CAPÍTULO III
Camino de su trabajo, Rick Deckard, como sabe Dios cuántas otras personas solían hacer, se detuvo un momento ante una de las mayores tiendas de animales de San Francisco. En el centro del escaparate, a lo largo de toda la manzana, había un avestruz dentro de una caja de plástico transparente y calentada. Según la placa-informe de la caja, acababa de llegar del zoológico de Cleveland. Era el único avestruz de la Costa Oeste. Después de contemplarlo, Rick permaneció unos minutos mirando el precio con expresión sombría. Luego se dirigió hacia la Corte de Justicia de la calle Lombard, adonde llegó con un cuarto de hora de retraso. Mientras abría la puerta de su despacho, su jefe, el Inspector de Policía Harry Bryant, lo llamó. Tenía la cara roja, orejas salientes e iba vestido descuidadamente; sus ojos revelaban perspicacia y conciencia de casi todo lo que tenía importancia.
—Lo espero a las nueve y media en el despacho de Dave Holden —el inspector hojeaba rápidamente los papeles de copia mecanografiados que llevaba sujetos a una tablilla—Holden está en el Horpital Mount Zion con una herida de láser en la columna. Tiene por lo menos para un mes, hasta que consigan una de esas nuevas secciones plásticas de columna.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Rick, pasmado. El día anterior el jefe de cazadores de bonificaciones del departamento estaba perfectamente. Al terminar la jornada había partido en su coche aéreo, como de costumbre, a su piso situado en Nob Hill, la populosa zona de mayor prestigio de la ciudad.
Bryant murmuró algo por encima del hombro acerca de las nueve y media en el despacho de Dave, y abandonó a Rick. Y cuando éste entró en el suyo, escuchó la voz de su secretaria, Ann Marsten, a su espalda.
—¿Sabe qué le ocurrió al señor Holden, señor Deckard? Le dispararon — siguió a su jefe al interior del despacho, encerrado y repleto, y puso en marcha la unidad de filtrado del aire.
—Sí —respondió él, ausente.
—Habrá sido uno de esos nuevos andrillos superinteligentes que está fabricando la Rosen Association —dijo la señorita Marsten—¿Ha leído el folleto de la compañía y el manual de instrucciones? El cerebro Nexus-6 que emplean tiene dos trillones de elementos y puede seleccionar diez millones de caminos neurales distintos —bajó la voz—¿No le han dicho nada de la llamada de esta mañana? La señorita Wild me contó: exactamente a las nueve.
—¿Alguien llamó aquí? —preguntó Rick.
—No —respondió la señorita Marsten—El señor Bryant llamó a la WPO, en Rusia, y les preguntó si estaban dispuestos a enviar una protesta formal por escrito al representante en el este de la Rosen Association.
—¿Todavía quiere Harry que retiren del mercado la unidad cerebral Nexus¿? —no le extrañaba; desde la presentación de sus características y estudios de rendimiento en agosto de 1991, la mayoría de las agencias policiales que se ocupaban de androides fugados estaba protestando—La policía soviética no puede hacer más que nosotros —dijo; legalmente, los fabricantes del Nexus-6 estaban amparados por las disposiciones coloniales, puesto que su casa matriz estaba en Marte—Mejor sería aceptar la nueva unidad como un hecho consumado. Siempre ha ocurrido lo mismo con cada unidad cerebral mejorada. Recuerdo los aullidos de sufrimiento ciando la gente de Sudermann presentó el viejo T-14 en el 89. Todas las policías del hemisferio occidental gimieron que ningún test podía detectar su presencia en caso de entrada ilegal. Y en verdad durante un tiempo fue así.
Más de cincuenta androides T-14, según recordaba, habían conseguido llegar a la Tierra de una u otra manera, sin ser detectados durante un año entero, en algunos casos. Pero luego el Instituto Pavlov, de la Unión Soviética, creó un test de empatía de Voigt; y ningún androide T-14, por lo que se sabía, había logrado burlarlo.
—¿Quiere saber lo que ha dicho la policía rusa? —preguntó la señorita Marsten—También lo sé —su cara pecosa y anaranjada resplandecía.
—Se lo preguntaré a Harry Bryant —respondió Rick, irritado. Los chismes le desagradaban porque siempre eran más precisos que la verdad. Se sentó ante su mesa y deliberadamente se puso a buscar algo en un cajón. La señorita Marsten comprendió la insinuación y se retiró.
Rick extrajo un viejo y arrugado sobre de papel de manila. Se echó atrás en su sillón de estilo importante, y hurgó en su contenido hasta que encontró lo que buscaba: los datos existentes sobre el Nexus-6.
Un momento de lectura justificó la afirmación de la señorita Marsten: el Nexus-6 poseía efectivamente los dos trillones de elementos, así como la posibilidad de optar entre diez millones de combinaciones de actividad cerebral. En 45 centésimas de segundo un androide equipado con esa estructura cerebral podía asumir una cualquiera entre catorce actitudes de reacción. En otras palabras, los androides con la nueva unidad cerebral Nexus-6 —desde un punto de vista pragmático y nada disparatado— sobrepasaban a una considerable porción de la humanidad, aunque fueran los del nivel inferior. Para bien o para mal. En algunos casos los criados superaban a los amos. Pero había nuevos criterios, por ejemplo el test de empatía de Voigt-Kampff. Un androide, por dotado que estuviera en cuanto a capacidad intelectual pura, no podía encontrar el menor sentido en la fusión que experimentaban rutinariamente los seguidores del Mercerismo, y que tanto él mismo como prácticamente todo el mundo, incluso los cabezas de chorlito subnormales, lograban sin dificultad.
Se había preguntado, como casi todos en un momento u otro, por qué precisamente los androides se agitaban impotentes al afrontar el test de medida de la empatía. Era obvio que la empatía sólo se encontraba en la comunidad humana, en tanto que se podía hallar cierto grado de inteligencia en todas las especies, hasta en los arácnidos. Probablemente la facultad empática exigía un instinto de grupo sin cortapisas. A un organismo solitario, como una araña, de nada podía servirle. Incluso podía limitar su capacidad de supervivencia, al tornarla consciente del deseo de vivir de su presa. Y en ese caso, todos los animales de presa, incluso los mamíferos muy desarrollados, como los gatos, morirían de hambre.
—¿Quiere saber lo que ha dicho la policía rusa? —preguntó la señorita Marsten—También lo sé —su cara pecosa y anaranjada resplandecía.
—Se lo preguntaré a Harry Bryant —respondió Rick, irritado. Los chismes le desagradaban porque siempre eran más precisos que la verdad. Se sentó ante su mesa y deliberadamente se puso a buscar algo en un cajón. La señorita Marsten comprendió la insinuación y se retiró.
Rick extrajo un viejo y arrugado sobre de papel de manila. Se echó atrás en su sillón de estilo importante, y hurgó en su contenido hasta que encontró lo que buscaba: los datos existentes sobre el Nexus-6.
Un momento de lectura justificó la afirmación de la señorita Marsten: el Nexus-6 poseía efectivamente los dos trillones de elementos, así como la posibilidad de optar entre diez millones de combinaciones de actividad cerebral. En 45 centésimas de segundo un androide equipado con esa estructura cerebral podía asumir una cualquiera entre catorce actitudes de reacción. En otras palabras, los androides con la nueva unidad cerebral Nexus-6 —desde un punto de vista pragmático y nada disparatado— sobrepasaban a una considerable porción de la humanidad, aunque fueran los del nivel inferior. Para bien o para mal. En algunos casos los criados superaban a los amos. Pero había nuevos criterios, por ejemplo el test de empatía de Voigt-Kampff. Un androide, por dotado que estuviera en cuanto a capacidad intelectual pura, no podía encontrar el menor sentido en la fusión que experimentaban rutinariamente los seguidores del Mercerismo, y que tanto él mismo como prácticamente todo el mundo, incluso los cabezas de chorlito subnormales, lograban sin dificultad.
Se había preguntado, como casi todos en un momento u otro, por qué precisamente los androides se agitaban impotentes al afrontar el test de medida de la empatía. Era obvio que la empatía sólo se encontraba en la comunidad humana, en tanto que se podía hallar cierto grado de inteligencia en todas las especies, hasta en los arácnidos. Probablemente la facultad empática exigía un instinto de grupo sin cortapisas. A un organismo solitario, como una araña, de nada podía servirle. Incluso podía limitar su capacidad de supervivencia, al tornarla consciente del deseo de vivir de su presa. Y en ese caso, todos los animales de presa, incluso los mamíferos muy desarrollados, como los gatos, morirían de hambre.
En una ocasión había pensado que la empatía estaba reservada a los herbívoros o a los omnívoros capaces de prescindir de la carne. En última instancia, la empatía borraba las fronteras entre el cazador y la víctima, el vencedor y el derrotado. Como en el caso de la fusión con Mercer, todos ascendían juntos y una vez terminado el ciclo, juntos caían en el abismo del mundo-tumba. Curiosamente, esto parecía una especie de seguro biológico, aunque de doble filo. Si alguna criatura experimentaba alegría, la condición de todas las demás incluía un fragmento de alegría. Y si algún ser humano sufría, ningún otro podía eludir enteramente el dolor. De este modo, un animal gregario como el hombre podía adquirir un factor de supervivencia más elevado; un búho o una cobra sólo podían destruirse.
Evidentemente, el robot humanoide era un cazador solitario.
A Rick le gustaba pensar así: su trabajo se tornaba más aceptable. Si retiraba —o sea, mataba— a un andrillo, no violaba la regla vital establecida por Mercer. Sólo matarás a los Asesinos, había dicho Mercer el año en que las cajas de empatía aparecieron en la Tierra. Y en el Mercerismo, a medida que se desarrollaba hasta construir una teología completa, el concepto de los que matan, los Asesinos, había crecido insidiosamente. En el Mercerismo, un mal absoluto tironeaba el deshilachado manto del anciano que subía, vacilante; pero no se sabía quién ni qué era esa presencia maligna. Un merceriano sentía el mal sin comprenderlo. De otro modo, un merceriano era libre de situar la presencia nebulosa de los Asesinos donde le parecía más conveniente. Para Rick Deckard, un robot humanoide fugitivo, equipado con una inteligencia superior a la de muchos seres humanos, que hubiera matado a su amo, que no tuviera consideración por los animales ni fuera capaz de sentir alegría empática por el éxito de otra forma de vida, ni dolor por su derrota, era la síntesis de los Asesinos. Pensar en los animales le trajo el recuerdo del avestruz que había visto en la tienda. Apartó por el momento la información referente a la unidad cerebral Nexus-6, tomó una pulgada de rapé del señor Siddon, números 3 y 4, y reflexionó. Luego consultó su reloj y, viendo que tenía tiempo, cogió el videófono de su mesa y pidió a su secretaria:
—Con la tienda de animales Happy Dog, de la calle Sutter.
—Sí, señor —respondió la señorita Marsten, abriendo la agenda.
No pueden pedir tanto por ese avestruz, se dijo Rick. Esperan que uno regatee, como en los viejos tiempos.
—Happy Dog —declaró una voz masculina. En la pantalla apareció una diminuta cara feliz. Se oían chillidos de animales.
—Ese avestruz que está en el escaparate —empezó Rick, que jugaba con su cenicero de cerámica—¿Cuál debería ser el pago inicial?
—Un segundo —dijo el vendedor de animales, buscando bloc y bolígrafo—La tercera parte del total —reflexionó—¿Puedo preguntarle, señor, si piensa ofrecer algún animal como parte de pago?
Cautelosamente, Rick respondió:
—Aún no lo he decidido.
—Podríamos vender ese avestruz a treinta meses —dijo el comerciante—Con un interés muy bajo, el seis por ciento mensual. Por lo tanto, con un pago inicial razonable, las cuotas serían de...
—Baje el precio —dijo Rick—Si le quita dos mil no habrá pago a crédito, pagaré en efectivo. —Dave Holden está fuera de juego, pensó. Eso podría significar mucho..., según la cantidad de misiones que aparezcan el mes próximo.
—Señor —repuso el vendedor de animales—, nuestro precio está mil dólares por debajo del corriente. Consulte su Sidney. Esperaré. Deseo que vea por usted mismo que el precio es el correcto.
Dios mío, pensó Rick. Se mantiene firme. Sin embargo, por no dar su brazo a torcer, extrajo del bolsillo el Sidney plegado, y buscó Avestruz coma macho-hembra, joven-viejo, sano-enfermo, perfecto-con fallas, y examinó los precios.
—Perfecto, macho, joven, sano —informó el hombre—. Treinta mil dólares —también él tenía el Sidney a la vista—Estamos exactamente mil dólares por debajo. Entonces, el pago inicial...
—Lo pensaré —interrumpió Rick—, y volveré a llamar.
—¿... su nombre, señor? —preguntó el vendedor vivamente.
—Frank Merriwell —dijo Rick.
—Y su dirección, señor Merriwell. Por si no me encontrara cuando llame...
Inventó una dirección y colgó el videófono. Cuánto dinero, pensó. Y sin embargo, la gente los compra. Hay quien tiene esas cantidades... Cogió nuevamente el aparato y dijo con dureza:
—Una línea exterior, señorita Marsten. Y no escuche la conversación; es confidencial —la miró severamente.
—Sí, señor —replicó la secretaria—Puede llamar —se retiró del circuito y dejó que él enfrentara solo el mundo exterior.
Rick llamó de memoria al número de la tienda de animales falsos donde había comprado su falsa oveja. En la pequeña pantalla apareció un hombre vestido de veterinario.
—Doctor McRae.
—Soy Deckard. ¿Cuánto vale un avestruz eléctrico?
—Diría que algo menos de ochocientos dólares. ¿Cuándo lo quiere? Habrá que hacerlo especialmente, no tenemos muchos pedidos...
—Lo llamaré más tarde —repuso Rick, y al mirar su reloj descubrió que eran ya las nueve y media—Hasta luego —colgó deprisa, se puso en pie y muy pronto se hallaba ante la puerta del despacho del inspector Bryant. Pasó junto a la recepcionista, atractiva, con trenzas de pelo plateado hasta la cintura, y a la secretaria del inspector, un antiguo monstruo de las ciénagas jurásicas, taimada y glacial, semejante a una aparición del mundo-tumba. Ninguna de las mujeres le habló, ni él a ellas. Abrió la puerta interior y saludó a su superior, que videofoneaba. Se sentó, con las informaciones sobre Nexus-6, que había llevado consigo, y las releyó.
Evidentemente, el robot humanoide era un cazador solitario.
A Rick le gustaba pensar así: su trabajo se tornaba más aceptable. Si retiraba —o sea, mataba— a un andrillo, no violaba la regla vital establecida por Mercer. Sólo matarás a los Asesinos, había dicho Mercer el año en que las cajas de empatía aparecieron en la Tierra. Y en el Mercerismo, a medida que se desarrollaba hasta construir una teología completa, el concepto de los que matan, los Asesinos, había crecido insidiosamente. En el Mercerismo, un mal absoluto tironeaba el deshilachado manto del anciano que subía, vacilante; pero no se sabía quién ni qué era esa presencia maligna. Un merceriano sentía el mal sin comprenderlo. De otro modo, un merceriano era libre de situar la presencia nebulosa de los Asesinos donde le parecía más conveniente. Para Rick Deckard, un robot humanoide fugitivo, equipado con una inteligencia superior a la de muchos seres humanos, que hubiera matado a su amo, que no tuviera consideración por los animales ni fuera capaz de sentir alegría empática por el éxito de otra forma de vida, ni dolor por su derrota, era la síntesis de los Asesinos. Pensar en los animales le trajo el recuerdo del avestruz que había visto en la tienda. Apartó por el momento la información referente a la unidad cerebral Nexus-6, tomó una pulgada de rapé del señor Siddon, números 3 y 4, y reflexionó. Luego consultó su reloj y, viendo que tenía tiempo, cogió el videófono de su mesa y pidió a su secretaria:
—Con la tienda de animales Happy Dog, de la calle Sutter.
—Sí, señor —respondió la señorita Marsten, abriendo la agenda.
No pueden pedir tanto por ese avestruz, se dijo Rick. Esperan que uno regatee, como en los viejos tiempos.
—Happy Dog —declaró una voz masculina. En la pantalla apareció una diminuta cara feliz. Se oían chillidos de animales.
—Ese avestruz que está en el escaparate —empezó Rick, que jugaba con su cenicero de cerámica—¿Cuál debería ser el pago inicial?
—Un segundo —dijo el vendedor de animales, buscando bloc y bolígrafo—La tercera parte del total —reflexionó—¿Puedo preguntarle, señor, si piensa ofrecer algún animal como parte de pago?
Cautelosamente, Rick respondió:
—Aún no lo he decidido.
—Podríamos vender ese avestruz a treinta meses —dijo el comerciante—Con un interés muy bajo, el seis por ciento mensual. Por lo tanto, con un pago inicial razonable, las cuotas serían de...
—Baje el precio —dijo Rick—Si le quita dos mil no habrá pago a crédito, pagaré en efectivo. —Dave Holden está fuera de juego, pensó. Eso podría significar mucho..., según la cantidad de misiones que aparezcan el mes próximo.
—Señor —repuso el vendedor de animales—, nuestro precio está mil dólares por debajo del corriente. Consulte su Sidney. Esperaré. Deseo que vea por usted mismo que el precio es el correcto.
Dios mío, pensó Rick. Se mantiene firme. Sin embargo, por no dar su brazo a torcer, extrajo del bolsillo el Sidney plegado, y buscó Avestruz coma macho-hembra, joven-viejo, sano-enfermo, perfecto-con fallas, y examinó los precios.
—Perfecto, macho, joven, sano —informó el hombre—. Treinta mil dólares —también él tenía el Sidney a la vista—Estamos exactamente mil dólares por debajo. Entonces, el pago inicial...
—Lo pensaré —interrumpió Rick—, y volveré a llamar.
—¿... su nombre, señor? —preguntó el vendedor vivamente.
—Frank Merriwell —dijo Rick.
—Y su dirección, señor Merriwell. Por si no me encontrara cuando llame...
Inventó una dirección y colgó el videófono. Cuánto dinero, pensó. Y sin embargo, la gente los compra. Hay quien tiene esas cantidades... Cogió nuevamente el aparato y dijo con dureza:
—Una línea exterior, señorita Marsten. Y no escuche la conversación; es confidencial —la miró severamente.
—Sí, señor —replicó la secretaria—Puede llamar —se retiró del circuito y dejó que él enfrentara solo el mundo exterior.
Rick llamó de memoria al número de la tienda de animales falsos donde había comprado su falsa oveja. En la pequeña pantalla apareció un hombre vestido de veterinario.
—Doctor McRae.
—Soy Deckard. ¿Cuánto vale un avestruz eléctrico?
—Diría que algo menos de ochocientos dólares. ¿Cuándo lo quiere? Habrá que hacerlo especialmente, no tenemos muchos pedidos...
—Lo llamaré más tarde —repuso Rick, y al mirar su reloj descubrió que eran ya las nueve y media—Hasta luego —colgó deprisa, se puso en pie y muy pronto se hallaba ante la puerta del despacho del inspector Bryant. Pasó junto a la recepcionista, atractiva, con trenzas de pelo plateado hasta la cintura, y a la secretaria del inspector, un antiguo monstruo de las ciénagas jurásicas, taimada y glacial, semejante a una aparición del mundo-tumba. Ninguna de las mujeres le habló, ni él a ellas. Abrió la puerta interior y saludó a su superior, que videofoneaba. Se sentó, con las informaciones sobre Nexus-6, que había llevado consigo, y las releyó.
Se sentía deprimido. Y sin embargo, dado el descanso forzoso de Dave, lo natural habría sido que estuviese al menos secretamente complacido.
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