Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

viernes, 28 de septiembre de 2012

Un pueblito (que quiero que conozcas) - Silvia Schujer

"Un pueblito (que quiero que conozcas)" fue escrito por la argentina Silvia Schujer y pertenece a "Cuentos y chinventos" (1986).
Cuando leí "Un pueblito..." por primera vez - no hace mucho a decir verdad -, me transporté "justo, justo" al medio del mundo, vi a los ciudadanos, al empresario "con cara de batata", las mariposas... y cuando volví a mi ciudad, decidí que en algún momento lo compartiría con ustedes. 
Para quienes amamos la naturaleza y sus misterios, el relato cobra un significado especial. 
Espero que lo disfruten :D




 

Un pueblito

(que quiero que conozcas)

Justo justo en el medio del mundo hay un pueblo tan chiquito, que en la historia de lo conoce, simplemente con el nombre "Pueblito". No sólo la pequeñez es lo que diferencia a Pueblito de los demás pueblos y ciudades del mundo, sino también sus costumbres.

Por ejemplo, que todos se conocen de memoria. Que viven agrupados en familias en las que, además de abuelos, abuelas y mamás, hay animales y plantas que llevan el mismo apellido.

Y qué cosa. A pesar de estar justo justo en el medio del mundo, Pueblito es un lugar muy poco visitado. Hay quienes no van porque opinan que es aburrido: no hay autos, no hay barullo ni graciosas confeterías.

Un día, sin embargo, llegó a Pueblito un señor nada joven, gordo, panzón y con cara de batata. Por todo equipaje traía una cámara fotográfica que colgaba de su cuello y un bolso. Era una mañana de sol y los pueblitenses, al verlo, lo recibieron contentos, con bombos y platillos.

El señor gordo panzón con cara de batata se acercó muy serio.

- Soy un gran empresario. Un réquete recontra empresario que sabe mucho de grandes empresas - dijo con voz distinguida.

Los pueblitenses lo miraron sin entender: no conocían la palabra "empresario", pero igual le ofrecieron ayuda.

- Quiero poner una gran empresa en este lugar - dijo el señor gordo y panzón -. Para eso, tengo que hacerlos famosos.

Los pueblitenses lo escucharon atentos.

- Necesito que me muestren los paisajes de este pueblo y mis fotos se convertirán en postales que el mundo entero verá y querrá conocer.

El presidente de Pueblito señaló la Plaza Central, llena de grandes y chicos pueblitenses y dijo:

- Éste es el paisaje más lindo que tenemos.

Pero el gordo panzón con cara de batata, frunció la nariz como de no gustarle. Y peguntó si no tenían museos, monumentos importantes...

- Aquella piedra donde duermen los pájaros es nuestro monumento nacional - respondieron seguros de éxito los pueblitenses.

Pero el gordo panzón con cara de batata, frunció la nariz como de no gustarle. Y algo enojado preguntó si acaso no tenían mares, palmeras, montes nevados.

- No - dijeron los pueblitenses preocupados por no poder ayudar al extranjero.
- Esto es una porquería - gruñó el señor.

Y los pueblitenses se largaron a llorar amargamente por el insulto.

Las inteligentes mariposas, que son mayoría en Pueblito, vieron lo que pasaba, y entre todas dibujaron sobre el cielo un hermoso paisaje de palmeras y mar. Al instante, cambiaron el dibujo y se volvieron montañas y ríos. Luego mar otra vez.

- ¡Vea eso señor! - dijo el presidente: ¡qué lindo mar! ¡qué palmera tan alta tenemos!
- Ustedes me están embromando. Esas son mariposas - dijo el gordo panzón con cara de batata.

Y con la cámara de fotos y su bolso, empezó a caminar hacia otra parte, abandonando Pueblito. "Esto es una porquería", repetía a gritos mientras se alejaba.

Pero ya nadie podía escucharlo. Los pueblitenses estaban maravillados con los dibujos de las mariposas. Mares, palmeras, montañas, ríos y bosques que, desde ese día, convirtieron a Pueblito en el único lugar del mundo donde, al mismo tiempo, pueden existir todos los climas y paisajes que se imaginan.

jueves, 27 de septiembre de 2012

Disputa por señas - Juan Ruiz, Arcipreste de Hita

Hoy tenía ganas de compartir un cuento con todos ustedes pero el día (¡el mes!) fue bastante ajetreado y se me pasó volando así que no pude preparar algún relato concienzudamente. Pero mañana es el 10mo Maratón de Nacional de Lectura que organiza la fundación Leer (fundación a la que, si bien no pertenezco, apoyo), y me siento en obligación de compartir "algo" con esa finalidad. Por eso manoteé un libro al tun-tun en mi biblioteca, el afortunado fue "Cuentos tradicionales literarios - selección para primer nivel", una recopilación que estudiábamos en 1er año del secundario en los 90, lo abrí, y como "Donde cayó, quedó", el cuento que voy a compartir con ustedes hoy es "Disputa por señas".
El autor fue Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, y pertenece al "Libro del Buen Amor", una mezcla de "fábulas, cuentos, poesías y autobiografía que une las tradiciones grecolatinas y medievales españolas y francesas con las orientales hispano-árabes y hebrea". Los manuscritos que forman parte del libro fueron encontrados en 1330 el primero y 1343 el segundo.
Nota: La versión siguiente fue modernizada en su lenguaje por Florencia E. de Giniger.

 Disputa por señas

Sucedió una vez que los romanos, que carecían de leyes para su gobierno, fueron a pedirlas a los griegos, que sí las tenían. Estos les respondieron que no merecían poseerlas, ni las podrían entender, puesto que su saber era tan escaso. Pero que si insistían en conocer y usar estas leyes, antes les convendría disputar con sus sabios, para ver si las entendían y merecían llevarlas. Dieron como excusa esta gentil respuesta.

Respondieron los romanos que aceptaban de buen grado y firmaron un convenio para la controversia. Como no entendían sus respectivos lenguajes, se acordó que disputasen por señas y fijaron públicamente un día para su realización.

Los romanos quedaron muy preocupados, sin saber qué hacer, porque no eran letrados y temían el vasto saber de los doctores griegos. Así cavilaban cuando un ciudadano dijo que eligieran un rústico y que hiciera con la mano las señas que Dios le diese a entender: fue sano consejo.

Buscaron un rústico muy astuto y le dijeron: "Tenemos un convenio con los griegos para disputar por señas: pide lo que quieras y te lo daremos, socórrenos en esta lid". 

Lo vistieron con muy ricos paños de gran valor, como si fuera doctor en filosofía. Subió a una alta cátedra y dijo con fanfarronería: "De hoy en más vengan los griegos con toda su porfía". Llegó allí un griego, doctor sobresaliente, alabado y escogido entre todos los griegos. Subió a otra cátedra, ante todo el pueblo reunido. Comenzaron sus señas como se había acordado.

Levantóse el griego, sosegado, con calma, y mostró sólo un dedo, el que está cerca del pulgar; luego se sentó en su mismo sitio. Levantóse el rústico, bravucón y con malas pulgas, mostró tres dedos tendidos hacia el griego, el pulgar y otros dos retenidos en forma de arpón y los otros encogidos. Se sentó el necio, mirando sus vestiduras.

Levantóse el griego, tendió la palma llana y se sentó luego plácidamente. Levantóse el rústico con su vana fantasía y con porfía mostró el puño cerrado.

A todos los de Grecia dijo el sabio: los romanos merecen las leyes, no se las niego. Levantáronse todos en sosiego y paz. Gran  honra proporcionó a Roma el rústico villano. 

Preguntaron al griego qué fue lo que dijera por señas al romano y qué le respondió éste. Dijo: "Yo dije que hay un Dios, el romano dijo que era uno en tres personas e hizo tal seña. Yo dije que todo estaba bajo su voluntad. Respondió que en su poder estábamos, y dijo verdad. Cuando vi que entendían y creían en la Trinidad, comprendí que merecían leyes certeras". 

Preguntaron al rústico cuáles habían sido sus ocurrencias: "Me dijo que con un dedo me quebraría el ojo: tuve gran pesar e ira. le respondí con saña, con cólera y con indignación que yo le quebraría, ante toda la gente, los ojos con dos dedos y los dientes con el pulgar. Me dijo después de esto que le prestara atención, que me daría tal palmada que los oídos me vibrarían. Yo le respondí que le daría tal puñetazo que en toda su vida no llegaría a vengarse. Cuando vio la pelea tan despareja dejó de amenazar a quien no le temía".

Por esto dice la fábula de la sabia vieja: "No hay mala palabra si no es tomada a mal. Verá que es bien dicha si fue bien entendida".

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Charlie y la fábrica de chocolate - Cap. XXIX y XXX - FINAL - Roald Dahl

Viene de "Charlie y la fábrica de chocolate - Cap. XXVII y XXVIII - Roald Dahl"


XXIX

Los otros niños se van a sus casas

—Debemos bajar a ver a nuestros amigos antes que nada —dijo el señor Wonka. Apretó un botón diferente el ascensor empezó a descender, y al cabo de un momento estaba sobrevolando las puertas de la fábrica.   


Mirando hacia abajo, Charlie podía ver ahora a los niños y a sus padres, de pie en un pequeño grupo junto a los portones.

—Sólo puedo ver a tres —dijo—. ¿Quién falta?
—Supongo que Mike Tevé —dijo el señor Wonka — Pero vendrá pronto. ¿Ven los camiones? —el señor Wonka señaló una fila de gigantescos camiones cubiertos aparcados a poca distancia de allí.
—Sí —dijo Charlie—. ¿Para qué son?
—¿No recuerdas lo que decía en los Billetes Dorados? Todos los niños se vuelven a sus casas con un provisión de golosinas para el resto de sus vidas. Hay un camión para cada uno cargado hasta el tope. ¡Aja, allá va vuestro amigo Augustus Gloop! ¿Le veis? ¡Está subiéndose al primer camión con su padre y su madre!
—¿Quiere decir que de verdad está bien? — preguntó Charlie asombrado—. ¿Aun después de haber pasado por ese horrible tubo? 
—Claro que está bien —dijo el señor Wonka.
—¡Ha cambiado! —dijo el abuelo Joe, mirando a través de la pared de cristal del ascensor—. ¡Era muy gordo! ¡Ahora está delgado como un hilo!
—Claro que ha cambiado —dijo riendo el señor Wonka—. Ha encogido dentro del tubo. ¿No lo recuerdan? ¡Miren! ¡Allá va Violet Beauregarde, la fanática del chicle! Parece que después de todo se las han arreglado para exprimirla. Me alegro mucho. ¡Y qué aspecto más saludable tiene! ¡Mucho mejor que antes!
—¡Pero tiene la cara de color púrpura! —gritó el abuelo Joe.
—Es verdad —dijo el señor Wonka—. Pero eso no tiene remedio.
—¡Dios mío! —gritó Charlie—. ¡Miren a la pobre Veruca Salt y al señor Y la señora Salt! ¡Están cubiertos de basura!
—¡Y aquí viene Mike Tevé! —dijo el abuelo Joe— ¡Santo Cielo! ¿Que le han hecho? ¡Mide tres metros de altura .y está tan delgado como un fideo!
—Le han estirado demasiado en la máquina de estirar chicle —dijo el señor Wonka—. Qué descuidados.
—Pero, ¡eso es horrible para él!—gritó Charlie.
—Tonterías —dijo el señor Wonka— Tiene mucha suerte. Todos los equipos de baloncesto del país intentarán contratarle. Pero ahora —añadió— ha llegado el momento de dejar a esos cuatro niños tontos. Tengo algo muy importante que decirte, mi querido Charlie —el señor Wonka apretó otro botón y el ascensor se elevó hacia el cielo. 

XXX

La fábrica de chocolate de Charlie

El gran ascensor de cristal sobrevolaba ahora la ciudad. Dentro de él se encontraban el señor Wonka, el abuelo Joe y el pequeño Charlie. 


—Cómo me gusta mi fábrica de chocolate — dijo el señor Wonka, mirando hacia abajo. Luego hizo una pausa, se volvió y miró a Charlie con una expresión muy seria—. ¿A ti también te gusta, Charlie —preguntó.
—¡Oh, sí! —gritó Charlie—. ¡Es el sitio más maravilloso del mundo!
—Me alegra oírte decir esto —dijo el señor Wonka, más serio que nunca. Siguió mirando a Charlie fijamente—. Sí —dijo—. Me alegra mucho oírte decir eso. Y ahora te diré por qué —el señor Wonka inclinó hacia un lado la cabeza, y de pronto las pequeñísimas arrugas de una sonrisa aparecieron alrededor de sus ojos, y dijo —: Verás, mi querido muchacho, he decidido regalarte la fábrica entera. En cuanto tengas edad suficiente para dirigirla, la fábrica será toda tuya.

Charlie se quedó mirando fijamente al señor Wonka. El abuelo Joe abrió la boca para hablar, pero no logró articular palabra. 

—Es verdad —dijo el señor Wonka, sonriendo ahora abiertamente—. Quiero regalarte, esta fábrica. Estás de acuerdo, ¿verdad?
—¿Regalársela? —logró decir por fin el abuelo Joe—. Debe usted estar bromeando.
—No estoy bromeando, señor. Hablo muy en serio.
—Pero... Pero ¿Por qué iba usted a darle la fábrica al pequeño Charlie?
—Escuche —dijo el señor Wonka—. Yo ya soy muy viejo. Soy mucho más viejo de lo que se figuran. No puedo vivir eternamente. No tengo hijos, no tengo familia alguna. De modo que, ¿quién va a dirigir esta fábrica cuando yo ya sea demasiado viejo para hacerlo? Alguien tiene que llevarla adelante, aunque sólo sea por los Oompa-Loompas. Claro que hay miles de hombres muy hábiles que darían cualquier cosa por la oportunidad de encargarse de todo esto, pero yo no quiero esa clase de personas. No quiero para nada una persona mayor. Una persona mayor no me haría caso; no querría aprender. Intentaría hacer las cosas a su manera y no a la mía. De modo que necesito un niño. Quiero un niño sensible y cariñoso, a quien yo pueda confiar mis más preciados secretos de la fabricación de golosinas, mientras aún esté vivo.
—¡De modo que por eso envió usted los Billetes Dorados!—gritó Charlie.
—¡Exactamente! —dijo el señor Wonka—. ¡Decidí invitar a cinco niños a la fábrica, y aquel que me gustase más al terminar el día sería el ganador!
—Pero, señor Wonka —tartamudeó el abuelo Joe—, ¿quiere usted decir realmente que regalará esta fábrica entera al pequeño Charlie? Después de todo...
—¡No hay tiempo para discusiones! —gritó el señor Wonka—. Debemos ir a buscar al resto de la familia inmediatamente, al padre y la madre de Charlie y todos los que vivan en su casa. ¡De ahora en adelante todos pueden vivir en la fábrica! ¡Pueden ayudar a dirigirla hasta que Charlie tenga edad suficiente para hacerlo solo! ¿Donde vives, Charlie?

Charlie miró a través del ascensor, de cristal las casas cubiertas de nieve que se extendían a sus pies.

—Está allí —dijo, señalando—. Es aquella casita al borde mismo de la ciudad, aquella casa pequeñita...
—¡Ya la veo! —gritó el señor Wonka, y apretó algunos botones, y el ascensor salió disparado en dirección a la casa de Charlie.
—Me temo que mi madre no podrá venir con nosotros —dijo Charlie tristemente.
—¿Por qué no?
—Porque no querrá dejar a la abuela Josephine y a la abuela Georgina y al abuelo George.
—Pero ellos también deben venir.
—No pueden —dijo Charlie—. Son muy viejos y no han salido de la cama en veinte años —Entonces nos llevaremos también la cama con ellos dentro —dijo el señor Wonka—. Hay sitio suficiente en este ascensor para una cama.
—No podrá sacar la cama de la casa —dijo el abuelo Joe—. No pasará por la puerta.
—¡No debéis desesperar! —dijo el señor Wonka—. ¡Nada es imposible! ¡Ya veréis!

El ascensor sobrevolaba ahora la pequeña casita de los Bucket.

—¿Qué va usted a hacer? —grito Charlie.
—Voy a entrar a buscarles —dijo el señor Wonka.
—¿Cómo? —preguntó el abuelo Joe.
—Por el tejado —dijo el señor Wonka, apretando otro botón.
—¡No! —gritó Charlie.
—¡Deténgase!—gritó el abuelo Joe.

¡CRASH! hizo el ascensor, entrando por el tejado de la casa en el dormitorio de los ancianos. Una lluvia de polvo de tejas y de trozos de madera y de cucarachas y arañas y ladrillos y cemento cayó sobre los tres ancianos que yacían en la cama, y todos ellos pensaron que había llegado el fin del mundo. La abuela Georgina se desmayó, a la abuela Josephine se le cayó la dentadura postiza, el abuelo George metió la cabeza debajo de la manta, y el señor y la señora Bucket entraron corriendo desde la otra habitación. 

—¡Salvadnos! —gritó la abuela Josephine.
—Cálmate, mi querida esposa —dijo el abuelo Joe, bajando del ascensor—. Somos nosotros.
—¡Mamá! —gritó Charlie, arrojándose a los brazos de la señora Bucket—. ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Escucha lo que ha ocurrido! Todos vamos a vivir en la fábrica del señor Wonka y vamos a ayudarle a dirigirla y me la ha regalado a mí toda entera y... y... y...
—¿De qué estás hablando? —dijo la señora Bucket.
—¡Mirad nuestra casa! —gritó el pobre señor Bucket—. ¡Está en ruinas!
—Mi querido señor —dijo el señor Wonka, adelantándose de un salto y estrechando calurosamente la mano del señor Bucket—. Me alegro tanto de conocerle. No debe preocuparse por su casa. De todos modos, de ahora en adelante ya no la necesitará usted.
—¿Quien es este loco? —gritó la abuela Josephine— Podría habernos matado a todos.
—Este —dijo el abuelo Joe— es el señor Willy Wonka en persona.

Al abuelo Joe y a Charlie les llevó bastante tiempo explicarle a todos exactamente lo que había sucedido a lo largo del día. Y aun entonces todos se negaron a volver a la fábrica en el ascensor.

—¡Prefiero morir  en mi cama –gritó la abuela Josephine.
—¡Yo también! —grité la abuela Georgina.
—¡Me niego a ir!—anuncio el abuelo George. 


De modo que el señor Wonka, el abuelo Joe y Charlie, sin hacer caso de sus gritos, simplemente  empujaron la cama dentro del ascensor. Tras ella empujaron al señor y la señora Bucket. Luego montaron ellos mismos.

El señor Wonka apretó un botón. Las puertas se cerraron. La abuela Georgina gritó. Y el ascensor se elevó del suelo y salió por el agujero del tejado en dirección al cielo.  
 
Charlie se subió a la cama e intentó calmar a los tres ancianos, que aún seguían petrificados de miedo: 
 
—Por favor, no tengáis miedo —les dijo—. Es muy seguro, ¡y vamos al sitio más maravilloso del mundo!
—Charlie tiene razón —dijo el abuelo Joe.
—¿Habrá algo para comer cuando lleguemos allí? —pregunto la abuela Josephine—. ¡Me muero de hambre! ¡La familia entera se muere de hambre!
—¿Algo para comer? —gritó Charlie, riendo—. ¡Oh, espera y verás!




FIN



martes, 25 de septiembre de 2012

Charlie y la fábrica de chocolate - Cap. XXVII y XXVIII - Roald Dahl

Viene de "Charlie y la fábrica de chocolate - Cap. XXV y XXVI - Roald Dahl"


 XXVII

Mike Tevé es enviado por televisión

Mike Tevé estaba aún más excitado que el abuelo Joe al ver cómo una chocolatina era enviada por televisión.
—Pero, señor Wonka —gritó—. ¿Puede usted enviar otras cosas por el aire del mismo modo? ¿Cereal para el desayuno por ejemplo?
—¡Por favor! —gritó el señor Wonka—. ¡No menciones esa horrible comida delante de mí! ¿Sabes de qué está hecho el cereal para el desayuno? ¡Está hecho de esas pequeñísimas virutas de madera que se encuentran dentro de los sacapuntas!
—¿Pero podría enviarlo por televisión si quisiera como el chocolate? —preguntó Mike Tevé.
—¡Claro que podría!
—¿Y la gente? —preguntó Mike Tevé—, ¿Podría enviar a una persona de un lugar a otro de la misma manera?
—¡Una persona! —gritó el señor Wonka—. ¿Has perdido la cabeza?
—Pero, ¿podría hacerse?
—Santo cielo, niño, la verdad es que no lo sé... Supongo que sí... Sí, estoy casi seguro de que se podría... Claro que se podría... Aunque no quisiera correr el riesgo... Podría tener resultados muy desagradables... 

Pero Mike Tevé ya había salido corriendo. En cuanto oyó al señor Wonka decir «Estoy casi seguro de que se podría... Claro que se podría», se volvió y echó a correr a toda prisa hacia el otro extremo de la habitación donde. se encontraba la enorme cámara. «¡Miradme», gritaba mientras corría. «¡Seré la primera persona en el mundo enviada por televisión!»

—¡No, no, no, no!—gritó el señor Wonka.
—¡Mike! —gritó la señora Tevé—. ¡Detente! ¡Vuelve aquí! ¡Te convertirás en un millón de diminutos trocitos! 

Pero ahora ya no había quien detuviera a Mike Tevé. El enloquecido muchacho siguió corriendo, y cuando llegó junto a la enorme cámara se arrojó sobre el conmutador, dispersando Oompa-Loompas a
derecha e izquierda.

—¡Hasta luego, cocodrilo! —gritó, y bajó el conmutador, y en el momento de hacerlo, saltó en medio del brillo de la poderosa lente. Hubo un relámpago cegador. Luego se hizo el silencio.

Entonces la señora Tevé corrió hacia él... Pero se paró en seco en medio de la habitación... Y allí se quedó... Mirando el sitio donde había estado su hijo... Y su gran boca roja se abrió y de ella salió un grito:

—¡Ha desaparecido! ¡Ha desaparecido!
—¡Santo cielo, es verdad! —gritó el señor Tevé. El señor Wonka se acercó corriendo y puso suavemente una mano en el hombro de la señora Tevé.
—Esperemos que todo vaya bien —dijo—. Debemos rezar para que su hijo aparezca sano y salvo en el otro extremo.
—¡Mike! —gritó la señora Tevé, llevándose las manos a la cabeza—. ¿Dónde estás?
—Te diré donde está —dijo el señor Tevé—. Está volando por encima de nuestras cabezas en un millón de diminutos trocitos.
—¡No digas eso! —gimió la señora Tevé.
—Debemos observar la pantalla del televisor – dijo el señor Wonka—. Puede aparecer en cualquier momento. 

El señor y la señora Tevé, el abuelo Joe, el pequeño Charlie y el señor Wonka se reunieron en torno al aparato de televisión y miraron nerviosamente la pantalla. En la pantalla no se veía nada.

—Está tardando muchísimo en aparecer —dijo el señor Tevé, enjugándose la frente. 
—Dios mío —dijo el señor Wonka—. Espero que ninguna de sus partes quede atrás.
—¿Qué quiere usted decir? —dijo vivamente el señor Tevé.
—No quisiera alarmarles —dijo el señor Wonka— pero a veces ocurre que sólo la mitad de los trocitos vuelve a aparecer en la pantalla del televisor. Eso sucedió la semana pasada. No sé por qué, pero el resultado fue que sólo apareció la mitad de la chocolatina.

La señora Tevé lanzó un chillido de horror:
—¿Quiere usted decir que sólo la mitad de Mike volverá a nosotros?
—Esperemos que sea la mitad superior —dijo el señor Tevé.
—¡Un momento! —dijo el señor Wonka—. ¡Miren la pantalla! ¡Algo está sucediendo! La pantalla de repente había empezado a parpadear.

Luego aparecieron unas líneas onduladas.

El señor Wonka ajustó uno de los botones y las líneas desaparecieron.  Y ahora, muy lentamente, la pantalla empezó a ponerse cada vez más brillante.

—¡Aquí viene! —gritó el señor Wonka—. ¡Sí, es él! 
—¿Está entero? —gritó la señora Tevé.
—No estoy seguro —dijo el señor Wonka—. Aún es pronto para saberlo.

Borrosamente al principio, pero haciéndose cada vez más clara a medida que pasaban los segundos, la imagen de Mike Tevé apareció en la pantalla. Estaba de pie, saludando a la audiencia y sonriendo de oreja a oreja. 

—¡Pero si es un enano! —gritó el señor Tevé.
—¡Mike! —gritó la señora Tevé—. ¿Estás bien? ¿Te falta algún trocito?
—¿Es que no se va a poner más grande? —gritó el señor Tevé.
—¡Háblame, Mike! —gritó la señora Tevé. ¡Di algo! ¡Dime que estás bien!

Una pequeña vocecita, no más alta que el chillido de un ratón, salió del aparato:

—¡Hola, mamá! —dijo—. ¡Hola, papá! ¡Miradme! ¡Soy la primera persona en el mundo que ha sido enviada por televisión!
—¡Cójanlo!—ordenó el señor Wonka—. ¡De prisa!

La señora Tevé alargó la mano y cogió la diminuta imagen de Mike Tevé de la pantalla.

—¡Hurra! —gritó el señor Wonka—. ¡Está entero! ¡Está completamente intacto!
—¿Llama a eso intacto? ——dijo la señora Tevé, escudriñando la miniatura de niño que corría ahora de un extremo a otro sobre la palma de su mano, agitando sus pistolas en el aire. Mike Tevé no medía más de dos centímetros de altura. 

—¡Ha encogido!—dijo el señor Tevé.
—¡Claro que ha encogido! —dijo el señor Wonka—. ¿Qué esperaban?
—¡Esto es terrible! —gimió la señora Tevé—. ¿Qué vamos a hacer?
Y el señor Tevé dijo:
—¡No podemos enviarlo así a la escuela! ¡Le pisarán! ¡Le aplastarán!
—¡No podrá hacer nada! —gritó la señora Tevé.
—¡Sí que podré! —chilló la vocecita de Mike Tevé—. ¡Podré ver la televisión!
—¡Nunca más! ——rugió el señor Tevé—. ¡Tiraré el aparato de televisión por la ventana en cuanto lleguemos a casa! ¡Ya estoy harto de la televisión!

Al oír esto, Mike Tevé cogió una tremenda rabieta. Empezó a saltar como loco sobre la palma de la mano de su madre, chillando y gritando e intentando morder le los dedos. «¡Quiero ver la televisión!», chillaba. «¡Quiero ver la televisión! ¡Quiero ver la televisión! ¡Quiero ver la televisión!»

—¡Ven! ¡Dámelo a mí! —dijo el señor Tevé, y cogió al diminuto niño, se lo metió en el bolsillo interior de su chaqueta y lo cubrió con su pañuelo. Gritos y chillidos se oyeron desde el interior del bolsillo, que se sacudía con los esfuerzos del pequeño prisionero para salir.
—Oh, señor Wonka —sollozó la señora Tevé—. ¿Cómo podremos hacerle crecer?
—Bueno —dijo el señor— Wonka, acariciándose la barba y mirando pensativamente al techo—. Debo decir que eso será un tanto difícil. Pero los niños pequeños son muy elásticos y flexibles. Se estiran muchísimo. ¡De modo que lo que haremos será ponerlo en una máquina especial que tengo para probar la elasticidad del chicle! ¡Quizá eso lo devuelva a su tamaño normal!
—¡Oh, gracias! —dijo la señora Tevé.
—No hay de qué, mi querida señora.
—¿Cuánto cree que se estirará —preguntó el señor Tevé.
—Kilómetros, quizá —dijo el señor Wonka—. ¿Quién sabe? Pero se quedará terriblemente delgado. Todo se hace más delgado cuando se estira. 
—¿Cómo el chicle, por ejemplo? —preguntó el señor Tevé.
—Exactamente.
—¿Cómo de delgado se quedará? —preguntó ansiosamente la señora Tevé.
—No tengo la más mínima idea dijo el señor Wonka—. Y de todas maneras no importa, porque pronto le engordaremos otra vez. Lo único que tendremos que hacer es darle una dosis triple de mi maravilloso Caramelo de Supervitaminas. El Caramelo de Supervitaminas contiene enormes cantidades de vitamina A y vitamina B. También contiene vitamina C, vitamina D, vitamina E, vitamina F, vitamina G, vitamina I, vitamina J, vitamina K, vitamina L, vitamina M, vitamina N, vitamina O, vitamina P, vitamina Q, vitamina R, vitamina T, vitamina U, vitamina W, vitamina X, vitamina Y y, créanlo o no, vitamina Z. Las únicas dos vitaminas que no contiene son la vitamina S, porque le pone a uno enfermo, y la vitamina H, porque hace que le crezcan a uno cuernos en la cabeza como a un toro. Pero sí tiene una dosis muy pequeña de la vitamina más rara y más mágica de todas: la vitamina Wonka.
—¿Y ésa qué le hará? —preguntó ansiosamente el señor Tevé.
—Hará que le crezcan los dedos de los pies hasta que sean tan largos como los de las manos...
—¡Oh, no!—gritó la señora Tevé.
—No sea tonta —dijo el señor Wonka—. Es algo muy útil. Podrá tocar el piano con los pies.  
—Pero, señor Wonka...
—¡No quiero discusiones, por favor! —dijo el señor Wonka. Se volvió y chasqueó tres veces los dedos en el aire. Inmediatamente un Oompa-Loompa apareció junto a él. —Sigue estas órdenes —dijo el señor Wonka, dándole al Oompa-Loompa un pedazo de papel en el que había escrito las instrucciones precisas—. Y encontrarás al niño en el bolsillo de su padre. ¡Ya pueden irse! ¡Adiós, señora Tevé! ¡Adiós, señor Tevé! ¡Y, por favor, no se preocupen! Todos aparecen en la colada, ¿saben?, todos y cada uno...

En un extremo de la habitación, los Oompa-Loompas estaban junto a la cámara gigante tocando ya sus diminutos tambores y empezando a saltar arriba y abajo siguiendo el ritmo.

—¡Ya está otra vez! —dijo el señor Wonka—. Me temo que no se pueda impedir que canten. El pequeño Charlie cogió la mano del abuelo Joe, y los dos se quedaron de pie, junto al señor Wonka, en medio de la larga y brillante habitación, escuchando a los Oompa-Loompas. Y esto es lo que cantaron: 

Hemos aprendido algo primordial,
Algo que a los niños les hace mucho mal.
Y eso es que en el mundo no hay nada peor
Que sentarles frente a un televisor.
De hecho, sería muy recomendable
Suprimir del todo ese trasto abominable.
En todas las casas que hemos encontrado:
Absortos, dormidos, casi idiotizados,
Mirando la tele corno hipnotizados,
Con los ojos fijos en esa pantalla
Hasta que sus órbitas parece que estallan,
(Ayer vimos algo que aterra y asombra:
Seis pares de ojos rodar por la alfombra.)
Sentados mirando, mirando sentados,
Parecen de veras estar hechizados.
Borrachos de imágenes, ahítos de ruido,
Ciegos y atontados y reblandecidos.
Oh, sí, ya sabemos que les entretiene
Y que por lo menos quietos les mantiene.
No gritan, no lloran, no brincan, no juegan,
No saltan ni corren, tampoco se pegan.
A usted eso le da mucha tranquilidad,
Es libre de hacer muchas cosas, verdad?
Mas yo le pregunto, ¿ha pensado un momento
Para qué le sirve a su hijo este invento?
¡LE PUDRE TODAS LAS IDEAS!
¡MATA SU IMAGINACIÓN!
¡HACE QUE EN NADA, NADA CREA!
¡DESTRUYE TODA SU ILUSION!
SU POBRE MENTE SE TRANSFORMA
EN UN INUTIL REFLECTOR
CON VER FIGURAS SE CONFORMA, 
¡NO SUEÑA, NI EVOCA, NI PIENSA, SEÑOR!
«¡Muy bien!», dirá usted, «¡Muy bien!», gritará,
Mas sí nos llevamos el televisor,
¿Qué haremos en cambio, que se les dará
Para mantenerlos en orden, señor?
A esa pregunta yo responderé
Con otra, que es ésta: Los niños, ¿qué hacían
Para divertirse, cómo entretenían
Sus horas de ocio, qué los mantenía
Tranquilos, contentos, quietos y callados,
Felices, absortos y atentos
Antes de que este diabólico invento
Se hubiese inventado?
¿No lo recuerda? Se 1o diremos
EN voz muy alta, lo gritaremos
Para que acierte a comprender:
¡SOLÍAN... LEER, LEER, LEER!
LEÍAN Y LEÍAN y procedían
A leer aun más. Y todo el día
Lo dedicaban a leer libros, y, por doquier,
En bibliotecas y estanterías,
Sobre las mesas, en librerías,
¡Bajo las camas siempre había
Miles de libros para leer!
Historias fantásticas y maravillosas
De fieros dragones y reinas hermosas
De osados piratas, de astutos ladrones,
De elefantes blancos, tigres y leones.
De islas misteriosas, de orillas lejanas,
De tristes princesas junto a una ventana,
De valientes príncipes, apuestos, galantes,
De exóticas playas, países distantes,
Historias de miedo, hermosas y raras,
Los más pequeños leían los cuentos
¡Historias que hacían que el tiempo volara¡
De Grimm v de Andersen, de Louis Perrault.
Sabían quién era la Bella Durmiente,
Y la Cenicienta, y el Lobo Feroz.
Las Mil y Una Noches de magia nutrían
Con mil y una historias sus ensoñaciones.
La gran Scheherezade de la mano traía
A Alí Babá y los Cuarenta Ladrones,
A Aladino y su lámpara maravillosa
Al Genio que otorga deseos e ilusiones,
Y mil aventuras a cual más hermosa.
¡Qué libros más bellos leían
Los niños que antaño leían!
Por eso rogarnos, por eso pedimos
Que tiren muy lejos el televisor,
Y en su sitio instalen estantes de libros 
Que llenen sus horas de gozo y fervor.
Ignoren sus gritos, ignoren sus lloros,
No importan protestas, ni quejas, ni llanto.
Dirán que es: usted un malvado y un ogro
Con caras de furia, de odio, de espanto.
Mas no tenga miedo, pues le prometemos
Que al cabo de pocos, de ruin, pocos días;
Al verse aburridos, diciendo, «¿Qué hacemos
Para entretener estas horas vacías?»,
Irán poco a poco acercándose al sitio
Donde usted ha instalado esa librería,
Y cogerán un libro de cualquier estante,
Lo abrirán con cautela, recelosos primero,
Pero ya superados los primeros instantes
No podrán apartarse y. lo leerán entero.
Y entonces ¡que gozo, qué dulce alegría
Llenara sus ojos y su corazón!
Se preguntarán corno pudieron un día
Dejarse embrujar por la televisión.
Y al correr los años, cuando sean mayores,
Recordarán por siempre con agradecimiento
Aquel día feliz, aquel fausto momento
En que usted cambió libros por televisión.
P. D. En cuanto a Mike Tevé,
Sentimos tener que decir
Que con un poco de fe
Quizá logremos impedir
Que quede así. A ver si crece,
Aunque si no, ¡se lo merece! 

XXVIII

Sólo queda Charlie

—¿Qué sala veremos a continuación —dijo el señor Wonka, volviéndose y corriendo hacia el ascensor—. ¡Vamos! ¡De prisa! ¡Debemos seguir! ¿Y cuántos niños quedan ahora?

El pequeño Charlie miró al abuelo Joe, y el abuelo Joe miró al pequeño Charlie

—Pero, señor Wonka —dijo el abuelo Joe—. Ahora... Ahora sólo queda Charlie.

El señor Wonka se volvió y miró fijamente a Charlie. Hubo un silencio. Charlie se quedó donde estaba, sujetando firmemente la mano del abuelo Joe.

—¿Quiere usted decir que sólo queda uno? — dijo el señor Wonka, fingiéndose sorprendido.
—Pues sí —dijo Charlie—. Sí.

De golpe, el señor Wonka estalló de entusiasmo. «¡Pero, mi querido muchacho», gritó, «eso significa que has ganado tú!». Salió corriendo del ascensor y empezó a estrechar la mano de Charlie tan enérgicamente que casi se la arranca. «¡Oh, te felicito!», gritó. «¡Te felicito de todo corazón! ¡Esto es magnífico! ¡Ahora empieza realmente la diversión! ¡Pero no debemos demorarnos! ¡No debemos demorarnos! ¡Ahora hay aun menos tiempo que perder que antes! ¡Tenemos un gran número de cosas que hacer antes de que acabe el día! ¡Piensa en las disposiciones que debemos tomar! ¡Y en la gente que debemos ir a buscar! ¡Pero afortunadamente para nosotros tenemos el gran ascensor de cristal para apresurar las cosas! ¡Sube, mí querido Charlie, sube! ¡Usted también, abuelo Joe, señor! ¡No, no, después de usted! ¡Eso es! ¡Muy bien! ¡Esta vez yo escogeré el botón que debemos apretar!»
Los brillantes ojos azules del señor Wonka se detuvieron por un momento en la cara del pequeño Charlie. Alguna locura va a ocurrir ahora, pensó Charlie. Pero no sintió miedo. Ni siquiera estaba nervioso. Sólo tremendamente excitado. Y lo mismo le ocurría al abuelo Joe. La cara del anciano brillaba de entusiasmo a medida que observaba cada uno de los movimientos del señor Wonka. El señor Wonka estaba intentando alcanzar un botón que había en el techo de cristal del ascensor.

Charlie y el abuelo Joe estiraron la cabeza para ver lo que decía en el pequeño cartelito junto al botón. Decía... ARRIBA Y FUERA.

—Arriba y fuera—pensó Charlie—. ¿Qué clase de habitación es esa?

El señor Wonka apretó el botón. Las puertas de cristal se cerraron.

—¡Sosténganse! —gritó el señor Wonka.

Entonces ¡WHAM! El ascensor salió despedido hacia arriba como un cohete.

—¡Yiiipiii! —gritó el abuelo Joe.
Charlie estaba aferrado a las piernas del abuelo Joe, y el señor Wonka se había cogido a una de las agarraderas que colgaban del techo, y siguieron subiendo arriba, arriba, arriba, en una sola dirección esta vez, sin curvas ni recodos, y Charlie podía oír fuera el silbido del viento a medida que el ascensor aumentaba su velocidad.
—¡Yiipii! —gritó otra vez el abuelo Joe— . ¡Yiipii! ¡Allá vamos! 
—¡Más de prisa! —gritó el señor Wonka, golpeando con la mano la pared del ascensor—. ¡Más de prisa! ¡Más de prisa! ¡Si no vamos más de prisa que esto, jamás lo atravesaremos!
—¿Atravesar qué? —gritó el abuelo Joe—. ¿Qué es lo que tenemos que atravesar?
—¡Ajá! —gritó el señor Wonka—. ¡Espere y verá! ¡Llevo años deseando apretar este botón! ¡Pero nunca lo he hecho hasta ahora! ¡Muchas veces he estado tentado! ¡Sí, ya lo creo que sí! ¡Pero no podía soportar la idea de hacer un agujero en el techo de la fábrica! ¡Allá vamos muchachos! ¡Arriba y fuera!
—Pero no querrá decir... —gritó el abuelo Joe—, no querrá usted decir que este ascensor...
—¡Ya lo creo que sí! —contestó el señor Wonka—. ¡Espere y verá! ¡Arriba y fuera!
—Pero... pero... pero... ¡Esta hecho de cristal! – gritó el abuelo Joe—. ¡Se romperá en mil pedazos!
—Supongo que podría suceder —dijo el señor Wonka, tan alegre como siempre—, pero de todas maneras el cristal es bastante grueso.
El ascensor siguió adelante, hacia arriba, siempre hacia arriba, cada vez más de prisa...  Y de pronto... ¡CRASH!, se oyó un tremendo ruido de madera astillada y de tejas rotas directamente encima de sus cabezas, y el abuelo Joe gritó:

—¡Socorro! ¡Es el fin! ¡Nos mataremos!
Y el señor Wonka dijo:
—¡Nada de eso! ¡Hemos pasado! ¡Ya estamos fuera!

Y era verdad. El ascensor había salido despedido por el techo de la fábrica y se elevaba ahora por el cielo como un cohete, y el sol entraba a raudales a través del techo de cristal. Al cabo de cinco segundos había subido unos veinticinco metros.
—¡El ascensor se ha vuelto loco! —gritó el abuelo Joe.
—No tenga miedo, mi querido señor—dijo tranquilamente el señor Wonka, y apretó otro botón. El ascensor se detuvo. Se detuvo v se quedó en el aire, sobrevolando como un helicóptero, sobrevolando la fábrica y la ciudad misma que yacía extendida a sus pies como una tarjeta postal. Mirando hacia abajo a través del suelo de cristal que estaba pisando, Charlie podía ver las pequeñas casitas lejanas y las calles y la nieve que lo cubría todo. Era una sensación extraña y sobrecogedora la de estar de pie sobre un cristal transparente a tamaña altura. Uno se sentía como si flotase en el vacío.
—¿Estamos bien? —gritó el abuelo Joe—. ¿Cómo se mantiene esto en el aire?
—¡Energía de caramelo! —dijo el señor Wonka—. ¡Un millón de caballos de energía de caramelo! ¡Miren! —gritó, señalando hacia abajo—. ¡Allá van los otros niños! ¡Se vuelven a sus casas!

 

Continúa leyendo esta historia en "Charlie y la fábrica de chocolate - Cap XIX y XXX - FINAL - Roald Dahl

lunes, 24 de septiembre de 2012

El pequeño tesoro de cada cual - Liliana Heker

Cuando leí este relato de Liliana Heker por primera vez, estábamos próximos a la realización del último censo (2010) y recuerdo que lo compartí el mismo día del censo en mi facebook. 
Inevitable sentir ternura, incluso empatía, por la señora Amelia. Imposible no identificarse con la censista en una situación así. 
Los cuentos de Liliana Heker, al menos la mayoría de los que yo he leído, transmiten muy bien las emociones como la vergüenza, el miedo, el enojo... "El pequeño tesoro de cada cual" no es la excepción.
Espero que lo disfruten :D
 


El pequeño tesoro de cada cual


La puerta cancel abriéndose apenas. Asomada en la rendija, la cara de una mujer de pelo gris. Sonreía. Inesperadamente, el dibujo de un libro fulguró en la cabeza de Ana, ¿Alicia en el país de las maravillas? Un gato sonriente que se borraba. No de golpe: se desdibujaba paso a paso, primero la cola, después el cuerpo, por fin la cabeza, hasta que sólo permanecía la sonrisa, rígida, descomunal, suspendida de la nada. Esto era lo mismo pero al revés. Como si la sonrisa hubiese estado allí antes de que la puerta se entreabriera. Esperándola.

- ¿Qué se le ofrece, señorita?

La pregunta de la mujer, en cambio, no indicaba que la esperase. Curioso, con tanta propaganda como había habido, pero en fin. Ana adoptó, le parecía, cierta inflexión funcionaria.

- Es por el censo nacional, señora. Yo soy la censista.
- ¡Ay, la censista! - la exclamación de la mujer fue sorprendente: una mezcla de saludo entusiasta y de lamento - Le dije a mi hija que usted iba a venir al mediodía, pero ella...

Dejó la frase suspendida en el aire. Esta mujer deja todo suspendido en el aire, se le ocurrió a Ana.

- Lo siento - dijo - una llega a la hora que puede.
- Por supuesto, mi hijita - la mujer abrió la puerta - Pase por favor, se la va a llevar el viento con ese cuerpito.

Así enflaquecida por la mujer, Ana notó que tenía hambre ¿O era por el olor? Olor a comida sustanciosa seduciéndola apenas dejó atrás el zaguán.

El vestíbulo se veía impecable. Pulido piso de mosaico, carpetitas, muebles relucientes, sólo una revista de historietas abierta en el suelo parecía fuera de sitio. La mujer sacudió la cabeza cuando la notó. "Ay estos chicos", protestó con suavidad mientras la levantaba. Ana saboreó el olor a comida, más nítido ahora.

- Ya sé que la hora es un poco incómoda - dijo - pero son unos minutos nada más.
- Pero no, mi querida, puede quedarse toda la tarde si gusta. Perdón, no me presenté, soy la señora de Ferrari. Pero todos me dicen Amelia nomás
- Y yo soy Ana ¿Puedo sentarme por acá, así hacemos esto?
- De ninguna manera, usted viene conmigo al comedor y se acomoda como Dios manda - abrió una puerta que daba al patio - Lo que me preocupa es que mi hija mayor se haya ido, encima el sinvergüenza de mi marido tiene que avisar justo hoy que no viene a almorzar - sonrió con ternura - Pobrecito, él que aprovecha el feriado para adelantar trabajo y yo tratándolo de sinvergüenza.
- La verdad que para esto no va a hacer ninguna falta su marido.

La mujer se llevó una mano a la boca con una especie de pudor.

- Ya sé que usted se va a burlar de mí, le digo porque tengo tres hijas, mire si no voy a saber lo que piensan las chicas hoy en día, pase por acá, pero qué quiere, una está chapada a la antigua. Para mí, el que resuelve las cosas en casa es mi marido, él me acostumbró así, qué quiere, me lleva quince años. Cuando nos casamos yo parecía la hija,así que imagínese, yo para él soy su ¡Cuidado!

Justo a tiempo. Un segundo más y Ana habría pisado una patineta atravesada en la puerta del comedor.

- Ay estos chicos - rezongó la mujer, como antes en el vestíbulo - Siéntese aquí, querida, así se repone - le indicó una silla ante una mesa con mantel, llena de tazas y restos de desayuno - Lo que pasa es que es el más chiquito, sabe, y el único varón, un rubio comprador - emitió una risita - El mimado de la familia, se podría imaginar.

Sé, se podía imaginar. Lo que en cambio no podía imaginarse era por qué la mujer había insistido tanto en traerla al comedor: migas por todas partes, ni un espacio como la gente para poner las planillas. La mujer pareció darse cuenta porque trajo una bandeja y empezó a vaciar la mesa.

- No sé que va a pensar de mí - dijo; Ana miró con languidez una tostada con dulce, semicomida, que la mujer estaba levantando - Lo que pasa es que, cuando una tiene una familia tan grande...

Ana llenó los encabezamientos tratando de no escuchar ¿No había cierta voracidad en estas esposas que exhibían a sus maridos y a sus hijos como una pequeña obra de arte? Terminó de escribir y observó unos segundos el ajetreo de la mujer.

- No se preocupe por la mesa, por favor ¿Le importaría mucho sentarse un momento, así terminamos de una vez con esto? Son pocas preguntas
- Ya estoy con usted - ahora la mujer recogía el mantel tratando de que no se cayesen las migas - Créame, no me gusta ver todo en desorden, lo que pasa es que con la cuestión del feriado los chicos se levantaron como a las doce. Y claro, salieron a los apurones. Llevo esto a la cocina y estoy con usted.
- Señora, por favor, todavía me queda un montón de casas para visitar y ni siquiera almorcé ¿No podríamos de una buena vez?
- Ay, hijita, soy una criminal. La tengo acá muerta de hambre y ni siquiera la convido con un bocado. Mire, vamos a hacer una cosa, hoy me plantaron todos con el almuerzo. Venga, venga conmigo a la cocina, usted me hace las preguntas y yo la invito a almorzar. Me va a hacer un favor, en serio, no estoy acostumbrada a comer sola.
- Lo que pasa, señora, es que estoy cumpliendo una función - dijo Ana, y se sintió vagamente estúpida
- Vamos, no me va a engañar a mí que podría ser su madre. Venga conmigo a la cocina, si está muerta de hambre, a mi marido y a mis chicos les encanta comer en la cocina.

¿No había deseado hasta hacía unos minutos que alguien la convidara aunque fuera con una mísera galletita? Aspiró con algo de gula el olor de la comida y se puso de pie.

La mujer caminó hasta una puerta que debía comunicar con otra habitación; la abrió y, como si hubiese visto algo inadecuado, la cerró con un portazo.

- Dios mío, la iba a hacer pasar por los dormitorios - dijo-  No me acordaba que hoy ni tendí las camas. Venga por acá - y salió por la puerta que daba al patio.
Ana se encogió de hombros y la siguió, qué le importaba al fin y al cabo. Los gritos lejanos de una mujer y la voz de un chico le llegaron desde atrás de la medianera. Los vecinos de al lado, pensó, a esta casa no le falta nada
- Todo el día gritando, ya me tienen cansada - refunfuñó la mujer; miró fugazmente a Ana y dulcificó el tono - En fin, son chicos como los míos ¿no? Lo que pasa es que una siempre ve la paja en el ojo ajeno. Vamos, entre, ésta es la cocina.

Una gran cacerola húmeda sobre la hornalla. La mujer levantó la tapa y revolvió con una cuchara de madera. Un vapor suculento se esparció por el aire.

- Venga, mire, digamé si me iba a plantar con toda esta comida, si alcanza para un regimiento - rió bonachonamente - Siempre hago de más, qué quiere, si estos en cualquier momento se me aparecen con un invitado.

Es algo así como la madre ideal, pensó Ana. Se sentó y acomodó las planillas mientras la mujer preparaba la mesa para dos y ponía la comida en una especie de sopera. Por fin trajo la sopera a la mesa y se sentó.

- Pregunte, querida, así después comemos tranquilas.

Empezó a llenar los platos. Ana tomó la lapicera.

- ¿Cuántas personas viven en la casa? - dijo, aunque, a esta altura, ni falta le hacía preguntarlo
- Nada más que nosotros - dijo la mujer con cierto orgullo - Perdón, usted querrá saber quienes somos, esas cosas. Mi marido, mis tres hijas y el nene: el benjamín - se quedó un segundo en silencio - y yo, claro ¿Le digo las edades?
- No hace falta ¿Cuantos trabajan?
- Mi marido
-¿El único?
- Ah sí, él nos mantiene a todos. Bueno, mi hija, la mayor, también trabaja, es decoradora. Pero nada más que para los gustos, eh. El padre no quería pero yo estoy con la juventud moderna.
- Si, señora, si ¿Alguno va a la escuela?

La mujer rió.

- Qué pregunta, claro. El nene, todavía en la primaria; la menor de las chicas en cuarto año normal, y la que sigue, terminando medicina. Ésa es una luz, no es porque yo sea la madre.
Ana miró de reojo el plato recién servido. París bien valía una misa ¿no?
- ¿Cuántas habitaciones tiene la casa?
-¿Qué? - la mujer se puso alerta pero después se aflojó - Ah, cinco. Cinco habitaciones
Ana echó un vistazo al patio: no parecía muy grande. En fin. Anotó el casillero: cinco. Miró a la mujer.
- Muy bien - tono de maestro que ha acabado de tomar la lección.
-¿Ya está?

Ana dejó la lapicera y corrió las planillas

- Ya está - dijo

Consideró un segundo la expresión fascinada de la mujer y decidió acercarse el plato ella misma. Inesperadamente, la mujer canturreó. Ahora parecía más joven: resplandecía.

- Así que esto era todo - murmuró como quien piensa

Ana comía. Delicioso realmente. Ahora sí, que la mujer hablara todo lo que quisiese. De su marido ejemplar y de sus tres jóvenes gracias, y del retozón rubio alegría de la familia. Por qué no, cada uno tiene su pequeño tesoro. Comiendo se sentía magnánima

- ¿Vio que no era para tanto? - dijo con tono juguetón.

La mujer sacudió la cabeza. Parecía no creer del todo en los hechos prodigiosos que acababan de ocurrir. Con timidez señalo las planillas

- Y esto ¿Adonde va? - dijo
- ¿Esto? - Ana contempló con desconfianza la pila de papeles - No sé, harán estadísticas, esas cosas.
- Estadísticas - repitió la mujer con expresión soñadora.

Pensándolo bien, mejor terminar el almuerzo enseguida e irse: antes de que la mujer empezara a hablar otra vez. "¡Te bajás de ahí inmediatamente", oyó. "No me bajo nada". Los vecinos de al lado, gente barullera realmente, tenía razón la mujer. "Bajate"

- Te digo que no me bajo nada - Más fuerte ahora, o más cercano - ¡Quiero mi patineta!

Ana miró hacia el lugar de donde venía la voz. Vio la cabeza de un chico rubio asomada sobre la medianera. "Bajate, te digo; te vas a caer"

- Como de una vez, se le va a enfriar la comida
- Quiero mi patineta - repitió el chico - ¡Amelia!
- Señorita Amelia - corrigió la vecina
- ¡Señorita Amelia! - gritó el chico - ¿Está ahí?

Ana miró a la muejer, comía con los ojos fijos en el plato

- ¡Señorita Amelia! - el chico distinguió a Ana en la cocina - ¡Eh vos! - gritó - ¿La señorita Amelia está ahí?

Ana observó a la mujer; seguía concentrada en su plato.

- Escucheme - dijo con rabia - preguntan por la señorita Amelia ¿No oyó?
- Y a mí qué me dice - dijo la mujer - ¿Se cree que estoy obligada a conocer a todo el barrio?
- Sé buena - dijo el chico - Yo se la presté porque me dijo que era para su sobreino, pero ahora mi mamá me dice que esa no tiene ni sobrinos ni nada. Vos no serás el sobrino ¿no? - se rió, encantado con su chiste; la vecina murmuró algo incomprensible - Y ahora me bajo porque me matan; chau, si la ves a la señorita Amelia, ya sabés.

Y como un actor que ha concluido su parte, el chico, su cabeza rubia, desapareció de la medianera.

- ¿Ya terminó?

Ana giró la cabeza sobresaltada. De pie junto a ella estaba la mujer. La cualidad de derramarse que antes parecía rodearla como un aura había desaparecido de su cara y de su cuerpo.

Se llevó los platos y la sopera. Con minuciosidad, con firmeza, fue arrojando la comida que quedaba en el tacho de basura.Tanto trabajo para esto, pensó Ana. Se acordó de las seis tazas sucias, se acordó de la tostada comida a medias, y tuvo ganas de escaparse corriendo de allí

- ¿Postre?

La cara inexpresiva vuelta hacia ella. Como si ferozmente la mujer se estuviera obligando a cumplir su tarea hasta el final.

- No gracias, tengo que irme.

Se puso de pie y juntó sus cosas. La mujer levantó apenas el brazo.

- ¿Esto ya no...?

Se interrumpió. Ana reparó en la mano señalando con miedo las planillas:

- Esto queda como está - dijo en voz muy baja

Sólo un instante la mujer recuperó la cualidad que antes la había alumbrado.

- Gracias- dijo el movimiento de sus labios.

Después, en silencio, guió a Ana hasta la salida. No contestó a su saludo de despedida ni la miró. Esperó a que saliera, dio un golpe seco y, con dos vueltas de llave, cerró bien cerrada la puerta cancel.

domingo, 23 de septiembre de 2012

Charlie y la fábrica de chocolate - Cap. XXV y XXVI - Roald Dahl

Viene de "Charlie y la fábrica de chocolate - Cap. XXIII y XXIV - Roald Dahl"






 XXV

El gran ascensor de cristal


—¡Nunca he visto nada como esto! —gritó el señor Wonka— ¡Los niños están desapareciendo como conejos! ¡Pero no debéis preocuparon! ¡Todos volverán a aparecer!

El señor Wonka miró al pequeño grupo que estaba junto a él en el corredor. Ahora sólo quedaban dos niños, Mike Tevé y Charlie Bucket. Y tres adultos, el señor y la señora Tevé y el abuelo Joe.

—¿Seguimos adelante?—dijo el señor Wonka.
—¡Oh, sí! —gritaron al unísono Charlie y el abuelo Joe.
—Me están empezando a doler los pies —dijo Mike Tevé—. Yo quiero ver televisión.
—Si estás cansado, será mejor que cojamos el ascensor —dijo el señor Wonka—. Está aquí. ¡Vamos! ¡Adentro! 

Cruzó el pasaje en dirección a una puerta de dos hojas. Las puertas se abrieron. Los dos niños y los mayores entraron.
—Muy bien —exclamó el señor Wonka—, ¿cuál de los botones apretaremos primero? ¡Podéis escoger!
Charlie Bucket miró asombrado a su alrededor. Este era el ascensor más extraordinario que había visto nunca. ¡Había botones por todas partes! ¡Las paredes, y aun hasta el techo, estaban cubiertos de filas y filas de botones negros! ¡Debía haber unos mil botones en cada una de las paredes, y otros tantos en el techo! Y ahora Charlie se percató de que cada uno de los botones tenía a su lado un diminuto cartelito impreso diciendo a qué sección de la fábrica sería uno conducido si lo apretaba.  

—¡Este no es un ascensor ordinario de los que van hacia arriba y hacia abajo! —anunció  orgullosamente el señor Wonka—. Este ascensor puede ir de costado, a lo largo y en diagonal, y en cualquier otra dirección que se os ocurra. ¡Puedo visitar con él cualquier sección de la fábrica, no importa dónde esté! ¡Simplemente se aprieta un botón y... zing... se parte!

—¡Fantástico!—murmuró el abuelo Joe. Sus ojos brillaban de entusiasmo contemplando las filas y filas de botones.
—¡El ascensor entero está hecho de grueso cristal transparente! —declaró el señor Wonka—. ¡Las paredes, las puertas, el techo, el suelo, todo está hecho de cristal para poder ver el exterior!
—Pero no hay nada que ver —dijo Mike Tevé.
—¡Escoged un botón! —dijo el señor Wonka.
Los dos niños pueden apretar un botón cada uno. De modo que decidios. ¡De prisa! Algo delicioso y maravilloso se está preparando en cada una de las secciones.

Rápidamente, Charlie empezó a leer algunas de las inscripciones que había junto a cada botón.

MINAS DE CARAMELO. 300 METROS DE PROFUNDIDAD, decía en una de ellas. PISTAS DE PATINAJE HECHAS DE LECHE DE COCO CONGELADA, decía en otra.

Luego... PISTOLAS DE AGUA DE ZUMO DE FRUTAS. 

ARBOLES DE MANZANAS DE CARAMELO PARA PLANTAR EN SU JARDIN. TODOS LOS TAMAÑOS. 

CARAMELOS EXPLOSIVOS PARA SUS ENEMIGOS.

CHUPA—CRUPS LUMINOSOS PARA COMER DE NOCHE EN LA CAMA.

CARAMELOS DE MENTA PARA SU RIVAL AMOROSO. LE DEJAN LOS DIENTES VERDES DURANTE UN MES ENTERO. 

CARAMELOS PARA RELLENAR LAS CARIES. NO MAS DENTISTAS.

CARAMELOS DE GOMA CON PEGAMENTO PARA PADRES QUE HABLAN DEMASIADO.

CARAMELOS SALTARINES QUE SE MUEVEN DELICIOSAMENTE DENTRO DEL ESTOMAGO DESPUES DE TRAGARLOS.
CHOCOLATINAS INVISIBLES PARA COMER EN CLASE.

LAPICES PARA CHUPAR RECUBIERTOS DE CARAMELO.

PISCINAS DE LIMONADA GASEOSA.

CHOCOLATE MAGICO. CUANDO SE TIENE EN LA MANO SE SABOREA EN LA BOCA.

GRAGEAS DE ARCO IRIS. AL CHUPARLAS SE PUEDE ESCUPIR EN SEIS COLORES DIFERENTES.
—¡Vamos, vamos! —gritó el señor Wonka—. ¡No tenemos todo el día!
—¿No hay una Sala de Televisión entre todo esto? —preguntó Mike Tevé.
—Claro que hay una sala de televisión —dijo el señor Wonka—. Es aquel botón de allí —añadió, señalando con el dedo. Todos lo miraron.
CHOCOLATE DE TELEVISION, decía en el pequeño cartelito junto al botón.

—¡Vivaaa! —gritó Mike Tevé—. ¡Eso es para mí!
—Alargó el dedo índice y apretó el botón.

Instantáneamente se oyó un tremendo zumbido. Las puertas se cerraron de golpe y el ascensor pegó un salto como sí lo hubiese picado una avispa. ¡Pero saltó hacia un lado! Y todos los pasajeros (excepto el señor Wonka, que se había cogido a un agarradera que colgaba del techo) se cayeron al suelo.
—¡Levantaos, levantaos! —gritó el señor Wonka, riendo a carcajadas.

Pero justo en el momento en que todos empezaban a ponerse de pie, el ascensor cambió de dirección y torció violentamente una esquina. Y otra vez se fue al suelo todo el mundo.

—¡Socorro!—gritó la señora Tevé.
—Deme la mano, señora —dijo galantemente el señor Wonka—. ¡Ya está! Y ahora cójase a esta agarradera. Que todos se cojan a una agarradera. ¡El viaje aún no ha terminado!

El anciano abuelo Joe se puso trabajosamente de pie y se cogió a una de las agarraderas. El pequeño Charlie, que no alcanzaba a llegar tan alto, se cogió a las piernas del abuelo Joe y se mantuvo firmemente aferrado.
El ascensor corría a la velocidad de un cohete. Ahora estaba empezando a subir. Subía a toda velocidad por una empinada cuesta como si estuviese escalando una escarpada colina. Y de pronto, como si hubiese llegado a lo alto de la colina y se hubiese caído por un precipicio, el ascensor cayó como una piedra, y Charlie sintió que su estómago se le subía a la garganta, y el abuelo Joe gritó:

—¡Yiipii! ¡Allá vamos!
Y la señora Tevé chilló:
—¡Las cuerdas se han roto! ¡Nos vamos a estrellar!
Y el señor Wonka dijo:
—Cálmese, mi querida señora —y le dio unas reconfortantes palmaditas en el brazo.

Y entonces el abuelo Joe miró a Charlie, que seguía aferrado a sus piernas, y le dijo:

—¿Estás bien, Charlie?
Charlie gritó:
—¡Me encanta! ¡Es como una montaña rusa!
Y a través de las paredes de cristal del ascensor, a medida que éste avanzaba a toda marcha, pudieron ver fugazmente las cosas extrañas y maravillosas que se sucedían en las diferentes secciones:
Una enorme fuente de la que brotaba una mezcla untuosa de color caramelo...

Una alta y escarpada montaña hecha enteramente de turrón, de cuyas laderas un grupo de Oompa-Loompas (atados unos a otros para no caerse) partían grandes trozos con picos y azadas...

Una máquina de la que salía una nube de polvo blanco como una tormenta de nieve...

Un lago de caramelo caliente del que se elevaba una nube de vapor...

Un poblado de Oompa-Loompas, con calles y casitas diminutas, y cientos de niños Oompa-Loompas de no más de ocho centímetros de altura jugando en las calles...

Y ahora el ascensor empezó a nivelarse otra vez, pero parecía ir más de prisa que nunca, y Charlie podía oír fuera el silbido del viento a medida que el ascensor corría hacia adelante... y torcía hacia un lado... y hacia otro... y subía... y bajaba... y... 

—¡Voy a ponerme mala! —gritó la señora Tevé, poniéndose verde.
—Por favor, no haga eso —dijo el señor Wonka.
—¡Intente detenerme! —dijo la señora Tevé.
—Entonces será mejor que coja esto —dijo el señor Wonka, y se quitó la magnífica chistera que llevaba en la cabeza y la puso boca abajo frente a la señora Tevé.
—¡Haga detener este horrible aparato! —ordenó el señor Tevé.
—No puedo hacer eso —dijo el señor Wonka.

No se detendrá hasta que no lleguemos allí. Lo único que espero es que nadie esté utilizando el otro ascensor en este momento. 

—¿Qué otro ascensor?—chilló la señora Tevé.
—El que va en dirección opuesta en el mismo riel que éste —dijo el señor Wonka.
—¡Santo cielo! —gritó el señor Tevé—. ¿Quiere usted decir que podemos chocar?
—Hasta ahora siempre he tenido suerte —dijo el señor Wonka.
—¡Ahora sí que voy a ponerme mala! —gimió la señora Tevé.
—¡No, no! —dijo el señor Wonka—. ¡Ahora no! ¡Casi hemos llegado! ¡No estropee mi sombrero! 

Un momento más tarde se oyó un chirrido de frenos y el ascensor empezó a aminorar la marcha. Luego se detuvo completamente.
—¡Vaya viajecito! —dijo el señor Tevé, secándose el sudor de la frente con un pañuelo. 
—¡Nunca más! —jadeó la señora Tevé.
Y entonces se abrieron las puertas del ascensor y el señor Wonka dijo:

—¡Un momento! ¡Escuchadme todos! Quiero que todo el mundo tenga mucho cuidado en esta habitación. Hay aquí aparatos muy peligrosos y nadie debe tocarlos.

XXVI

La sala de chocolate de televisión

La familia Tevé, junto con Charlie y el abuelo Joe, salieron del ascensor a una habitación tan cegadoramente brillante y tan cegadoramente blanca que fruncieron sus ojos de dolor y dejaron de caminar. El señor Wonka les entregó un par de gafas negras a cada uno y dijo:

—¡Poneos esto, de prisa! ¡Y no os las quitéis aquí dentro! ¡Esta luz podría cegaros!

En cuanto Charlie se hubo puesto las gafas negras, pudo mirar cómodamente alrededor. Lo que vio fue una habitación larga y estrecha. La habitación estaba toda pintada de blanco. Hasta el suelo era blanco, y no había una mota de polvo por ningún sitio. Del techo colgaban unas enormes lámparas que bañaban la habitación con una brillante luz blanco—azulada. La habitación estaba completamente desnuda, excepto a ambos extremos. En uno de estos extremos había una enorme cámara sobre ruedas, y un verdadero ejército de Oompa-Loompas se apiñaba a su alrededor, engrasando sus mecanismos y ajustando sus botones y limpiando su gran lente de cristal. Los Oompa-Loompas estaban vestidos de una manera extraña. Llevaban trajes espaciales de un color rojo brillante —al menos parecían trajes espaciales—, cascos y gafas, y trabajaban en el más completo silencio.

Mirándoles, Charlie experimentó una extraña sensación de peligro. Había algo peligroso en todo este asunto, y los Oompa-Loompas lo sabían. Aquí no cantaban ni hablaban entre ellos, y se movían alrededor de la enorme cámara negra lenta y cautelosamente con sus rojos trajes espaciales.

En el otro extremo de la habitación, a unos cincuenta pasos de la cámara, un único Oompa-Loompa (vistiendo también un traje espacial) estaba sentado ante una mesa negra mirando la pantalla de un enorme aparato de televisión. 

—¡Aquí estamos! —gritó el señor Wonka, saltando de entusiasmo—. Esta es la Sala de Pruebas de mi último y más grande invento: ¡el Chocolate de Televisión!  
—Pero ¿qué es el Chocolate de Televisión? — preguntó Mike Tevé.
—¡Por favor, niño, deja de interrumpirme! —dijo el señor Wonka—. Funciona por televisión. Personalmente, no me gusta la televisión. Supongo que no está mal en pequeñas dosis, pero los niños nunca parecen poder mirarla en pequeñas dosis. Se sientan delante de ella todo el día mirando y mirando la pantalla...
—¡Ese soy yo! dijo Mike Tevé.
—¡Cállate! —dijo el señor Tevé.
—Gracias —dijo el señor Wonka—. Y ahora os diré cómo funciona este asombroso aparato de televisión. Pero, en primer lugar, ¿sabéis cómo funciona la televisión ordinaria? Es muy simple. En uno de los extremos, donde se está filmando la imagen, se sitúa una gran cámara de cine y se empieza a fotografiar algo. Las fotografías son entonces divididas en millones de diminutas piezas, tan pequeñas que no pueden verse, y la electricidad envía estas diminutas piezas al cielo. En el cielo empiezan a volar sin orden ni concierto hasta que de pronto se encuentran con la antena que hay en el techo de alguna casa. Entonces descienden por el cable que comunica directamente con el aparato de televisión, y allí son ordenadas y organizadas hasta que al fin cada una de esas diminutas piececitas encuentra su sitio apropiado (igual que un rompecabezas), y ¡presto! la fotografía aparece en la pantalla... 


—No es así como funciona exactamente —dijo Mike Tevé.
—Soy un poco sordo de la oreja izquierda —dijo el señor Wonka—. Tendrás que perdonarme si no oigo todo lo que dices.
—¡He dicho que no es así como funciona exactamente! —gritó Mike Tevé.
—Eres un buen chico —dijo el señor Wonka—, pero hablas demasiado. ¡Y bien! La primera vez que vi como funcionaba la televisión ordinaria tuve una fantástica idea. «¡Oídme bien!», grité, «si esta  gente puede desintegrar una fotografía en millones de trocitos y enviar estos trocitos a través del espacio y luego volver a ordenarlos en el otro extremo, ¿por qué no puedo yo hacer lo mismo con una chocolatina? ¿Por qué no puedo enviar una chocolatina a través del espacio en diminutos trocitos y luego ordenar los trocitos en el otro extremo listos para comer?»
—¡Imposible! —gritó Mike Tevé.
—¿Te parece? —gritó el señor Wonka—. ¡Pues bien, mira esto! ¡Enviaré ahora una barra de mi mejor chocolate de un extremo a otro de la habitación por televisión! ¡Preparaos! ¡Traed el chocolate!

Inmediatamente, seis Oompa-Loompas aparecieron llevando sobre los hombros la barra de chocolate más enorme que Charlie había visto nunca. Era casi tan grande como el colchón sobre el que él dormía en casa. 

—Tiene que ser grande —explicó el señor Wonka—, porque cuando se envía algo por televisión siempre sale mucho más pequeño de lo que era cuando entró. Aun con la televisión ordinaria, cuando se fotografía a un hombre de tamaño normal, nunca sale en la pantalla más alto que un lápiz, ¿verdad? ¡Allá vamos entonces!¡Preparaos! ¡No, no! ¡Alto! ¡Detened todo! ¡Tú!¡Mike Tevé! ¡Atrás! ¡Estás demasiado cerca de lacámara! ¡De ese aparato salen unos rayos muy peligrosos! ¡Podrían dividirte en millones detrocitos en un segundo! ¡Por eso los Oompa-Loompasllevan trajes espaciales! ¡Los trajes les protegen! ¡Muy bien! ¡Así está mejor! ¡Adelante!¡Encended!

Uno de los Oompa-Loompas agarró un gran conmutador y lo pulsó hacia abajo. Hubo un relámpago cegador.

—¡El chocolate ha desaparecido! —gritó el abuelo Joe agitando los brazos.

¡Y tenía razón! ¡La enorme barra de chocolate había desaparecido completamente!

 —¡Ya está en camino! —gritó el señor Wonka—. Ahora está volando por el espacio encima de nuestras cabezas en un millón de diminutos trocitos. ¡De prisa! ¡Venid aquí! —corrió hacia el otro extremo de la habitación donde estaba el gran aparato de televisión, y los demás le siguieron—. ¡Observad la pantalla! —gritó—. ¡Aquí viene! ¡Mirad!

La pantalla parpadeó y se encendió. Entonces, de pronto, una pequeña barra de chocolate apareció en el centro de la pantalla. 

—¡Cogedla! —gritó el señor Wonka, cada vez más excitado.
—¡Cómo vamos a cogerla? —preguntó riendo Mike Tevé—. ¡Es sólo una imagen en una pantalla de televisión!
—¡Charlie Bucket! —gritó el señor Worika—. ¡Cógela tú! ¡Alarga la mano y cógela!

Charlie alargó la mano y tocó la pantalla, y de pronto, milagrosamente, la barra de chocolate apareció entre sus dedos. Su sorpresa fue tan grande que casi la dejó caer.


—¡Cómetela! —gritó el señor Worika——. ¡Vamos, cometela! ¡Será deliciosa! ¡Es la misma chocolatina! ¡Se ha vuelto más pequeña durante el viaje, eso es todo!
—¡Es absolutamente fantástico! —exclamó el abuelo Joe—. ¡Es... es... es un milagro!
—¡Imaginaos! —gritó el señor Wonka—. Cuando empiece a utilizar esto a lo largo del país... Estaréis en vuestra casa mirando la televisión y de pronto aparecerá un anuncio en la pantalla y una voz dirá, «¡COMED LAS CHOCOLATINAS DE WONKA! ¡SON LAS MEJORES DEL MUNDO! ¡SI NO LO CREEIS, PROBAD UNA AHORA MISMO...!» ¡Y lo único que tendréis que hacer es alargar la mano y cogerla! ¿Qué os parece, eh?
—¡Magnífico! —gritó el abuelo Joe—. ¡Cambiará el mundo!





Continúa leyendo esta historia en "Charlie y la fábrica de chocolate - Cap XXVII y XXVIII - Roald Dahl"

La ley de alquileres - Enrique Wernicke


Si hay algo que siempre me gustó de este cuento de Enrique Wernicke, fue la forma de mostrar nuestras miserias humanas. Al igual que "Maravillas", presenta una crítica política y social que puede o no gustar a algunas personas, pero el relato es imperdible.
Los dejo con "La ley de alquileres" (1958)
Espero que les guste :D






 La ley de alquileres

Enrique Wernicke


 Había tenido una vida fácil porque sus ambiciones y sus gustos no llegaban a sobrepasar exageradamente sus posibilidades. Ganaba un sueldo mediano en una compañía exportadora y su mujer otro mucho más modesto en una escuela del Estado. Con eso vivían, iban al cine, compraban sus ropas a crédito y, cada dos años, veraneaban quince días en Mar del Plata. Con eso y algo más:la Ley de Alquileres. Porque la relativa holganza de sus vidas la debían a una buena salud de la pareja (¡los remedios salen una fortuna!) y al risible alquiler que pagaban por el departamento.

Aquella ley les había caído del cielo al poco tiempo de casarse. En aquel entonces, él aún tenía esperanzas de progresar económicamente y con un poco de audacia y mucha fatuidad resolvió alquilar un departamento que hasta resultó demasiado lujoso para una pareja de recién casados.

Al poco tiempo, algunas contrariedades en la oficina y el aumento del costo de vida lo hicieron arrepentirse de su optimismo. Pensó en mudarse a una vivienda más modesta. Pero la aparición de la ley y la obligada rebaja que ésta impuso, cambiaron el panorama.

Luego, los años continuaron favoreciéndole. Al cabo de una década, su departamento parecía lujoso y la suma que pagaban por su alquiler, una cosa ridícula.

Él gozaba con esta situación. Es más, era el único goce auténtico que tenía, porque en los otros aspectos de su vida la suerte no lo había ayudado.Había perdido el pelo prematuramente y su mujer, a raíz de ciertas fallas glandulares, engordó desproporcionadamente.

Los negocios, por otra parte, no habían adelantado en ningún sentido.Pero en cambio, las dificultades de la época, el transporte, la carestía, elclima político, acabaron con los simples placeres de la pareja y convirtieronsu existencia en una serie de horas tristes y monótonas.

Pero estaba la Ley de Alquileres. Y ésa era su revancha.

Le gustaba invitar amigos a su casa. Tenía espacio de sobra. Podían jugar al póquer en el living mientras las mujeres chismorreaban en el "cuarto de vestir" (un segundo dormitorio destinado al hijo que nunca llegó). Y podían seguir jugando mientras las mujeres ponían la mesa porque el living era enorme,tan enorme que los amigos siempre repetían una misma pregunta asombrada:

—Pero, ¿cuánto pagás por todo esto?

Y entonces, con una satisfacción casi sexual, él respondía:

—¡Caéte! ¡Cien pesos!

Las exclamaciones admiradas de sus invitados le sonaban como aplausos.Se revolvía en su asiento, guiñaba los ojos y sacudía la cabeza sobradoramente.

Es que la Ley de Alquileres era ya una cosa suya y en cierta forma la sentía obra personal, como un triunfo logrado por su esfuerzo y su talento.

Horas después recordaba la escena con su mujer.

—¿Notaste la cara que puso Fulano?
—¿Y su mujer?

Reían como locos. Pero, luego, piadosamente, agregaban:

—¡Qué envidia, los pobres!
—Y bueno, che... ¡Qué vas a hacer!

Ya en la cama, en el silencio grave del departamento, el hombre reía unavez más para sí.

—¡Basta, che! —decía su mujer. Y a su vez, se echaba a reír.

Se dormían felices. Y él roncaba silbando.

La caída de Perón lo sorprendió agradablemente. Pocos días antes, en la oficina, le habían confiado una comisión extraordinaria y con tal motivo había tenido un entredicho con el delegado del sindicato. Los sucesos le ofrecían un desquite mezquino, de modo que fue de los primeros en abandonar el escritorio para salir a la calle gritando:

—¡Libertad, libertad!

Ya en su casa, tomando un vino de marca al que no estaba habituado,comentaba con su mujer las novedades y terminaba con aquellas palabras tan oídas:

—Ahora vas a ver. Me las van a pagar.

No se refería concretamente a tal o cual persona. Pero su obtuso cerebro adivinaba la formación de un clima de venganza, donde todos sus pequeños odios y frustraciones iban a tener una suerte de satisfacción. Por un tiempo se olvidó de la Ley de Alquileres. Los comentarios cotidianos y la exaltación delas crónicas periodísticas le dieron tema para muchos pensamientos. A veces,con una exageración que antes no tenía, hablaba de "fusilar a los traidores" y otras de limpiar al país de "tanto negro". Y todavía le duraba la euforia cuando un día, al abrir el diario de la tarde, se enteró de que estaban por modificar la Ley de Alquileres.

El golpe fue brutal. Un palo en la cabeza. Casi se descompuso en el subterráneo. La noticia le revolvió las tripas. Y toda su nueva personalidad de ciudadano democrático y defensor de libertades se vino al suelo estrepitosamente.

Cuando llegó a su casa, temblaba. Su mujer se asustó y lo llevó a la cama. Él la dejó hacer, pero cuando estuvo entre las sábanas, tuvo un ataque de rabia y a patadas apartó las cobijas y se puso a gritar.

Recién al rato, entre lágrimas de su mujer, consiguió hablar coordinadamente y explicar lo que sucedía.

—¡Nos revienta! ¿Comprendés? —gritó después de darle a leer el diario—.¡El dueño se vengará de nosotros! ¡Nos echarán a la calle! Y...

La furia le impidió continuar. Cayó en la cama y se puso a llorar.

La mujer lo atendió como pudo. Le dio una aspirina y corrió a prepararle un tecito de tilo. Y ya en la cocina, mientras esperaba que hirviera el agua,se dijo, con mucho tino, que los hechos no eran tan graves. No podía ser semejante cosa. Si los temores de su marido se cumplían, medio país iba aquedar sin vivienda. No podía ser...

Y repitiéndose estos conceptos llevó el té a su marido. Y pretendió hacerlo entrar en razón.

Entonces fue la locura.

El hombre le tiró el té por la cabeza y gritó como un energúmeno.

—¡Pero pedazo de idiota! ¿No comprendés? ¡Es la venganza de la oligarquía! ¡Es el golpe mortal a los trabajadores! ¡Es la miseria! Es...

Siguió gritando. Y sin darse cuenta hizo la más grotesca y exaltada defensa del acabado régimen peronista.

A partir de ese día la vida del hombre sufrió una total transformación.Ya no fue un ciudadano democrático, ni un revanchista, ni nada. Fue un pobre infeliz, una rata aterrorizada que cada tanto chillaba histéricamente defendiendo actitudes incomprensibles y pontificando sobre la vida del pueblo.Porque odiaba a los "libertadores" pero los temía. Y en cuanto al peronismo, adivinaba que había terminado como etapa histórica y que era al "cuete" añorar el tiempo ido.

La angustia desvió su vida por caminos inusitados. Primero lo apartó delos amigos, en los que creyó adivinar un goce por su desgracia. Después lo enfermó del hígado. Y por último, como una consecuencia de la mala salud y soledad, le dio por las preocupaciones sociales.

Su único confidente era su mujer, pero como ella no lo seguía en sus razonamientos era común que pelearan.

—¡Sos una bestia! ¡No entendés! —le gritaba.

Y cuando ella aceptaba el hecho llorando, él proseguía:

—El país vive la crisis más grande de su historia... Pero el pueblo se levantará defendiendo sus conquistas... Y llegará el día en que el gobierno sea nuestro... Y... Y...

Y siempre terminaba con la afirmación rotunda de que "nadie iba a echarlo de su casa". Hablaba de tiros y de horcas y por fin bebía abundantemente el vino que le servía su mujer con tal de apagar su desesperación.

Pero fue mas lejos: llegó hasta conversar con un comunista y de las claras y tranquilas explicaciones que le dieron, sacó en conclusión que el departamento era suyo y que nadie tenía derecho a sacárselo. Pero se le quedaron pegadas algunas frases del camarada y las repitió intuyendo que "ayudaban a su causa".

Y entonces, por primera vez habló del monstruoso problema de las villas miserias, de la situación de la clase obrera, del drama de la juventud. Y se pareció a esos apóstoles podridos de madera tallada, que ilustran las capillas coloniales del Paraguay.

Se convirtió en un asco. Un recipiente que contenía lo más inmundo de un egoísta.

Compró diarios opositores. Leyó las leyes que voceaban en Florida. Husmeó buscando una salida. Hizo de todo: mintió, simuló, rogó. Y rompió lo único bueno que había tenido en su vida: la amistad de su mujer.

En el empleo, lo dejaban vivir.

Y los porteños, generosos como son, le perdonaban sus extravíos.

Termino esta historia y aún no se conoce la reglamentación de la Nueva Ley de Alquileres. No sé qué va a pasar con nuestro personaje y su lujoso departamento. ¡Pero de cualquier modo, si lo echan que reviente!