miércoles, 27 de marzo de 2013
martes, 26 de marzo de 2013
El atroz redentor Lazarus Morell - Jorge Luis Borges
De "Historia universal de la infamia" (1935) de Jorge Luis Borges, comparto hoy "El atroz redentor Lazarus Morell".
"Historia universal de la infamia" recopila una serie de historias cortas que fueron publicadas originalmente en un diario (Crítica). Dicen que casi todos los relatos se basaron en crímenes reales... y eso es todo lo que diré del libro; vayamos al relato que elegí para hoy.
"El atroz redentor Lazarus Morell" nos presenta a Lazarus Morell, un norteamericano, "el canalla" dirá Borges. Es un relato de estafa y crimen, pero también una denuncia sobre la esclavitud. Lazarus vende falsas esperanzas. Lo atroz aquí es que, aunque novelizados, los hechos que nos muestra el cuento tienen mucho de real...
El verdadero nombre de Lazarus Morell fue John Murrell. Finalmente fue apresado en 1934 y falleció 10 años después en la Penitenciaria de Tennesse.
El atroz redentor Lazarus Morell
LA CAUSA REMOTA
En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas. A esa curiosa variación de un filántropo debemos infinitos hechos: los blues de Handy, el éxito logrado en París por el pintor doctor oriental D. Pedro Figari, la buena prosa cimarrona del también oriental D. Vicente Rossi, el tamaño mitológico de Abraham Lincoln, los quinientos mil muertos de la Guerra de Secesión, los tres mil trescientos millones gastados en pensiones militares, la estatua del imaginario Falucho, la admisión del verbo linchar en la décimotercera edición del Diccionario de la Academia, el impetuoso film Aleluya, la fornida carga a la bayoneta llevada por Soler al frente de sus Pardos y Morenos en el Cerrito, la gracia de la señorita de Tal, el moreno que asesinó Martín Fierro, la deplorable rumba El Manisero, el napoleonismo arrestado y encalabozado de Toussaint Louverture, la cruz y la serpiente en Haití, la sangre de las cabras degolladas por el machete del papaloi, la habanera madre del tango, el candombe.
Además: la culpable y magnífica existencia del atroz redentor Lazarus Morell.
EL LUGAR
El Padre de las Aguas, el Mississippi, el río más extenso del mundo, fue el digno teatro de ese incomparable canalla. (Álvarez de Pineda lo descubrió y su primer explorador fue el capitán Hernando de Soto, antiguo conquistador del Perú, que distrajo los meses de prisión del Inca Atahualpa enseñándole el juego del ajedrez. Murió y le dieron por sepultura sus aguas.)
El Mississippi es río de pecho ancho; es un infinito y oscuro hermano del Paraná, del Uruguay, del Amazonas y del Orinoco. Es un río de aguas mulatas; más de cuatrocientos millones de toneladas de fango insultan anualmente el Golfo de Méjico, descargadas por él. Tanta basura venerable y antigua ha construido un delta, donde los gigantescos cipreses de los pantanos crecen de los despojos de un continente en perpetua disolución y donde los laberintos de barro, de pescados muertos y de juncos, dilatan las fronteras y la paz de su fétido imperio. Más arriba, a la altura del Arkansas y del Ohio, se alargan tierras bajas también. Las habita una estirpe amarillenta de hombres escuálidos, propensos a la fiebre, que miran con avidez las piedras y el hierro, porque entre ellos no hay otra cosa que arena y leña y agua turbia.
LOS HOMBRES
A principios del siglo XIX (la fecha que nos interesa) las vastas plantaciones de algodón que había en las orillas eran trabajadas por negros, de sol a sol. Dormían en cabañas de madera, sobre el piso de tierra. Fuera de la relación madre-hijo, los parentescos eran convencionales y turbios. Nombres tenían, pero podían prescindir de apellidos. No sabían leer. Su enternecida voz de falsete canturreaba un inglés de lentas vocales. Trabajaban en filas, encorvados bajo el rebenque del capataz. Huían, y hombres de barba entera saltaban sobre hermosos caballos y los rastreaban fuertes perros de presa. A un sedimento de esperanzas bestiales y miedos africanos habían agregado las palabras de la Escritura: su fe por consiguiente era la de Cristo. Cantaban hondos y en montón: Go down Moses. El Mississippi les servía de magnífica imagen del sórdido Jordán.
Los propietarios de esa tierra trabajadora y de esas negradas eran ociosos y ávidos caballeros de melena, que habitaban en largos caserones que miraban al río —siempre con un pórtico pseudo griego de pino blanco. Un buen esclavo les costaba mil dólares y no duraba mucho. Algunos cometían la ingratitud de enfermarse y morir. Había que sacar de esos inseguros el mayor rendimiento. Por eso los tenían en los campos desde el primer sol hasta el último; por eso requerían de las fincas una cosecha anual de algodón o tabaco o azúcar. La tierra, fatigada y manoseada por esa cultura impaciente, quedaba en pocos años exhausta: el desierto confuso y embarrado se metía en las plantaciones. En las chacras abandonadas, en los suburbios, en los cañaverales apretados y en los lodazales abyectos, vivían los poor whites, la canalla blanca. Eran pescadores, vagos cazadores, cuatreros. De los negros solían mendigar pedazos de comida robada y mantenían en su postración un orgullo: el de la sangre sin un tizne, sin mezcla. Lazarus Morell fue uno de ellos.
EL HOMBRE
Los daguerrotipos de Morell que suelen publicar las revistas americanas no son auténticos. Esa carencia de genuinas efigies de hombre tan memorable y famoso, no debe ser casual. Es verosímil suponer que Morell se negó a la placa bruñida; esencialmente para no dejar inútiles rastros, de paso para alimentar su misterio... Sabemos, sin embargo, que no fue agraciado de joven y que los ojos demasiado cercanos y los labios lineales no predisponían en su favor. Los años, luego, le confirieron esa peculiar majestad que tienen los canallas encanecidos, los criminales venturosos e impunes. Era un caballero antiguo del Sur, pese a la niñez miserable y a la vida afrentosa. No desconocía las Escrituras y predicaba con singular convicción. "Yo lo vi a Lazarus Morell en el púlpito —anota el dueño de una casa de juego en Baton Rouge, Luisiana—, y escuché sus palabras edificantes y vi las lágrimas acudir a sus ojos. Yo sabía que era un adúltero, un ladrón de negros y un asesino en la faz del Señor, pero también mis ojos lloraron."
Otro buen testimonio de esas efusiones sagradas es el que suministra el propio Morell. "Abrí al azar la Biblia, di con un conveniente versículo de San Pablo y prediqué una hora y veinte minutos. Tampoco malgastaron ese tiempo Crenshaw y los compañeros, porque se arrearon todos los caballos del auditorio. Los vendimos en el Estado de Arkansas, salvo un colorado muy brioso que reservé para mi uso particular. A Crenshaw le agradaba también, pero yo le hice ver que no le servía."
EL MÉTODO
Los caballos robados en un Estado y vendidos en otro fueron apenas una digresión en la carrera delincuente de Morell, pero prefiguraron el método que ahora le aseguraba su buen lugar en una Historia Universal de la Infamia. Este método es único, no solamente por las circunstancias sui generis que lo determinaron, sino por la abyección que requiere, por su fatal manejo de la esperanza y por el desarrollo gradual, semejante a la atroz evolución de una pesadilla. Al Capone y Bugs Moran operan con ilustres capitales y con ametralladoras serviles en una gran ciudad, pero su negocio es vulgar. Se disputan un monopolio, eso es todo... En cuanto a cifras de hombres, Morell llegó a comandar unos mil, todos juramentados. Doscientos integraban el Consejo Alto, y éste promulgaba las órdenes que los restantes ochocientos cumplían. El riesgo recaía en los subalternos. En caso de rebelión, eran entregados a la justicia o arrojados al río correntoso de aguas pesadas, con una segura piedra a los pies. Eran con frecuencia mulatos. Su facinerosa misión era la siguiente:
Recorrían —con algún momentáneo lujo de anillos, para inspirar respeto— las vastas plantaciones del Sur. Elegían un negro desdichado y le proponían la libertad. Le decían que huyera de su patrón, para ser vendido por ellos una segunda vez, en alguna finca distante. Le darían entonces un porcentaje del precio de su venta y lo ayudarían a otra evasión. Lo conducirían después a un Estado libre. Dinero y libertad, dólares resonantes de plata con libertad, ¿qué mejor tentación iban a ofrecerle? El esclavo se atrevía a su primera fuga.
El natural camino era el río. Una canoa, la cala de un vapor, un lanchón, una gran balsa como el cielo con una casilla en la punta o con elevadas carpas de lona; el lugar no importaba, sino el saberse en movimiento, y seguro sobre el infatigable río... Lo vendían en otra plantación. Huía otra vez a los cañaverales o a las barrancas. Entonces los terribles bienhechores (de quienes empezaba ya a desconfiar) aducían gastos oscuros y declaraban que tenían que venderlo una última vez. A su regreso le darían el porcentaje de las dos ventas y la libertad. El hombre se dejaba vender, trabajaba un tiempo y desafiaba en la última fuga el riesgo de los perros de presa y de los azotes. Regresaba con sangre, con sudor, con desesperación y con sueño.
LA LIBERTAD FINAL
Falta considerar el aspecto jurídico de estos hechos. El negro no era puesto a la venta por los sicarios de Morell hasta que el dueño primitivo no hubiera denunciado su fuga y ofrecido una recompensa a quien lo encontrara. Cualquiera entonces lo podía retener, de suerte que su venta ulterior era un abuso de confianza, no un robo. Recurrir a la justicia civil era un gasto inútil, porque los daños no eran nunca pagados.
Todo eso era lo más tranquilizador, pero no para siempre. El negro podía hablar; el negro, de puro agradecido o infeliz, era capaz de hablar. Unos jarros de whisky de centeno en el prostíbulo de El Cairo, Illinois, donde el hijo de perra nacido esclavo iría a malgastar esos pesos fuertes que ellos no tenían por qué darle, y se le derramaba el secreto. En esos años, un Partido Abolicionista agitaba el Norte, una turba de locos peligrosos que negaban la propiedad y predicaban la liberación de los negros y los incitaban a huir. Morell no iba a dejarse confundir con esos anarquistas. No era un yankee, era un hombre blanco del Sur hijo y nieto de blancos, y esperaba retirarse de los negocios y ser un caballero y tener sus leguas de algodonal y sus inclinadas filas de esclavos. Con su experiencia, no estaba para riesgos inútiles.
El prófugo esperaba la libertad. Entonces los mulatos nebulosos de Lazarus Morell se transmitían una orden que podía no pasar de una seña y lo libraban de la vista, del oído, del tacto, del día, de la infamia, del tiempo, de los bienhechores, de la misericordia, del aire, de los perros, del universo, de la esperanza, del sudor y de él mismo. Un balazo, una puñalada baja o un golpe, y las tortugas y los barbos del Mississippi recibían la última información.
LA CATÁSTROFE
Servido por hombres de confianza, el negocio tenía que prosperar. A principios de 1834 unos setenta negros habían sido "emancipados" ya por Morell, y otros se disponían a seguir a esos precursores dichosos. La zona de operaciones era mayor y era necesario admitir nuevos afiliados. Entre los que prestaron el juramento había un muchacho, Virgil Stewart, de Arkansas, que se destacó muy pronto por su crueldad. Este muchacho era sobrino de un caballero que había perdido muchos esclavos. En agosto de 1834 rompió su juramento y delató a Morell y a los otros. La casa de Morell en Nueva Orleans fue cercada por la justicia. Morell, por una imprevisión o un soborno, pudo escapar.
Tres días pasaron. Morell estuvo escondido ese tiempo en una casa antigua, de patios con enredaderas y estatuas, de la calle Toulouse. Parece que se alimentaba muy poco y que solía recorrer descalzo las grandes habitaciones oscuras, fumando pensativos cigarros. Por un esclavo de la casa remitió dos cartas a la ciudad de Natchez y otra a Red River. El cuarto día entraron en la casa tres hombres y se quedaron discutiendo con él hasta el amanecer. El quinto, Morell se levantó cuando oscurecía y pidió una navaja y se rasuró cuidadosamente la barba. Se vistió y salió. Atravesó con lenta serenidad los suburbios del Norte. Ya en pleno campo, orillando las tierras bajas del Mississippi, caminó más ligero.
Su plan era de un coraje borracho. Era el de aprovechar los últimos hombres que todavía le debían reverencia: los serviciales negros del Sur. Éstos habían visto huir a sus compañeros y no los habían visto volver. Creían, por consiguiente, en su libertad. El plan de Morell era una sublevación total de los negros, la toma y el saqueo de Nueva Orleans y la ocupación de su territorio. Morell, despeñado y casi deshecho por la traición, meditaba una respuesta continental: una respuesta donde lo criminal se exaltaba hasta la redención y la historia. Se dirigió con ese fin a Natchez, donde era más profunda su fuerza. Copio su narración de ese viaje:
"Caminé cuatro días antes de conseguir un caballo. El quinto hice alto en un riachuelo para abastecerme de agua y sestear. Yo estaba sentado en un leño, mirando el camino andado esas horas, cuando vi acercarse un jinete en un caballo oscuro de buena estampa. En cuanto lo avisté determiné quitarle el caballo. Me paré, le apunté con una hermosa pistola de rotación y le di la orden de apear. La ejecutó y yo tomé en la zurda las riendas y le mostré el riachuelo y le ordené que fuera caminando delante. Caminó unas doscientas varas y se detuvo. Le ordené que se desvistiera. Me dijo: 'Ya que está resuelto a matarme, déjeme rezar antes de morir'. Le respondí que no tenía tiempo de oír sus oraciones. Cayó de rodillas y le descerrajé un balazo en la nuca. Le abrí de un tajo el vientre, le arranqué las vísceras y lo hundí en el riachuelo. Luego recorrí los bolsillos y encontré cuatrocientos dólares con treinta y siete centavos y una cantidad de papeles que no me demoré en revisar. Sus botas eran nuevas, flamantes, y me quedaban bien. Las mías, que estaban muy gastadas, las hundí en el riachuelo.
»Así obtuve el caballo que precisaba, para entrar en Natchez."
LA INTERRUPCIÓN
Morell capitaneando puebladas negras que soñaban ahorcarlo, Morell ahorcado por ejércitos negros que soñaba capitanear —me duele confesar que la historia del Mississippi no aprovechó esas oportunidades suntuosas. Contrariamente a toda justicia poética (o simetría poética) tampoco el río de sus crímenes fue su tumba. El dos de enero de 1835, Lazarus Morell falleció de una congestión pulmonar en el hospital de Natchez, donde se había hecho internar bajo el nombre de Silas Buckley. Un compañero de la sala común lo reconoció. El dos y el cuatro, quisieron sublevarse los esclavos de ciertas plantaciones, pero los reprimieron sin mayor efusión de sangre.
lunes, 25 de marzo de 2013
Variaciones sobre el juego - Patricia Highsmith
Tiempo atrás les hablé un poco de Patricia Highsmith y compartimos la lectura de "Maquinaciones". Hoy estaba pensando que lectura subir y me acordé de esta autora, así que elegí otro cuento suyo.
En aquella publicación dijimos que muchos la consideran sucesora de Agatha Christie. También comentamos que escribió historias de suspenso, policiales o literatura del crimen si se quiere, y que en su obra abundan los personajes siniestros con psicologías bastante retorcidas.
En "Variaciones sobre el juego" (Variations on a game), la historia que les traigo hoy, también aparecen aquellas muestras de perversión y frialdad emocional. Nada es lo que parece y el juego es el amor... ¿el amor?
Todo sea por mantener encendida la chispa de la pasión...
Todo sea por mantener encendida la chispa de la pasión...
Variaciones sobre el juego
Era una
situación imposible. Penn Knowlton se convenció de ello tan pronto como se dio
cuenta de que estaba enamorado de Ginnie Ostrander..., la señora de David
Ostrander. Penn no podía verse en el papel de destrozamatrimonios, aunque
Ginnie dijera que deseaba divorciarse de David mucho antes de conocerle. David
no le concedería el divorcio, éste era el asunto. La única cosa decente que
podía hacer, había decidido Penn, era abandonar el asunto, marcharse antes de
que David sospechara algo. No era que se considerase noble, pero había algunas
situaciones...
Penn se
dirigió a la habitación de Ginnie en el segundo piso de la casa, llamó, y la
voz alegre y más bien aguda de ella respondió:
—¿Eres tú,
Penn? ¡Entra!
Estaba
tendida en la chaise longue, iluminada por el sol, con unos pantalones negros
ajustados y una blusa amarilla, y estaba cosiendo un botón de una de las
camisas de David.
—¿No
parezco hogareña? —preguntó, mientras se apartaba un mechón de pelo rubio de la
frente—. ¿Necesitas que te cosa algún botón, querido? —A veces le llamaba
también querido cuando David estaba por los alrededores.
—No
—respondió Penn, sonriendo, y se sentó en un apoyapiés.
Ella miró
hacia la puerta como para asegurarse de que no había nadie en las
inmediaciones, luego frunció los labios y besó el aire entre los dos.
—Te eché a
faltar este fin de semana. ¿Cuándo os vais mañana?
—David
quiere irse después de comer. Es mi último trabajo, Ginnie. Es el último libro
de David conmigo. Me marcho.
—¿Te
marchas? —Dejó que la costura cayese sobre su regazo—. ¿Se lo has dicho a David
también?
—No. Se lo
diré mañana. No sé por qué te sorprendes. Tú eres la razón, Ginnie. No creo que
tenga que hacer ningún discurso.
Ella estaba
llorando. Pudo ver las lágrimas en sus ojos.
—Comprendo,
Penn. Sabes que he pedido el divorcio. Pero seguiré pidiéndolo. Pensaré en
algo y... —De pronto estuvo de rodillas delante de Penn, con la cabeza hundida
entre sus manos, que sujetaban las manos de él.
Penn apartó
la vista y se puso lentamente en pie, arrastrándola consigo.
—Probablemente
estaré por aquí otras dos semanas todavía, el tiempo suficiente para que David
termine este libro..., si me quiere tanto tiempo por aquí. Y no tienes que
preocuparte. No le diré por qué me marcho. —Su voz había descendido a un susurro,
aunque David estaba abajo en su estudio a prueba de ruidos, y la doncella,
creía Penn, estaba en el sótano.
—No me
importa si se lo dices —murmuró ella con tranquilo desafío.
—Es
sorprendente que no lo sepa ya.
—¿Estarás
por aquí, digamos dentro de tres meses, si consigo el divorcio?—preguntó ella.
Él asintió;
luego, dándose cuenta de que empezaban a arderle a el también los ojos, se echo
a reír.
—Estaré por
aquí un tiempo malditamente largo. Sólo que no estoy tan seguro de que quieras
el divorcio.
Las cejas
de ella se fruncieron, testarudas y serias.
—Ya lo
verás. No quiero enfurecer a David. Le tengo miedo a su temperamento, ya te lo
he dicho. Pero quizá deba dejar de tener miedo. —Sus ojos azules miraron
directamente a los de él—. ¿Recuerdas ese sueño que nos contaste, acerca del
hombre con el que caminabas en una carretera comarcal... y que de repente
desapareció? ¿Y de cómo le llamaste y no pudiste encontrarle?
—Sí —dijo
él con una sonrisa.
—Me
gustaría que te hubiera pasado realmente..., con David. Me gustaría que David
hubiera desaparecido de repente, este fin de semana, y se quedara fuera de mi
vida para siempre, y así poder estar contigo.
Sus
palabras le hacían extrañas y terribles cosas a Penn. Se soltó de su brazo.
—La gente
no suele desaparecer así. Hay otras formas. —Estaba a punto de añadir «como el
divorcio», pero no lo hizo.
—¿Cómo
cuáles?
—Será mejor
que vuelva a mi máquina de escribir. Todavía me queda otra media hora de
mecanografiado.
David y
Penn se marcharon en el convertible negro la tarde siguiente, con una maleta
pequeña cada uno, una máquina de escribir, la grabadora, y una caja con bistecs
congelados y cerveza y algunos otros productos alimenticios. David estaba de
buen humor, y no dejaba de hablar de una idea que se le había ocurrido la otra
noche para un nuevo libro. David Ostrander escribía ciencia ficción, de una
forma tan prolífica que utilizaba una docena de seudónimos. Raras veces le
tomaba más de un mes escribir un libro, y trabajaba los doce meses del año. Le
llegaban más ideas de las que podía usar, y tenía la costumbre de pasarlas a
otros escritores en sus reuniones del miércoles por la noche en la Asociación.
David Ostrander tenía cuarenta y tres años, era delgado y nervudo, con un rostro
de piel fina y reseca surcado por una densa red de finas arrugas que se
interceptaban, la única parte de él que mostraba su edad y la exageraba de tal
modo a causa de las arrugas que parecía como si hubiera pasado todos sus
cuarenta y tres años sometido a los secos y estériles vientos de los
fantásticos planetas sobre los que escribía. Ginnie tenía sólo veinticuatro,
recordó Penn, dos años menos que él mismo. Su piel era lisa y suave, sus labios
como los pétalos de una amapola. Dejó de pensar en ella. Le irritaba pensar en
los labios de David besando los de Ginnie. ¿Cómo podía haberse casado con él?
¿O por qué? ¿O había algo en el resplandeciente intelecto de David, su amargo
humor, su energía, que una mujer podía llegar a encontrar atractivo?
Luego, por
supuesto, estaba el hecho de que David tenía dinero, unos confortables ingresos
más los beneficios de sus libros. Pero, ¿qué hacía Ginnie con él? Hermosos
vestidos, sí, pero ¿acaso David había salido alguna vez con ella? Apenas veían
a otra gente. Por todo lo que Penn era capaz de decir, nunca habían viajado a
ninguna parte.
—Eh, ¿qué
piensas de eso, Penn? ¡El gas venenoso que emana de la vegetación azul y
conquista todo lo verde hasta que toda la Tierra perece! Dime..., ¿dónde estás
hoy?
—Lo he
captado —dijo Penn, sin apartar los ojos de la carretera—. ¿Debo anotarlo en el
bloc?
—Sí. No.
Pensaré un poco más sobre ello hoy. —David encendió otro cigarrillo—. Tienes
algo en la cabeza, Penn, muchacho. ¿De qué se trata?
Las manos
de Penn se tensaron en el volante. Bueno, ningún otro momento iba a ser mejor,
¿no? Un par de escoceses aquella tarde no ayudarían, sólo lo volverían un poco
más cobarde.
—David,
creo que, una vez esté terminado este libro, me marcharé.
—Oh —dijo
David, sin manifestar ninguna sorpresa. Lanzó una bocanada de humo de su
cigarrillo—. ¿Alguna razón en particular?
—Bueno,
como ya te he dicho, quiero escribir un libro propio. Eso sobre los
guardacostas. —Penn había pasado sus últimos cuatro años en los guardacostas,
lo cual había sido la principal razón por la que David lo había contratado como
su secretario. David había puesto un anuncio solicitando un secretario «preferiblemente
con un conocimiento de primera mano de la vida en la Marina».
El primer
libro que había escrito con David estaba ambientado en la Marina..., la vida en
la Marina el año 2800 d.C., cuando todo el planeta se había vuelto radiactivo y
estaba despoblado excepto un submarino a propulsión nuclear y su tripulación.
El libro de Penn se basaba en la vida real, tenía un argumento ortodoxo y
terminaba con una nota de esperanza. En aquel momento le pareció algo frágil y
con muy pocas esperanzas comparado con un libro del gran David Ostrander.
—Te echaré
en falta —dijo David al fin—. Y también Ginnie. Está muy encariñada contigo,
¿sabes?
En boca de
otro hombre hubiera sido un comentario sarcástico, pero no en boca de David.
David lo animaba siempre a pasar más tiempo con Ginnie, a dar paseos por el
bosque con ella en torno de su propiedad, a jugar al tenis en la pista de
tierra batida detrás de la casa de verano.
—Yo también
os echaré en falta a los dos —dijo Penn—. ¿Y quién no preferiría este entorno a
un apartamento en Nueva York?
—No hagas
discursos, Penn. Nos conocemos demasiado bien el uno al otro.
—David se
frotó un lado de su nariz con un índice manchado de nicotina—. ¿Qué te parece
si trabajas conmigo sólo a tiempo parcial, y te dejo la mayor parte del día para
que lo dediques a tu propio trabajo? Podrías tener toda un ala de la casa para
ti solo.
Penn
rechazó educadamente el ofrecimiento. Deseaba arreglárselas por sí mismo
durante un tiempo.
—A Ginnie
no va a gustarle —dijo David, como para sí mismo.
Llegaron a
la casa de campo al atardecer. Era un recio edificio de un solo piso hecho de
troncos sin desbastar, con una chimenea de piedra en un extremo.
Abedules
blancos y grandes pinos oscilaban bajo la brisa de otoño. Cuando hubieron
deshecho las maletas y el fuego para los bistecs estuvo encendido eran ya las
siete de la tarde. David habló poco, pero parecía alegre, como si su
conversación acerca de la marcha de Penn no se hubiera producido. Tomaron un
par de copas cada uno antes de cenar; dos era el límite de David para sí mismo
en las noches que trabajaba, y en las que no trabaja también, que eran raras.
David le
miró desde el otro lado de la mesa de madera.
—¿Le has
dicho a Ginnie que te marchabas?
Penn
asintió, y tragó saliva con esfuerzo.
—Se lo dije
ayer. —Entonces deseó no haberlo admitido, deseó no habérselo dicho primero a
ella. ¿No era más lógico decírselo primero al que te ha contratado? Los ojos de
David parecían estar haciendo la misma pregunta.
—¿Y cómo se
lo tomó?
—Dijo que
lamentaba verme marchar —dijo Penn con tono casual, y cortó otro trozo de
bistec.
—Oh. Sólo
eso. Estoy seguro que se sentirá destrozada.
Penn se
sobresaltó como si, le hubieran clavado un cuchillo en las costillas.
—No soy
ciego, ¿sabes, Penn? Sé que vosotros dos creéis que estáis enamorados.
—Escucha,
David, espera un momento. Si crees imaginar...
—Sé lo que
sé, eso es todo. ¡Sé lo que ocurre a mis espaldas cuando estoy en mi estudio o
cuando estoy en la ciudad los miércoles por la noche en las reuniones de la
Asociación! —Los ojos de David brillaban con un fuego azul, como las frías
luces de sus paisajes lunares.
—David, no
ocurre nada a tus espaldas —dijo Penn con voz llana—. Si dudas de mí,
pregúntale a Ginnie.
—¡Ja!
—Pero creo
que comprenderás por qué es mejor que me vaya. De hecho, pensé que lo
aprobarías.
—Lo hago.
—David encendió un cigarrillo.
—Lamento
que ocurriera esto —añadió Penn—. Ginnie es muy joven. Creo que también está
aburrida..., de su vida, no necesariamente de ti.
—¡Gracias!
—dijo David como un pistoletazo.
Penn
encendió también un cigarrillo. Los dos estaban de pie ahora. Los platos a
medio terminar habían quedado olvidados sobre la mesa. Penn observó moverse a
David como habría observado a un hombre armado que en cualquier momento podía
sacar una pistola o un cuchillo. No confiaba en David, no podía predecir sus acciones.
Lo último que habría predicho era el estallido del temperamento de David esta
noche, el primero que veía.
—Está bien,
David. Te diré de nuevo que lo siento. Pero no tienes ningún motivo para estar
resentido conmigo.
—¡No sigas
con tus palabras! ¡Sé reconocer a un farsante cuando lo veo!
—¡Si fueras
de mi propio peso te partiría la mandíbula por esto! —gritó Penn, y avanzó
hacia él con los puños crispados—. Yo también he tenido bastante de tus
palabras esta noche. Supongo que irás a casa y arrojarás tus inmundicias sobre
Ginnie. Bien, ¿no fuiste tú quien lo inició todo empujando a una joven aburrida
y atractiva y a tu secretario el uno hacia el otro, diciéndonos que fuéramos de
picnic juntos? ¿Puedes culparnos a nosotros?
David
murmuró algo ininteligible en dirección a la chimenea. Luego se dio la vuelta y
dijo:
—Me voy a
dar un paseo.
Salió con
un portazo tan fuerte que el suelo se estremeció bajo sus pies.
Automáticamente,
Penn empezó a retirar los platos, la ensalada sin tocar. Habían puesto en
marcha la nevera, y metió cuidadosamente la mantequilla en un estante.
El
pensamiento de pasar la noche allí con David no era atractivo precisamente,
pero, ¿a qué otro sitio podía ir? Estaban a diez kilómetros del pueblo más
cercano, y sólo había un coche.
La puerta
se abrió de golpe, y Penn casi dejó caer la cafetera.
—Ven a
pasear conmigo —dijo David—. Quizá nos haga bien a los dos. —No sonreía.
Penn volvió
a colocar la cafetera sobre el hornillo. Un paseo con David era lo último que
deseaba, pero temía negarse.
—¿Has
cogido la linterna?
—No, pero
no la necesitaremos. Hay luna.
Caminaron
de la puerta de la casa al coche, y giraron a la izquierda, al camino de tierra
que avanzaba tres kilómetros por en medio del bosque hasta la carretera.
—Hay media
luna —dijo David—. ¿Te importa si intentamos un pequeño experimento? Camina
delante de mí, aquí donde hay claridad, y déjame ver cuánto puedo divisar de ti
a treinta metros. Da pasos largos y cuenta hasta treinta. Ya sabes, es para ese
asunto de Faro.
Penn
asintió. Lo sabía. Estaban de vuelta al libro de nuevo, y probablemente habrían
trabajado un par de horas cuando volvieran a la casa. Empezó a contar, dando
pasos largos.
—¡Estupendo,
sigue adelante! —indicó David.
Veintiocho...,
veintinueve..., treinta. Penn se detuvo y aguardó. Se dio la vuelta. No podía
ver a David.
—¡Hey...!
¿Dónde estás?
Ninguna
respuesta.
Penn sonrió
irónicamente y se metió las manos en los bolsillos.
—¿Puedes
verme, David?
Silencio.
Sólo los verticales troncos azulados del gran bosque a ambos lados del camino.
Penn retrocedió lentamente hasta donde había dejado a David. Una pequeña broma,
supuso, una broma algo insultante. Penn decidió no ofenderse por ella.
Echó a
andar de vuelta a la casa, donde estaba seguro de que encontraría a David
paseando arriba y abajo pensativamente mientras meditaba en su trabajo, quizá
dictando ya en su grabadora. Pero la habitación principal estaba vacía. No
llegaba ningún sonido de la habitación de la esquina donde trabajaban, ni de la
habitación cerrada donde dormía David. Penn encendió un cigarrillo, tomó el
periódico y se sentó en el único sillón de brazos. Leyó con deliberada concentración,
terminó su cigarrillo y encendió otro. El segundo cigarrillo se había
convertido en humo cuando se puso en pie y empezó a sentirse furioso y un poco
asustado al mismo tiempo.
Fue a la
puerta de la casa y llamó: «¡David!» un par de veces, con voz fuerte.
Caminó
hasta el coche, llegó lo bastante cerca como para ver que no había nadie
sentado en él. Luego regresó a la casa y la registró metódicamente, mirando
incluso debajo de las camas.
¿Qué
pensaba hacer David, volver en mitad de la noche y matarlo mientras dormía? No,
aquello era una locura, tan grande como cualquiera de las ideas de David para
sus historias. Penn pensó de pronto en su sueño, recordó el breve pero intenso
interés de David en él la noche que se lo había contado mientras cenaban.
—¿Quién era
el hombre que estaba contigo? —había preguntado David. Pero, en el sueño, Penn
había sido incapaz de identificarlo. Era sólo un sombrío compañero en su
paseo—. Quizá fuera yo —había dicho David, y sus azules ojos brillaron—. Quizá
te gustaría que yo desapareciera. —Ni Ginnie ni él habían hecho ningún
comentario, recordaba Penn, como tampoco habían hablado de la observación de
David cuando estuvieron solos. Eso había sido hacía tiempo, más de dos meses.
Penn apartó
aquello de su cabeza. Probablemente David había ido hasta el lago para estar a
solas un rato, y no había tenido la cortesía de decírselo. Penn lavó los
platos, se duchó y se metió en su cama. Eran las doce y diez. Había creído que
no iba a poder dormirse, pero estaba durmiendo en menos de dos minutos.
Los roncos
gritos de los patos lo despertaron a las seis y media. Se puso la bata y fue al
cuarto de baño, y observó que la toalla de David, que había metido apresuradamente
en el toallero la otra noche, no había sido tocada. Fue a la habitación de
David y llamó. Luego abrió la puerta una rendija. Las dos camas, una encima de
la otra, todavía estaban hechas. Se lavó apresuradamente, se vistió y salió.
Observó el
terreno a ambos lados del camino allá donde había visto por última vez a David,
en busca de huellas en las húmedas agujas de pino. Caminó hasta el lago y miró
en su pantanosa orilla. Ni una huella, ni una colilla de cigarrillo.
Gritó el
nombre de David, tres veces, y finalmente lo dejó.
A las siete
y media Penn estaba en el pueblo de Croydon. Vio un pequeño cartel rectangular
entre una barbería y una tienda de pinturas que decía POLICÍA.
Aparcó el
coche, entró en la comisaría y contó su historia. Como había esperado, la
policía deseó registrar la casa. Penn les condujo hasta allá en el coche de
David.
Los dos
policías que fueron con él habían oído hablar de David Ostrander, no al parecer
como escritor sino como una de las pocas personas que tenían una casa de campo
en la zona. Penn les mostró donde había visto por última vez a David, y les
dijo que el señor Ostrander había estado experimentando para ver lo bien que
podía verle a treinta metros.
—¿Cuánto
tiempo lleva trabajando usted para el señor Ostrander?
—Cuatro
meses. Tres meses y tres semanas para ser exactos.
—¿Estuvo
bebiendo él?
—Dos
escoceses. Su cuota habitual. Yo tomé lo mismo.
Luego
caminaron hasta el lago y miraron a su alrededor.
—¿El señor
Ostrander está casado? —preguntó uno de los hombres.
—Sí. Ella
está en su casa en Stonebridge, en Nueva York.
—Será mejor
que se lo notifiquemos.
No había
teléfono en la casa. Penn deseaba quedarse allí por si aparecía David, pero los
policías le pidieron que volviera con ellos a la comisaría, y Penn no discutió.
Al menos
estaría allí cuando hablaran con Ginnie, y él mismo podría hablar con ella.
Quizá David
había decidido volver a Stonebridge y estaba ya allí. La carretera estaba a tan
sólo tres kilómetros de la casa de campo, y David podía haber cogido un autobús
o conseguir que alguien le llevara. Pero Penn no podía imaginar a David
Ostrander haciendo nada tan simple ni obvio.
—Escuchen
—dijo Penn a los policías antes de meterse en el convertible de David—. Creo
que debería decirles que el señor Ostrander es una persona un tanto extraña. Escribe
ciencia ficción. No sé cuál es su objetivo, pero creo que la otra noche
desapareció deliberadamente. No pienso que fuera secuestrado o atacado por un
oso o nada parecido.
Los
policías le miraron pensativos.
—Está bien,
Knowlton —dijo uno de ellos—. Conduzca delante de nosotros, ¿quiere?
De vuelta a
la comisaría en Croydon, llamaron al número que Penn les dijo.
Respondió
Hanna, la doncella —Penn pudo oír su chillona voz con acento alemán desde dos
metros del teléfono—, luego se puso Ginnie. El agente informó que David
Ostrander estaba desaparecido desde las 10 de la noche anterior, y le preguntó
si había tenido alguna noticia de él. La voz de Ginnie, tras la primera
exclamación que oyó Penn, sonó alarmada. El agente miró a Penn mientras
escuchaba.
—Sí... ¿De
veras...? No, nada de sangre. Ningún indicio hasta ahora. Por eso precisamente
la llamamos. —Una larga pausa. El agente golpeteó son suavidad con el lápiz
sobre la mesa, pero no escribió nada—. Entiendo... Entiendo... Está bien, la
llamaremos, señora Ostrander.
—¿Puedo
hablar con ella? —Penn tendió la mano hacia el teléfono.
El capitán
dudó, luego dijo:
—Adiós,
señora Ostrander —y colgó el teléfono—. Bien, Knowlton..., ¿está preparado para
jurar que la historia que nos contó es cierta?
—Absolutamente.
—Porque
acabamos de oír un motivo para suponer otra cosa. Un motivo para quitar al
señor Ostrander de en medio. Ahora, ¿qué es lo que le hizo usted..., o mejor,
qué es lo que le dijo? —El agente se inclinó hacia delante, con las manos
apoyadas sobre su escritorio.
—¿Qué les
ha dicho Ginnie?
—Que está
usted enamorado de ella, y que tal vez desee apartar a su esposo del camino.
Penn
intentó conservar la calma.
—¡Precisamente
iba a abandonar mi trabajo para salirme de esta situación! Ayer le dije al
señor Ostrander que iba a marcharme, y que se lo había dicho a su esposa el día
antes.
—Así que
admite que había una situación.
Los
policías, cuatro ahora, le miraban con franca incredulidad.
—La señora
Ostrander está alterada —dijo Penn—. No sabe lo que dice. ¿Puedo hablar con
ella, por favor? ¿Ahora?
—Ya la verá
cuando llegue aquí. —El agente se sentó y cogió una pluma—. Knowlton,
lo siento, pero tenemos que retenerle como sospechoso.
Lo
interrogaron hasta la una de la tarde, entonces le trajeron una hamburguesa y
un vaso de cartón de café aguado. No dejaron de preguntarle si había alguna
pistola en la casa —nunca había habido ninguna—, y si no había cargado con el
cuerpo de David y lo había arrojado al lago junto con el arma.
—Esta
mañana recorrimos con ustedes el lago —dijo Penn—. ¿Acaso vieron huellas en
alguna parte?
Por aquel
entonces les había hablado de su sueño y sugerido que David Ostrander estaba
intentando hacerlo realidad —una idea que despertó sonrisas incrédulas—, y que
él se había sincerado con el escritor acerca de Ginnie y de sus intenciones
hacia ella, que eran nulas. No añadió que Ginnie le había dicho que ella
también estaba enamorada de él; no podía soportar decirles eso, en vista de lo
que ella había dicho respecto a él.
Bucearon en
su pasado. Sin antecedentes policiales. Nacido en Raleigh, Virginia, graduado
en la Universidad del Estado, especializado en periodismo, trabajo en un
periódico de Baltimore durante un año, luego cuatro años en los guardacostas.
Un buen historial en todas partes, y esto la policía pareció creerlo. Era de la
limpieza de su historial con los Ostrander de lo que dudaban específicamente.
¿Estaba enamorado de la señora Ostrander y pese a todo iba a abandonar
realmente su trabajo y marcharse? ¿No tenía ningún plan respecto a ella?
—Pregúntenselo
a ella —respondió Penn, cansado.
—Lo haremos
—respondió el agente llamado Mac.
—Ella sabe
también lo del sueño que tuve, y las preguntas que me hizo su marido al
respecto—indicó Penn—. Pregúntenselo en privado, si dudan de mí.
—Oh, deje
ya esto, Knowlton —dijo Mac—. No nos ocupamos de los sueños. Queremos
hechos.
Ginnie
llegó poco después de las tres. Cuando captó un atisbo de su figura por entre
los barrotes de la celda donde lo habían metido, Penn suspiró aliviado.
Parecía
tranquila, perfectamente al control de sí misma.
La policía
la llevó a otra habitación durante diez minutos o así, luego vinieron a
buscarle. Cuando se acercó a ella, Ginnie le miró con una hostilidad o un miedo
que fue como una patada en la boca de su estómago. Retuvo el «Hola, Ginnie» que
estaba a punto de decir.
—¿Querrá
repetirle lo que él le dijo a usted anteayer, señora Ostrander? —preguntó Mac.
—Sí. Me
dijo: «Me gustaría que David desapareciera de la forma que lo hizo en mi sueño.
Me gustaría que estuviera fuera de nuestras vidas para poder estar a solas
contigo.»
Penn se la
quedó mirando.
—Ginnie...,
tú dijiste eso.
—Creo que
lo que deseamos saber de sus labios, Knowlton, es qué hizo usted con su marido
—indicó Mac.
—Ginnie
—murmuró Penn desesperadamente—, no sé por qué dices esto. Puedo repetir cada
palabra de la conversación que mantuvimos aquella tarde, empezando cuando yo te
dije que deseaba marcharme. Con esto al menos estarás de acuerdo, ¿no?
—¿Qué? Mi
marido lo despidió..., ¡a causa de sus atenciones hacia mí! —Ginnie miró con
ojos llameantes a Penn y a los hombres que la rodeaban.
Penn sintió
pánico, la irrefrenable ascensión de la náusea. Ginnie parecía loca..., o una
mujer que estaba segura de que estaba mirando al asesino de su esposo. Por su
mente pasó como un relámpago su sorprendente frialdad cuando, una vez que la
besó, David, por una desafortunada casualidad, dio unos golpecitos en su puerta
y entró. A Ginnie no se le había alterado ni un cabello. Al parecer era actriz
por naturaleza, y ahora estaba actuando.
—Esto es
una mentira, y tú lo sabes —dijo.
—¿Y es una
mentira lo que le dijo usted acerca de desear desembarazarse de su esposo?
—preguntó Mac.
—La señora
Ostrander dijo eso, no yo —respondió Penn, sintiendo una repentina debilidad en
las rodillas—. Por eso me iba. No quería interferir con un matrimonio que...
Breves
sonrisas de los policías que escuchaban.
—Mi marido
y yo estábamos muy enamorados. —Y Ginnie inclinó la cabeza y cedió a lo que
parecieron las lágrimas más genuinas del mundo.
Penn se
volvió hacia el escritorio.
—Está bien,
enciérrenme. Me alegrará permanecer aquí hasta que aparezca David Ostrander...,
porque apuesto mi vida a que no está muerto.
Penn apretó
las palmas de sus manos contra la fría pared de la celda. Sabía que Ginnie
había abandonado la comisaría, pero ésa era la única circunstancia externa de
la que era consciente.
Una curiosa
mujer, Ginnie. Después de todo, estaba loca por David. Debía adorar a David por
su talento, su disciplina, todas las cosas que ella no tenía..., y por
quererla. ¿Qué era ella, después de todo? Una muchacha de buena apariencia que
no había tenido éxito como actriz (hasta ahora), que no tenía suficientes
recursos internos, como se decía, para divertirse mientras su marido trabajaba
doce horas al día, de modo que había empezado a flirtear con el secretario.
Penn recordaba que Ginnie le había dicho que su chófer se había ido hacía cinco
meses. No habían contratado otro. Penn se preguntaba si el chófer no se habría
marchado por la misma razón que él había estado a punto de hacerlo. ¿O lo
habría despedido David?
Ahora Penn
no se atrevía a creer en nada de lo que Ginnie le había dicho.
Un pensamiento
que parecía una pesadilla cruzó por su mente: supongamos que en realidad Ginnie
no amaba a David, y que se había detenido en su camino a Croydon y hallado a
David en la casa de campo y lo había matado. ¿O si lo había hallado en el
terreno, en los bosques, le había disparado, y lo había dejado para que fuera
descubierto más tarde, a fin de poder echarle a él todas las culpas? ¿A fin de
librarse de David y también de él? ¿Había incluso una pistola en Stonebridge
para que Ginnie la tomara?
¿Odiaba
Ginnie a David, o lo amaba? Su futuro podía colgar de esta increíble pregunta,
porque si Ginnie lo había matado... Pero, ¿cómo explicaba esto la desaparición
voluntaria de David la otra noche?
Penn oyó
ruido de pasos y se puso en pie.
Mac se
detuvo frente a su celda.
—¿Nos está
diciendo usted la verdad, Knowlton? —preguntó, un poco dubitativo.
—Sí.
—Entonces...
lo peor que puede pasarle es que permanezca aquí un par de días hasta que
Ostrander reaparezca.
—Espero que
lo estén buscando.
—Lo estamos
haciendo: por todo el estado, y más lejos si es necesario. —Fue a marcharse,
luego se dio la vuelta—. Creo que haré que le pongan una bombilla más potente y
le traeré algo para leer, si está usted de humor para leer algo.
No hubo
noticias a la mañana siguiente.
Luego,
alrededor de las cuatro de la tarde, un policía acudió a abrir la celda de
Penn.
—¿Qué
ocurre? —preguntó Penn.
—Ostrander
apareció en su casa en Stonebridge —dijo el hombre, con la huella de una
sonrisa.
Penn sonrió
también, ligeramente. Siguió al otro al escritorio de la parte delantera.
Mac hizo un
gesto de saludo con la cabeza.
—Acabamos
de llamar a la casa del señor Ostrander. Llegó allí hace media hora. Dijo que
había decidido dar un paseo para aclarar un poco las ideas, y que no puede
comprender cómo pudo organizarse todo este lío.
La mano de
Penn temblaba cuando firmó su papel de libertad. Temía regresar a la casa de
campo a recoger sus cosas, luego los inevitables pocos minutos en la casa de
Stonebridge mientras hacía la maleta.
El
convertible de David estaba aparcado junto al bordillo allá donde Penn lo había
dejado el día anterior. Subió y se encaminó a la casa. Al llegar aquí, metió
sus cosas en la maleta y la cerró, luego empezó a llevarlo todo junto con la grabadora
al coche, y tras pensárselo mejor decidió dejar esta última. ¿Cómo podía saber
lo que David deseaba hacer con todo aquel material?
Mientras
conducía al sur hacia Stonebridge, Penn se dio cuenta de que no sabía cuáles
eran sus sentimientos o cómo debía comportarse. Ginnie: no valía la pena
decirle nada; ni furioso, ni para preguntarle por qué. David: resultaría
difícil resistir la tentación de decirle: «Espero que hayas disfrutado con tu
pequeña broma. ¿Piensas sacar algún argumento de ello?» El pie de Penn apretó
el acelerador, luego controló bruscamente su velocidad. No pierdas la calma, se
dijo. Simplemente sigue adelante y salte de todo esto.
Las luces
estaban encendidas en las ventanas de la esquina de abajo, donde estaba la sala
de estar, y también en la habitación de Ginnie, arriba. Eran más o menos las
nueve. Habrían cenado, y a veces se sentaban un rato en la sala de estar tomando
el café, pero normalmente David iba a su estudio a trabajar. Penn no podía ver
la ventana del estudio de David desde allí. Tocó el timbre.
Hanna abrió
la puerta.
—¡Señor
Knowlton! —exclamó—. ¡Me dijeron que se había marchado definitivamente!
—Lo he
hecho —respondió Penn—. Sólo he venido a recoger mis cosas.
—¡Entre,
señor! El señor y la señora están en la sala de estar. Les diré que está usted
aquí. —Se fue trotando antes de que él pudiera detenerla.
Penn la
siguió por el amplio vestíbulo. Deseaba echar una mirada a David, sólo una
mirada. Se detuvo junto a la puerta de la sala de estar. David y Ginnie estaban
sentados muy juntos en el sofá, cara a él, con el brazo de David en el
respaldo, y cuando Hanna les dijo que Penn estaba allí David dejó caer el brazo
de modo que rodeara la cintura de Ginnie. Ginnie no mostró ninguna reacción, se
limitó a dar una calada a su cigarrillo.
—¡Entra,
Penn! —dijo David con una sonrisa—. ¿De qué te muestras de pronto tan tímido?
—De nada en
absoluto. —Penn estaba de pie en el umbral—. Vine a recoger mis cosas, si
puedo.
—¡Si
puedes! —se burló David—. ¡Por supuesto, Penn! —Se puso en pie, ahora sujetando
la mano de Ginnie, como si deseara alardear ante él de lo afectuosos que se
habían vuelto el uno hacia el otro.
—Dile que
recoja sus cosas y se marche —dijo Ginnie, aplastando su cigarrillo en el
cenicero.
Su tono no
era furioso, de hecho era gentil. Pero llevaba dentro unas cuantas copas.
David
avanzó hacia Penn, exhibiendo una amplia sonrisa en su delgado rostro lleno de
arrugas.
—Vendré
contigo. Quizá pueda ayudarte.
Penn se
volvió rígidamente y se dirigió a su habitación, que estaba al final del
pasillo, en una esquina de atrás de la casa. Abrió la puerta y entró, sacó una
maleta grande del fondo de un armario, y empezó con un cajón de la cómoda,
calcetines y pijamas. Era consciente de que David le observaba con una sonrisa
divertida. La sonrisa era como las garras de un animal en su espalda.
—¿Dónde te
ocultaste esa noche, David?
—¿Ocultarme?
—David dejó escapar una risita—. ¡En ninguna parte! Tan sólo di un pequeño
paseo y no te respondí. Estaba interesado en ver qué ocurriría. Creo que más
bien sabía lo que ocurriría. Todo fue como había predicho.
—¿Qué
quieres decir? —Las manos de Penn temblaron cuando abrió el cajón superior.
—Me refiero
a Ginnie —dijo David—. Sabía que ella se volvería contra ti y hacia mí. Ha ocurrido
antes, ¿sabes? Fuiste un estúpido de pensar que si esperabas ella se
divorciaría de mí y acudiría a ti. ¡Un absoluto estúpido!
Penn giró
en redondo, con las manos llenas de camisas dobladas.
—Escucha,
David, yo no esperaba a Ginnie. Me estaba marchando de todo esto...
—¡No me
digas eso, maldito traidor! ¡A espaldas de quién te había contratado!
Penn lanzó
las camisas al interior de la maleta.
—¿Qué
quieres decir con que ya ocurrió antes?
—Con
nuestro último chófer. Y mi última secretaria también. Contraté a una mujer, ¿sabes?
pero a Ginnie le gustan estos pequeños dramas. Sirven para unirnos y le impiden
aburrirse. Tu sueño me proporcionó una espléndida idea para éste. ¿Sabes lo
afectuosa que es Ginnie conmigo ahora? Y piensa que tú eres un primo de
campeonato. —David se echó a reír y se llevó el cigarrillo a los labios.
Un segundo
más tarde, Penn aplicaba el puñetazo más fuerte que jamás hubiera dado en su
vida en la mandíbula de David. Los pies de David volaron tras su cuerpo, y su
cabeza golpeó contra la pared a dos metros de distancia.
Penn metió
el resto de sus cosas en su maleta y la cerró tan furiosamente como si aún
estuviera peleándose con David. Bajó la maleta de la cama y se volvió a la
puerta.
Ginnie
bloqueó su camino.
—¿Qué le
has hecho?
—No tanto
como me gustaría hacerle.
Ginnie pasó
corriendo por su lado en dirección a David, y Penn avanzó hacia la puerta.
Hanna se
apresuraba por el vestíbulo.
—¿Ocurre
algo, señor Knowlton?
—Nada
serio. Adiós, Hanna —dijo Penn, intentando controlar su ronca voz—. Y gracias
—añadió, camino de la puerta delantera.
—¡Está
muerto! —exclamó Ginnie con un gemido.
Hanna
corría hacia la habitación. Penn dudó, luego siguió hacia la puerta. ¡La
pequeña mentirosa! ¡Cualquier cosa por un golpe dramático!
—¡Deténle!
—chilló Ginnie—. ¡Hanna, intenta escapar!
Penn dejó
su maleta en el suelo y volvió sobre sus pasos. Levantaría a David de un tirón
y le metería la cabeza bajo el grifo.
Hanna
estaba de pie al lado de David, con el rostro contorsionado, al borde de las
lágrimas.
—Sí..., sí
lo está, señor Knowlton.
Penn se
inclinó para alzar a David, pero su mano se detuvo antes de tocarlo.
Algo
brillante asomaba de la garganta de David, y Penn lo reconoció al instante...,
el mango de su propio cortapapeles, que había olvidado coger.
Una larga y
loca carcajada —o quizá fuera un sollozo— brotó de Ginnie a sus espaldas.
—¡Eres un
monstruo! ¡Supongo que borraste todas tus huellas dactilares de él! ¡Pero no te
servirá de nada, Penn! ¡Hanna, llama de inmediato a la policía! ¡Diles que
acaba de cometerse un asesinato aquí!
Hanna la
miró horrorizada.
—La
llamaré, señora. Pero fue usted quien limpió el mango. Lo estaba limpiando con
su falda cuando yo entré por la puerta. Penn miró a Ginnie: todavía no habían
terminado el uno con el otro.
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