Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

domingo, 29 de noviembre de 2015

Estabilidad - Philip K. Dick

Hoy publicaré un cuento de ciencia ficción ya que hace rato no lo hago. Y para ello elegí "Estabilidad" de Philip K. Dick, un relato publicado en 1947, esto es, cuando Philip K. Dick tenía 19 años... Hoy justo reflexionaba sobre la esclavitud moderna. Hay una frase de G. I. Gurdjieff:

"La cultura contemporánea requiere autómatas. Una cosa es muy cierta, la esclavitud del hombre crece y aumenta. El hombre se ha convertido en un esclavo voluntario que ya no necesita cadenas. Él comienza a encariñarse con su esclavitud y hasta a estar orgulloso de ello; esto es lo más terrible que puede sucederle a un hombre ".

Que "Divergente" si "Insurgente" ni etc...






ESTABILIDAD


Robert Benton desplegó lentamente sus alas, las agitó varias veces y se elevó con majestuosidad desde el tejado hacia las tinieblas.

La noche lo engulló al instante. Bajo él, centenares de diminutos puntos de luz indicaban otros tantos tejados desde los que otras personas le imitaban. Una forma violácea flotó a su lado y luego desapareció en la negrura. Benton, sin embargo, no se sentía inclinado a entablar carreras nocturnas. La forma violácea se acercó de nuevo con un balanceo invitador. Benton la rechazó desdeñosamente y aleteó en busca de una zona más alta.

Al cabo de un rato descendió y se dejó arrastrar por corrientes de aire que ascendían desde la ciudad que se extendía a sus pies, la Ciudad de la Luz. Una sensación maravillosa y excitante le invadió. Hizo entrechocar sus enormes y blancas alas, atravesó con frenética alegría las nubes que circulaban en dirección contraria, se sumergió en la puerta invisible del inmenso cuenco negro en el que volaba y, por fin, bajó hacia las luces de la ciudad, pues su tiempo libre terminaba.

Una luz más brillante que las otras parpadeaba al fondo: la Oficina de Control. Se dirigió hacia ella lanzando su cuerpo como una flecha, con las alas blancas recogidas. Su trayectoria dibujó una perfecta línea recta. Extendió las alas a unos treinta metros de la luz, se afianzó en el aire y se posó en una terraza elevada.

Benton empezó a caminar hasta que una luz se encendió y encontró el camino de la puerta de entrada guiado por su resplandor. La puerta se abrió hacia dentro al presionarla con las yemas de los dedos y Benton entró. Empezó a bajar al instante, cada vez a mayor velocidad. El diminuto ascensor se paró de repente y Benton se introdujo en el despacho del Controlador.

—Hola —dijo el Controlador—, sácate las alas y siéntate.

Benton obedeció. Las plegó cuidadosamente y las colgó en uno de los ganchos clavados en la pared. Seleccionó la mejor silla y avanzó con decisión hacia ella.

—Ah —sonrió el Controlador—, veo que aprecias la comodidad.
—Bueno —respondió Benton—, no quiero desperdiciar la ocasión.

El Controlador dejó vagar su mirada más allá del visitante, a través de las paredes de plástico transparente. Al otro lado se extendían, hasta perderse de vista, los apartamentos más grandes de la Ciudad de la Luz. Todos eran...

—¿Para qué quería verme? —le interrumpió Benton.

El Controlador tosió y sacudió unas hojas de papel metálico.

—Como ya sabes, Estabilidad es el lema. La civilización ha ido avanzando durante siglos, especialmente desde el veinticinco. Sin embargo, es ley natural que la civilización deba avanzar o retroceder; no puede permanecer inerte.
—Lo sé —dijo Benton asombrado—. También sé la tabla de multiplicar. ¿Me la va a recitar?

El Controlador no le hizo caso.

—Sin embargo, hemos quebrantado esta ley. Hace cien años...

¡Cien años! Parecía ayer cuando Eric Freidenburg, de los Estados de la Alemania Libre, se puso de pie en la Cámara del Consejo Internacional y anunció a los delegados reunidos que la humanidad había alcanzado por fin su cota más alta. Progresar más era imposible. Sólo se habían consignado dos grandes inventos en los últimos años. Después se habían dedicado a contemplar las grandes gráficas y diagramas hasta ver desaparecer las líneas por la parte inferior. El gran pozo del ingenio humano se había secado, y por eso Eric se irguió y dijo lo que todos sabían, pero no se atrevían a decir. Por supuesto, desde que se había hecho público de manera formal, el Consejo se vio obligado a trabajar para solucionar el problema.

Se estudiaron tres soluciones. Una parecía más humana que las otras dos. Fue la que se adoptó. Era...

¡La Estabilización!

Hubo muchos problemas cuando llegó a oídos de la gente. Estallaron disturbios en las principales capitales. La Bolsa se vino abajo y la economía de muchos países quedó fuera de control. Los precios de los alimentos se encarecieron y la mayor parte de la población padeció hambre. Se declaró la guerra... ¡por primera vez en trescientos años! Pero la Estabilización había empezado. Los disidentes fueron eliminados y los radicales desterrados. Fue duro y cruel, pero no había otra posibilidad. El mundo, por fin, se plegó a un estado inflexible, un estado controlado que no admitía cambios: ni adelantos ni retrocesos.

Todos los habitantes eran sometidos cada año a un difícil examen de una semana de duración para determinar si se apartaban o no de la norma. Los jóvenes recibían una educación intensiva de quince años. Los que no podían situarse al mismo nivel de los demás simplemente desaparecían. Los inventos eran estudiados minuciosamente por Oficinas de Control para asegurarse de que no podían perturbar la Estabilidad. Ante la menor posibilidad...

—Y por eso no podemos permitir el uso de tu invento —explicó el Controlador a Benton—. Lo siento.

Observó a Benton, le vio sobresaltarse, palidecer. Las manos le temblaban.

—Vamos —dijo con dulzura—, no te lo tomes así; puedes hacer otras cosas. Después de todo, no hay peligro de destierro.

Benton se limitaba a mirarle fijamente:

—Pero usted no lo comprende —dijo al fin —; no he inventado nada. No sé de qué me habla.
—¡Que no has inventado nada! —exclamó el Controlador—. ¡Si yo estaba presente el día que lo trajiste! ¡Vi cómo firmabas la declaración de propiedad! ¡Me entregaste el modelo a mí!

Miró a Benton. Luego apretó un botón de su escritorio y habló frente a un pequeño círculo luminoso.

—Envíeme el expediente número tres, cuatro, cinco, cero, cero, D, por favor.

Un tubo apareció al cabo de un momento en el círculo luminoso. El Controlador levantó el objeto cilíndrico y se lo pasó a Benton.

—Aquí tienes tu declaración firmada con tus huellas dactilares impresas en los lugares correspondientes. Sólo tú pudiste dejarlas.

Benton abrió el tubo como atontado y extrajo unos papeles del interior. Los examinó unos instantes, los volvió a colocar lentamente dentro del tubo y lo tendió al Controlador.

—Sí —dijo—, es mi letra, y no cabe duda de que son mis huellas digitales, pero sigo sin comprenderlo, jamás he inventado nada y nunca estuve aquí antes. ¿Cuál es el invento?
—¿Cuál es? —repitió el Controlador boquiabierto—. ¿No lo sabes?
—No, no lo sé.
—Bien, si quieres averiguarlo tendrás que bajar a las Oficinas. Lo único que puedo decirte es que los planos que nos enviaste no merecieron la aprobación de la Junta de Control. Yo sólo soy un portavoz. Tendrás que vértelas con ellos.

Benton se levantó y caminó hacia la puerta. Se abrió al simple contacto de sus dedos, como la anterior, y él entró en las Oficinas de Control. Antes de que la puerta se cerrara a su espalda, el Controlador le advirtió severamente:

—¡Ignoro lo que estás tramando, pero ya conoces el castigo por alterar la Estabilidad!
—Temo que la Estabilidad ya esté alterada —respondió Benton, y prosiguió su camino.

Las oficinas eran gigantescas. Desde la plataforma en la que estaba situado podía ver un millar de hombres y mujeres que manipulaban eficientes y zumbantes máquinas. Dentro de las máquinas, un alimentador distribuía montones de tarjetas. Muchos de los empleados trabajaban en escritorios, mecanografiando informes, trazando gráficas, descartando tarjetas y descifrando mensajes en clave. Los asombrosos diagramas que colgaban de las paredes eran reemplazados sin cesar. Hasta el aire parecía haberse contagiado de la vitalidad del trabajo, el zumbido de las máquinas el teclear de los mecanógrafos y el murmullo de las voces que daban lugar a un único, apacible y satisfecho sonido. Y esta inmensa maquinaria, que costaba una fortuna mantener en funcionamiento, tenía un nombre: ¡Estabilidad!

Aquí residía lo que había hecho del mundo un todo indivisible. Esta sala, estos esforzados trabajadores, el hombre insensible que agrupaba tarjetas en la pila etiquetada «para exterminar» funcionaban al unísono como una gran orquesta sinfónica. Un error, un retraso, y toda la estructura se tambalearía. Pero nadie fallaba. Nadie se detenía ni vacilaba. Benton bajó por una escalerilla hasta el mostrador de información.

—Déme toda la información sobre un invento entregado por Robert Benton, tres, cuatro, cinco, cero, cero, D —pidió al empleado, que asintió y abandonó el mostrador.

Al cabo de escasos minutos regresó con una caja metálica.

—Contiene los planos y un modelo a escala reducida del invento —explicó.

Puso la caja sobre el mostrador y la abrió. Benton echó un vistazo al contenido. Una pequeña maqueta de una maquinaria muy compleja descansaba en el centro, sobre un grueso montón de hojas metálicas cubiertas de diagramas.

—¿Puedo llevármelo? —preguntó Benton.

—Siempre que sea usted el propietario —replicó el empleado.

Benton le enseñó su tarjeta de identificación. El empleado la examinó y la cotejó con los datos del invento. Por fin dio su aprobación, Benton cerró la caja, la cogió y salió a toda prisa del edificio por una puerta lateral.

Desembocó en una de las calles subterráneas más anchas, en la cual había un aluvión de luces y de vehículos. Se orientó y empezó a buscar un coche de comunicaciones que le llevara a casa. Detuvo uno y subió. Pasados unos minutos de trayecto, levantó con grandes precauciones la tapa de la caja y miró el extraño modelo.

—¿Qué lleva ahí, señor? —preguntó el conductor robot.
—Ojalá lo supiera —respondió Benton con pesar.

Dos voladores alados bajaron en picado y se agitaron frente a él, danzaron en el aire durante un segundo y después desaparecieron.

—Oh, vientos —murmuró Benton—, olvidé mis alas.

Bien, era demasiado tarde para dar media vuelta y recuperarlas, el coche estaba frenando delante de su casa. Pagó al conductor, entró y cerró la puerta, algo que ya no se solía hacer. El mejor lugar para examinar el contenido de la caja sería su sala de «reflexión», donde pasaba la mayor parte del tiempo libre que no utilizaba en volar. Allí, entre sus libros y revistas, examinaría la caja a sus anchas. 

El conjunto de diagramas constituyó un completo misterio para él, y aún más el modelo. Lo miró desde todos los ángulos, por debajo, por encima. Trató de interpretar los símbolos técnicos de los diagramas sin resultado alguno. Sólo había un camino viable. Localizó el interruptor y lo golpeó ligeramente.

No sucedió nada durante cerca de un minuto. Luego, la habitación comenzó a oscilar y a retroceder. Por un momento tembló como una masa de gelatina. Se mantuvo firme un instante, y luego desapareció.

Benton cayó a través de un espacio similar a un túnel sin final, y se encontró contorsionándose frenéticamente, buscando a tientas en la negrura algo a lo que asirse. Cayó por un lapso de tiempo interminable, indefenso y aterrado. De pronto, tocó suelo, sano y salvo. La caída no podía haber sido muy larga, aunque así lo pareciera. Ni siquiera se habían desordenado sus vestiduras metálicas. Se incorporó y paseó la vista a su alrededor.

El lugar al que había llegado le era desconocido. Se trataba de un campo..., si bien pensaba que ya no existía. Por todas partes se veían ondulantes terrenos de grano. Sin embargo, estaba convencido de que no crecía grano natural en ninguna parte de la Tierra. Sí, así debía ser. Hizo pantalla con las manos para protegerse los ojos y miró al sol, que parecía el mismo de siempre. Empezó a caminar.

Los campos de trigo se terminaron al cabo de una hora, y fueron sustituidos por un extenso bosque. Gracias a sus estudios sabía que ya no quedaban bosques en la Tierra. Habían perecido años antes. ¿Dónde se encontraba, pues?

Imprimió más rapidez a su paso. Después se puso a correr. Divisó una pequeña colina y la escaló hasta la cumbre. Al contemplar la otra ladera no pudo evitar su asombro. No había más que un gran vacío. La tierra era completamente lisa y estéril, y hasta donde alcanzaba la vista no se veían árboles ni signos de vida, sólo el inmenso y calcinado país de la muerte.

Bajó hacia la llanura. A pesar del calor y la sequedad que sentía bajo sus pies, no desfalleció. Siguió andando. El suelo lastimaba sus pies, poco acostumbrados a las largas caminatas, y el cansancio fue en aumento, pero estaba determinado a continuar. Un casi inaudible susurro en el interior de su mente le impulsaba a no disminuir la velocidad.

—No lo cojas —dijo una voz.
—Lo haré —graznó, y se paró en seco.

¡Una voz! ¿De dónde vendría? Se giró con rapidez, pero no vio nada. No obstante, había llegado hasta sus oídos, como si fuera la cosa más natural que las voces vinieran del aire. Examinó la cosa que estaba a punto de coger. Era un globo de cristal del tamaño aproximado de su puño.

—Destruirás vuestra valiosa Estabilidad —dijo la voz.
—Nadie puede destruir la Estabilidad —respondió automáticamente.

El globo de cristal reposaba frío y hermoso en la palma de su mano. Había algo dentro, pero el calor que desprendía la esfera resplandeciente lo hacía bailar ante sus ojos y le impedía conocer su naturaleza exacta.

—Estás permitiendo que cosas malignas controlen tu mente —dijo la voz—. Suelta el globo y vete.
—¿Cosas malignas? —preguntó sorprendido.

Hacía calor y tenía sed. Hizo el ademán de guardarse el globo en la túnica.

—No lo hagas —ordenó la voz—, pues ése es su designio.

El globo era aún más bello apoyado contra su pecho. Le protegía del fiero calor del sol. ¿Qué estaba diciendo la voz?

—Te llamo a través del tiempo —explicó la voz—. Ahora le obedeces sin rechistar. Soy su guardián, y desde entonces, cuando el mundo fue creado, lo he custodiado. Vete, y déjalo tal como lo encontraste.

Pero hacía demasiado calor en la llanura. Quería marcharse; el globo le instaba, le recordaba el fuego que caía del cielo, la sequedad de su boca, el aturdimiento de su cabeza. Reemprendió el camino, y mientras apretaba el globo contra sí oyó el rugido de furia y desesperación de la voz fantasmal.

Era lo único que podía recordar. Tuvo conciencia de volver sobre sus pasos hacia los campos de trigo, atravesarlos, tropezando y tambaleándose, hasta llegar al lugar en el que había aparecido. El globo de cristal apretado contra su costado le incitaba a recoger la pequeña máquina del tiempo que había dejado abandonada. Le susurraba qué dial cambiar, qué botón apretar, cuál sintonizar. Luego volvió a caer, de vuelta por el corredor del tiempo, de vuelta, de vuelta hacia la neblina grisácea de la que había surgido, de vuelta a su propio mundo.

De pronto, el globo le ordenó detenerse. El viaje a través del tiempo aún no había finalizado: quedaba algo por hacer.

—¿Dices que tu apellido es Benton? ¿En qué puedo ayudarte? —preguntó el Controlador—. Nunca habías estado aquí, ¿verdad?

Miró con fijeza al Controlador. ¿Qué quería decir? ¡Si acababa de abandonar su oficina! ¿O no? ¿Qué día era? ¿Dónde había estado? Aturdido, se frotó la cabeza y tomó asiento en la butaca. El Controlador le observaba con ansiedad.

—¿Te encuentras bien? ¿Puedo ayudarte?
—Estoy bien —dijo Benton. Tenía algo en las manos—. Quiero registrar este invento para que reciba la aprobación del Consejo de la Estabilidad—. Tendió la máquina del tiempo al Controlador.
—¿Traes los bocetos? —preguntó el Controlador.

Benton registró sus bolsillos y sacó los diagramas. Los esparció sobre el escritorio del Controlador y depositó el modelo entre ellos.

—El Consejo no tendrá problemas en determinar lo que es —indicó Benton.

Le dolía la cabeza y quería marcharse. Se puso en pie.

—Me voy —dijo, y salió por la puerta lateral.

El Controlador le siguió con la mirada.


—Obviamente —dijo el primer Miembro del Consejo de Control—. ha estado usando este aparato. ¿Afirma que en la primera visita actuó como si ya hubiera estado antes, pero que en la segunda no recordaba; haber presentado un invento ni su visita anterior?
—Exacto —asintió el Controlador—. Sospeché algo en la primera visita, pero no adiviné el significado hasta la segunda. Lo ha utilizado, no cabe duda.
—La Gráfica Central predice que un elemento desestabilizador está a punto de sobrevenir —indicó el Segundo Miembro—. Yo diría que se trata del señor Benton.
—¡Una máquina del tiempo! —exclamó el Primer Miembro—. Podría representar un peligro. ¿Traía algo más cuando vino... la primera vez?
—No observé nada especial, salvo que andaba como si llevara algo bajo sus vestimentas —replicó el Controlador.
—Entonces debemos actuar cuanto antes. Tal vez haya desencadenado ya una serie de circunstancias que nuestros Estabilizadores no sean capaces de controlar. Creo que sería conveniente visitar al señor Benton.

Benton estaba sentado en su sala de estar con la mirada perdida en la lejanía. Sus ojos mantenían una rigidez vidriosa que apenas les permitía parpadear. El globo le había estado hablando, contándole sus planes, sus esperanzas. Se detuvo de súbito.

—Ya vienen —dijo.

Estaba posado en el sofá, a su lado, y su ligero susurro se introdujo en el cerebro de Benton como volutas de humo. En realidad, no hablaba, pues su lenguaje era mental, aunque Benton le oía.

—¿Qué he de hacer?
—Nada —dijo el globo—. Se irán.

Sonó el timbre de la puerta y Benton continuó inmóvil. El timbre sonó otra vez y Benton se agitó inquieto. Al cabo de un rato, los hombres volvieron sobre sus pasos y dio la impresión de que se habían ido.

—¿Y ahora qué? —preguntó Benton.

El globo tardó en contestar.

—Siento que la hora está a punto de llegar —dijo por fin—. Hasta ahora no he cometido equivocaciones, y la parte más difícil ya ha pasado. Lo más complicado fue atraerte a través del tiempo. Tardé años en conseguirlo..., el Vigía era inteligente. Tardaste mucho en responder, y no lo hiciste hasta que encontré el método de poner la máquina en tus manos. Entonces supe que el éxito estaba cerca. Pronto nos liberarás de este globo. Después de tanto tiempo...

Oyeron crujidos y murmullos en la parte trasera de la casa. Benton se levantó de un salto.

—¡Están entrando por la puerta de atrás! —gritó.

El globo crujió airadamente.

El Controlador y los Miembros del Consejo hicieron acto de presencia lenta y cautelosamente. Cuando vinieron a Benton se detuvieron.

—Creíamos que no estabas en casa —dijo el Primer Miembro.

Benton se volvió hacia él.

—Hola. Lamento no haber respondido a la llamada; me quedé dormido. ¿Qué se les ofrece?

Estiró la mano poco a poco hacia el globo, y pareció que éste se deslizara bajo el manto protector de su palma.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó de pronto el Controlador.

Benton le miró, y el globo susurró consejos en su mente.

—Un pisapapeles —sonrió—. ¿Quieren sentarse?

Los hombres se acomodaron y el Primer Miembro empezó a hablar.

—Viniste a vernos dos veces, la primera para registrar un invento y la segunda porque te habíamos conminado a ello, puesto que no podíamos autorizarte a utilizar ese invento.
—¿Y bien? —preguntó Benton—. ¿Qué sucede?
—Nada —respondió el Primer Miembro—, salvo que la que fue para nosotros la primera visita fue para ti la segunda. Podemos probarlo, pero no lo haremos por el momento. Lo único importante es que todavía conservas la máquina. He aquí un problema difícil. ¿Dónde está la máquina? Suponemos que la tienes en tu poder. Si bien no podemos obligarte a dárnosla, la obtendremos de una manera o de otra.
—Es cierto —admitió Benton.

Pero ¿dónde estaba la máquina? Acababa de dejarla en la Oficina del Controlador. Aunque la había cogido durante su viaje por el tiempo, después había regresado al presente y la había devuelto a la Oficina del Controlador.

—Ha dejado de existir, una no entidad en una espiral temporal —le susurró el globo, adivinando sus reflexiones—. La espiral temporal concluyó cuando depositaste la máquina en la Oficina de Control. Ahora haz que se vayan estos hombres para que podamos hacer lo que ha de hacerse.

Benton se puso en pie y protegió el globo con su cuerpo.

—Temo que la máquina del tiempo no se halla en mi poder. Ni siquiera sé dónde está, pero búsquenla si quieren.
—Por haber violado las leyes te has hecho merecedor del destierro —observó el Controlador—, pero consideramos que hiciste lo que hiciste sin querer. No queremos castigar a nadie sin motivos, sólo deseamos mantener la Estabilidad. Una vez alterada, ya nada importa.
—Busquen, pero no la encontrarán —dijo Benton.

Los Miembros y el Controlador procedieron. Destriparon sillones; miraron bajo las alfombras y los cuadros, en las paredes, pero no encontraron nada.

—Ya ven que les decía la verdad.

Benton sonrió cuando regresaron a la sala de estar. 

—Puede que la hayas ocultado en otro lugar. —El Primer Miembro se encogió de hombros—. Sin embargo, no importa.

El Controlador avanzó un paso. 

—La Estabilidad es como un giroscopio. Es difícil apartarlo de san trayectoria, pues una vez puesto en marcha cuesta mucho detenerlo. No creemos que tengas la energía suficiente para desviar ese giroscopio, pero quizá otros la tengan. Está por ver. Ahora nos iremos, y se te permitirá acabar con tu vida o aguardar al destierro. La elección está en tus manos. Se te vigilará, por supuesto, y confío en que no tratarás de huir. En tal caso, serás destruido inmediatamente. La Estabilidad debe ser mantenida a toda costa.

Benton les miró y luego depositó el globo sobre la mesa. Los Miembros lo observaron con interés.

—Un pisapapeles —repitió Benton—. Interesante, ¿verdad?

El interés de los Miembros disminuyó. Se dispusieron a partir. Pero el Controlador examinó el globo alzándolo hacia la luz.

—La maqueta de una ciudad, ¿eh? Qué sutileza de detalles.

Benton le miró en silencio.

—Caramba, parece increíble que una persona pueda esculpir tan bien —continuó el Controlador—. ¿Qué ciudad es? Parece tan vieja como Tiro o Babilonia, o muy adelantada en el futuro. Sabes, me recuerda una vieja leyenda. La leyenda cuenta que una vez existió una ciudad muy perversa, tan perversa que Dios la disminuyó de tamaño y la metió en un recipiente, y dejó un vigía para evitar que nadie se escapara y liberara la ciudad rompiendo el recipiente. Se supone que ha seguido cautiva durante una eternidad, aguardando el momento de liberarse. Es posible que ésa sea la maqueta.
—¡Vamos! —gritó el Primer Ministro—. Debemos irnos; tenemos muchas cosas que hacer esta noche.

El Controlador se giró rápidamente hacia los Miembros.

—¡Esperad! No os vayáis.

Cruzó la habitación con el globo todavía en sus manos.

—No es el momento más adecuado para irse —dijo, y Benton observó que, pese a la palidez de su rostro, apretaba con firmeza los labios.

El Controlador se volvió bruscamente hacia Benton.

—Un viaje a través del tiempo; la ciudad en un globo de cristal. ¿Qué significa esto?

Los dos Miembros del Consejo parecían asombrados y confusos.

—Un ignorante viaja por el tiempo y vuelve con un extraño objeto de vidrio —dijo el Controlador—. Un trofeo muy extraño, ¿no creéis?

La cara del Primer Miembro perdió el color.

—¡Por el Buen Dios del Cielo! —murmuró—. ¡La ciudad maldita! ¿En ese globo?

Miró la esfera con expresión de incredulidad. El Controlador observó a Benton como divertido.

—A veces podemos ser muy estúpidos, ¿no es así? Pero un día nos despertamos. ¡No la toques!

Benton retrocedió con parsimonia, con las manos temblorosas.

—¿Y bien? —preguntó.

Al globo le molestaba estar en manos del Controlador. Emitió un zumbido y las vibraciones se deslizaron por el brazo del Controlador. Al sentirlas, asió con más firmeza el globo.

—Desea que lo rompa, que lo destroce contra el suelo para liberarse.

Contempló las diminutas espirales y el remate de los edificios en la sombría nebulosidad del globo, tan diminutas que podía cubrirlas con sus dedos.

Benton se lanzó adelante, firme y seguro como cuando volaba. Cada minuto pasado en la cálida negrura de la atmósfera de la Ciudad de la Luz vino en su ayuda. El Controlador, que siempre había estado muy ocupado con su trabajo, demasiado ajeno a los placeres aéreos que tanto enorgullecían a la ciudad, se derrumbó al instante. El globo salió disparado de sus manos y rodó por el suelo de la habitación. Benton saltó tras él. Mientras corría en pos de la brillante esfera vio de reojo los rostros asustados y perplejos de los Miembros y del Controlador, que trataba de ponerse en pie, horrorizado y aturdido por el golpe.

El globo le llamaba entre susurros. Benton avanzó sin vacilaciones y percibió primero un murmullo victorioso y después un rugido de alegría cuando aplastó con el pie el cristal que la mantenía prisionera.

El globo se quebró con un chasquido estruendoso. Nada sucedió durante un rato, hasta que empezó a desprender niebla. Benton volvió al sofá y se sentó. La niebla empezó a llenar la habitación. Creció y creció hasta el punto de asemejarse a algo vivo por la forma en que se retorcía y mudaba.

El sueño se apoderó de Benton. La niebla se agolpó a su alrededor, se enroscó en sus piernas, llegó al pecho y finalmente se arremolinó en torno a su rostro. Arrellanado en el sofá, con los ojos cerrados, se dejaba envolver por la extraña y antigua fragancia. 

Entonces oyó las voces. Lejanas y débiles al principio, el susurro del globo amplificado incontables veces. Un concierto de murmullos se elevó del globo resquebrajado hasta alcanzar un crescendo exultarte. ¡La alegría de la victoria! Vio a la ciudad en miniatura dentro del globo fluctuar y desvanecerse, y luego cambiar de forma y tamaño. Podía oírla tan bien como la veía. El firme latido de la maquinaria como un gigantesco tambor. La trepidación y agitación de seres metálicos en cuclillas.

Los seres se movían. Vio a los esclavos, hombres sudorosos, encorvados y pálidos, retorciéndose en sus esfuerzos por alimentar los rugientes hornos de acero. La escena pareció dilatarse ante sus ojos hasta llenar la habitación; los sudorosos trabajadores le rozaban y apartaban de su camino. Estaba ensordecido por el estruendo de las rechinantes ruedas, engranajes y válvulas. Algo le empujaba a moverse hacia la ciudad y la niebla resonaba con los nuevos y victoriosos sonidos de los liberados.

Cuando salió el sol ya estaba despierto. Sonó el despertador, pero ya hacía rato que Benton había salido del cubidormitorio. Cuando se unió a las filas de sus compañeros reconoció algunas caras familiares, hombres a los que había conocido anteriormente en algún otro lugar. Pero en seguida se le borraron los recuerdos. Mientras marchaban en perfecta formación hacia las máquinas que les esperaban, entonando los sonidos disonantes que sus antecesores habían cantado durante siglos, con el peso de las herramientas lastimándole la espalda, contó el tiempo que faltaba para su próximo día de descanso. Apenas quedaban tres semanas y, pese a todo, debería hacerse merecedor del premio ante las máquinas...

¿Acaso no había cuidado a su máquina fielmente?

viernes, 27 de noviembre de 2015

El viajero - Juan José Saer

Lo primero que me llamó la atención de este cuento es la ausencia de puntuación. La puntuación la dan los espacios y no me dí cuenta de que faltaba hasta ya avanzada la lectura. 
No es la primera vez que publico algo de J. J. Saer, pueden buscar en el blog con las etiquetas más de sus cuentos. Este lo tomé de la antología "El cuento argentino" (1979). "El viajero" pertenece a "La mayor" publicado en 1976.
Viajar, viajar en círculos, viajar sin rumbo, viajar sin pensar, viajar a ciegas. Viajar, para mí, metáfora de la vida en este caso. ¿Se deja siempre huella o simplemente se está de paso? Aunque leí por ahí que en realidad representa la división entre hombre y naturaleza.


El viajero del tiempo. Lauralen.com

El viajero


Rompió el reloj                el vidrio que protegía el gran cuadrante en el que los números romanos terminaban en unas filigranas prolijas                         delicadas                    lo diseminó sobre el montón de ceniza húmeda que dos noches atrás había sido la hoguera temblorosa que él mismo había encendido

Estuvo acuclillado un momento                          entregado al trabajo pueril de espolvorear de vidrio la masa grisácea y pegoteada de la ceniza    después se paró y miró a su alrededor

La llovizna seguía         impalpable lenta         adensándose         pareciéndose más y más a la niebla a medida que se alejaba hacia el gran horizonte circular

Su cara permaneció más dura y más tranquila que si la hubiese alzado para mirar la hora en el Big Ben

Estaba tan acostumbrado a esa llanura que parecía retroceder a medida que él avanzaba que sentía por momentos la ilusión de no progresar     se había familiarizado tanto con ella y al mismo tiempo se concebía a sí mismo como un hombre tan resignado y gentil               que el hecho de vagabundear por ella desde hacía cinco días                 su caballo había tropezado en un agujero                   se había quebrado la pata delantera                     el hecho de dar vueltas en redondo sin poder encontrar un punto de referencia                        un rancho un árbol             ni la posibilidad de guiarse por las estrellas porque apenas si había dejado de lloviznar unas horas en cinco días y en todo caso en ningún momento el cielo se había despejado                el hecho de estar perdido en la llanura                         sin nada con qué alimentarse sin hablar otra cosa que inglés sin haber visto nada viviente como no hubiesen sido unos pájaros                negros rígidos altos              en el cielo

que emigraban               no parecían producir en él ningún sentimiento            la comprobación serena                  la desesperación fría             la perplejidad

Un momento antes de romper el reloj la perplejidad creció un poco 

descubrir que después de caminar dos días parándose únicamente de tanto en tanto para jadear más cómodo            se llegaba otra vez al punto en que la tregua de la llovizna había permitido encender una hoguera débil con la esperanza de que alguien divisase su resplandor                la perplejidad creció un poco instalándose en su cara bajo la forma de una semisonrisa

Nadie había divisado nada               ni la hoguera que había encendido ni las otras hogueras               la cara rojiza las ojeras azuladas               los cabellos color zanahoria rodeando la gran frente y la coronilla calva        el agua implacable las hace relucir

Está otra vez en el punto de la hoguera            sacó el reloj de su bolsillo        lo rompió         diseminó los pedacitos de vidrio sobre la ceniza        acuclillado

Se paró y miró el horizonte              el pajonal             no sabía que se llamaba así              se  extendía hasta  el horizonte            gris parejo         monótono

Le llegaba a la altura de las caderas

A veces           entre las matas había claros estrechos              estrictos       un hombre podía tenderse y desaparecer             había que estar ahí para saber que existían

Cuando avanzaba las hojas filosas se abrían chasqueando          se cerraban por detrás              se paraba            se daba vuelta                ni rastro de su paso           estaba dado vuelta             no notaba ninguna diferencia             ninguna            
su lengua su recuerdo decían me he dado vuelta               me he dado vuelta no estuve todo el tiempo mirando en esta dirección


No se percibe la más mínima diferencia

Es exactamente igual               la lluvia más transparente o más densa ya está más lejos o más cerca del horizonte               el cielo gris              bajo                        el pajonal no sabía que se llamaba así          hasta el horizonte            gris parejo monótono

Razonable y gentil acepto              me he dado vuelta                        estoy en otra dirección      ahora giro otra vez               estoy de nuevo en la antigua        yo creo                 persevero                 Jeremy Blackwood en nombre de la Compañía establece los puntos cardinales                encontrará el saladero

Miró el montón de ceniza                el reloj roto           diseminado       siguió caminando

Anduvo un tiempo incalculable              negrura más pareja todavía que el pajonal más densa que la llovizna                     chasquido de las hojas flexibles          se hundía hasta las caderas              sonaba y resonaba en la mente en el recuerdo                   durante             horas              incluso y más si se paraba un momento    no dejó grieta              el silencio no se pudo colar

Un chasquido seco terminando en una especie de deslizamiento         al volver hacia atrás las hojas desplegaban   ese   sonido   y   lo  hacían   cimbreante   y resonante

Amaneció

Todo sigue ahí        idéntico           férreo           implacable           la llovizna el cielo el horizonte el pajonal

Sé que avancé          la Compañía desde Londres          sabe que caminé que avancé         veo     en el alba           un punto idéntico a los otros              un punto idéntico                no el mismo            estoy seguro                        es mi propia palabra contra los pajonales el cielo el horizonte la llovizna

Jadea         

Está todo mojado               el sacón de cuero            retorcido pegoteado al cuerpo            el agua            chorrea                         por la cara            los cabellos rojos color zanahoria             oscurecidos llameantes

Caminó todo el día              voy a parar cuando el agua pare             parándose únicamente para jadear             llegó la noche y la llovizna

Paró

Se dejó caer hacia adelante                sobre los pajonales que se abrieron y se cerraron como un látigo

Quedó dormido            inmóvil

Al alba únicamente el sueño se desplegó        un abanico            fosforescente vio Londres             flotando              iluminada como una catedral transparente           Londres            ladrillos rojos            el ruido de los coches de los caballos resonando sobre el empedrado              gritos de comadres de ventana a ventana             mercados            pirámides truncas de tomates              pescados blandos blancos abiertos como en los mostradores de las pescaderías                  reses rojas mujeres                cangrejos todavía vivos arrastrándose                     impúdicas descuartizadas                 prostitutas mostrando sus senos manchados de pecas                     chicos corriendo entre los vendedores ambulantes               la música de las tabernas y de los mendigos ciegos elevándose por encima de la muchedumbre

Se despertó inmóvil                 la cara aplastada contra los pajonales se movió un poco             los oídos todavía cerrados                   la sonrisa deshecha por la posición y por el estremecimiento

Llegaré al saladero porque la Compañía me eligió                   digno honrado predestinado              Jeremy Blackwood pelirrojo y gentil con la razón y la memoria de su parte               para vencer          la tentación de lo idéntico de lo inmóvil

Bendita sea Londres

Bendita sea la muchedumbre que camina por sus veredas benévolas

Bendita sea la luz que sale por las ventanas de sus casas

Benditos sean el ruido y el color de las ciudades

Jeremy se sentó            despacio                 se quedó un momento con los ojos abiertos        orgullosos

Baja la cabeza y ve otra vez               el montón de ceniza            negruzco      los fragmentos de vidrio diseminados           el reloj roto abierto             el gran cuadrante circular en que los números romanos terminan en unas filigranas prolijas                   delicadas

Gloria

A los viajeros ingleses y sobre todo

Gloria

A Jeremías Blackwood que no dejó ni rastro de su viaje


sábado, 21 de noviembre de 2015

El diamante del Rajá - Robert Louis Stevenson - Parte 4 (Final): La aventura del príncipe Florizel y el detective

Viene de  El diamante del Rajá - Robert Louis Stevenson - Parte 3: Historia de la casa de las persianas verdes



La aventura del príncipe Florizel y el detective


El príncipe Florizel fue con el señor Rolles hasta la puerta del hotel donde éste se alojaba. Mucho hablaron mientras iban caminando, y más de una vez el clérigo se sintió conmovido hasta el alma por la mezcla de severidad y ternura de los reproches de Florizel.

-He arruinado mi vida -dijo por fin-. Ayúdeme, dígame lo que debo hacer. No tengo, ¡ay!, las virtudes de un sacerdote ni la categoría de un pícaro. Ahora que se ha humillado usted, dejo yo de dar órdenes -respondió el príncipe-. Quien se arrepiente responde sólo ante Dios y no ante los príncipes. No obstante, si quiere mi opinión, es mejor que se marche a Australia, busque un trabajo manual al aire libre y trate de olvidar que fue una vez eclesiástico, y hasta que puso los ojos en esa maldita piedra. -¡Maldita, en efecto! ¿Dónde estará ahora? ¿Qué nuevos daños estará preparando para la gente?

-No hará más daño -dijo el príncipe-. La tengo aquí, en el bolsillo. Y esto -añadió bondadosamente- le probará que, aunque es usted joven, tengo fe en su arrepentimiento.
-Permítame que le estreche la mano -le rogó el señor Rolles.
-No -dijo el príncipe Florizel-. Todavía no.

Las palabras sonaron con elocuencia en los oídos del joven eclesiástico y, cuando el príncipe le dejó en la puerta del hotel, se quedó un momento siguiendo con la mirada la figura que se alejaba e invocando la bendición del cielo sobre un hombre de tan excelente consejo. Durante varias horas el príncipe caminó en soledad por calles poco frecuentadas. Iba absorto en sus preocupaciones; no sabía qué hacer con el diamante, si devolverlo a su dueño, a quien juzgaba indigno de tan rara posesión, o tomar una medida radical y valiente, arrojándolo de una vez por todas lejos del alcance de los hombres: el problema era demasiado grave para decidirlo en un momento. La manera cómo la joya había caído en su poder era claramente providencial y, cuando la sacaba del bolsillo para mirarla a la luz de los faroles, su tamaño y su asombroso resplandor le inclinaban a considerarla cada vez más un elemento maligno y un peligro para el mundo.

«¡Dios me ayude! -se decía-. Si la sigo mirando empezaré a codiciarla yo también.»

Por último, aún indeciso, se dirigió a la mansión pequeña y elegante cercana al río que ha pertenecido durante siglos a su familia real.

Las armas de Bohemia se hallan grabadas profundamente sobre la puerta principal y en las altas chimeneas; las gentes que pasan por la calle se asoman a un patio lleno de plantas y adornado con las flores más suntuosas; una cigüeña, la única de París, pasa el día entero sobre el tejado y mantiene a un grupo de curiosos frente a la casa. Graves criados van de un lado a otro; de tiempo en tiempo se abre la puerta y un carruaje cruza el arco de la entrada y sale a la calle. Por muchas razones esta residencia era grata al corazón del príncipe Florizel, que no se acercaba nunca a ella sin sentir esa sensación de vuelta al hogar tan rara en la vida de los grandes; esa noche divisó con verdadero alivio y satisfacción el alto tejado y las ventanas tenuemente iluminadas.

Se acercaba a una pequeña puerta lateral por la cual solía entrar siempre que venía solo, cuando un hombre, que había permanecido oculto en la sombra, se cruzó en su camino y le hizo una reverencia.

-¿Tengo el honor de hablar con el príncipe Florizel de Bohemia? -le preguntó.
-Ese es mi título -contestó el príncipe-. ¿Qué quiere usted?
-Soy un detective y debo entregarle a Su Alteza esta nota del prefecto de policía.

El príncipe cogió la carta y la leyó a la luz de un farol. En ella se le pedía, con muchas disculpas, que siguiera al portador hasta la prefectura sin demora alguna.

-En suma -dijo Florizel-, estoy detenido.
-Su Alteza -dijo el funcionario-, le aseguro de que nada es ajeno a las intenciones del prefecto. Observará usted que no hay orden de detención. Se trata de una mera formalidad o, si lo prefiere, de un favor que Su Alteza hace a las autoridades.
-Y aun así, ¿si me negara a seguirle?
-No disimularé a Su Alteza que se me ha dado amplia capacidad de acción -respondió el detective, inclinándose. -¡Tanto descaro me deja perplejo! -exclamó Florizel-. Usted no es sino un agente y debo perdonarle, pero sus superiores pagarán caro estos abusos. ¿Tiene una idea de qué puede impulsar un acto tan imprudente y anticonstitucional? Observe que aún no he aceptado ni rechazado su petición: mucho depende de que me responda leal y prontamente. Permítame que le haga notar que es un asunto de cierta gravedad.
-Su Alteza-dijo el detective en tono de lo más comedido-, el general Vandeleur y su hermano han tenido la osadía increíble de acusarle de robo. Afirman que el famoso diamante está en poder de Su Alteza. Una palabra suya negándolo bastará para satisfacer al prefecto; digo más: si Su Alteza se dignase honrar a un subalterno, declarando ante mí que nada sabe del asunto, le pediré permiso para retirarme en el acto.

Florizel, hasta el último momento, pensaba en su aventura como en algo sin importancia, que sólo podía volverse seria por consideraciones internacionales. Al oír el nombre de Vandeleur supo al instante la horrible verdad: no sólo estaba detenido, sino que era culpable. Se trataba de un asunto mucho más grave que una simple molestia, su propio honor se hallaba en peligro.

¿Qué debía decir? ¿Qué hacer? El Diamante del Rajá había resultado, en efecto, una piedra maldita y, por lo visto, era la última víctima de su nefasta influencia. Una cosa era indudable: no podía dar al detective las garantías que éste le pedía. Debía ganar tiempo.

Había titubeado menos de un segundo.

-Pues bien -dijo-, marchemos juntos a la prefectura.

El hombre se inclinó una vez más y empezó a seguir a Florizel a una distancia respetuosa.

-Acérquese usted -dijo el príncipe-. Prefiero ir conversando y, si no me equivoco, no es la primera vez que nos encontramos.
-Para mí es un honor que Su Alteza recuerde mi rostro -respondió el otro-. Hace ocho años tuve el placer de entrevistarme con usted.
-Recordar los rostros es parte de mi profesión, tanto como de la suya -dijo Florizel-. Bien mirado, el príncipe y el detective sirven en el mismo ejército. Ambos luchamos contra el crimen, pero mi cargo es más lucrativo y el suyo más arriesgado; en cierto sentido, ambos pueden ser igualmente honorables para un hombre justo. Le diré, por extraño que pueda parecerle, que preferiría ser un detective honrado y capaz antes que un soberano débil e innoble.

El detective se sentía abrumado.

-Su Alteza devuelve bien por mal -dijo-. A un acto de sospecha responde con la más amable de las condescendencias.
-¿Cómo sabe usted que no trato de corromperle?-le preguntó Florizel.
-¡El cielo me proteja de esa tentación! - exclamó el detective.
-Me gusta su respuesta -le contestó el príncipe-,que es la de un hombre sagaz y honesto. El mundo es grande, lleno de tesoros y bellezas, y no hay límite a las recompensas que puedan ofrecerse. Quien rechaza un millón puede vender su honor por un imperio o el amor de una mujer; yo mismo, que le hablo, he visto ocasiones tan tentadoras, provocaciones tan irresistibles
a la fuerza de la virtud, que me he alegrado de seguir su ejemplo y de encomendarme a la gracia de Dios. Por eso, debido a esa costumbre buena y modesta, usted y yo podemos caminar
por la ciudad con los corazones limpios.
-Siempre he oído decir que es usted un hombre valiente -respondió el detective-, pero no le conocía sabio y piadoso. Dice usted la verdad, y su acento me conmueve. Este mundo es, en efecto, un lugar de prueba.
-Estamos en medio del puente -dijo Florizel-. Apóyese en el parapeto y mire hacia abajo. Como esa agua que corre, las pasiones y complicaciones de la vida arrastran a la honradez de los débiles. Permítame contarle una historia.
-Estoy a las órdenes de Su Alteza -dijo el detective.

E imitando al príncipe, se apoyó en el parapeto y se dispuso a escuchar. La ciudad dormía; salvo las infinitas luces y el contorno de los edificios contra el cielo estrellado, hubieran podido estar solos a la orilla de un río y en medio del campo. -Un general -comenzó el príncipe Florizel-, un hombre de valor y conducta intachables, que había ascendido por sus méritos a un rango eminente y ganado para sí no sólo la admiración, sino también el respeto de los demás, visitó, en mala hora para su tranquilidad de espíritu, las colecciones de un rajá de la India. En ellas vio un diamante de tamaño y belleza tan extraordinarios que, a partir de ese momento, tuvo un solo deseo en la vida: se sintió dispuesto a sacrificar el honor, el prestigio, la amistad, el amor a su país, con tal de poseer aquel trozo de cristal deslumbrante.

Durante tres años sirvió al potentado semibárbaro como Jacob sirvió a Labán; falseó fronteras, toleró asesinatos, condenó y ejecutó a un compañero de armas que había tenido la desgracia de ofender al rajá con sus honestas pretensiones de libertad; por último, en una hora de gran peligro para su patria, traicionó a sus propios hombres y permitió que fueran derrotados y muertos por millares. Al final acumuló una gran fortuna y se trajo consigo el diamante tan codiciado.

»Pasan los años y al cabo pierde el diamante por accidente -siguió diciendo el príncipe-. Cae en manos de un joven sencillo y trabajador, un erudito, un ministro de Dios que inicia una carrera provechosa y hasta distinguida. Tampoco él puede resistir su encanto: todo lo abandona, su santa vocación, sus estudios, y huye con la gema a un país extranjero. El militar tiene un hermano, un hombre astuto, atrevido e inescrupuloso, que se entera del secreto del clérigo. ¿Qué hace? ¿Se lo dice a su hermano, le denuncia a la policía? No, también es víctima del hechizo diabólico, la piedra debe ser para él. Corriendo el riesgo de mancharse con una muerte, droga al joven eclesiástico y se apodera de su presa. Y ahora, por obra de un azar que no es importante para mi enseñanza moral, la joya pasa a manos de otro que, aterrado por lo que ve, la entrega a una persona de alto rango, por encima de toda sospecha.

»El jefe militar se llama Thomas Vandeleur - continuó Florizel-. La piedra es el Diamante del Rajá. Y aquí la tiene usted -abriendo la mano de pronto- ante sus propios ojos.» El detective dio un paso atrás y lanzó un grito.

-Hemos hablado de corrupción -dijo el príncipe-. Para mí, esta joya de cristal reluciente es tan abominable como si estuviera entre los gusanos de la muerte; tan espantosa como si estuviera bruñida con sangre de inocentes. La veo brillar en mis manos y sé que resplandece con el fuego del demonio. No le he contado sino una centésima parte de su historia; la imaginación vacila ante lo ocurrido en épocas remotas, ante los crímenes y traiciones que inspiró a los hombres; durante años y años ha servido fielmente a las potencias del mal. ¡Basta, digo yo! ¡Basta de sangre, de deshonra, de vidas deshechas y amistades quebradas! Todo llega a su fin, el mal como el bien, la peste como la música más hermosa; que Dios me perdone si cometo un mal, pero el imperio del diamante termina esta noche.

Hizo un movimiento brusco con la mano y la piedra preciosa, describiendo un arco de luz, fue a perderse en el fondo del río.

-Amén -dijo Florizel gravemente-. He dado muerte al basilisco.
-¡Dios me perdone! -gritó el detective-. ¿Qué ha hecho? ¡Me arruina usted!
-Tengo la impresión -dijo el príncipe sonriendo- de que muchas personas adineradas que viven en esta ciudad podrán envidiarle su ruina.
-¡Ah! ¿Su Alteza me corrompe, después de todo?
-Parece que no quedaba otro remedio - respondió Florizel-. Ahora vamos a la prefectura.


Poco tiempo después se celebró, estrictamente en privado, la boda de Francis Scrymgeour y la señorita Vandeleur; el príncipe Florizel fue el padrino del novio. Los hermanos Vandeleur oyeron rumores de lo sucedido con el diamante, y las grandes operaciones de sondeo organizadas en el Sena para admiración y entretenimiento de ociosos. Cierto es que, por un error de cálculo, han elegido el otro brazo del río. En cuanto al príncipe, persona sublime, ha terminado su papel y, junto con el autor árabe, puede ir a perderse dando vueltas y vueltas en el espacio. Si el lector insiste en recibir informaciones más concretas, tengo el gusto de decirle que no hace mucho una revolución le arrojó del trono de Bohemia, como resultado de sus constantes ausencias y de su magnífico descuido de los asuntos públicos, y que Su Alteza ha abierto una tabaquería en Rupert Street, muy frecuentada por otros refugiados extranjeros. Yo mismo voy de cuando en cuando a fumarme un cigarro, y me parece que Florizel es aún tan grande como en sus días de prosperidad; mantiene detrás del mostrador un aire majestuoso; y aunque la vida sedentaria empieza a hacer efecto en el ancho de sus chalecos, es probablemente el más apuesto estanquero de Londres.

viernes, 20 de noviembre de 2015

El diamante del Rajá - Robert Louis Stevenson - Parte 3: Historia de la casa de las persianas verdes

Viene de El diamante del Rajá - Robert Louis Stevenson - Parte 2: Historia del joven eclesiástico





Historia de la casa de las persianas verdes

Un empleado del Banco de Escocia, en Edimburgo, llamado Francis Scrymgeour, había llegado a los veinticinco años de una vida provechosa, apacible y valiosa. Su madre falleció siendo él muy pequeño, pero su padre, hombre honrado y sensato, le hizo estudiar en una escuela excelente y le inculcó en casa costumbres ordenadas y sobrias.

Francis, que era de temperamento dócil y cariñoso, supo aprovechar esas oportunidades y luego se entregó por entero a su trabajo. Sus principales entretenimientos consistían en un paseo los sábados por la tarde, alguna cena familiar y, todos los años, un viaje de quince días por las montañas de Escocia o por el continente.

No tardó en lograr el favor de sus superiores y ganaba unas doscientas libras al año, con probabilidades de llegar, al final de su carrera, al doble de esa suma. Pocos jóvenes más satisfechos, pocos más serviciales y trabajadores que Francis Scrymgeour. En ocasiones, por las noches, acabado de leer el periódico, tocaba la flauta para distraer a su padre, cuyas cualidades le inspiraban gran respeto.

Un día recibió una carta de una prestigiosa firma de abogados, pidiéndole que les hiciera una visita lo antes posible. La carta llevaba la inscripción «privada y confidencial» y le había sido enviada al banco y no a su propia casa, dos circunstancias poco habituales que le hicieron acceder a la petición con tanta mayor rapidez.

El miembro más antiguo del bufete, hombre de costumbres muy severas, le recibió gravemente y, tras invitarle a tomar asiento, pasó a explicarle el asunto en cuestión con las expresiones escogidas de un viejo profesional. Una persona, cuyo nombre no podía desvelar, pero de quien tenía todas las razones para pensar bien -una persona, en suma, de cierta posición-, deseaba pagarle a Francis una pensión anual de quinientas libras. El dinero se hallaría bajo el control del estudio del abogado y de otros dos administradores, que también debían permanecer anónimos. La donación se hallaba sujeta a dos condiciones pero, se atrevía a pensar, su nuevo
cliente no encontraría en ellas nada de excesivo o deshonroso. Repitió estas últimas palabras con fuerza, como si no quisiera comprometerse a nada más.

Francis quiso saber cuáles eran esas condiciones.

-Como ya he aclarado en dos ocasiones, las condiciones no son deshonrosas ni excesivas - dijo el abogado-. Al mismo tiempo, me es imposible ocultarle que resultan de lo más insólitas. Más aún, el caso es por completo ajeno a nuestra práctica usual y sin duda le hubiera rechazado, a no ser por el buen nombre del caballero que nos lo encarga y, permítame usted añadir, señor Scrymgeour, por el interés que siento por usted en vista de los muchos informes favorables, y no dudo que merecidos, que hemos recibido sobre su persona.

Francis le rogó que fuese más claro.

-No se imagina usted mi inquietud ante esas condiciones -dijo.
-Son dos -respondió el abogado-, sólo dos; y la suma, lo recordará usted, es de quinientas libras al año; libre de impuestos, me olvidaba de decir, libre de impuestos.

Y el abogado levantó las cejas con solemne satisfacción.

-La primera condición -siguió diciendo- es muy sencilla. Debe usted estar en París la tarde del domingo quince. En la taquilla de la Comedie Française le estará esperando una entrada comprada a su nombre. Se le pide que asista a la representación en el asiento que se le ha obsequiado, eso es todo.
-Hubiera preferido un día de semana -dijo Francis-, pero, en fin, por una vez...
-En París, mi estimado señor -añadió el abogado en tono tranquilizador-. Creo que soy una persona exigente, pero en un caso como éste, tratándose de ir a París, no me lo pensaría un momento.

Los dos rieron amablemente.

-La otra condición es más importante - continuó el hombre de leyes-. Se trata de su boda. Mi cliente, que se interesa mucho por su bienestar, piensa aconsejarle cuando llegue la hora de casarse y quiere que siga usted su consejo de una manera absoluta. Absoluta, entiendeusted -repitió.
-Sea más concreto, por favor -contestó Francis-. ¿Debo casarme con cualquier mujer, soltera o viuda, negra o blanca, que me proponga esta persona invisible?
-Tengo encargo de garantizarle que su benefactor velará por que la joven elegida sea de edad y posición social adecuadas -dijo el abogado-. En cuanto a la raza, la verdad es que no se me había ocurrido y no lo pregunté; si usted quiere, tomaré nota ahora mismo y le contestaré en la primera oportunidad.
-Señor -dijo Francis-, aún está por comprobarse si todo este asunto no es el engaño más escandaloso. Los detalles son inexplicables; estoy a punto de decir: increíbles. Mientras no vea más claro, mientras no sepa de un motivo concreto, se me hará muy duro aceptar el trato.

Ante esta duda me dirijo a usted para pedirle información. Tengo que conocer el fondo del asunto. Si usted no lo sabe, no puede adivinarlo, o no tiene autoridad para decírmelo, cojo ahora mismo mi sombrero y me vuelvo al banco por donde he venido.

-No sé nada -dijo el abogado-, pero puedo hacer una suposición que creo excelente. El origen de este asunto, que parece tan disparatado, es su padre y nadie más.
-¡Mi padre! -exclamó Francis con tono del mayor desprecio-. Mi padre es una persona responsable; conozco hasta la última idea que le cruza por la cabeza y el último penique de su
fortuna.
-No entiende usted bien mis palabras. No me refiero al señor Scrymgeour, que en realidad no es su padre. Cuando él y su esposa llegaron a Edimburgo, usted casi había cumplido un año y no hacía tres meses que se hallaba a su cuidado. El secreto estuvo bien oculto, pero esa es la verdad. Su padre es una persona desconocida y le repito que, personalmente creo que es quien hace los ofrecimientos que tengo encargo de transmitirle.

Sería imposible exagerar el asombro de Francis Scrymgeour ante una revelación tan inesperada. No pudo sino confesarle al abogado su total confusión.

-Señor -le dijo-, después de una noticia tan desconcertante, tiene usted que darme unas horas para pensarlo. Esta noche sabrá qué decisión he tomado.

El abogado elogió su sensatez y Francis, excusándose en el banco con cualquier pretexto,fue a dar un largo paseo por el campo a fin de estudiar a fondo los diversos aspectos y posibilidades del caso. Una sensación agradable de su propia importancia le hizo ser muy prudente pero, desde un comienzo, el resultado no estuvo en duda. Todo su lado material tendía de manera irresistible a aceptar las quinientas libras y cumplir las extrañas peticiones exigidas; se descubrió en el corazón una repugnancia invencible por el nombre Scrymgeour, que hasta entonces nunca le había molestado; empezó a despreciar los intereses estrechos y poco románticos de su vida anterior y, una vez que tomó su decisión, siguió caminando animado por una nueva sensación de fuerza y libertad, mientras le nacían en el pecho alegres esperanzas.

Fue suficiente que dijera una palabra al abogado y recibió al momento un cheque por los dos últimos trimestres, pues la pensión corría a partir de principios de enero. Regresó a pie a su casa, con el cheque en el bolsillo. El departamento de Scotland Street le pareció mediocre; por primera vez sus narices se rebelaron contra el olor de la cocina; observó pequeñas imperfecciones en los modales de su padre adoptivo que le llenaron de sorpresa y casi de repugnancia.

Al día siguiente, se dirigió hacia París.

En esa ciudad, donde llegó antes de la fecha señalada, se hospedó en un hotel modesto frecuentado por ingleses e italianos y se dedicó a perfeccionar sus conocimientos de la lengua francesa; para ello contrató a un maestro que le daría dos clases por semana, trabó conversación
con gentes que se paseaban por los Champs Elysées y fue todas las noches al teatro.

Renovó su vestuario según la última moda y se acostumbró a hacerse peinar y afeitar cada mañana por el barbero de una calle vecina. Esto le dio cierto aire extranjero, y tuvo la impresión
de que borraba así el reproche de los años pasados.

Por fin, la tarde del sábado, se dirigió a la taquilla del teatro en la rue de Riehelieu. Con sólo decir su nombre, el empleado sacó un sobreen el que aún estaba fresca la tinta de las señas.

-La entrada la compraron hace un instante - dijo el empleado.
-¡Hombre! ¿Y se puede saber quién la compró?
-Claro que sí. Es fácil describir a su amigo: un hombre mayor, fuerte y bien plantado, de pelo canoso, con la cicatriz de un sablazo que le cruza la cara. Imposible no reconocer a una persona así.
-Por supuesto -dijo Francis-. Es usted muy amable. -No puede haber ido muy lejos. Si se da usted prisa podrá alcanzarle.

Francis no se lo hizo repetir: salió corriendo del teatro y se paró en medio de la calle a mirar en todas direcciones. Había a la vista más de un caballero de pelo blanco pero, cuando se les acercó, a todos les faltaba el sablazo en la cara.

Durante casi media hora recorrió las calles vecinas hasta que, dándose cuenta de que era un disparate seguir buscando, decidió dar un paseo para calmar su nerviosismo, pues el hecho de haber estado a un paso de encontrarse con el hombre que, no lo dudaba, era el autor de sus días, le había alterado mucho.

Por casualidad llegó a la rue Drouot y luego a la rue des Martyrs, y el azar le valió más que toda la sensatez del mundo. En el bulevar exterior dos hombres discutían acaloradamente, sentados en un banco. Uno de ellos era un joven moreno y bien parecido, vestido de paisano pero con un aire clerical imposible de ocultar; el otro correspondía hasta el último detalle a la descripción hecha por el empleado del teatro.

Francis sintió que el corazón le golpeaba en el pecho, pues sin duda estaba a punto de escuchar
la voz de su padre; dando un gran rodeo, fue a sentarse detrás de los dos caballeros, demasiado
distraídos en su conversación para reparar en lo que ocurría a su alrededor. Como lo había previsto, conversaban en inglés.

-Sus sospechas comienzan a incomodarme, Rolles -decía el de más edad-. Le aseguro que estoy haciendo todo lo que puedo; nadie disponede millones en un abrir y cerrar de ojos. ¿Acaso no le ayudado, por pura buena voluntad, aunque no es usted nada para mí? ¿No vive usted a mi costa?
-Con lo que usted me adelanta, señor Vandeleur -rectificó el otro.
-Con lo que le adelanto, si prefiere; y por interés, no por buena voluntad, si usted lo dice - espondió Vandeleur en tono irritado-. No estamos aquí para discutir cuál es la palabra exacta.
Los negocios son los negocios y los suyos, permítame que se lo recuerde, son demasiado turbios para darse esos aires. Confíe en mí o déjeme en paz y busque a otra persona, pero acabemos de una vez, por Dios, con tantas jeremiadas.
-Empiezo a conocer el mundo -respondió Rolles- y me doy cuenta que tiene usted todas las razones para engañarme y ni una sola para portarse con honradez. Yo tampoco he venido a discutir la palabra exacta; usted quiere el diamante para sí: lo sabe muy bien y no se atreve a negarlo. ¿No es verdad, acaso, que ha utilizado mi nombre, que ha entrado a registrar mi habitación mientras yo me hallaba ausente? Comprendo perfectamente la razón de sus demoras: se mantiene usted alerta, a la caza del diamante, y antes o después se apoderará de él.
Se lo digo seriamente: esto se tiene que acabar. No me ponga nervioso o le prometo una sorpresa.
-No le van bien las amenazas -dijo Vandeleur-. No es usted el único que puede hacerlas. Mi hermano está aquí, en París, y la policía está al corriente. Si continua molestándome, soy yo quien le organizará una pequeña sorpresa, señor Rolles. Pero la mía será definitiva. ¿Me entiende o quiere que se lo repita en hebreo? Todo tiene su límite y ha agotado usted mi paciencia. El martes a las siete; ni un día ni una hora antes, ni siquiera medio segundo, aunque
le cueste la vida. Y si no quiere usted esperar, puede irse al mismísimo infierno, y buen viaje.

Diciendo estas palabras el dictador se levantó del banco y se marchó en dirección de Montmartre, moviendo la cabeza y agitando el bastón con gesto furioso, mientras su compañero
se quedaba en el sitio, en actitud de profundo decaimiento.

La escena había sido para Francis el colmo de la sorpresa y el horror. Sus sentimientos habían sido heridos; la delicadeza esperanzada con que se sentara en el banco no había tardado en volverse desprecio y desánimo; el viejo señor Scrymgeour, se decía, era un padre mucho más digno y cordial que este intrigante peligroso y agresivo. Sin embargo, mientras pensaba estas cosas, mantuvo su presencia de ánimo y no perdió ni un minuto en seguir al dictador.

El caballero se marchaba lleno de ira, con paso tan rápido y arrebatado que no se le ocurrió mirar atrás ni una sola vez hasta que llegó a la puerta de su casa.

Vivía en lo alto de la rue Lepic, en el aire puro de las alturas, con vista sobre París, en una casa de dos plantas con persianas y postigos verdes. Todas las ventanas que daban a la calle estaban cerradas. Sobre los muros, protegidos por hierros puntiagudos, asomaban sus copas los árboles del jardín. El dictador se detuvo un instante mientras buscaba la llave en sus bolsillos y, tras abrir la puerta, desapareció dentro de la casa.

Francis miró a su alrededor: el barrio era solitario, la casa estaba aislada en medio del jardín. Le pareció, a primera vista, que su observación finalizaba aquí sin más remedio; volvió a mirar, sin embargo, y vio que la casa de al lado tenía un tejado de dos aguas que daba sobre el jardín, y en el tejado una ventana. Al pasar frente a la entrada principal observó un letrero anunciando que se alquilaban habitaciones sin amueblar por meses. Entró a preguntar y sucedió que, justamente, se alquilaba el cuarto cuya ventana se abría encima del jardín del dictador. No vaciló un momento: alquiló el cuarto, pagó por adelantado y volvió al hotel para traer su equipaje.

El viejo de la cicatriz podía ser o no ser su padre; la pista que seguía podía o no ser el buena, pero estaba seguro de haberse tropezado con un misterio fantástico y se prometió que no se detendría hasta resolverlo.

Desde la ventana de su nuevo apartamento se veía todo el jardín de la casa de las persianas verdes. Debajo de la ventana había un castaño muy hermoso, cuyas frondosas ramas daban sombra a dos mesas rústicas en las que se podía comer en pleno verano. Una espesa vegetación tapaba casi completamente el suelo, aunque Francis lograba ver, entre las mesas y la casa, un camino de grava que iba de la puerta del jardín a una galería. Oculto detrás de sus persianas, que no se atrevía a levantar para no llamar la atención, descubrió muy poco que le permitiera adivinar el modo de ser de sus vecinos, y ese poco sólo le hizo pensar en la reserva y el gusto por la soledad. El jardín era conventual,la casa tenía un aspecto de prisión. Todas las persianas, así como la puerta de la galería, estaban cerradas; por lo que podía ver, en el jardín, iluminado por el sol de la tarde, no había nadie. Sólo una modesta bocanada de humo de una única chimenea revelaba que había alguien en casa.

Para no estar sin hacer nada y dar un poco de color a los días que debía pasar en la ciudad, Francis se había comprado una versión francesa de la Geometría de Euclides, que se dedicó a copiar y traducir; ahora, tras poner el libro sobre la maleta, se sentó a trabajar en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, pues no tenía silla ni mesa en la habitación. De vez en cuando se ponía de pie y echaba un vistazo a la casa de las persianas verdes, pero las ventanas seguían completamente cerradas y el jardín solitario.

Sólo mucho más tarde sucedió algo que vino a recompensar su constante vigilancia. Entre las
nueve y las diez estaba medio dormido, cuando le despertó el tintineo agudo de una campanilla.

Fue a su observatorio a tiempo para oír el ruido de cerrojos que se descorrían y trancas que se retiraban, y vio al señor Vandeleur, linterna en mano, vestido de una amplia bata de terciopelo negro y un gorro de lo mismo que salía de la galería y avanzaba lentamente hasta la puerta del jardín. Luego se repitió el ruido de cerrojos y trancas, y Francis vio al dictador, a la luz indecisa de la linterna, acompañando a la casa a un individuo del más indigno y despreciable aspecto.

Media hora más tarde el visitante volvió a ser conducido a la calle y el señor Vandeleur, dejando la luz en una de las mesas rústicas, terminó de fumar tranquilamente su cigarro bajo el castaño. Francis, que le divisaba entre las hojas, le veía aspirar a fondo el humo o arrojar la ceniza al suelo; por su expresión de preocupación, y por su forma de fruncir los labios, le parecía entregado a una meditación profunda y quizá difícil. Casi había terminado el cigarro cuando se oyó la voz de una muchacha que le comunicaba la hora desde el interior de la casa.

-Ahora mismo -respondió John Vandeleur.

Y tirando el cigarro, recogió la linterna, se dirigió a la galería y se perdió de vista. En cuanto cerró la puerta, la casa quedó en una completa oscuridad. Francis no distinguía el más mínimo destello de luz detrás de las persianas y concluyó, con gran cordura, que todos los dormitorios debían estar del otro lado.

A la mañana siguiente, muy temprano (no tardó en despertarse después de una mala noche, que pasó acostado en el suelo), comprobó que debía adoptar otra explicación. Se abrieron las persianas, una a una, por medio de un mecanismo pulsado desde el interior, y dejaron a la vista unos postigos de acero, como los que hay en las tiendas, y luego estos postigos, a su vez, se enrollaron por un procedimiento parecido, y durante casi una hora las habitaciones quedaron abiertas al aire de la mañana. Al cabo de ese tiempo el señor Vandeleur, con sus propias manos, volvió a bajar los postigos y cerrar las persianas desde el interior.

Todavía estaba admirándose Francis de tanta cautela, cuando se abrió la puerta y una muchacha vino al jardín, donde estuvo un momento mirando a su alrededor. Antes de que pasaran dos minutos había vuelto a entrar en la casa, pero Francis había visto bastante para convencerse de que era una persona con los más asombrosos encantos. No sólo quedó su curiosidad muy avivada por el suceso, sino que sus ánimos mejoraron en un grado aún más notable.

A partir de aquel momento los modales alarmantes y la vida tan confusa de su padre dejaron de preocuparlo y abrazó con entusiasmo a su nueva familia. La joven acabaría, quizá, por ser su hermana o su mujer, pero no tenía ninguna duda de que se trataba de un ángel en forma humana. Su horror se acrecentó cuando, de repente, comprendió que era muy poco lo que en verdad sabía, y que al seguir al señor Vandeleur hasta su casa bien podía haberse equivocado de persona.

El portero, a quien preguntó, sólo pudo darle pocas informaciones, que le sonaron de lo más sospechosas y llenas de misterio. En la casa vecina residía un caballero inglés, dueño de una gran fortuna y muy excéntrico en sus gustos y costumbres. Guardaba en la casa grandes colecciones, y para protegerlas había instalado postigos de acero y complicados cerrojos, así como los hierros puntiagudos que se veían sobre los muros del jardín. No recibía visitas, aunque se le veía de vez en cuando con algunas extrañas compañías con quienes, al parecer, tenía negocios. Vivían con él mademoiselle y una vieja sirvienta. -¿Mademoiselle es la hija? - preguntó Francis.

-Sí, señor -respondió el portero-. Mademoiselle es la hija de la casa, y es curioso cómo la hace trabajar. Con todas sus riquezas, va de compras al mercado, y la verá usted pasar con el cesto en el brazo todos los días de la semana.
-¿Y las colecciones?
-Son de incalculable valor. Más no le puedo decir. Desde que llegó el señor Vandeleur no hay en el barrio una sola persona que haya cruzado su puerta.
-Algo debe usted saber -insistió Francis-. ¿Qué son esas famosas colecciones? ¿Cuadros, sedas, estatuas, joyas o qué?
-Ah, señor, posiblemente sean zanahorias - contestó el portero, encogiéndose de hombros-. No seré yo quien se lo pueda decir. ¿Cómo saberlo? La casa está más protegida que una guarnición, como usted ve.

Y ya Francis, abatido, regresaba a su habitación cuando el portero le llamó de vuelta.

-Me acabo de acordar -le dijo-. El señor Vandeleur ha viajado por todo el mundo, y una vez le oí decir a la vieja que había traído consigo muchos diamantes. Si eso es verdad, habrá cosas dignas de verse detrás de esos postigos.

El domingo, Francis se encontró desde temprano en el lugar que le había sido reservado en el teatro. Su asiento era el segundo o tercero a partir de la izquierda, delante de uno de los palcos bajos. Como había sido elegida especialmente su posición debía tener importancia, y el instinto le dijo que el palco a su derecha tenía relación, de alguna manera, con el drama en que, a pesar de su desconocimiento, le correspondía un papel. Más aún, si querían, sus ocupantes podían observarle sin dificultad del comienzo al final de la pieza mientras que, sentándose en el fondo, evitarían todo examen de su parte. Se prometió no perderle de vista ni un momento y, volviéndose hacia el resto del teatro, o fingiendo atender a lo que sucedía en escena, siguió mirando de reojo el palco vacío.

El segundo acto estaba avanzado y casi tocaba a su final cuando se abrió la puerta del palco y entraron dos personas que permanecieron en la parte más oscura. Francis logró con dificultad contener su emoción: eran el señor Vandeleur y su hija. La sangre le corrió por las arterias y las venas con rapidez insólita, le zumbaron los oídos, sintió un comienzo de mareo.

No se atrevía a mirar por no levantar sospechas; el programa, que leía de principio a fin una vez y otra vez, de blanco que era se volvió rojo en sus manos; y cuando levantó la vista, la escena le pareció a una enorme distancia, y los gestos de los actores de lo más molestos y absurdos.

De tanto en tanto se atrevía a echar un vistazo en la dirección que más le interesaba y, por lo menos una vez, tuvo la seguridad de que sus ojos se encontraban con los de la muchacha.

Todo su cuerpo se estremeció y vio todos los colores del arco iris. ¡Qué no hubiera dado por escuchar la conversación de los Vandeleur, por tener el valor de llevarse los gemelos a los ojos
y examinar su actitud y su expresión! Posiblemente su vida entera se estaba decidiendo en el palco y él no podía participar, ni siquiera enterarse del debate, sino que estaba condenado a permanecer inmóvil en su lugar y a sufrir su ansiedad impotente.

Finalmente cayó el telón y quienes le rodeaban se levantaron de sus asientos para salir durante el entreacto. Lo normal era que siguiese su ejemplo y, al hacerlo, resultaba no sólo normal, sino inevitable, que pasara frente al palco. Francis, recurriendo a todo su valor, empezó a salir de la sala con los ojos bajos. Avanzaba con gran lentitud, pues iba detrás de un anciano que se movía muy lentamente y respiraba afanosamente. ¿Qué debía hacer? ¿Acaso dirigirse a los Vandeleur por su nombre al pasar junto a ellos? ¿Quitarse la flor del ojal y arrojarla al palco? ¿Levantar la cara y dirigir una mirada larga y afectuosa a la joven que era su hermana o su prometida? Repentinamente, mientras dudaba entre tantas posibilidades, tuvo una visión de su pasada existencia tranquila de empleado de banco y le invadió una sensación de nostalgia por el pasado.

Para entonces había llegado ante el palco y aunque no sabía todavía qué hacer, ni siquiera si debía hacer algo, volvió la cabeza y levantó la vista. No bien lo hizo, se le escapó un grito de decepción y quedó clavado en el sitio. Mientras él se aproximaba con tanta lentitud, el señor Vandeleur y su hija habían desaparecido discretamente.

Alguien detrás suyo le hizo notar de buenas formas que estaba entorpeciendo el paso; reanudó la marcha nuevamente con movimientos mecánicos, sin oponer resistencia a la multitud, que acabó por sacarle del teatro. Una vez en la calle, cuando cesó el agobio, se detuvo un momento
y el aire fresco de la noche no tardó en hacerle recuperar sus facultades. Le sorprendió descubrir que sentía un agudo dolor de cabeza y que no recordaba nada de los dos actos que acababa de ver. A medida que pasaba la excitación empezó a invadirle un sueño abrumador; llamó a un coche y se hizo conducir a su casa en un estado de extremo cansancio y más bien harto de la vida.

Al día siguiente por la mañana fue a esperar a la señorita Vandeleur en el camino al mercado y a las ocho en punto la vio venir calle abajo. Vestía sencillamente y hasta de manera pobre, pero en el porte de la cabeza y el cuerpo algo había de flexible y de noble que bastaba para dar distinción a las ropas más humildes. Hasta el cesto de la compra, que llevaba colgado del brazo con tanta gracia, se convertía en un adorno. Francis, escondido en un portal, tuvo la sensación de que el sol la venía siguiendo y las sombras se apartaban a su paso; sólo entonces se dio cuenta de que, en una casa vecina, un pájaro estaba cantando en su jaula. La dejó pasar delante del portal, fue tras ella y la llamó.

-Señorita Vandeleur -dijo.

Ella giró y, al ver quién era, se puso mortalmente pálida. -Perdóneme, por favor -siguió diciendo Francis-. Dios sabe que no era mi intención asustarla. Por lo demás, no tiene motivos para asustarse con la presencia de alguien que siente por usted tanta simpatía como yo. Créame que lo hago por necesidad y no por voluntad propia. Compartimos muchas cosas y yo estoy que no vivo. Podría hacer mucho y me veo con las manos atadas. No sé ni siquiera lo que debo sentir, ni quiénes son mis amigos ni mis enemigos.

Ella tuvo que hacer un esfuerzo para contestarle.

-Yo no le conozco a usted -le dijo.
-¡Ah, sí! Sí que lo sabe, señorita Vandeleur - respondió Francis-. Sabe mejor que yo quien soy. Eso es justamente lo que quiero que me diga, por encima de todas las cosas. Dígame lo que sabe, dígame quién soy yo, quién es usted, cómo se encuentran nuestros destinos. Ayúdeme un poco con mi vida, señorita Vandeleur, sólo una palabra o dos para guiarme, sólo el nombre de mi padre, si quiere, y quedaré agradecido y satisfecho.
-No quiero mentirle -dijo ella-. Sé quién es usted, pero no se lo puedo decir.
-Dígame al menos que perdona usted mi atrevimiento y esperaré con toda la paciencia de que soy capaz. Si no lo puedo saber, pues no lo sabré. Aunque sea cruel, me parece que podré aguantar. Pero no quisiera la pena de pensar que me he convertido en enemigo de usted.
-Lo que ha hecho usted es natural -dijo ella-, y yo no tengo nada que perdonarle. Adiós. -¿Tiene que ser adiós? -preguntó Francis.
-No lo sé -contestó ella-. Adiós de momento, si quiere.

Y con estas palabras continuó su camino.

Francis regresó a su habitación poseído de una gran emoción. Esa mañana avanzó muy poco en su Euclides y pasó más tiempo en la ventana que en su improvisado escritorio. Pero, aparte de asistir al regreso de la señorita Vandeleur y al encuentro de ella y su padre, que fumaba un cigarro de Trichinopoli, no vio ninguna cosa que le llamara la atención en los alrededores de la casa de las persianas verdes antes de la comida del mediodía. Salió a aplacar su apetito en un restaurante próximo y regresó a la casa de la rue Lepic con la presteza que da la curiosidad insatisfecha. Un mozo de librea hacía pasear a un caballo de silla junto al muro del jardín, y el portero de Francis fumaba una pipa reclinado contra la puerta, absorto en la contemplación del criado y el caballo.

-¡Mire usted! -le dijo al joven-. ¡Qué bello animal! Y el mozo ¡qué bien arreglado! Son del hermano del señor Vandeleur, que está aquí de visita. Es un hombre importante en su país, un general; sin duda le conoce usted de oídas.
-Lo cierto es que nunca he oído hablar del general Vandeleur -dijo Francis-. Hay muchos generales en el ejército y mis actividades han sido exclusivamente civiles.
-Es el hombre que perdió el gran diamante de la India. Eso sí lo habrá leído en los periódicos.

En cuanto Francis se quitó de encima al portero, subió corriendo a los altos y se asomó a la ventana. En el claro que dejaban las hojas del castaño vio a los dos caballeros, que estaban sentados, dialogando y fumando un cigarro. El general, un hombre de cara congestionada y aspecto militar, tenía cierto parecido con su hermano, casi las mismas facciones y algo, aunque muy poco, de su aire desenvuelto y poderoso, pero era más viejo, más pequeño y de apariencia más común; se parecía a él como una caricatura al original y, al lado del dictador, se hubiera dicho un ser pobre y enclenque.

Hablaban en voz baja, inclinándose sobre la mesa con actitud interesada, de modo que Francis sólo lograba escuchar una o dos palabras de vez en cuando. Lo poco que oía le fue suficiente para darse cuenta de que hablaban de él y de su carrera; varias veces llegó a sus oídos el nombre de Scrymgeour, fácil de distinguir, y creyó oír con frecuencia aún mayor su primer nombre, Francis.

Finalmente el general, como muy enfadado, estalló en exclamaciones violentas.

-¡Francis Vandeleur! -gritaba, insistiendo en la última palabra-. ¡Francis Vandeleur, te digo!

El dictador se inclinó, con un movimiento que era mitad de afirmación y mitad de desdén, pero el joven no consiguió oír lo que decía.

¿Acaso era él mismo ese Francis Vandeleur? ¿Estaban discutiendo el nombre que debía usar para casarse? ¿O todo no pasaba de un sueño, de una ilusión de su propia presunción y alelamiento?

Durante un rato no pudo escuchar lo que decían, y luego tuvo la impresión de que los interlocutores disentían otra vez, pues el general volvió a levantar la voz en tono de cólera.

-¿Mi mujer? -decía a gritos-. ¡He terminado con ella para siempre! No quiero oír su nombre. Con sólo oírla nombrar me pongo enfermo.

Lanzó un juramento y golpeó la mesa con el puño.

Por los gestos que hacía, el dictador debió calmarlo con actitud paternal, y poco después le acompañó hasta la puerta del jardín. Se despidieron con un apretón de manos y con expresiones de afecto pero, en cuanto cerró la puerta tras su visitante, John Vandeleur se echó a reír a carcajadas, y su risa sonó despiadada y hasta diabólica a oídos de Francis Scrymgeour.

De esta forma transcurrió otro día y el joven había sacado muy poco en limpio. Recordaba, sin embargo, que al día siguiente era martes y se prometió hacer algunas averiguaciones curiosas; todo podía salir bien o mal, pero al menos estaba seguro de descubrir cosas interesantes y, con un poco de buena suerte, quizá llegaría al corazón del misterio que rodeaba a su padre y a su familia.

Mientras que se acercaba la hora de cenar se hicieron muchos preparativos en la casa de las persianas verdes. La mesa que Francis alcanzaba a ver entre las hojas del castaño debía usarse
para el servicio y la preparación de ensaladas; los invitados se sentarían en otra mesa, casi completamente oculta, de la que apenas distinguía Francis destellos del mantel blanco y los cubiertos de plata.

El señor Rolles llegó muy puntual, a la hora exacta; tenía aire desconfiado, hablaba poco y en voz baja. El dictador, por su parte, parecía de muy buen humor, y su risa juvenil y agradable resonaba a cada momento en el jardín; por las modulaciones de la voz y los cambios de tono, debía estar contando historias divertidas, e imitando los acentos de muchos países; antes de que él y el joven clérigo hubiesen acabado el aperitivo, toda sensación de recelo había desaparecido y conversaban como un par de antiguos compañeros de escuela. Por último apareció la señorita Vandeleur, que traía una gran sopera. El señor Rolles corrió a ofrecerle su ayuda, que ella rechazó entre risas; los tres bromearon sobre esta manera tan primitiva de cenar, atendidos por uno de los invitados.

-Así estaremos más tranquilos -dijo el señor Vandeleur. Un momento después se habían  sentado a la mesa y Francis pudo ver y oír muy poco de lo que sucedía. La cena parecía de lo más divertida; el rumor de voces y el tintineo de cubiertos que llegaba desde bajo el castaño era incesante y Francis, que debía contentarse con roer un mendrugo, sintió envidia de la magnífica comida de que daban cuenta los demás tan grata y pausadamente. Habían saboreado uno tras otro varios platos y luego, cuando llegó la hora de servir un postre delicado, el dictador descorchó él mismo una botella de vino añejo.

Al oscurecer encendieron una lámpara en la mesa de la cena y un par de velas en la otra. La noche estaba completamente despejada, sin viento, con un cielo estrellado. También llegaba luz de la puerta y la ventana de la galería, de modo que el jardín se hallaba bastante iluminado y las hojas relucían en la penumbra.

Debía ser la décima vez que la señorita Vandeleur entraba en la casa, y esta vez volvió con la bandeja de café, que puso en la mesa de servicio.

El señor Vandeleur se levantó de su asiento.

-El café es cosa mía -le oyó decir Francis.

Un momento después, a la luz de las velas, vio a su supuesto padre de pie junto a la mesa de servicio.

Sin parar de hablar por encima del hombro, el señor Vandeleur sirvió dos tazas de café y luego, con rapidez de prestidigitador, vertió el contenido de un frasco en la más pequeña. Francis, que le miraba a la cara, apenas si tuvo tiempo comprender lo que hacía antes de que estuviera hecho. Ya el señor Vandeleur, aún riéndose, volvía a la mesa con una taza en cada mano.

-Antes de que tomemos el café -dijo- habrá llegado nuestro famoso judío.

Sería imposible describir la turbación y la angustia de Francis Scrymgeour. Había sido testigo de que se tramaba algo malo y se sentía obligado a intervenir, pero no sabía cómo hacerlo. Podía tratarse de una broma, y entonces ¿cómo quedaría él, que se atrevía a ofrecer una aviso inútil? O, si la cosa iba en serio, el criminal podía ser su propio padre y ¿cómo no habría de pesarle denunciar al autor de sus días? Por primera vez tuvo conciencia de su situación de espía. Permanecer sin hacer nada en ese trance, y con tal conflicto de sentimientos llenándose el pecho, fue sufrir torturas indecibles; se colgó a las barras del postigo, sentía el corazón que le latía apresurado e irregular, el cuerpo empapado de sudor. Pasaron varios minutos.

Tuvo la sensación de que la conversación se debilitaba y disminuía en vivacidad y volumen, pero no advertía ningún signo de que ocurriese algo alarmante o notable.

De repente oyó una copa que se hacía pedazos y luego un ruido ahogado, como de una persona que cae hacia adelante y golpea la mesa con la cabeza. En ese momento se elevó del jardín un grito agudo y desgarrador.

-¿Qué le has hecho? -gritaba la señorita Vandeleur-. ¡Está muerto!

El dictador contestó en un susurro, tan violento y sibilante que Francis, en la ventana, oyó con toda claridad cada una de sus palabras.

-¡Silencio! -dijo el señor Vandeleur-. Está tan bien como yo. Cógele de los talones, mientras yo le sujeto por los hombros.

Francis escuchó que la señorita Vandeleur estaba en llanto. -¿Me oyes? -siguió diciendo el dictador en el mismo tono-, o quieres pelearte conmigo? Elige ahora mismo. Hubo una nueva pausa y el dictador habló otra vez.

-Cógele de los talones. Tengo que arrastrarle a la casa. Si fuera más joven me enfrentaría a todo el mundo, pero los años y los peligros me han aflojado las manos y debo pedirte ayuda.
-Es un crimen -respondió la muchacha.
-Soy tu padre -dijo el señor Vandeleur.

Estas afirmación pareció surtir su efecto.

Francis escuchó el ruido de algo pesado arrastrado por el camino de grava y luego una silla que caía al suelo; después vio al padre y la hija avanzar con dificultad hacia la galería, sosteniendo por los hombros y las rodillas el cuerpo yermo del señor Rolles. El joven clérigo estaba muy pálido y con los miembros relajados; a cada paso la cabeza le caía a un lado.

¿Estaba vivo o muerto? Francis, a pesar de las palabras del dictador, se inclinaba por esto último. Un gran crimen se había cometido; una gran calamidad se había desplomado sobre los habitantes de la casa de las persianas verdes. Para su sorpresa, Francis descubrió que su horror ante la víctima desaparecía, frente a la compasión que sentía por la muchacha y el viejo, a quienes creía en el más grave peligro. Sentimientos generosos le inundaron el corazón; sí, también él ayudaría a su padre contra los hombres y la humanidad, el destino y la justicia: levantando las persianas, cerró los ojos y se lanzó, con los brazos abiertos, en medio del espeso follaje del castaño.

Mientras, las ramas se le escapaban de las manos o las iba quebrando con su peso; luego, una más fuerte se le enganchó bajo un brazo y durante un segundo se vio colgando en el aire; se pudo soltar y cayó pesadamente sobre la mesa. Un grito de alarma llegado de la casa le indicó que su llegada no pasaba inadvertida.

Cruzó el jardín con tres grandes saltos y se detuvo ante la puerta de la galería.

En un pequeño gabinete cubierto de esteras, rodeado de vitrinas con objetos raros y curiosos, el señor Vandeleur, que estaba inclinado sobre el cuerpo del señor Rolles, se irguió al llegar Francis. Luego, cosa de un segundo, en un abrir y cerrar de ojos, le pareció que el dictador retiraba algo del pecho del clérigo, le miraba un instante brevísimo mientras lo sostenía en la mano y con la misma rapidez lo entregaba a su hija.

Todo sucedió mientras Francis tenía aún un pie en el umbral y el otro en el aire. Un momento después se había arrodillado frente al señor Vandeleur.

-¡Padre! -gritó-. ¡Déjame ayudarte! Haré lo que me pidas sin una sola pregunta. Te obedeceré con la vida. Trátame como a un hijo y hallarás en mí la devoción de un hijo.

La primera respuesta del dictador fue una lamentable explosión de insultos.

-¿Padre e hijo? -vociferaba-. ¿Hijo y padre? ¿Qué significa esta comedia? ¿Qué hace usted en mi jardín? ¿Qué quiere? ¿Quién es usted, por Dios?

Francis, sorprendido y avergonzado, se incorporó y guardó silencio.

Entonces el señor Vandeleur pareció reconocerle y se echó a reír.

-¡Ah, ya entiendo! -dijo-. Es Scrymgeour.

Muy bien, señor Scrymgeour. Permítame explicarle, en pocas palabras, su situación. Ha entrado usted en mi residencia privada, por fuerza o quizá por fraude, pero sin ser invitado de mi parte, en el momento menos propicio, cuando un huésped se acaba de desmayar en la mesa, a importunarme con sus ruegos. No es usted hijo mío. Para que lo sepa, usted es el bastardo de mi hermano y de una pescadera. A mí no me inspira más que una indiferencia, casi aversión, y ahora que observo su conducta creo que es usted exactamente lo que aparenta. Le aconsejo que reflexione en todo esto a su tiempo; ahora le ruego que me libre de su presencia. Si no estuviera tan ocupado -añadió el dictador, con un atroz juramento-, le daría tal paliza que no le dejaría un solo hueso sano.

Francis escuchaba estas palabras con profunda humillación. Hubiera desaparecido de ser esto posible, pero no sabía cómo salir de la casa a la que entrara en tan mala hora, y no podía sino aguardar tontamente en el mismo sitio.

La señorita Vandeleur rompió el silencio.

-Padre -dijo-, hablas con cólera. El señor Scrymgeour se ha equivocado, pero lo ha hecho con las mejores intenciones.
-Te lo agradezco -dijo el dictador-, me recuerdas algunas cuantas observaciones que debo hacerle, por mi honor, al señor Scrymgeour. Mi hermano -prosiguió, dirigiéndose al joven- ha sido tan idiota como para otorgarle una pensión; tan idiota y presumido como para proponer una unión entre usted y esta joven. Hace dos noches ella lo supo y me complace decirle que rechazó la idea con repugnancia. Permítame añadir que tengo mucha influencia con su padre, y que no será culpa mía si se queda usted sin un centavo, y si antes de que acabe la semana no vuelve a su trabajo.

El tono del viejo era, de ser posible, aún más hiriente que sus palabras. Francis se vio expuesto a un desprecio cruel, frío e insoportable; sentía que le daba vueltas la cabeza y, se cubrió el rostro con las manos, lanzó un sollozo de angustia. Una vez más, la señorita Vandeleur intervino en su favor.

-Señor Scrymgeour -dijo la muchacha, en tono claro y firme-. No debe usted creer las expresiones tan duras de mi padre. Yo no siento por usted ninguna repugnancia; por lo contrario, pedí una oportunidad para conocerle mejor. En cuanto a lo sucedido esta noche, créame que lo considero con tanta compasión como estima.

En ese momento el señor Rolles movió convulsivamente un brazo, y Francis se convenció de que sólo se hallaba drogado, y de que el narcótico empezaba a perder sus efectos. El señor Vandeleur se inclinó sobre el clérigo y le examinó el rostro.

-¡Vamos, vamos! -dijo, levantando la cabeza- . Es hora de poner fin a todo esto. Puesto que le
aprecia usted tanto, señorita Vandeleur, coja una vela y acompañe a este bastardo hasta la puerta.

La joven se apresuró a obedecer.

-Muchas gracias -dijo Francis, tan pronto se encontraron solos en el jardín-. Se lo agradezco con toda el alma. Ha sido la noche más amarga de mi vida, pero ahora tendrá siempre un matiz agradable.
-He dicho lo que sentía-respondió ella-; le hago justicia, nada más. Lamento lo mal que le han tratado.

Habían llegado a la puerta del jardín y la señorita Vandeleur, poniendo la vela en el suelo, descorrió los cerrojos.

-Una palabra más -dijo Francis-. Esta no será la última vez... Quiero decir que volveré a verla, ¿no es cierto?
-¡Ay! -contestó ella-. Ya ha escuchado a mi padre. ¿Qué puedo hacer sino obedecerle?
-Dígame al menos que no es por su propia voluntad, y que si por usted fuera volveríamos a vernos.
-Así es. Sí que lo quisiera. Creo que usted es valiente y honrado.
-Entonces déme un recuerdo -dijo Francis.

La joven se detuvo con la mano en la llave; ya había quitado todas las barras y cerrojos y no le quedaba sino abrir la puerta.

-Si se lo doy, ¿me promete hacer todo lo que le diga al pie de la letra?
-¿Me lo pregunta? Basta que me lo diga usted.

Ella hizo girar la llave y abrió la puerta.

-Está bien -dijo-. No sabe usted lo que me pide, pero que así sea. Oiga lo que oiga, pase lo que pase, no regrese a esta casa. Huya tan pronto como pueda a barrios más transitados. Pero incluso allí, no deje de estar alerta. Corre un peligro mucho mayor de lo que imagina. Prométame que ni siquiera echará un vistazo al recuerdo que le daré hasta no llegar a lugar seguro.
-Lo prometo -dijo Francis.

Ella puso en la mano del joven algo envuelto flojamente en un pañuelo y, al mismo tiempo, con una fuerza que él no hubiera imaginado, le empujó a la calle.

-¡Corra ahora! -le gritó.

Francis oyó cerrar la puerta detrás suyo y el crujido de los cerrojos.

«¡Vaya por Dios! -se dijo-. ¡Puesto que lo he prometido!», y echó a correr en dirección a la rue Ravignan.

No se hallaba ni a cincuenta pasos de la casa, de las persianas verdes cuando un griterío infernal estalló de pronto en el silencio de la noche. Se detuvo, sin pensar lo que hacía; otro transeúnte hizo lo propio; en las casas vecinas las gentes se asomaban a las ventanas; una detonación no hubiese producido un alboroto mayor en el barrio desierto. Todo parecía, sin embargo, obra de un solo hombre, que aullaba entre el dolor y la rabia, como una leona a la que quitan sus cachorros; entre los gritos que arrastraba el viento, Francis distinguió, con sorpresa y con alarma, su propio nombre mezclado con mil imprecaciones inglesas.

Su primer impulso fue regresar a la casa; luego recordó el consejo de la señorita Vandeleur y decidió acelerar aún más su carrera; se disponía a poner su idea en ejecución cuando el dictador, con la cabeza descubierta y el pelo blanco en desorden, pasó dando voces junto a él, como una bala de cañón, y se lanzó calle abajo.

«Me he librado por poco -se dijo Francis-. No tengo idea de lo que le pasa, ni de por qué está tan furioso, pero no hay duda de que por el momento no debo acercármele. Lo mejor que puedo hacer es seguir el consejo de la señorita Vandeleur.»

Giró sobre sus pasos y, se dirigió a la rue Lepic, mientras su perseguidor iba por la misma calle, aunque en dirección opuesta. El plan estaba mal pensado; a decir verdad, debiera haberse sentado en el café más próximo, a esperar que pasara el primer impulso de la persecución. Pero Francis carecía de experiencia en las pequeñas guerras de la vida privada, y sus pocas aptitudes naturales no indicaban que hubiera hecho nada malo, de modo que nada temía, como no fuese una conversación desagradable. Creía haber tenido suficiente para una noche, y no podía imaginarse que la señorita Vandeleur tuviese aún algo que decirle. Se sentía herido en cuerpo y alma: el cuerpo golpeado, el alma asaetada; se dijo que el señor Vandeleur era dueño de una lengua verdaderamente viperina.

Pensar en sus golpes le hizo reparar en que no sólo iba por la calle sin sombrero, sino en que sus ropas se habían desgarrado en el descenso para el castaño. En la primera tienda abierta se compró un sombrero barato, de alas anchas, y mejoró un tanto su desarreglo indumentario. Guardó el recuerdo de la señorita Vandeleur, todavía envuelto en un pañuelo, enun bolsillo del pantalón.

No muy lejos de la tienda sufrió un choque inesperado, una mano que le asía de la garganta, una cara furiosa junto a la suya, una boca abierta que le mascullaba al oído. El dictador, al no encontrar huellas de su presa, había vuelto por otro camino. Francis era robusto, pero no podía oponerse a su adversario en fuerza ni en habilidad y, después de un vago forcejeo, se entregó sin más resistencia.

-¿Qué quiere de mí? -le preguntó.
-De eso hablaremos en casa -respondió el dictador con seño torvo.

Y siguió arrastrando al joven cuesta arriba, hacia la casa de las persianas verdes. Pero Francis, que había dejado de forcejear, se mantuvo atento, esperando el momento oportuno para liberarse con un gesto de audacia.

De pronto dio un salto, dejó el cuello del abrigo en manos del señor Vandeleur y se lanzó a toda velocidad en dirección de los bulevares. Los papeles se habían ahora invertido: Si el dictador era más fuerte, Francis, en la flor de la juventud, era mucho más rápido y no tardó en huir entre la multitud. Durante un momento sintió alivio, aunque seguía poseído por una sensación de alarma y desconcierto, y marchó a buen paso hasta la plaza de la ópera, alumbrada de luces eléctricas.

«Esto, por lo menos -se dijo-, le gustaría a la señorita Vandeleur.»

Y girando a la derecha para seguir por los bulevares, entró en el Café Américain y pidió una cerveza. Era demasiado tarde o demasiado temprano para la mayoría de los clientes del establecimiento. En la sala había sólo dos o tres mesas ocupadas, todas por hombres, y Francis estaba demasiado preocupado por sus asuntos como para prestarles atención.

Sacó el pañuelo del bolsillo. El objeto envuelto resultó ser un estuche de tafilete, con broche y adornos dorados, que se abrió al apretar un resorte para que el joven viera horrorizado un diamante de tamaño descomunal y extraordinario brillo. Las circunstancias eran tan inexplicables, y el valor de la piedra evidentemente tan enorme, que Francis se quedó inmóvil observando el estuche abierto, sin ninguna idea consciente, como un hombre que de pronto se ha vuelto idiota.

Una mano liviana pero firme le cogió del hombro y una voz serena, y sin embargo llena de autoridad, le dijo al oído estas palabras:

-Cierre el estuche y cálmese.

Al levantar la vista vio que un hombre todavía joven, de apariencia tranquila y elegante, vestido con pulcra sencillez, se había levantado de una mesa vecina con su bebida, y sentado junto a Francis.

-Cierre el estuche -dijo el desconocido- y vuélvalo a su bolsillo donde, estoy seguro, no debiera haber estado nunca. Por favor, elimine de su rostro esa expresión de sorpresa y compórtese como si fuésemos conocidos que se encuentran por casualidad. Eso es. Levante el vaso, como si brindáramos. Muy bien. Me temo, señor, que es usted un aficionado.

El desconocido dijo estas últimas palabras sonrió, dándoles un sentido especial; luego se arrellanó en su asiento y aspiró con fruición una honda bocanada de su habano.

-Por amor de Dios -dijo Francis-, ¿quién es usted y qué significa esto? No sé por qué tengo que obedecer a sus sugerencias tan insólitas, pero, a decir verdad, me han ocurrido esta nocheaventuras tan desconcertantes, y las gentes que encuentro se conducen de manera tan extraña, que creo haberme vuelto loco o haber idoa parar a otro planeta. Su rostro me inspira confianza; parece usted un hombre de bien, prudente, de gran experiencia; dígame, por Dios, ¿por qué se dirige a mí de esta manera tan curiosa?
-Todo a su tiempo -respondió el desconocido-. Primero preguntaré yo, y debe usted explicarme cómo ha llegado a su poder el Diamante del Rajá.
-¡El Diamante del Rajá! -repitió el joven como un eco.
-Si yo fuera usted no hablaría tan alto -dijo el otro-. No hay duda de que tiene el Diamante del Rajá en el bolsillo. Lo he visto y examinado muchas veces en la colección de sir Thomas Vandeleur.
-¡Sir Thomas Vandeleur! ¡El general! ¡Mi padre!
-¿Su padre? -dijo el desconocido-. No sabía que el general tuviese hijos.
-Soy hijo natural, señor -respondió Francis, ruborizándose.

El hombre se inclinó gravemente. Fue una reverencia respetuosa, como de un hombre que se disculpa en silencio ante uno de sus iguales y, sin saber bien por qué, Francis sintió alivio y consuelo. Su presencia le hacía bien; le parecía tocar tierra firme, una sensación de respeto lellenaba el pecho y, sin pensarlo, se quitó elsombrero, como ante un superior.

-Veo que no todas sus aventuras han sido pacíficas -dijo el desconocido-. Tiene usted el cuello del abrigo arrancado, la cara arañada y un corte en la sien; quizá perdonará mi curiosidad si le pregunto a qué se debe todo ello, y cómo es que lleva en el bolsillo un objeto robado que vale una fortuna.
-¡No, señor, en eso no estoy de acuerdo! - respondió Francis con vehemencia-. No tengo ningún objeto robado. Si se refiere usted al diamante, me lo dio la señorita Vandeleur, no hace ni una hora, en la rue Lepic.
-¡La señorita Vandeleur, en la rue Lepic! - repitió el otro-. Eso me interesa más de lo quepuede usted suponer. Le ruego que continúe.
-¡Cielos! -exclamó Francis.

De pronto su memoria dio un salto. Había visto al señor Vandeleur coger algo del pecho de su visitante indefenso, y lo que había visto - ahora estaba seguro- era un estuche de tafilete.

-¿Tiene una idea? -le preguntó el desconocido.
-Atienda -le contestó Francis-. No sé quién es usted, pero me parece alguien digno de confianza
y dispuesto a ayudarme. Estoy en una situación de lo más extraña; necesito consejo y apoyo, y puesto que usted me invita, voy a contárselo todo.

Y acto seguido hizo una breve reseña de sus aventuras, a partir del día en que un abogado le
escribió al banco pidiéndole una cita.

-Su historia es, en verdad, notable -dijo el desconocido cuando el joven acabó su relato- y se halla usted en una situación difícil y peligrosa. Muchos le aconsejarían que buscase a su padre y le diese el diamante, pero ésa no es mi opinión.
-¡Camarero! -llamó.

El camarero se acercó a la mesa.

-¿Quiere decirle al dueño del establecimiento que venga a hablar conmigo un instante? - dijo el desconocido, y Francis volvió a notar, en su tono y en sus modales, al hombre acostumbrado a mandar.

El camarero se retiró y volvió poco después con el dueño, que se inclinó con grandes muestras de respeto.

-¿En qué puedo servirle? -preguntó.
-Hágame el favor de decirle mi nombre a este caballero -dijo el desconocido, señalando a Francis.
-Señor -dijo el dueño, dirigiéndose al joven Scrymgeour-, tiene usted el honor de compartir la mesa con Su Alteza el príncipe Florizel de Bohemia.

Francis se incorporó de un salto e hizo una reverencia agradecida al príncipe, quien le ordenó
sentarse.

-Muchas gracias -dijo Florizel, dirigiéndose una vez más al dueño-. Siento haberle molestado por esta insignificancia. Y le despidió con un gesto de la mano.
-Y ahora -dijo el príncipe- déme el diamante.

El estuche cambió de manos sin una palabra.

-Ha hecho bien -dijo Florizel-. Sus sentimientos le han inspirado y acabará por agradecer las desventuras de esta noche. Un hombre, señor Scrymgeour, puede verse en mil problemas, pero si tiene el corazón en su lugar y una inteligencia clara, saldrá de ellas sin deshonor. Quede usted tranquilo, yo me ocupo de sus asuntos: con ayuda de Dios, estoy seguro de llevarlos a buen fin. Sígame, por favor, a mi coche.

Diciendo esto, el príncipe se puso en pie y, tras dejar una moneda de oro al camarero, salió con el joven del café y le llevó bulevar abajo, hasta donde aguardaba un coche discreto y dos criados sin librea.

-Este coche está a su disposición -le dijo a Francis-. Recoja su equipaje lo antes posible y mis criados le llevarán a una villa en las afueras de París, donde podrá usted esperar con tranquilidad que yo haya tenido tiempo de arreglar su situación. Encontrará usted un hermoso jardín, una biblioteca bien provista, un cocinero, una bodega y unos cuantos buenos cigarros que le recomiendo. Jerôme -añadió, volviéndose a uno de los criados-, ha oído usted lo que he dicho; dejo al señor Scrymgeour a su cargo; no dudo que sabrá usted cuidar de mi amigo.

Francis balbuceó unas frases entrecortadas de agradecimiento.

-Ya tendrá suficiente tiempo para darme las gracias -le dijo Florizel- cuando su padre le haya reconocido y esté usted casado con la señorita Vandeleur.

Y el príncipe se alejó caminando en dirección de Montmartre. Poco más allá hizo una seña a un coche de alquiler, dio una dirección y un cuarto de hora más tarde -había despedido al cochero a cierta distancia- golpeaba a la puerta del jardín del señor Vandeleur. El dictador en persona vino a abrirle con muchas precauciones.

-¿Quién es usted? -preguntó.
-Perdone usted que le visite tan tarde, señor Vandeleur -dijo el príncipe.
-Su Alteza siempre es bienvenido -respondió el señor Vandeleur, retrocediendo.

El príncipe, aprovechando el espacio libre que le dejaba, entró y, sin detenerse, fue hasta la casa y abrió la puerta del salón. En él estaban sentados dos personas: la señorita Vandeleur, con los ojos enrojecidos de haber llorado, seguía sacudida de cuando en cuando por un sollozo; en la otra, el príncipe reconoció al joven que un mes antes le consultara sobre cuestiones literarias en el salón de fumar del club.

-Buenas noches, señorita Vandeleur -dijo Florizel-, parece usted algo fatigada. ¿El señor Rolles, si no me equivoco? Espero que haya estudiado usted con provecho las obras de Gaboriau, señor Rolles.

Pero el joven eclesiástico, demasiado amargado para decir nada, se limitó a hacer una ligera reverencia y siguió mordiéndose los labios.

-¿A qué grata circunstancia debo el honor de la presencia de Su Alteza? -dijo el señor Vandeleur, que había entrado detrás de su visitante.
-Vengo por negocios -respondió el príncipe-. Tengo un asunto que tratar con usted. Cuando esté arreglado, le pediré al señor Rolles que me acompañe a dar un paseo. Señor Rolles -agregó con tono de severidad-, permítame recordarle que aún no me he sentado.

El clérigo se incorporó en el acto, murmurando una excusa; el príncipe tomó asiento en un sillón junto a la mesa, dio su sombrero al señor Vandeleur y su bastón al señor Rolles, y los mantuvo de pie, como gente a su servicio, mientras decía lo siguiente:

-He venido aquí, como he dicho antes, por razones de negocios; si hubiese venido por mi gusto, no podría sentirme más molesto con la recepción ni más insatisfecho con la compañía. Usted, señor -prosiguió, dirigiéndose al señor Rolles-, es un desconsiderado con una persona de rango superior al suyo; usted, Vandeleur, exhibe una sonrisa, pero sabe muy bien que se ha conducido mal y no tiene las manos limpias. No deseo que se me interrumpa, señor -añadió con tono imperioso-. He venido a hablar y no a escuchar; le pediré que me oiga con respeto y que obedezca mis órdenes al pie de la letra. Su hija se casará lo antes posible en la Embajada con mi amigo el señor Francis Scrymgeour, hijo reconocido de su hermano. Me hará usted el favor de darle una dote no menor de diez mil libras. En lo que a usted se refiere, le encomendaré por escrito una misión de cierta importancia en Siam. Y ahora, señor, dígame en dos palabras si está de acuerdo con mis condiciones.
-Su Alteza me perdonará -dijo el señor Vandeleur- si le ruego, con todo respeto, que me permita un par de observaciones.
-Tiene usted mi permiso.
-Su Alteza ha llamado al señor Scrymgeour su amigo -siguió diciendo el dictador-. Créame que si hubiera sabido que tenía ese honor, le habría tratado con el debido respeto.
-Se defiende usted con habilidad -dijo el príncipe-, pero de nada sirve. Ya he dado mis órdenes; aunque no hubiese visto nunca a ese caballero antes de esta noche, no por ello serían menos absolutas.
-Su Alteza interpreta mis palabras con su sutileza de siempre -dijo Vandeleur-. Además, lamentablemente he denunciado al señor Scrymgeour a la policía, acusándole de robo. ¿Debo retirar o mantener la acusación?
-Lo que usted quiera -respondió Florizel-. La cuestión está entre su conciencia y las leyes de este país. Déme mi sombrero y usted, señor Rolles, déme mi bastón y sígame. Señorita Vandeleur, tenga usted buenas noches. Supongo -añadió, dirigiéndose a Vandeleur- que su silencio significa un asentimiento sin reservas.
-Si no hay más remedio me someto -dijo el anciano-. Pero le advierto que no será sin resistencia.
-Es usted anciano, pero en los malvados los años resultan más deshonrosos -dijo el príncipe-. Su vejez es más terrible que la juventud de otros. No me provoque o sabrá que soy más duro de lo que se imagina. Esta es la primera vez que me encuentra en su camino y suscita mi cólera; cuídese de que sea la última.

Tras decir estas palabras, Florizel hizo al clérigo señal de que le siguiera, salió del apartamento y fue hacia la puerta del jardín; el dictador les seguía con una vela para alumbrar el camino y descorrió otra vez los complicados cerrojos que le protegían de toda intrusión.

-Ahora que su hija no está presente -dijo el príncipe, girándose en el umbral- quiero decirle que entiendo muy bien sus amenazas; no tiene sino que levantar la mano y será usted causa de su propia ruina, inmediata e irremediable.

Nada respondió el dictador, pero cuando el príncipe le volvió la espalda, hizo un gesto de amenaza lleno de furia, y un momento después salió a hurtadillas de su casa y fue corriendo a la estación de coches de alquiler más cercana.

Aquí (dice mi árabe) llega a su fin la narración de «La casa de las persianas verdes». Una aventura más (agrega) y habremos terminado con El Diamante del Rajá. Los habitantes de Bagdad conocen el último eslabón de la cadena con el nombre de «La aventura del príncipe Florizel y el detective».