Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

sábado, 30 de julio de 2016

Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - Saturno Naciente

Viene de Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - Los próximos inquilinos



SATURNO NACIENTE

Este cuento me trae vividos recuerdos de la primera vez que vi los anillos de Saturno cuando fui evacuado, con mis colegas del Departamento de Finanzas y Cuentas de Su Majestad, a Colwyn Bay, en el norte de Gales, durante los primeros meses de la Segunda Guerra Mundial.
Yo había comprado un anticuado telescopio de poco más de dos centímetros de abertura a un cadete naval de un centro local de instrucción, que probablemente andaba escaso de dinero (y no es que yo anduviese sobrado con mi salario del Servicio Civil, de unas cinco libras a la semana). El instrumento, bastante estropeado, consistía en un tubo de laton que se deslizaba dentro de otro. Extraje el tubo interior (que contenía las lentes y el ocular) y lo sustituí por una lente de foco corto, aumentando considerablemente con ello el poder de ampliación. A través de este tosco aparato contemplé por primera vez Saturno y sus anillos, y, como cualquier observador desde Galileo, me quedé extasiado ante uno de los espectáculos más sobrecogedores del cielo. Poco me imaginaba yo, cuando escribí este cuento en 1960, que dentro de dos decenios, las misiones del Voyager, coronadas
por éxitos fantásticos, revelarían que los anillos de Saturno eran más complicados y hermosos de lo que nadie había soñado jamás. El cuento ha quedado anticuado debido a los descubrimientos científicos de las tres últimas décadas. Ahora sabemos, por ejemplo, que Titán no tiene una atmósfera compuesta principalmente de metano sino de nitrógeno. 
(Y a eso se refiere la tesis principal de mi novela Regreso a Titán, que se sitúa también en Titán. Bueno, no se puede acertar siempre: ahora la historia se desarrolla en un universo ligeramente paralelo; véase mi nota a El Muro de Oscuridad.) Hay otro error que hubiese debido corregir entonces. Aunque se pudiese observar Saturno desde la superficie de Titán (cosa que probablemente impediría la neblina de la atmósfera), nunca se lo vería «nacer». Casi con toda seguridad, Titán, como nuestra Luna, tiene su rotación frenada de tal manera que siempre tiene la misma cara vuelta hacia el planeta. Por consiguiente, Saturno permanece fijo en el cielo de Titán, como la Tierra en el de la Luna.
Pero esto no es problema: construiremos nuestro hotel en órbita, que, en todo caso, es una idea mucho mejor. Desde Titán, los anillos aparecerán siempre de lado, de manera que se verán simplemente como una estrecha franja luminosa. Sólo observándolos desde una órbita inclinada se podrían apreciar en todo su esplendor. 
Además, sospecho que las condiciones de la superficie de Titán harían que la Antártida pareciese Hawai.

Esto es absolutamente cierto. Conocí a Morris Perlman cuando yo tenía unos veintiocho años. Conocí a muchísima gente en aquellos días, desde presidentes hacia abajo. Cuando regresamos de Saturno, todo el mundo quería vernos, y la mitad de la tripulación empezó a viajar para dar conferencias. A mí siempre me ha gustado hablar (no digan que no se han dado cuenta), pero algunos de mis colegas afirmaban que preferían ir a Plutón que enfrentarse otra vez con el público. Y algunos lo hicieron.

Yo recorrí el Medio Oeste, y la primera vez que me tropecé con el señor Perlman (nadie le llamaba de otra manera, y desde luego, nunca «Morris») fue en Chicago. La agencia siempre me reservaba habitaciones en buenos hoteles, aunque no demasiado lujosos. Esto me convenía; me gustaba alojarme en sitios donde pudiese ir y venir a mi antojo, sin estar sometido a un tropel de criados con librea, y donde pudiese vestir de cualquier manera, dentro de lo razonable, sin sentirme como un vagabundo. Veo que se sonríen ustedes; bueno, yo era entonces, un muchacho, y las cosas han cambiado mucho.

Hace muchos años de aquello, pero supongo que estuve pronunciando conferencias en la Universidad. Sea como fuere, recuerdo que me sentí contrariado porque no pudieron mostrarme el lugar donde Fermi había creado el primer reactor nuclear; me dijeron que el edificio había sido demolido hacía cuarenta años, y sólo había una placa conmemorativa en aquel sitio. La estuve contemplando durante un rato, pensando en todo lo que había sucedido desde aquellos lejanos días de 1942. Entre otras cosas, yo había nacido, y la energía atómica me había llevado a Saturno en viaje de ida y vuelta. Esto era probablemente algo en lo que no habían pensado Fermi y compañía cuando construyeron su primitivo enrejado de uranio y grafito.

Estaba desayunando en la cafetería cuando un hombre de edad mediana y complexión ligera se sentó al otro lado de la mesa. Me dio cortésmente los buenos días, y después hizo un ademán de sorpresa al reconocerme. (Era un encuentro premeditado, desde luego, pero yo entonces no lo sabía.)

—¡Es un placer! —exclamó—. Anoche asistí a su conferencia. ¡Qué envidia me dio!

Le dirigí una sonrisa un poco forzada; nunca soy muy sociable a la hora del desayuno, y había aprendido a ponerme en guardia contra los chiflados, los latosos y los entusiastas que parecían considerarme como su legítima presa. Pero el señor Perlman no era un latoso, aunque sí un entusiasta y supongo que lo podría considerar chiflado.

Tenía el aspecto de un próspero hombre de negocios, e imaginé que se alojaba en el mismo hotel. El hecho de que hubiese asistido a mi conferencia no era de extrañar; había sido muy popular, abierta al público y, naturalmente, muy anunciada en la prensa y en la radio.

—Desde que era pequeño —dijo mi autoinvitado compañero— me ha fascinado Saturno. Sé exactamente cuándo y cómo empezó todo. Debía de tener unos diez años cuando descubrí aquellas maravillosas pinturas de Chesley Bonestell que muestran cómo debería verse el planeta desde sus nueve lunas. Supongo que usted las habrá visto, ¿no? 
—Desde luego —le respondí—. Aunque tienen casi medio siglo, nadie las ha superado todavía. Teníamos un par a bordo del Endeavour, clavadas en la mesa de gráficos. Yo las miraba con frecuencia, para compararlas con la realidad.
—Entonces ya sabe lo que sentía yo en los años cincuenta. Solía pasar horas enteras tratando de captar el hecho de que ese cuerpo increíble, con los anillos de plata girando a su alrededor, no era el sueño de un artista sino que existía en realidad, y que era un mundo diez veces mayor que la Tierra.

»En aquella época no me imaginaba que podría ver esta cosa maravillosa con mis ojos; daba por supuesto que sólo los astrónomos, con sus gigantescos telescopios, podían disfrutar de esas vistas. Pero entonces, cuando tenía unos quince años, hice otro descubrimiento tan emocionante que apenas podía creerlo. 

—¿Qué descubrimiento fue ése? le pregunté.

Ya me había resignado a compartir con él el desayuno; parecía un personaje inofensivo, y su evidente entusiasmo me resultaba muy atractivo.

—Descubrí que cualquier tonto podía hacer un telescopio de gran alcance en la cocina de su casa, con unos pocos dólares y un par de semanas de trabajo. Fue una revelación; como miles de muchachos, pedí prestado un ejemplar de Amateur Telescope Making, de Ingalls, en la biblioteca pública, y puse manos a la obra. Dígame, ¿ha construido usted algún telescopio?
—No; yo soy ingeniero, no astrónomo. No sabría cómo empezar.
—Es increíblemente sencillo, si se siguen las instrucciones. Se empieza con dos discos de cristal, de un grueso aproximado de un par de centímetros. Yo los conseguí por cincuenta centavos en una tienda de artículos navales; eran cristales de portillas que no servían porque estaban descantillados. Entonces se pega el disco a una superficie plana y firme: yo utilicé un viejo tonel puesto boca abajo.

»Después hay que comprar polvos de esmeril de varios gruesos y empezar por el más toco hasta acabar con el más fino. Se pone un pellizco del polvo más grueso entre los dos discos, y se empieza a frotar el superior arriba y abajo con suavidad. Mientras tanto, se pasa lentamente alrededor del disco.

»¿Y qué ocurre? El disco superior se ahueca por la acción cortante del polvo de esmeril y, al pasar uno a su alrededor, adquiere la forma de una superficie cóncava y esférica. De vez en cuando hay que cambiar a un polvo más fino y hacer algunas sencillas pruebas ópticas para comprobar que la curva es la adecuada.

»Más tarde se prescinde del esmeril y se pasa al colectar, hasta que se consigue una superficie suave y pulida que a uno le cuesta creer que sea obra suya. Falta sólo otra operación, aunque es un poco delicada. Hay que azogar el espejo y convertirlo en un buen reflector. Para esto hay que comprar algunos productos químicos en la droguería y hacer exactamente lo que indica el libro.

»Todavía recuerdo la impresión que recibí cuando la película de plata empezó a extenderse como por arte de magia sobre la cara de mi pequeño espejo. Este no era perfecto, pero sí bastante bueno, y no lo habría cambiado por nada de lo que hay en Monte Palomar.

»Lo fijé a un extremo de una tabla de madera; no había necesidad de preocuparse por un tubo de telescopio, aunque puse medio metro de cartón alrededor del espejo para cerrar el paso a luces inoportunas. Como ocular empleé una pequeña lupa que había comprado en un baratillo por unos pocos centavos. En total no creo que el telescopio costase más de cinco dólares, aunque esto era mucho dinero para mí cuando era niño. 

»Entonces vivíamos en un destartalado hotel que poseía mi familia en la Tercera Avenida. Cuando hube montado el telescopio, subí al terrado y lo probé, entre el bosque de antenas de televisión que cubrían todos los edificios en aquellos tiempos. Tardé un buen rato en ajustar el espejo y el ocular, pero no había cometido ningún error y la cosa funcionó. Como instrumento óptico era probablemente muy malo (a fin de cuentas, se trataba de mi primer intentó), pero con él lograba al menos cincuenta aumentos, y esperaba con impaciencia que se hiciese de noche para probarlo con las estrellas.

»Había consultado el almanaque y sabía que Saturno estaba alto en el este después de ponerse el sol. En cuanto hubo oscurecido, subí de nuevo al terrado y apoyé mi estrafalario artefacto de madera y cristal entre dos chimeneas. Era a finales de otoño, pero no sentí el frío porque el cielo estaba lleno de estrellas... y todas eran mías.

»Tardé algún tiempo en enfocar el aparato lo mejor posible, empleando la primera estrella que entró en el campo visual. Entonces empecé a buscar a Saturno y pronto descubrí lo difícil que era localizar algo en un telescopio reflector que no estaba adecuadamente montado. Pero el planeta entró de pronto en el campo visual y moví el instrumento unos centímetros en distintos sentidos hasta fijarlo bien.

»Era pequeño, pero perfecto. Creo que estuve un minuto sin respirar; no podía dar crédito a mis ojos. Después de tantas imágenes, aquí estaba la realidad. Parecía un juguete suspendido en el espacio, con los anillos ligeramente abiertos e inclinados en mi dirección. Incluso ahora, después de cuarenta años, recuerdo que pensé: "Parece artificial, como un árbol de Navidad." Había una sola estrella brillante a su izquierda, y comprendí que era Titán.

Hizo una pausa, y supongo que por un momento los dos pensamos lo mismo. Porque Titán ya no era para nosotros simplemente el satélite más grande de Saturno, un punto luminoso conocido sólo por los astrónomos. Era el mundo terriblemente hostil en el que había aterrizado el Endeavour y donde tres de mis compañeros yacían en tumbas solitarias, más lejos de sus casas que cualquier otro ser humano muerto.

—No sé cuánto tiempo estuve aguzando la mirada y moviendo el telescopio a sacudidas al elevarse Saturno sobre la ciudad. Estaba a mil seiscientos millones de kilómetros de Nueva York; pero ahora Nueva York me alcanzó.

»Ya he hecho referencia a nuestro hotel; pertenecía a mi madre, pero mi padre lo dirigía... no muy bien por cierto. Perdía dinero desde hacía años, y durante toda mi infancia había sufrido continuas crisis financieras. Así que no puedo censurarle a mi padre por haberse dado a la bebida; debía de estar loco de preocupaciones la mayor parte del tiempo. Y yo había olvidado que tenía que ayudar al recepcionista...

»Papá subió a buscarme, pensando en sus cosas y sin saber nada de mis sueños. Me encontró en el terrado, mirando las estrellas. 

»No era cruel, pero no podía comprender la paciencia y el cuidado que yo había puesto en mi pequeño telescopio ni las maravillas que me había mostrado durante el breve tiempo en que lo había empleado. Ya no lo odio por ello, pero recordaré toda la vida el chasquido de mi primer y último espejo al estrellarse contra los ladrillos.

Yo no sabía qué decirle. Mi resentimiento inicial por su intromisión hacía rato que se había trocado en curiosidad. Tenía la impresión de que en aquel relato hábil mucho más de lo que había oído hasta entonces, y advertí otra cosa: la camarera nos trataba con exagerada deferencia, de la que yo recibía sólo una pequeña parte.

Mi compañero jugaba con el azucarero, mientras yo esperaba con silenciosa simpatía. En aquel momento sentí que había algún lazo entre nosotros, aunque no sabía exactamente lo que era.

—Nunca construí otro telescopio —dijo—. Algo más se rompió, aparte del espejo; algo en mi corazón. En todo caso, estaba demasiado ocupado. Habían ocurrido dos cosas que habían cambiado totalmente mi vida: papá nos abandonó, dejándome a mí como cabeza de familia, y derribaron el ferrocarril elevado de la Tercera Avenida.

Debió de ver mi expresión de perplejidad, porque me sonrió desde el otro lado de la mesa.

—Seguramente usted no lo sabe, pero cuando yo era muchacho había un ferrocarril elevado que pasaba por la Tercera Avenida. Esto hacía que toda aquella zona fuese ruidosa y sucia; la Avenida era un barrio de bares, casas de empeños y hoteles baratos, como el nuestro. Todo esto cambió cuando desapareció el ferrocarril elevado; el valor de los terrenos se puso por las nubes, y de pronto fuimos ricos. Papá volvió bastante pronto pero demasiado tarde; yo dirigía ya el negocio. En poco tiempo lo extendí por la ciudad, y después por el campo. Ya no era un despistado observador de las estrellas, y di a papá uno de mis hoteles más pequeños, donde no podía causar mucho daño.

»Han pasado cuarenta años desde que contemplé Saturno, pero nunca he olvidado aquella única visión, y sus fotografías de la otra noche me hicieron recordar todo aquello. Sólo quería decirle lo muy agradecido que le estoy.

Hurgó en su cartera y sacó una tarjeta.

—Espero que me llame cuando vuelva a la ciudad; puede estar seguro de que asistiré si da más conferencias. Que tenga suerte, y lamento haberle robado tanto tiempo.

Y se marchó sin que yo apenas pudiese pronunciar palabra. Miré la tarjeta, me la guardé en el bolsillo y terminé mi desayuno, bastante pensativo.

Cuando aboné la cuenta al salir de la cafetería, pregunté:

—¿Quién era el caballero que se sentó a mi mesa? ¿El jefe?

El cajero me miró como si estuviese frente a un retrasado mental.

—Supongo que se le puede llamar así, señor —respondió—. Desde luego es el dueño de este hotel, pero hasta ahora nunca le habíamos visto por aquí. Cuando está en Chicago siempre reside en el Ambassador.
—¿También es dueño de aquel hotel? —pregunté sin demasiada ironía, pues ya había adivinado la respuesta.
—¡Oh, sí! Y también de... —y enumeró una serie de hoteles, incluidos los dos más grandes de Nueva York.

Yo estaba impresionado y también bastante divertido, pues era evidente que el señor Perlman había venido aquí con la deliberada intención de conocerme. Parecía una manera bastante indirecta de conseguirlo; pero yo ignoraba entonces la reserva y timidez que le caracterizaban. Desde el principio no se había mostrado tímido conmigo. 

Después me olvidé de él durante cinco años. (Bueno, debo añadir que cuando pedí la cuenta en el hotel me dijeron que no debía nada.) A los cinco años, hice mi segundo viaje. Esta vez sabíamos lo que nos esperaba y no íbamos a un lugar completamente desconocido. No teníamos que preocuparnos por el carburante, pues todo el que pudiésemos necesitar lo teníamos en Titán; sólo debíamos bombear la atmósfera de metano para llenar los depósitos, y habíamos hecho planes contando con ello. Visitamos las nueve lunas, una tras otra, y después pasamos a los anillos.

La cosa ofrecía poco peligro, aunque fue una experiencia muy emocionante. Ya saben que el sistema de anillos es muy delgado; sólo tiene unos treinta kilómetros de grosor. Descendimos a él muy despacio y con cautela, después de comprobar su giro para movernos exactamente a la misma velocidad. Era como subir a un tiovivo de doscientos setenta mil kilómetros de diámetro.

Pero en un tiovivo fantasmal, porque los anillos no son sólidos y se puede mirar a través de ellos. De cerca son casi invisibles; los miles de millones de partículas que los constituyen están tan espaciadas entre sí que lo único que se puede ver en el espacio inmediato son pequeños trozos ocasionales que pasan con mucha lentitud. Sólo cuando se mira hacia lo lejos se funden los innumerables fragmentos en una sábana continua, como una granizada que girase eternamente alrededor de Saturno.

Esta frase no es mía, pero es muy acertada. Cuando metimos la primera pieza de un auténtico anillo de Saturno en la cámara de aire, se fundió en pocos minutos dejando un charco de agua fangosa. Algunos piensan que el hecho de que los anillos, o el noventa por ciento de ellos, estén compuestos de hielo ordinario estropea su mágica imagen. Pero esto es absurdo; no serían más maravillosos si estuviesen hechos de diamantes.

Cuando volví a la Tierra, el primer año del nuevo siglo, inicié otra serie de conferencias, pero esta vez más corta porque ahora tenía una familia y quería estar lo más posible con ella. Esta vez tropecé con el señor Perlman en Nueva York; yo daba una conferencia en Columbia y presentaba nuestra película Explorando Saturno (un título engañoso ya que habíamos estado a unos treinta mil kilómetros del planeta. En aquellos días, nadie imaginaba que el hombre aterrizaría alguna vez en el turbulento fangal que es lo más parecido a la superficie de Saturno).

El señor Perlman me estaba esperando después de la conferencia. No lo reconocí porque me había encontrado con un millón de personas desde nuestra primera entrevista. Pero cuando me dijo su nombre lo recordé todo con tanta claridad que me di cuenta de que había tenido que causarme una impresión muy profunda.

No sé cómo, pero me apartó de la multitud; aunque le disgustaba el gentío tenía una habilidad especial para dominar a cualquier grupo en caso necesario y para largarse antes de que sus víctimas se diesen cuenta de lo que había sucedido. Le vi hacerlo montones de veces, pero nunca supe exactamente cómo lo conseguía.

Lo cierto es que media hora más tarde estábamos compartiendo una soberbia cena en un restaurante distinguido (suyo, naturalmente). Fue una cena maravillosa, en especial después del pollo y helado que seguían a las conferencias, pero me lo hizo pagar; quiero decir, metafóricamente.

Todos los hechos y fotos reunidos por las dos expediciones a Saturno estaban ahora al alcance de cualquiera, en cientos de folletos, libros y artículos de divulgación. El señor Perlman parecía haber leído todo el material no demasiado técnico; lo que quería de mí era algo diferente. Incluso entonces, pensé que su interés era el de un hombre solitario y de edad avanzada que trataba de revivir un sueño perdido en su juventud. Era verdad; pero esto no era más que una parte del asunto.

Buscaba algo que no se encontraba en las crónicas ni en los artículos. Quería saber qué se sentía cuando uno se despertaba por la mañana y veía aquel globo grande y dorado con sus cinturones móviles de nubes dominando el cielo, y el efecto que producían aquellos anillos en la mente cuando estaban tan cerca que llenaban el cielo de uno a otro confín.

—Lo que usted necesita —le dije— es un poeta, no un ingeniero. Pero le diré una cosa: por mucho que se contemple Saturno y se vuele entre sus lunas, uno no acaba nunca de creerlo. A menudo piensa: «Todo es un sueño, algo que no puede ser real.» Y va a la ventanilla más próxima... y allí está él, robándole el aliento.

»Debe usted pensar que, además de hallarnos tan cerca, podíamos mirar los anillos desde ángulos y puntos completamente imposibles de conseguir desde la Tierra, donde siempre se los ve vueltos en dirección al Sol. Podíamos adentrarnos en su sombra y entonces ya no brillaban como plata, sino que eran como una débil neblina, un puente de humo sobre las estrellas.

«La mayoría de las veces podíamos ver la sombra de Saturno proyectándose sobre toda la anchura de los anillos, eclipsándolos tan completamente que parecía como si les hubiesen arrancado un gran pedazo. También podía observarse el efecto contrario; en el lado del planeta iluminado por el Sol, había siempre la sombra de los anillos como una franja nubosa paralela al Ecuador y no lejos de él.

»Y sobre todo, aunque esto sólo lo hicimos unas pocas veces, podíamos elevarnos sobre los polos del planeta y divisar todo el maravilloso sistema de anillos, como si estuviesen extendidos en un plano debajo de nosotros. Entonces pudimos ver que en vez de los cuatro anillos visibles desde la Tierra había al menos una docena de ellos separados, pero que se confundían entre sí. Cuando los descubrimos nuestro capitán hizo una observación que nunca olvidaré: "Aquí es donde los ángeles aparcaron sus aureolas." 

Todo esto y mucho más conté al señor Perlman en el pequeño pero carísimo restaurante al sur de Central Park. Cuando hube terminado, pareció muy satisfecho, aunque guardó silencio durante unos minutos. Después dijo, casi con la misma naturalidad con que uno pregunta la hora del próximo tren en una estación:

—¿Cuál sería el mejor satélite para un centro de turismo?

Cuando oí estas palabras, casi se me atragantó el coñac de cien años. Después dije, paciente y cortés (al fin y al cabo había disfrutado de una cena maravillosa):

—Escuche, señor Perlman. Usted sabe tan bien como yo que Saturno está a casi mil seiscientos millones de kilómetros de la Tierra, e incluso más cuando nos encontramos en lados opuestos del sol. Alguien calculó que nuestros billetes de ida y vuelta costaban siete millones y medio de dólares cada uno, y puede creerme si le digo que no había habitaciones de primera clase en el Endeavour I ni en el 77. De todos modos, por mucho dinero que alguien tuviese, no podría adquirir un pasaje para Saturno. Sólo científicos y tripulaciones espaciales van a ir allí, en un futuro previsible.

Pude ver que mis palabras no le producían la menor impresión: se limitó a sonreír, como si conociese algún secreto que me estuviese vedado.

—Lo que usted dice es cierto, ahora —respondió—; pero he estudiado Historia. Y comprendo a la gente, pues éste es mi negocio. Permítame que le recuerde unos cuantos hechos.

»Hace dos o tres siglos, casi todos los grandes centros turísticos y los sitios más pintorescos estaban tan alejados de la civilización como hoy está Saturno. ¿Qué sabía Napoleón, pongo por caso, del Gran Cañón, las cataratas Victoria, Hawai o el Everest? Y piense en el Polo Sur; se llegó a él por primera vez cuando mi padre era un muchacho, pero hace toda una generación que hay un hotel allí.

»Ahora el asunto empieza de nuevo. Usted sólo puede apreciar los problemas y las dificultades, porque está demasiado cerca de ellos. Sean cuales fueren, el hombre los superará, como ha hecho siempre en el pasado.

»Dondequiera que haya algo extraño, algo bello, o nuevo, la gente querrá verlo. Los anillos de Saturno son el espectáculo más grande del universo que conocemos. Yo siempre lo había pensado, y usted acaba de confirmármelo. Hoy en día se necesita una fortuna para llegar a ellos y los hombres que van allí se juegan la vida. Lo mismo hicieron los primeros hombres que volaron, y ahora hay un millón de pasajeros en el aire en cada momento del día y de la noche.

»Lo mismo va a ocurrir en el espacio. No sucederá en diez años, ni en veinte tal vez. Pero recuerde que sólo se necesitaron veinticinco años para que comenzaran los vuelos comerciales a la Luna. No creo que se tarde tanto en ir a Saturno... Yo no estaré para verlo; pero cuando suceda quiero que la gente se acuerde de mí... Entonces, ¿dónde podríamos construir?

Seguía pensando que estaba loco, pero al menos empezaba a comprender lo que tanto le entusiasmaba. No había por qué seguirle la corriente, así que pensé seriamente en la cuestión.

—Mimas está demasiado cerca —dije— y también Enceladus y Tetis. (No me importa reconocer que estos nombres eran difíciles de pronunciar después del coñac.) Saturno llena el cielo, y parece como si a uno se le fuera a caer encima. Además, no son lo bastante sólidos; parecen grandes bolas de nieve. Dione y Rea son mejores; hay una vista magnífica desde ellos. Pero todos estos satélites interiores son muy pequeños; Rea tiene sólo mil trescientos kilómetros de diámetro y los otros aún son mucho más pequeños.

»No creo que haya la menor duda; tendrá que ser en Titán. Es un satélite de buen tamaño, mucho mayor que nuestra Luna y casi tan grande como Marte. También hay una gravedad razonable, aproximadamente la quinta parte de la de la Tierra, de manera que sus clientes no flotarán en él. Y podrán repostar allí gracias a la atmósfera de metano, que debería ser un factor importante en sus cálculos. Cualquier nave que vaya a Saturno deberá hacer escala en Titán.

—¿Y los otros satélites?
—Bueno... Hiperión, Japeto y Febe están demasiado lejos. Hay que aguzar la mirada para ver los anillos desde Febe. Olvídese de ellos. Decídase por el viejo Titán, aunque la temperatura sea de cerca de ciento cincuenta grados bajo cero y la nieve de amoníaco no resulte muy buena para esquiar...

Me escuchó atentamente y no dio muestras de que pensara que me burlaba de sus ideas tan poco científicas como impracticables. Nos despedimos poco después (no recuerdo nada más de aquella cena) y debieron pasar quince años antes de que nos volviésemos a ver. No me había necesitado en todo aquel tiempo; pero cuando quiso hablar conmigo, me llamó.

Ahora comprendo lo que había estado esperando; su visión había sido más clara que la mía. Desde luego, no había podido imaginar que en menos de un siglo el cohete seguiría la suerte del motor de vapor; pero sabía que vendría algo mejor, y creo que financió los primeros trabajos de Saunderson sobre el impulso de paragravedad. Pero sólo volvió a ponerse en contacto conmigo cuando se empezaron a construir plantas de fusión que podían calentar doscientos cincuenta kilómetros cuadrados de un mundo tan frío como Plutón.

Era muy viejo y se estaba muriendo. Me dijo lo rico que era y a duras penas le creí hasta que me mostró los minuciosos planos y los bellos modelos que habían preparado sus expertos con una notable falta de publicidad. 

Estaba sentado en una silla de ruedas como una momia arrugada, observando mi expresión mientras yo estudiaba sus modelos y gráficos.

—Capitán —me dijo entonces—, tengo un trabajo para usted...

Y aquí estoy. Desde luego es como pilotar una nave espacial; muchos problemas técnicos son idénticos. Y ahora sería demasiado viejo para pilotar una nave; estoy muy agradecido al señor Perlman.

Suena el gong. Si las damas están dispuestas, sugiero que bajemos a cenar pasando por el Salón de Observación.

Incluso después de todos estos años, me gusta observar a Saturno naciente, y esta noche casi está en el pleno.

martes, 26 de julio de 2016

Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - Los próximos inquilinos

Viene de Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - El parásito



LOS PRÓXIMOS INQUILINOS


Escribí esta narración en 1954 como parte de la serie proyectada para completar Los cuentos de la taberna del Ciervo Blanco. Yo vivía entonces en Coral Gables, Miami, y había visto la primera prueba de la bomba H por televisión. No cabe duda de que era un buen tema de inspiración para el relato...
También recuerdo que la primera obra de ciencia ficción que intenté, Retirada de la Tierra (Amateur Science Fiction Stories, marzo, 1938; reeditada en The Best of Arthur C. Clarke: 1937-1955, Sphere Books, 1976), se refería a las termitas:
...Y en los largos siglos anteriores al nacimiento del hombre, los alienígenas no habían estado ociosos sino que habían cubierto la mitad del planeta con sus ciudades, llenándolas de ciegos y fantásticos esclavos, y aunque el hombre conocía estas ciudades porque a menudo le habían causado infinitas molestias, nunca sospechó que a su alrededor, en los trópicos, se preparase una antigua civilización para el día en que se aventuraría de nuevo en los mares del espacio para recobrar su herencia perdida... 
Y retrocediendo aún más en este esfuerzo de medio siglo, sospecho que mi interés por estas sorprendentes criaturas lo despertó The Raid on the Termites, de Paul Ernst, en Astounding Stories (junio, 1932). Para más ilustración sobre esto, véase el capítulo 11, «Beyond the Vanishing Point», en Astounding Days: A Science Fictional Autobiography.

Se ha exagerado enormemente la cantidad de científicos locos que desean conquistar el mundo —dijo Harry Purvis, mirando reflexivamente su cerveza—. En realidad sólo recuerdo haber conocido a uno.

—Entonces no debían de ser muchos —comentó Bill Temple con cierta acritud—. Esas cosas no se olvidan fácilmente.
—Supongo que no —repuso Harry con aquel aire de inocencia tan desconcertante para sus críticos—. Y de hecho, aquel científico no estaba realmente loco. Pero sin duda estaba dispuesto a conquistar el mundo. O para ser más preciso, a permitir que el mundo fuese conquistado.
—¿Y por quién? —preguntó George Whitley—. ¿Por los marcianos o por los conocidos hombrecitos verdes de Venus?
—Por ninguno de ellos. Estaba colaborando con alguien de mucho más cerca de casa. Comprenderéis lo que esto significa cuando os diga que era un mirmecólogo.
—¿Un qué? —preguntó George.
—Déjele continuar con su relato —lo amonestó Drew, desde el otro lado del mostrador—. Son más de las diez, y si esta semana no están todos fuera a la hora de cerrar, me cerrarán el local.
—Gracias —dijo Harry, con dignidad, tendiéndole su vaso para que lo llenase de nuevo—. Todo esto ocurrió hace casi dos años, cuando estaba en una misión en el Pacífico. Fue un asunto muy secreto, pero en vista de lo que ha ocurrido desde entonces no hay ningún mal en hablar de ello. Tres científicos fuimos llevados a cierto atolón del Pacífico, a menos de mil seiscientos kilómetros de Bikini, y se nos dio una semana para montar un equipo de detección. Desde luego, estaba destinado a no perder de vista a nuestros buenos amigos y aliados cuando empezaron a jugar con las reacciones termonucleares; de hecho, a recoger algunas migajas de la mesa de la Comisión de Energía Atómica. Los rusos estaban haciendo lo mismo, naturalmente, y en ocasiones nos tropezábamos los unos con los otros y ambos bandos pretendíamos que estábamos allí por nuestra cuenta.

»Se pensaba que aquel atolón estaba deshabitado, pero esto era un gran error. En realidad tenía una población de varios cientos de millones. 

—¿Qué? —exclamaron todos.
—Varios cientos de millones —repitió tranquilamente Purvis—, de los cuales sólo un individuo era humano. Lo conocí un día que fui tierra adentro para echar un vistazo al panorama.
—¿Tierra adentro? —preguntó George Whitley—. Creí que habías dicho que era un atolón. ¿Cómo puede un anillo de coral...?
—Era un atolón muy grande —dijo Harry con firmeza—. Y además, ¿quién está contando esto?

Esperó un momento, con aire desafiante, para recobrar el hilo del relato.

—Caminaba por la orilla de un delicioso riachuelo, a la sombra de los cocoteros, cuando me sorprendió ver una rueda hidráulica, que parecía muy moderna y que accionaba una dinamo. Si hubiese sido más sensato, habría tenido que dar media vuelta e informar a mis compañeros; pero no pude resistir la curiosidad y decidí hacer un reconocimiento por mi cuenta. Recordé que todavía se pensaba que por aquellos lugares había tropas japonesas que no sabían que la guerra había terminado; pero esta explicación parecía bastante improbable.

»Seguí el cable eléctrico hasta lo alto de una cuesta y vi que al otro lado había un edificio bajo y enjalbegado, levantado en un gran claro. En todo el claro había altos e irregulares montículos de tierra, unidos entre sí por una red de alambres. Era una de las cosas más desconcertantes que jamás había visto, y me quedé allí durante diez minutos, mirante y tratando de descubrir lo que pasaba. Pero cuanto más miraba, menos sentido le encontraba a todo aquello.

»Estaba pensando en lo que tenía que hacer, cuando un hombre alto y de cabellos blancos salió del edificio y se acercó a uno de los montículos. Llevaba una especie de aparato y unos auriculares colgados del cuello, por lo que imaginé que estaba utilizando un contador Geiger. Sólo entonces me di cuenta de lo que eran aquellos altos montículos. Eran termiteros..., unos rascacielos, en relación con sus constructores, mucho más altos que el Empire State Building, y en los que viven las llamadas hormigas blancas.

»Observé con el mayor interés, aunque totalmente desconcertado, cómo el viejo científico insertaba su aparato en la base del termitero, escuchaba atentamente durante un instante y volvía después al edificio. Pero esta vez era tanta mi curiosidad que decidí revelar mi presencia. Fuera lo que fuese lo que allí se estaba investigando, estaba claro que nada tenía que ver con la política internacional; yo era por tanto el único que tenía algo que ocultar. Veréis más adelante lo equivocado que estaba.

»Grité para llamar la atención y descendí la cuesta agitando los brazos. El desconocido se detuvo y me miró: no parecía particularmente sorprendido. Al acercarme, observé que tenía un bigote descuidado que le daba un aspecto ligeramente oriental. Tendría unos sesenta años y caminaba muy erguido. Aunque sólo llevaba unos pantalones cortos, parecía tan digno que me sentí bastante avergonzado de mi ruidosa aparición.

»—Buenos días —saludé en tono de disculpa—. No sabía que hubiese alguien en esta isla. Yo formo parte de un... equipo científico que trabaja en el otro lado.

»Al oír esto, al desconocido se le iluminaron los ojos.

»—¡Ah, un compañero científico! —dijo en un inglés casi perfecto—. Encantado de conocerle. Entremos en la casa.

»Lo seguí de buen grado pues tenía bastante calor después de mi caminata, y vi que el edificio no era más que un gran laboratorio. En un rincón había una cama y un par de sillas, así como un hornillo y uno de esos lavabos plegables que utilizan los que hacen camping. Parecían los únicos objetos que empleaba en su vida cotidiana. Pero todo estaba limpio y aseado: mi desconocido amigo parecía un recluso, pero creía en las apariencias.

»Me presenté y, como había esperado, él hizo lo propio. Era un tal profesor Takato, biólogo de una importante universidad japonesa. No parecía japonés, salvo por el bigote que he mencionado. Con su actitud digna y erguida me recordaba a un viejo coronel de Kentucky a quien había conocido tiempo atrás.

»Después de ofrecerme un vino raro pero refrescante, nos sentamos y estuvimos conversando durante un par de horas. Como la mayoría de los científicos, parecía encantado de estar con alguien que podría apreciar su trabajo. Realmente me interesan más la física y química que la biología, pero la investigación del profesor Takato me pareció fascinante.

»Como supongo que no sabéis mucho de termitas, os recordaré las principales características. Son unos de los insectos sociales más evolucionados y viven en numerosísimas colonias en los trópicos. No pueden soportar el tiempo frío y, aunque parezca extraño, tampoco la luz directa del sol. Cuando tienen que ir de un lugar a otro, construyen pequeños caminos cubiertos. Parecen tener algún desconocido y casi instantáneo medio de comunicación y, aunque la termita individual es bastante inútil y torpe, toda la colonia se comporta como un animal inteligente. Algunos escritores han hecho comparaciones entre el termitero y el cuerpo humano, que también está compuesto de células vivas individuales que forman una entidad muy superior a las unidades básicas.

A las termitas se las llama con frecuencia "hormigas blancas” pero esto es absolutamente incorrecto ya que no son hormigas sino una especie de insecto muy diferente. ¿O debería decir "género"? No entiendo mucho de estas cosas...

»Disculpad esta pequeña conferencia, pero cuando hube escuchado a Takato durante un rato empecé a entusiasmarme realmente con las termitas. ¿Sabíais por ejemplo que no sólo cultivan huertos sino que tienen también vacas (insectos vacas, naturalmente) y que las ordeñan? Son unos diablillos muy refinados, aunque lo hagan todo por instinto. 

»Pero será mejor que os diga algo sobre el profesor. Aunque estaba solo en aquel momento y llevaba varios años viviendo en la isla, tenía varios ayudantes que le traían equipo desde el Japón y lo ayudaban en su trabajo. Su primera gran hazaña fue hacer con las termitas lo que Von Frische había hecho con las abejas: aprender su lenguaje. Era mucho más complicado que el sistema de comunicación que emplean las abejas y que, como probablemente sabéis, se funda en el baile. Comprendí que la red de alambres que enlazaban los termiteros con el laboratorio, no sólo permitía al profesor Takato escuchar a las termitas cuando hablaban entre ellas sino también comunicarse con ellas. Esto no es tan fantástico como parece, si se emplea la palabra "hablar" en su sentido más amplio.

Nosotros hablamos a muchos animales, no siempre con la voz sino por otros medios. Cuando se arroja un palo a un perro, esperando que corra a buscarlo, es una manera de hablar, un lenguaje por signos. Deduje que el profesor había inventado alguna clase de lenguaje en clave que las termitas comprendían, aunque no supe hasta qué punto era eficaz para comunicar ideas.

»Volví allí cada día, siempre que tenía un rato libre, y al cabo de una semana nos habíamos hecho buenos amigos. Tal vez os sorprenderá saber que oculté estas visitas a mis colegas, pero la isla era muy grande y cada cual tenía mucho que explorar. Yo tenía la impresión de que el profesor Takato me pertenecía, y no quería exponerlo a la curiosidad de mis compañeros. Éstos eran unos personajes bastante toscos, graduados en alguna universidad provinciana como Oxford y Cambridge.

»Me satisface decir que pude prestar cierta ayuda al profesor, reparando su radio y ajustando algunos de sus aparatos electrónicos. Él empleaba trazadores radiactivos para seguir a termitas individuales. En realidad, estaba siguiendo a una de ellas con un contador Geiger cuando le vi por primera vez.

»Cuatro o cinco días después de conocernos, sus contadores empezaron a volverse locos, y el equipo que habíamos montado, comenzó a vacilar en sus grabaciones. Takato adivinó lo que había sucedido; nunca me había preguntado exactamente qué estaba yo haciendo en las islas, pero creo que lo sabía. Cuando lo saludé, puso en marcha sus contadores y me hizo escuchar el zumbido de las radiaciones. Se había producido alguna fuga radiactiva, no peligrosa, pero suficiente para armar aquel alboroto.

»—Creo —dijo suavemente— que sus físicos se están divirtiendo de nuevo con sus juguetes; y esta vez son muy grandes. 

»—Temo que tiene usted razón —respondí. No estaríamos seguros hasta que las señales hubiesen sido analizadas, pero parecía que Teller y su equipo habían iniciado la reacción del hidrógeno—. Muy pronto conseguiremos que las primeras bombas atómicas parezcan petardos mojados.

»—Mi familia —dijo el profesor Takato, sin emoción—, estaba en Nagasaki.

»Poca cosa podía decir yo a esto, y me alegré cuando él prosiguió:

»—¿Se ha preguntado alguna vez quién se encargará de esto cuando hayamos terminado?

»—¿De sus termitas? —dije medio en broma.

»Pareció vacilar un momento. Después continuó a media voz:

»—Venga conmigo: todavía no se lo he mostrado todo.

»Fuimos a un rincón del laboratorio donde había algo cubierto con un paño para resguardarlo del polvo, y el profesor descubrió un curioso aparato. A primera vista parecía uno de esos manipuladores que se emplean para manejar a distancia materiales radiactivos peligrosos. Tenía unas manijas que producían movimientos por medio de varillas y palancas, pero todo parecía centrarse en una cajita de pocos centímetros de lado.

»—¿Qué es? —le pregunté.

»—Un micromanipulador. Los franceses lo inventaron para trabajos biológicos. Todavía no hay muchos en el mundo.

»Entonces lo recordé. Eran unos aparatos con los cuales, mediante un adecuado sistema de reducción, se podían realizar operaciones increíblemente delicadas. Se movía el dedo un centímetro, y el instrumento que se estaba manejando se movía una milésima de centímetro. Los científicos franceses que habían inventado esta técnica habían confeccionado pequeñas fraguas en las que podían fabricar pinzas y escalpelos diminutos a base de vidrio fundido. Trabajando sólo con microscopios, habían podido disecar células individuales. Extirpar el apéndice a una termita (en el caso muy improbable de que el insecto lo posea) sería un juego de niños con este instrumento.

»—Yo no soy muy hábil en el uso del manipulador —confesó Takato—. Uno de mis ayudantes hace todo el trabajo con él. No he mostrado esto a nadie más, pero usted me ha ayudado mucho. Acompáñeme, por favor.

»Salimos al aire libre y cruzamos las avenidas de altos montículos, duros como si fuesen de cemento. No todos tenían el mismo estilo arquitectónico, pues hay muchas clases diferentes de termitas: algunas ni siquiera construyen montículos. Me sentí como un gigante que caminase por Manhattan, pues eran verdaderos rascacielos, cada uno con sus propios y numerosos habitantes.

»Había una pequeña choza de metal (no de madera, porque las termitas habrían dado pronto cuenta de ella) junto a uno de los montículos, y al entrar nosotros en ella quedó atrás la luz del sol. El profesor pulsó un interruptor y un débil y rojo resplandor me permitió ver varios tipos de instrumentos ópticos.

»—Odian la luz —dijo—; así que observarlas es un gran problema. Nosotros lo hemos solucionado empleando infrarrojos. Esto es un convertidor de imágenes del tipo que se empleó en la guerra para operaciones nocturnas. ¿Sabe algo sobre ellos? 

»—Desde luego —contesté—. Los tiradores emboscados los fijaban en sus fusiles para poder disparar con precisión en la oscuridad. Unos aparatos muy ingeniosos; me alegro de que hayan encontrado la manera de utilizarlos para fines pacíficos.

»Pasó bastante rato antes de que el profesor Takato encontrase lo que quería. Parecía estar moviendo alguna clase de periscopio, atisbando en los pasillos de la ciudad de las termitas. Después dijo:”—¡Dese prisa, antes de que se vayan!” Me acerqué y adopté su posición. Tardé un segundo o dos a enfocar debidamente la mirada, y un poco más en comprender la escena que estaba viendo. Seis termitas, muy ampliadas de tamaño, se movían rápidamente en mi campo visual. Viajaban en grupo como si fueran perros esquimales; y la analogía era muy buena, dado que arrastraban un trineo...

»Tan asombrado estaba que ni siquiera advertí la clase de carga que transportaban. Cuando se hubieron perdido de vista, me volví al profesor Takato. Mis ojos se habían acostumbrado ya al débil resplandor rojo y pude verlo claramente.

»—Así que eso es lo que ha construido con su micromanipulador —le dije—. Es asombroso; nunca me lo hubiera podido imaginar.

»—Pero esto no es nada —replicó el profesor—. Hay pulgas amaestradas que tiran de una carreta. Todavía no le he dicho lo más importante. Nosotros sólo construimos unos pocos trineos de ésos. El que acaba de ver lo construyeron ellas.

»Esperó a que asimilase lo que acababa de decirme; tardé algún tiempo. Entonces prosiguió a media voz, pero con un entusiasmo controlado:

»—Recuerde que las termitas, como individuos, carecen virtualmente de inteligencia. Pero la colonia en su conjunto es una clase muy elevada de organismo, e inmortal, salvo accidentes. Se quedó paralizada en su actual condición instintiva millones de años antes de que naciese el hombre, y nunca podría escapar por sí sola de su actual perfección estéril. Ha llegado a un punto muerto, porque no tiene herramientas ni manera eficaz de controlar la naturaleza. Yo le he dado la palanca, para aumentar su fuerza, y ahora el trineo, para aumentar su eficacia. He pensado en la rueda, pero esto será mejor dejarlo para una fase posterior; ahora no sería muy útil. Los resultados han superado mis esperanzas. Empecé con este termitero, pero ahora todas tienen los mismos instrumentos. Se han enseñado unas a otras, y esto demuestra que saben colaborar. Cierto que tienen guerras, pero no cuando hay comida suficiente para todas, como aquí.

»Pero no se puede juzgar el termitero por un patrón humano. Lo que yo quiero hacer es dar un impulso a su rígida cultura estancada; sacarla de la rutina por la que se ha regido durante millones de años. Le daré más herramientas y técnicas nuevas; espero ver, antes de morir, que el propio termitero empieza a hacer inventos...

»—¿Y por qué hace usted esto? —le pregunté, pues sabía que había en ello algo más que una mera curiosidad científica.

»—Porque no creo que el hombre sobreviva, pero espero que se conserven algunas de las cosas que ha descubierto. Si ha de encontrarse en un callejón sin salida, creo que hay que echarle una mano a otra raza. ¿Sabe por qué elegí esta isla? Para que mi experimento permaneciese aislado. Si mi supertermita llega a evolucionar, tendrá que permanecer aquí hasta que haya alcanzado un alto grado de conocimiento. En realidad, hasta que pueda cruzar el Pacífico...

»Hay otra posibilidad. El hombre no tiene rival en este planeta. Creo que le conviene tener uno. Podría ser su salvación.

»No supe qué decirle: los sueños del profesor eran desconcertantes..., y sin embargo, en vista de lo que acababa de observar, muy convincentes. Sabía que el profesor Takato no estaba loco. Era un visionario, y su aspecto revelaba una sublime indiferencia, pero se fundaba en una base segura de la realización científica.

»Y no es que fuese hostil a la humanidad, sino que se compadecía de ella. Creía simplemente que la humanidad había quemado su último cartucho, y deseaba salvar algo de la catástrofe. No podía censurarle.

»Debimos estar mucho tiempo en aquella choza, explorando posibles futuros. Recuerdo que le sugerí que quizá podría haber cierta comprensión mutua, ya que dos culturas tan diferentes como las del hombre y la termita no debían tener motivos de conflicto.

»Pero en realidad no me lo creía, y si se producía un conflicto, no estaba seguro de quién triunfaría, porque ¿de qué servirían las armas del hombre contra un enemigo inteligente que podía destrozar todos loí trigales y los arrozales del mundo?  

»Cuando salimos de nuevo al aire libre, era casi de noche. Fue entonces cuando el profesor me hizo su última revelación.

»—Dentro de unas semanas —dijo—, daré el paso más importante.

»—¿Y cuál va a ser? —le pregunté.

»—¿No lo adivina? Les daré el fuego.

»Sus palabras me causaron un gran impacto. Sentí un escalofrío ajeno a la noche que se acercaba. La espléndida puesta de sol más allá de las palmeras parecía simbólica... y de pronto me percaté de que el simbolismo era más profundo de lo que había creído.

»Era una de las puestas de sol más hermosas que jamás había visto, y en parte era obra del hombre. Allá arriba, en la estratosfera, el polvo de una isla que había muerto ese día envolvía la Tierra. Mi raza había hecho un gran avance; pero ¿tenía eso alguna importancia ahora?

»Les daré el fuego". Nunca había dudado que el profesor triunfaría, y cuando esto ocurriera, las fuerzas que mi propia raza acababa de desencadenar no la salvarían...

»La nave volante vino a recogernos al día siguiente y no volví a ver a Takato. Todavía está allí, y creo que es el hombre más importante del mundo. Mientras nuestros políticos se pelean, está haciendo que parezcamos obsoletos.

»¿Creéis que alguien debería detenerlo? Tal vez aún se estaría a tiempo. Con frecuencia he pensado en ello, pero nunca he encontrado una razón lo bastante convincente. Un par de veces estuve a punto de decidirme; pero cogí un periódico y leí los titulares.

»Creo que deberíamos darles una oportunidad. No creo que puedan hacer un trabajo peor que el que hemos hecho nosotros.


domingo, 24 de julio de 2016

Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - El parásito

Viene de Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - El cielo cruel




EL PARÁSITO


Este es un feo cuento sobre una fea idea; pertenece a la misma categoría que «El otro tigre». Ambos los escribí a principios de los años cincuenta. 
Confió en que ambos sean de fantasía, no de ciencia ficción. Pero ¿quién sabe qué poderes podrán tener nuestro remotos descendientes, o qué vicios podrán cultivar para pasar los espantosos mil millones de años antes del fin del tiempo?


—No puedes hacer nada —dijo Connolly—. Absolutamente nada. ¿Por qué tienes que seguirme? Estaba de pie, de espaldas a Pearson, contemplando el agua tranquila y azul que llevaba a Italia. A la izquierda, detrás de la flota de pesca anclada, el sol se estaba poniendo con un esplendor mediterráneo, pintando de rojo la tierra y el cielo. Pero ninguno de aquellos hombres se daba cuenta de la belleza que los rodeaba.

Pearson se levantó y salió del sombreado porche del pequeño café a la oblicua luz del sol. Se reunió con Connolly junto a la pared del acantilado, pero tuvo buen cuidado en no acercarse demasiado. Incluso en tiempos normales, a Connolly le disgustaba que le tocasen. Su obsesión, fuese lo que fuere, lo haría ahora doblemente sensible.

—Escucha, Roy —dijo Pearson en tono apremiante—. Hemos sido amigos desde hace veinte años, y deberías saber que esta vez no te dejaré en la estacada. Además...
—Ya lo sé. Lo prometiste a Ruth.
—¿Y por qué no había de hacerlo? A fin de cuentas, es tu esposa. Tiene derecho a saber lo que ha pasado. —Hizo una pausa, eligiendo cuidadosamente las palabras—. Está preocupada, Roy. Mucho más preocupada que si se tratase de otra mujer. Estuvo a punto de añadir el término «otra vez», pero decidió no hacerlo.

Connolly aplastó el cigarrillo en la pared de granito; después arrojó el filtro blanco al mar, que cayó dando vueltas hacia las aguas a treinta metros por debajo de ellos. Se volvió de cara a su amigo.

—Lo siento, Jack —respondió, y por un momento reveló la personalidad familiar que, según sabía Pearson, debía estar atrapada en alguna parte, dentro del desconocido que estaba a su lado—. Sé que tratas de ayudarme, y te lo agradezco. Pero preferiría que no me hubieses seguido. Sólo empeorarás las cosas.
—Convénceme de esto, y me iré.

Connolly suspiró.

—No podría convencerte más que a aquel psiquiatra a quien me persuadiste de que fuese a ver. ¡Pobre Curtís! Era un hombre muy bienintencionado. Me gustaría que le presentaras mis disculpas.
—Yo no soy psiquiatra y no trato de curarte, si me permites la expresión. Si te gusta ser como eres, allá tú. Pero creo que deberías decirnos lo que ha pasado para que podamos hacer nuestros planes.
—¿Para que me digan que estoy loco?

Pearson se encogió de hombros. Se preguntó si Connolly podía ver, a través de su fingida indiferencia, la preocupación real que estaba tratando de ocultar. Ahora que todos los procedimientos parecían haber fracasado, la actitud de «francamente no me importa» era la única que podía adoptar.

—No estaba pensando en esto. Hay algunos detalles prácticos que resolver. ¿Quieres quedarte indefinidamente aquí? No puedes vivir sin dinero, ni siquiera en Syrene.
—Puedo alojarme en la villa de Clifford Rawnsley todo el tiempo que quiera. Ya sabes que era amigo de mi padre. Ahora la casa está vacía, a excepción de la servidumbre, y ésta no me preocupa.

Connolly se apartó del parapeto en el que se apoyaba.

—Voy a subir al monte antes de que anochezca —dijo.

El tono había sido brusco, pero Pearson sabía que no era de despedida. Podía seguirlo si quería, y esto le dio la primera satisfacción desde que había localizado a Connolly. Era un pequeño triunfo, pero lo necesitaba.

No hablaron durante la subida; lo cierto es que Pearson apenas si tenía aliento para hacerlo. Connolly caminaba a paso vivo, como si tratase deliberadamente de agotarse. La isla se hundía debajo de ellos; las villas blancas resplandecían como fantasmas en los valles umbríos; las pequeñas barcas de pesca, terminado el trabajo del día, descansaban en el puerto. Y el mar se estaba oscureciendo.

Cuando Pearson alcanzó a su amigo, Connolly estaba sentado delante del santuario que los devotos isleños habían construido en el punto más alto de Syrene. En pleno día, el lugar era frecuentado por los turistas, que se fotografiaban o contemplaban boquiabiertos la belleza de la que les habían hablado y que se extendía debajo de ellos; pero ahora estaba desierto.

Connolly respiraba fatigosamente debido al esfuerzo, pero sus facciones estaban relajadas y de momento parecía tranquilo. La sombra que había nublado su mente se había levantado, y se volvió a Pearson con una expresión que recordaba su antigua y contagiosa sonrisa.

—Él aborrece el ejercicio, Jack. Le espanta.
—¿Y quién es él? —dijo Pearson—. Recuerda que todavía no nos has presentado.

Connolly sonrió ante la muestra de humor de su amigo; después, su rostro se puso grave de repente.

—Dime, Jack —empezó diciendo—. ¿Crees que tengo una imaginación superdesarrollada?
—No; más o menos normal. Eres menos imaginativo que yo, desde luego.

Connolly asintió lentamente con la cabeza.

—Es verdad, Jack, y esto debería ayudarte a creer en mí, porque estoy seguro que nunca habría podido inventar la criatura que me obsesiona. Existe realmente. No sufro de alucinaciones paranoicas o como quiera llamarlo el doctor Curtís. 

»¿Recuerdas a Maude White? Todo empezó con ella. La conocí en una de las fiestas de David Trescott, hace un mes y medio. Acababa de reñir con Ruth y estaba bastante harto. Los dos estábamos en una situación difícil y, al estar yo en la ciudad, ella vino al piso conmigo.

Pearson sonrió para sus adentros. ¡Pobre Roy! Era la misma historia de siempre, aunque nunca parecía darse cuenta. Cada aventura era diferente para él, pero no para los demás. Era el eterno Don Juan, siempre buscando y siempre decepcionado, porque lo que buscaba sólo podía encontrarse en la cuna o en la tumba, pero nunca entre las dos.

—Supongo que te reirás de lo que me impresionó tanto; parece muy trivial, pero sin embargo me asustó más que nada en la vida. Sencillamente, fui al mueble bar y preparé las bebidas, como había hecho infinidad de veces. Sólo cuando tendí un vaso a Maude me di cuenta de que había llenado tres. El incidente era tan natural que al principio no reconocí lo que significaba. Después miré como un loco alrededor de la estancia, para ver dónde estaba el otro hombre..., aunque sabía, de alguna manera, que no era un hombre. Desde luego, no estaba allí. No estaba en parte alguna del mundo exterior: estaba escondido en lo más profundo de mi propio cerebro...

La noche era muy silenciosa, sin más sonido que una suave cinta de música que subía en espiral hacia las estrellas desde algún café del pueblo, allá abajo. La luz de la luna naciente resplandecía sobre el mar; en lo alto, los brazos del crucifijo se perfilaban contra la oscuridad. Venus, brillante faro en la frontera del crepúsculo, seguía al sol hacia el oeste.

Pearson esperó, dejando que Connolly se tomase tiempo. Parecía lúcido y bastante razonable, por muy extraña que fuese la historia que contaba. Su cara estaba absolutamente tranquila a la luz de la luna, aunque podía ser la calma que viene después de la aceptación de la derrota.

—Después de aquello, lo primero que recuerdo es que estaba tumbado en la cama mientras Maude me limpiaba la cara con una esponja. Estaba muy asustada: yo me había desmayado y al caer me hice un corte profundo en la frente. Había mucha sangre por todas partes, pero esto no importaba. Lo que realmente me aterrorizaba era la idea de que me había vuelto loco. Parece curioso, ahora que me horroriza mucho más el estar cuerdo.

»Él estaba todavía allí cuando me desperté; y ha estado allí desde entonces. De alguna manera me libré de Maude (no fue fácil) y traté de averiguar lo que había sucedido. Dime, Jack, ¿crees en la telepatía? 

La brusca pregunta pilló desprevenido a Pearson.

—Nunca he pensado mucho en ello, pero las pruebas parecen bastante convincentes. ¿Sugieres que otra persona está leyendo tu mente?
—No es tan sencillo. Lo que te estoy contando lo he descubierto poco a poco, generalmente cuando estaba soñando o me hallaba algo bebido. Puedes pensar que esto invalida la prueba, pero yo no lo creo. Al principio fue la única manera en que podía pasar por la barrera que me separa de Omega..., más tarde te diré por qué le llamo así. Pero ahora no hay ningún obstáculo: sé que él está siempre allí, esperando que yo baje la guardia. De día y de noche, borracho o sereno, soy consciente de su presencia. En ocasiones como ésta, permanece quieto, observándome por el rabillo del ojo. Mi única
esperanza es que se canse de esperar y que se vaya en busca de otra víctima.

La voz de Connolly, tranquila hasta ahora, se le quebró de pronto.

—Imagínate el horror de aquel descubrimiento: el efecto de saber que cada acción, cada idea o cada deseo que pasa por tu mente está siendo observado y compartido por otro ser. Desde luego, esto significó para mí el fin de toda vida normal. Tuve que dejar a Ruth, sin poder darle una razón. Entonces, para empeorar las cosas, Maude empezó a perseguirme. No me dejaba en paz y me bombardeaba con cartas y llamadas telefónicas. Era un infierno. No podía luchar contra los dos, y por esto me escapé. Y pensé que precisamente en Syrene, él encontraría bastantes cosas de interés para que dejase de molestarme.
—Ahora comprendo —dijo Pearson, a media voz—. Es eso lo que busca. Una especie de voyeur telepático que ya no se contenta sólo con observar...
—Supongo que me estás tomando el pelo —replicó Connolly, sin resentimiento—. Pero no me importa, y además has resumido muy bien la situación, como sueles hacer siempre. Pasó bastante tiempo antes de que yo me diese cuenta de cuál era su juego. Una vez pasada la primera impresión, traté de analizar la cosa racionalmente. Pensé en lo que había precedido al momento del primer reconocimiento, y al fin caí en la cuenta de que no había sido una súbita invasión de mi mente. Él había estado conmigo desde hacía años, tan escondido que no me había dado cuenta. Supongo que eso te hará reír, conociéndome como me conoces. Pero nunca había estado del todo tranquilo con una
mujer, ni siquiera cuando hacía el amor, y ahora sé la razón. Omega estaba siempre allí, compartiendo mis emociones, refocilándose con unas pasiones que ya no puede experimentar en su cuerpo.

»La única manera de conservar algún control era contraatacando, tratando de llegar a las manos con él e intentando comprender lo que era. Y al fin lo conseguí. Está muy lejos y su poder debe tener algún límite. Tal vez el primer contacto fue accidental, aunque no estoy seguro de ello.

»Supongo que lo que te he contado hasta ahora, Jack, te resultará bastante difícil de creer, pero no es nada en comparación con lo que voy a decirte. En todo caso, recuerda que estuviste de acuerdo en que no soy un hombre imaginativo, así que a ver si puedes encontrar un fallo en el relato.

»No sé si has leído alguna vez que la telepatía es, de alguna manera, independiente del tiempo. Yo sé que lo es. Omega no pertenece a nuestra era: está en alguna parte del futuro a una distancia inconmensurable de nosotros. Durante un tiempo pensé que debía ser uno de los últimos hombres, y por esto le puse aquel nombre. Pero ahora no estoy seguro; tal vez pertenece a una era en la que hay innumerables razas humanas diferentes, esparcidas por todo el universo; algunas todavía en auge, y otras en plena decadencia. Su pueblo, dondequiera que esté, ha alcanzado las alturas y caído desde ellas a unas profundidades que nunca conocerán las bestias. Todo él respira maldad, Jack; la maldad substancial que la mayoría de nosotros no conoceremos jamás. Sin embargo, a veces casi me compadezco de él, porque sé qué le ha hecho como es. 

»Jack, ¿te has preguntado alguna vez lo que hará la raza humana cuando la ciencia lo haya descubierto todo, cuando no haya más mundos por explorar, cuando todas las estrellas hayan revelado sus secretos? Omega es una de las respuestas. Espero que no sea la única, porque si así fuese todos nuestros esfuerzos habrían sido en vano. Espero que él y su raza sean un cáncer aislado en un universo todavía sano; pero no puedo estar seguro.

»Han mimado sus cuerpos hasta hacerlos inútiles y han descubierto su error demasiado tarde. Tal vez pensaron, como algunos hombres, que podían vivii sólo con la inteligencia. Y quizá son inmortales, } ésta es su verdadera perdición. A lo largo del tiempo sus mentes han estado corroyendo sus débiles cuerpos, buscando algún alivio a su tedio insoportable. "V al fin han encontrado la única manera de lograrlo: enviando sus mentes a una era anterior y más viril, y convirtiéndose en parásitos de las emociones d”otros.

»Me pregunto cuántos serán. Tal vez explican to dos los casos que solíamos llamar de posesión. ¡Come habrán saqueado el pasado para saciar su hambre ¿Te los imaginas volando como cuervos alrededor de Imperio Romano en decadencia, disputándose la: mentes de Nerón, Calígula y Tiberio? Tal vez Omega no consiguió hacerse con aquellos grandes premios O tal vez no tiene mucho entre lo que elegir y tiene que apoderarse de cualquier mente con la que pueda establecer contacto en cualquier tiempo, pasando de ella a la siguiente a la primera oportunidad.

»Naturalmente, todo esto lo descubrí con mucha lentitud. Creo que él se regocija más al saber que percibo su presencia. Creo que me ayuda deliberada mente, rompiendo su propio lado de la barrera. Por que al fin pude verle.

Connolly se interrumpió. Pearson miró a su alrededor y vio que ya no estaban solos en la cima del monte. Una joven pareja, cogida de la mano, subía por la carretera en dirección al crucifijo. Ambos tenían la belleza física tan común entre los isleños. No reparaban en la noche que los envolvía ni en los espectadores, y pasaron junto a nosotros sin la menor señal de reconocimiento. Una sonrisa amarga se pintó en los labios de Connolly mientras los veía alejarse.

—Supongo que debería avergonzarme, pero pensaba que a lo mejor él me dejaba y se iba detrás de aquel muchacho. Pero no ha querido; aunque me niego a seguirle el juego, se queda para ver qué sucede.
—Ibas a decirme cómo es —dijo Pearson, contrariado por la interrupción. 

Connolly encendió un cigarrillo y aspiró profundamente antes de responder. 

—¿Puedes imaginarte una habitación sin paredes? El está en un espacio hueco, en forma de huevo, rodeado de una niebla azul que siempre parece estar girando y retorciéndose, pero nunca cambia de posición. No hay entrada ni salida, ni gravedad, a menos que haya aprendido a desafiarla. Porque él flota en el centro, y a su alrededor hay un círculo de cortos cilindros aflautados que giran lentamente en el aire. Creo que deben ser algún tipo de máquinas sometidas a su voluntad. Y una vez había un óvalo grande suspendido a su lado, con brazos humanos y muy bien formados. Sólo podía ser un robot; pero las manos y los dedos parecían vivos. Le palpaban y daban masajes, tratándole como a un niño pequeño. Era horrible...

»¿Has visto alguna vez lémures o társidos espectrales? Se les parece bastante: una pesadilla disfrazada de hombre, con grandes ojos malignos. Y lo más raro es que contradice lo que pensábamos de la evolución: está cubierto de una fina capa de vello tan azul como la morada en que vive. Siempre que lo he visto estaba en la misma posición: encogido hacia arriba, como un niño durmiendo. Creo que sus piernas deben estar completamente atrofiadas, y tal vez también los brazos. Sólo su cerebro está todavía activo, buscando su presa a lo largo de los siglos.

»Y ahora ya sabes por qué ni tú ni nadie podéis hacer nada. Los psiquiatras podrían curarme si estuviese loco, pero la ciencia que pueda con Omega aún no ha sido inventada.

Connolly hizo una pausa y sonrió con ironía.

—Precisamente porque estoy cuerdo, sé que no me vas a creer. Así que no hay un terreno común en el que podamos encontrarnos.

Pearson se levantó de la piedra en que se hallaba sentado, con un ligero temblor. La noche se estaba enfriando, pero esto no era nada en comparación con el sentimiento de impotencia interior que se había apoderado de él mientras Connolly le hablaba.

—Te seré franco, Roy —dijo, hablando lentamente—. No te creo, desde luego. Pero si tú crees en Omega, es real para ti; y lo aceptaré sobre esta base y lucharé contigo contra él.
—Puede ser un juego peligroso. ¿Sabemos acaso lo que es capaz de hacer si se ve acorralado?
—Correré este riesgo —repuso Pearson, echando a andar cuesta abajo. Connolly lo siguió, sin discutir—. Y ahora dime, ¿qué piensas hacer tú?
—Relajarme. Evitar las emociones. Y sobre todo mantenerme lejos de las mujeres, de Ruth, de Maude, de todas ellas. Esto ha sido lo más difícil. No es fácil romper con los hábitos de toda una vida.
—Esto sí que lo creo —dijo Pearson, con cierta sequedad—. ¿Y has tenido éxito hasta ahora?
—Un éxito total. Mira, el propio afán de Omega va contra sus fines, infundiéndome una especie de repugnancia y de desprecio de mí mismo cuando pienso en el sexo. ¡Y pensar que me burlé de los mojigatos durante toda mi vida, y que ahora me he convertido en uno de ellos...!

Aquí está la respuesta, se dijo Pearson con súbita inspiración. Nunca lo habría creído, pero el pasado de Connolly al fin había podido con él. Omega no era más que un símbolo de la conciencia, una personificación de la culpa. Cuando Connolly se diese cuenta de esto, dejaría de obsesionarse. En cuanto a la naturaleza notablemente detallada de la alucinación, era otro ejemplo de los trucos de que es capaz la mente humana para engañarse a sí misma. Tenía que haber alguna razón que explicara por qué la obsesión había tomado esta forma, pero esto no tenía tanta importancia.

Pearson se lo explicó a Connolly con cierta prolijidad mientras se acercaban al pueblo.

El lo escuchaba con tanta paciencia que Pearson tuvo la desagradable impresión de que ahora Connolly le estaba tomando el pelo, pero continuó seriamente hasta el final. Cuando hubo terminado, Connolly lanzó una risa breve y nada divertida. 

—Tu interpretación es tan lógica como la mía, pero ninguno podrá convencer al otro. Si tú tienes razón, con el tiempo podré volver a ser «normal». No puedo rebatir esta posibilidad; sencillamente, no creo en ella. Tú no puedes imaginarte lo real que es Omega para mí. Más real que tú; porque si cierro los ojos tú desapareces y en cambio él sigue estando presente. ¡Quisiera saber a qué está esperando! He dejado atrás mi antigua vida; él sabe que no volveré a ella mientras él esté aquí. Entonces, ¿qué va a ganar quedándose? —Se volvió a Pearson con ansiedad febril—. Esto es lo que realmente me espanta, Jack. Él debe saber cuál será mi futuro; toda mi vida debe ser como un libro que puede abrir donde le plazca. Por consiguiente, tengo que pasar por alguna experiencia que está deseando saborear. A veces..., a veces me pregunto si será mi muerte. 

Se encontraban entre las casas de las afueras del pueblo, y delante de ellos empezaba la vida nocturna de Syrene. Y al no estar solos, se produjo un cambio sutil en la actitud de Connolly. En la cima del monte se había mostrado, ya que no en su manera normal, al menos amigable y dispuesto a hablar. Pero ahora, al ver a la multitud despreocupada y feliz, pareció encogerse dentro de sí mismo. Se quedó atrás mientras Pearson avanzaba, y al poco rato se negó a seguir adelante.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Pearson—. Supongo que vendrás al hotel y cenarás conmigo, ¿no?
Connolly sacudió la cabeza.
—No puedo —dijo—. Encontraría demasiada gente.

Era una observación asombrosa por parte de un hombre a quien siempre había encantado el gentío y las fiestas. Demostraba sobre todo lo mucho que había cambiado. Y antes de que Pearson hubiese pensado una respuesta adecuada, giró sobre sus talones y se metió en una calle lateral. Molesto y contrariado, Pearson empezó a seguirle, pero enseguida pensó que sería inútil.

Aquella noche mandó un largo telegrama a Ruth, tranquilizándola lo mejor que pudo. 

Después se sintió cansado y se metió en la cama.

Pero durante una hora no pudo dormir. Su cuerpo estaba agotado pero el cerebro seguía activo. Permaneció tumbado en la cama, observando el movimiento de un rayo de luna en los dibujos de la pared, marcando el paso del tiempo tan inexorablemente como en la era lejana a la que se había asomado Connolly. Desde luego, esto era pura fantasía; pero a despecho de su voluntad, Pearson empezaba a aceptar a Omega como una amenaza real y viva. Y en cierto sentido Omega era real, tan real como otras abstracciones mentales: el ego y la mente subconsciente.

Pearson se preguntó si Connolly había hecho bien en volver a Syrene. En tiempos de crisis emocional (había habido otras, pero ninguna tan importante como ésta), la reacción de Connolly era siempre la misma. Volvía una vez más a la adorable isla donde sus encantadores e inútiles padres lo habían engendrado y donde había pasado su juventud. Pearson sabía muy bien que ahora estaba buscando la alegría que sólo había conocido durante un período de su vida, y que en vano había tratado de encontrar en brazos de Ruth y de las otras mujeres que no habían podido resistírsele.

Pearson no pretendía criticar a su desdichado amigo. Nunca juzgaba a nadie; se limitaba a observar con amable y vivo interés que no podía llamarse tolerancia, porque la tolerancia implicaba la relajación de normas que nunca había seguido. Después de una noche inquieta, Pearson se sumió al fin en un sueño tan profundo que se despertó una hora más tarde que de costumbre. Desayunó en su cuarto y bajó después a recepción, para ver si había respuesta de Ruth. Alguien había llegado por la noche: había dos maletas, evidentemente inglesas, en un rincón del vestíbulo, esperando a que el mozo cargase con ellas. Pearson miró las etiquetas, por simple curiosidad, para ver quién podía ser su compatriota. Entonces se puso rígido, miró rápidamente a su alrededor y se dirigió a toda prisa al recepcionista. 

—Esa dama inglesa —dijo ansiosamente—, ¿cuándo ha llegado?
—Hace una hora, signar, en el barco de la mañana.
—¿Está aquí?

El recepcionista pareció un poco indeciso, pero capituló amablemente.

—No, signar. Tenía mucha prisa y me pregunte dónde podía encontrar al señor Connolly. Se lo dije, Supongo que hice bien.

Pearson maldijo para sus adentros. Era un golpe increíble de mala suerte, algo contra lo que nunca habría soñado protegerse. Maude White era una mujer todavía más resuelta de lo que había insinuado Connolly. Había conseguido averiguar dónde había huido él, y el orgullo o el deseo, o ambas cosas, la habían impulsado a seguirlo. No era de extrañar que hubiese venido a este hotel pues era una elección casi inevitable para los ingleses que visitaban Syrene. 

Mientras subía por la carretera hacia la villa, Pear-son luchó contra un creciente sentimiento de inutilidad. No tenía la menor idea de lo que haría cuando se encontrase con Connolly y Maude. Sólo sentía un vago pero apremiante impulso de ayudar. Si podía alcanzar a Maude antes de que llegase a la villa, tal vez podría convencerla de que Connolly estaba enfermo y de que su intervención sólo podía serle perjudicial. Sin embargo, ¿era esto verdad? Era muy posible que ya hubiese tenido lugar una conmovedora reconciliación y que ninguno de los dos tuviese el menor deseo de verle.

Cuando Pearson cruzó la verja y se detuvo para recobrar aliento, estaban conversando en el bien cuidado jardín de la villa. Connolly estaba sentado en una silla de hierro forjado, a la sombra de una palmera, mientras Maude paseaba arriba y abajo a pocos metros de distancia. Hablaba rápidamente; Pearson no podía distinguir sus palabras, pero era evidente por su tono de voz que estaba suplicando a Connolly. Era una situación embarazosa. Mientras Pearson todavía estaba preguntándose si debía seguir adelante, Connolly levantó la mirada y lo descubrió. Su cara era una máscara completamente inexpresiva; no mostraba satisfacción ni resentimiento.

Maude giró en redondo para ver quién era el intruso, y Pearson pudo ver su cara por primera vez. Era una mujer hermosa, pero la desesperación y la cólera había deformado sus facciones hasta convertirla en personaje de tragedia griega. Sufría no sólo la amargura de verse desdeñada sino también la angustia de no saber por qué. 

La llegada de Pearson debió de actuar como un fulminante de sus emociones reprimidas. De pronto le volvió la espalda y se enfrentó a Connolly, que seguía observándola con ojos apagados. De momento, Pearson no pudo ver lo que estaba haciendo; después, gritó horrorizado:

—¡Cuidado, Roy!

Connolly se movió con sorprendente rapidez, como si de pronto hubiese salido de un trance. Agarró la muñeca de Maude, y tras un breve forcejeo se apartó de ella, mirando con asombro algo que llevaba en la mano. La mujer permaneció inmóvil, paralizada por el miedo y la vergüenza, apretándose los labios con los nudillos de los dedos.

Connolly sujetó con fuerza la pistola con la mano derecha y la acarició amorosamente con la izquierda. Maude lanzó un gemido ahogado.

—¡Sólo quería asustarte, Roy! ¡Te lo juro!
—Esta bien, querida —la tranquilizó suavemente Connolly—. Te creo. No te preocupes. Su voz era perfectamente natural. Se volvió hacia Pearson y le dirigió una de sus viejas sonrisas infantiles.
—Así que esto es lo que él estaba esperando, Jack —dijo—. No voy a defraudarle.
—¡No! —gritó Pearson, pálido de terror—. ¡Detente, Roy, por el amor de Dios!

Pero Connolly hizo caso omiso de la súplica de su amigo y volvió la pistola contra su cabeza. En aquel momento, Pearson supo al fin, con terrible claridad, que Omega era real y que ya estaría buscando un nuevo ser en el que alojarse.

No vio el fogonazo de la pistola ni oyó la débil pero clara detonación. El mundo que conocía se había borrado de su vista, y ahora lo rodeaban las sombras fijas pero espeluznantes de la habitación azul. Mirando desde su centro (como habrían mirado a tantos otros a lo largo de milenios) había dos ojos grandes y sin párpados. De momento estaban saciados..., pero sólo de momento.


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