace una bruja es real, en último término..., en caso de que sea el último. Si no lo es, todo esto será real. 

Mientras avanzaban a tientas y a ciegas le hizo un relato sumario de sus aventuras al príncipe Lír, empezando por su propia y extraña historia y su extraño destino. Narró la destrucción del Carnaval de la Medianoche y su huida con la unicornio, el encuentro con Molly Grue, el viaje a Hagsgate y la historia de Drinn acerca de la doble maldición, que recaía sobre el castillo y sobre la ciudad. Se detuvo en esta parte, pues más allá se extendía la noche del Toro Rojo, una noche que terminaba, para bien o para mal, en la magia..., y en una muchacha desnuda que se debatía en su cuerpo como una vaca en las arenas movedizas. Tenía la esperanza de que el príncipe se interesara más en conocer los hechos de su heroico nacimiento que en los orígenes de lady Amalthea.

El asombro del príncipe Lír parecía sospechoso, lo cual hacía las cosas más difíciles.

—Desde hace mucho tiempo sé que el rey no es mi padre —declaró—, pero, no obstante, he tratado con todas mis fuerzas de ser su hijo. Soy enemigo de todo aquel que conspira contra él, y las habladurías de un patán no son suficientes para incitarme a provocar su ruina. En cuanto a lo otro, creo que ya no existen unicornios y sé que el rey Haggard nunca ha visto uno. ¿Cómo podría un hombre que ha contemplado un unicornio, al menos una vez, dejando aparte los miles que arrastra cada marea, ser tan triste como lo es el rey Haggard? ¿Por qué, si sólo la vi una vez y nunca más...? 

Hizo una pausa, algo confuso, porque se dio cuenta de que la conversación derivaba hacia algo tan doloroso que no podrían seguir el hilo de la narración. Molly escuchaba atentamente, pero lady Amalthea no daba señales de oír lo que los dos hombres hablaban.

—Sin embargo, el rey oculta algún suceso feliz de su vida —señaló Schmendrick—. ¿No habéis observado jamás un indicio..., un rastro en sus ojos? Yo sí. Reflexionad un momento, príncipe Lír.

El príncipe seguía en silencio. Se hundieron más en la siniestra oscuridad. No siempre sabían si estaban subiendo o bajando, o si el pasadizo volvía a doblar, hasta que las prominentes rocas, contra las cuales chocaban sus hombros, se convertían súbitamente en la desagradable barrera de una pared. No les llegaba el menor sonido del Toro Rojo, ni destellos de su maligna luz, pero cuando Schmendrick se tocó la cara húmeda el olor del Toro se desprendió de sus dedos.  


—A veces, después de haber estado en la torre —dijo el príncipe Lír—, hay algo en su rostro, en su expresión. Una claridad que no es del todo una luz. Me acuerdo que, cuando era pequeño, esto no sucedía cuando me miraba, o cuando miraba a otra persona. Y yo tenía un sueño. —Hablaba muy lentamente, arrastrando los pies—. Solía tener un sueño, siempre el mismo sueño, en el que estaba asomado a mi ventana en mitad de la noche y veía al Toro, veía al Toro Rojo...

No terminó la frase.
—Veíais al Toro conduciendo a los unicornios hacia el mar —dijo Schmendrick—. No era un sueño. Haggard los tiene a todos, a merced de las mareas, para su disfrute..., a todos, excepto uno. —El mago aspiró una larga bocanada de aire—. Ése uno es lady Amalthea.
—Sí —respondió el príncipe Lír—. Sí, lo sé.
—¿Qué quiere decir que lo sabéis? —preguntó airadamente Schmendrick—. ¿Cómo es posible que sepáis que lady Amalthea es un unicornio? Ella no puede habéroslo dicho, porque no lo recuerda. Desde que os encaprichasteis con ella sólo piensa en ser una mujer mortal. —Sabía que la verdad era completamente diferente, pero en ese momento no le importaba—. ¿Cómo lo sabéis?

El príncipe Lír dejó de caminar y le miró de frente. Estaba demasiado oscuro para que Schmendrick pudiera ver algo más que el frío y lechoso resplandor en el lugar que ocupaban sus ojos.

—No sabía lo que era hasta ahora. Pero supe, desde la primera vez que la vi, que era algo más de lo que yo veía. Unicornio, sirena, lamía, hechicera, Gorgona... Ningún nombre que le des puede sorprenderme o aterrorizarme. Yo amo a quien amo.
—Un hermoso sentimiento —dijo Schmendrick—, pero cuando la transforme en lo que es, para que pueda luchar contra el Toro Rojo y liberar a su pueblo...
—Yo amo a quien amo —respondió firmemente el príncipe Lír—. No tienes ningún poder sobre lo que es fundamental. 

Antes de que el mago pudiera replicar lady Amalthea se interpuso entre los dos, sin que ninguno de ellos la hubiera visto u oído retroceder por el pasadizo. Relucía y temblaba como el agua en movimiento. 

—No seguiré adelante.

Hablaba al príncipe, pero fue Schmendrick el que replicó.

—No hay elección. Sólo podemos continuar adelante. —Molly Grue se aproximó, con la mirada inquieta, y el pálido sobresalto de un pómulo—. Sólo podemos continuar adelante.
—No debe cambiarme —hablaba al príncipe, rehuyendo la mirada del mago—. No le permitáis que utilice sus poderes. Al Toro no le interesan los seres humanos... Pasaremos de largo y huiremos. El Toro quiere unicornios. Decidle que no me transforme en unicornio.

El príncipe Lír se retorció los dedos hasta hacerlos crujir.

— Es verdad —confirmó Schmendrick—. Así podríamos escapar del Toro Rojo, incluso ahora, como escapamos antes. Pero si lo hacemos no habrá oportunidad. Todos los unicornios del mundo serán sus prisioneros para siempre, excepto uno, y finalmente morirá. Envejecerá y morirá.
—Todo muere —repuso ella, hablando siempre para el príncipe Lír—. Es bueno que todo muera. Quiero morir cuando mueras tú. No dejes que me hechice, no permitas que me haga inmortal. No soy una unicornio, no soy una criatura mágica. Soy humana, y te quiero. 
— No sé mucho sobre encantamientos, excepto cómo romperlos —dijo el príncipe Lír suavemente—, pero sé que hasta los más grandes magos no pueden hacer nada contra lo que nos une a ti y a mí..., y, al fin y al cabo, el pobre Schmendrick no debe preocuparnos. No tengas miedo, no tengas miedo de nada. Hayas sido lo que hayas sido, ahora eres mía. Puedo tocarte.

Lady Amalthea miró al mago y, a pesar de la oscuridad, éste percibió un destello de terror en sus ojos. 

—No, no somos lo bastante fuertes. Me transformará y, ocurra lo que ocurra después, tú y yo nos separaremos para siempre. No te amaré cuando sea una unicornio, pero tú me seguirás queriendo porque no podrás evitarlo. Seré más bella que cualquier cosa en el mundo y viviré eternamente.

Schmendrick empezó a hablar y el sonido de su voz la hizo temblar como la llama de una vela.

—No lo haré. No lo haré así.
Ella paseó su mirada del uno al otro y habló con gran firmeza.
—Si queda algo de amor en mí cuando me haya cambiado lo sabrás, porque dejaré que el Toro Rojo me lleve hacia el mar con los otros. Así, al menos, estaré cerca de ti. 


—No hay necesidad de todo eso. —Schmendrick habló en un tono ligero, obligándose a reír—. Dudo que pudiera cambiarte, aun en el caso de que lo desearas. El mismo Nikos nunca pudo transformar un humano en unicornio..., y tú eres verdaderamente humana ahora. Puedes amar, tener miedo, prohibir que las cosas sean como son y exagerar las cosas. Dejémoslo así, terminemos la búsqueda. ¿Es peor el mundo sin unicornios? ¿Sería mejor si volvieran a correr en libertad? Una buena mujer más en el mundo es preferible a todos los unicornios desaparecidos. Acabemos con ello. Cásate con el príncipe y sé feliz hasta el fin de tus días. 

La iluminación del pasadizo parecía aumentar, y Schmendrick imaginó al Toro Rojo avanzando con sigilo en su dirección, grotescamente cauteloso, posando sus pezuñas en el suelo con la coquetería de una garza. El leve rubor en la mejilla de Molly Grue se disipó cuando la mujer escondió el rostro.

—Sí —dijo lady Amalthea—, ése es mi deseo.
—No —exclamó el príncipe Lír al mismo tiempo.
La palabra se le escapó con tanta brusquedad como un estornudo y ascendió a la superficie con el tono agudo de un interrogante; la voz de un muchacho tímido, mortalmente aturdido ante un espléndido y terrible regalo. 

—No —repitió, y esta vez la palabra fue pronunciada con otra voz, la voz de un rey; no la de Haggard, sino la de un rey afligido, más por lo que no podía dar que por lo que no podía tener—. Mi señora, soy un héroe. Simplemente es un oficio, como tejer o fabricar cerveza, y como todos tiene sus trucos, sus mañas y sus secretos. Hay formas de intuir a las brujas y de reconocer la presencia de un veneno; existen ciertos puntos débiles en todos los dragones y ciertas argucias que emplean encapuchados desconocidos para ponerte a prueba. Pero el verdadero secreto del héroe consiste en saber el orden de las cosas. El porquero no puede casarse con la princesa antes de emprender sus aventuras, el chico no puede llamar a la puerta de la bruja cuando se ha marchado de vacaciones. El tío malvado no puede ser puesto en evidencia y frustrado en sus intentos antes de cometer alguna maldad. Las cosas deben suceder en el momento adecuado. Las búsquedas no pueden ser abandonadas así como así; no se puede permitir que las profecías se pudran como la fruta no recogida; puede pasar un tiempo antes de que los unicornios sean rescatados, pero no toda la eternidad. No puede haber un final feliz en mitad de la historia. 

Ante el silencio de lady Amalthea, fue Schmendrick el que preguntó primero.
—¿Por qué no? ¿Quién lo dice?
—Los héroes —replicó tristemente el príncipe Lír—. Los héroes lo saben todo sobre el orden, sobre los finales felices... Los héroes saben que algunas cosas son mejores que otras. Los carpinteros saben acerca de hebras, cortes y líneas rectas. —Alargó una mano hacia lady Amalthea y dio un paso en su dirección. Ella no retrocedió ni volvió la cara; de hecho, levantó más la cabeza, y fue el príncipe el que apartó la mirada—. Tú fuiste la que me enseñaste. Nunca te miré sin dejar de ver la dulce armonía del mundo, o sin apenarme por su degradación. Me convertí en un héroe para servirte a ti y a todos los que son como tú. También para hallar la manera de iniciar una conversación.

Pero lady Amalthea siguió sin hablarle.
Una luminosidad blanca como la cal invadía la caverna. Podían verse con toda claridad; el miedo les hacía aparecer extraños y sebosos. La belleza de lady Amalthea se desvanecía bajo la apagada y sombría luz. Tenía un aspecto más mortal que cualquiera de los otros tres.

—Viene el Toro —anunció el príncipe Lír.
Se adentró en el pasadizo con los andares determinados e impacientes de los héroes. Lady Amalthea le siguió, caminando con la ligereza y el orgullo que las princesas han aprendido a practicar. Molly Grue se apretó junto al mago y le tomó la mano, del modo como solía acariciar a la unicornio cuando se sentía sola. Él le sonrió con aire de autocomplacencia.

—Déjala tal como es. Déjala así.
—Díselo a Lír —respondió alegremente—. ¿Fui yo quien dijo que el orden lo es todo? ¿Fui yo quien dijo que ella debe desafiar al Toro Rojo porque será lo más adecuado y preciso? No me interesan los rescates reglamentados y los finales felices oficiales. Se lo dejo a Lír.
—Pero tú le obligaste a hacerlo —puntualizó ella—. Sabes que lo que más desea en el mundo es que lady Amalthea abandone la búsqueda y se quede con él, y así habría sucedido si no le hubieras recordado que es un héroe; ahora se siente obligado a hacer lo que hacen los héroes. Él la ama y tú le complicaste la vida.
—Nunca hice eso, y calla, que te puede oír.

Molly se sentía torpe y mareada ante la cercanía del Toro. La luz y el olor se habían transformado en un mar pegajoso en el que se debatía como los unicornios, desesperada y eterna. El sendero empezaba a descender hacia la luz del fondo. Muy por delante, el príncipe Lír y lady Amalthea marchaban codo con codo hacia el desastre, con la calma de las velas al consumirse. Molly Grue se rió con disimulo. 

—También sé por qué lo hiciste —siguió—. No serás mortal hasta que la transformes de nuevo, ¿verdad? No te importa lo que le suceda a ella o a los demás con tal de llegar a ser un auténtico mago, ni aunque transformes al Toro en una rana toro, porque si lo haces no será más que un vulgar truco. Lo único que te importa es la magia. ¿Qué clase de mago es ése? Schmendrick, no me siento bien. Tengo que sentarme.

Schmendrick tuvo que llevarla en brazos durante un rato, porque no podía andar y sus ojos verdes repiqueteaban en su cabeza. 

—Exacto. Sólo me interesa la magia. Yo mismo habría capturado a los unicornios para Haggard si mi poder hubiera aumentado el grosor de medio cabello. Es verdad. No tengo preferencias ni lealtades. Sólo tengo la magia. 

Su voz era dura y triste.

—¿De veras? — Molly se revolvió como en sueños, presa del pánico, contemplando la oscilante luz—. ¡Qué horrible! —Estaba muy impresionada—. ¿Realmente eres así?
—No —dijo el mago, entonces o más tarde—. No, no es verdad. ¿Cómo podría ser así y tener tales preocupaciones? Molly, ahora debes caminar. Está allí. Está allí. 


Lo primero que Molly vio fueron los cuernos. Se cubrió la cara para rehuir la luz, pero los pálidos cuernos se abrieron paso implacablemente a través de las manos y los párpados hasta alcanzar el centro de su cerebro. Vio al príncipe Lír y a lady Amalthea de pie frente a los cuernos, mientras el fuego florecía en las paredes de la caverna y se elevaba hasta la oscuridad sin límites. El príncipe Lír desenvainó la espada, pero comenzó a arder en su mano. La dejó caer y se rompió como el hielo. El Toro Rojo golpeó el suelo con una pata y todos se desplomaron.
Schmendrick había confiado en que encontrarían al Toro esperando en su guarida o en algún lugar ancho, con suficiente espacio para presentar batalla, pero había subido silenciosamente por el pasadizo hasta dar con ellos; y ahora se extendía ante su vista, no sólo de una pared en llamas a la otra, sino, de alguna manera, en las mismas paredes y más allá de ellas, expandiéndose sin fin. Sin embargo, no se trataba de un espejismo, era el Toro Rojo todavía y siempre, que echaba humo, respiraba con tremendo estruendo y agitaba su ciega cabeza. Su mandíbula retruñía con el terrible sonido de algo enorme revolcándose en el barro. 

Ahora. Ahora es la hora, tanto si provoco la destrucción como un gran bien. Esto es el final. El mago se puso lentamente en pie, ignorando al Toro, escuchando sólo a su oculto yo como a una concha marina. Pero ningún poder se insinuó o habló en él. Solamente oyó el lejano y tenue aullido del vacío en su oreja, el mismo sonido, el único sonido que el viejo rey Haggard habría oído jamás al despertar o en sueños. No volverá a mí. Nikos estaba equivocado. Soy lo que aparento.

Lady Amalthea se alejó un paso del Toro, pero no más, y lo contempló serenamente mientras daba zarpazos con una pata delantera y exhalaba enormes, retumbantes y húmedos chorros de aire por las amplias ventanas de su nariz. Parecía desconcertado ante la presencia de la muchacha, casi enloquecido. No bramó. Lady Amalthea, bañada en la luz helada del monstruo, levantó la cabeza cuanto pudo para examinarlo en toda su magnitud. Sin volverse, buscó con su mano la del príncipe Lír. 

Bien, bien. No hay nada que yo pueda hacer y me alegro. El Toro la dejará pasar y ella se marchará con Lír. No podía ir mejor. Sólo me apenan los unicornios. El príncipe todavía no había advertido la mano que le ofrecían, pero en seguida volvió la cabeza y la vio, y la tocó por primera vez. Él no supo jamás que era lo que le ofrecía, pero ella tampoco lo supo. El Toro Rojo se encogió y cargó.

Llegó sin avisar, acompañado del ruido de los cascos al arañar la tierra; y, de ser ésa su intención, podría haber aplastado a los cuatro en ese único y silencioso ataque, pero permitió que se dispersaran y se apoyaran en las rugosas paredes. Pasó de largo sin dañarles, aunque fácilmente habría podido expulsarles a cornadas de sus frágiles refugios, como a otros tantos caracoles. Flexible como el fuego, giró donde no había espacio para girar y se lanzó sobre ellos por segunda vez, el hocico casi a ras del suelo, el cuello hinchado como una ola. Fue entonces cuando bramó. 


Huyeron y él les siguió; no tan rápido como cuando había cargado, pero lo bastante para que cada uno de los perseguidos se sintiera solo y sin amigos en la salvaje oscuridad. La tierra vibraba bajo sus pies y gritaban con toda la fuerza de sus pulmones, pero ni así podían escucharse. Cada bramido del Toro Rojo hacía que tierra y piedras se desprendieran y se derrumbaran sobre ellos y, a pesar de todo, trepaban dificultosamente como insectos heridos y el monstruo continuaba la persecución.

Mezclado con su loco estrépito les llegó otro sonido, el lastimoso quejido del castillo al estirar sus raíces, restallando como una bandera al viento de su ira. Y a través del pasadizo se coló muy débilmente el olor del mar. 

¡Lo sabe, lo sabe! Le engañé una vez de esa forma, pero no volverá a ocurrir. Mujer o unicornio, la empujará hacia el mar, tal como era su propósito, y mi magia no le disuadirá de hacerlo. Haggard ha ganado. 

Así pensaba el mago mientras corría, perdidas todas las esperanzas por primera vez en su larga y poco común vida. El camino se ensanchó de repente y desembocaron en una especie de gruta que no podía ser otra cosa que la madriguera del Toro. El hedor de su sueño era tan espeso y antiguo que contenía una nota de repugnante dulzor. La caverna adquirió tintes rojizos, como si su luz hubiera frotado las paredes hasta desgastarlas y se hubiera engastado en las grietas y en las hendiduras. Más allá continuaba el túnel y se adivinaba el confuso destello del agua al romper.

Lady Amalthea cayó tan irrevocablemente como se rompe una flor. Schmendrick saltó a un lado y fue rodando por el suelo para arrastrar a Molly Grue junto a él. Chocaron con fuerza contra un bloque de roca desprendido y se encogieron tras él; el Toro Rojo pasó a su lado lleno de furia, sin volverse, pero se detuvo entre una zancada y la siguiente. Este repentino silencio, roto únicamente por la respiración
del Toro y el distante rumor del mar, habría resultado absurdo de no ser por la causa que lo provocaba. 

Lady Amalthea yacía de costado, con una pierna doblada bajo el cuerpo. Se movía lentamente sin hacer el menor ruido. El príncipe Lír se interponía entre su cuerpo y el Toro, desarmado, pero con las manos en alto, como si aún sostuvieran la espada y el escudo. Una vez más en esa noche eterna dijo el príncipe: 

—No.

Parecía muy aturdido y al borde del desfallecimiento. El Toro Rojo no podía verle, y le hubiera matado sin saber siquiera que se encontraba en su camino. 

Asombro, amor y una gran tristeza sacudieron en ese momento a Schmendrick el Mago, se introdujeron en su interior y le llenaron, le llenaron hasta que se sintió rebosar y florecer con algo que no era ninguna de las tres emociones. En un principio no lo creyó, pero llegó hasta él de todas formas, tal como le había alcanzado y abandonado ya dos veces, dejándole mucho más estéril que antes. Esta vez era demasiado potente para dominarlo, fluía a través de su piel, brotaba de los dedos de las manos y los pies, se manifestaba por igual en sus ojos, en el pelo, en los omóplatos. Era demasiado potente para dominarlo, demasiado para utilizarlo; y de pronto se encontró sollozando por el dolor de su avaricia imposible. Pensó, o dijo, o cantó:

—No sabía que estaba tan vacío para llenarme tanto.
Lady Amalthea yacía donde había caído, aunque ahora intentaba incorporarse, y el príncipe Lír aún la protegía con las manos desnudas levantadas contra la forma enorme que se cernía encima suyo. La punta de la lengua del príncipe sobresalía en una esquina de la boca, prestándole la seria apariencia de un niño que está desmontando algo. Muchos años más tarde, cuando el nombre de Schmendrick había alcanzado mayor prestigio que el de Nikos y los forajidos se rendían ante su sola mención, nunca era capaz de practicar la magia sin ver al príncipe Lír bizqueando a causa del resplandor y con la lengua entre los dientes. 

El Toro Rojo piafó de nuevo. El príncipe Lír cayó de bruces y se levantó sangrando. El bramido del Toro fue creciendo y bajó súbitamente la hinchada y ciega cabeza y colgó como una de las balanzas del destino. El valiente corazón de Lír estaba suspendido entre los cuernos, como si ya goteara de sus puntas, como si el mismo príncipe estuviera aplastado y descuartizado; su boca estaba torcida, pero continuaba inmóvil. El rugido del Toro aumentó de volumen a medida que bajaba los cuernos. 


Entonces salió Schmendrick de su escondrijo y dijo unas palabras. Eran palabras breves, más bien mediocres en musicalidad o aspereza, inaudibles para el mago, a causa del espantoso alarido del Toro Rojo, pero sabía lo que significaban y sabía que podría pronunciarlas otra vez cuando quisiera, de la misma forma o con una construcción diferente. Las dijo dulcemente, con alegría, y al hacerlo sintió que la inmortalidad se desprendía de él como una armadura, o como un sudario.

Al oír la primera palabra del conjuro, lady Amalthea dio un agudo y amargo grito. Trató de llegar hasta el príncipe Lír, pero éste la protegía dándole la espalda y no la oyó. Molly Grue, desconsolada, se aferró al brazo de Schmendrick, pero el mago siguió hablando. Y en el mismo instante en que el prodigio tomó cuerpo, en el lugar donde ella había estado, blanco como el mar, tan infinitamente bello como poderoso era el Toro, aún lady Amalthea se aferró por un segundo a su forma provisional. Ya no estaba allí y, sin embargo, su rostro todavía flotaba como un suspiro en la luz fría y hedionda. 


Habría sido mejor que el príncipe Lír no se volviese hasta que ella desapareciera, pero lo hizo. Vio a la unicornio, que se reflejó en él como en un espejo, pero era a otra a quien llamaba, a la ausente, a lady Amalthea. La voz del príncipe determinó el fin de la muchacha; se desvaneció cuando gritó su nombre, como si hubiera anunciado la llegada del nuevo día.

Los acontecimientos se sucedieron rápidos y lentos a la vez, como en los sueños, donde realmente son indistintos. La unicornio permaneció muy quieta, mirándoles a todos con los ojos perdidos y ausentes. Parecía más hermosa de lo que Schmendrick recordaba, puesto que nadie puede retener en su memoria a un unicornio durante mucho tiempo; y, de hecho, ya no era igual que antes, como tampoco lo era el mago. Molly Grue se movió hacia él, dedicándole palabras dulces y sin sentido, pero la unicornio no dio señales de reconocerla. El maravilloso cuerno se erguía deslustrado como la lluvia. 

Con un bramido que resonó en las paredes de su madriguera y las reventó como la lona de un circo, el Toro Rojo cargó por segunda vez. La unicornio atravesó la caverna y se hundió en las tinieblas. El príncipe Lír, que se había apartado a un lado, no tuvo tiempo de saltar y fue barrido por el impulso del Toro en su persecución. Cayó a tierra sin sentido, con la boca abierta.

Molly quiso ir a socorrerle, pero Schmendrick la sujetó y la arrastró siguiendo los pasos del Toro y de la unicornio. Ninguna de las dos criaturas estaba a la vista, pero el túnel aún retumbaba con el eco de su carrera desesperada. Aturdida y desconcertada, Molly se rindió ante el arrojo del extraño, que ni la dejaba caer ni aflojaba el paso. Podía sentir, sobre su cabeza y a su alrededor, el quejido del castillo sobre la roca como un diente suelto. El verso de la bruja repiqueteaba en su memoria una y otra vez.
Y de Hagsgate sólo uno habrá
de destruir el castillo capaz.

De pronto notaron la arena bajo sus pies y el olor del mar, frío como el otro olor, pero tan delicioso y amigable que ambos pararon de correr y estallaron en grandes carcajadas. Por encima de sus cabezas, en lo alto del acantilado, el castillo del rey Haggard se elevaba hacia el cielo verde y gris de la mañana, salpicado de nubes delgadas y lechosas. Molly estaba segura de que el propio rey les estaría espiando desde una de las trémulas torres, pero no pudo verle. Algunas estrellas temblaban todavía en el turbio cielo azul que se extendía sobre el mar. No había marea, y la playa desierta tenía el brillo gris y húmedo de un crustáceo desnudo, pero en el extremo de la orilla el mar se doblaba como un arco, indicando que el reflujo había terminado. 


La unicornio y el Toro Rojo estaban frente a frente en la curva del arco, pero la unicornio daba la espalda al mar. El Toro avanzaba poco a poco, sin cargar, empujándola casi tiernamente hacia el agua, sin llegar a tocarla. La unicornio no se resistía. El cuerno carecía de brillo, y mantenía la cabeza baja; el Toro volvía a ser su dueño igual que lo había sido en la llanura de Hagsgate, antes de que se transformara en lady Amalthea. Podría haber sido el mismo amanecer sin esperanza, excepto por el mar.

Aunque todavía no estaba derrotada. Retrocedió hasta que una pata entró en contacto con el agua. Entonces saltó a través del resplandor mortecino del Toro Rojo y galopó a lo largo de la playa, tan veloz y ligera que el viento que levantaba al pasar borraba sus huellas en la arena. El Toro fue tras ella. 

—Haz algo —dijo una voz ronca a Schmendrick, repitiendo las palabras que Molly había pronunciado mucho tiempo atrás. El príncipe Lír se hallaba a su lado, la cara ensangrentada y con los ojos de un loco. Parecía el rey Haggard—. Haz algo. Tienes poderes. La transformaste en unicornio... Haz algo para salvarla. Te mataré si no lo haces.

Y mostró sus manos al mago.
—No puedo —respondió Schmendrick con calma—. Toda la magia del mundo no serviría para salvarla. Si no lucha con el Toro, deberá ir hacia el mar con los otros. Ni la magia ni el crimen pueden ayudarla. 

Molly percibió las pequeñas olas lamiendo la playa; volvía la marea. No vio a ningún unicornio rodando en el agua, a pesar de que los buscó y de su ardiente deseo de que estuvieran allí. ¿Y si era demasiado tarde? ¿Y si la última marea baja los había arrastrado mar adentro, allí donde los barcos no se arriesgan por temor a los pulpos gigantes y a las serpientes de mar, y alas junglas flotantes de pecios que capturan y hunden incluso a éstos? Entonces nunca encontraría a sus compañeros. ¿Se quedaría acaso con ella?

—Entonces, ¿para qué sirve la magia? —rugió el príncipe Lír—. ¿De qué vale toda esa hechicería, si no puede salvar a un unicornio? —continuó, y se agarró con fuerza al hombro del mago para no caer.
—Para eso están los héroes —dijo Schmendrick, sin volver la cabeza, con acento de burlona tristeza.

No podían ver a la unicornio debido a la inmensidad del Toro, pero de repente volvió sobre sus pasos y enfiló hacia ellos. El Toro la siguió, ciego y paciente como el mar, cavando grandes hoyos con sus patas en la húmeda arena. Humo y fuego, espuma y tempestad se emparejaron en la carrera, ninguno por delante del otro. El príncipe Lír gruñó por lo bajo al dar con la respuesta.

—Sí, claro. Para eso exactamente están los héroes. A los brujos les importa un bledo, dicen que nada importa, pero los héroes estamos destinados a morir por los unicornios.

Se soltó del hombro de Schmendrick, sonriendo para sí.
—Vuestro razonamiento contiene un error básico... —empezó Schmendrick, indignado, pero el príncipe no llegó a saber cuál era.


La unicornio pasó como un rayo junto a ellos, su aliento se derramaba blanco y azul y tenía la cabeza demasiado alzada, y el príncipe Lír saltó al encuentro del Toro Rojo. Por un momento desapareció completamente, como una pluma entre las llamas. El Toro pasó sobre él y le dejó tirado en tierra. Un costado de su cabeza chocó con demasiada violencia contra la arena y una pierna pataleó tres veces antes de inmovilizarse.

Se desplomó sin un grito. Un mazazo de dolor paralizó a Schmendrick y a Molly, que se quedaron tan silenciosos como el príncipe, pero la unicornio volvió. El Toro Rojo se detuvo también y maniobró para poder empujarla de nuevo hacia el mar.

Reanudó su afectado y coreográfico avance, pero la unicornio le prestó la misma atención que a un pájaro galanteador. Sin mover un músculo, contemplaba el cuerpo retorcido del príncipe Lír. La marea arreciaba con gran estrépito. La playa se había reducido a una franja cada vez más estrecha. Cabrillas de mar y otros peces se derramaban en el naciente amanecer, pero Molly no veía más unicornios que aquel al que consideraba de su propiedad. El cielo se teñía de escarlata sobre el castillo y, en la torre más alta, el rey Haggard se recortaba tan nítido y negro como un árbol de invierno. Molly podía ver la recta cicatriz de su boca y sus uñas oscuras que sobresalían del parapeto. Pero el castillo ya no puede caer. Sólo Lír lo habría conseguido. 
 0
Súbitamente, la unicornio chilló. No fue la nota desafiante que había empleado en su primer encuentro con el Toro Rojo, sino un agrio y chirriante lamento de pena, de privación y rabia, como jamás una criatura inmortal había proferido. El castillo se estremeció y el rey Haggard se echó hacia atrás, tapándose la cara con un brazo. El Toro Rojo titubeó, removió la arena con las patas y se encogió dubitativo. 

La unicornio gritó otra vez y se enderezó como una cimitarra. El suave despliegue de su cuerpo obligó a Molly a cerrar los ojos, pero los abrió a tiempo de ver cómo la unicornio se abalanzaba sobre el Toro Rojo, que esquivó su acometida. El cuerno de la unicornio brillaba, palpitante y tembloroso como una mariposa.  

Volvió a la carga y el Toro cedió más terreno, pesado y perplejo, pero todavía rápido como un pez. Sus cuernos eran del color y la apariencia del rayo, y el más ligero balanceo de su cabeza le hacía tambalear, pero continuaba batiéndose en retirada, directamente hacia el mar, como antes la unicornio. Ésta le embistió, dispuesta a matar, pero falló el golpe. Tal vez había corneado a una sombra, o a un recuerdo.

Y el Toro Rojo fue retrocediendo, sin resistencia alguna, hasta el borde del agua. Allí se inmovilizó, con la espuma remolineando entre sus patas y, la arena que se escurría entre ellas. No pretendía luchar ni huir, y la unicornio comprendió que jamás podría destruirle. Pese a ello, se preparó para otra carga, mientras que el Toro mugía sordamente, estupefacto.

Para Molly Grue, el mundo se había detenido en ese momento. Como si estuviera situada en una torre más alta que la del rey Haggard, contemplaba una pálida cáscara de tierra en donde un hombre y una mujer de juguete, con ojos de lana, seguían las evoluciones de un toro de arcilla y de una delicada unicornio de marfil. Había otros juguetes abandonados, un muñeco medio enterrado y un castillo de arena con un rey de madera apuntalado en una torre inclinada. La marea lo arrastraría todo dentro de un instante, y sólo quedarían los fláccidos pájaros de la playa volando en círculos.

—Molly —dijo Schmendrick, palmeándole la espalda para llamar su atención.
Desde el lejano confín del mar se acercaban olas encrespadas, grandes, pesadas olas que irradiaban bucles blancuzcos de su corazón verde, que se disolvían en humo al chocar contra los bancos de arena y las rocas viscosas y que raspaban la playa con el fragor del fuego. Los pájaros levantaron el vuelo chillando estrepitosamente, pero su enérgica protesta se perdió como un alfiler en el lamento de las olas. 

Y en la blancura y de la blancura florecieron en el agua deshilachada, sus cuerpos doloridos por los choques contra los huecos de mármol listado de las olas, y sus crines y colas y las frágiles barbas de los machos centelleaban al sol, y sus ojos eran oscuros y parecían engastados en joyas, como el fondo del mar..., ¡y, oh, el resplandor de sus cuernos, el resplandor de concha marina de sus cuernos! Los cuernos se erguían como los mástiles irisados de bajeles de plata. 

Pero no pisarían la arena mientras el Toro estuviera allí. Se revolcaban en los bajíos, girando locamente, asustados como un pez cuando son izadas las redes, ya no en el mar, sino a punto de perderlo. Centenares eran arrebatados en cada oleaje y lanzados contra los que pugnaban por evitar ser empujados a tierra firme, y aquéllos, a su vez, se debatían desesperadamente, se levantaban y caían y estiraban sus largos y nublados cuellos hasta el límite. 


La unicornio bajó la cabeza por última vez y se arrojó sobre el Toro Rojo. Si hubiera sido de carne real o un fantasma, el golpe lo habría reventado como una fruta podrida, pero dio la vuelta como sin darse cuenta y caminó hacia el mar. Los unicornios que estaban en el agua se atropellaron salvajemente para dejarle paso, pataleando y azotando el oleaje hasta reducirlo a un trémulo velo que sus cuernos vestía con los colores del arco iris; pero en la playa, en la cumbre del acantilado y a lo
ancho y a lo largo del reino de Haggard, la tierra respiró aliviada cuando se libró de su peso.

Se adentró un largo trecho antes de empezar a nadar. Las olas más grandes se rompían a la altura del corvejón y la tímida marea se batió en fuga. Pero cuando al fin se sumergió en la corriente, una gran porción del mar se alzó tras él; un oleaje verde y negro, profundo, uniforme y duro como el viento. Creció en silencio, abarcando toda la anchura del horizonte, hasta que cubrió las gibosas espaldas del Toro Rojo y se derramó de nuevo. Schmendrick soltó al príncipe muerto y corrió con Molly hasta que
la pared del acantilado les cortó el paso. La gran ola se derrumbó como un diluvio de cadenas.

Entonces los unicornios salieron del mar. Molly nunca los llegó a ver claramente; eran una luz que saltaba hacia ella y un grito que deslumbraba los ojos. Fue lo bastante lúcida para comprender que ningún mortal estaba destinado a ver todos los unicornios del mundo, así que trató de encontrar a su propio unicornio para contemplarle a placer. Pero eran demasiados y demasiado bellos. Ciega como el Toro, marchó a su encuentro con los brazos abiertos. Los unicornios la habrían atropellado con toda probabilidad, como el Toro Rojo había pisoteado al príncipe Lír, porque estaban ebrios de libertad. Pero Schmendrick habló y se apartaron a derecha e izquierda de los tres, aunque alguno saltó por encima, del mismo modo que el mar se estrella contra una roca y vuelve a formarse, incólume. 

Fluían alrededor de Molly y creaban una luz tan imposible como prenderle fuego a la nieve, mientras miles de patas hendidas cantaban como címbalos. La mujer permanecía muy quieta; no reía ni lloraba, porque su alegría era demasiado grande para que su cuerpo lo comprendiera.

—Mira arriba —dijo Schmendrick—. El castillo se derrumba.

Obedeció y vio que las torres se fundían a medida que los unicornios escalaban el acantilado con gigantescas zancadas y se dispersaban en torno a ellas, exactamente como si estuvieran hechas de arena y el mar las estuviera socavando. El castillo se desmenuzó en enormes y helados pedazos que se iban reduciendo de tamaño y adquirían el color de la cera mientras giraban en el aire, hasta que desaparecieron. Se desmoronó y desvaneció sin un ruido y no quedaron ruinas, ni en la tierra ni en la memoria de los que fueron testigos de su caída. Un minuto después, no conseguían recordar su emplazamiento o su aspecto. 

Pero el rey Haggard, que era completamente real, cayó entre los restos de su castillo desencantado como un cuchillo arrojado a través de las nubes. Molly le oyó reír una vez, como si se hubieran cumplido sus esperanzas. Un rey Haggard muy poco sorprendido. 

 
Continúa leyendo esta historia en "El último unicornio - Cap XIV - Capítulo Final - Peter S. Beagle