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sábado, 30 de junio de 2012

¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap III - Philip K. Dick

Viene de "¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap II - Philip K. Dick"


 CAPÍTULO III


Camino de su trabajo, Rick Deckard, como sabe Dios cuántas otras personas solían hacer, se detuvo un momento ante una de las mayores tiendas de animales de San Francisco. En el centro del escaparate, a lo largo de toda la manzana, había un avestruz dentro de una caja de plástico transparente y calentada. Según la placa-informe de la caja, acababa de llegar del zoológico de Cleveland. Era el único avestruz de la Costa Oeste. Después de contemplarlo, Rick permaneció unos minutos mirando el precio con expresión sombría. Luego se dirigió hacia la Corte de Justicia de la calle Lombard, adonde llegó con un cuarto de hora de retraso. Mientras abría la puerta de su despacho, su jefe, el Inspector de Policía Harry Bryant, lo llamó. Tenía la cara roja, orejas salientes e iba vestido descuidadamente; sus ojos revelaban perspicacia y conciencia de casi todo lo que tenía importancia.

—Lo espero a las nueve y media en el despacho de Dave Holden —el inspector hojeaba rápidamente los papeles de copia mecanografiados que llevaba sujetos a una tablilla—Holden está en el Horpital Mount Zion con una herida de láser en la columna. Tiene por lo menos para un mes, hasta que consigan una de esas nuevas secciones plásticas de columna.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Rick, pasmado. El día anterior el jefe de cazadores de bonificaciones del departamento estaba perfectamente. Al terminar la jornada había partido en su coche aéreo, como de costumbre, a su piso situado en Nob Hill, la populosa zona de mayor prestigio de la ciudad.

Bryant murmuró algo por encima del hombro acerca de las nueve y media en el despacho de Dave, y abandonó a Rick. Y cuando éste entró en el suyo, escuchó la voz de su secretaria, Ann Marsten, a su espalda.

—¿Sabe qué le ocurrió al señor Holden, señor Deckard? Le dispararon — siguió a su jefe al interior del despacho, encerrado y repleto, y puso en marcha la unidad de filtrado del aire.
—Sí —respondió él, ausente.
—Habrá sido uno de esos nuevos andrillos superinteligentes que está fabricando la Rosen Association —dijo la señorita Marsten—¿Ha leído el folleto de la compañía y el manual de instrucciones? El cerebro Nexus-6 que emplean tiene dos trillones de elementos y puede seleccionar diez millones de caminos neurales distintos —bajó la voz—¿No le han dicho nada de la llamada de esta mañana? La señorita Wild me contó: exactamente a las nueve.
—¿Alguien llamó aquí? —preguntó Rick.
—No —respondió la señorita Marsten—El señor Bryant llamó a la WPO, en Rusia, y les preguntó si estaban dispuestos a enviar una protesta formal por escrito al representante en el este de la Rosen Association.
—¿Todavía quiere Harry que retiren del mercado la unidad cerebral Nexus¿? —no le extrañaba; desde la presentación de sus características y estudios de rendimiento en agosto de 1991, la mayoría de las agencias policiales que se ocupaban de androides fugados estaba protestando—La policía soviética no puede hacer más que nosotros —dijo; legalmente, los fabricantes del Nexus-6 estaban amparados por las disposiciones coloniales, puesto que su casa matriz estaba en Marte—Mejor sería aceptar la nueva unidad como un hecho consumado. Siempre ha ocurrido lo mismo con cada unidad cerebral mejorada. Recuerdo los aullidos de sufrimiento ciando la gente de Sudermann presentó el viejo T-14 en el 89. Todas las policías del hemisferio occidental gimieron que ningún test podía detectar su presencia en caso de entrada ilegal. Y en verdad durante un tiempo fue así. 
Más de cincuenta androides T-14, según recordaba, habían conseguido llegar a la Tierra de una u otra manera, sin ser detectados durante un año entero, en algunos casos. Pero luego el Instituto Pavlov, de la Unión Soviética, creó un test de empatía de Voigt; y ningún androide T-14, por lo que se sabía, había logrado burlarlo.

—¿Quiere saber lo que ha dicho la policía rusa? —preguntó la señorita Marsten—También lo sé —su cara pecosa y anaranjada resplandecía.
—Se lo preguntaré a Harry Bryant —respondió Rick, irritado. Los chismes le desagradaban porque siempre eran más precisos que la verdad. Se sentó ante su mesa y deliberadamente se puso a buscar algo en un cajón. La señorita Marsten comprendió la insinuación y se retiró.

Rick extrajo un viejo y arrugado sobre de papel de manila. Se echó atrás en su sillón de estilo importante, y hurgó en su contenido hasta que encontró lo que buscaba: los datos existentes sobre el Nexus-6.

Un momento de lectura justificó la afirmación de la señorita Marsten: el Nexus-6 poseía efectivamente los dos trillones de elementos, así como la posibilidad de optar entre diez millones de combinaciones de actividad cerebral. En 45 centésimas de segundo un androide equipado con esa estructura cerebral podía asumir una cualquiera entre catorce actitudes de reacción. En otras palabras, los androides con la nueva unidad cerebral Nexus-6 —desde un punto de vista pragmático y nada disparatado— sobrepasaban a una considerable porción de la humanidad, aunque fueran los del nivel inferior. Para bien o para mal. En algunos casos los criados superaban a los amos. Pero había nuevos criterios, por ejemplo el test de empatía de Voigt-Kampff. Un androide, por dotado que estuviera en cuanto a capacidad intelectual pura, no podía encontrar el menor sentido en la fusión que experimentaban rutinariamente los seguidores del Mercerismo, y que tanto él mismo como prácticamente todo el mundo, incluso los cabezas de chorlito subnormales, lograban sin dificultad.

Se había preguntado, como casi todos en un momento u otro, por qué precisamente los androides se agitaban impotentes al afrontar el test de medida de la empatía. Era obvio que la empatía sólo se encontraba en la comunidad humana, en tanto que se podía hallar cierto grado de inteligencia en todas las especies, hasta en los arácnidos. Probablemente la facultad empática exigía un instinto de grupo sin cortapisas. A un organismo solitario, como una araña, de nada podía servirle. Incluso podía limitar su capacidad de supervivencia, al tornarla consciente del deseo de vivir de su presa. Y en ese caso, todos los animales de presa, incluso los mamíferos muy desarrollados, como los gatos, morirían de hambre. 
En una ocasión había pensado que la empatía estaba reservada a los herbívoros o a los omnívoros capaces de prescindir de la carne. En última instancia, la empatía borraba las fronteras entre el cazador y la víctima, el vencedor y el derrotado. Como en el caso de la fusión con Mercer, todos ascendían juntos y una vez terminado el ciclo, juntos caían en el abismo del mundo-tumba. Curiosamente, esto parecía una especie de seguro biológico, aunque de doble filo. Si alguna criatura experimentaba alegría, la condición de todas las demás incluía un fragmento de alegría. Y si algún ser humano sufría, ningún otro podía eludir enteramente el dolor. De este modo, un animal gregario como el hombre podía adquirir un factor de supervivencia más elevado; un búho o una cobra sólo podían destruirse.

Evidentemente, el robot humanoide era un cazador solitario.

A Rick le gustaba pensar así: su trabajo se tornaba más aceptable. Si retiraba —o sea, mataba— a un andrillo, no violaba la regla vital establecida por Mercer. Sólo matarás a los Asesinos, había dicho Mercer el año en que las cajas de empatía aparecieron en la Tierra. Y en el Mercerismo, a medida que se desarrollaba hasta construir una teología completa, el concepto de los que matan, los Asesinos, había crecido insidiosamente. En el Mercerismo, un mal absoluto tironeaba el deshilachado manto del anciano que subía, vacilante; pero no se sabía quién ni qué era esa presencia maligna. Un merceriano sentía el mal sin comprenderlo. De otro modo, un merceriano era libre de situar la presencia nebulosa de los Asesinos donde le parecía más conveniente. Para Rick Deckard, un robot humanoide fugitivo, equipado con una inteligencia superior a la de muchos seres humanos, que hubiera matado a su amo, que no tuviera consideración por los animales ni fuera capaz de sentir alegría empática por el éxito de otra forma de vida, ni dolor por su derrota, era la síntesis de los Asesinos. Pensar en los animales le trajo el recuerdo del avestruz que había visto en la tienda. Apartó por el momento la información referente a la unidad cerebral Nexus-6, tomó una pulgada de rapé del señor Siddon, números 3 y 4, y reflexionó. Luego consultó su reloj y, viendo que tenía tiempo, cogió el videófono de su mesa y pidió a su secretaria:

—Con la tienda de animales Happy Dog, de la calle Sutter.
—Sí, señor —respondió la señorita Marsten, abriendo la agenda.

No pueden pedir tanto por ese avestruz, se dijo Rick. Esperan que uno regatee, como en los viejos tiempos.

—Happy Dog —declaró una voz masculina. En la pantalla apareció una diminuta cara feliz. Se oían chillidos de animales.
—Ese avestruz que está en el escaparate —empezó Rick, que jugaba con su cenicero de cerámica—¿Cuál debería ser el pago inicial?
—Un segundo —dijo el vendedor de animales, buscando bloc y bolígrafo—La tercera parte del total —reflexionó—¿Puedo preguntarle, señor, si piensa ofrecer algún animal como parte de pago?

Cautelosamente, Rick respondió:

—Aún no lo he decidido.
—Podríamos vender ese avestruz a treinta meses —dijo el comerciante—Con un interés muy bajo, el seis por ciento mensual. Por lo tanto, con un pago inicial razonable, las cuotas serían de...
—Baje el precio —dijo Rick—Si le quita dos mil no habrá pago a crédito, pagaré en efectivo. —Dave Holden está fuera de juego, pensó. Eso podría significar mucho..., según la cantidad de misiones que aparezcan el mes próximo.
—Señor —repuso el vendedor de animales—, nuestro precio está mil dólares por debajo del corriente. Consulte su Sidney. Esperaré. Deseo que vea por usted mismo que el precio es el correcto.

Dios mío, pensó Rick. Se mantiene firme. Sin embargo, por no dar su brazo a torcer, extrajo del bolsillo el Sidney plegado, y buscó Avestruz coma macho-hembra, joven-viejo, sano-enfermo, perfecto-con fallas, y examinó los precios.

—Perfecto, macho, joven, sano —informó el hombre—. Treinta mil dólares —también él tenía el Sidney a la vista—Estamos exactamente mil dólares por debajo. Entonces, el pago inicial...
—Lo pensaré —interrumpió Rick—, y volveré a llamar.
—¿... su nombre, señor? —preguntó el vendedor vivamente.
—Frank Merriwell —dijo Rick.
—Y su dirección, señor Merriwell. Por si no me encontrara cuando llame...

Inventó una dirección y colgó el videófono. Cuánto dinero, pensó. Y sin embargo, la gente los compra. Hay quien tiene esas cantidades... Cogió nuevamente el aparato y dijo con dureza:

—Una línea exterior, señorita Marsten. Y no escuche la conversación; es confidencial —la miró severamente.
—Sí, señor —replicó la secretaria—Puede llamar —se retiró del circuito y dejó que él enfrentara solo el mundo exterior.

Rick llamó de memoria al número de la tienda de animales falsos donde había comprado su falsa oveja. En la pequeña pantalla apareció un hombre vestido de veterinario.

—Doctor McRae.
—Soy Deckard. ¿Cuánto vale un avestruz eléctrico?
—Diría que algo menos de ochocientos dólares. ¿Cuándo lo quiere? Habrá que hacerlo especialmente, no tenemos muchos pedidos...
—Lo llamaré más tarde —repuso Rick, y al mirar su reloj descubrió que eran ya las nueve y media—Hasta luego —colgó deprisa, se puso en pie y muy pronto se hallaba ante la puerta del despacho del inspector Bryant. Pasó junto a la recepcionista, atractiva, con trenzas de pelo plateado hasta la cintura, y a la secretaria del inspector, un antiguo monstruo de las ciénagas jurásicas, taimada y glacial, semejante a una aparición del mundo-tumba. Ninguna de las mujeres le habló, ni él a ellas. Abrió la puerta interior y saludó a su superior, que videofoneaba. Se sentó, con las informaciones sobre Nexus-6, que había llevado consigo, y las releyó. 
Se sentía deprimido. Y sin embargo, dado el descanso forzoso de Dave, lo natural habría sido que estuviese al menos secretamente complacido. 

viernes, 29 de junio de 2012

¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap II - Philip K. Dick

Viene de "¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap I - Philip K. Dick"


CAPÍTULO II



En un ruinoso edificio, vacío y gigantesco, que en su día había alojado a miles, un solitario aparato de televisión pregonaba sus mercancías en un salón deshabitado. 

Esa ruina sin dueño había sido bien cuidada y mantenida antes de la Guerra Mundial Terminal. Allí estaban antes los suburbios de San Francisco, a muy poco tiempo por el monorriel rápido. Toda la península parloteaba como un árbol lleno de pájaros, de vida, de quejas y opiniones; pero los cuidadosos propietarios habían muerto ya o emigrado a un mundo colonia. Especialmente lo primero. Había sido una guerra costosa a pesar de las valientes predicciones del Pentágono y de su presumida criada científica, la Rand Corporation, que en efecto había tenido su sede cerca de ese lugar. Como los propietarios de los edificios, la corporación se había marchado, evidentemente para siempre. Nadie extrañaba su ausencia.

Además, nadie recordaba hoy por qué había estallado la guerra, ni quién —si alguien— había ganado. El polvo que había contaminado la mayor parte de la superficie del planeta no se había originado en ningún país particular, y nadie lo había previsto, ni siquiera el enemigo durante la guerra. Primero habían muerto — era extraño— los búhos. Eso había parecido entonces casi divertido: esas aves gruesas, plumosas, blancas, caídas en los parques y las calles...

Como no aparecían antes del crepúsculo, y así había ocurrido cuando vivían, los búhos pasaron inadvertidos. Del mismo modo se manifestaron las plagas medievales. Muchas ratas muertas. Sin embargo, esa plaga había descendido desde lo alto. Y después de los búhos, por supuesto, todas las demás aves; pero para ese momento el misterio ya había sido comprendido. Antes de la guerra había un pequeño programa de colonización; ahora que el sol había dejado de brillar sobre la Tierra, la colonización entraba en una nueva fase. Y en relación con ella, un arma de guerra se modificó: el Luchador Sintético por la Libertad. El robot humanoide —o, expresado con propiedad, el androide orgánico—, capaz de funcionar en un mundo extraño, se convirtió en la máquina esencial del programa de colonización. Según las leyes de la ONU todo emigrante debía recibir un androide civil a su elección; y en 1990 la variedad de androides civiles excedía todo lo imaginable, como había ocurrido con los coches americanos en la década de 1960.

Ese había sido el incentivo básico de la emigración. El androide era la zanahoria, y la lluvia radiactiva el látigo. La ONU hizo que emigrar fuera fácil, y difícil —cuando no imposible— quedarse. Permanecer en la Tierra significaba la posibilidad de ser clasificado en cualquier momento como biológicamente inaceptable, una amenaza contra la herencia prístina de la estirpe humana. Una vez calificado especial, un ciudadano quedaba, aunque aceptara la esterilización, al margen de la historia. Cesaba de pertenecer a la humanidad. Y sin embargo, aquí y allá había personas que se negaban a emigrar: eso constituía una irracionalidad sorprendente incluso para los propios interesados. Lógicamente, todos los normales tenían que haber emigrado ya. Quizás, a pesar de su deformación, la Tierra seguía siendo familiar e interesante. O quizá quienes permanecían imaginaban que la nube de polvo terminaría por caer. De todos modos, miles de personas se habían quedado, agrupadas en su mayoría en zonas urbanas donde podían verse físicamente, y animarse mutuamente con su presencia. Estos parecían relativamente cuerdos; pero además —una dudosa adición— había en los suburbios, virtualmente abandonados, seres ocasionales y peculiares.

Uno de ellos era John Isidore, que se afeitaba en el cuarto de baño mientras la televisión se quejaba en el living. Simplemente había vagabundeado hasta ahí en los días que siguieron a la guerra. En esa infortunada época nadie sabía, realmente, qué estaba haciendo. La gente desquiciada por la guerra, errante, se establecía primero en una región y luego en otra. En ese momento la lluvia de polvo era esporádica y variable; algunos estados se habían visto casi libres de ella, y otros habían quedado saturados. La población desplazada se movía con el polvo. La península, al sur de San Francisco, había estado inicialmente limpia de polvo; y mucha gente se había instalado allí. Cuando el polvo llegó, algunos murieron y otros se marcharon. J. R. Isidore se quedó.

El televisor gritaba: “ ¡Nuevamente, los días felices de los estados sureños antes de la Guerra Civil! Ya sea como un criado personal, o un campesino incansable, el robot humanoide hecho a su medida, diseñado SOLAMENTE PARA USTED Y PARA SUS EXCLUSIVAS NECESIDADES, se le entrega a su llegada absolutamente gratis y completamente equipado, de acuerdo con sus propias especificaciones formuladas antes de su partida. Este compañero leal, sin problemas, ha de constituir, en la mayor y más osada aventura humana de la historia moderna...” Y seguía.

Me pregunto si llegaré tarde al trabajo, pensaba Isidore mientras se afeitaba. No tenía reloj; generalmente dependía de las señales horarias de la televisión, pero hoy debía ser el Día de los Horizontes Espaciales, sin duda. La TV afirmaba que era el quinto (o el sexto) aniversario de la fundación de la Nueva América, el principal establecimiento de Estados Unidos en Marte. Y su aparato de televisión, roto en parte, sólo cogía el canal que había sido nacionalizado durante la guerra y era todavía nacional. Isidore estaba obligado a escuchar únicamente al gobierno de Washington con su programa de colonización.

 —Oigamos ahora a la señora Maggie Klugman —sugirió el comentarista a John Isidore, que sólo deseaba saber la hora—La señora Klugman acaba de llegar a Marte, y se ha instalado en Nueva Nueva York donde contesta así a nuestras preguntas: Señora Klugman: ¿cuál es la principal diferencia entre su vida en la Tierra contaminada y su nueva vida aquí, en este mundo que da todas las posibilidades imaginables?  

Después de una pausa, la voz seca y fatigada de una mujer de edad mediana respondió:    

—Lo que más nos ha llamado la atención a nosotros tres, me parece, es la dignidad.
—¿La dignidad, señora Klugman?
—Sí —respondió la señora Klugman, de Nueva Nueva York, Marte—Es difícil de explicar, pero tener un criado de confianza en esta época tan turbulenta..., devuelve la seguridad.
—Y en la Tierra, señora Klugman, anteriormente, ¿no temía ser clasificada como... como especial? —Mi marido y yo nos moríamos de miedo. Y por supuesto, una vez que emigramos ese temor desapareció, afortunadamente para siempre.

John Isidore pensó con amargura: y también para mí, sin necesidad de emigrar. Era un especial desde el año anterior, y no sólo por sus genes afectados. No había logrado aprobar el test de facultades mentales mínimas, lo que hacía de él, según la expresión corriente, un cabeza de chorlito. Tres planetas lo menospreciaban, pero él sobrevivía a pesar de todo. Tenía un trabajo: conducía el camión de una empresa de reparación de animales de imitación, el Hospital de Animales Van Ness, cuyo jefe, el gótico y sombrío Hannibal Sloat, lo aceptaba como un ser humano, cosa que él apreciaba. Mors certa, vita incerta, solía decir el señor Sloat. Isidore, que había oído muchas veces la expresión, apenas tenía una oscura noción de su significado. Después de todo, si un cabeza de chorlito pudiera aprender latín dejaría de serlo. El señor Sloat reconoció la verdad de este aserto cuando lo escuchó. Y había cabezas de chorlito infinitamente más tontos que Isidore, incapaces de trabajar, recluidos en lugares que recibían el extraño nombre de Institutos de Oficios Especiales de América donde, como era habitual, se deslizaba de algún modo la palabra especial.

—Y su marido, señora Klugman, ¿se sentía seguro usando continuamente un costoso e incómodo protector genital a prueba de radiaciones?
—Mi marido —empezó la señora Klugman; pero en ese punto Isidore, que había terminado de afeitarse, entró en la habitación y apagó el televisor.

Un silencio que emanaba del suelo y de las paredes y parecía generado por una vasta usina lo golpeó con tremenda energía. Brotaba de la moqueta gris en jirones, de los utensilios total o parcialmente destrozados de la cocina, de las máquinas muertas que no habían funcionado en ningún momento desde que Isidore había llegado. Rezumaba de la inútil lámpara de pie del cuarto de estar, combinándose con el que descendía, vacío y sin palabras, del cielorraso manchado por las moscas. En realidad, surgía de todos los objetos que tenía a la vista, como si él —el silencio— se propusiera reemplazar todos los objetos tangibles. Por eso no solamente afectaba sus oídos sino también sus ojos: mientras contemplaba el aparato de televisión inerte sentía el silencio como algo visible y, a su modo, vivo. ¡Vivo! Con frecuencia había percibido antes la severidad de su cercanía: cuando llegaba, irrumpía sin delicadeza, evidentemente incapaz de esperar. El silencio del mundo no podía refrenar su codicia. Y menos ahora, cuando ya virtualmente había vencido.

Se preguntó entonces si las demás personas que se habían quedado experimentaban el vacío de la misma manera. O bien, esto podría deberse a su peculiar identidad biológica, una degeneración determinada por su inepto aparato sensorial. Vivía solo en ese ruinoso edificio de mil apartamentos deshabitados que, como todos los demás, se derrumbaba de día en día en un deterioro entrópico creciente. Finalmente, todo lo que había en su interior se fundiría, sería idéntico e irreconocible, mero desecho amorfo, kippel apilado hasta el cielorraso de cada apartamento. Y después el edificio mismo perdería su forma y quedaría sepultado bajo el polvo ubicuo. En ese momento él, naturalmente, estaría muerto. Este era otro hecho que resultaba interesante prever mientras permanecía en esa lamentable habitación, a solas con el silencio mundial que imperaba omnipresente y sin pulmones.  

Quizá fuera mejor encender de nuevo la televisión. Pero los anuncios, dirigidos a los normales que quedaban, lo asustaban. Le decían en una interminable procesión de maneras que él, un especial, era indeseable. No servía. No podía emigrar aunque lo deseara. Entonces, ¿para qué escucharlos?, se decía irritado. Al diablo con ellos y con su colonización... Espero que allá también haya una guerra —después de todo era teóricamente posible— y que todo termine como en la Tierra. Y que los emigrantes se conviertan en especiales.

Basta, pensó; me voy a trabajar. Buscó el picaporte para salir al pasillo a oscuras, y retrocedió al percibir la vacuidad del resto del edificio. Allí lo acechaba la fuerza que se empeñaba en penetrar en su casa. Dios mío, pensó. Y volvió a cerrar la puerta. No estaba preparado para enfrentarse a las resonantes escaleras que conducían al terrado desierto donde no tenía un animal. El eco de sus pasos, el eco de la nada. Es hora de empuñar las asas, se dijo. Y atravesó el living hasta la caja negra de empatía.

La encendió y surgió el suave olor habitual de los iones negativos; lo aspiró con avidez, reanimado. Luego el tubo de rayos catódicos brilló con una imagen débil de TV: se formó un dibujo de rasgos, colores y configuraciones aparentemente aleatorios que no se modificaba hasta que se empuñaban las asas gemelas. Respiró profundamente para tranquilizarse, y las cogió.

Apareció una imagen. Vio un famoso paisaje: la vieja cuesta oscura y desierta, con sus matas de hierbas secas, como hechas de huesos, que hurgaban oblicuamente un cielo sombrío y sin sol. Una sola figura, de aspecto más o menos humano, subía penosamente. Era un hombre anciano con ropas oscuras y sin formas, que parecían arrancadas del hostil vacío del cielo. El hombre, Wilbur Mercer, avanzaba con dificultad y John Isidore, aferrando las asas, iba experimentando poco a poco el desvanecimiento del mundo real donde se encontraba. Los destrozados muebles y paredes se esfumaron, dejó de percibirlos. Se halló en cambio, como siempre le ocurría, en aquel paisaje de sierra y cielo parduscos. Y dejó de ver al hombre anciano que subía la cuesta. Eran ahora sus propios pies los que resbalaban y buscaban apoyo entre las familiares piedras desprendidas. Sintió aquella antigua aspereza irregular debajo de sus pies; nuevamente sintió el olor acre del cielo, pero no el cielo de la Tierra sino el de un lugar extraño, distante aunque inmediatamente alcanzable merced a la caja de empatía.

Había llegado allí de un modo habitual y asombroso. La fusión física, acompañada por la identificación mental y espiritual con Wilbur Mercer, había vuelto a producirse. Como le estaría sucediendo a todo aquel que en ese momento estuviera aferrado a las asas, en la Tierra o en los planetas-colonia. Sintió a los demás, escuchó en su mente el rumor de sus existencias individuales y el parloteo de sus pensamientos. Ellos y él se preocupaban sólo de una cosa: la fusión de sus mentes orientaba su atención hacia la cuesta, el ascenso, la necesidad de subir. Paso a paso la elevación continuaba, tan lentamente que era casi imperceptible. Pero real. Más alto, pensó mientras las piedras rodaban hacia abajo. Hoy estamos más arriba que ayer, y mañana... El, la imagen compuesta de Wilbur Mercer, miró hacia arriba. Era imposible ver el final. Estaba demasiado lejos. Pero llegaría.

Una piedra que le arrojaron le golpeó el brazo. Sintió dolor. Se volvió a medias y otra piedra le erró y pasó a su lado: dio contra el suelo y el sonido le sorprendió. Se preguntó quién sería, y trató de ver a su atormentador. Los viejos antagonistas aparecían en la periferia de su visión: ellos —o eso— lo perseguirían todo el camino hacia arriba hasta que en la cumbre...

Recordó la cumbre. La cuesta se nivelaba de repente, la ascensión terminaba y comenzaba la otra parte. ¿Cuántas veces lo había hecho ya? Las diversas experiencias se tornaban borrosas, así como el pasado y el futuro; lo que había sentido y lo que eventualmente sentiría se fundían de modo que solamente quedaba ese momento de inmovilidad y reposo en que se tocaba la herida causada en el brazo por la piedra. Dios mío, pensó, fatigado; ¿cómo es esto justo? ¿Por qué estoy aquí, solo, castigado por algo que ni siquiera puedo ver? Y luego, en su interior, el murmullo de los demás seres que participaban de la fusión rompió la impresión de soledad.

También tú participas, pensó. Sí, respondían las voces. Hemos sido heridos en el brazo izquierdo. Duele como el infierno. Está bien, se dijo. Será mejor empezar a moverse nuevamente. Avanzó, y todos los demás lo acompañaron de inmediato.

Una vez, recordó, había sido diferente. Antes de la maldición, en alguna parte de la vida anterior y más feliz. Ellos, sus padres adoptivos, Frank y Cora Mercer, lo habían encontrado a flote en una balsa inflable salvavidas, cerca de la costa de Nueva Inglaterra... ¿O había sido en México, cerca del puerto de Tampico? No recordaba las circunstancias. La infancia había sido maravillosa. Amaba todas las cosas vivas y sobre todo a los animales; y en cierta época había sido capaz de traer de vuelta, tal como habían sido, animales muertos. Vivía rodeado dé bichos y conejos, dondequiera que fuese, en la Tierra o en un mundo colonia; pero hasta eso había olvidado. Recordaba a los asesinos, porque lo habían arrestado por anormal, por ser más especial que todos los demás especiales. Y debido a eso todo había cambiado.

Las leyes locales prohibían la facultad de invertir tiempo en devolver seres muertos a la vida; se lo dijeron claramente cuando tenía dieciséis años. Pero había continuado haciéndolo secretamente durante un año más, en los bosques que aún quedaban. Y entonces, una anciana a la que jamás había visto ni oído, habló. Y sin el consentimiento de sus padres, ellos —los asesinos— bombardearon aquel nódulo único que se había formado en su cerebro, lo destrozaron con cobalto radiactivo y eso lo hundió en un mundo diferente, de cuya existencia jamás había sospechado. Era un pozo de huesos y cadáveres de donde había salido tras años de esfuerzo. El burro, y en especial el sapo, las criaturas que más le importaban, habían desaparecido, se habían extinguido. Sólo quedaban fragmentos podridos, una cabeza sin ojos, parte de una mano. Por fin un ave que había ido a morir allí le dijo dónde estaba. Había caído en el mundo-tumba. No podría salir mientras los huesos dispersos a su alrededor no volvieran a ser criaturas vivientes: él estaba unido al metabolismo de otras vidas, y no volvería a vivir mientras ellas no vivieran.

No sabía cuánto había durado esa parte del ciclo. Como en general nada ocurría, era imposible medirla. Pero finalmente los huesos se recubrieron de carne; en las cuencas vacías aparecieron ojos que podían ver, y las bocas y picos restaurados eran capaces de ladrar, cloquear, maullar. Quizás él lo había hecho, quizás el nódulo extrasensorial de su cerebro había vuelto a crecer. O tal vez no hubiese sido él; bien podía tratarse de un proceso natural. De cualquier modo, ya no se estaba hundiendo, sino que comenzaba a ascender con los demás. Hacía mucho que ya no los veía; ascendía, evidentemente, solo. Pero ellos estaban allí. Todavía lo acompañaban, los sentía dentro de sí.

Isidore retenía las dos asas, y sentía que llevaba en su interior a todas las cosas vivas. De mala gana las soltó. Tenía que terminar, como siempre.

Además, le dolía y le sangraba el brazo donde la piedra lo había golpeado. Examinó la herida, y se dirigió, vacilante, al cuarto de baño para lavarse. No era la primera que recibida durante las fusiones con Mercer, y probablemente no sería la última. Algunas personas, sobre todo ancianas, habían muerto, casi siempre en la cumbre de la colina, cuando el tormento arreciaba en su rigor. Yo mismo no sé si podría volver a soportarlo, se dijo mientras se curaba. Podía venir un paro cardíaco. Sería mejor si viviera en la ciudad, reflexionó, donde cerca hubiera un médico con esas máquinas de chispas eléctricas. En un lugar aislado como ése era demasiado peligroso.

Pero sabía que correría el riesgo. Siempre lo había hecho antes. Como la mayoría de la gente, incluso ancianos físicamente frágiles.

Con un kleenex se secó el brazo.

Y oyó, lejana y tenuemente, la televisión.

Hay alguien más en esta casa, pensó muy excitado, incrédulo. No es mí TV, no la dejé encendida y sentiría la resonancia en el suelo... Es más abajo, en otro piso.

Ya no estoy solo aquí, comprendió. Otra persona ha ocupado un apartamento abandonado, bastante cerca para que pueda oír. Debe ser en el segundo o el tercer piso, no más abajo. Veamos, pensó rápidamente. ¿Qué se hace cuando llega un nuevo ocupante? Visitarlo, regalarle algo, ¿no es así? No podía recordar. Esto no le había ocurrido nunca allí, ni en ningún otro lugar. La gente se iba, emigraba, pero jamás venía nadie. Lleva algo, se dijo. Un vaso de agua, o mejor leche... Sí, leche, o harina, o quizás un huevo. O mejor dicho, sus correspondientes sustitutos.

Buscó en la nevera. El compresor había dejado de funcionar hacía mucho. Encontró un sospechoso paquete de margarina. Y con él partió hacia abajo, excitado, con el corazón sobresaltado. Tengo que mantener la calma, se decía. No tiene que saber que soy un cabeza de chorlito. Si llegara a saberlo no querrá hablarme. Siempre pasa así... ¿Por qué será?

Recorrió el pasillo deprisa.

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miércoles, 27 de junio de 2012

¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap I - Philip K. Dick


A pesar de la fama de sus relatos, y de las tantas películas basadas en ellos, nunca leí a Philip K.Dick. Siempre me las he ingeniado para esquivar la ciencia ficción en la literatura... Días atrás, "Blade Runner" (1982), una película de culto entre los seguidores del género, basada en, o  inspirada por (aún estoy por descubrirlo), "¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?" (1968), cumplió añitos. El film es uno de los favoritos de mis hermanos así que me decidí a subir por capítulos la novela... y de paso darme la oportunidad de ir conociendo a este aclamado escritor. 

 Capítulo I


Una alegre y suave oleada eléctrica silbada por el despertador automático del órgano de ánimos que tenía junto a la cama despertó a Rick Deckard. Sorprendido —siempre le sorprendía encontrarse despierto sin aviso previo— emergió de la cama, se puso en pie con su pijama multicolor, y se desperezó. En el lecho, su esposa Irán abrió sus ojos grises nada alegres, parpadeó, gimió y volvió a cerrarlos. 

—Has puesto tu Penfield demasiado bajo —le dijo él—Lo ajustaré y cuando te despiertes...
—No toques mis controles —su voz tenía amarga dureza—No quiero estar despierta.
El se sentó a su lado, se inclinó sobre ella y le explicó suavemente:

—Precisamente de eso se trata. Si le das bastante volumen te sentirás contenta de estar despierta. En C sobrepasa el umbral que apaga la conciencia.

Amistosamente, porque estaba bien dispuesto hacia todo el mundo —su dial estaba en D— acarició el hombro pálido y desnudo de Irán.

—Aparta tu grosera mano de policía —dijo ella.
—No soy un policía —se sentía irritable, aunque no lo había discado.
—Eres peor —agregó su mujer, con los ojos todavía cerrados—Un asesino contratado por la policía.
—En la vida he matado a un ser humano.

Su irritación había aumentado, y ya era franca hostilidad.
—Sólo a esos pobres andrillos —repuso Irán.
—He observado que jamás vacilas en gastar las bonificaciones que traigo a casa en cualquier cosa que atraiga momentáneamente tu atención —se puso de pie y se dirigió a la consola de su órgano de ánimos—No ahorras para que podamos comprar una oveja de verdad, en lugar de esa falsa que tenemos arriba. Un mero animal eléctrico, cuando yo gano ahora lo que me ha costado años conseguir —en la consola vaciló entre marcar un inhibidor talámico (que suprimiría su furia), o un estimulante talámico (que la incrementaría lo suficiente para triunfar en una discusión.)
—Si aumentas el volumen de la ira —dijo Irán atenta, con los ojos abiertos— haré lo mismo. Pondré el máximo, y tendremos una pelea que reducirá a la nada todas las discusiones que hemos tenido hasta ahora. ¿Quieres ver? Marca... Haz la prueba —se irguió velozmente y se inclinó sobre la consola de su propio órgano de ánimos mientras lo miraba vivamente, aguardando.
Él suspiró, derrotado por la amenaza.
—Marcaré lo que tengo programado para hoy —examinó su agenda del 3 de enero de 1992: preveía una concienzuda actitud profesional—Si me atengo al programa —dijo cautelosamente—, ¿harás tú lo mismo? —esperó; no estaba dispuesto a comprometerse tontamente mientras su esposa no hubiese aceptado imitarlo.
—Mi programa de hoy incluye una depresión culposa de seis horas — respondió Irán.
—¿Cómo? ¿Por qué has programado eso? —iba contra la finalidad misma del órgano de ánimos—Ni siquiera sabía que se pudiera marcar algo semejante —dijo con tristeza.
—Una tarde yo estaba aquí —dijo Irán—, mirando, naturalmente, al Amigo Buster y sus Amigos Amistosos, que hablaba de una gran noticia que iba a dar, cuando pasaron ese anuncio terrible que odio, ya sabes, el del Protector Genital de Plomo Mountibank, y apagué el sonido por un instante. Y entonces oí los ruidos de la casa, de este edificio, y escuché los... —hizo un gesto.
—Los apartamentos vacíos —completó Rick; a veces también él escuchaba cuando debía suponerse que dormía. Y sin embargo en esa época, un edificio de apartamentos en comunidad ocupado a medias tenía una situación elevada en el plan de densidad de población. En lo que antes de la guerra habían sido los suburbios, era posible encontrar edificios totalmente vacíos, o por lo menos eso había oído decir... Como la mayoría de la gente, dejó que la información le llegara de segunda mano; el interés no le alcanzaba para comprobarla personalmente.
—En ese momento —continuó Irán—, mientras el sonido de la TV estaba apagado, yo estaba en el ánimo 382; acababa de marcarlo. Por eso, aunque percibí intelectualmente la soledad, no la sentí. La primera reacción fue de gratitud por poder disponer de un órgano de ánimos Penfield; pero luego comprendí qué poco sano era sentir la ausencia de vida, no sólo en esta casa sino en todas partes, y no
reaccionar... ¿Comprendes? Me figuro que no. Pero antes eso era una señal de enfermedad mental. Lo llamaban “ausencia de respuesta afectiva adecuada”. Entonces, dejé apagado el sonido de la TV y empecé a experimentar con el órgano de ánimos. Y por fin logré encontrar un modo de marcar la desesperación —su carita oscura y alegre mostraba satisfacción, como si hubiese conseguido algo de
valor—La he incluido dos veces por mes en mi programa. Me parece razonable dedicar ese tiempo a sentir la desesperanza de todo, de quedarse aquí, en la Tierra, cuando toda la gente lista se ha marchado, ¿no crees?
—Pero corres el riesgo de quedarte en un estado de ánimo como ése —objetó Rick—, sin poder marcar la salida. La desesperación por la realidad total puede perpetuarse a sí misma...
—Dejo programado un cambio automático de controles para unas horas más tarde —respondió suavemente su esposa—El 481: conciencia de las múltiples posibilidades que el futuro me ofrece, y renovadas esperanzas de...
—Conozco el 481 —interrumpió él; había discado muchas veces esa combinación, en la que confiaba—Oye —dijo, sentándose en la cama y apoderándose de las manos de Irán, a la que atrajo a su lado—, incluso con el cambio automático es peligroso sufrir una depresión de cualquier naturaleza. Olvida lo que has programado y yo haré lo mismo. Marcaremos juntos un 104, gozaremos juntos de él, y luego tú te quedarás así mientras yo retorno a mi actitud profesional acostumbrada. Eso me dará ganas de subir al terrado a ver la oveja y de partir enseguida al despacho. Y sabré que no te quedas aquí, encerrada en ti misma, sin TV —dejó libres los dedos largos y finos de su mujer y atravesó el espacioso apartamento hasta el living, que olía suavemente a los cigarrillos de la noche anterior. Allí se inclinó para encender la TV.
Desde el dormitorio llegó la voz de Irán:
—No puedo soportar la TV antes del desayuno.
—Disca el 888 —respondió Rick mientras el receptor se calentaba—Quiero ver la TV, haya lo que hubiere.
—En este momento no quiero discar nada —dijo Irán.
—Entonces marca el 3 —sugirió él.
—No puedo pedir un número que estimula mi corteza cerebral para que desee discar otro. No quiero discar nada, y el 3 menos aún, porque entonces tendré el deseo de discar, y no puedo imaginar un deseo más descabellado. Lo único que quiero es quedarme aquí, sentada en la cama, y mirar el suelo —su voz se afiló con el acento de la desolación mientras dejaba de moverse y su alma se congelaba: el instintivo y ubicuo velo de la opresión, de una inercia casi absoluta, cayó sobre ella.

Rick elevó el sonido del televisor, y la voz del Amigo Buster estalló e inundó la habitación.

—Hola, hola, amigos. Ya es hora de un breve comentario sobre la temperatura de hoy. El satélite Mongoose informa que la radiación será especialmente intensa hacia el mediodía y que luego disminuirá, de modo que quienes os aventuréis a salir... 
Irán apareció a su lado, arrastrando levemente su largo camisón, y apagó el televisor.
—Está bien, me rindo. Discaré lo que quieras de mí. ¿Goce sexual extático? Me siento tan mal que hasta eso podría soportar. Al diablo. ¿Qué diferencia hace...?
—Yo marcaré por los dos —dijo Rick, y la condujo al dormitorio.
En la consola de Irán disco 594: reconocimiento satisfactorio de la sabiduría superior del marido en todos los temas. Y en la propia pidió una actitud creativa y nueva hacia su trabajo, aunque en verdad no la necesitaba; ésa era su actitud innata y habitual sin necesidad de estímulo cerebral artificial del Penfield.

... Y después de un apresurado desayuno —había perdido tiempo a causa de la discusión— subió vestido para salir, incluso con su Protector Genital de Plomo Mountibank, modelo Ayax, a la pradera cubierta del terrado. Ahí “pastaba” su oveja eléctrica; por más que fuera un sofisticado objeto mecánico, ramoneaba con simulada satisfacción y engañaba al resto de los ocupantes del edificio.

Por supuesto, también algunos de sus animales eran imitaciones electrónicas. De eso no había duda, pero él, por supuesto, jamás había curioseado al respecto, así como ellos no espiaban para descubrir el verdadero carácter de su oveja. Nada habría sido más descortés. Preguntar “¿Es auténtica su oveja?” era todavía peor que averiguar si los dientes, el pelo o los órganos internos de una persona eran genuinos.

El aire gris de la mañana, lleno de partículas radiactivas que oscurecían el sol, ofendía su olfato. Aspiró involuntariamente la corrupción de la muerte. Bueno, eso era una descripción algo excesiva, observó mientras se dirigía hacia el sector particular de césped que poseía juntamente con el inmenso apartamento situado más abajo. La herencia de la Guerra Mundial Terminal había disminuido su poder.

Los que no pudieron sobrevivir al polvo habían sido olvidados años antes; entonces el polvo, ya más débil y con sobrevivientes más fuertes, sólo podía alterar la mente y la capacidad genética. A pesar de su protector genital de plomo, era indudable que el polvo se filtraba y traía cada día —mientras no emigrara— su pequeña carga de inmundicia. Hasta ahí, los exámenes médicos mensuales confirmaban su normalidad: podía procrear dentro de los márgenes de tolerancia que la ley establecía. Pero cualquier mes el examen de los médicos del Departamento de Policía de San Francisco podía dictaminar lo contrario.

Continuamente el polvo omnipresente convertía a los normales en especiales. Esa basura del correo oficial, los posters y los anuncios de TV vociferaban: “¡Emigra o degenera! ¡Elige!” Era verdad, pensó Rick mientras abría la puerta de su minúscula dehesa y se acercaba a su oveja eléctrica. Pero no puedo emigrar, se dijo, a causa de mi trabajo.

El propietario de la parcela adyacente, su vecino Bill Barbour, lo saludó. Igual que Rick, se había vestido para ir a trabajar, y también se había detenido a ver cómo estaba su animal.

—Mi yegua está preñada —declaró Barbour encantado, y señaló el gran ejemplar de percherón que miraba el espacio con expresión vacía—¿Qué me dice?
—Que pronto tendrá usted dos caballos —respondió Rick. Ya estaba al lado de su oveja, que rumiaba con los ojos clavados en él por si le había traído avena arrollada. La presunta oveja estaba equipada con un circuito sensible a la avena, de modo que a la vista del cereal se mostraba convincentemente interesada y se acercaba—¿Y quién la ha preñado? —le preguntó a Barbour—¿El viento?
—He comprando el plasma fertilizante de mayor calidad que se puede conseguir en California —informó Barbour—Por medio de algunos contactos internos que poseo en la Junta Ganadera del Estado. ¿Recuerda que la semana pasada vino un inspector a examinar a Judy? Están impacientes por ver el potrillo, porque ella es un animal incomparable —palmeó cariñosamente el cuello de la yegua, que inclinó la cabeza.
—¿No ha pensado en venderla? —preguntó Rick; mucho deseaba poseer un caballo, o cualquier otro animal. Mantener una imitación era gradualmente desmoralizador, de algún modo. Y sin embargo, dada la ausencia de un animal verdadero, era socialmente necesario. Por lo cual no le quedaba otra opción que seguir como hasta entonces. Aunque él mismo no se preocupara por las apariencias, estaba su esposa. Irán se preocupaba, y mucho. Barbour respondió:

—Sería inmoral.
—Venda el potrillo, entonces. Tener dos animales es más inmoral que no tener ninguno.
—¿Cómo? —respondió Barbour, confundido—Mucha gente posee dos animales, o tres o cuatro y, como en el caso de Fred Washborne, el dueño de la planta procesadora de algas donde trabaja mi hermano, hasta cinco. ¿No leyó ayer en el Chronicle el artículo acerca de su pato? Parece que es el moscovy más grande y pesado de toda la Costa Oeste —sus ojos se tornaron vidriosos al imaginar semejante riqueza. El hombre caía poco a poco en trance.

Explorando los bolsillos de su chaqueta, Rick halló su arrugado y muy leído ejemplar del suplemento de enero del Catálogo de Aves y Animales de Sidney. Buscó “potrillos” en el índice (véase Caballos, progenie), y halló el precio nacional vigente.

—Puedo comprar un potrillo percherón en Sidney por cinco mil dólares — dijo en voz alta.
—No —respondió Barbour—No podrá. Vuelva a mirar la lista: está en bastardilla. Eso significa que no tienen existencias de potrillos, pero eso valdrían si las hubiera.
—¿Qué le parecería si le pagara quinientos dólares mensuales durante diez meses? —dijo Rick—La cifra entera del catálogo.
—Deckard —repuso compasivamente Barbour—, usted no entiende de caballos. Hay una razón para que Sidney no tenga potrillos percherón. No son animales que pasen de mano en mano, por lo menos al precio del catálogo. Son demasiado raros, incluso los relativamente inferiores —se inclinó sobre la cerca común, gesticulando— Hace tres años que tengo a Judy: en todo ese tiempo no he visto una yegua percherón de su calidad. Para comprarla tuve que volar a Canadá, y la traje aquí personalmente para asegurarme de que no la robaran. Si anda usted con un animal como éste cerca de Wyoming o Colorado, le darán un golpe y se lo quitarán. ¿Sabe por qué? Porque antes de la Guerra Mundial Terminal había allí, literalmente, centenares.
—Pero si usted posee dos caballos y yo ninguno —interrumpió Rick—, eso viola toda la estructura moral y teológica del Mercerismo.
—Usted tiene su oveja, demonios. Puede seguir la Ascensión en su vida individual y, cuando coge las dos asas de la empatía, puede también acercarse honorablemente. Si no tuviera usted esa vieja ovejita, vería alguna lógica en su posición. Por supuesto, si yo poseyera dos animales y usted ninguno, le impediría fundirse verdaderamente con Mercer. Pero todas las familias de este edificio... Veamos, unas cincuenta. Una por cada tres apartamentos, calculo. Todos nosotros tenemos un animal de alguna clase. Graveson tiene esa gallina —señaló hacia el norte—Oakes y su esposa son dueños de ese gran perro colorado que ladra por las noches —meditó—Creo que Ed Smith tiene un gato en su apartamento, por lo menos eso dice, aunque nadie lo ha visto nunca. Quizá sea mentira.

Rick se inclinó sobre su oveja, buscando algo entre la gruesa lana blanca (al menos los vellones eran auténticos), hasta que lo encontró: el panel de control oculto. Mientras Barbour miraba, abrió el panel.

—¿Ve? —le dijo a Barbour—¿Comprende ahora por qué quiero su potrillo?

Después de una pausa, Barbour respondió:

—Lo siento mucho. ¿Siempre ha sido así?
—No —dijo Rick, cerrando nuevamente el panel de su oveja eléctrica— Originalmente era una oveja verdadera —se enderezó, se volvió y enfrentó a su vecino—El padre de mi mujer nos la regaló cuando emigró. Pero hace un año la llevé al veterinario. ¿Recuerda? Usted estaba aquí esa mañana que subí y la encontré echada. No se podía poner de pie.
—Usted la levantó —repuso Barbour, asintiendo—Sí, consiguió levantarla; pero después de andar uno o dos minutos volvió a caer.
—Las ovejas tienen enfermedades extrañas —dijo Rick—O mejor dicho, las ovejas tienen una  cantidad de enfermedades, pero los síntomas son siempre los mismos. El animal no se puede poner en pie y no se sabe si es sólo una torcedura, o si se va a morir de tétanos. De eso murió la mía.
—¿Aquí? —preguntó Barbour—¿En el terrado?
—El heno —explicó Rick—Esa vez no arranqué todo el alambre del fardo. Dejé un trozo y Groucho —ése era su nombre— sufrió un rasguño y contrajo el tétanos. La llevé al veterinario, y allí murió; y yo reflexioné y por fin fui a una de esas tiendas que fabrican animales artificiales y les mostré una foto de Groucho. Y aquí está su obra —señaló al sucedáneo, que continuaba rumiando y aguardando, alerta, algún indicio de avena—Es un trabajo excelente. Y le dedico tanto tiempo y atención como a la verdadera. Pero... —se encogió de hombros.
—No es lo mismo —concluyó Barbour.
—Es casi lo mismo. Uno se siente igual. Hay que ocuparse del animal exactamente como si fuera de verdad. Además, se descompone; y todo el mundo sabe, en la casa, que lo he llevado seis veces al taller de reparación. Pequeños inconvenientes, pero si alguien los advierte... Por ejemplo, una vez la cinta de la voz se rompió o se atascó y balaba sin cesar... Cualquiera comprende que se trata de un desperfecto mecánico. Naturalmente el camión del taller pone “Hospital de Animales Algo” —agregó—Y el conductor viste de blanco, como un veterinario — miró de pronto su reloj—Debo ir a trabajar. Lo veré esta noche.

Mientras se dirigía a su vehículo, Barbour lo llamó.

—Este... No le diré nada a nadie de la casa. Rick se detuvo y empezó a darle las gracias.

Pero un remanente de esa desesperación a que Irán se había referido le golpeó en el hombro y respondió:

—No sé. Quizá no haga ninguna diferencia.
—Pero le tendrán en menos. No todos; algunos. Usted sabe cómo piensa la gente de quien no cuida un animal; consideran que eso es inmoral y antiempático. Quiero decir, técnicamente. No es un crimen, como después de la G. M. T. Pero el sentimiento perdura.
—Por Dios —dijo Rick, gesticulando vanamente con las manos vacías— Querría tener un animal; estoy tratando de comprar uno. Pero con mi salario, con lo que gana un funcionario municipal... —y pensó: si tan sólo volviera a tener suerte en mi trabajo, como hace dos años, cuando capturé cuatro andrillos en un mes... Si en ese momento hubiera sabido que Groucho iba a morir... Pero eso había sido antes del tétanos, antes de ese trozo de alambre puntiagudo de cinco centímetros en el fardo de heno.
—Podría comprar un gato —sugirió Barbour—Los gatos no son caros. Consulte su catálogo de Sidney.

Rick respondió tranquilamente:

—No quiero un animal doméstico. Quiero lo que tenía al comienzo, un animal grande. Una oveja, y si tengo dinero una vaca, un buey, o como usted, un caballo —con la bonificación correspondiente al retiro de cinco andrillos alcanzaría, pensó. Mil dólares por cabeza, aparte del salario. Así podría encontrar en alguna parte lo que deseo. Incluso si la mención del Animales y Aves de Sidney estuviera en bastardilla. Cinco mil dólares. Pero antes, los cinco andrillos deberían llegar a la Tierra desde alguno de los planetas-colonia. No puedo controlar eso, se dijo; no puedo hacer que los cinco vengan. Y aun si pudiera, hay otros cazadores de bonificaciones pertenecientes a otras agencias policiales de todo el mundo. Los andrillos deberían establecerse específicamente en California del Norte, y el decano de los cazadores de bonificaciones de zona, Dave Holden, debería morir o retirarse...
—Compre un grillo —propuso ingeniosamente Barbour—O una rata. Por veinticinco dólares puede comprar una rata adulta.

Rick respondió:

—Su yegua podría morir sin aviso previo, como Groucho. Cuando vuelva a su casa del trabajo, esta noche, podría encontrarla echada con las patas al aire, como un bicho. Como lo que usted ha dicho: un grillo —se alejó con la llave de su vehículo en la mano.
—No quería ofenderlo —dijo nerviosamente Barbour.

En silencio, Rick Deckard abrió la puerta de su coche aéreo. No tenía nada más que decir a su vecino. Su mente estaba fija en su trabajo, en el día que le aguardaba.


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lunes, 25 de junio de 2012

Lo que dicen las flores - George Sand

Descubrí a George Sand - quien en realidad era mujer, y además baronesa aunque firmara con seudónimo masculino - gracias a G. Flaubert. Siempre me fascinó "Madame Bovary" por lo que no dudé en comprar "Galaxia Flaubert" cuando lo vi medio escondido en un rincón de una librería. El libro recopila varios cuentos de escritores franceses contemporáneos a aquel escritor, por ejemplo, Charles Baudelaire, Guy de Maupassant, y Emile Zola entre otros cuantos.
"Lo que dicen las flores" de George Sand figura en esa colección y logró sacarme más de una sonrisa. Si no me equivoco, fue publicado en 1873 junto con otros cuentos de la misma autora, bajo el nombre "Cuentos de una abuela".



Lo que dicen las flores 

 George Sand

De niña, querida Aurora, me atormentaba mucho no entender lo que las flores se decían entre ellas. Mi profesor de botánica me aseguraba que nada decían; acaso porque era sordo o porque quería ocultarme la verdad, me juraba que las flores no decían absolutamente nada.

Yo sabía que no era así. Las oía balbucear confusamente sobre todo bajo el rocío de la noche, pero hablaban demasiado bajo para que pudiese captar sus palabras; y además, como eran desconfiadas, cada vez que yo pasaba cerca de las plantaciones del jardín o por la senda del prado, se alertaban con una especie de "psitt" que corría de una a otra. Era como si dijesen a lo largo del cantero: "Cuidado, ¡hagamos silencio! Aquí está la niña curiosa que nos espía".

Me obstiné. Aprendí a caminar tan suavemente, sin rozar la menor brizna de hierba, que ellas ya no me escuchaban y así logré arrimarme muy cerca, muy cerca; entonces, agachándome bajo las sombras de los árboles para que no viesen mi sombra, pude oír al fin lo que decían.

Hacía falta prestar mucha atención. Sus voces eran tan pequeñas, tan dulces y tan agudas que se las llevaba la menor brisa; que el rumor de las mariposas y las orugas las tapaban por completo.

Ignoro en que idioma hablaban. No era francés, tampoco latín que por entonces me enseñaban; sin embargo, yo entendía. Sentía, incluso, que comprendía mejor esas palabras que todas las que hubiese oído hasta entonces.

Una noche, me tendí en el suelo y no me perdí nada de lo que decían, allí muy cerca, en un rincón resguardado. Como todo el mundo hablaba en el jardín, debía resignarme a no descubrir más de un secreto por vez. de modo que permanecí sin moverme y le oí decir a una de las amapolas:

- Señoras y señores, es tiempo de terminar con las simplificaciones. Todas las plantas son igualmente nobles; nuestra familia no es menos que ninguna otra, y, aunque acepto el reinado de la rosa, declaro que estoy harta y que no le concedo a nadie el derecho de creerse de mejor cuna y con más títulos que yo.

A esto las margaritas respondieron a coro que la oradora amapola tenía razón. Y una de ellas, la más grande y la más fuerte, pidió la palabra y dijo:

- Nunca he podido entender los grandes aires que se dan las rosas. ¿En que sentido, me pregunto, una rosa es más bonita y está mejor hecha que yo? La naturaleza y el arte supieron ponerse de acuerdo para multiplicar el número de nuestros pétalos y el brillo de nuestros colores. Nosotras somos más ricas, ya que la más bella de las rosas no supera los doscientos pétalos, mientras que nosotras llegamos a poseer hasta quinientos. En cuanto a los colores, tenemos el violeta y el azul casi puro, que la rosa jamás tendrá.

- Yo, dijo otra flor -, yo, la princesa Delfinia, tengo el azul del firmamento en mi corola, y mis numerosas parientas poseen la gama completa del rosa. La supuesta reina de las flores tiene, por tanto, mucho que envidiarnos. y con respecto a su afamado perfume...

- No me hable de eso, por favor - interrumpió airadamente la amapola -. Las habladurías acerca del perfume me ponen los nervios de punta. Al fin y al cabo, ¿Qué es el perfume? Una convención establecida entre los jardineros y las mariposas. Personalmente, pienso que las rosas hieden y que soy yo quien huele bien.

- Nosotras no olemos - dijo la margarita -, y ello es prueba suficiente, según creo, de nuestros modales y nuestro buen gusto. Los olores son indiscreciones o jactancias. Una planta que se precie no debería anunciarse con emanaciones. Su belleza debería ser suficiente.

- No comparto su opinión - exclamó una inmensa adormidera que olía muy fuerte-. Los olores denotan personalidad y salud.

Unas risas sepultaron la voz de la inmensa adormidera. Los claveles se agarraban las costillas y las resedas desfallecían. Pero, en lugar de enfadarse, la adormidera volvió a criticar la fisonomía y el color de la rosa, que no estaba allí para defenderse; todos los rosales acababan de ser podados y los brotes no eran más que unos pequeños botones que apretaban sus lenguas verdes. Un pensamiento criticó con amargura a las flores dobles y estas, que eran mayoría en el macizo, alzaron su protesta. Pero había tantos celos contra la rosa, que todos se reconciliaron y se unieron para denigrarla. El pensamiento tuvo su rato de éxito cuando comparó a la rosa con un repollo y añadió que prefería a este último a causa de su tamaño y su utilidad. Lo que estaba oyendo me exasperó tanto que, de pronto, les grité en su idioma, al tiempo que daba una fuerte patada contra el suelo:

- Cállense. No dicen más que tonterías. Yo que imaginaba oír de ustedes maravillas poéticas, ¡cómo me decepcionan con sus riñas, sus vanidades y sus miserables envidias!

Reinaba un silencio profundo. Me alejé.

- Veamos - me dije - si las plantas salvajes son más sensatas que estas parlanchinas que, al recibir de nosotros su belleza, parecen haber copiado nuestros prejuicios y nuestros defectos.

Me deslicé bajo la sombra del frondoso seto y marché hacia la pradera; deseaba saber si las espíreas, llamadas "reinas del prado", eran tan orgullosas y envidiosas. Pero me detuve ante un rosal silvestre cuyas flores hablaban al unísono.

- Averigüemos - me dije - si la rosa silvestre denigra a la rosa de cien hojas o si desprecia a la rosa pompón.

Debo decir que, en tiempos de mi infancia, aún no se habían creado todas las variedades de rosas que los expertos jardineros lograron producir mediante injertos e inseminaciones. La naturaleza no era más pobre a causa de ello. Nuestros arbustos estaban repletos de mil variedades en estado salvaje: la "canina", así llamada porque se la creía un remedio para la mordedura de perro rabioso; la rosa canela, la mosqueta, la "rubiginosa" u oxidada, que es una de las más bonitas; la rosa pimpinella, la "tormentosa" o algodonosa, la rosa alpina, etc. Asimismo, en los jardines, contábamos con maravillosas especies casi perdidas en la actualidad: una matizada en rojo y blanco que no reunía muchos pétalos pero que exhibía una corona de estambres de intenso color amarillo, olía a bergamota y era tan rústica que no le temía ni a la sequía del verano ni a la rudeza del invierno. La rosa pompón, en su formato grande o en el pequeño, se ha vuelto un ejemplar raro; la pequeña rosa de mayo, la más precoz y quizá la más perfumada de todas, no se consigue hoy en el mercado; la rosa de Damasco o de Provins, que supimos cultivar, hoy sólo se encuentra en la región central de Francia; y, por último, la rosa de cien hojas o, mejor dicho, de cien pétalos, cuya patria es desconocida y se atribuye por lo general a la cultura.

Aquella rosa "centifolia" era entonces para mí, como para todo el mundo, el ideal de la rosa, y yo no estaba persuadida, a diferencia de mi maestro, de que ella fuese un monstruo fruto de la ciencia de los jardineros. Mis poetas favoritos afirmaban que esa rosa era, desde la antigüedad, arquetipo de la belleza y del perfume. Con seguridad ellos no conocían nuestras rosas té que no huelen a rosa, ni todas las atractivas variantes que, hoy en día, han alterado la esencia de la rosa.

Por entonces yo estudiaba botánica. Había desarrollado mi olfato y pensaba que el aroma era una de las características fundamentales de una planta; mi profesor, aficionado al tabaco, no estaba de acuerdo con ese criterio de clasificación. Era incapaz de oler más allá del tabaco y cuando husmeaba alguna planta solía ponerse a estornudar.

Presté atención a lo que decían las rosas silvestres por encima de mi cabeza, puesto que, desde las primeras palabras que alcancé a oír, supe que hablaban de los orígenes de las rosas.

- Quédate aquí, dulce Céfiro - decían -, somos floridas. Las bellas rosas del jardín duermen aún dentro de sus botones verdes. Nosotras somos frescas y risueñas, ¿lo ves?, y si nos meces un poco, derramaremos unos perfumes tan suaves como los de nuestra ilustre reina.

El dios viento respondió:

- Silencio, ustedes no son más que hijas del Norte. No me molesta que charlemos un rato, pero no les permito el orgullo de compararse con la reina de las flores.

- Querido Céfiro, nosotras la respetamos, la adoramos - respondieron las rosas silvestres - y sabemos cuán celosas están las restantes flores del jardín. Dicen que ella no es más bonita que nosotras, que es la hija del escaramujo y que su belleza se debe a los injertos hechos por los hombres. Nosotras somos ignorantes y no sabemos qué responder. Dinos tú, que llevas más tiempo que nosotras en la tierra y conoces el origen de la rosa.

- Les contaré, ya que se trata también de mi propia historia.

Y Céfiro habló:

- En los tiempos en que los seres y las cosas del universo hablaban aún la lengua de los dioses, yo era el primogénito del rey de las tormentas. Mis alas negras rozaban los dos extremos de los más anchos horizontes, mi inmensa cabellera se mezclaba con las nubes. Mi aspecto era temerario y sublime, tenía el poder de agrupar las nubes del crepúsculo y de extenderlas, como un velo impenetrable, entre la tierra y el sol.

"Reiné durante mucho tiempo, con mi padre y con mis hermanos, en este planeta infecundo. Nuestra misión era destruir y sembrar caos. Mis hermanos y yo, enfurecidos contra aquel miserable y pequeño mundo, no debíamos permitir que apareciese la vida sobre esta escoria informe que hoy llamamos la tierra de los vivos. Yo era el más robusto y el más furioso de todos. Cuando mi padre, el rey, estaba cansado, se recostaba sobre las nubes y delegaba en mí la tarea de proseguir la implacable destrucción. pero, en el seno de esa tierra, aún inerte, se agitaba un alma, una poderosa divinidad, que deseaba cobrar vida y que, resquebrajando las montañas, colmando los mares, amontonando el polvo, se puso un día a surgir de todas partes. Redoblamos nuestros esfuerzos pero no hicimos otra cosa que incentivar la eclosión de una multitud de seres que por su pequeñez escaparon o por su debilidad resistieron: humildes y flexibles plantas, delgados moluscos flotantes, ocuparon la corteza terrestre todavía tibia. la vida nacía y aparecía sin cesar, bajo formas novedosas, como si el paciente genio de la creación hubiera resuelto adaptar los órganos de todos los seres al tormentoso ambiente que nosotros queríamos crear.

"Pronto empezamos a cansarnos de esta resistencia, pasiva en apariencia y tenaz en realidad. Si destruíamos raíces enteras, otras aparecían enseguida. Estábamos agotados y furiosos. Nos retiramos a la cima de las nubes para deliberar y pedirle consejo y renovado estímulo a nuestro padre. 

"Mientras él nos daba nuevas órdenes, la tierra, libre de nuestra iracundia, se cubrió de innumerables plantas, a las que hordas de animales, ingeniosamente hechos de mil formas, acudieron en pos de abrigo y de alimentos, desde las inmensas selvas hasta los flancos de fuertes montañas, e incluso desde las aguas puras de los lagos.

"- Vaya - dijo mi padre, el rey de las tormentas -, la tierra se ha vestido como una novia que ha de casarse con el sol. Entre ambos, formen una inmensa nube, resoplen y que su aliento voltee los árboles del bosque, aplane los montes y enloquezca los mares. No regresen aquí mientas quede un solo ser vivo, una sola planta de pie en aquella maldita tierra.

"Nos dispersamos a sembrar la muerte en ambos hemisferios y yo, como un águila que rasgase el telón de las nubes, caí sobre las antiguas comarcas del extremo oriente, allí donde las profundas depresiones de la altiplanicie asiática, internándose en el mar bajo un cielo de fuego, crean aún en medio de una intensa humedad, plantas gigantes y animales temibles. Repuesto de mi cansancio, me sentía imbuido de una fuerza inconmensurable, orgulloso de sembrar caos y muerte. Con un ala barrí toda una comarca; con un soplido derribé todo un bosque, y sentía una ciega alegría, la de ser más poderoso que las fuerzas de la naturaleza.

"De repente, un perfume me atravesó y, sorprendido por esta sensación tan nueva, me detuve para ver su procedencia. Entonces vi por vez primera a un ser que había aparecido en la tierra durante mi ausencia; una criatura fresca, delicada, imperceptible: ¡la rosa!

"Me precipité para aplastarla. Ella se plegó y, recostada sobre el césped, pudo decirme:

"- ¡Ten piedad! Soy tan hermosa y tan dulce... Siente mi aroma, me perdonarás.

"Aspiré y una embriaguez repentina aplacó mi furor. Me recosté yo también en el césped y dormí a su lado.

"Cuando desperté, la rosa se había incorporado y se balanceaba débilmente, mecida por mi aliento.

"- Seamos amigos - me dijo. no me dejes. Cuando pliegas tus temibles alas, te encuentro bello y te amo. Erres, sin dudas, el rey del bosque. Tu aliento, cuando se calma, es un canto delicioso. Quédate o llévame contigo, así podré ver el sol y las nubes más de cerca.

"Puse la rosa en el medio de mi pecho y salí volando con ella. Pero pronto me pareció que se marchitaba; al languidecer, era incapaz de hablar; sin embargo su perfume continuaba hechizándome, y, por temor a aniquilarla, yo volaba con suavidad, acariciando la cima de los árboles, evitando el menor choque. Así, con suma precaución, remonté vuelo hasta el palacio de nubes sombrías donde me esperaba mi padre. 

"- ¿Qué haces aquí? - me dijo -, ¿Por qué dejaste en pie esa selva de la India, que puedo ver desde aquí? Regresa de inmediato allá.

"- Sí - contesté, mostrándole la rosa -, pero antes deja que te entregue este tesoro que anhelo salvar.

"-¡Salvar! - rugió encolerizado -. ¿Así que quieres salvar algo?

"Y me arrancó la rosa, que desapareció esparciendo en el aire algunos pétalos marchitos.

"Me arrojé para salvar al menos un vestigio; pero el rey, irritado e implacable, me sujetó, me puso boca abajo, apoyó mi pecho sobre sus rodillas y, con gran violencia, me arrancó las alas, cuyas plumas revolotearon en compañía de los pétalos de rosa.

"- Miserable - me dijo-, has conocido la piedad, ¡ya no eres más mi hijo! Vé a buscar en la tierra el funesto espíritu de la vida, que me desafía; veremos si esto te sirve de algo puesto que ahora, gracias a mí, ya no eres nada.

"Y tras arrojarme a los abismos, me olvidó para siempre.

"Rodé hasta un claro y me desvanecí junto a la rosa, más risueña y más perfumada que nunca.

"- Explícame este prodigio. Te creía muerta y lloraba por tu ausencia. ¿Tienes el donde de renacer después de morir?

"- Si - respondió -, como todas las criaturas fecundadas por el espíritu de la vida. Mira esos botones que me rodean. Esta noche habré perdido el brillo y me pondré a trabajar en mi renacimiento, mientras mis hermanas te seducirán y te embriagarán con su perfume. Quédate con nosotros. ¿Acaso eres nuestro amigo?

"Me humillaba tanto mi decadencia que con mis lágrimas regué esta tierra a la que ahora me sentía unido para siempre. El espíritu de la vida se emocionó al verme llorar. Se apareció bajo el aspecto de un ángel radiante y me dijo:

"- Has conocido la piedad, sentiste misericordia por la rosa, ahora yo quiero tener piedad de ti. Tu padre es poderoso, pero yo lo soy aún más ya que él puede destruir, en cambio yo puedo crear.

"Mientras me hablaba, el ser luminoso me tocó y mi cuerpo adoptó la forma de un hermoso niño, con un semblante parecido al de la rosa. Unas alas de mariposa brotaron en mi espalda y me puse a revolotear fascinado.

"- Quédate con las flores, al abrigo de los árboles que te ocultarán y te protegerán. Más tarde, cuando yo haya vencido la ira de los elementos, podrás recorrer la tierra, donde serás bendecido por los hombres y loado por los poetas. En cuanto a ti, bella rosa que supiste derrotar al odio con la belleza, te otorgo un título que en siglos futuros nadie se atreverá a quitarte. Te proclamo reina de las flores; tu reinado será divino y tendrá un único recurso: el encanto.

"Desde aquel día, viví en paz con el cielo y apreciado por los hombres, los animales y las plantas. Mis orígenes, libres y divinos, me permiten escoger dónde vivir pero amo demasiado esta tierra para abandonarla y mi primer y eterno amor me retiene aquí. Sí, mis queridas, soy el amante fiel de la rosa y, por tanto, su hermano y su amigo.

- En tal caso - gritaron las rosas silvestres - haznos bailar y hagamos juntos el elogio de nuestra reina, la rosa de cien hojas de Oriente.

Céfiro agitó sus alas y sobre mi cabeza empezó una danza desenfrenada, acompañada de roces de ramas y de choques de hojas, a modo de timbales y de castañuelas: algunas rosas, enloquecidas, llegaron a desgarrar sus ropas de baile y a sembrar de pétalos mis cabellos pero no prestaron mayor atención y no dejaron de danzar y cantar.

- ¡Qué viva la bella rosa cuya dulzura doblegó al hijo de las tormentas! ¡Qué viva el buen Céfiro, amigo de las flores!

Cuando le conté a mi preceptor lo oído, declaró que yo estaba enferma y que urgía darme un purgante. Pero mi abuela me salvó diciéndole:

- Lo compadezco si nunca oyó lo que dicen las rosas. Yo extraño los tiempos en que podía oírlas. Es un don de la niñez.¡Tenga cuidado y no confunda, señor, dones con enfermedades!.





domingo, 24 de junio de 2012

Treng-Treng y Kai-Kai

Kai-kai la serpiente maligna. Treng-Treng, la serpiente bondadosa. 
La leyenda enfrenta a Kai-Kai y Treng-Treng y forma parte de la cosmogonía mapuche (gente de la tierra). 
Siempre me pareció llamativo ver como las distintas culturas confluyen, de alguna manera, en sus relatos. Cuando uno lee Treng-Treng y Kai-Kai, resulta inevitable realizar paralelismos con el diluvio bíblico (y considerarlo cosmogonía cristiana si se quiere). Pero no es mi intención entrar en discusiones sobre si el diluvio existió o no, o meterme en cuestiones religiosas porque, sinceramente, no tengo el conocimiento para hacerlo.
Bien, entonces, vamos adelante con "Treng-Treng y Kai-Kai". 
Publicaré dos versiones. La primera es la recopilada por Miguel Angel Palermo que aparece en "Cuentos que cuentan los mapuches" de la colección "Cuentos de mi país", editada por la secretaria de cultura de la Nación en 1986, y que es el libro que leí cuando era pequeña. La segunda, más autóctona, por así decirlo, es la transcripción de la narración oral realizada por Rayén Santul, machi de la reservación de Nahuel Pan. Dicha transcripción aparece en el libro "Cuentos, mitos y leyendas patagónicos - selección y prólogo de Nahuel Montes" publicado en el 2000.


Treng-Treng y Kai-Kai

Miguel Angel Palermo


Los mapuches dicen que hace mucho. mucho tiempo - hace casi sesenta mil años - había dos víboras enormes: una se llamaba Treng-Treng y la otra, Kai-Kai. Treng-Treng era enorme de veras, grande como una montaña; era muy buena y quería a la gente. Kai-Kai era también grandísima, igual que la otra, pero no quería a las personas.

Un día Kai-Kai quiso destruir todo: empezó a mover su corpachón y así hizo crecer el agua de los lagos y del mar. Todo se empezó a inundar.

Pero Treng-Treng vino enseguida para ayudar a los mapuches: se puso a pelear con la otra víbora gigante y, como el agua crecía y crecía, arqueó el lomo para arriba, silbó fuerte y la gente, al escuchar el silbido, vino corriendo y empezó a subir por su cuerpo para escaparse de la inundación.

Treng-Treng y Kai-Kai peleaban y peleaban: una seguía subiendo el lomo más y más para que las personas no se ahogaran y la otra seguía meta dar coletazos para que el agua creciera y creciera. Así se pasaron días enteros.

La gente no la pasaba muy bien: algunos, los que eran más miedosos, por el susto se convirtieron en piedras (por eso en las montañas a veces se ven rocas que tienen forma de hombre o de mujer); otros se enojaron tanto porque la inundación no paraba que se acabaron transformando en pumas y yaguaretés; a otros, que eran más lentos en subir, los alcanzó el agua y se volvieron peces y sapos.

Treng-Treng arqueó tanto el lomo para que no los tapara el agua, que casi tocó el cielo. Así fue como de las pocas personas que quedaban sin transformarse, a algunos se les quemó el pelo con el sol, y por eso ahora hay gente pelada.

Al final, Kai-Kai se cansó de pelear y de sacudirse, se quedó quieta, el agua empezó a bajar y Treng-Treng fue aplastando el lomo. 

Cuando el agua volvió a los lagos y al mar, los pocos mapuches que habían quedado recorrieron la tierra y vieron que ahora les gustaba más que antes: estaba limpia y linda, con los árboles verdes y el pasto crecido y tierno, y el aire más puro. En fin, la tierra estaba rejuvenecida.

Entre la gente, ya no había más miedosos (se habían convertido en piedras) ni furiosos (ahora eran fieras); todo era mejor.

Esos mapuches tuvieron hijos y estos hijos se casaron y tuvieron más hijos, y en poco tiempo todo estaba lleno de gente, como antes; de ellos descienden todos los mapuches de hoy.

Y ellos dicen que cada muchos miles de años, cada vez que la tierra se pone vieja y cansada, aparece Kai-Kai y arma la inundación, pero que siempre Treng-Treng está atenta a lo que pasa (aunque parezca dormida y se la confunda con una montaña donde crecen árboles y todo) y viene enseguida para salvar a los buenos, a los que saber ser corajudos pero pacientes. 





Nota: Las letras "ng" por ejemplo en Treng-Treng, en el texto original están representadan por la letra griega Mi (o mu como también suele denominársela). El uso de dicha letra griega es simplemente una cuestión fonética: la letra g precedida por una n apenas marcada. Pero, como desconozco como usar el símbolo en blogger, en reemplazo colocaré "ng" donde sea adecuado

Treng-Treng y Kai-Kai

Nahuel Montes

Kai-Kai, la filú malévola, habitaba el submundo que se encuentra debajo de las aguas, y un día aburrida, comenzó a hacer que estas subieran anegando la tierra.
Pero en los cerros que encierran las aguas, vivía Treng-Treng, la culebra amiga de la tierra seca y fértil, quien aconsejó a los mapuches que subieran a las cumbres para así escapar a la inundación.
Enojada, Kai-Kai, hizo subir más y más las aguas, pero Treng-Treng le respondió haciendo subir más y más las mahuidas y con ellas los mapuches que habían trepado hasta sus cumbres. Algunos no pudieron salvarse; esos se convirtieron en peces, en rocas, y en plantas que viven en el fondo del agua. Los que se salvaron hicieron sacrificios, y el agua se calmó, la lluvia cesó y las montañas dejaron de crecer.
Los que se salvaron de la ira de Kai-Kai volvieron al llano, se esparcieron por la Mapu y poblaron los valles. Así nacimos los mapuches, la reche.
* Antiguo poema mapuche mencionado y recopilado durante las Jornadas de Lengua y Literatura Mapuche llevadas a cabo en Temuco, Chile, en 1983.


Así idealiza la cosmogonía mapuche la creación del hombre; a continuación veremos una versión contemporánea de esta leyenda, relatada por doña Rayén Santul, anciana machi de la reservación de Nahuel Pan, en la localidad de El Bolsón, provincia de Río Negro. 
Estos sucedidos pasaron en los tiempos de muy antes, cuando en la Mapu sólo había reche, los verdaderos mapuches de raza - comenzó Doña Rayén, mientras tramaba prolijamente una urdimbre nueva en el telar vertical, herencia de sus ancestros -. A mí me lo contó mi kuku, pero ella también lo escuchó cuando era una hue malén (niña), porque viene de muy antes.

Resulta que una vez apareció un füta huentru (anciano) que decía que venía de parte de Ngenechén (creador), a avisar que Kai-Kai filú (serpiente) estaba enojada, y que iba a mandar un aguacero que haría crecer las aguas hasta tapar toda la Mapu. Así que había que subir rápido a la mahuida (montaña) Treng-Treng para salvarse a sí mismo.

Por aquellas épocas, si no llovía, se hacía una gran Ngillatún (fiesta rogativa), en la que participaban muchas familias, se reunían todos y marchaban hasta el lago Epuyén o al Fütalafkén, y golpeaban el agua con ramas de pehuén para despertar a Kai-Kai y hacerla enojar. Y después, cuando se desataba la tormenta, había que vivir al raso nomás, sin refugiarse debajo de las rukas (tienda), ni buscar reparo alguno hasta que cesaran las primeras lluvias.

Doña Rayén interrumpió unos instantes la relación mientras comenzaba a tramar la urdimbre, y luego continuó: - Aquel año hicieron la rogativa, y al poco tiempo la Kai-Kai filú estaba tan enojada que no se contentó con invocar a la pillañ mahun (demonio de la lluvia) para que desatara un verdadero diluvio, sino que también comenzó a agitar las aguas con la cola, provocando unas olas tan grandes que los animales comenzaron a morir mientras las cosechas se perdían cubiertas por las aguas.

Los reche comenzaron a correr desesperados, sin saber adónde ir, hasta que algunos de ellos recordaron el mandato de füta huentru y comenzaron a ascender dessesperadamente las laderas del Treng-Treng huingkul (cerro). A su lado trepaban animales como el ngürú (zorro), luan (guanaco), pudú (pudu), panji (puma), nahuel (tigre)... Pero cada vez debían trepar más alto, porque las aguas seguían subiendo, y pronto tuvieron que comenzar a trenzarse sombreros de cañas, para que Antú (sol) no les quemara el pelo. Y así fue como quedaron con la piel oscura, así como la tenemos ahora, por haber estado tan cerca del sol.

asó siguieron subiendo durante muchas noches con sus días, y los mapuches que caían se convertían en peces y los animales en rocas - continuó la anciana mientras movía rítmicamente la lanzadera del telar-. Y tanto griterío se armó entre los relinchos de Kai-Kai y el escándalo de la gente, que despertó Treng-Treng, que dormía plácidamente en lo más profundo de la montaña.

Entonces Treng-Treng, para que los animales y los hombres que quedaban no se murieran, se encorvó todo lo que pudo, apoyó el lomo contra el techo de su cueva y levantó la mahuida hasta que de nuevo la cima estuvo por encima de la superficie, encrespada y furiosa por los coletazos de Kai-Kai. Y más diluviaba, y más empujaba Treng-Treng la cordillera, hasta que todo el mundo se había inundado y sólo los cerros sobresalían de las aguas. Pero la kümei (bondadosa) filú se enroscaba sobre sí misma y siempre mantenía la cima por encima de la superficie.

- Hiihihihihihiiii - relinchaba ensordecedoramente la huedañma (maligna) filú.

- ¡Treng.treng, Treng-treng! - respondía con su bramido la serpiente buena.

Y el agua subía, pero la montaña también crecía - afirmó la tejedora, después de una pausa para acomodar unos hilos rebeldes-, manteniendo a salvo a la reche. Pero kai-kai no estaba dispuesta a dar el brazo a torcer y, gritando más que nunca, trató de sacar a la gente y los animales de la cueva de Treng-treng, donde se habían refugiado. Para eso sacó del agua la parte de arriba del cuerpo y se aferró con los cascos de una roca muy grande, para así poder llegar hasta arriba de todo. Pero Teng-treng estaba alerta y con un fuerte coletazo la desprendió de la ladera de la montaña y la arrojó al fondo del lago, junto con una roca, que le cayó encima y la aprisionó para siempre.

Inmediatamente dejó de llover; las aguas se aquietaron y pronto comenzaron a menguar, así que los mapuches que quedaban pudieron bajar de nuevo a los llanos. entonces hicieron un gran tanyi (canto) de agradecimiento a Treng-treng que los había salvado de su eterna enemiga, la Kai-kai filú.

Y cuentan los ancianos que a partir de ese día la Treng-Treng mahuida está apoyada sólo sobre cuatro rocas gigantescas, y que volverá a flotar si algún día Kai-Kai consigue liberarse y vuelve a provocar inundaciones y diluvios.

Y esto es lo que sucedió hace tantísimo tiempo, cuando sólo había reche sobre la faz de la Mapu, y que hoy solamente lo sabemos por las historias que nos cuentan nuestras abuelas y que a ellas les fueron contadas por las suyas - concluyó doña Rayén, suspendiendo el tejido y las narraciones hasta la jornada siguiente.

Como puede apreciarse a simple vista, la batalla de Kai-Kai y Treng-Treng constituye una nueva versión de la sempiterna lucha entre el bien y el mal, universalmente presente en todas las cosmogonías primitivas, y que culmina con la depuración de una humanidad descarriada, o que estaba perdiendo de vista los principios y los axiomas instaurados por su Creador.

A lo largo de toda la cordillera, desde Neuquén hacia el sur, e incluso en territorio chileno, existen varios cerros originalmente llamados Treng-Treng por los mapuches, como así también numerosas rocas zoomórficas que las leyendas araucano/mapuches atribuyen a los cuerpos de los animales petrificados durante el gran diluvio.

Cabe destacar que estos sitios, muchos de ellos ubicados en remotas islas en medio de los lagos, fueron escenarios de ngillatún y kamariku (festejo) durante siglos y hasta hace relativamente poco tiempo atrás, e incluso algunos de ellos, como la Roca del Nahuel, en la Isla Perdida del lago Epecuén, aún son respetados y venerados por los mapuches que todavía luchan por mantener vivas sus tradiciones ancestrales.




sábado, 23 de junio de 2012

El Príncipe Feliz - Oscar Wilde - Animación

Días atrás compartí "El príncipe feliz" de Oscar Wilde, un hermoso relato sobre la amistad de golondrina y la estatua de un príncipe, el cual, desde lo alto de su pedestal, se entristece por la pobreza que ve en su pueblo y decide ayudarlos, para lo que necesita de la ayuda de dicha golondrina.
El siguiente link lleva a una adaptación animada realizada, si no me equivoco en los 80. 

Podés ver el cuento de corrido en la lista de reproducción "El príncipe feliz" o bien en dos partes aquí: