Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

lunes, 31 de diciembre de 2012

Moby Dick - CXXXV y CXXXVI (Epílogo) - FIN - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - CXXXIII y CXXXIV - Herman Melville"




Capítulo CXXXV


LA CAZA. TERCER DÍA


La mañana del tercer día amaneció clara y fresca, y una vez más el solitario guardián nocturno en la cofa de trinquete fue relevado por multitudes de vigías diurnos, que puntearon todos los palos y casi todas las vergas.

—¿La veis? —gritaba Ahab, pero la ballena todavía no estaba a la vista.
—Es su estela sin falta, sin embargo; pero sigamos esa estela, eso es todo. Eh, timonel; derecho, como vas y como ibas. ¡Qué delicioso día otra vez! Aunque fuera un mundo recién hecho, y hecho para glorieta de los ángeles, y esta mañana fuera la primera en que se les abriera de par en par, no podría haber alboreado un día más claro sobre el mundo. Aquí habrá materia para los pensamientos, si Ahab tuviera tiempo para pensar, pero Ahab no piensa nunca; solamente siente, siente, siente; eso ya le hormiguea bastante a un hombre mortal: pensar en audacia. Sólo Dios tiene ese derecho y privilegio. Pensar es, o debería ser, una frialdad y una calma; y nuestros pobres corazones laten, y nuestros pobres cerebros palpitan demasiado para eso. Y sin embargo, a veces he pensado que mi cerebro estaba muy tranquilo, en calma helada: este viejo cráneo se resquebraja así, como un vaso cuyo contenido se ha vuelto hielo, y lo rompe. Y sin embargo, este pelo crece ahora; en este momento crece, y el calor debe criarlo; pero no, es como esa especie de hierba común que crece en cualquier sitio, entre las grietas terrosas del hielo de Groenlandia o en la lava del Vesubio. Cómo lo agitan los vientos salvajes: lo azotan en torno a mí como los jirones desgarrados de las velas partidas azotan al barco zarandeado a que se agarran. Un viento vil que, sin duda, ha soplado antes por pasillos y celdas de cárcel, y salas de hospital, y las ha ventilado, y ahora viene soplando tan inocente como piel de cordero. ¡Fuera con él! Está manchado. Si yo fuera el viento, no soplaría más en el mundo miserable y perverso.

Iría a gatas, no sé dónde, a una cueva, y me escurriría allí. Y sin embargo, ¡qué cosa noble y heroica, el viento! ¿Quién lo ha dominado jamás? En toda pelea él tiene el último y más amargo soplo. Corred contra él en justa, y no haréis sino pasar a través de él. ¡Ah! es un viento cobarde que hiere a hombres desnudos, pero no se yergue para recibir un solo golpe. Hasta Ahab es algo más valiente, algo más noble que eso. Ojalá el viento tuviera ahora un cuerpo; pero todas las cosas que más exasperan y ofenden al hombre, todas esas cosas son incorpóreas, aunque sólo incorpóreas como objetos, no como agentes. ¡Hay una diferencia muy especial, ah, muy maliciosa! Y sin embargo, vuelvo a decir, y ahora lo juro, que hay algo por completo glorioso y gracioso en el viento; en estos tibios alisios, al menos, que soplan continuos bajo claros cielos, con suavidad recia y firme y vigorosa; y no se desvían de su blanco, por más que den vuelta y viren, más viles, las corrientes del mar, y los más poderosos Mississippis de la tierra cambien y se desvíen, dudosos de dónde ir a parar al fin. .Y ¡por los Polos eternos! Esos mismos alisios que tan derechamente empujan mi buen barco, esos alisios, o algo como ellos, ¡algo tan inalterable, y tan plenamente recio, hace avanzar con su soplo mi quilla! ¡A ello! ¡Eh, vigías! ¿Qué veis?
—Nada, capitán.
—¡Nada! ¡y es casi mediodía! ¡El doblón va pidiendo limosna!
—¡Mirad el sol! Sí, sí, así debe ser. Le he adelantado. ¿Cómo, he tomado mucho impulso? Sí, ahora ella me persigue; no yo a ella... eso está mal: podía haberlo sabido, además. ¡Tonto! los cables... los arpones que remolca. Sí, la he alcanzado esta noche. ¡Virad, virad! ¡Bajad todos, menos los vigías de turno! ¡A las bracas! Con el rumbo que había llevado, el viento había quedado más o menos a popa del Pequod, de modo que ahora, al tomar rumbo en dirección opuesta, el barco así braceado navegó proa al viento volviendo a agitar la espuma de su propia estela blanca.
—A contraviento, ahora pone rumbo a la mandíbula abierta —murmuró Starbuck para sí, adujando sobre la batayola la braza mayor recién cazada—. Dios nos guarde, pero ya siento los huesos húmedos dentro de mí, y mi carne mojada por dentro. ¡Sospecho que desobedezco a mi Dios al obedecerle!
—¡Preparados para izarme! —gritó Ahab, avanzando hacia el cesto de cáñamo—. Pronto la encontraremos.
—Sí, sí, capitán —e inmediatamente Starbuck hizo lo que le pedía Ahab, y una vez más Ahab se balanceó en lo alto.

Pasó entonces toda una hora, batihojada hasta hacerse siglo. El propio tiempo entonces contenta largamente sus respiros con la punzante suspensión. Pero al fin, a unas tres cuartas a proa, a barlovento, Ahab volvió a avistar el chorro, y al momento, de las tres cofas subieron tres gritos como si las lenguas de fuego les hubieran dado voz.

—¡Frente a frente te encuentro, esta tercera vez, Moby Dick! ¡Eh, a cubierta! ¡Bracear más a ceñir; aguantarlo proa al viento! Todavía está muy lejos para arriar lanchas, Starbuck. ¡Las velas dan gualdrapazos! ¡Ponte detrás de ese timonel con un mazo en la mano! Eso, eso; navega deprisa, y tengo que bajar. Pero dejadme que eche a mi alrededor otra buena mirada al mar desde lo alto; hay tiempo para ello. Un espectáculo viejo, muy viejo; sí, y no ha cambiado en nada desde la primera vez que lo vi, siendo muchacho, en los cerros de arena de Nantucket. ¡El mismo, el mismo! El mismo para Noé que para mí. Hay un ligero chaparrón a sotavento. ¡Qué deliciosos sotaventos! Deben llevar a alguna parte; algo diferente de la tierra vulgar, más lleno de gracia que las palmeras. ¡A sotavento! La ballena blanca va para allá; mirad entonces a sotavento; mejor si es el cuarto más duro. Pero ¡adiós, adiós, viejo mastelero! ¿Qué es eso? ¿verde? Sí, hay diminutos musgos en esas grietas retorcidas. ¡No mancha semejante moho de humedad la cabeza de Ahab! Esa es la diferencia entre la vejez del hombre y de la materia. Pero sí, viejo mástil, los dos envejecemos juntos; sin embargo, estamos sanos de casco, ¿verdad, barco mío? Sí, con una pierna de menos, eso es todo. Por el Cielo, esta madera muerta aventaja en todos los sentidos a mi carne viva. No puedo compararme con ella; y he sabido de muchos barcos, hechos de árboles muertos, que superaban las vidas de hombres hechos de la materia más vital de padres vitales. ¿Qué es lo que ha dicho? ¿Que todavía irá por delante de mí, mi piloto, y todavía se le ha de ver otra vez? Pero ¿dónde? ¿Tendré ojos en el fondo del mar, suponiendo que descienda esos escalones sin fin? Y toda la noche he navegado alejándome de él, dondequiera que se hundiese. Sí, sí, como tantos otros, dijiste terribles verdades en cuanto referentes a ti mismo, oh, Parsi; pero, hasta Ahab, aquí no ha llegado tu disparo. Adiós, mastelero: no pierdas de vista a la ballena, mientras yo me voy. Mañana hablaremos, no, esta noche, cuando la ballena blanca yazga aquí, atada por la cabeza y la cola. Dio la orden y aún mirando a su alrededor, le bajaron sólidamente hasta cubierta a través del hendido aire azul.

En su momento, se arriaron las lanchas, pero Ahab, al erguirse en la popa de su embarcación, cerniéndose a punto de descender, hizo una señal con la mano al primer oficial —que sostenía en cubierta uno de los cables de los aparejos— y le hizo detenerse.

—¡Starbuck!
—¿Capitán?
—Por tercera vez, el barco de mi alma zarpa para este viaje, Starbuck.
—Sí, capitán, usted lo quiere así.
—Algunos barcos zarpan de sus puertos y luego desaparecen para siempre, Starbuck.
—Es verdad, capitán, amarguísima verdad.
—Algunos hombres mueren con la marea saliente, otros en bajamar, algunos en pleamar; y ahora me siento como una ola que es toda una sola cresta espumosa, Starbuck: soy viejo... dame la mano, hombre.

Sus manos se encontraron: sus ojos se pegaron, con las lágrimas de Starbuck por cola.

—¡Ah, mi capitán, mi capitán! Noble corazón... no vaya... ¡no vaya! Vea, es un hombre valiente el que llora; ¡qué grande, entonces, la agonía de su persuasión! ¡Arriad! —gritó Ahab, sacudiéndose de encima el brazo del primer oficial—. ¡Atención con los marineros!

Un momento después, la lancha remaba virando al pie de la popa.

—¡Los tiburones, los tiburones! —gritó una voz desde el tragaluz bajo de la cabina que había allí—: ¡Amo, mi amo, vuelve!

Pero Ahab no oyó nada, pues su propia voz estaba entonces gritando, y el barco siguió adelante saltando.

Sin embargo, la voz decía la verdad, pues apenas se había separado del barco, cuando multitudes de tiburones, al parecer subiendo de las oscuras aguas de debajo del casco, mordieron malignamente las palas de los remos, cada vez que se metían en el agua, y de ese modo acompañaron a la lancha con sus mordiscos. Es cosa que ocurre de modo nada insólito a las lanchas balleneras en esas aguas infestadas, como si los tiburones las siguieran del mismo modo previsor con que los buitres se ciernen en Oriente sobre las banderas de los regimientos que avanzan. Pero ésos eran los primeros tiburones que se habían observado en el Pequod desde la primera vez que se avistó la ballena blanca; y bien fuera porque los tripulantes de Ahab eran tales bárbaros de amarillo atigrado, y por consiguiente su carne era más perfumada para el sentido de los tiburones —cosa que a veces se sabe muy bien que les afecta—, o por lo que fuera, parecían seguir a aquella sola lancha sin molestar a las demás.

¡Corazón de acero templado! —murmuró Starbuck mirando sobre la borda, y siguiendo con los ojos a la lancha que se alejaba—: ¿puedes resonar aún audazmente ante esa visión? ¿Arriando tu quilla entre voraces tiburones, y seguido por ellos, con las bocas abiertas a la caza, y en este crítico tercer día? Pues cuando pasan tres días seguidos en una sola persecución continua e intensa, es seguro que el primero es la mañana, el segundo el mediodía, y el tercero el ocaso de ese asunto, acabe como acabe. ¡Ah, Dios mío!, ¿qué es lo que me atraviesa como un disparo, y me deja tan mortalmente tranquilo, fijo en la cima de un estremecimiento? Cosas futuras flotan ante mí, no sé cómo, se oscurece. ¡Mary, muchacha!, te desvaneces en pálidas glorias detrás de mí: ¡hijo!, me parece ver solamente tus ojos, que se han vuelto de un prodigioso azul. Los más extraños problemas de mi vida parecen aclararse, pero por en medio se ciernen nubes... ¿Llega el fin de mi viaje? Mis piernas se debilitan: como las del que ha caminado todo el día. Siente tu corazón... ¿sigue latiendo? ¡Muévete, Starbuck! ¡Destruye esto! ¡Muévete, muévete, habla en voz alta! ¡A ver, vigía! ¿Ves la mano de mi hijo en el cerro? Estoy loco... ¡eh, vigía!, no pierdas de vista a las lanchas... ¡fíjate bien en la ballena! ¡Eh, otra vez! ¡echa fuera a ese halcón! ¡mira cómo pica! Rompe el cataviento —(señalando a la bandera roja que ondeaba en la galleta del palo mayor)—. ¡Eh, se lo lleva! ¿Dónde está ahora el viejo? ¿Ves este espectáculo, oh, Ahab? ¡Tiembla, tiembla!

No habían llegado muy lejos las lanchas cuando, por una señal desde las cofas —un brazo señalando hacia abajo—, Ahab supo que la ballena se había sumergido, pero deseando estar cerca de ella en la próxima subida, siguió por su camino, un poco lateralmente desde la nave, mientras los tripulantes hechizados mantenían el más profundo silencio, en tanto que las olas, de frente, martillaban y martillaban contra la proa enfrentada.

¡Clavad, clavad vuestros clavos, olas! ¡Metedlos hasta el extremo de la cabeza! No hacéis más que golpear una cosa sin tapa, y para mí no puede haber ataúd ni coche fúnebre: ¡sólo el cáñamo puede matarme! ¡Ja, ja! De repente, las aguas alrededor de ellos se hincharon lentamente en anchos círculos: luego se elevaron deprisa, como resbalando de lado desde una sumergida montaña de hielo que subiera velozmente a la superficie. Se oyó un sordo sonido profundo, un zumbido subterráneo, y luego todos contuvieron el aliento, al ver que, entorpecida con cables a rastras, arpones y lanzas, una vasta figura surgía del mar a lo largo, pero oblicuamente. Envuelta en un leve velo de niebla que caía, se cernió por un momento en el aire irisado, y luego cayó atrás, hundiéndose en lo profundo. Salpicadas a treinta pies de altura, las aguas centellearon por un momento como cúmulos de fuentes, y luego se rompieron y se hundieron en un chaparrón de copos, dejando los círculos de la superficie cremosa como leche nueva en torno de la mole marmórea de la ballena.

—¡Adelante! —gritó Ahab a los remeros, y las lanchas se dispararon al ataque, pero Moby Dick, enloquecido por los recientes arpones de ayer que la corroían, parecía poseído a la vez por todos los ángeles caídos del cielo. La ancha fila de tendones soldados que se extendían por su ancha frente blanca, bajo la piel transparente, parecía como entretejida, cuando, de cara, se acercó agitando la cola entre las lanchas, y una vez más las separó con sus sacudidas, haciendo caer los arpones y lanzas de las lanchas de los dos oficiales, pero dejando la de Ahab casi sin tocar.

Mientras Daggoo y Queequeg tapaban las tablas estropeadas, la ballena se apartó de ellos nadando, y, al volverse, mostró un costado entero, pasando rápidamente junto a ellos: en ese momento se elevó un vivo grito. Atado con varias cuerdas al lomo del pez, amarrado en las vueltas y vueltas con que, durante la pasada noche, la ballena había enrollado los enredos de los cables a su alrededor, se veía el cuerpo medio destrozado del Parsi, con su oscuro ropaje hecho jirones y sus ojos distendidos volviéndose de lleno hacia Ahab.

El arpón se le cayó de la mano.

—¡Engañado, engañado! —lanzando un largo  respiro afanoso—. ¡Sí, Parsi! Te veo otra vez. Sí, y tú vas por delante, y ése, ése es entonces el coche fúnebre que prometiste. Pero te sigo hasta la última letra de tu palabra. ¿Dónde está el segundo coche fúnebre? ¡Fuera, oficiales, al barco! Estas lanchas ahora no sirven para nada: reparadlas, si podéis, a tiempo, y volved conmigo; si no, Ahab es suficiente para morir... ¡Quietos, marineros! Al primero que pretenda saltar de esta lancha, lo arponeo. No sois otros marineros, sino mis brazos y mis piernas, de modo que obedecedme. ¿Dónde está la ballena? ¿Ha vuelto a bajar? Pero miraba demasiado cerca de la lancha, pues, como si estuviera empeñado en escapar con el cadáver que llevaba, y como si el sitio preciso de su último encuentro hubiera sido sólo una etapa en su viaje a sotavento, Moby Dick seguía ahora nadando de firme hacia adelante; y casi había adelantado al barco, que hasta entonces había navegado en dirección contraria a él, aunque por el momento había detenido su avance. Parecía nadar con su mayor rapidez, y pretender ahora sólo escapar por su camino más derecho al mar.

—¡Ah, Ahab! —gritó Starbuck—, no es demasiado tarde, incluso ahora, el tercer día, para desistir. ¡Mira! Moby Dick no te busca. ¡Eres tú, eres tú el que locamente la buscas!

Poniendo vela al viento que se levantaba, la solitaria lancha era rápidamente impulsada a sotavento por remos y lona. Y al fin, cuando Ahab se deslizaba junto al barco, tan cerca como para distinguir la cara de Starbuck asomado al pasamano, le gritó que diera la vuelta al barco, y le siguiera, sin demasiada rapidez, con un intervalo juicioso. Al mirar arriba, vio a Tashtego, Queequeg y Daggoo subiendo ansiosamente a las tres cofas, mientras los remeros se balanceaban en las dos lanchas desfondadas que acababan de izarse al costado y se ocupaban en repararlas. Al pasar rápidamente, también observó fugazmente, uno tras otro, a Stubb y Flask, ocupados en cubierta entre haces de nuevos arpones y lanzas. Al ver todo esto, al oír los martilleos en las lanchas rotas, otros martillos muy diversos parecieron meter un clavo en su corazón. Pero se dominó. Y entonces, observando el lugar donde había desaparecido el catavientos o bandera del mastelero del palo mayor, gritó a Tashtego, que acababa de llegar a esa altura, que bajara otra vez a buscar otra bandera, y clavos y martillo para sujetarla al palo.

Quizás extenuado por los tres días de persecución a la carrera y por la resistencia a su avance en el enredo anudado que arrastraba, o quizá por alguna oculta malicia y engaño que había en él, fuera por lo que fuera, la marcha de Moby Dick empezaba a menguar, según parecía, por el rápido acercamiento de la lancha, una vez más, aunque, desde luego, la ventaja del cetáceo no había sido en esta ocasión tan larga como antes. Y todavía, mientras Ahab se deslizaba sobre las olas, los inexorables tiburones le seguían acompañados, y se pegaban tan pertinazmente a la lancha, y mordían tan continuamente los remos al sumergirse, que las palas quedaban melladas y aplastadas, y dejaban pequeñas astillas en el mar casi a cada zambullida.

—¡No les hagáis caso! Esos dientes no hacen más que de nuevos toletes para vuestros remos. ¡Seguid remando! Es mejor apoyo la mandíbula del tiburón que el agua que cede.
—¡Pero a cada mordisco, capitán, las palas se hacen más pequeñas!
—¡Durarán de sobra! ¡Seguid remando! Pero ¿quién puede decir —murmuró— si estos tiburones nadan para hacer festín con la ballena o con Ahab? Pero ¡seguid remando! Sí, todos vivos ahora... nos acercamos a ella. ¡La caña, tomad la caña! Dejadme pasar —y, diciendo así, dos de los remeros le ayudaron a adelantarse a la proa de la lancha aún en pleno avance.

Al fin, cuando la embarcación llegó a un costado y pasó corriendo junto al flanco de la ballena blanca, ésta pareció extrañamente olvidada de su avance —como hacen a veces las ballenas—, y Ahab llegó ya dentro de la humosa niebla montañosa, que lanzada por el chorro de la ballena, se rizaba en torno a su gran joroba de Monadnock; y al estar muy cerca de ella, con el cuerpo arqueado hacia atrás y los dos brazos elevados a todo lo largo para blandirlo, disparó el feroz arpón y su maldición aún más feroz a la odiada ballena. Al hundirse en su agujero arpón y maldición, como absorbido en una ciénaga, Moby Dick se retorció de lado; agitó espasmódicamente su flanco cercano contra la proa, y, sin abrir en ella un agujero, volcó tan de repente la lancha, que de no ser por la parte elevada de la regala a que se agarraba, Ahab hubiera sido lanzado una vez más al mar. De todos modos, tres de los remeros, y por tanto no estaban preparados para sus efectos, fueron lanzados fuera, pero cayeron de tal modo que, en un momento dos de ellos volvieron a agarrarse a la regala, y, subiendo a su nivel con la cresta de una ola, se volvieron a meter enteros a bordo, mientras el tercer marinero quedaba inerme a popa, aunque todavía a flote y nadando. Casi simultáneamente, con una poderosa volición de rapidez instantánea y sin grados, la ballena blanca se disparó a través del mar en tumulto. Pero cuando Ahab gritó al timonel que diera más vueltas a la estacha y la sujetó así, y mandó a los tripulantes que dieran vuelta en sus bancadas para llevar a remolque la lancha hasta su blanco, ¡en ese momento, la traidora estacha sintió ese doble esfuerzo de tensión, y se partió en el aire vacío!

—¿Qué se rompe en mí? ¡Algún tendón se quiebra! Otra vez estoy bien. ¡Remos, remos! ¡Adelante contra ella!

Al oír el tremendo empujón de la lancha que surcaba el agua, la ballena dio la vuelta para presentarle como defensa su frente lisa, pero en ese giro, observando el casco negro del barco que se acercaba, y al parecer viendo en él la fuente de todas sus persecuciones, o quizá considerándolo un enemigo mayor y más noble, de repente se lanzó contra su proa que avanzaba, a la vez que chascaba las mandíbulas entre feroces chaparrones de espuma.
Ahab se tambaleó y se golpeó la frente con la mano.

—Me quedo ciego. ¡Manos, alargaos ante mí para poder seguir avanzando a tientas! ¿Es de noche?
—¡La ballena! ¡El barco! —gritaron los remeros, abrumados.¡Remos, remos! ¡Haz una ladera bajando a tus profundidades, oh, mar, para que, antes que sea demasiado tarde para siempre, Ahab pueda deslizarse por esta última, última vez hacia su blanco! ¡Adelante, muchachos! ¿No queréis salvar mi barco?

Pero cuando los remeros forzaron violentamente la lancha a través de las olas que golpeaban como martillos, los extremos de proa de dos tablas, ya rotas por la ballena, reventaron, y casi en un instante, la lancha temporalmente inutilizada quedó al nivel de las olas, con sus tripulantes, medio sumergidos y salpicantes, intentando difícilmente tapar la vía de agua y achicar la que entraba. Mientras, en ese momento de observación, el martillo de Tashtego, en el mastelero, quedó suspenso en su mano, y la bandera roja, medio envolviéndole como en un capote, se extendió recta y ondeó desde él, como su propio corazón, fluyendo hacia delante, en tanto que Starbuck y Stubb, situados abajo, en el bauprés, vieron al mismo tiempo que él al monstruo que les acometía.

—¡La ballena, la ballena! ¡Caña a barlovento, caña a barlovento! ¡Ah, todas vosotras, dulces potestades del aire, abrazadme ahora estrechamente! Que no muera Starbuck, si ha de morir, en un desmayo de mujer. Caña a barlovento digo... ¡tontos, la mandíbula, la mandíbula! ¿Es ése el final de todas mis oraciones explosivas? ¿De todas mis fidelidades a lo largo de la vida? ¡Ah, Ahab, Ahab, mira tu obra! ¡Derecho, timonel, derecho! ¡No, no! ¡Caña a barlovento otra vez! ¡Se vuelve para venir contra nosotros! Ah, su inexorable frente avanza contra uno cuyo deber le dice que no puede marcharse. ¡Dios mío, ponte ahora a mi lado!
—No te pongas a mi lado, sino ponte debajo de mí, quienquiera que seas el que ahora quieras ayudar a Stubb, pues también Stubb está aquí sujeto; ¡y te hago muecas, ballena con muecas! ¿Quién ayudó jamás a Stubb, o mantuvo a Stubb en vela sino los propios ojos sin parpadeo de Stubb? Y ahora el pobre Stubb se acuesta en un colchón que es demasiado blando: ¡ojalá estuviera relleno de zarzas! ¡Te hago muecas, ballena con muecas! ¡Mirad, sol, luna y estrellas! Os llamo asesinos de un hombre tan bueno como jamás ha lanzado en chorro su espíritu. Con todo eso, ¡todavía chocaría con vosotros mi copa, con tal que me la alargarais! ¡Oh, oh, oh, oh! ¡oh, tú, ballena con muecas, pero pronto habrá exceso de tragar! ¿Por qué no huyes, Ahab? En cuanto a mí, fuera los zapatos y la chaqueta, y a ellos: ¡que Stubb muera en calzoncillos! Sin embargo, es una muerte muy mohosa y salada: ¡cerezas, cerezas, cerezas! ¡Oh, Flask, una sola cereza roja antes de que muramos!
—¿Cerezas? Sólo me gustaría que estuviéramos donde crecen. Ah, Stubb, espero que mi pobre madre haya cobrado mi parte de paga antes de ahora: si no, ahora le llegarán pocas monedas de cobre, porque se acabó el viaje.

Desde la proa del barco, casi todos los marineros ahora estaban suspensos e inactivos, con martillos, trozos de tabla, lanzas y arpones maquinalmente sujetos en la mano, tal como se habían separado de sus diversas ocupaciones: con todas sus absortas miradas fijas en la ballena, que, moviendo de un lado a otro su cabeza predestinadora, lanzaba por delante en su avance una ancha banda de espuma semicircular extendida. Retribución, rápida venganza, malicia eterna había en todo su aspecto, y, a pesar de todo lo que pudo hacer el hombre mortal, el sólido contrafuerte blanco de su frente golpeó la proa del barco a estribor, hasta que temblaron hombres y tablas. Algunos cayeron de bruces. Como galletas de mástil arrancadas, las cabezas de los arponeros vigías oscilaron en sus cuellos taurinos. A través de la brecha, oyeron entrar el agua, como torrentes de montaña cayendo a un barranco.

—¡El barco! ¡El coche fúnebre! —gritó Ahab desde la lancha—: ¡su madera sólo podía ser americana!

Sumergiéndose bajo el barco zozobrante, la ballena corrió bajo la quilla y la hizo estremecer, pero, después de girar bajo el agua, volvió a surgir rápidamente a la superficie, lejos del otro lado de la proa, pero a pocos pasos de la lancha de Ahab, donde, por algún tiempo, se quedó quieta.

—Vuelvo la espalda al sol. ¡Eh, Tashtego! Hazme oír tu martillo. ¡Ah, esos tres inexpugnados campanarios míos; quilla sin quebrar; casco sólo herido por los dioses; firme cubierta y altanero timón, proa apuntada al polo; barco glorioso en la muerte! ¿Has de perecer entonces, y sin mí? ¿Estoy separado del último orgullo afectuoso de los más bajos capitanes naufragados? ¡Ah, muerte solitaria para vida solitaria! ¡Ah, ahora siento mi supremo dolor! ¡Ah, ah, desde vuestros más lejanos confines, venid ahora a verteros, osadas olas de toda mi vida pasada, y amontonaos en esta gran oleada reunida de mi muerte! Hacia ti bogo, ballena omnidestructora, pero invencible; al fin lucho contigo; desde el corazón del infierno te hiero; por odio te escupo mi último aliento. ¡Húndanse todos los ataúdes y todos los coches fúnebres en un charco común! Y puesto que ninguno ha de ser para mí, ¡vaya yo a remolque en trozos, sin dejar de perseguirte, aunque atado a ti, ballena maldita! ¡Así entrego la lanza!

Se disparó el arpón: la ballena herida voló hacia delante; con velocidad inflamadora, la estacha corrió por el surco, y se enredó. Ahab se agachó para desenredarla, y lo logró, pero el lazo al vuelo le dio vuelta al cuello, y sin voz, igual que los silenciosos turcos estrangulan a sus víctimas, salió disparado de la lancha, antes que los tripulantes supieran que se había ido. Un momento después, la pesada gaza en el extremo final de la estacha salía volando de latina vacía, derribaba a un remero, e, hiriendo el mar, desaparecía en sus profundidades. Por un momento, los pasmados tripulantes de la lancha quedaron inmóviles, y luego se volvieron:

—¿Y el barco? ¡Gran Dios! ¿dónde está el barco?

Pronto, a través de una confusa y enloquecedora niebla vieron su escorado fantasma que se desvanecía, como en la gaseosa fata morgana, sólo con los extremos de los mástiles fuera del agua, mientras, clavados por infatuación, o fidelidad, o fatalidad, a sus nidos, antes elevados, los arponeros paganos seguían manteniendo sus vigilancias, sumergiéndose, sobre el mar. Y entonces, círculos concéntricos envolvieron a la propia lancha solitaria, y a todos sus tripulantes, y a todo remo flotante, y a toda asta de lanza; y haciendo girar todos, con cosas animadas e inanimadas, alrededor de un solo torbellino, se llevaron de la vista hasta la más pequeña astilla del Pequod.

Pero mientras las últimas sumersiones caían entremezcladas sobre la hundida cabeza del indio en la cofa, dejando aún visibles unas pocas pulgadas del palo erguido, junto con largas yardas ondeantes de la bandera, que se mecía tranquilamente, con irónica coincidencia, sobre las destructoras olas que casi tocaba; en ese instante, un brazo rojo se echó atrás con un martillo levantado en el aire, en ademán de clavar más firme la bandera al palo que se desvanecía. Un halcón del cielo que había seguido burlonamente la galleta del palo mayor, bajando desde su hogar natural entre las estrellas, picó la bandera e incomodó allí a Tashtego: por casualidad, ese pájaro interpuso su ancha ala móvil entre el martillo y la madera, y, sintiendo, abajo, en su estertor de muerte, plantó allí su martillo como helado; y así el pájaro del cielo, con gritos arcangélicos, y con su pico imperial vuelto hacia arriba, y toda su forma cautiva envuelta en la bandera de Ahab, se hundió con el barco, que, como Satán, no quiso bajar al infierno hasta haber arrastrado consigo una parte viva del cielo, poniéndosela por casco. Entonces, pequeñas aves volaron gritando sobre el abismo aún entreabierto; una tétrica rompiente blanca chocó contra sus bordes abruptos; después, todo se desplomó, y el gran sudario del mar siguió meciéndose como se mecía hace cinco mil años.

EPÍLOGO


Y sólo yo escapé para contártelo. JOB

El drama ha terminado. Entonces ¿por qué se adelanta alguien? Porque uno sobrevivió al naufragio.

Ocurrió que, después de la desaparición del Parsi, yo fui aquel a quien el Destino ordenó tomar el lugar del remero de proa de Ahab, cuando éste asumió el puesto vacante: el mismo que, cuando en el último día tres hombres fueron lanzados del bote sacudido, cayó por la popa. Así, flotando al margen de la escena sucesiva, y observándola por completo, cuando me alcanzó la succión semiextinguida del barco, fui atraído entonces, pero despacio, hacia el abismo que se cerraba. Cuando lo alcancé, se había convertido en un charco cremoso.

Entonces giré y giré como otro Ixión, siempre contrayéndome hacia la negra burbuja, como un botón, en el eje de ese círculo lentamente rotatorio. Hasta que, al alcanzar ese centro vital, la burbuja negra reventó hacia arriba, y el ataúd-salvavidas, liberado ahora por razón de su ingenioso resorte y, subiendo con gran fuerza debido a su gran flotabilidad, salió disparado y quedó flotando a mi lado. Sostenido por ese ataúd, durante casi todo un día y una noche, floté por un océano blando y funéreo. Los inocuos tiburones pasaban a mi lado como si llevaran candados en la boca; los salvajes halcones marinos navegaban con picos envainados. Al segundo día, un barco se acercó, y por fin me recogió. Era el Raquel, de rumbo errante que, retrocediendo en busca de sus hijos perdidos, encontró sólo otro huérfano.

FIN

domingo, 30 de diciembre de 2012

Moby Dick - CXXXIII y CXXXIV - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - CXXIX, CXXX, CXXXI y CXXXII - Herman Melville"




Capítulo CXXXIII


LA CAZA. PRIMER DÍA


Aquella noche, durante la guardia de media, cuando el viejo —como solía hacer a intervalos— salió del portillo en que se apoyaba, y llegó a su agujero de pivote, de repente adelantó la cara ferozmente olfateando el aire marino, como un sagaz perro de barco al acercarse a alguna isla bárbara, y declaró que debía haber alguna ballena cerca. Pronto se hizo perceptible a toda la guardia ese peculiar olor que a veces emite a gran distancia el cachalote vivo, y ningún marinero se sorprendió cuando, después de inspeccionar la brújula, y luego el cataviento, y después de asegurarse, en todo lo posible,
del rumbo exacto del olor, Ahab ordenó rápidamente que se cambiara un poco el rumbo del barco y se disminuyera de paño.

La aguda prudencia que dictaba esos movimientos quedó justificada suficientemente al alborear, cuando se vio en el mar una larga mancha de calma, delante mismo, suave como el aceite, y semejante, en las plegadas arrugas de agua que la bordeaban, a las pulidas marcas de aspecto metálico de alguna rápida hendidura, de la corriente en una garganta de un torrente profundo y rápido.

¡Vigías a las cofas! ¡Todos a cubierta! Tronando con los extremos de tres espeques empuñados contra la cubierta del castillo, Daggoo despertó a los durmientes con tales golpes de juicio Final, que parecieron salir disparados por el portillo, de tan al momento como aparecieron con la ropa en la mano.

—¿Qué veis? —gritó Ahab, volviendo la cara hacia el cielo.
—¡Nada, nada, capitán! —fue el sonido que bajó en respuesta.
—¡Juanetes y alas! ¡Abajo y arriba, y a las dos bandas!

Desplegando todas las velas, soltó entonces el cable reservado o para izarle al mastelero de sobrejuanete, y pocos momentos después le izaban allí, cuando, sólo a dos tercios del camino hacia arriba, y mientras oteaba a través del vacío horizontal entre la vela de gavia y la de juanete, elevó por el aire un grito como de gaviota:

—¡Ahí sopla, ahí sopla! ¡Una joroba como un monte nevado! ¡Es Moby Dick!

Inflamados por el grito, que pareció repetido al instante por los tres vigías, los marineros en cubierta se precipitaron a las jarcias a observar la famosa ballena que tanto tiempo llevaban persiguiendo. Ahab ahora había alcanzado su altura final, a varios pies por encima de los demás vigías, y Tashtego estaba exactamente por debajo de él en el tamborete del mastelero de juanete, de modo que la cabeza del indio quedaba casi al nivel del talón de Ahab. Desde esa altura, la ballena se veía ahora a poco más de una milla, mostrando a cada ondulación del mar su alta joroba resplandeciente, y disparando con regularidad al aire su silencioso chorro. Para los crédulos marineros, pareció el mismo chorro silencioso que habían observado, hacía tanto tiempo, a la luz de la luna, en los océanos Atlántico e índico.

—¿Y no la visteis antes ninguno de vosotros? —gritó Ahab, dirigiéndose a los vigías.
—La vi casi en el mismo momento que el capitán Ahab, y la señalé —dijo Tashtego.
—No en el mismo momento, no en el mismo... no, el doblón es mío; el Destino me ha reservado el doblón. Yo sólo he sido: ninguno de vosotros tres habéis sido el primero en avistar a la ballena blanca. ¡Ahí sopla, ahí sopla, ahí sopla! ¡Otra vez, otra vez! —gritó, en tono prolongado, lento, metódico, a compás de las extensiones graduales de los chorros visibles de la ballena—. ¡Se va a zambullir! ¡Aferrar las alas! ¡Arriar juanetes! ¡Preparados para tres lanchas! Starbuck, no olvides, quédate a bordo, y guarda el barco. ¡Timonel, orza una cuarta! ¡Eso; firme, muchacho, firme! ¡Ahí va una cola! ¡No, no, es sólo agua negra! ¿Preparadas todas las lanchas? ¡Dispuestos todos! ¡Bájame, Starbuck; baja, baja, deprisa, más deprisa! —y se deslizó por el aire hasta cubierta.

—Va derecha a sotavento, capitán —gritó Stubb—: delante mismo de nosotros: todavía no puede haber visto el barco.
—¡Cállate, hombre! ¡Preparados a las brazas! ¡Caña toda a sotavento! ¡Braga a ceñir! ¡Flamear, flamear! ¡Eso; está bien! ¡A las lanchas, a las lanchas!

Pronto se arriaron todas las lanchas menos la de Starbuck; se izaron todas las velas de las lanchas y se movieron los canaletes, con velocidad ondeante, disparándose a sotavento, y llevando a Ahab a la cabeza del ataque. Un pálido fulgor mortal iluminaba los hundidos ojos de Fedallah; un horrible gesto le mordía la boca. Como silenciosas conchas de nautilus, sus leves proas avanzaban rápidas por el mar, pero se acercaban muy despacio al enemigo. Al llegar a su proximidad, el océano se hizo aún más liso: parecía extender una alfombra sobre sus olas: parecía una pradera a mediodía, de tan sereno como se extendía. Por fin el cazador sin aliento llegó tan cerca de su presa, al parecer libre de sospechas, que se hizo enteramente visible toda su abrumadora joroba, deslizándose por el mar como una cosa aislada, y envuelta continuamente en un anillo giratorio de la espuma más fina, como vellón verdoso. Vio las vastas y enredadas arrugas de la cabeza levemente replegada hacia atrás. Por delante de ella, a buena distancia, en las aguas blandas como alfombra persa, iba la centelleante sombra blanca de su ancha frente lechosa, y una ondulación musical que acompañaba juguetonamente a la sombra; y por detrás, las aguas azules fluían intercambiándose entre el valle móvil de su firme estela; y a un lado y a otro, claras burbujas surgían y danzaban junto a ella. Pero éstas volvían a romperse con las leves patas de centenares de alegres aves que salpicaban suavemente de plumas el mar, alternando con su vuelo entrecortado. Como un asta de bandera elevándose del casco pintado de una carabela, el alto, pero destrozado, palo de una lanza reciente salía del lomo de la ballena blanca; y de vez en cuando, alguno de la nube de pájaros de suaves patas que revoloteaban rasantes, como un baldaquino sobre el pez, se posaba y se mecía silenciosamente en ese palo, con sus largas plumas de la cola tendidas al viento como gallardetes.

Una suave alegría, una poderosa suavidad de reposo con velocidad revestía a la ballena en su avance. Ni el blanco toro Júpiter escapando a nado con la raptada Europa agarrada a sus graciosos cuernos, y con sus ojos atentos, maliciosos y enamorados, mirando de medio lado a la doncella, al navegar, con suave rapidez hechizadora, hacia su escondrijo nupcial en Creta; ni Jove, esa gran majestad suprema, superó a la glorificada ballena blanca al nadar de modo tan divino.

A cada uno de sus suaves lados — coincidiendo con la onda dividida, que, después de elevarla, luego se separaba tanto en su fluir—, a cada uno de sus claros lados, la ballena derramaba seducciones. No era extraño que entre sus cazadores algunos hubieran sido tan arrebatados y seducidos por toda esa serenidad, que se hubieran atrevido a asaltarla, para encontrar fatalmente que esa quietud no era sino el disfraz de los huracanes. Pero tranquila, seductoramente tranquila, ¡oh, ballena!, avanzas deslizándote, y para todos los que te miran por primera vez, no importa cuántos puedas haber engañado y seducido antes de ese modo. Y así, a través de las serenas tranquilidades del mar tropical, entre olas cuyas palmadas quedaban suspendidas por el éxtasis, Moby Dick se movía, aún escondiendo a la vista todos los terrores de su mole sumergida, y ocultando por entero el retorcido horror de su mandíbula. Pero pronto su parte delantera se elevó lentamente del agua; por un momento todo su cuerpo marmóreo formó un gran arco, como el Puente Natural de Virginia, y, como un aviso, agitó en el aire su cola igual que una bandera: el gran dios se reveló, se zambulló, y desapareció de la vista. Deteniéndose aleteantes y picando en el vuelo, las blancas aves marinas se demoraron anhelantes sobre el agitado charco que dejó.

Con los remos alzados, y los canaletes bajos, y con las escotas de las velas sueltas, las tres lanchas seguían flotando tranquilamente, en espera de la reaparición de Moby Dick.

—Una hora —dijo Ahab, quedándose arraigado en la proa de su lancha, y miró más allá del sitio de la ballena, hacia los penumbrosos espacios azules y los anchos vacíos fascinadores a sotavento. Fue sólo un momento, pues otra vez sus ojos parecieron revolverse en su cara al recorrer todo el círculo de aguas. La brisa ahora refrescaba; el mar empezaba a hincharse.
—¡Los pájaros, los pájaros! —gritó Tashtego.

En larga fila india, como las avutardas cuando emprenden el vuelo, los pájaros blancos volaban ahora todos hacia la lancha de Ahab, y al llegar a pocos pasos de él, empezaron a revolotear por el agua, girando en torno con alegres gritos de expectación. Su visión era más aguda que la del hombre; Ahab no podía descubrir señal alguna en el mar. Pero de repente, al escudriñar más y más hondo en sus profundidades, vio en lo hondo un blanco punto vivo, no mayor que una comadreja blanca, que subía con prodigiosa celeridad, agrandándose al subir, hasta que se volvió y entonces se mostraron claramente dos largas filas retorcidas de relucientes dientes blancos, subiendo a flote desde el fondo inescrutable. Era la boca abierta de Moby Dick y su mandíbula curvada; su vasta mole ensombrecida, aún medio mezclada con el azul del mar. La boca resplandeciente bostezaba bajo la lancha como una tumba marmórea con las puertas abiertas; y Ahab, dando un golpe lateral con el remo de gobernalle, hizo girar su embarcación desviándola de esa tremenda aparición. Luego, llamando a Fedallah para cambiar de sitio con él, se adelantó a la proa, y empuñando el arpón de Perth, mandó a sus tripulantes que agarraran los remos y se prepararan a retroceder.

Ahora, a causa del oportuno giro en redondo de la lancha sobre su eje, la proa, por anticipación, vino a quedar frente a la cabeza de la ballena cuando todavía estaba debajo del agua. Pero Moby Dick, como si percibiera esta estratagema con la maliciosa inteligencia que se le atribuía, se trasladó de lado, por decirlo así, en un momento, disparando hacia delante su arrugada cabeza por debajo de la lancha. Toda entera, en cada tabla y cada cuaderna, la lancha vibró por un instante, mientras la ballena, tendida oblicuamente sobre el lomo, a modo de un tiburón al morder, se metía la proa en la boca, despacio y como a tientas, de tal modo que la larga mandíbula inferior, estrecha y torcida, se elevó, rizada, por el aire, y uno de los dientes se atrancó en una chumacera. La azulada blancura perlada del interior de la mandíbula estaba a seis pulgadas de Ahab, llegando más arriba de ésta. En esa postura, la ballena blanca sacudía el ligero cedro como un gato benignamente cruel a su ratón. Con ojos sin asombro, Fedallah miró cruzándose de brazos, pero los tripulantes de amarillo atigrado se atropellaron unos sobre las cabezas de otros para alcanzar el extremo de popa.

Y entonces, mientras ambas elásticas regalas vibraban encogiéndose y estirándose, a la ballena, en su juego diabólico con la embarcación condenada, por tener el cuerpo sumergido bajo la lancha, no se la podía arponear desde la proa, pues la proa estaba casi dentro de ella, por decirlo así, y mientras las demás lanchas se detenían involuntariamente, como ante una crisis vital imposible de resistir, entonces, el monomaníaco Ahab, furioso con la cercanía tantalizadora de su enemigo, que le ponía vivo e inerme en las mismas mandíbulas que odiaba, entró en frenesí con todo ello, agarró el largo hueso con las manos descubiertas, y se esforzó locamente por arrancarle la lancha. Al intentarlo así vanamente, la mandíbula se le escapó; las frágiles regalas se doblaron y se deshicieron con un chasquido, mientras las mandíbulas, como enormes tijeras, deslizándose más a popa, cortaron completamente en dos la lancha de un mordisco, y se volvieron a cerrar firmemente en el mar, en medio de los dos restos flotantes. Éstos quedaron a sus lados, con los extremos rotos hundidos, mientras los tripulantes, en el resto de popa, se agarraban a las regalas y trataban de sujetarse a los remos para amarrarlos de través.

En ese momento inicial, antes de que se partiera la lancha, Ahab, el primero en darse
cuenta de la intención de la ballena —por la hábil elevación de la cabeza, movimiento que le hizo soltar su propio apoyo por el momento—, hizo con la mano en ese instante un esfuerzo final para sacar de un empujón a la lancha fuera del mordisco. Pero la lancha, resbalando más al interior de la boca de la ballena, y escorándose al deslizarse, le quitó su apoyo en la mandíbula, volcándole fuera, al inclinarse para empujar, de modo que se cayó de cara en el mar. Retirándose de su presa entre oleadas, Moby Dick quedó a poca distancia, sacando y metiendo verticalmente su alargada cabeza blanca por entre las olas y, a la vez haciendo girar todo su cuerpo ahusado, de modo que cuando subía su vasta frente arrugada —a unos veinte pies o más fuera del agua— las olas entonces levantadas,
con todas sus ondas confluyentes, se rompían centelleantes contra ella, lanzando vengativamente su desgarrada salpicadura aún más alto por el aire. Así en una galerna, las ondas del Canal, sólo a medias días derrotadas, retroceden desde la base de Eddystone, para sobrepasar triunfalmente su cima por su carrera. Pero volviendo a tomar pronto su postura horizontal, Moby Dick nadó rápidamente en torno a la tripulación náufraga, revolviendo lateralmente el agua en su vengativa estela, como si se animase a latigazos para otro ataque aún más mortal. La vista de la lancha hecha astillas parecía enloquecerla, como la sangre de uvas y moras echadas ante los elefantes de Antíoco, en el Libro de los Macabeos. Mientras tanto Ahab, medio ahogado en la espuma de la insolente cola de la ballena, y demasiado inválido para nadar —aunque todavía podía mantenerse a flote, aun en el corazón de semejante torbellino—, el inerme Ahab, mostraba la cabeza como una burbuja zarandeada que puede estallar a la menor ocasión. Desde la fragmentada popa de la lancha, Fedallah le observaba sin curiosidad y con benignidad; los tripulantes agarrados al otro extremo a la deriva no podían socorrerle, y ya hacían de sobra por cuidarse de sí mismos. Pues tan trastornadamente horrorizador era el aspecto de la ballena blanca, y tan planetariamente rápidos eran los círculos, cada vez más estrechos, que trazaba, que parecía ir a caer sobre ellos de plano. Y aunque las otras lanchas, intactas, todavía andaban por allí cerca, no se atrevían a remar hacia el remolino para arponear, no fuera a ser ésa la señal para la destrucción instantánea de los proscritos en peligro, Ahab incluido; y tampoco en ese caso podrían esperar ellos salvarse. Con miradas tensas, pues, se quedaron en el margen exterior de la zona de peligro, cuyo centro había llegado a ser la cabeza del viejo. Mientras tanto, todo esto se había avistado desde las cofas del barco, que, braceando en cruz, se había dirigido hacia la escena, y llegaba ya tan cerca que Ahab, desde el agua, le gritó:

—Navegad contra...

Pero en ese instante una ola que provenía de Moby Dick rompió contra él, y le abrumó por el momento. Sin embargo, volvió a salir luchando de ella, y al encontrarse en lo alto de una elevada cresta, gritó:

—¡Navegad contra la ballena! ¡Echadla de aquí!

El Pequod puso proa, y, rompiendo el círculo encantado, logró eficazmente separar a la ballena blanca de su víctima. Y mientras aquélla se alejaba de mal humor, las lanchas acudieron al salvamento.

Arrastrado a la lancha de Stubb con ojos cegados e inyectados de sangre, y con la espuma blanca cuajándose en sus arrugas, la larga tensión de la energía corporal de Ahab pareció quebrarse, y cedió inerme al juicio de su cuerpo por algún tiempo, quedando aplastado en el fondo de la lancha de Stubb, como pisado por las patas de rebaños de elefantes. Desde lo más íntimo de él, salían gemidos sin nombre, como desolados sonidos desde barrancos.

Pero esa intensidad de su postración física sirvió para abreviarla. En el margen de un instante, grandes corazones condensan a veces en un solo dolor agudísimo la suma total de esas penas superficiales que se difunden benignamente a través de las vidas enteras de hombres más débiles. Y así tales corazones, aunque sumarios en el sufrimiento de cada uno, sin embargo, si lo decretan los dioses, se reúnen en su vida entera toda una era de sufrimiento, completamente compuesta de intensidad instantánea, pues, aun en sus centros sin extensión, esas nobles naturalezas contienen los enteros ámbitos de almas inferiores.

—El arpón —dijo Ahab, medio levantándose, y apoyándose a rastras en un brazo doblado —, ¿está a salvo?
—Sí, capitán, porque no se lanzó: es éste — dijo Stubb mostrándoselo.
—Pónmelo delante: ¿faltan hombres?
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco... había cinco remeros, capitán, y aquí hay cinco hombres.
—Está bien. Ayúdame: quiero ponerme de pie. ¡Eso, eso, la veo!

“¡Allí, allí! Todavía a sotavento: ¡cómo salta el chorro! ¡Quitadme las manos de encima! ¡La savia eterna vuelve a correr por los huesos de Ahab! Izad la vela; fuera los remos; ¡la caña! Ocurre a menudo que, cuando se desfonda una lancha, sus tripulantes, recogidos por otra, ayudan al trabajo en esa segunda lancha, y la caza continúa así con lo que se llaman remos de doble bancada. Así fue ahora. Pero la aumentada fuerza de la lancha no igualó a la aumentada fuerza de la ballena, pues parecía haber puesto triple bancada a cada una de sus aletas, nadando con una velocidad que mostraba claramente que si ahora, en esas circunstancias, se proseguía la persecución, se prolongaría indefinidamente y sin esperanzas; y no había tripulación que pudiera aguantar tan largo período de tensión intensa e ininterrumpida en el remo: cosa apenas soportable solamente en alguna breve vicisitud. El propio barco, entonces, ofrecía el medio más prometedor para proseguir entretanto la caza. Conforme a esto, las lanchas se dirigieron entonces hacia él y pronto se acercaron a sus cabrias —amarrándose a ellas previamente las dos partes de la lancha destrozada— para izarlo luego todo al costado, tras de lo cual se desplegaron todas las velas y se reforzaron lateralmente con «alas», como las alas de doble coyuntura del albatros, y el Pequod siguió a sotavento la estela de Moby Dick. Con los conocidos intervalos metódicos, se anunciaba regularmente el centelleante chorro de la ballena desde las cofas, y cuando se informaba de que se había sumergido, Ahab observaba la hora, y luego, recorriendo la cubierta con el reloj de bitácora en la mano, en cuanto expiraba el último segundo de la hora prevista, se oía su voz:

—¿De quién es ahora el doblón? ¿La veis?

Y si la respuesta era « ¡No, capitán!», al momento mandaba que le izaran a su altura. De ese modo pasó el día Ahab; unas veces en lo alto e inmóvil; otras veces, caminando inquieto por la cubierta.

Mientras andaba así, sin emitir sonido, excepto para gritar a los vigías, o para pedir a los marineros que izaran más alto una vela, o que extendieran otra con mayor extensión; andando así, bajo su sombrero ladeado, a cada vuelta pasaba ante su propia lancha destrozada, que habían tirado en cubierta y quedaba allí volcada: la rota proa junto a la aniquilada popa. Por fin se detuvo ante ella; y lo mismo que en un cielo ya nublado a veces cruzan nuevas bandadas de nubes, así sobre la cara del viejo se deslizó una nueva tenebrosidad.

Stubb le vio detenerse, y quizá pretendiendo, aunque no con vanidad, evidenciar su propia fortaleza inabatida, y conservar así plaza de valiente en el ánimo del capitán, avanzó, y mirando la ruina, exclamó:

—¡El cardo que ha rehusado el burro; le pinchaba demasiado la boca, capitán, ja, ja!
—¿Qué ser sin alma es éste que se ríe delante de un destrozo? ¡Hombre, hombre! Si no supiera que eres tan valiente como el fuego sin temor (y tan maquinal como él) podría jurar que eres un cobarde. No gimas ni rías ante un resto de naufragio.
—Sí, capitán —dijo Starbuck, acercándose—: es un espectáculo solemne: un agüero, y malo.
—¿Agüero, agüero? ¡El diccionario! Si los dioses piensan hablar con franqueza al hombre, le hablan honradamente con franqueza, y no sacuden la cabeza y le dan una oscura sugerencia de viejas. ¡Vete! los dos sois los polos opuestos de una cosa: Starbuck es Stubb al revés, y Stubb, es Starbuck al revés: y sin embargo, los dos sois toda la humanidad, y Ahab está solo entre los millones de la tierra poblada, sin tener dioses ni hombres por vecinos suyos. ¡Frío, frío! ¡Tirito! ¿Y ahora qué? ¡Eh, arriba! ¿La veis? Señalad cada chorro, aunque lo lance diez veces por segundo.

El día casi había acabado; sólo se arrastraba la orla de su manto dorado. Pronto estuvo casi oscuro, pero no se hacía bajar aún a los vigías.

—Ya no podemos ver el chorro, capitán... demasiado oscuro... —gritó una voz desde el aire.
—¿Qué rumbo llevaba la última vez que la viste?
—Como antes, capitán; derecho a sotavento. ¡Bien! Esta noche viajará más despacio. Starbuck, arría juanetes y alas. No debemos alcanzarla antes de la mañana; ahora está haciendo una travesía, y podría ponerse un rato al pairo. ¡Eh, timonel!, ¡pon viento en popa! ¡Los de arriba, bajad! Stubb, envía un relevo a la cofa del palo mayor, y que siga habiendo alguien hasta que amanezca. —Luego, avanzando hacia el doblón en el palo mayor—: Muchachos, este oro es mío, porque me lo he ganado, pero lo dejaré ahí hasta que muera la ballena blanca; y ahora, el primero de vosotros que la señale en el día que muera, se ganará este oro; y si ese día la vuelvo a señalar yo, se repartirá entre vosotros diez veces esta suma. ¡Ahora, fuera! La cubierta es tuya.

Y diciendo así, se puso a medio camino en el portillo, y, ladeando el sombrero, se quedó allí hasta el amanecer, salvo cuando, a intervalos, se levantaba para ver cómo iba la noche.


Capítulo CXXXIV


LA CAZA. SEGUNDO DÍA

 Al romper el día, se relevaron puntualmente los tres vigías de las cofas.

—¿La veis? —gritó Ahab, después de dejar un pequeño intervalo para que la luz se difundiese.
—No vemos nada, capitan. ¡Todos a cubierta, y a toda vela! Viaja más deprisa de lo que yo creía; ¡las velas de juanete...! sí, deberían haberse dejado toda la noche. Pero no importa... no es más que descansar para lanzarse.

Aquí ha de decirse que esta pertinaz persecución de una determinada ballena proseguida a lo largo del día y de la noche, es cosa que no carece en modo alguno de precedentes en las pesquerías del mar del Sur. Pues es tal la prodigiosa habilidad, previsión de experiencia, y confianza invencible adquiridas por algunos grandes genios naturales entre los capitanes de Nantucket, que, por la simple observación de una ballena al ser avistada por última vez, son capaces, en ciertas circunstancias dadas, de predecir con bastante exactitud tanto la dirección fuera del alcance de la vista, cuanto su probable velocidad de avance durante ese período. Y, en esos casos, de modo algo parecido a como el piloto, cuando va a perder de vista una costa, cuya tendencia general conoce, y a la que desea volver en breve, pero en un punto más avanzado, se sitúa junto a la brújula y toma la posición exacta de la punta entonces visible, para poder acertar con más seguridad el promontorio remoto e invisible que ha de alcanzar por fin, así el pescador observa su brújula, con la ballena, pues tras ser perseguida y diligentemente observada a lo largo de varias horas de luz del día, luego, cuando la noche deja en oscuridad al pez, la futura estela del animal a través de la tiniebla está casi tan establecida para la sagaz mente del cazador como la costa para el piloto. De modo que era esta prodigiosa habilidad del cazador, la proverbial fugacidad de una cosa escrita en el agua, una estela, es tan de fiar, a todos los efectos deseados, como la tierra firme. Y lo mismo que ese poderoso leviatán férreo que es el moderno ferrocarril es tan familiarmente conocido en cada paso que, reloj en mano, los hombres cuentan su velocidad como los médicos el pulso de un niño, y dicen con ligereza que el tren ascendente o el descendente llegará a tal o cual sitio a tal o cual hora, igualmente, hay ocasiones en que estos hombres de Nantucket miden la hora a ese otro leviatán de las profundidades conforme al humor observado en su velocidad, y se dicen que dentro de tantas horas esta ballena habrá llegado a doscientas millas, y estará a punto de llegar a tal o cual grado de latitud o longitud. Pero para que esta agudeza tenga al fin algún éxito, el viento y el mar deben ser aliados del ballenero; pues ¿de qué utilidad inmediata es, para el marinero en calma chicha o con viento contrario, la habilidad que le asegura que está exactamente a noventa y tres leguas y cuarto de su puerto? Como deducción de estas afirmaciones, se derivan muchos sutiles asuntos colaterales respecto a la caza de las ballenas.

El barco se abría paso, dejando tal surco en el mar como cuando una bala de cañón fallida se convierte en reja de arado y revuelve la superficie del campo.

—¡Por la sal y el cáñamo! —gritó Stubb—, pero este vivo movimiento de la cubierta le sube a uno por las piernas y la hace cosquillas en el corazón. ¡Este barco y yo somos dos tipos valientes! ¡Ja, ja! Que alguien me agarre y me tire al mar de espaldas... pues ¡por el demonio! tengo un espinazo que es una quilla. ¡Ja, ja! ¡vamos con unos andares que no dejan polvo atrás!
—¡Ahí sopla, ahí sopla, ahí sopla, ahí delante! —fue entonces el grito del vigía.
—¡Eso, eso! —gritó Stubb—, lo sabía... no puedes escapar... ¡sopla y revienta el chorro, oh, ballena! ¡El loco diablo en persona va tras de ti! Sopla la trompa... hazte callos en los pulmones... Ahab pondrá dique a tu sangre, como un molinero que cierra la compuerta contra el torrente.

Y Stubb hablaba casi en nombre de toda la tripulación. El frenesí de la persecución, para entonces, les había invadido con su burbujeo como viejo vino renovado. Todos los pálidos miedos y presentimientos que algunos de ellos hubieran podido sentir antes, no sólo se escondían a la vista por creciente intimidación de Ahab, sino que se aniquilaban, huían derrotados por todas partes, como tímidas liebres de pradera que se dispersan ante el bisonte que embiste. La mano del Destino les había arrebatado a todos el alma; y con los agitadores peligros del día anterior, con el tormento de la suspensión de la pasada noche, con el modo fijo, sin temor, ciego, inexorable, con que su loca embarcación avanzaba zambulléndose hacia su blanco huidizo; con todas esas cosas, sus corazones iban disparados como bolas de bolera. El viento que hacía grandes barrigas de sus velas, y empujaba el bajel con brazos tan invisibles como irresistibles, parecía el símbolo de ese agente invisible que así les esclavizaba a la carrera. Eran un solo hombre, no treinta. Pues igual que en el barco único que les contenía a todos, aunque estaba compuesto de todas las cosas más opuestas —roble, arce y pino; hierro, pez y canamo—, todas estas cosas se interpenetraban en un solo casco concreto, que avanzaba disparado, a la vez equilibrado y dirigido por la larga quilla central, asimismo todas las individualidades de los tripulantes, el valor de aquel marinero, el miedo de aquel otro, la culpa y la culpabilidad, todo ello iba dirigido a esa metal fatal a que apuntaba Ahab, su único señor y su única quilla.

Las jarcias estaban vivas; las cofas, como las cimas de altas palmeras, rebosaban matas de brazos y piernas. Agarrándose a una percha con una mano, alguno extendía la otra agitándola con braceos impacientes; otros, haciéndose pantalla a los ojos ante la vívida luz del sol, se sentaban asomados a las balanceantes vergas; y toda la arboladura había dado completa generación de mortales, dispuestos y maduros para su destino. ¡Ah! ¡cómo se esforzaban aún por descubrir en ese azul infinito la cosa que podía destruirles!

—¿Por qué no la señaláis, si la veis? —gritó Ahab, cuando, tras un lapso de unos minutos tras la primera señal, no se oyó más—. ¡Izadme a lo alto, muchachos; os habéis engañado; Moby Dick nos lanza un chorro suelto de ese modo, para desaparecer después!

Así fue: en su ansia lanzada de cabeza, los marineros habían confundido alguna otra cosa con el chorro, como lo mostraron pronto a los mismos hechos, pues Ahab, apenas había alcanzado su alcándara, y apenas estaba el cable amarrado a su cabilla en cubierta, dio la nota de entrada a una orquesta que hizo vibrar el aire como con descargas combinadas de rifles. El triunfal saludo de treinta pulmones de cuero se escuchó cuando —mucho más cerca del barco que el lugar del chorro imaginario; a menos de una milla a proa— ¡Moby Dick en persona salió a la vista! Pues la ballena blanca ahora no reveló su cercanía por tranquilos e indolentes chorros, ni por el apacible derrame de aquella mística fuente de su cabeza, sino por el fenómeno, mucho más prodigioso, de su salto. Elevándose con la mayor velocidad desde las mayores profundidades, el cachalote dispara así su entera mole al puro elemento del aire y, acumulando una montaña de espuma deslumbrante, muestra su lugar hasta a distancia de siete millas o más. En esos momentos, las olas rotas y coléricas que se sacude parecen su melena; en algunos casos, ese salto es su gesto de desafío.

—¡Ahí salta, ahí salta! —fue el grito, al saltar al cielo la ballena blanca, como un salmón, en bravata inconmensurable. Tan repentinamente vista en la llanura azul del mar y recortándose contra el fondo aún más azul del cielo, la salpicadura que levantó, por el momento, centelleó y resplandeció intolerablemente como un glaciar, y se quedó allí disipando gradualmente su primera intensidad chispeante, hasta quedar en la vaga nebulosidad de un chaparrón que avanza por un valle.
—¡Sí, salta al sol por última vez, Moby Dick! —gritó Ahab—: ¡ya están a mano tu hora y tu arpón! ¡Abajo, abajo todos vosotros, un solo hombre en el palo de trinquete! ¡Las lanchas! ¡Preparados!

Desdeñando las tediosas tablas de jarcia y los obenques, los hombres cayeron en cubierta como estrellas errantes por burdas y estáis aislados, mientras Ahab, menos fugaz, aunque rápidamente, fue descolgado de su alcándara.

—Arriad las lanchas —gritó, tan pronto como alcanzó la suya: una lancha de repuesto, aparejada la tarde anterior—: Starbuck, el barco es tuyo; mantente separado de las lanchas, pero siempre cerca de ellas. ¡Arriad, todos!

Como para infundirles un vivo terror al ser esta vez la primera en atacar, Moby Dick se había vuelto y ahora se dirigía contra las tres tripulaciones. La lancha de Ahab estaba en medio; él, animando a sus hombres, les dijo que abordarían a la ballena proa a proa, esto es, remando derechos contra su frente; cosa no insólita, pues, dentro de ciertos límites, tal procedimiento deja el ataque inminente fuera de la visión lateral de la ballena. Pero antes de alcanzar esos límites, y cuando todavía las tres lanchas estaban tan claras ante sus ojos como los tres palos del barco, la ballena blanca, tomando furiosa velocidad, casi en un instante, como quien dice, se precipitó entre las lanchas con las mandíbulas abiertas y con la cola dando latigazos, en horrenda batalla a ambos lados; y sin prestar atención a los arpones que le disparaban desde todas las lanchas, parecía sólo empeñada en aniquilar hasta la última tabla de que estuvieran hechas esas lanchas. Pero con hábiles maniobras y girando incesantemente como corceles entrenados en la batalla, las lanchas la eludieron algún tiempo, aunque a veces por el ancho de una tabla, mientras, durante todo ese tiempo, el sobrenatural grito de Ahab hacía jirones todo clamor que no fuera el suyo. Pero por fin, en sus indistinguibles evoluciones, la ballena blanca cruzó y recruzó de tal modo, y enredó de mil maneras la extensión de las tres estachas que ahora la sujetaban, que se acortaron, y, por sí mismos, remolcaron a las obstinadas lanchas hacia los arpones clavados en ella, aunque entonces, por un momento, la ballena se echó un poco a un lado, como para concentrarse para un empujón más tremendo. Aprovechando esa oportunidad, Ahab empezó por soltar más estacha, y luego haló y recogió cada vez más, esperando de ese modo deshacer algunos enredos, cuando he aquí que se vio un espectáculo más salvaje que los dientes belicosos de los tiburones.

Enredados y retorcidos, prendidos en los laberintos del cable, arpones sueltos y lanzas, con todos sus aguzados filos y puntas, salieron, centelleando y goteando, hasta los bordes de la lancha de Ahab. Sólo cabía hacer una cosa. Empuñando el cuchillo de la lancha, lo metió en el momento crítico dentro, a través, y luego fuera de los radios de acero; tiró de la estacha que venía detrás, la pasó, dentro de la lancha, al remero de proa, y luego, cortando dos veces la estacha junto a la regala, tiró al mar todo el haz prendido de acero, y todo quedó como antes. En ese momento, la ballena blanca lanzó un ataque repentino entre los restantes enredos de las otras estachas, y, al hacerlo, arrastró irresistiblemente las lanchas de Stubb y Flask, más enredadas, hacia su cola; las golpeó juntas como dos cáscaras flotantes en una playa batida por la mar, y luego, sumergiéndose en lo hondo, desapareció en un remolino hirviente, en que durante un intervalo las aromáticas astillas de cedro de las lanchas destrozadas bailaron dando vueltas como la nuez moscada rallada en un bol de ponche agitado con rapidez. Mientras las dos tripulaciones seguían aún dando vueltas en las aguas queriendo aferrarse a las tinas de estacha, a los remos, y a otros objetos flotantes; mientras el pequeño Flask, escorado, subía y bajaba en el agua como una botella vacía, retorciendo las piernas hacia arriba, para escapar a las temibles mandíbulas de los tiburones, y Stubb gritaba enérgicamente que alguno le sacase a flote; y mientras el cable del viejo, ahora cortado, le permitía remar al cremoso charco para salvar a quien pudiera; en esa salvaje simultaneidad de mil peligros concretados, la lancha de Ahab, todavía intacta, pareció elevada al cielo por cables invisibles, cuando, como una flecha, disparándose verticalmente desde el mar, la ballena blanca lanzó su ancha frente contra su fondo y la mandó dando vueltas por el aire, hasta que volvió a caer, quilla arriba, y Ahab y sus hombres, lucharon por salir de debajo de ella, como focas en una cueva costera.

El primer impulso ascendente de la ballena —modificando su dirección al llegar a la superficie— involuntariamente la lanzó por ella a cierta distancia del centro de la destrucción que había causado; y, dándole la espalda, se quedó entonces un momento tocándose con la cola de lado a lado, y cada vez que encontraba en su piel un remo perdido, un trozo de tabla, o la menor astilla o migaja de las lanchas, la cola se echaba atrás vivamente y daba un golpe lateral por el agua. Pero pronto, como asegurada de que su tarea estaba cumplida por esa vez, hizo avanzar su frente arrugada por el océano, y, llevando a remolque las estachas enredadas, continuó su travesía a sotavento, con metódica velocidad de viajero.

Como antes, el atento barco observó toda la lucha y volvió a acercarse para el salvamento: arrió una lancha, y recogió a los marineros a flote, las tinas, remos, y todo lo demás que pudiera alcanzarse, llevándoselo a cubierta. Había de todo: hombros, muñecas y tobillos dislocados; contusiones con cardenales; arpones y lanzas retorcidos, remos y tablas destruidos, pero no parecía haberle ocurrido a nadie ningún mal fatal, ni aun serio. Como Fedallah el día anterior, Ahab apareció entonces sobriamente agarrado a la mitad rota de su lancha, que proporcionaba una flotación relativamente cómoda, y no se agotó tanto como en la desventura del día anterior.

Pero cuando le ayudaron a subir a cubierta, todas las miradas quedaron clavadas en él, porque en vez de erguirse por sí mismo, medio colgaba del hombro de Starbuck, que hasta entonces había sido el primero en asistirle. Su pierna de marfil estaba arrancada, dejando sólo una astilla corta y aguda.

—Eso, eso, Starbuck, a veces es dulce apoyarse, en quienquiera que uno se apoye: y ojalá que el viejo Ahab se hubiera apoyado más a menudo.
—El zuncho no ha resistido, capitán —dijo el carpintero, acudiendo entonces—; había metido buen trabajo en esa pierna.
—Pero espero que no se habrá roto ningún hueso —dijo Stubb, con sincero interés.
—¡Sí, y todo astillado en pedazos, Stubb! Ya lo ves. Pero aun con un hueso roto, el viejo Ahab sigue intacto, y consideró que ningún hueso vivo mío es ni una jota más yo mismo que este hueso muerto que se ha perdido. Ni hay ballena blanca, ni hombre, ni demonio que pueda más que arañar al viejo Ahab en su propio ser inaccesible. ¿Puede algún plomo de sonda tocar ese fondo, o algún mástil rascar ese techo? ¡Eh, vigías! ¿Por dónde va?
—Derecho a sotavento, capitán.
—¡Caña a barlovento, entonces; desplegad todas las velas otra vez, guardianes del barco! ¡Abajo las lanchas de repuesto y aparejadlas! Starbuck, ve a pasar revista a las tripulaciones de las lanchas.
—Déjeme primero acercarle a batayolas, capitán.
—¡Ah, ah, ah! ¡Cómo me acornea ahora esta astilla! ¡Destino maldito! ¡que el invencible capitán del alma tenga tan mísero primer oficial!
—¿Capitán?
—Mi cuerpo, hombre, no tú. Dame algo de bastón... eso, esa lanza rota servirá. Pasa revista a los hombres. Seguramente, no le he visto todavía. ¡Por el Cielo! ¡No puede ser! ¿Falta? ¡Deprisa! llámalos a todos.

El pensamiento sugerido por el viejo era cierto. Al pasar revista a los hombres, no estaba el Parsi.

—¡El Parsi! —gritó Stubb—: debió quedar enredado en...
—¡Que te mate el vómito negro! ¡Corred todos vosotros, arriba, abajo, al castillo... encontradle... no se ha ido... no se ha ido!

Pero volvieron rápidamente a él con la noticia de que el Parsi no se encontraba en ningún sitio.

—Sí, capitán —dijo Stubb—, se enredó entre los nudos de su estacha... Me pareció verle arrastrado abajo por la ballena.
—¡Mi estacha, mi estacha! ¿Se ha ido, se ha ido? ¿Qué quieren decir esas palabritas? ¿Qué toque de muerte suena en ellas, que el viejo Ahab tiembla como si fuese el campanario? ¡El arpón, también! Tira ese montón... ¿lo veis? El hierro forjado, hombre, el de la ballena blanca... no, no, no... ¡tonto encallecido! ¡esta mano lo disparó!... ¡está en el pez! ¡Eh, vigías! ¡No perderla de vista! ¡Deprisa! Todos los hombres a aparejar las lanchas... reunid los remos... ¡arponeros! ¡los hierros, los hierros! Izad los sobrejuanetes...¡cazad todas las escotas! ¡Eh, timonel, derecho, derecho, por tu vida! ¡Daré la vuelta diez veces al globo inmenso; sí, y me zambulliré derecho hasta atravesarlo, pero todavía la he de matar!
—¡Gran Dios! ¡Pero por un momento muéstrese en sí mismo! —gritó Starbuck—: jamás, jamás la capturarás, viejo. En nombre de Jesús, basta de esto: es peor que la locura del diablo. Dos días persiguiendo, dos veces desfondado en astillas; la misma pierna, otra vez se la han arrebatado de debajo; se ha ido su sombra mala... todos los ángeles buenos le acosan con exhortaciones... ¿qué más quiere tener? ¿Hemos de seguir persiguiendo a ese pez asesino hasta que hunda al último hombre? ¿Nos ha de arrastrar al fondo del mar? ¿Nos ha de arrastrar al fondo del mar? ¿Nos ha de remolcar hasta el mundo infernal? Ah, ah... ¡es impiedad y blasfemia seguir persiguiéndola!
—Starbuck, últimamente he sentido extraño afecto por ti; desde aquel momento en que los dos vimos... ya sabes qué, el uno en los ojos del otro. Pero en este asunto de la ballena, la vista de tu cara ha de ser para mí como la palma de esta mano, un vacío sin labios ni rasgos. Ahab es para siempre Ahab, hombre. Todo esto está decretado de modo inmutable. Lo ensayamos tú y yo un billón de años antes que se meciera el océano. ¡Loco! Soy el lugarteniente del Destino; actúo bajo órdenes. ¡Mira, esclavo!, a ver si me obedeces. Poneos a mi alrededor, hombres. Veis a un viejo cortado hasta el tocón, apoyándose en una lanza rota, sostenido por un solo pie. Este es Ahab... su parte corporal; pero el alma de Ahab es un ciempiés, que avanza sobre cien patas. Me siento tenso, medio deshilachado, como los cables que remolcan fragatas desarboladas en una galerna, y es posible que así lo parezca. Pero antes de romperme, me oiréis crujir; hasta que lo oigáis, saber que la guindaleza de Ahab aún sigue remolcando su propósito. ¿Creéis vosotros, hombres, en esas cosas llamadas agüeros? Entonces, ¡reíd fuerte, y pedid el bis! Pues antes que ahoguen, las cosas que ahogan tiene que subir dos veces a la superficie; y luego subir otra vez y hundirse para siempre. Así es con Moby Dick: dos días ha salido a flote: mañana será el tercero. Eso, hombres, volverá a subir... ¡pero sólo para lanzar el último chorro! ¿Os sentís hombres valientes?
—Como el fuego sin temor —gritó Stubb.
—Y lo mismo de maquinales —murmuró Ahab. Y luego, al marchar los marineros a proa, siguió murmurando—: ¡Esas cosas llamadas agüeros! Y ayer le dije lo mismo aquí a Starbuck, sobre mi lancha destrozada. ¡Ah, qué valientemente trato de arrancar de los corazones de los demás lo que se ha prendido tan fuerte en el mío! ¡El Parsi, el Parsi! ¡Se ha ido, se ha ido! Y él tenía que irse por delante... Pero todavía se le había de ver otra vez antes que yo pudiera perecer... ¿Cómo es eso? Ese es un acertijo que ahora podría desconcertar a todos los abogados, respaldados por los fantasmas de toda la estirpe de los jueces... Me pica en los sesos como el pico de un halcón. Pero ¡yo, yo lo resolveré!

Cuando cayó la noche, todavía se veía la ballena a sotavento.

Así que, una vez más, se recogieron las velas, y todo ocurrió casi igual que la noche anterior, salvo que se oyó el ruido de los martillos y el zumbido de la muela hasta cerca del amanecer, mientras los hombres trabajaban, a la luz de faroles, en el completo y cuidadoso aparejo de las lanchas de repuesto, y en el afilado de sus nuevas armas para el día siguiente. Entretanto, con la quilla rota de la embarcación destrozada de Ahab, el carpintero le hizo otra pierna, mientras, también como la noche pasada, Ahab, con el sombrero ladeado, permanecía fijo en su portillo, con su oculta mirada de heliotropo girando por adelantado en su esfera horaria, y orientándose hacia el este en espera del primer sol.


Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - CXXXV, CXXXVI (Epílogo) - FIN - Herman Melville