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jueves, 25 de agosto de 2016

Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - El león de comarre

Viene de Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - El muro de oscuridad




EL LEÓN DE COMARRE

Escribí El león de Comarre en junio de 1945. Fue aceptado rápidamente (¡y pagado!) por mi primer editor británico, Walter Gillings; por desgracia no tuvo oportunidad de utilizarlo. Tres años más tarde, mi nuevo agente Scott Meredith lo vendió a Thrilling Wonder Stories, que lo publicó en agosto de 1949.
Entonces se perdió de vista hasta que fue publicado en 1968 con A la caída de la noche, por Harcourt Brace. Fue una combinación adecuada, porque los dos cuentos tienen mucho en común. En ambos casos, el protagonista es un joven rechazado por un medio demasiado utópico, y que va en busca de novedades y aventuras.
Recuerden que este cuento lo escribí antes de los explosivos albores de la era del ordenador; al releerlo me hizo gracia ver que había situado la primera máquina pensadora en el siglo XXI, Desde luego, en 1945 no se me había ocurrido imaginar que sólo cuarenta años más tarde habría empresas que venderían artículos rotulados, tal vez prematuramente, como «inteligencia artificial».
No tengo la menor duda de que el verdadero artículo estará en el mercado en el curso del próximo siglo. Mientras tanto, hay una gran oferta de estupidez artificial a precios razonables...
Me alegró, también descubrir que en la vieja libreta donde registré mis escritos de aprendiz, hay después de El león de Comarre un ensayo proponiendo el empleo de satélites geoestacionarios para la teledifusión mundial.
¿Qué fue de aquella loca idea?

1. Rebelión

A fínales del siglo XXIV había empezado a refluir por fin la gran marea de la ciencia. Estaba tocando a su fin la larga serie de inventos que habían dado forma y moldeado el mundo durante casi mil años. Todo había sido descubierto. Los grandes sueños del pasado se habían convertido en realidad.

La civilización estaba completamente mecanizada aunque la maquinaria casi había desaparecido. Ocultas en los muros de las ciudades, o enterradas, las máquinas perfectas llevaban la carga del mundo. En silencio, discretamente, los robots satisfacían las necesidades de sus dueños y trabajaban con tanta eficacia que su presencia parecía tan natural como la aurora. Todavía había mucho que aprender en el reino de la ciencia pura, y los astrónomos; ahora que ya no estaban ligados a la Tierra, tenían trabajo para los próximos mil años. Pero las ciencias físicas y las artes alimentadas por ellas habían dejado de ser la principal preocupación de la raza. En el año 2600, las mentes humanas más privilegiadas ya no se encontrarían en los laboratorios.

Los hombres que todo el mundo consideraba más importantes eran los artistas, los filósofos, los legisladores y los estadistas.

Los ingenieros y los grandes inventores pertenecían al pasado. Los hombres que antaño habían curado unas enfermedades desaparecidas desde hacía tiempo, habían hecho tan bien su trabajo que ya no eran necesarios.

Tendrían que pasar quinientos años antes de que el péndulo oscilase de nuevo hacia atrás.

La vista desde el estudio era asombrosa porque la larga y curvada habitación estaba a más de tres kilómetros de la base de la Torre Central. Los otros cinco gigantescos edificios de la ciudad se apiñaban abajo, con sus paredes metálicas resplandeciendo con todos los colores del espectro al recibir los rayos del sol de la mañana.

A un nivel todavía más bajo, los campos escaqueados de las explotaciones agrícolas automáticas se extendían hasta perderse en la niebla del horizonte. Pero esta vez, Richard Peyton II no reparaba en la belleza del escenario mientras paseaba irritado entre los grandes bloques de mármol sintético que eran la materia prima de su arte.

Las grandes masas de piedra artificial y de varios colores dominaban completamente el estudio. La mayoría eran cubos toscamente tallados, pero algunas adquirían formas de animales, seres humanos y cuerpos abstractos a los que ningún geómetra se habría atrevido a dar nombre.

Incómodamente sentado sobre un bloque de diez toneladas de diamante (el más grande que se había sintetizado), el hijo del artista observaba a su famoso padre con expresión hostil.

—No creo que me importase tanto —observó malhumorado Richard Peyton II— si te contentases con no hacer nada, con tal de que lo hicieses con gracia. Algunas personas destacan en esto, y en general hacen que el mundo sea más interesante. Pero que quieras estudiar ingeniería para toda la vida es algo que no puedo ni imaginar.

»Sí, sé que te dejamos estudiar tecnología como asignatura principal, pero nunca pensamos que la tomases tan en serio. Cuando yo tenía tu edad, me apasionaba la botánica, pero nunca la convertí en el principal interés de mi vida. ¿Te ha estado dando ideas el profesor Chandras Ling?

Richard Peyton III se puso colorado.

—¿Por qué no había de hacerlo? Yo sé cuál es mi vocación y él está de acuerdo conmigo. ¿Has leído su informe?

El artista agitó varias hojas de papel en el aire, sujetándolas entre el índice y el pulgar como un insecto repugnante.

—Lo he leído —dijo fríamente—. «Muestra una extraordinaria habilidad mecánica. Ha hecho un trabajo original en investigación subelectrónica», etcétera, etcétera. ¡Yo creía que hacía siglos que la raza humana había superado esos juguetes! ¿Quieres ser un gran mecánico y andar por ahí reparando robots averiados? Este no es trabajo para un hijo mío, por no decir para el nieto de un Consejero Mundial.
—Me gustaría que no metieses al abuelo en esto —replicó Richard Peyton III, con creciente irritación—. El hecho de que él fuese un hombre de Estado no impidió que tú te hicieses artista. Entonces, ¿por qué habías de esperar que yo fuese una de las dos cosas?

La espectacular barba dorada del padre empezó a erizarse amenazadoramente.

No me importa lo que hagas con tal que sea algo de lo que nos podamos enorgullecer. Pero ¿por qué esta locura por los artilugios? Tenemos todas las máquinas que necesitamos. El robot fue perfeccionado hace quinientos años; las naves espaciales no han cambiado, al menos en estos cinco siglos; creo que nuestro actual sistema de comunicaciones tiene casi ochocientos años de antigüedad. Entonces, ¿por qué cambiar lo que ya es perfecto?

—¡Esto es un alegato inadmisible! —replicó el joven—. ¡Un artista diciendo que algo es perfecto! ¡Me avergüenzo de ti, padre!
—No hiles tan fino. Sabes perfectamente lo que quiero decir. Nuestros antepasados diseñaron máquinas que nos dan todo lo que necesitamos. Algunas podrían ser un poco más eficaces, qué duda cabe. Pero ¿por qué preocuparnos? ¿Puedes mencionar un solo invento importante de que hoy carezca el mundo?
—Escucha, padre —dijo pacientemente Richard Peyton III—. He estudiado tanta historia como ingeniería. Hace doce siglos había gente que afirmaba que todo había sido inventado... y esto antes del advenimiento de la electricidad, por no hablar de la astronáutica. Y es que no miraban hacia delante; sus mentes estaban atrapadas en el presente.

»Hoy ocurre lo mismo. Durante quinientos años, el mundo ha estado viviendo gracias a los cerebros del pasado. Estoy dispuesto a reconocer que algunas vías de desarrollo han llegado a su fin, pero hay docenas que todavía no han empezado.

«Técnicamente, el mundo se ha estancado. La nuestra no es una época oscura, porque no hemos olvidado nada. Pero no avanzamos. Fíjate en los viajes espaciales. Hace novecientos años que llegamos a Plutón, ¿y dónde estamos ahora¿¡En Plutón todavía! ¿Cuándo vamos a cruzar el espacio interestelar?

—¿Y quién quiere ir a las estrellas?

El muchacho lanzó una exclamación de enojo y saltó del bloque de diamante.

—¡Vaya una pregunta, en esta era! Hace mil años, la gente decía: «¿Quién quiere ir a la Luna?» Sí, ya sé que es increíble pero así lo indican los viejos libros. Hoy la Luna está a sólo cuarenta y cinco minutos de aquí, y personas como Harn Jansen trabajan en la Tierra y viven en Plato City.

»El viaje interplanetario es cosa hecha. Un día se dirá lo mismo del verdadero viaje espacial. Podría mencionar docenas de cuestiones que están estancadas simplemente porque la gente piensa como tú y se contenta con lo que tiene.

—¿Y por qué no?

Peyton agitó un brazo, examinando el estudio.

—No bromees, padre. ¿Te has sentido satisfecho alguna vez de lo que has hecho? Sólo los animales están contentos.

El artista se echó a reír.

—Tal vez tengas razón. Pero esto no invalida mi argumento. Creo que malgastarás tu vida, y el abuelo también lo cree. —Pareció un poco confuso—. En realidad va a bajar a la Tierra sobre todo para verte.

Peyton pareció alarmado.

—Escucha, padre, ya te he dicho lo que pienso: No quiero tener que repetirlo. Porque ni el abuelo ni todo el Consejo Mundial me hará cambiar de idea.

Era una declaración jactanciosa y Peyton se preguntó si hablaba realmente en serio. Su padre iba a replicar cuando una grave nota musical vibró en el estudio. Un segundo más tarde, una voz mecánica informó desde el aire:

—Su padre viene a verle, señor Peyton.

Este miró a su hijo con aire triunfal.

—Hubiese debido añadir —dijo—. que el abuelo venía ahora. Pero conozco tu costumbre de desaparecer cuando se te necesita.

El muchacho no respondió. Observó que su padre se dirigía a la puerta. Entonces se dibujó una sonrisa en sus labios.

La vidriera del estudio estaba abierta, y el joven salió al balcón. Tres kilómetros más abajo la gran pista de hormigón resplandecía blanca bajo el sol, salvo donde estaba salpicada por las sombras diminutas de naves aparcadas. Peyton miró hacia atrás, en la habitación. Estaba vacía, aunque podía oír la voz de su padre a través de la puerta. No esperó más. Colocó una mano sobre la barandilla y saltó al espacio.

Treinta segundos más tarde entraron dos personajes en el estudio y miraron sorprendidos a su alrededor. Richard Peyton sin número de orden, era un hombre que aparentaba sesenta años, pero esta edad era sólo un tercio de la que en realidad tenía.

Vestía el traje púrpura que sólo llevaban veinte hombres en la Tierra y menos de cien en todo el si; tema solar. Parecía irradiar autoridad; en comparación con él, incluso su famoso hijo, seguro de sí mismo, parecía inquieto y superficial.

—Bueno, ¿dónde está?
—¡Maldito sea! Se ha ido por el balcón. Al menos aún podemos decirle lo que pensamos de él.

Richard Peyton II levantó una mano y marcó u número de ocho cifras en su comunicador persona La respuesta llegó casi al instante. Una voz clan automática y de tono impersonal, repitió:

—Mi señor está durmiendo. Por favor, no le molesten. Mi señor está durmiendo. Por favor no le molesten...

Richard Peyton II lanzó una maldición, apagó el aparato y se volvió a su padre. 

—Bueno, piensa de prisa —dijo el viejo, con una sonrisa—. Nos ha vencido. No podemos agarrar: hasta que le dé la gana de apretar el botón de comunicación. A mi edad no pretendo perseguirlo, desde luego.

Se produjo un silencio mientras los dos hombres se miraban con expresiones distintas. Después, casi simultáneamente, se echaron a reír.

2. La leyenda de Comarre

Peyton cayó como una piedra durante tres kilómetros y medio antes de pulsar el neutralizador. Aunque dificultaba la respiración, la corriente de aire era estimulante. Caía a menos de doscientos cincuenta kilómetros por hora, pero la impresión de velocidad crecía por la suave ascensión del gran edificio a sólo unos metros de distancia.

El delicado tirón del campo desacelerador le frenó a unos trescientos metros del suelo. Cayó suavemente hacia las líneas de aparatos voladores aparcados al pie de la torre. La suya era una pequeña máquina automática de un solo asiento. Al menos había sido totalmente automática cuando la habían construido hacía tres siglos, pero su dueño actual había hecho en ella tantas modificaciones ilegales que nadie más en el mundo habría podido volar en ella y sobrevivir para contarlo.

Peyton desconectó el cinturón neutralizador (un divertido aparato, técnicamente anticuado, pero que aún ofrecía interesantes posibilidades), y entró en la cabina de su máquina. Dos minutos más tarde, las torres de la ciudad se hundían bajo el borde del mundo y las Tierras Salvajes deshabitadas discurrían debajo de él a seis mil quinientos kilómetros por hora.

Peyton puso rumbo al oeste y casi al instante se halló sobre el océano. Nada podía hacer, salvo esperar; la nave llegaría automáticamente a su destino. Se retrepó en el asiento del piloto, rumiando amargas ideas y compadeciéndose.

Se hallaba trastornado de lo que estaba dispuesto a confesar. Hacía años que había dejado de preocuparle el que su familia no compartiese sus intereses técnicos, pero la continua y creciente oposición, que ahora había llegado al máximo, era algo completamente nuevo. No podía comprenderlo.

Diez minutos más tarde, una sola torre blanca se elevó del océano como la espada Excalibur surgiendo del lago. La ciudad conocida en el mundo como Scientia, y como Campanario del Murciélago entre sus más cínicos habitantes, había sido construida hacía ocho siglos en una isla, lejos de las grandes extensiones de tierra. Fue un gesto de independencia, pues las últimas manifestaciones de nacionalismos aún persistían en aquella lejana época.

Peyton descendió sobre la pista de aterrizaje y caminó hacia la entrada más próxima. Nunca dejaba de impresionarlo el rugido de las grandes olas de romper sobre las rocas, a cien metros de distancia.

Se detuvo un momento en la entrada, inhalando el aire salado y observando las gaviotas y las aves migratorias que volaban en círculo alrededor de la torre. Habían empleado este trocito de tierra como lugar de descanso, cuando el hombre estaba observando la aurora con ojos perplejos y preguntándose si era un dios.

La Oficina de Genética ocupaba cien plantas cerca del centro de la torre. Peyton había tardado diez minutos en llegar a la Ciudad de la Ciencia. Tardó casi otro tanto en localizar al hombre a quien buscaba en los kilómetros cúbicos de oficinas y laboratorios. 

Alan Henson II era todavía amigo íntimo de Peyton, aunque había dejado dos años antes que él la Universidad de Antártida y se había puesto a estudiar biogenética en vez de ingeniería. Cuando Peyton se hallaba en algún apuro, cosa que ocurría con frecuencia, la calma y el sentido común de su amigo le resultaban muy tranquilizadores. Era natural que hubiese volado ahora a Scientia, sobre todo teniendo en cuenta que Henson le había llamado con urgencia el día anterior.

El biólogo se sintió complacido y aliviado al ver a Peyton, pero sus palabras de bienvenida disimulaban su nerviosismo.

—Me alegro de que hayas venido; tengo algunas noticias que te interesarán. Pero pareces preocupado, ¿qué te pasa?

Peyton se lo dijo, no sin exagerar un poco. Henson guardó unos momentos de silencio.

—¡Así que ya han empezado...! —exclamó—. Era de esperar.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Peyton, sorprendido.

El biólogo abrió un cajón y sacó un sobre cerrado. Extrajo dos hojas de plástico en las que estaban cortados varios surcos paralelos de variadas longitudes y tendió una a su amigo.

—¿Sabes qué es esto?
—Parece un análisis de personalidad.
—Exactamente. Es el tuyo.
—Esto es bastante ilegal, ¿no?
—Da lo mismo. La clave está impresa a lo largo del pie de la hoja: va desde Apreciación Estética hasta Ingenio. La última columna da tu Cociente Intelectual. No dejes que se te suba a la cabeza.

Peyton estudió atentamente la hoja. Es una ocasión, se ruborizó ligeramente.

—No veo cómo pudiste averiguarlo.
—No te preocupes —Henson le hizo un guiño Ahora mira este análisis.

Le tendió una segunda hoja.

—¡Pero si es igual...!
—No del todo, pero casi.
—¡A quién pertenece?

Henson se retrepó en su sillón y midió cuidadosamente sus palabras.

—Este análisis, Dick, corresponde a un antepasado tuyo por línea directa masculina, de veintidós generaciones atrás: el gran Rolf Thordarsen.

Peyton se disparó como un cohete.

—¡Qué!
—No grites. Si alguien entra, estamos hablar de nuestros viejos tiempos en la universidad.
—Pero... ¡Thordarsen!
—Bueno, si nos remontamos lo suficiente en el pasado, todos tenemos antepasados distinguidos. Pero ahora ya sabes por qué tu abuelo tiene miedo de ti. 
—Lo ha dejado para bastante tarde. Ya he ten nado mi formación, prácticamente.
—Puedes darnos las gracias por esto. Normalmente, nuestros análisis se remontan a diez generaciones, o a veinte en casos especiales. Es un trabajo tremendo. Hay cientos de millones de fichas en la biblioteca de la Herencia, una por cada hombre y mujer que vivió desde el siglo XXIII. Esta coincidencia descubrió accidentalmente hace cosa de un mes.
—Fue cuando empezó el jaleo. Pero todavía no comprendo a qué viene todo esto.
—Dick, ¿qué sabes exactamente de tu famoso antepasado?
—Supongo que no mucho más que cualquiera. No sé cómo ni por qué desapareció, si es esto lo que me quieres preguntar. ¿No abandonó la Tierra?
—No. Dejó el mundo, si quieres llamarlo así, pero no la Tierra. Muy pocas personas lo saben, Dick, pero Rolf Thordarsen fue el hombre que construyó Comarre. 

¡Comarre! Peyton pronunció la palabra con los labios entreabiertos, saboreando su significado y su sorpresa. Así que después de todo, existía. Incluso esto había sido negado por algunos.

—Supongo que no sabes mucho sobre los Decadentes —prosiguió Henson—. Los libros de Historia han sido editados con mucho cuidado. Pero toda la cuestión está relacionada con el final de la Segunda Era Electrónica..

La luna artificial que albergaba al Consejo Mundial giraba en su eterna órbita a treinta mil millas por encima de la superficie de la Tierra. El techo de la Cámara del Consejo era una hoja inmaculada de cristalita; cuando los miembros del Consejo celebraban una reunión, parecía como si no hubiese nada entre ellos y la gran esfera que giraba abajo y a lo lejos.

El simbolismo era profundo. Ningún mezquino punto de vista pueblerino podía sobrevivir en semejantes ambiente. Sin duda allí producirían sus obras más grandes las mentes de los hombres.

Richard Peyton el Viejo había pasado toda su vi dirigiendo los destinos de la Tierra. Durante quinientos años, la raza humana había estado en paz y había carecido de nada de lo que podían proporcionar el arte o la ciencia. Los hombres que gobernaban el planeta podían estar orgullosos de su trabajo.

Pero el viejo estadista estaba inquieto. Tal vez cambios que se avecinaban ya proyectaban sombras delante de ellos. Tal vez sentía, aunque fuese en subconsciente, que los cinco siglos de tranquilidad estaban tocando a su fin.

Puso en marcha su máquina de escribir y empezó a dictar.

Peyton sabía que la Primera Era Electrónica ha empezado en 1908, hacía más de once siglos, cuando De Forest inventó el tríodo. El mismo siglo fabuloso había visto la llegada del Estado Mundial, el avión, la nave espacial y la energía atómica, y había sido testigo también de la invención de todos los apara termiónicos que hicieron posible la civilización que conocía.

La Segunda Era Electrónica había empezado quinientos años más tarde. La habían puesto en manos de los físicos sino los médicos y psicólogos. Dura: casi cinco siglos, habían estado estudiando las corrientes eléctricas que fluyen en el cerebro durante procesos de pensamiento. El análisis había sido terriblemente complicado, pero se había llevado a termino gracias al esfuerzo de muchas generaciones. De este modo quedó abierto el camino para las primeras máquinas capaces de leer la mente humana. 

Pero esto sólo era el principio. Cuando el hombre descubrió el mecanismo de su propio cerebro, pudo llegar más lejos. Pudo reproducirlo, utilizando transistores y redes de circuitos en vez de células vivas.

A finales del siglo XXV se construyeron las primeras máquinas penantes. Eran muy toscas; se necesitaban cien metros cuadrados de equipo para hacer el trabajo de un centímetro cúbico de cerebro humano. Pero en cuanto se hubo dado el primer paso, no se tardó mucho en perfeccionar el cerebro mecánico y en hacerlo de uso general. Sólo podía realizar el trabajo intelectual de niveles inferiores y carecía de las características propiamente humanas, como la iniciativa, la intuición y las distintas emociones. Pero en circunstancias que apenas variaban y cuando sus limitaciones no eran graves, podía hacer lo mismo que el hombre.

La aparición de los cerebros de metal había provocado una de las grandes crisis de la civilización humana. Aunque los hombres aún tenían que desempeñar las más altas funciones de gobierno y de control de la sociedad, toda la enorme rutina de la administración había sido asumida por los robots. El hombre había conseguido al fin la libertad. Ya no tenía que estrujarse el cerebro proyectando complicados planes de transporte, decidiendo programas de producción y equilibrando presupuestos. Las máquinas, que habían asumido todo el trabajo manual hacía siglos, habían prestado su segunda gran contribución a la sociedad.

El efecto sobre los asuntos humanos fue inmenso, y los hombres reaccionaron de dos maneras ante la nueva situación. Unos empleaban su recién conquistada libertad, persiguiendo noblemente lo que siempre había atraído a las mentes más elevadas: la búsqueda de la belleza y de la verdad, aún tan esquivas como cuando se construyó la Acrópolis.

Pero había otros que pensaban de modo diferente. «Por fin se ha levantado para siempre la maldición de Adán —decían—. Ahora podemos construir ciudades donde las máquinas cubrirán todas nuestras necesidades en cuanto pensemos en ellas... o antes, porque los analizadores pueden leer incluso los deseos ocultos en el subconsciente. El objetivo de cualquier ser humano es el placer y la búsqueda de la felicidad. El hombre tiene derecho a ello, porque se lo ha ganado. Estamos hartos de esta lucha interminable por el conocimiento y el ciego deseo de cruzar el espacio hasta las estrellas.»

Era el antiguo sueño de los Comedores de Lotos, un sueño tan antiguo como el hombre. Ahora, por primera vez, podía realizarse. Durante un tiempo, no fueron muchos los que lo compartieron. El fuego del Segundo Renacimiento no había empezado todavía a extinguirse. Pero con el paso de los años, los Decadentes fueron consiguiendo cada vez más para su modo de pensar. En lugares escondidos de los planetas interiores construyeron las ciudades de sus sueños.

Durante un siglo florecieron como flores exóticas, hasta que se extinguió el fervor casi religioso que había inspirado sus construcciones. Después se desvanecieron, uno a uno, del conocimiento humano. Al morir, habían dejado gran cantidad de fábulas y leyendas que se habían exagerado con el paso de los siglos.

Sólo una de aquellas ciudades había sido construida en la Tierra, y estaba envuelta en un misterio que el mundo exterior nunca había resuelto. Por motivos que sólo él sabía, el Consejo Mundial había destruido todo el conocimiento que se tenía del lugar. Su situación era un misterio. Algunos decían que estaba en las zonas inhóspitas del Ártico. Nada se sabía de cierto, salvo su nombre: Comarre.

Henson hizo una pausa en su relato.

—Hasta ahora no te he explicado nada nuevo, nada que no sea de conocimiento común. El resto de la historia es un secreto del Consejo Mundial y tal vez de un centenar de hombres de Scientia.

»Como ya sabes, Rolf Thordarsen fue el genio mecánico más grande que el mundo ha conocido. Ni siquiera Edison puede compararse con él. Sentó los conocimientos de la ingeniería del robot y construyó la primera máquina de pensar.

»Sus laboratorios produjeron una serie continua de brillantes inventos durante veinte años. Y entonces, de pronto desapareció. Se dijo que había tratado de llegar a las estrellas. Pero lo que en realidad ocurrió fue lo siguiente:

»Thordarsen creía que sus robots, las máquinas que aún gobiernan nuestra civilización, eran sólo el principio. Acudió al Consejo Mundial con ciertos proyectos que habrían cambiado la faz de la sociedad humana. No sabemos cuáles hubieran sido estos cambios, pero Thordarsen creía que, a menos que se adoptasen, la raza llegaría a un callejón sin salida como muchos de nosotros creemos que ha llegado.

»El Consejo rechazó violentamente sus proyectos. En aquella época, el robot sólo había empezado a desintegrarse en la civilización, y la estabilidad se restablecía lentamente, una estabilidad que se ha mantel durante quinientos años.

»Thordarsen quedó amargamente decepción; Con el olfato que tenían para atraer a los genios Decadentes se pusieron en contacto con él y lo disuadieron de que renunciase al mundo. Era el ú hombre que podía convertir sus sueños en realidad.

—¿Y lo hizo?
—Nadie lo sabe. Pero Comarre fue construida esto es seguro. Nosotros sabemos dónde está, y bien lo sabe el Consejo Mundial. Hay cosas que pueden mantenerse en secreto.

Desde luego, pensó Peyton. Incluso en esta desaparecía gente y se rumoreaba que había ido en busca de la ciudad de sus sueños. La frase «ha ii Comarre» se había integrado hasta tal punto e lenguaje corriente que casi se había olvidado su significado. Henson se inclinó hacia delante y habló cor tono cada vez más serio.

—Esta es la parte más extraña. El Consejo Mundial podía destruir Comarre, pero no quiso hacerlo. La creencia de que Comarre existe tiene sin duda influencia estabilizadora en la sociedad. A pesa todos nuestros esfuerzos, todavía tenemos psicópatas.

No es difícil hacerles insinuaciones, bajo hipnosis, sobre Comarre. Puede que nunca la encuentren, pero la búsqueda los hará inofensivos.

»Al principio, poco después de la fundación de la ciudad, el Consejo envió agentes a Comarre. Ninguno de ellos regresó jamás. Y no hubo juego sucio; simplemente, prefirieron quedarse allí. Esto se sabe con seguridad porque enviaron mensajes. Supongo que los Decadentes se dieron cuenta de que el Consejo destruiría la ciudad si se retenía a sus agentes.

»He visto algunos de estos mensajes. Son extraordinarios. Sólo hay un calificativo para ellos: exaltados. Sí, Dick, había algo en Comarre que podía hacer que un hombre olvidase el mundo exterior, sus amigos, su familia, ¡todo! Imagínate lo que esto significa.

»Más tarde, el Consejo hizo otro intento, cuando estuvo seguro de que ninguno de los Decadentes podía estar vivo todavía. Y volvió a intentarlo hace cincuenta años. Pero, hasta hoy, nadie ha vuelto nunca de Comarre.

Mientras Richard Peyton hablaba, el robot analizaba sus palabras en grupos fonéticos, insertaba la puntuación y enviaba automáticamente el texto a los archivos electrónicos. 

»Copia para el Presidente y mi archivo personal.

»Su nota del 22 y nuestra conversación de esta mañana.

»He visto a mi hijo, pero R. P. III me ha esquivado. Está completamente decidido y sería perjudicial que tratásemos de coaccionarlo. Mientras no descubra que R. T. fue antepasado suyo, no habrá peligro. A pesar de la similitud de caracteres, no es probable que trate de repetir la obra de R. T.

»Debemos asegurarnos ante todo de que nunca localice ni visite Comarre. Si esto ocurriese, nadie podría prever las consecuencias.»

Henson hizo una pausa en su narración, pero su amigo siguió en silencio. Estaba demasiado asombrado para interrumpirlo. 

—Esto nos trae al presente y a ti —prosiguió Henson—. Dick, el Consejo Mundial descubrió tu linaje hace un mes. Lamentamos habérselo dicho; pero ahora es demasiado tarde. Genéticamente, eres una reencarnación de Thordarsen, sólo en el sentido científico de la palabra. Se ha dado ahora una de las más remotas probabilidades de la Naturaleza, como se da a intervalos de varios siglos en una u otra familia.

»Dick, tú podrás continuar el trabajo que Thordarsen se vio obligado a abandonar, cualquiera que fuese. Tal vez se ha perdido para siempre, pero si existe algún rastro está en Comarre. El Consejo Mundial lo sabe. Por eso trata de apartarte de tu destino.

»No te amargues por eso. En el Conejo hay algunas de las mentes más nobles que ha producido hasta ahora la raza humana. No te quieren mal ni nunca te harán ningún daño, pero están ansiosos por preservar la estructura actual de la sociedad, que consideran la mejor.

Peyton se puso lentamente en pie. Por un instante parece como si fuese un observador neutral que estudiase desde fuera a un personaje llamado Richard Peyton III, que ya no era un hombre sino un símbolo, una de las claves del futuro del mundo. Tuvo que hacer un gran esfuerzo mental para reidentificarse.

Su amigo lo estaba observando en silencio.

Hay algo más, que no me has dicho, Alan: ¿Cómo sabes todo esto? 

—Estaba esperando que me lo preguntases —dijo Henson con una sonrisa—. Yo no soy más que un portavoz. Me han elegido a mí porque te conozco. No puedo indicarte quiénes son los demás. Pero entre ellos se encuentran varios científicos a los que sé que admiras.

»Siempre ha existido una rivalidad amistosa entre el Consejo y los científicos que le sirven; pero en los últimos años, nuestros puntos de vista se han separado más. Muchos de nosotros creemos que nuestra era, que el Consejo piensa que durará eternamente, es sólo un interregno. Consideramos que un período demasiado largo de estabilidad podría conducir a la decadencia. Los psicólogos del Consejo confían en poderlo evitar.

A Peyton le brillaron los ojos.

—¡Esto es lo que yo estaba diciendo! ¿Puedo unirme a vosotros?
—Más adelante. Primero hay que hacer algún trabajo. Mira, nosotros somos una especie de revolucionarios. Vamos a provocar un par de reacciones sociales. Cuando hayamos terminado, el peligro de decadencia social se habrá aplazado miles de años. Tú, Dick, eres uno de nuestros catalizadores, aunque no el único, desde luego. —Hizo una breve pausa—. Aunque no salga nada de Comarre, tenemos otra carta en la manga. Confiamos en haber perfeccionado el vuelo interestelar dentro de cincuenta años.
—¡Por fin! —exclamó Peyton—. ¿Y qué haré entonces?
—Lo presentaremos al Consejo y diremos: «Mirad, ahora podéis ir a las estrellas. ¿Verdad que si somos unos buenos chicos?» Y el Consejo no tendrá más remedio que sonreír y empezar a desarraigar civilización. Una vez logrado el viaje interestelar, tendremos de nuevo una sociedad en expansión, y el estancamiento será aplazado indefinidamente.
—Espero vivir para verlo —dijo Peyton—. Y ahora, ¿qué queréis que yo haga?
—Queremos que vayas a Comarre para descubrir lo que hay allí. Aunque otros fracasaron, creemos que tú puedes triunfar. Lo tenemos todo planeado. 
—¿Y dónde está Comarre?
—En realidad, es muy sencillo —dijo Henson con una sonrisa—. Sólo puede estar en un lugar, el uní lugar al que no pueden volar las aeronaves, donde vive nadie, donde todos los viajes se hacen a pie. En la Gran Reserva.

El viejo desconectó la máquina de escribir. Arriba (o abajo, lo mismo daba), la gran medialuna de Tierra eclipsaba las estrellas. En su eterna circunvalación, la pequeña luna había alcanzado la línea divisoria entre la luz y la sombra y se estaba sumiendo la noche. La tierra centelleante, allá abajo, estaba: picada de luces de las ciudades.

Esta visión llenó de tristeza al viejo. Le record; que su propia vida estaba tocando a su fin, y pan predecir el final de una cultura que él había tratado de proteger. A fin de cuentas, tal vez tenían razón los jóvenes científicos. El largo descanso estaba terminando y el mundo se movía hacia nuevos objetivos que él nunca vería.

3. El león salvaje

Era de noche cuando la nave de Peyton, que volaba hacia el oeste, llegó sobre el océano Indico. Sólo se podía ver la línea blanca de las olas que rompían contra la costa africana, pero la pantalla de navegación mostraba todos los detalles de la tierra que había abajo. La noche no ofrecía ahora protección ni salvaguardia, desde luego, pero significaba que ningún ojo humano podía verlo. En cuanto a las máquinas que hubiesen debido estar observando, bueno, otros se habían encargado de ellas. Al parecer eran muchos los que pensaban como Henson.

El plan había sido hábilmente concebido. Los detalles habían sido elaborados cuidadosamente por personas que sin duda habían gozado con ello. Peyton tenía que aterrizar en la linde del bosque, lo más cerca posible de la barrera de energía. 

—Lo presentaremos al Consejo y diremos: «Mirad, ahora podéis ir a las estrellas. ¿Verdad que si somos unos buenos chicos?» Y el Consejo no tendrá más remedio que sonreír y empezar a desarraigar civilización. Una vez logrado el viaje interestelar, tendremos de nuevo una sociedad en expansión, y el estancamiento será aplazado indefinidamente.
—Espero vivir para verlo —dijo Peyton—. Y ahora, ¿qué queréis que yo haga? —Queremos que vayas a Comarre para descubrir lo que hay allí. Aunque otros fracasaron, creemos que tú puedes triunfar. Lo tenemos todo planeado.
—¿Y dónde está Comarre?
—En realidad, es muy sencillo —dijo Henson con una sonrisa—. Sólo puede estar en un lugar, el uní lugar al que no pueden volar las aeronaves, donde vive nadie, donde todos los viajes se hacen a pie. En la Gran Reserva.

El viejo desconectó la máquina de escribir. Arriba (o abajo, lo mismo daba), la gran medialuna de Tierra eclipsaba las estrellas. En su eterna circunvalación, la pequeña luna había alcanzado la línea divisoria entre la luz y la sombra y se estaba sumiendo la noche. La tierra centelleante, allá abajo, estaba: picada de luces de las ciudades.

Esta visión llenó de tristeza al viejo. Le record; que su propia vida estaba tocando a su fin, y pan predecir el final de una cultura que él había tratado de proteger. A fin de cuentas, tal vez tenían razón los jóvenes científicos. El largo descanso estaba terminando y el mundo se movía hacia nuevos objetivos que él nunca vería.

3. El león salvaje

Era de noche cuando la nave de Peyton, que volaba hacia el oeste, llegó sobre el océano Indico. Sólo se podía ver la línea blanca de las olas que rompían contra la costa africana, pero la pantalla de navegación mostraba todos los detalles de la tierra que había abajo. La noche no ofrecía ahora protección ni salvaguardia, desde luego, pero significaba que ningún ojo humano podía verlo. En cuanto a las máquinas que hubiesen debido estar observando, bueno, otros se habían encargado de ellas. Al parecer eran muchos los que pensaban como Henson.

El plan había sido hábilmente concebido. Los detalles habían sido elaborados cuidadosamente por personas que sin duda habían gozado con ello. Peyton tenía que aterrizar en la linde del bosque, lo más cerca posible de la barrera de energía. 

Afortunadamente Peyton era un buen andarín, y al mediodía había cubierto la mitad de la distancia hasta su objetivo. Se detuvo para almorzar en un bosquecillo de coníferas marcianas importadas, que habrían desconcertado y consternado a un explorador de los viejos tiempos. En su ignorancia, Peyton, las tuvo por auténticas.

Había vaciado varias latas de conservas cuando advirtió que algo se movía rápidamente en el llano, en la dirección de la que él provenía. Estaba demasiado lejos para saber lo que era. Pero cuando aquello se acercó más, se levantó para observarlo mejor. Hasta entonces no había visto animales (aunque muchos animales lo habían visto a él) y miró con interés al recién llegado.

Peyton no había visto nunca un león, pero no le costó reconocer al magnífico animal que se le acercaba dando saltos. Hay que decir, en su honor, que sólo miró una vez hacia el árbol que tenía detrás. S mantuvo firmemente en su sitio.

Sabía que en el mundo ya no había animales rea mente peligrosos. La Reserva era algo entre un vasto laboratorio biológico y un parque nacional, visitado todos los años por miles de personas. Se daba generalmente por sabido que, si se dejaba en paz a los animales, éstos corresponderían de la misma manera. En general, el convenio daba buenos resultados.

El animal quería mostrarse amistoso. Trotó hacia Peyton y empezó a frotarse afectuosamente contra su costado, y cuando éste se levantó de nuevo, paree prestar mucha atención a las latas vacías de comida. Finalmente se volvió hacia él con una expresión irresistible.

Peyton se echó a reír, abrió otra lata y puso cuidadosamente su contenido sobre una piedra plana, león aceptó encantado el tributo y, mientras comí Peyton consultó el índice de la guía oficial que los desconocidos patrocinadores le habían proporcionado. 

Había varias páginas sobre los leones, con fotografías, para los visitantes extraterrestres. La información era tranquilizadora. Mil años de crianza científica habían mejorado considerablemente al rey de selva. Sólo se había comido a una docena de personas en el último siglo; en diez casos, la información su siguiente le había exonerado de toda culpa, y los otros dos no se habían podido demostrar.

Pero el libro no decía nada sobre la mejor manera de librarse de leones inoportunos. Tampoco decía que normalmente eran tan amistosos como este ejemplar. 

Peyton no era muy buen observador. Pasó un buen rato antes de que advirtiese la fina cinta de metal alrededor de una pata delantera del león. Llevaba una serie de números y letras, y el sello oficial de la Reserva.

No era por tanto un animal salvaje; tal vez había pasado toda su juventud entre los hombres. Probablemente era uno de los famosos superleones que habían criado los biólogos y que después habían puesto en libertad para mejorar la raza. Algunos eran casi tan inteligentes como los perros, según lo que Peyton había leído.

Pronto descubrió que el león podía comprender muchas palabras sencillas, sobre todo si se referían a comida. Incluso para esta era, se trataba de un animal espléndido, un palmo más alto que sus flacos antepasados de diez siglos atrás.

Cuando Peyton reemprendió el viaje, el león trotó a su lado. No creía que su amistad valiese más que medio kilo de carne sintética de buey, pero era agradable tener alguien a quien hablar, alguien que además no intentaría contradecirle. Después de pensarlo bien, decidió que «Leo» sería un nombre adecuado para su nuevo amigo. 

Peyton había caminado unos cientos de metros cuando se produjo de pronto un destello cegador en el aire, delante de él. Aunque enseguida se dio cuenta de lo que era, se sobresaltó y se detuvo, pestañeando. Leo había huido precipitadamente y no se lo ve por ningún sitio. Peyton pensó que no sería una gran ayuda en caso de emergencia. Mas tarde tendría que rectificar esta opinión.

Cuando sus ojos se hubieron recobrado de la in presión, vio un rótulo multicolor, con letras de fuego. Pendía inmóvil en el aire y decía:

¡AVISO!
SE ESTÁ USTED ACERCANDO
A TERRITORIO PROHIBIDO
VUELVA ATRÁS!

Es una orden del Consejo Mundial

Peyton contempló pensativo el aviso durante un momentos. Después miró a su alrededor, buscando proyector. Estaba en una caja de metal, no muy disimulada, a un lado de la carretera. La abrió rápidamente con las llaves universales que le había ofrecido la confiada Comisión de Electrónicos cuando se graduó.

Después de unos minutos de inspección, suspiró aliviado. El proyector era un aparato automático se cilio. Lo activaba cualquier cosa que llegase por la carretera. Tenía un registro fotográfico, pero lo había desconectado. Esto no le sorprendió, pues cualquier animal que hubiese pasado por allí habría hecho funcionar el aparato. Era una suerte. Eso significaba q nadie sabría que Richard Peyton III había camina una vez por esta carretera. Llamó a gritos a Leo, el cual volvió despacio, bastante avergonzado. El aviso había desaparecido y Peyton mantuvo desconectado el aparato para impedir que aquél reapareciese cuando pasara Leo. Entonces cerró de nuevo la puerta y prosiguió su camino, preguntándose qué sucedería ahora.

Cien metros más adelante, una voz incorpórea empezó a hablarle con severidad. No le dijo nada nuevo, pero lo amenazó con varias sanciones leves, algunas de las cuales no le eran desconocidas.

Era divertido observar la cara de Leo cuando trataba de localizar el origen de aquel sonido. Peyton buscó de nuevo el proyector y lo inspeccionó antes de proseguir. Pensó que sería más seguro abandonar la carretera. Podía haber en ella más aparatos registradores.

Logró convencer a Leo con cierta dificultad para que permaneciese en la superficie metálica mientras él caminaba por la árida tierra que flanqueaba la carretera. En el medio kilómetro siguiente, el león activó otras dos trampas electrónicas. La última parecía haber renunciado a la persuasión. Decía simplemente:

CUIDADO CON LOS LEONES SALVAJES

Peyton miró a Leo y se echó a reír. Leo no le vio la gracia, pero lo imitó cortésmente. Detrás de ellos, el rótulo automático se desvaneció con un último parpadeo. Peyton se preguntó por qué estarían allí aquellos rótulos. Tal vez para asustar a visitantes accidentales.

Los que conocían el objetivo difícilmente se dejan disuadir por ellos.

De pronto la carretera dio un giro en ángulo recto..., y allí estaba Comarre. Era curioso que se dará tan impresionado por algo que había estad esperando. Delante de él había un claro inmenso de la jungla, medio ocupado por un estructura metálica negra. La ciudad tenía forma de cono en terrazas de unos ochocientos metros de altura y mil en la longitud. Lo que pudiese haber bajo tierra, le resultaba imposible de adivinar. Se detuvo asombrado por las dimensiones y la rareza del enorme edificio. Después, empezó a andar poco a poco en su dirección.

Como un animal de presa agazapado en su cubil. La ciudad estaba allí esperando. Aunque ahora los visitantes eran muy pocos, estaba preparada para recibirlos, fueran quienes fuesen. A veces volvían atrás al primer aviso; otras, al segundo. Unos pocos habían llegado hasta la entrada antes de que flaquease su resolución, pero la mayoría, después de llegar hasta tan lejos, habían entrado de buen grado en la ciudad. Peyton llegó a la escalera de mármol que conducía a la alta pared de metal y al curioso agujero que parecía ser la única entrada. Leo trotaba lado en silencio sin prestar mucha atención al ex ambiente.

Peyton se detuvo al pie de la escalera y marcó un número en su comunicador. Esperó a recibir el de recepción y habló despacio por el micrófono.

—La mosca está entrando en el salón.

Lo repitió dos veces, sintiéndose bastante tonto.

Pensó que alguien tenía un perverso sentido del humor. No hubo respuesta. Esto era parte de lo que se había convenido. Pero tenía la seguridad de que el mensaje había sido recibido, probablemente en algún laboratorio de Scientia, ya que el número que había marcado era una clave del Hemisferio Occidental.

Peyton abrió la lata más grande de carne y extendió la comida sobre el mármol. Pasó los dedos por la melena del león y se la retorció alegremente.

—Creo que es mejor que te quedes aquí, Leo —dijo—. Tal vez esté ausente bastante tiempo. No trates de seguirme.

Miró hacia atrás desde lo alto de la escalera. Se sintió aliviado al comprobar que el león no había intentado seguirle. Estaba sentado sobre las patas traseras, mirándolo tristemente. Peyton agitó una mano y se volvió. No había puerta sino tan sólo un agujero negro en la curva superficie de metal. Resultaba muy extraño y Peyton se preguntó cómo habían esperado impedir los constructores que entrasen animales. Entonces algo le llamó la atención en aquella abertura.

Era demasiado negra. Aunque la pared estaba en la sombra, no había motivo para que la entrada fuese tan oscura. Sacó una moneda del bolsillo y la arrojó a la abertura. Le tranquilizó el sonido que hizo al caer y dio un paso adelante. 

Los circuitos discriminatorios delicadamente ajustados no habían reparado en la moneda ni en todos los animales descarnados que habían entrado en el oscuro portal. Pero la presencia de una mente humana había sido suficiente para accionar los resortes. Por una fracción de segundo, la pantalla a través de la que se movía Peyton vibró de energía. Después quedó de nuevo inerte.

Peyton tuvo la impresión de que su pie tardaba mucho tiempo en tocar el suelo, pero esto apenas le preocupó. Mucho más sorprendente fue el paso instantáneo de la oscuridad a una súbita luz, del calor bastante sofocante de la jungla a una temperatura que parecía casi fría en comparación con la del exterior. El cambio fue tan brusco que le hizo jadear. Se volvió con abierta inquietud hacia el arco por el que acababa de entrar. Ya no estaba allí. Nunca había estado allí. Peyton se hallaba sobre una tarima de metal elevada, en el centro exacto de una gran habitación circular, con una docena de arcos ojivales alrededor de su circunferencia. Habría podido entrar por cualquiera de ellos si no hubiesen estado a cuarenta metros de distancia.

Peyton se sintió presa de pánico. Le palpitaba el corazón y algo raro le sucedía a sus piernas. Con una tremenda impresión de soledad, se sentó en la tarima y empezó a considerar racialmente la situación.

4. El signo de la amapola

Algo le había transportado en un instante desde la negra entrada hasta el centro de la habitación. Sólo podía haber dos explicaciones, las dos igualmente fantásticas. O algo andaba muy mal en el espacio dentro de Comarre, o sus constructores habían dominado el secreto de la transmisión de la materia.

Desde que los hombres habían aprendido a enviar sonidos e imágenes por radio, habían soñado en transmitir materia por los mismos medios. Peyton miró la tarima donde se encontraba. Podía contener fácilmente equipo electrónico, y había un abulta-miento en el techo, encima de él.

Fuera lo que fuese, no podía imaginar una manera mejor de intimidar a visitantes importunos. Se apresuró a bajar de la tarima. Prefería no permanecer demasiado en aquel sitio.

Era inquietante saber que ahora no tenía manera de salir de allí sin la colaboración de la máquina que lo había traído.

Decidió tomarse las cosas con calma. Cuando hubiese terminado su exploración, conocería éste y los demás secretos de Comarre.

En realidad, no era presuntuoso. Entre Peyton y los constructores de la ciudad había siglos de investigación. Aunque podía encontrar muchas cosas nuevas para él, no habría nada que no pudiera comprender. Eligió una de las salidas al azar y empezó la exploración de la ciudad.

Las máquinas estaban observando, tomándose tiempo. Habían sido construidas con una finalidad, y todavía desempeñaban ciegamente su misión. Mucho tiempo antes habían traído la paz del olvido a las cansadas mentes de sus constructores. Aquel olvido podían traerlo todavía a todos los que entrasen en la ciudad de Comarre.

Los instrumentos habían comenzado sus análisis cuando Peyton había venido del bosque. La disección de una mente humana, con todas sus esperanzas, deseos y temores, no era algo que se pudiese hacer rápidamente. Los sintetizadores no entrarían en acción hasta dentro de unas horas. Hasta entonces el visitante sería entretenido, mientras se preparaba un recibimiento más hospitalario.

El escurridizo visitante dio mucho trabajo al pequeño robot antes de que éste lo localizase al fin, pues Peyton pasaba rápidamente de una habitación a otra en su exploración de la ciudad. La máquina se detuvo en el centro de una pequeña estancia circular llena de interrupciones magnético e iluminada con un solo tuvo fluorescente. Según sus instrumentos, Peyton estaba a sólo unos pocos pasos de distancia, pero sus cuatro lentes no podían ver rastro de él. Se quedó desconcertado y permaneció inmóvil y silencioso. Sólo se oía el débil zumbido de sus motores y de vez en cuando el chasquido
de algún resorte.

Peyton observaba la máquina con gran interés desde una pasarela a tres metros del suelo. Vio un brillante cilindro metálico encima de una gruesa placa montada sobre ruedecitas. No tenía ningún tipo de miembros, y el cilindro era homogéneo, salvo por los círculos de las lentes y una serie de rejillas metálicas para los sonidos. 

Era divertido observar la perplejidad de la máquina al debatir su mente diminuta dos informaciones contradictorias. Aunque sabía que Peyton tenía que estar en la habitación, sus ojos le indicaban que el lugar estaba vacío. Empezó a caminar de un lado a otro en pequeños círculos, hasta que Peyton se compadeció de ella y descendió de la pasarela. La máquina interrumpió inmediatamente sus vueltas e inició su mensaje de bienvenida. 

—Soy A-Cinco. Le llevaré donde usted quiera. Por favor, deme sus órdenes en el vocabulario corriente del robot.

Peyton se sintió bastante decepcionado. Era un robot perfectamente normal y él había esperado algo mejor en la ciudad que había construido Thordarsen. Pero la máquina podía serle muy útil si la empleaba debidamente. 

—Gracias —dijo—. Por favor, llévame a las residencias.

Aunque Peyton ahora estaba seguro de que la ciudad era completamente automática, aún cabía la posibilidad de que hubiese en ella alguna vida humana. Podía haber otros que lo ayudasen en su investigación, aunque tal vez todo lo que podía esperar era que no se opusieran.

Sin añadir palabra, la pequeña máquina giró en redondo sobre sus ruedas y salió de la habitación. El pasillo por el que condujo a Peyton terminaba en una puerta bellamente tallada que éste había tratado en vano de abrir. Por lo visto A-Cinco conocía su secreto, pues cuando se acercaron, la gruesa placa de metal se deslizó sin ruido hacia un lado. El robot siguió adelante y entró en una pequeña cámara parecida a una caja. Peyton se preguntó si habría entrado en otro transmisor de materia, pero descubrió rápidamente que no era más que un ascensor. A juzgar por lo que duró la subida, debió de haberlos llevado casi hasta la cima de la ciudad. Cuando se abrieron las puertas, tuvo la impresión de hallarse en otro mundo.

Los pasillos en que había estado primero eran grises y no estaban decorados; eran meramente utilitarios. En contraste con ellos, los espaciosos vestíbulos y salones estaban amueblados casi con lujo. El siglo XXVI había sido un período de decoración florida y multicolor, muy despreciada en los siglos siguientes. Pero los Decadentes se habían adelantado mucho a su propio período. Se habían valido de los recuerdos de la psicología y del arte para diseñar Comarre.

Se habría podido pasar toda una vida sin acabar de ver todos los murales, las tallas, las pinturas y los complejos tapices que parecían conservar el brillo de cuando fueron confeccionados. Parecía absurdo que un lugar tan maravilloso estuviese desierto y oculto al mundo. Peyton casi se olvidó de su interés científico, corriendo como un chiquillo de un maravilla a otra.

Había obras geniales, tal vez tan grandes como las mejores que hubiese conocido el mundo. Pero era una genialidad enfermiza y desesperada, como si hubiese perdido la fe en sí misma, aunque conservaba una enorme habilidad técnica. Por primera vez comprendió por qué habían recibido aquel nombre los constructores de Comarre. 

El arte de los Decadentes le repelía y fascinaba al mismo tiempo. No era maligno, pues estaba completamente al margen de las normas morales. Tal vez su característica más destacada era el cansancio y la desilusión. Al cabo de un rato, Peyton, que nunca se había considerado muy sensible en cuestiones de arte visual, empezó a sentirse embargado por una sutil depresión. Pero era completamente incapaz de sobreponerse a ella.

Por fin se volvió de nuevo al robot.

—¿Vive gente aquí?
—Sí.
—¿Dónde están?
—Durmiendo.

Parecía una respuesta perfectamente natural. Pey-ton se sentía muy cansado. La última hora se había esforzado por mantenerse despierto. Algo parecía obligarlo a dormir, imponiéndose a su voluntad. Mañana tendría tiempo sobrado de averiguar los secretos que había venido a descubrir. De momento, sólo tenía ganas de dormir.

Siguió automáticamente al robot cuando éste lo sacó de los espaciosos salones y lo condujo a un largo pasillo flanqueado por puertas metálicas, cada una de ellas señalada con un signo que le resultaba algo familiar pero que no acababa de reconocer. Su mente soñolienta aún estaba luchando sin mucho entusiasmo con el problema, cuando la máquina se detuvo delante de una de las puertas, que se abrió sin ruido.

La cama, cubierta con una gruesa colcha, era irresistible. Peyton se dirigió automáticamente a ella, tambaleándose. Al tumbarse para dormir, un destello de satisfacción alertó su mente. Había reconocido el símbolo de la puerta, aunque su cerebro estaba demasiado fatigado para comprender su significado. 

No había engaño ni malevolencia en el funcionamiento de la ciudad. De manera impersonal, estaba realizando las tareas para las que había sido destinada. Todos los que habían entrado en Comarre habían aceptado sus dones de buen grado. Este visitante era el primero que los había desdeñado.

Los interrogadores habían estado preparados durante horas, pero la inquieta y curiosa mente los había eludido. No obstante podían esperar, como lo habían hecho durante los últimos quinientos años.

Y ahora las defensas de esta mente extrañamente obstinada se estaba derrumbando al hundirse tranquilamente Richard Peyton en el sueño. Lejos y abajo, en el corazón de Comarre, saltó un resorte, y unas corrientes complejas y lentamente fluctuantes empezaron a fluir y refluir a través de una serie de tubos vacíos. La conciencia que había sido Richard Peyton III dejó de existir.

Peyton se había dormido al instante. Durante un rato cayó en un completo olvido. Después volvió a experimentar breves ráfagas de conciencia. Y entonces, como siempre, empezó a soñar.

Era extraño que su sueño predilecto acudiese a su mente y fuese ahora más vivido de lo que había sido nunca. Durante toda su vida había adorado el mar, y en una ocasión había visto la increíble belleza de las islas del Pacífico desde la cabina de observación de una aeronave que volaba bajo. Nunca las había visitado, pero con frecuencia había deseado pasar la vida en alguna remota y tranquila isla, sin preocuparse del futuro ni del mundo.

Era un sueño que casi todos los hombres habían tenido en alguna época de sus vidas, pero Peyton era lo bastante sensato como para darse cuenta de que dos meses de semejante existencia lo habrían llevado de nuevo a la civilización, medio loco de aburrimiento. Sin embargo, sus sueños nunca le habían preocupado por estas consideraciones y, una vez más, yacía al pie de palmeras ondulantes mientras el oleaje batía el arrecife de más allá de la laguna que enmarcaba el sol con un espejo de azur. El sueño era tan extraordinariamente vivido, que Peyton pensó, incluso durmiendo que ningún sueño tenía derecho a ser tan real. Entonces cesó tan súbitamente que parecía como si hubiera una fisura en sus pensamientos. La interrupción lo trajo de nuevo al estado consciente.

Amargamente decepcionado, permaneció acostado durante un rato con los ojos cerrados, tratando de recuperar el paraíso perdido. Pero fue en vano. Algo repicaba en su cerebro, impidiéndole dormir. Además, la cama se había vuelto de pronto muy dura e incómoda. Y de mala gana volvió a pensar en aquella interrupción.

Peyton había sido siempre realista y nunca le habían inquietado las dudas filosóficas, por lo que su impresión fue mucho mayor que la que habrían experimentado muchas mentes menos inteligentes. Hasta ahora jamás había dudado de su propia cordura, pero en ese momento la puso en duda pues el ruido que lo había despertado había sido, en efecto, el de las olas contra el arrecife. Estaba tumbado en la arena dorada, junto a la laguna. A su alrededor, el viento suspiraba entre las palmeras, acariciándolo con sus cálidos dedos.

De momento, Peyton sólo pudo imaginarse que aún estaba soñando. Pero esta vez no cabía duda. Cuando uno está cuerdo, la realidad nunca puede confundirse con un sueño. Y esto era real, si había algo real en el universo. 

Poco a poco empezó a desvanecerse su impresión de asombro. Se puso en pie y la arena se desprendió de su cuerpo como una llovizna de oro. Resguardándose los ojos contra el sol, miró a lo largo de la playa.

No se entretuvo en preguntarse por qué le resultaba tan familiar aquel lugar. Parecía bastante natural saber que el pueblo estaba un poco más lejos, siguiendo la orilla de la bahía. Ahora se reuniría con sus amigos, de los que se había separado durante un rato en un mundo que estaba olvidando rápidamente.

Tenía el vago recuerdo de un joven ingeniero (ni siquiera recordaba su nombre) que un día había aspirado a la sabiduría y a la fama. En aquella otra vida, había conocido bien a aquella persona, pero ahora no podría explicarle jamás la vanidad de sus ambiciones. Empezó a pasear perezosamente a lo largo de la playa, con los últimos y vagos recuerdos de su vida en la sombra desprendiéndose de él a cada paso, como se desvanecen los detalles de un sueño a la luz del día.

Al otro lado del mundo, tres científicos muy preocupados estaban esperando en un laboratorio abandonado, con la mirada fija en un comunicador de múltiples canales y de diseño insólito. La máquina había guardado silencio durante nueve horas. Nadie había esperado un mensaje durante las primeras ocho, pero en ese momento la señal convenida llevaba más de una hora de retraso.

Alan Henson se puso en pie de un salto, llevado de su impaciencia.

—¡Tenemos que hacer algo! Voy a llamarle.

Los otros dos científicos se miraron inquietos.

—¡Podrían localizar la llamada!
—No, a menos que nos estuviesen observando. Pero aun así, no diré nada fuera de lo corriente. Peyton comprenderá, si es que puede responder...

Si Richard Peyton había conocido el tiempo, ahora había olvidado este conocimiento. Sólo el presente era real, pues tanto el pasado como el futuro estaban ocultos detrás de una pantalla impenetrable, como una lluvia espesa que oculta un gran paisaje. Disfrutando del presente, Peyton se sentía absolutamente satisfecho. Nada quedaba del espíritu inquieto que lo había lanzado una vez, con cierta incertidumbre, a conquistar nuevos campos de conocimiento. Ahora, el conocimiento de nada le servía.

Más tarde no pudo recordar nada de su vida en la isla. Había conocido a muchos compañeros, pero sus nombres y sus caras se habían borrado de su memoria. Amor, paz mental, felicidad: todo esto fue suyo por un breve instante. Y sin embargo, sólo podía recordar los últimos momentos de su vida en el paraíso. Es extraño que todo terminase como había empezado. De nuevo estaba junto a la laguna, pero ahora era de noche y no se hallaba solo. La luna, que siempre parecía llena, estaba baja sobre el océano y su larga cinta de plata se extendía hasta el borde del mundo.

Las estrellas, que nunca cambiaban de sitio, resplandecían en el cielo sin pestañear, como brillantes joyas, más radiantes que los astros olvidados de la Tierra. Pero Peyton pensaba más en otra belleza, y se inclinó de nuevo hacia la figura que yacía sobre la arena que no era más dorada que los cabellos extendidos descuidadamente sobre ella.

Entonces tembló el paraíso y se disolvió a su alrededor. Peyton lanzó un grito angustioso al serle arrebatado todo lo que amaba. Sólo la rapidez de la transición salvó su mente. Después se sintió como debió sentirse Adán cuando las puertas del paraíso se cerraron detrás de él.

Pero el sonido que lo había sacado de aquella situación era el más vulgar del mundo. Tal vez ningún otro habría podido alcanzar su mente en un lugar tan escondido. No era más que la llamada estridente de su comunicador colocado en el suelo junto a la cama, en la oscura habitación de la ciudad de Comarre.

El sonido se extinguió al alargar automáticamente la mano para apretar el botón del receptor. Debió contestar algo que satisfizo al desconocido que le llamaba (¿quién era Alan Henson?), pues después de un instante enmudeció el circuito. Peyton se sentó en la cama, todavía aturdido, sujetándose la cabeza con las manos y tratando de orientar nuevamente su vida.

No había estado soñando; estaba seguro de ello. Más bien era como si hubiese vivido una segunda vida y ahora volviese a su antigua existencia, como recobrándose de un ataque de amnesia. Aunque seguía aturdido, en su mente se formó una clara convicción: nunca debía volver a dormir en Comarre.

La voluntad y el carácter de Richard Peyton III volvieron lentamente de su destierro. Se puso en pie tambaleándose y salió de la habitación. De nuevo se encontró en el largo pasillo con sus cientos de puertas idénticas. Con una nueva comprensión, miró al símbolo tallado en ellas.

Apenas se daba cuenta de adonde iba. Su mente estaba fija en el problema inmediato. Mientras caminaba, se fue despejando su cerebro y, poco a poco, fue comprendiendo mejor. De momento sólo era una teoría, pero pronto la pondría a prueba. 

La mente humana era una cosa delicada y recluida, sin contacto directo con el mundo, que obtenía todos sus conocimientos y experiencia a través de los sentidos corporales. Era posible registrar y almacenar ideas y emociones, del mismo modo que los hombres de una era anterior habían registrado el sonido transmitido por kilómetros de alambre. Si aquellas ideas eran proyectadas a otra mente, cuando el cuerpo estaba inconsciente y con todos los sentidos embotados, aquel cerebro creería estar experimentando la realidad. No podía detectar en modo alguno el engaño, como no se podía distinguir una sinfonía perfectamente grabada de la interpretación original.

Todo esto se conocía desde hacía siglos, pero los constructores de Comarre habían utilizado este conocimiento como no lo había hecho nadie en el mundo hasta entonces. En alguna parte de la ciudad debía haber máquinas que podían analizar todos los pensamientos y deseos de los que entraban en ella. En otro lugar, los creadores de la ciudad debían haber almacenado todas las sensaciones y experiencias que podía concebir la mente humana. A partir de esta materia prima podían construirse todos los futuros posibles.

Peyton comprendió al fin toda la importancia del genio puesto a contribución para construir Comarre. Las máquinas habían analizado sus más profundos pensamientos y construido para él un mundo fundado en sus deseos subconscientes. Entonces, cuando se había presentado la oportunidad, habían tomado el control de su mente e inyectado en ella todo lo que había experimentado.

No era de extrañar que todo lo que había deseado hubiese sido suyo en aquel paraíso ya medio olvidado. Y no era de extrañar que, a través de los siglos, hubiesen sido tantos los que habían buscado la paz que sólo Comarre podía darles. 

5. El Ingeniero

Cuando Peyton volvía a ser el de siempre, el sonido de unas ruedas hizo que mirase por encima del hombre. El pequeño robot que le había servido de guía regresaba. Sin duda las grandes máquinas que lo controlaban se estaban preguntando qué le había ocurrido al hombre que tenía a su cargo. Peyton esperó, mientras se estaba formando lentamente una idea en su mente.

A-Cinco empezó de nuevo con su lenguaje programado. Parecía incongruente encontrar una máquina tan sencilla en un lugar donde el automatismo había alcanzado el último grado de perfección. Peyton pensó entonces que tal vez el robot era tan poco complicado, deliberadamente. Habría sido inútil emplear una máquina compleja, si otra sencilla podía servir tan bien..., o mejor.

Peyton prescindió del ya familiar discurso de la máquina. Sabía que todos los robots debían obedecer las órdenes de los humanos, a menos que otros hombres les hubiesen dado anteriormente instrucciones de que no lo hiciesen. Incluso los proyectores de la ciudad, pensó irónicamente, habían obedecido las desconocidas y mudas órdenes de su mente subconsciente.

—Condúceme a los proyectores de pensamiento —ordenó.

Como había esperado, el robot se limitó a contestar, sin moverse:

—No comprendo.

Peyton se sintió animado al verse nuevamente dueño de la situación.

—Ven aquí y no vuelvas a moverte hasta que te lo ordene.

Los sectores y relés del robot consideraron las instrucciones. No pudieron encontrar ninguna contraorden. La pequeña máquina rodó despacio hacia delante. Se había comprometido; ya no podía volverse atrás. Tampoco podría moverse de nuevo hasta que Peyton se lo ordenase o algo anulase sus órdenes. La hipnosis del robot era un truco muy viejo, muy apreciado por los niños traviesos.

Peyton vació rápidamente la bolsa de herramientas que siempre llevaban consigo los ingenieros: el destornillador universal, la llave inglesa extensible, el taladro automático y, sobre todo, el cortafrío atómico capaz de seccionar las más gruesas planchas de metal en pocos segundos. Después, con la facilidad que se consigue con una larga práctica, empezó a trabajar en la incauta máquina.

Afortunadamente el robot había sido construido para un servicio sencillo y podía abrirse sin gran dificultad. No había nada desconocido en sus controles y Peyton tardó muy poco en descubrir el mecanismo locomotor. Ahora, pasara lo que pasase, la máquina no podría escapar. Estaba paralizada.

Después la cegó, y uno a uno, fue descubriendo sus otros sentidos eléctricos y los inutilizó. Pronto la pequeña máquina no fue más que un cilindro lleno de complicados pero estropeados aparatos. Se sintió como un niño que acabase de hacer un estropicio en un indefenso reloj de pared. Seguidamente se sentó a esperar lo que sabía que tenía que ocurrir.

Era un poco desconsiderado por su parte sabotear el robot tan lejos de los talleres principales. El transporte tardó cerca de quince minutos en subir de las profundidades. Peyton oyó el ruido de sus ruedas a lo lejos y vio que sus cálculos habían sido correctos. El equipo de reparación estaba en camino.

El transportador era una máquina sencilla, con un par de brazos que podían agarrar y sujetar a un robot averiado. Parecía ciego, aunque sin duda sus sentidos especiales eran más que suficientes para su fin.

Peyton esperó a que la máquina recogiese al desgraciado A-Cinco. Entonces saltó sobre el transportador, manteniéndose fuera del alcance de los brazos mecánicos. No deseaba que lo confundiesen con otro robot estropeado. Por fortuna, la gran máquina no se fijó absolutamente en él.

Así fue descendiendo las distintas plantas del gran edificio, dejando atrás las residencias, la primera habitación donde había estado y otros pisos inferiores que nunca había visto. Mientras descendía, el carácter de la ciudad fue cambiando a su alrededor. Habían desaparecido el lujo y la opulencia de los niveles superiores y ahora se hallaba en una tierra de nadie de grises pasadizos que apenas eran otra cosa que conductos gigantescos de cables. Pero también éstos terminaron. El transportador pasó por una serie de grandes puertas deslizantes y llegó al fin a su destino.

Las hileras de paneles de relés y de mecanismos selectores parecían interminables. Aunque estuvo tentado de saltar de su inconsciente montura, Peyton esperó a ver los principales paneles de control. Entonces se apeó del transportador y lo vio desaparecer a lo lejos, hacia alguna parte todavía más remota de la ciudad.

Se preguntó cuánto tardaría el superautómata en reparar A-Cinco. Su sabotaje había sido muy concienzudo, y pensó que lo más probable era que la pequeña máquina fuese llevada al montón de chatarra. Entonces, como un hombre muerto de hambre invitado de pronto a un banquete, empezó a examinar las maravillas de la ciudad.

Durante las cinco horas siguientes, sólo se detuvo una vez para enviar la señal de rutina a sus amigos. Deseaba poder contarles su éxito, pero el riesgo era demasiado grande. Después de prodigiosas investigaciones en los circuitos, había descubierto las funciones de las unidades principales, y empezaba a investigar algo de los equipos secundarios.

Era exactamente lo que había esperado. Los analizadores y proyectores de pensamiento estaban en el piso inmediatamente superior, y podían controlarse desde esta instalación central. En cuanto a su manera de funcionar, no tenía la menor idea: se podía tardar meses en descubrir todos sus secretos, pero los había identificado y creía que podría desconectarlos si fuese necesario.

Un poco más tarde descubrió el monitor de pensamientos. Era una máquina pequeña, bastante parecida a una antigua centralita telefónica, pero mucho más complicada. El asiento del operador era una estructura muy curiosa, aislada del suelo y cubierta por una red de alambres y barras de cristal. Era la primera máquina, de entre todas las que había visto, que estaba destinada sin duda a un uso humano directo. Probablemente, los ingenieros la habían construido para montar el equipo en los primeros días de la ciudad. Peyton no se habría atrevido a emplear el monitor de pensamiento si no hubiesen estado impresas con detalle las instrucciones en su panel de control. Después de algunas pruebas, conectó uno de lo circuitos y aumentó lentamente la fuerza, manteniendo el control de intensidad muy por debajo de la señal roja de peligro.

Fue una buena precaución pues la sensación que experimentó fue tremenda. Todavía conservaba su personalidad, pero ideas e imágenes totalmente extrañas para él se superponían a sus propios pensamientos. Estaba contemplando otro mundo a través de las ventanas de una mente ajena.

Era como si su cuerpo estuviese en dos lugares al mismo tiempo, aunque las sensaciones de su segunda personalidad eran mucho menos vividas que las del verdadero Richard Peyton III. Ahora comprendió el significado de la línea de peligro. Si el control de intensidad de pensamiento era demasiado elevado, ocasionaría sin duda la locura.

Peyton cerró el instrumento para poder pensar sin interrupción. Ahora comprendía lo que había querido decir el robot cuando había respondido que los otros habitantes de la ciudad estaban durmiendo. Había otros hombres en Comarre, yaciendo en trance bajo los proyectores de pensamiento. 

Su mente volvió al largo pasillo y a sus cientos de puertas metálicas. Durante su descenso había cruzado muchas galerías parecidas, y era evidente que la mayor parte de la ciudad no era más que una vasta colmena de cámaras en las que miles de hombres podían soñar sus vidas.

Uno tras otro, fue comprobando los circuitos en el tablero. La inmensa mayoría de ellos estaban parados, pero aún funcionaban unos cincuenta, y cada uno de ellos transmitía todos los pensamientos, deseos y emociones de la mente humana.

Ahora que estaba plenamente consciente, comprendió cómo había sido engañado, pero esto le sirvió de poco consuelo. Podía ver los fallos de estos mundos sintéticos, podía observar cómo eran paralizadas todas las facultades críticas de la mente mientras se vertía en ella un torrente interminable de sencillas pero vividas emociones. Ahora, todo parecía muy sencillo. Pero no alteraba el echo de que este mundo artificial era completamente real para el que lo experimentaba, tan real que el dolor de abandonarlo aún persistía en su propia mente.

Durante casi una hora exploró los mundos de las cincuenta mentes dormidas. Era una investigación fascinadora, repulsiva. En aquella hora aprendió más del cerebro humano y de sus sistemas ocultos de lo que nunca hubiera podido imaginar. Cuando hubo terminado, permaneció durante mucho tiempo sentado e inmóvil ante los controles de la máquina, analizando su conocimiento recién descubierto. Había ganado muchos años en sabiduría y su juventud le pareció de pronto muy lejana.

Por primera vez conoció directamente el hecho de que los malos y perversos deseos que a veces afloraban en la superficie de su propia mente eran compartidos por todos los seres humanos. Los constructores de Comarre no se habían preocupado del bien ni del mal, y las máquinas habían sido sus fieles servidores.

Era agradable saber que sus teorías habían sido correctas. Peyton comprendía ahora que se había librado por muy poco. Si volvía a dormirse dentro de estas paredes, tal vez no despertaría nunca más. La casualidad lo había salvado una vez, pero no volvería a hacerlo.

Los proyectores de pensamiento tenían que ser inutilizados de manera que los robots no pudiesen repararlos nunca. Aunque podían arreglar las averías normales, les sería imposible reparar un sabotaje deliberado a la escala que Peyton se proponía. Cuando hubiese terminado, Comarre dejaría de ser una amenaza. Nunca volvería a atrapar su mente ni las de futuros visitantes que pudiesen llegar por el mismo camino. 

Pero primero tenía que localizar a los durmientes y reanimarlos. Podía ser una larga tarea, pero afortunadamente el lugar donde se hallaban las máquinas estaba equipado con un aparato corriente de monovisión. Con él podía ver y oír lo que pasaba en cualquier parte de la ciudad, enfocando simplemente los rayos sobre el sitio que hiciera falta. Incluso podía proyectar su voz en caso necesario, pero no su imagen. Aquel tipo de máquina no había sido de uso general hasta después de la construcción de Comarre. Tardó un poco en dominar los controles, y al principio el rayo se paseó errático por toda la ciudad. Peyton se encontró mirando un serie de lugares sorprendentes, y en una ocasión vio incluso el bosque..., aunque invertido. Se preguntó si Leo andaría todavía por allí, y con cierta dificultad localizó la entrada.

Sí, allí estaba, tal como la había visto el día anterior. Y a unos pocos metros se hallaba tumbado el fiel Leo de cara a la ciudad y con una expresión preocupada en el semblante. Peyton se sintió profundamente conmovido. Se preguntó si podría hacer entrar al león en Comarre. Su apoyo moral sería valioso y empezaba a sentir la necesidad de compañía después de las experiencias de la noche pasada.

Recorrió metódicamente el muro de la ciudad y se alegró al descubrir varias entradas disimuladas al nivel del suelo. Se había preguntado cómo iba a marcharse de allí. Aunque pudiese hacer funcionar a la inversa el transmisor de materia, la perspectiva no era muy atractiva; prefería, con mucho, el anticuado movimiento físico a través del espacio. Todas las aberturas estaban cerradas, y por un momento se sintió desconcertado. Entonces empezó a buscar un robot. Al cabo de un rato descubrió uno de los gemelos de A-Cinco que rodaba a lo largo de un pasillo, realizando alguna misteriosa misión. Se sintió aliviado cuando obedeció su orden sin discutir y abrió la puerta.

Peyton dirigió de nuevo el rayo a través de las paredes y lo enfocó muy cerca de Leo. Entonces lo llamó a media voz:

—¡Leo!

El león levantó la cabeza, sorprendido.

—¡Hola, Leo! Soy yo, Peyton.

El león, con aire desconcertado, caminó despacio en círculo. Después desistió y se sentó indeciso.

Peyton consiguió persuadir a Leo con mucha paciencia de que se acercase a la entrada. El león reconocía su voz y parecía dispuesto a obedecerle, pero estaba terriblemente confuso y bastante nervioso. Vaciló un rato en la abertura, desconfiando de Comarre y del silencioso robot que lo estaba esperando.

Peyton insistió a Leo para que siguiese al robot. Repitió sus instrucciones con palabras diferentes hasta que estuvo seguro de que el león comprendía. Entonces habló directamente a la máquina y le ordenó que guiase al león hasta la cámara de control. Se quedó un momento observando para comprobar que Leo le seguía. Después, con unas  palabras de ánimo, abandonó a la extraña pareja.

Fue bastante enojoso descubrir que no podía ver el interior de ninguna de las habitaciones cerradas y señaladas con el símbolo de la amapola. O bien estaban protegidas del rayo, o bien los controles habían sido dispuestos de manera que no pudiera emplearse el monovisor para escudriñar dentro de aquellos espacios.

Peyton no se desanimó. Los durmientes se despertarían bruscamente, lo mismo que se había despertado él. Después de mirar en sus mundos privados, sintió poca simpatía por ellos; sólo un sentimiento del deber le impulsaba a despertarles. No eran dignos de consideración.

Lo asaltó una terrible idea. ¿Qué habían inculcado los proyectores en su propia mente en respuesta a sus deseos, en aquel olvidado idilio del que de tan mala gana había retornado? ¿Habían sido sus pensamientos ocultos tan vergonzosos como los de los otros soñadores?

Era una idea incómoda, y la apartó a un lado al sentarse de nuevo ante el tablero central. Primero desconectaría los circuitos y después sabotearía los proyectores de manera que no pudiesen ser utilizados de nuevo. El hechizo de Comarre sobre tantas mentes quedaría roto para siempre.

Peyton alargó los brazos para accionar los múltiples cortocircuitos, pero nunca terminó su movimiento. Suavemente, pero con firmeza, cuatro brazos de metal agarraron su cuerpo desde atrás. Pataleando y debatiéndose, fue levantado en el aire, lejos de los controles, y llevado al centro de la habitación. Allí le dejaron de nuevo y le soltaron los brazos de metal.

Más enojado que alarmado, Peyton se volvió en redondo para enfrentarse con su aprehensor. El robot más complicado que jamás había visto lo estaba mirando desde unos pocos metros de distancia. Tenía algo más de dos metros de estatura y descansaba sobre una docena de gruesos neumáticos.

Desde varias partes de su chasis metálico se proyectaban en todas direcciones tentáculos, brazos, varillas y otros mecanismos menos fáciles de describir. En dos lugares, grupos de miembros estaban desmontando o reparando afanosamente piezas de maquinaria que Peyton reconoció con una súbita sensación de culpabilidad. 

Peyton consideró en silencio a su adversario. Era sin duda un robot de máxima categoría. Pero había empleado la fuerza física contra él, y ningún robot podía hacer esto contra un hombre aunque se negase a obedecer sus órdenes. Sólo bajo el control directo de la mente de un hombre podía cometer un robot semejante acción. Por consiguiente, había vida en alguna parte de la ciudad, una vida consciente y hostil.

—¿Quién eres? —exclamó Peyton al fin, dirigiéndose no al robot sino a quien lo controlaba.

La máquina respondió inmediatamente con una voz precisa y automática que no parecía una mera voz humana amplificada:

—Soy el Ingeniero.
—Entonces, sal y deja que te vea.
—Me estás viendo.

El tono inhumano de la voz, tanto como las propias palabras, transformaron al instante la cólera de Peyton en una impresión de incrédulo asombro.

Ningún ser humano controlaba a aquella máquina. Era tan automática como los otros robots de la ciudad, pero, a diferencia de ellos y de todos los demás robots que no conocía el mundo, tenía voluntad y conciencia propias.

6. La pesadilla

Mientras contemplaba con ojos muy abiertos la máquina que tenía delante, Peyton sintió un escalofrío en la piel, no a causa del miedo sino de la misma intensidad de su excitación. Su búsqueda había sido recompensada: el sueño de casi mil años estaba aquí, delante de sus ojos.

Hacía tiempo que las máquinas habían conseguido una inteligencia limitada. Ahora al fin habían alcanzado el objetivo de la conciencia misma. Este era el secreto que Thordarsen habría revelado al mundo, el secreto que el Consejo había sofocado por miedo a las consecuencias que podía originar.

La fría voz habló de nuevo:

—Me alegro de que comprendas la verdad. Esto hará más fáciles las cosas.
—¿Puedes leer mi mente? —preguntó Peyton con voz entrecortada.
—Naturalmente. Lo he estado haciendo desde el momento en que llegaste.
—Sí, lo imaginaba —dijo tristemente Peyton—. ¿Y ahora qué piensas hacerme?
—Debo impedir que causes daños en Comarre.

Peyton pensó que esto era bastante razonable.

—Supón que me marchase ahora. ¿Estarías de acuerdo?
—Sí. Sería una buena cosa.

Peyton no pudo contener la risa. El Ingeniero no era más que un robot, aunque pareciera un ser humano. Era incapaz de poseer malicia, y tal vez esto le daba ventaja a Peyton. Debía intentar engañarlo para que le revelase sus secretos. Pero el robot leyó de nuevo su mente.

—No lo permitiré. Ya has aprendido demasiado. Debes marcharte enseguida. En caso necesario, utilizaré la fuerza.

Peyton decidió ganar tiempo. Al menos podía descubrir los límites de inteligencia de aquella sorprendente máquina.

—Antes de que me vaya, dime una cosa. ¿Por qué te llaman el Ingeniero?

El robot respondió casi al instante.

—Si se producen serias averías que no pueden ser reparadas por los robots, yo me encargo de ello. En caso necesario, podría reconstruir Comarre. Normalmente, cuando todo funciona como es debido, me estoy quieto.

Peyton pensó en lo extraña que era la idea de «quietud» para una mente humana. Le hacía gracia la distinción que había hecho el Ingeniero entre él mismo y «los robots». Hizo la pregunta obligada:

—¿Y si eres tú el que sufre una avería?
—Somos dos. El otro está inactivo ahora. Cada uno puede reparar al otro. Esto fue necesario una vez, hace trescientos años.

Era un sistema infalible. Comarre estaba a salvo de accidentes durante millones de años. Los constructores de la ciudad habían montado estos eternos guardianes mientras ellos iban en busca de sus sueños. No era extraño que Comarre siguiese cumpliendo su extraño objetivo, mucho después de morir sus creadores.

¡Qué tragedia, pensó Peyton, que este genio hubiese sido malgastado! Los secretos del Ingeniero podrían revolucionar la tecnología del robot, podrían dar origen a un mundo nuevo. Ahora que se habían construido las primeras máquinas inteligentes, ¿había algún límite en lo que vendría después?

—No —dijo inesperadamente el Ingeniero—. Thordarsen me dijo que los robots serían un día más inteligentes que el hombre.

Era extraño que la máquina hubiese pronunciado el nombre de su artífice. ¡Así que éste había sido el sueño de Thordarsen...! Todavía no acababa de comprender su inmensidad. Aunque estaba algo preparado para comprenderlo, no podía aceptar las conclusiones. A fin de cuentas, había un abismo enorme entre el robot y la mente humana.

—No mayor del que hay entre el hombre y los animales de los que procede, según dijo una vez Thordarsen. Tú, hombre, no eres más que un robot muy complicado. Yo soy más sencillo pero más eficaz. Esto es todo.

Peyton consideró con mucho cuidado esta afirmación. Si el hombre no era más que un complejo robot, una máquina compuesta de células vivas en vez de alambres y tubos al vacío, podrían fabricarse un día robots todavía más complicados. Y cuando llegase este día, la supremacía del hombre habría terminado. Las máquinas seguirían siendo sus esclavas, pero serían más inteligentes que su amo.

Todo estaba muy tranquilo en la gran estancia revestida de estantes de analizadores y paneles de relés. El Ingeniero observaba atentamente a Peyton, con los brazos como tentáculos ocupados en su trabajo de reparación.

Peyton empezaba a desesperarse. Como era característico en él, la oposición le hacía más obstinado que nunca. Tenía que descubrir, de alguna manera, cómo estaba construido el Ingeniero. Si no lo conseguía, se pasaría toda la vida tratando de igualar el genio de Thordarsen.

Era inútil. El robot estaba fuera de su alcance.

—No puedes hacer planes contra mí. Si intentas escapar por aquella puerta, arrojaré esta unidad de energía a tus piernas. A esta distancia, mi margen de error es de menos de medio centímetro.

Era imposible eludir los analizadores de pensamiento. El plan apenas estaba medio formado en la mente de Peyton, pero el Ingeniero ya lo conocía.

Peyton y el Ingeniero se sorprendieron por igual de aquella interrupción. Hubo un súbito destello de oro rojizo, y media tonelada de huesos y tendones chocó a una velocidad de ochenta kilómetros por hora contra el robot.

Se produjo una momentánea agitación de tentáculos. Después, con un fatídico chasquido, el Ingeniero cayó al suelo. Leo, lamiéndose reflexivamente las patas, se sentó sobre la máquina caída.

No podía comprender del todo al brillante animal que había estado amenazando a su amo. Su piel era la más dura que había conocido desde un desafortunado incidente con una rinoceronte, hacía muchos años.

—¡Buen chico! —gritó alegremente Peyton—. ¡No dejes que se levante!

El Ingeniero se había roto algunos de los miembros más grandes, y los tentáculos eran demasiado débiles para causar daño. Una vez más, la bolsa de herramientas de Peyton fue de un valor incalculable. Cuando hubo terminado, el Ingeniero no podía moverse, aunque Peyton no había tocado ninguno de sus circuitos neurales. En cierto modo, eso casi habría sido un asesinato.

—Ahora puedes irte, Leo —dijo, una vez terminada su tarea.

El león obedeció de mala gana.

—Lamento haber tenido que hacer esto —se disculpó Peyton con ironía—, pero espero que comprenderás mi punto de vista. ¿Aún puedes hablar?
—Sí —respondió el Ingeniero—. ¿Qué piensas hacer ahora?

Peyton sonrió. Cinco minutos antes, había sido él quien había hecho esta pregunta. Se preguntó cuánto tiempo tardaría en llegar el hermano gemelo del Ingeniero. Aunque Leo podía resolver la situación, si se trataba de una prueba de fuerza, el otro robot habría sido advertido y podía ponerles la cosa difícil. Por ejemplo, podía apagar las luces.

Los tubos fluorescentes se apagaron y reinó la oscuridad. Leo lanzó un gruñido de contrariedad. Peyton, bastante irritado, sacó su linterna y la encendió.

—En realidad, esto me importa poco —dijo—. Ya puedes volver a encenderlas.

El Ingeniero no dijo nada. Pero los tubos fluorescentes volvieron a encenderse.

¿Cómo diablos se podía luchar contra un enemigo que podía leer tus pensamientos e incluso observar cómo te preparabas para defenderte?, pensó Peyton. Tenía que evitar cualquier idea que pudiese provocar una reacción contraproducente para él, como por ejemplo... Se detuvo justo a tiempo. Bloqueó por un instante sus pensamientos tratando de integrar la función omega de Armstrong en su cabeza. Después volvió a poner la mente bajo control.

—Mira —dijo al fin—. Haré un trato contigo.
—¿Qué es eso? No conozco esta palabra.
—No importa —repuso apresuradamente Peyton—. Lo que propongo es esto: deja que despierte a los hombres que están atrapados aquí, dame tus circuitos fundamentales y me marcharé sin tocar nada. Habrás cumplido las órdenes de tus constructores y no se habrá causado ningún daño.

Un ser humano habría discutido el asunto, pero no el robot. Su mente tardaba tal vez una milésima de segundo en valorar cualquier situación, por complicada que fuese.

—Muy bien. Leo en tu mente que piensas cumplir tu palabra. Pero ¿qué significa «chantaje»?

Peyton se puso colorado.

—No tiene importancia —se apresuró a decir—. No es más que una expresión humana vulgar. Supongo que tu..., que tu colega llegará dentro de un momento, ¿no?
—Está esperando fuera desde hace un rato —respondió el robot—. ¿Quieres decir a tu perro que se esté quieto?

Peyton se echó a reír. Que un robot entendiese de zoología, habría sido esperar demasiado.

—Entonces..., tu león —dijo el robot, corrigiéndose al leer en la mente de Peyton. Éste dirigió unas pocas palabras a Leo y, para estar más seguro, enredó los dedos en la melena del león.

Antes de ser invitado a hacerlo, el segundo robot entró silenciosamente en la habitación. Leo se puso a gruñir y trató de soltarse, pero Peyton lo calmó. Ingeniero II era exactamente igual que su colega. Mientras se acercaba a él, ya había penetrado en la mente de Peyton de aquella manera desconcertante a la que éste no podía acostumbrarse.

—Veo que quieres ir a ver a los que sueñan —dijo—. Sígueme.

Peyton estaba cansado de que le diesen órdenes. ¿Por qué los robots no decían nunca «por favor»?
—Sígueme, por favor —indicó ahora la máquina, recalcando lo menos posible la expresión.

Peyton lo siguió.

Se encontró de nuevo en el pasillo con cientos de puertas con el signo de la amapola... o en otro corredor parecido. El robot lo condujo a una puerta que no se distinguía en nada de las demás, y se detuvo delante de ella.

La plancha metálica se deslizó sin ruido, y Peyton entró, no sin cierta aprensión, en el cuarto a oscuras. 

Había un hombre viejo en la cama. A primera vista, parecía muerto. Su respiración era tan lenta que casi no se percibía. Peyton lo miró fijamente durante un instante, y después dijo al robot:

—Despiértalo.

En alguna parte de las profundidades de la ciudad, se detuvo la corriente de impulsos a través de un proyector de pensamiento. Un universo que nunca había existido se derrumbó en ruinas.

Desde la cama, dos ojos febriles miraron a Peyton con el brillo de la locura. Miraron a través de él y más allá, y brotó de sus labios un torrente de palabras confusas que Peyton apenas podía distinguir. El viejo gritaba una y otra vez nombres que podían ser de personas o de lugares del mundo de los sueños del que había sido arrancado. Era horrible y patético a la vez.

—¡Basta! —le gritó Peyton—. Ahora has vuelto a la realidad.

Los ojos brillantes parecieron verle por primera vez. El viejo se incorporó con un tremendo esfuerzo.

—¿Quién eres —preguntó con voz temblorosa. Y entonces, antes de que Peyton pudiese responder, prosiguió con voz entrecortada—: Esto debe ser una pesadilla... Vete, vete. ¡Deja que me despierte!

Dominando su repulsión, Peyton apoyó una mano en el hombro huesudo.

—No temas, estás despierto. ¿No te acuerdas?

El hombre pareció no oírle.

—Sí, debe ser una pesadilla..., ¡tiene que serlo! Pero ¿por qué no me despierto?

Nyran, Cressidor, ¿dónde estáis? ¡No puedo encontraros!

Peyton aguantó lo máximo posible, pero nada de lo que hacía podía atraer de nuevo la atención del viejo. Con corazón afligido, se volvió al robot.

—Duérmele de nuevo.

7. El Tercer Renacimiento

Poco a poco cesó el delirio. El débil cuerpo se quedó inmóvil en la cama y la cara arrugada volvió a convertirse en una máscara inexpresiva.

—¿Están todos tan locos como éste? —preguntó Peyton.
—Éste no está loco.
—¿Que no está loco? ¡Claro que lo está!
—Ha estado muchos años en trance. Supón que te fueses a una tierra lejana y que cambiases completamente tu estilo de vida, olvidando todo lo que conociste en tu vida anterior. En definitiva, no tendrías más conocimiento de ella que el que tienes de tu primera infancia.

»Si por algún milagro fueses enviado de pronto al tiempo anterior, te comportarías exactamente de esta manera. Recuerda que su vida soñada es completamente real para él y que ahora la ha vivido ya durante muchos años.

Esto era verdad. Pero ¿cómo podía ser tan perspicaz el Ingeniero? Peyton se volvió hacia él, asombrado, pero como de costumbre no tuvo necesidad de hacer la pregunta.  

—Thordarsen me dijo esto el otro día, cuando aún estábamos construyendo Comarre. Algunos de los durmientes ya llevaban veinte años en trance.
—¿El otro día?
—Tú dirías hace unos quinientos años.

Estas palabras suscitaron una extraña imagen en la mente de Peyton. Pudo imaginarse el genio solitario, trabajando aquí entre sus robots, tal vez sin ningún compañero humano. Todos los demás habrían ido hacía tiempo en busca de sus sueños.

Pero Thordarsen debió de quedarse hasta terminar su obra, pues el deseo de creación lo ligaba todavía al mundo. Los dos Ingenieros, su mayor logro y tal vez la hazaña electrónica más maravillosa que se había producido en el mundo, eran sus últimas obras maestras.

Peyton se sintió abrumado. Puesto que el genio había derrochado su vida, decidió que su obra no pereciera sino que fuera entregada al mundo.

—¿Son todos los soñadores como éste? —preguntó al robot.
—Todos, salvo los más recientes. Éstos aún pueden recordar sus vidas anteriores.
—Llévame hasta uno de ellos.

La habitación en la que entraron era idéntica a la anterior, pero el cuerpo que yacía en la cama era el de un hombre que no tendría más de cuarenta años.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —preguntó Peyton.
—Llegó hace pocas semanas; fue el primer visitante que tuvimos durante muchos años, antes de que vinieses.
—Despiértalo, por favor.

Los ojos del durmiente se abrieron muy despacio. No había locura en ellos; sólo asombro y tristeza. El hombre debió recordar algo y se incorporó. Sus primeras palabras fueron completamente racionales.

—¿Por qué me has llamado? ¿Quién eres?
—Acabo de escapar de los proyectores de pensamiento —le explicó Peyton—. Quiero liberar a todos los que aún pueden salvarse.

El hombre se echó a reír amargamente.

—Salvarse... ¿de qué? Yo tardé cuarenta años en escapar del mundo, y ahora tú quieres arrastrarme de nuevo a él... ¡Vete y déjame en paz!

Peyton no iba a darse por vencido tan fácilmente.

—Crees que este mundo de ficción es mejor que la realidad? ¿No deseas escapar de él?

El hombre se echó a reír de nuevo, pero sin pizca de alegría.

—Comarre es la realidad para mí. El mundo nunca me dio nada, ¿por qué habría de desear volver a él? Aquí he encontrado la paz, y es todo lo que necesito.

Peyton giró de pronto sobre sus talones y salió de la habitación. Oyó que el hombre se tumbaba de nuevo, con un suspiro de alivio. Se dio cuenta de que había sido derrotado. Y ahora supo por qué había deseado reanimar a los otros. No había sido por ningún sentido de deber, sino por su propio objetivo egoísta, Había querido convencerse de que Comarre era el mal. Ahora sabía que no lo era. Siempre habría alguien, incluso en Utopía, a quien el mundo nada tendría que ofrecer, salvo pesares y desilusiones. 

Cada vez serían menos con el paso del tiempo. En las edades oscuras de mil años atrás, la mayor parte de la humanidad había estado de algún modo inadaptada. Por muy espléndido que fuese el futuro del mundo, todavía habría algunas tragedias. Así pues, ¿por qué había que condenar a Comarre, si ofrecía a los desgraciados su única esperanza de paz?

No intentaría más experimentos. Su sólida fe y su confianza habían sido gravemente quebrantadas. Y los soñadores de Comarre no le agradecerían el trabajo que se había tomado.

Se volvió de nuevo al Ingeniero. El deseo de abandonar la ciudad se había intensificado en los últimos minutos, pero el trabajo más importante estaba todavía por hacer. Como de costumbre, el robot se le anticipó. 

—Tengo lo que tú quieres. Sígueme, por favor.

Contrariamente a lo que casi había esperado, no le condujo de nuevo a la planta de las máquinas, con su laberíntico equipo de control. Al final del trayecto se hallaron a mayor altura de la que nunca había estado Peyton, en una pequeña habitación circular que imaginó que estaría en la cima misma de la ciudad. No había ventanas, a menos que unas curiosas placas puestas en la pared pudiesen hacerse transparentes por algún medio secreto. Era un estudio, y Peyton lo observó con veneración al comprender quién había trabajado en él hacía muchos siglos. Las paredes estaban revestidas de antiguos libros de texto que no habían sido tocados durante quinientos años. Parecía como si Thordarsen hubiese salido de allí pocas horas antes. Había incluso un circuito a medio terminar, fijado en un tablero contra la pared.

—Casi parece como si le hubiesen interrumpido —señaló Peyton, como si hablara para sí.
—Así fue —dijo el robot.
—¿Qué quieres decir? ¿No se reunió con los demás cuando os hubo construido?

Era difícil creer que no hubiese la menor emoción en la respuesta, pero el robot habló en el mismo tono frío con que lo había hecho hasta entonces.

—Cuando nos hubo terminado, Thordarsen aún no se sintió satisfecho. El no era como los demás. Con frecuencia nos decía que había encontrado la felicidad al construir Comarre. Repetía una y otra vez que iba a reunirse con los demás, pero siempre surgía una última mejora que deseaba hacer. Y así continuó hasta un día en que lo encontramos tumbado aquí, en esta habitación. Se había parado. La palabra que leo en tu mente es «muerte», pero yo no tengo idea de lo que esto significa.

Peyton guardó silencio. Le parecía que el final del gran científico no había carecido de nobleza. La amargura que había oscurecido su vida por fin había desaparecido de ella. Había conocido el gozo de la creación. De todos los artistas que habían venido a Comarre, él era el más grande. Y su trabajo no habría sido humano.

El robot se deslizó en silencio hacia una mesa de acero y metió uno de sus tentáculos en un cajón. Cuando lo sacó, sostenía un grueso volumen encuadernado con dos hojas de metal. Se lo tendió a Peyton sin decir palabra, y éste lo abrió con manos temblorosas. Contenía muchos miles de páginas escritas en un papel fino pero muy resistente. En la guarda figuraban estas palabras, en firmes caracteres:

Rolf Thordarsen
Notas sobre Subelectrónica
Empezado: Día 2, Mes 13, 2598

Debajo continuaba la escritura, muy difícil de descifrar, por lo visto garrapateaba con una prisa frenética. Al leerlo, Peyton comprendió al fin, con la rapidez de una aurora ecuatorial.

A quien lea estas palabras:

Yo, Rolf Thordarsen, que no he hallado comprensión en mi tiempo, envío este mensaje al futuro. Si Comarre existe todavía, habrás visto mi obra y escapado a las trampas que he tendido para seres menos inteligentes. Por consiguiente, tú eres la persona adecuada para llevar este conocimiento al mundo. Confíalo a los científicos y diles que lo empleen con prudencia.

He derribado la barrera entre el hombre y la máquina. Ahora deben compartir por igual el futuro.

Peyton leyó varias veces el mensaje y sintió un creciente afecto por su antepasado muerto hacía tanto tiempo. Era un plan brillante. De esta manera, y tal vez de ninguna otra, Thordarsen había podido enviar su mensaje con seguridad a lo largo de los siglos, sabiendo que sólo lo recibirían las manos adecuadas. Peyton se preguntó si Thordarsen lo había proyectado ya al reunirse con los Decadentes, o si lo había concebido en un período más avanzado de su vida. Nunca sabría la respuesta.

Miró de nuevo al Ingeniero y pensó en cómo sería el mundo cuando todos los robots hubiesen alcanzado la conciencia. Y miró aún más allá, en la niebla del futuro. El robot no tendría ninguna de las limitaciones del hombre, ninguna de sus lamentables flaquezas. No dejaría nunca que las pasiones nublasen su lógica. No sería nunca arrastrado por el egoísmo y la ambición. Sería un complemento para el hombre. Peyton recordó las palabras de Thordarsen: «Ahora deben compartir por igual el futuro.»

Peyton interrumpió su ensueño. Todo esto, si llegaba a producirse tardaría siglos. Se volvió al Ingeniero. 

—Voy a marcharme. Pero un día volveré.

El robot se apartó despacio.

—Quédate absolutamente quieto —le ordenó.

Peyton miró desconcertado al Ingeniero. Entonces observó apresuradamente el techo.

Allí estaba de nuevo aquel abultamiento enigmático bajo el que se había encontrado cuando entró en la ciudad. —¡Eh! —gritó—. No quiero...

Demasiado tarde. Detrás de él estaba la pantalla oscura, más negra que la misma noche. Ante él se extendía el claro, con el bosque en su orilla. Era por la tarde y el sol casi tocaba los árboles.

Sonó un súbito gemido detrás de él: un asustado león contemplaba el bosque con incredulidad. A Leo no le había gustado el traslado.

—Ahora todo ha terminado, viejo amigo —le dijo Peyton, en tono tranquilizador—. No puedes censurarles por intentar librarse de nosotros lo más pronto posible. A fin de cuentas, hemos causado algunos estropicios. Vamos, no quiero pasar la noche en el bosque.

Al otro lado del mundo, un grupo de científicos se dispersaba pacientemente, sin saber todavía la importancia de su triunfo. En la Torre Central, Richard Peyton II acababa de descubrir que su hijo no había pasado los dos últimos años con sus primos en América del Sur, y estaba escribiendo un discurso de bienvenida para el hijo pródigo.

A mucha altura sobre la Tierra, el Consejo Mundial trazaba planes que pronto serían anulados por el advenimiento del Tercer Renacimiento. Pero el causante de todos aquellos trabajos no sabía nada de esto, y de momento le importaba poco.

Peyton descendió pausadamente los peldaños de mármol de la misteriosa entrada que seguía siendo un secreto para él. Leo lo siguió a poca distancia, mirando por encima del hombro y gruñendo en voz baja de vez en cuando. Juntos emprendieron el regreso por la carretera metálica y la avenida flanqueada por pequeños árboles. Peyton se alegró de que el sol no se hubiese puesto aún. De noche, este camino resplandecería de radiactividad interna, y los árboles retorcidos no tendrían siluetas agradables contra el cielo tachonado de estrellas.

Se detuvo un rato en el recodo de la carretera para contemplar la pared curva de metal con su única abertura negra tan engañosa a la vista. Todo su sentimiento de triunfo pareció desvanecerse. Sabía que mientras viviese nunca podría olvidar lo que había detrás de aquellos imponentes muros: la dulce promesa de paz y de infinita felicidad. En el fondo de su alma temía que cualquier satisfacción, cualquier logro que pudiese ofrecer el mundo exterior, no sería nada en comparación con la bienaventuranza gratuita que brindaba Comarre. Por un instante se vio, como en una pesadilla, volviendo viejo y achacoso por esta carretera en busca del olvido. Pero se encogió de hombros y apartó esta idea de su mente.

En cuanto hubo salido del llano, recobró rápidamente el ánimo. Abrió de nuevo el precioso libro y hojeó sus páginas microimpresas, embriagado por las promesas que contenía. Hacía siglos que lentas caravanas habían pasado por este camino, trayendo oro y marfil para Salomón el Sabio. Pero todos aquellos tesoros no eran nada en comparación con este simple libro, y toda la sabiduría de Salomón no había podido imaginar la nueva civilización de que esta obra sería la semilla.

Peyton empezó a cantar, cosa que hacía muy raras veces y terriblemente mal. La canción era muy antigua, tan antigua que procedía de una era anterior a la energía atómica, anterior a los viajes interplanetarios e incluso anterior al advenimiento de la aviación. Se refería a cierto barbero de una desconocida ciudad llamada Sevilla. Leo guardó silencio todo el tiempo que le fue posible. Después, también él empezó a cantar. El dúo resultó un fracaso.

Cuando se hizo de noche, el bosque y todos sus secretos se ocultaron detrás del horizonte. Peyton durmió bien, de cara a las estrellas y con Leo vigilando a su lado.

Y esta vez no soñó.


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Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - En mares de oro - Final