Fernán Caballero era, en realidad, Cecilia Böhl de Faber y Larrea, escritora española. Es común, cuando nos vamos a aquellas épocas, encontrar mujeres escritoras que lo hacían bajo un nombre de varón.
Nació en Suiza en 1796 y era hija del cónsul español en aquel país. Su madre, Frasquita Larrea, también escribía pero lo hacía bajo un seudónimo femenino: Corina.
Se casó y enviudó tres veces. Su último esposo, que padecía tuberculosis, se suicidó debido a los problemas económicos dejándola en la pobreza. Fue protegida por los duques de Montpensier y la reina Isabel II.
Falleció en Sevilla el 7 de abril de 1877.
Su obra es extensa y refleja los valores y costumbres de aquella sociedad. Hoy traje un cuento pero escribió más que nada novelas.
Los dos amigos
Lanzaba el sol sus ardientes rayos sobre una llanura de Andalucía, árida y estéril. No corrían por ella ríos ni arroyos, secas yacían las flores y tiernas plantas de la primavera; sólo verdegueaban allí algunos espinos, lentiscos y aloes, cuya dureza resiste el rigor de las estaciones. Un furioso levante formaba nubes de polvo, ardiente como lava de volcán. - El cielo puro y el día claro parecían sonreírse al dar tormentos a la tierra. - Sólo los ganados del país, con su dura piel, y el animoso e impasible español, que desprecia todo padecimiento físico, podían tolerar aquella encendida atmósfera; ellos, durmiendo, y él, cantando!
Veíanse sobre esta llanura el 20 de Agosto de 1782 las muestras de un reciente combate; caballos muertos, armas rotas, plantas pisadas y teñidas de sangre. - A lo lejos desfilaba en buen orden un destacamento inglés. - A otro lado, el comandante de un escuadrón español ocupábase en formar sus impacientes soldados y sus caballos fogosos, para perseguir a los ingleses, que, inferiores en número, se retiraban con la calma de vencedores.
En el que había sido campo de batalla, un joven, sentado en una piedra al pie de un acebuche, apoyaba en el tronco su pálido rostro; mientras que otro joven, en cuya fisonomía se manifestaba la más violenta desesperación, arrodillado a sus pies, procuraba detener con un pañuelo la sangre que le corría del pecho por una ancha herida.
-¡Ah, Félix, Félix! -exclamaba con la mayor angustia-. ¡Vas a morir, y por mi causa! Has recibido en tu fiel pecho el golpe que me estaba destinado. ¿Por qué, generoso amigo, me libraste de una gloriosa muerte, para entregarme a una vida de desesperación y de dolor?
-No te desesperes, Ramiro -le decía su amigo con apagada voz-. Estoy debilitado porque he perdido mucha sangre; pero mi herida no es mortal. Entre tanto, Ramiro, ¿tú no reparas que tu mano, que supo vengarme, está herida también?
-¡Socorros -decía Ramiro sin escucharle-, prontos socorros podrían sólo salvarte! Pero aislados, abandonados como estamos, ¿cómo te los podré procurar? No me encuentro capaz de separarme de ti; pero, Félix, moriremos juntos!!!
En este momento oyeron el galope de un caballo. Ramiro, lleno de ansiedad, dirigió su vista al lado por donde el ruido se sentía, y descubrió a su fiel criado, que habiéndolos perdido en el combate, los buscaba lleno de inquietud.
Félix del Arabal y Ramiro de Lérida pertenecían a dos familias, unidas mucho tiempo hacía por la amistad más sincera. Educados juntos, servían en un mismo regimiento, adonde muy jóvenes pasaron de capitanes, habiendo sido pajes del rey.
Félix, de alguna más edad que Ramiro, con un carácter más firme, con un temperamento más tranquilo, y con razón más madura, tenía sobre su amigo un ascendiente, que, en vez de disminuir la ternura de su amistad, añadía a este sentimiento, en el uno, la consideración y reconocimiento que inspira la protección que se recibe; en el otro, el interés y apego que engendra la protección que se concede. Después de tan evidente prueba de afecto como la que Félix acababa de dar a Ramiro exponiéndose a morir por salvar la vida de éste, arriesgada con imprudencia, el vehemente cariño de Ramiro para con su amigo ya no tuvo límites. Le miraba como a su ángel tutelar; y extremoso como era, habría destruido sus fuerzas y su salud asistiendo a su amigo en la larga enfermedad ocasionada por su herida, si el mismo Félix no lo hubiese impedido, valiéndose de la autoridad que le prestaban su amistad y su estado doliente.
Por las calles de San Roque, donde estaba destacado para el sitio de Gibraltar, desfilaba el regimiento de la Princesa, precedido de su música militar, irreflexiva y animada como una bacante. Lindas mujeres se asomaban a los balcones para ver a los oficiales, que las saludaban con su música alegre y con sus miradas lisonjeras.
-Mira allí, y verás ¡por vida mía! una hermosa mujer-, dijo Ramiro a Félix, que marchaba a su lado.
Alzó Félix la cabeza, pálida aún, y vio en el balcón de una de las mejores casas de la ciudad a una joven de maravillosa belleza, medio oculta detrás de las macetas de flores que cubrían su balcón, como una hora de felicidad precedida por las de la esperanza.
-Eres buen hurón para descubrir muchachas lindas -respondió Félix sonriéndose.
Pasaron; pero Ramiro volvía de cuándo en cuándo la cabeza a ver de nuevo a aquella que había llamado tanto su atención, mientras que ella seguía también con sus miradas a los dos oficiales: el uno, alto, pálido, de porte interesante y noble; el otro, más pequeño, pero ágil, bien formado, arrogante y vivo.
-Harías muy bien en retirarte, Laura -dijo el corregidor, tirando del brazo a su mujer y quitándola del balcón -. Esos pisaverdes te miran como si tuvieses una danza de monos en la cara.
-Al menos, si no muy brillante, podemos decir que estuvo bien alegre el baile de anoche - decía Ramiro a un grupo de oficiales reunidos en la plaza de la ciudad.
-Debió parecerte así -contestó un teniente de cazadores, cazador tan infatigable en el baile como en el campo de batalla-; porque a fe mía, que te divertiste en él muy bien. Yo me divertí observando al corregidor, que quería tragarte con los ojos.
-¿Tragarme? ¿Y por qué? -preguntó Ramiro.
-¡Me gusta la pregunta! ¿Quieres que un marido celoso vea con buenos ojos al que los pone en su mujer?
-Y más si el tal es buen mozo -añadió un oficial de granaderos, apartando de su frente las mechas de pelo de oso de su gorra.
-Y elocuente como un San Agustín -dijo otro oficial.
-Y emprendedor como Colón -continuó otro.
-Y que sabe insinuarse como la serpiente de Eva -dijo un tercero.
-Si así fuese -contestó Ramiro con aire serio- el corregidor se inquietaría por cosa muy corta, y debería gastar más flema.
-Eso estaría más de acuerdo con su gran barriga -replicó el de cazadores-; pero, amigo, es que el guarda un tesoro que no merece poseer. Lérida -prosiguió el mismo-, más gloria y placer hay en esta conquista que en la de la plaza de Gibraltar.
-Basta ya de chanzas, señores -repuso Ramiro-. Desgraciadamente, el sitio de la plaza, que marcha con tanta lentitud, nos tiene ociosos, y he aquí lo que ocasiona estas vaciedades y habladurías.
-Ya te veo en cuerpo y alma metido en una intriga -dijo Félix a su amigo al separarse de los demás-, pues te has formalizado. No olvides, Ramiro, la copla:
Yendo y viniendo
fuime enamorando;
empecé riendo,
¡y acabé llorando!
-¡Reflexiones! ¡Raciocinios! -respondió Ramiro-. Mira, Félix, esas fortificaciones que nos vomitan muertes. ¡Sabe Dios cuántas horas viviremos! Además, pregunta a los viejos cuánto duraron sus veinticinco años. ¡Gocemos, Félix, gocemos de la vida!
Nada gozaba, no obstante, el pobre Ramiro, cuando, al abandonar su lecho sin haber conciliado el sueño, y apoyándose en la barandilla de su balcón, miraba y apenas veía el sol, que, elevándose sobre el horizonte, despertaba al universo como una campana de luz. Vehemente como era, su amor había llegado al último grado, por los insuperables obstáculos que se le oponían. En vano su ternura correspondida con igual ardor: un marido celoso levantaba impenetrables barreras entre los dos amantes. Laura no salía de su casa desde que su marido habia principiado a sospechar. Mudas y temerosas entrevistas en la iglesia; algunas palabras por la noche en la reja, cuando Ramiro podía pasar disfrazado; pobres billetes, que más que palabras contenían lágrimas, eran el único alimento de su exaltada pasión; pasión en todo joven, en todo lozana y en todo andaluza; sedienta de lo futuro, y sin pasado para vivir de recuerdos. Maldecía Ramiro tantos obstáculos, y se entregaba a una verdadera desesperación.
Estaba tan embebido en sus tristes pensamientos, que por dos veces fue necesario le advirtiera una disimulada tosecilla que la buena vieja María, nodriza y confidenta de Laura, pasaba por debajo de su ventana, para que él lo notase. Apresurose Ramiro a bajar, y siguió a lo lejos a la buena mujer, no atreviéndose a mirar a nadie por miedo de ser visto.
Después de muchos rodeos, María llegó a una callejuela solitaria, pues de un lado se levantaban las altas y severas paredes de un convento, y del otro las del jardín del corregidor. Parose entonces María, llegó Ramiro, y ella le entregó un billete, que él abrió precipitadamente, y que contenía estas pocas palabras: «Mi marido se va al campo. Estoy libre esta noche, y podré verte. Es la primera, y será la última!»
¡Quién podrá dar su justo valor al arrebatamiento de Ramiro, careciendo de su ardiente alma, y no estando apasionado como él!! Besó con el mayor ardor el billete, que por esta vez no estaba empapado en lágrimas, pero cuyas letras temblorosas y mal trazadas probaban la agitación con que se había escrito. Con el mismo enajenamiento besaba las descarnadas manos de la anciana María. Sacó despues una bolsa bien llena, y se la entregó, llamándola su genio tutelar, su madre y su amiga benéfica! Mas la fisonomía de María cambió de repente de expresión, enderezó su encorvado cuerpo, sus apagados ojos se vivificaron, y miró a Ramiro de pies a cabeza con arrogancia e indignación.
-Señor, ¿quién ha creído usted que soy yo? -le dijo-. Lo que acabo de hacer por amor de mi niña puede ser una debilidad; pero si lo hiciese por interés, sería una infamia.
Y desapareció, entrándose por el postigo del jardín.
Félix, al entrar en el cuarto de su amigo para desayunarse, quedose espantado al encontrarle entregado a la desesperación más violenta.
Arrancábase los cabellos de sus hermosos y negros rizos, tiraba con rabia cuanto encontraba a la mano... rompía los muebles!
-¿Qué tienes, Ramiro? -le preguntó.
Pero él sólo repetía:
-¡Maldito sea el estado militar! ¡Maldita esta dorada esclavitud! ¡Maldito el coronel, tirano absosuto! ¡Maldita la hora en que con estas charreteras recibí una cadena que no me es posible romper!
-Pero, hijo mio -le dijo Félix-, nada comprendo de tus arrebatos. ¿Has tenido algún disgusto con el coronel?
-¡Ah! -respondió Ramiro-. ¡No se trata de disgustos, sino de la felicidad de mi vida! ¡Nada tengo oculto para ti! ¡Toma y lee!
Diole el billete de Laura, y Félix, después que lo leyó,
-¿Y bien? -dijo.
-¡Y bien! -replicó Ramiro-. ¿No soy yo el más desgraciado de los hombres?
-Estos renglones -contestó Félix- me hacían suponer lo contrario.
-¿No sabes, pues -exclamó Ramiro-, que estoy nombrado de guardia para la avanzada?
Félix se echó a reír.
-¿Y es ésa la causa de tu desesperación? -le dijo-. Eso sí que es propiamente lo que se llama ahogarse en una gota de agua. Yo haré el servicio por ti; tú lo harás por mí cuando me toque.
Ramiro estrechó entre sus brazos a su amigo, diciéndole:
-Félix... Félix mío... naciste para mi felicidad; eres mi Providencia; un ser benéfico que siembra de flores mi vida. ¿Cómo podré yo jamás pagar tu ternura y tu amistad generosa?
-Pero ¿he hecho yo alguna cosa -contestaba Félix- que no hubieras tú hecho en mi lugar, mi querido Ramiro?
Este no dio otra respuesta que estrechar a su amigo contra su corazón, tan lleno de amor y de amistad como de esperanza y de gratitud.
Elevábase el sol sobre el horizonte con su majestuosa monotonía.
-Mucho te apresuras hoy, rubio mío -decía Ramiro, echándole una colérica mirada y deslizándose por la puerta del jardín, que María cerró coa prontitud luego que aquél salió.
¡Qué dichoso se encontraba Ramiro! Estaba lleno de orgullo, de reconocimiento y enternecido. Todo su ser parecía haberse triplicado. Saboreaba en el profundo santuario de su corazón cuantas emociones produce una verdadera pasión correspondida. Embriagado de felicidad, bendecía su suerte. En su éxtasis, no reparó en el teniente de cazadores que salía a su encuentro. Al verle, quiso, haciendo el distraído, echar por otro lado. Mas el teniente se apresuró a unírsele, diciéndole:
-¡Cuánto me alegro de verte, Lérida! Te creía de servicio en la avanzada.
-Bien, ¿y qué? -contestó Ramiro.
-¡Es una friolera! -respondió el de cazadores-. Los ingleses han hecho una salida, y el comandante del puesto ha sido muerto.
Ved la antigua Sevilla sentada sobre una llanura, como una viuda en su poltrona. Vedla envuelta en sus viejas murallas, como en un manto real desechado. Mirad al viejo Betis besando sus pies, con la respetuosa galantería española. Oíd cuál le pregunta dónde están sus flotas que daban la vela, llevando a los Colones, los Corteses y Pizarros al descubrimiento y conquista de un nuevo mundo, y volvían cargadas de plata, y oro. -Sevilla suspirando le enseña sus barcos de vapor! ¡Oh, progresos del tiempo! Aproximaos. -Hablad con ella. Como vieja, le gusta hablar de las épocas de su juventud y grandeza. -Ella, pues, os llevará desde luego a su catedral. Os enseñará el cuerpo de San Fernando! Pero... arrodillaos... adorad... venerad con ella!... Si no, estad seguros de que la vieja Sevilla no volverá a hablaros: no podríais comprenderla.
Después la seguiréis al Alcázar, palacio de reyes, viejo y romántico como ella. En los baños de las Reinas moras, de Doña María de Padilla, es donde os contará en romances su historia, sus vicisitudes, sus triunfos, sus glorias y sus creencias; y los ecos del palacio, habitado sólo de recuerdos, repetirán sus palabras con sus aéreas bocas. En seguida os sentareis con ella a la fresca sombra de floridos naranjos en las orillas del Betis, y os hablará de sus hijos queridos; os recitará con magia y encanto los versos tan bellos de Herrera, Rioja y Góngora; las hazañas de los Ponces de León y los Guzmanes, y os llevará de la mano a admirar las portentosas obras de su Murillo, su Velázquez y su Montañés. -La veréis joven, ardiente, poética, exaltada; mas luego, volviendo a su verdadero estado de mujer anciana, acabará por deciros suspirando: «¡Cómo han mudado los tiempos!»
Saliendo por la puerta llamada de Triana, seguiréis dos calles de árboles que conducen a los Malecones, que son unas gradas elevadas para precaver la ciudad de las inundaciones del río, cuando éste sale de madre. Pasados aquéllos, encontrareis una llanura llamada el Arenal, de donde sale el puente que conduce a Triana. Veréis en esta llanura una concurrencia elegante dirigiéndose hacia la izquierda, donde principian los hermosos paseos, que adornan a Sevilla cual una guirnalda de flores. La vecindad del río es quien sostiene ese lujo de vegetación, esa multitud tan variada de flores que los embellecen; pues no pudiendo ya enriquecer a su amada con tesoros, la adorna con flores.
A la derecha de la puerta de Triana, veréis la Plaza de Armas, que hizo construir el general marqués de las Amarillas. Los pilares que sostienen sus cuatro puertas están adornados de un león de bronce destrozando un águila, y hacen alusión a los nombres que llevan aquéllas, que son Bailén, Vitoria, San Marcial y Albuera. ¡Honor al noble español, que eleva un monumento a la gloria de su patria!... que procura libertarla del injusto olvido donde la sepulta el culpable descuido nacional!... que conservó en su corazón, verdaderamente patriótico, el recuerdo de esta gloria potente, elevada, sublime, que existirá en los venideros siglos, cuando yazcan en el olvido las disensiones domésticas que la hacen descuidar hoy!
Un domingo del año 1833, muchas damas adornadas con mantillas blancas, flores y cintas; muchos elegantes jóvenes a pie y a caballo, se apresuraban a llegar al paseo. Dirigíase la alegre multitud a la izquierda, en tanto que a la derecha se observaba un contraste notable. Un misionero capuchino, subido sobre el malecón, predicaba a un gran número de gente del pueblo, que en pie y con la cabeza descubierta, formaba en derredor suyo un círculo a manera de abanico. A cierta distancia, un inglés apoyado en un árbol dibujaba en su álbum el venerable rostro del capuchino. Un paisano, mirando el dibujo por encima del hombro del inglés, se sonrió y dijo con la franca cordialidad española, a quien basta una mirada para hacer conocimiento:
-¡Por vida mía, que se parece, como un ojo de la cara, a su compañero! Usted es un gran pintor, señor; y si usted es inglés, como pienso, muy ajeno estará, al mirar a ese pacífico y santo varón, de que haya echado quizás debajo de tierra a algunos de los abuelos de usted.
El inglés miró al español con admiracion, y éste le volvió a decir:
-Sí señor. ¡Valiente espada era la suya el año 1782! En el sitio de Gibraltar se distinguió mucho, hasta que... Pero es historia larga.
Suplicole el inglés se la contara, y el buen hombre, que no deseaba otra cosa, le hizo la relación que se ha leído.
Viendo -añadió por último el español- con tanta claridad el dedo de Dios, que le castigaba con tan espantosa catástrofe, fuera de sí de dolor por haber causado con su criminal pasión la muerte de su amigo D. Ramiro de Lérida, sólo vio dos alternativas: morir o hacer penitencia. ¡Gracias a Dios, era cristiano, y tuvo valor suficiente para escoger la última!
El inglés miró ya con un nuevo interés al misionero. Tenía, por decirlo así., el microscopio que podía penetrar aquella cubierta humilde y silenciosa.
Mas en vano buscó en aquel semblante envejecidos surcos de lágrimas, un tinte de dolor o una mirada que denotase un recuerdo. ¡Todo había desaparecido en aquella tranquila y venerable fisonomía! No era obra del tiempo esta total variación: una elevada virtud había desprendido de este mundo su corazón y conducídole a aquella altura, en que, según el elocuente poeta Lamartine,
«¡Hasta el recuerdo huyó, sin dejar huella!»