Despertó... y deseó estar en Marte.
Pensó en los valles. ¿Qué se sentiría al caminar por ellos? Creciendo
incesantemente, el sueño fue en aumento a medida que recuperaba sus sentidos:
el sueño y el ansia. Casi llegaba a sentir la abrumadora presencia del otro
mundo, que solamente habían visto los agentes del Gobierno y los altos
funcionarios. ¿Y un empleado como él? No, no era probable.
—¿Te levantas o no? —preguntó su esposa Kirsten, con tono soñoliento y
con su nota habitual de malhumor—. Si estás ya levantado, oprime el botón del
café caliente en el maldito horno.
—Está bien —respondió Douglas Quail.
Descalzo, se dirigió desde el dormitorio a la cocina. Allí, tras haber
hecho presión, obedientemente, sobre el botón del café caliente, tomó asiento
ante la mesa, extrajo un bote pequeño, de color amarillo, de buen Dean Swift.
Inhaló profundamente y la mezcla Beau Nash le produjo picor en la nariz y al
mismo tiempo le quemó el paladar. Pero continuó inhalando; el producto le
despertó y permitió que sus sueños, sus nocturnos deseos, sus ansias
esporádicas se condensaran en algo parecido a la racionalidad.
«¡Iré! —se dijo a sí mismo—. Antes de morir, veré Marte».
Por supuesto, era imposible, y aun soñando, esto lo sabía muy bien.
Pero la luz del día, el ruido habitual que hacía su esposa al cepillarse el
cabello ante el espejo del tocador..., todas las cosas conspiraron
repentinamente para recordarle lo que él era. «Un miserable empleado
asalariado», se dijo con amargura. Kirsten le recordaba tal circunstancia por
lo menos una vez al día, y él no la culpaba por ello; era una labor de esposa
lograr que el marido asentara los pies firmemente sobre la tierra. En la
Tierra,
pensó, y se echó a reír. La frase le hacía gracia.
—¿En qué estás pensando? —preguntó la esposa, cuando entró en la cocina
arrastrando por el suelo un pico de su larga bata color rosa—. Apuesto a que
estás soñando de nuevo. Estarás en las nubes, como siempre. Tienes la cabeza
llena de pájaros.
—Sí —respondió él, mirando por la ventana de la cocina hacia los taxis
aéreos y demás artilugios volantes, así como a la gente que se apresuraba para
acudir a su trabajo. Al cabo de un rato, también él estaría entre todas
aquellas personas. Como siempre.
—Apuesto a que tus sueños tienen algo que ver con alguna mujer —dijo
Kirsten, sonrojándose.
—No —contestó—. Con un Dios. Con el Dios de la Guerra. Tiene
maravillosos cráteres y en sus profundidades crece toda clase de vida vegetal.
—Escucha —dijo Kirsten, agachándose a su lado y hablando calurosamente,
a la vez que abandonaba por unos instantes el tono normal y áspero de su voz—.
El fondo del océano... «nuestro» océano, es infinitamente más bello. Lo sabes
bien; todo el mundo lo sabe. Alquila un equipo de branquias artificiales, pide
una semana de permiso en el trabajo y podremos sumergirnos y vivir en uno de
esos maravillosos lugares de recreo acuáticos que están abiertos todo el año. Y
además...
La mujer se detuvo y añadió tras una breve pausa:
—No me escuchas. Deberías hacerlo. Eso es mucho mejor que tu obsesión
por Marte. ¡Ni siquiera me escuchas! ¡Cielo santo!, ¡estás condenado, Doug!
¿Qué va a ser de ti?
—Me voy a trabajar —dijo él, poniéndose en pie y olvidándose del
desayuno—. Eso es lo que va a ser de mi.
La esposa lo miró con expresión dubitativa y dijo:
—Cada día estás peor, más y más fantástico. ¿Adónde te va a llevar todo
esto?
—A Marte —contestó, abriendo la puerta del armario para coger una
camisa limpia.
Tras haber descendido del taxi, Douglas Quail caminó lentamente a
través de tres abarrotadas calzadas especiales para peatones, dirigiéndose
hacia aquel umbral moderno y atractivo. Allí se detuvo contemplando el tráfico
de media mañana y con suma calma leyó el rótulo de neón. Ya en el pasado lo
había leído muchas veces pero nunca desde tan cerca. Esto era diferente. Lo que
hacía ahora era algo más. Algo que más pronto o más tarde tenía que suceder.
REKAL INCORPORATED
¿Era ésta la respuesta? Después de todo, sólo era una ilusión, quizá
muy convincente, pero no dejaba por ello de serlo. Al menos objetivamente. Pero
subjetivamente... todo lo contrario.
Y, de todas maneras, en los siguientes cinco minutos tenía una cita.
Respirando profundamente cierta cantidad del aire medio envenenado de
Chicago, atravesó a continuación el policromo umbral y se acercó hasta el
mostrador de la recepcionista.
La rubia y bella muchacha del mostrador, de atractivos senos e
impecablemente ataviada, le saludó con suma simpatía:
—Buenos días, señor Quail.
—Sí —replicó él—. Estoy aquí para tratar acerca de un curso Rekal, como
usted sabe.
—Por supuesto —dijo la recepcionista, tomando un pequeño auricular que
había a su lado.
Luego anunció:
—El señor Douglas está aquí, señor McClane. ¿Puede entrar ahora, o es
demasiado pronto?
Surgieron del auricular unos extraños sonidos.
—Sí, señor Quail —dijo la joven—. Puede usted entrar; el señor McClane
le está esperando.
Al avanzar el señor Quail con ciertas dudas, la muchacha le advirtió:
—Habitación D, señor Quail. A su derecha.
Durante unos instantes creyó haberse perdido, pero pronto encontró la
habitación indicada. Se abrió la puerta automáticamente. Tras una enorme mesa
de despacho, se hallaba un hombre de mediana edad, de aspecto afable y ataviado
con un traje gris marciano de piel de rana; solamente aquel atavío hubiese sido
suficiente para indicar a Quail que acababa de acudir a visitar a la persona
más adecuada.
—Siéntese, Douglas —dijo McClane, señalando con una mano regordeta
hacia una silla que había frente a su mesa de despacho—. ¿De manera que
desearía ir a Marte? Muy bien.
Quail tomó asiento, sintiéndose muy nervioso.
—No estoy muy seguro de que esto valga la pena —dijo—. Cuesta mucho y
realmente tengo la impresión de que no conseguiré nada.
«Cuesta tanto como ir allá», pensó.
—Usted tendrá las pruebas tangibles de su viaje —aseguró enfáticamente
el señor McClane—. Todas las pruebas que necesite. Vea usted esto.
El hombre revolvió en un cajón de su impresionante mesa, y del interior
de un gran sobre color marrón, extrajo una pequeña cartulina impresa en
relieve.
—Se trata de un billete de viaje. Demuestra que usted ha hecho el viaje
de ida y vuelta.
Postales...
Sobre la mesa extendió cuatro fotografías tridimensionales a todo
color, para que Quail las viese. Luego añadió:
—Película. Fotografías que usted tomó de algunos lugares típicos de
Marte con una cámara de cine alquilada...
Mostró las fotos a Quail y continuó:
—... Más los nombres de las personas que ha conocido usted, objetos de
recuerdo que llegarán de Marte en el mes próximo, y pasaporte, certificados de
las vacunas que se le hayan puesto, y algunos detalles más.
El hombre guardó silencio y miró agudamente a Quail. Luego, añadió:
—Sabrá usted que ha viajado, que ha ido allá. No nos recordará a
nosotros, ni a mí, ni siquiera el haber estado aquí. Será en su mente un
verdadero viaje, le garantizamos eso. Dos semanas completas de recuerdos hasta
su más mínimo detalle. Y no olvide esto: si alguna vez duda usted de que
realmente ha hecho el viaje a Marte, puede volver aquí y se le devolverá la cantidad
cobrada, íntegramente. ¿Se da cuenta?
—Pero no habré ido —dijo Quail—. No habré ido, por muchas pruebas que
ustedes me den de tal cosa.
Quail lanzó un profundo suspiro y añadió tras una breve pausa:
—Y jamás habré sido un agente secreto de la Interplan.
Le parecía imposible que la fabulosa memoria que inyectaba Rekal
pudiese desarrollar aquella labor..., a pesar de lo que había oído decir a la
gente.
—Señor Quail —dijo pacientemente McClane—. Como usted mismo nos explicó
en subcarta, no tiene oportunidad, ni la más ligera posibilidad de ir alguna
vez a Marte; no puede usted permitírselo, y lo que es mucho más importante,
nunca podrá usted llegar a ser un agente secreto para Interplan ni para nadie.
No puede serlo ni lo será jamás. Esta es la única forma de alcanzar..., bien,
el sueño de su vida, ¿no tengo razón, señor?
McClane cloqueó con la garganta y añadió:
—Pero puede «haberlo sido y haberlo hecho». Nos preocuparemos de que
así sea. Y nuestros honorarios son muy razonables.
Tras pronunciar sus últimas palabras, McClane sonrió animadamente.
—¿Es tan convincente esa memoria inyectable? —preguntó Quail.
—Mucho más que la realidad, señor. Si de verdad hubiese usted ido a
Marte como agente de la Interplan, ahora habría olvidado muchas cosas; nuestro
análisis sobre los sistemas de la verdadera memoria (auténticos recuerdos de
principales acontecimientos de la vida de una persona) demuestran que siempre
se pierden muchos detalles, detalles que se olvidan y que jamás vuelven a
recordarse. Parte de lo que le ofrecemos es que todo cuanto «plantemos» en su
memoria jamás lo olvidará. La serie de imágenes e ideas que se le inyectarán
cuando esté usted en estado de inconsciencia es la creación de grandes
expertos, hombres que han pasado años en Marte. En cada caso verificamos los
detalles en forma realmente exhaustiva. Aparte de que ha elegido usted un
sistema muy fácil para nosotros; si hubiese usted deseado ser Emperador de la
Alianza de Planetas Interiores o hubiera elegido Plutón para su viaje, hubiésemos
tenido muchas más dificultades..., y, por supuesto, los honorarios habrían sido
también muy superiores.
Llevándose una mano al bolsillo interior de su chaqueta para extraer la
cartera, Quail dijo:
—Está bien. Ha sido la ambición de toda mi vida, y sé que realmente
nunca la conseguiré. De manera que imagino que tendré que aceptar esto.
—No piense de esa forma —dijo McClane, severamente—. No está usted
aceptando lo que podríamos llamar un segundo plato. La memoria real con todas
sus vaguedades, omisiones, por no citar también sus distorsiones, sí que es en
realidad un segundo plato.
McClane aceptó el dinero y oprimió un botón que había sobre su mesa.
Luego, cuando se abrió la puerta para dar paso a dos hombres fornidos, añadió:
—Está bien, señor Quail. Irá usted a Marte como agente secreto.
McClane se levantó, estrechó la mano de Quail, húmeda a causa de los
nervios, y concluyó:
—O mejor dicho, ya está usted en camino. Esta tarde a las cuatro y
media regresará a la Tierra y un taxi le llevará hasta su vivienda, y como ya
le he dicho, nunca recordará haberme visto o haber venido aquí; en realidad, ni
siquiera sabrá nada de nuestra existencia.
Con la boca reseca por el nerviosismo, Quail siguió a los dos técnicos;
lo que sucediese a continuación dependería de ellos.
«¿Llegaré a creer que realmente estuve en Marte? —se preguntó—.
¿Llegaré a estar seguro de que al fin logré la ambición de toda mi vida?».
Quail tenía la intuición de que algo, sin saber por qué, saldría mal.
Pero ignoraba de qué podía tratarse. Tendría que esperar para saberlo. El
aparato de comunicación interior de McClane, que le conectaba con el área de
trabajo de la firma, sonó, y dijo una voz:
—El señor Quail está en este momento bajo, los efectos sedantes, señor.
¿Quiere usted supervisar esta operación, o seguimos adelante?
—Es de rutina —observó McClane—. Puede usted continuar, Lowe; no creo
que tenga usted ninguna dificultad.
La programación de la memoria artificial de un viaje a otro planeta
—con o sin la adición de ser agente secreto— se realizaba en la firma con
monótona regularidad. En un solo mes, McClane calculaba que probablemente se
llevarían a cabo unas veinte veces; los viajes interplanetarios artificiales se
habían convertido en pan diario.
—Lo que usted diga, señor McClane —respondió la voz de Lowe.
El aparato de comunicación interior guardó silencio.
Acercándose hasta la sección abovedada de la cámara situada detrás de
su despacho, McClane buscó un paquete Tres y otro Sesentidós: viaje a Marte;
espía secreto interplanetario. Luego regresó con ambos paquetes a su mesa de
despacho, tomó asiento cómodamente, Y extrajo todo el contenido..., objetos y
documentos que se depositarían en la vivienda de Quail mientras los técnicos de
laboratorio se ocupaban en fabricar la falsa memoria.
Un localizador de ideas, y McClane pensó que aunque aquél era el objeto
de mayor tamaño, también era el que les producía mayores beneficios económicos.
Un transmisor tan diminuto que el agente podría tragárselo si le capturaban.
Libro de claves que se parecían asombrosamente a uno auténtico..., los modelos
de la firma eran extraordinariamente seguros: basados, siempre que era posible,
sobre las verdaderas claves de Estados Unidos. Diversos objetos que no parecían
tener aplicación alguna, pero que formarían, al unirse en la memoria de Quail,
base sólida sobre su imaginario viaje: media moneda, ya antigua, de plata, y
con un valor de cincuenta centavos, varias anotaciones de los sermones de John
Donne escritas incorrectamente, cada una de ellas en un trozo de papel fino y
transparente, varios sobrecitos de cerillas de bares de Marte, una cuchara de
acero inoxidable en la que se leían grabadas las siguientes palabras:
«Propiedad del Kibutsim Nacional de Marte», un diminuto rollo de alambre que...
Sonó, una vez más, el aparato de comunicación interior.
—Señor McClane, siento mucho molestarle, pero sucede algo raro. Quizá
fuese mejor que viniese usted un momento. Quail está ahora bajo efectos
sedantes; reaccionó bien bajo la narquidrina; está completamente inconsciente,
pero...
—Voy ahora mismo.
Intuyendo alguna dificultad seria, McClane abandonó su despacho. Un
momento después aparecía en la zona de trabajo. Sobre una cama higiénica yacía
Douglas Quail, respirando lenta y regularmente, con los ojos cerrados parecía
enterarse muy débilmente, sólo débilmente, de la presencia de los dos técnicos
y del propio McClane.
—¿No hay espacio para insertar falsos modelos de memoria? —interrogó
McClane, con irritación—. Habrá suficiente para dos semanas; está empleado en
la oficina de Emigración de la Costa Occidental, que es una Agencia del
Gobierno, y debido a ello indudablemente durante el año pasado habrá disfrutado
de dos semanas de vacaciones. Repito que con eso será suficiente.
Los detalles menudos siempre molestaban a McClane.
—Nuestro problema —dijo Lowe— es algo muy diferente. —Se inclinó sobre
la cama y dijo a Quail—: Repítale al señor McClane lo que acaba de contarnos.
Los ojos grises del hombre que yacía boca arriba sobre la cama miraron
al rostro de McClane. Este los observó con atención. Su expresión se había
endurecido y tenían un aspecto inorgánico, pulido, como piedras semipreciosas.
McClane no estaba muy seguro de que le gustase lo que estaba viendo. Aquel
brillo de los ojos era demasiado frío.
—¿Qué desea usted ahora? —preguntó Quail, ásperamente—. Salgan de aquí
antes de que los destroce a todos. — Estudió detenidamente a McClane y añadió:
—Especialmente usted. Sí, está usted a cargo de esta operación de
contraespionaje.
Lowe dijo:
—¿Cuánto tiempo ha estado usted en Marte?
—Un mes —respondió Quail, con el mismo tono.
—¿Y cuál fue su propósito al ir allí? —Exigió Lowe.
Los delgados labios de Quail se retorcieron un tanto, pero no habló.
Finalmente, arrastrando las palabras hasta lograr que sonaran con evidente
acento de hostilidad, dijo:
—Agente de Interplan. Ya se lo he dicho. ¿No graba usted todo cuanto se
habla? Ponga en marcha esa cinta grabada para que la escuche su jefe y déjeme
tranquilo.
Cerró los ojos. La dureza de las pupilas se esfumó.
McClane se sintió inmediatamente aliviado.
Lowe dijo calmosamente:
—Este es un hombre duro, señor McClane.
—No lo será —respondió McClane—. No lo será cuando de nuevo dispongamos
que pierda su eslabón de memoria. Se mostrará tan dócil como antes.
Luego añadió, dirigiéndose a Quail:
—¿De manera que ésa era la razón por la que tanto ansiaba ir a Marte?
Sin abrir los ojos respondió:
—Nunca quise ir a Marte. Me destinaron. Y no tuve más remedio que ir.
Confieso que sentía curiosidad por ir. ¿Quién no la hubiese sentido?
De nuevo abrió los ojos. Y miró a los tres hombres en particular a
McClane. Luego murmuró:
—Buen suero de la verdad éste que usted tiene aquí. Me ha hecho
recordar cosas que
había olvidado completamente.
Hubo un silencio y luego murmuró, como si hablara para sí:
—¿Y Kirsten? ¿Estaría complicada en todo esto? Un contacto de Interplan
vigilándome... para tener la seguridad de que yo no recuperase la memoria...
¿podría ser? No me extraña que se burlara tanto de mis deseos de ir allá.
Muy débilmente, sonrió. La sonrisa más bien de comprensión, se
desvaneció casi inmediatamente.
McClane dijo:
—Por favor, créame, señor Quail; hemos tropezado con esto enteramente
por accidente. En el trabajo que nos...
—Le creo —respondió Quail.
Este último parecía cansado. La droga continuaba profundizando más y
más en él.
—¿Dónde dije que había estado? —interrogó—. ¿Marte? Es difícil
recordar. Sé que me gustaría haberlo visto; y creo que también le gustaría a
todo el mundo. Pero yo...
Su voz se debilitó extraordinariamente, y musitó:
—... Yo, un simple empleado, un empleado que no sirve para nada...
Incorporándose, Lowe dijo a su superior:
—Desea una falsa memoria que corresponde a un viaje que realmente ha
hecho. Y una razón falsa que es la verdadera razón. Está diciendo la verdad;
está muy sumido en la narquidrina. El viaje aparece muy vívido en su mente, al
menos bajo el efecto de los sedantes. Pero aparentemente no puede recordarlo en
estado de vigilia. Alguien, probablemente en los Laboratorios de Ciencias
Militares del Gobierno, borró sus recuerdos conscientes; todo cuanto sabía era
que ir a Marte significaba para él algo especial, lo mismo que ser agente
secreto. Esto no pudieron borrarlo; no es un recuerdo sino un deseo, indudablemente
el mismo que le impulsó a presentarse voluntario para tal destino.
El otro técnico, Keeler, dijo a McClane:
—¿Qué hacemos? ¿Injertar un modelo de falsa memoria sobre la verdadera?
No se puede predecir cuáles serán los resultados. Podría recordar parte del verdadero
viaje, y la confusión producir un intervalo psicopático. Se vería obligado a
retener dos sujetos opuestos en su mente, y hacerlo simultáneamente: que fue a
Marte y que no fue. Que es auténtico agente de Interplan y que no lo es... Creo
que debemos despertarlo sin realizar ninguna implantación de falsa memoria y
sacarlo de aquí. Esto es un hierro candente.
—De acuerdo —respondió McClane.
Al asentir a la propuesta de Keeler se le ocurrió otra idea y preguntó:
—¿Pueden ustedes predecir qué es lo que recordará cuando salga del
estado de
estupor?
—Imposible de predecir —respondió Lowe—. Probablemente albergue, a
partir de ahora, algún débil recuerdo de su verdadero viaje, y también es muy
probable que tenga serias dudas sobre su veracidad. Quizá decida que en nuestra
programación hubo un fallo. También podría recordar haber venido aquí; esto
podría borrarse si usted lo desea.
—Cuanto menos nos relacionemos con este hombre, mejor —dijo McClane— No
debemos jugar con esto. Ya hemos sido lo suficientemente estúpidos, o
infortunados, como para descubrir a un auténtico espía de Interplan, tan
perfectamente camuflado que ni siquiera él mismo sabía quién era... o, más
bien, quién es.
Cuanto antes se desembarazasen de aquel individuo que se hacía llamar
Douglas Quail, sería mejor.
—¿Piensa usted instalar los paquetes Tres y Sesentidós en su
alojamiento? —
preguntó Lowe.
—No —dijo McClane—. Y vamos a devolverle la mitad de los honorarios
cobrados.
—¡La mitad! ¿Por qué la mitad?
McClane respondió débilmente:
—Creo que es un buen arreglo.
Cuando el coche llegó a su residencia, situada en un extremo de
Chicago, Douglas se dijo a sí mismo que, sin duda alguna, era una buena cosa
haber regresado a la Tierra. El largo período de estancia de un mes en Marte ya
había comenzado a difuminarse en su memoria; sólo le quedaba una vaga imagen de
los profundos cráteres, la omnipresente
erosión de las colinas, de la vitalidad, del movimiento mismo. Un mundo de
polvo donde pocas cosas ocurrían, un mundo en el que buena parte del día era
preciso pasarlo comprobando una y otra vez las reservas de oxígeno. También
recordaba las formas de vida, los modestos cactus color gris marrón y los
gusanos. De hecho se había traído de Marte varios ejemplares moribundos de la
fauna de aquel planeta; los había pasado de contrabando por las aduanas.
Después de todo, no constituían ninguna amenaza; no podían sobrevivir en la
densa atmósfera de la Tierra.
Introdujo una mano en el bolsillo en busca del pequeño estuche que
contenía los gusanos, pero en su lugar extrajo un sobre.
Al abrirlo descubrió, perplejo, que contenía quinientas setenta
cartulinas de crédito en forma de billetes de bajo valor.
«¿De dónde ha salido esto? —se preguntó a sí mismo—. ¿Acaso no me gasté
en el viaje hasta la última moneda que poseía?».
Junto con el dinero había una hoja de papel marcada con las palabras:
«Retenido la mitad de los honorarios» y firmaba «McClane». La fecha era la del
día.
—Recuerda —dijo Quail, en voz alta.
—¿Recordar qué, señor o señora? —inquirió respetuosamente el
conductor-robot del taxi.
—¿Tiene una guía telefónica? —preguntó.
—Desde luego que sí, señor o señora.
Se abrió un pequeño compartimiento, y de su interior se deslizó una
diminuta guía telefónica de Cook County.
—La redacción de esta guía es extraña —comentó Quail, al hojearla en
sus páginas amarillas.
Sintió cierto temor. Hizo un esfuerzo para disimularlo, y luego dijo:
—Aquí está. Lléveme a Rekal Incorporated. He cambiado de idea, ya no
quiero ir a casa.
—Sí, señor o señora —respondió el robot.
Un momento después, el taxi se lanzaba en dirección opuesta.
—¿Puedo usar su teléfono? —preguntó.
—Con sumo placer —dijo el robot, presentándole un lujoso teléfono con
tridivisión en color, completamente nuevo.
Quail marcó el número de su vivienda. Y con una breve pausa, vio la
imagen en miniatura, pero muy auténtica, de Kirsten en la pequeña pantalla del
aparato.
—Estuve en Marte —le dijo.
—Estás borracho, o algo peor —replicó ella, retorciendo los labios
irónicamente.
—Te estoy diciendo la verdad.
—¿Cuándo? —preguntó Kirsten.
—No lo sé —dijo Quail, realmente confuso—. Creo que fue un viaje
simulado. Por medio de un sistema de memorias extrarreales o cómo diablos se
llame. Pero no tuvo resultado.
Kirsten dijo de nuevo:
—Estás borracho.
E inmediatamente colgó.
Quail lo hizo a continuación, sintiendo que se sonrojaba. «Siempre el
mismo tono», se dijo a sí mismo, encolerizado. Siempre las mismas
recriminaciones como si ella lo supiese todo y él nada. «¡Qué matrimonio!»,
pensó amargado.
Un momento más tarde, el taxi se detuvo junto a la acera de un edificio
color rosa, pequeño, y muy atractivo. Un rótulo policromo de neón decía: «REKAL
INCORPORATED».
La elegante recepcionista se sorprendió al principio, pero acto seguido
se dominó para saludar:
—¡Hola, señor Quail! ¿Cómo está usted? ¿Olvidó alguna cosa?
—El resto de los honorarios que aboné.
Más compuesta ya, la recepcionista dijo:
—¿Honorarios? Creo que se equivoca, señor. Estuvo usted aquí
discutiendo la posibilidad de la realización de un viaje, pero...
La muchacha se encogió de hombros y dijo, tras breve pausa:
—Tal y como tengo entendido, ese viaje no tuvo lugar.
Quail respondió:
—Lo recuerdo todo muy bien, señorita. La carta a Rekal, que inició todo
este asunto. Recuerdo mi llegada aquí y mi visita al señor McClane. Y recuerdo,
asimismo cómo los dos técnicos de laboratorio me llevaron del despacho para
administrarme una droga.
No tenía nada de extraño que la firma le hubiera devuelto la mitad de
la cantidad desembolsada. No había dado resultado la falsa memoria de su viaje
a Marte, al menos no enteramente, como se lo habían asegurado.
—Señor —dijo la muchacha—, aunque sea usted un empleado de poca
importancia es usted un hombre de buen ver, y cuando se indigna estropea sus
facciones. Si se sintiera usted mejor, yo podría..., bien, podría permitirle
que me llevara a algún sitio.
Quail se puso furioso.
—La recuerdo a usted muy bien —dijo con tono de indignación—. Y
recuerdo la promesa del señor McClane de que si recordaba mi visita a Rekal
Incorporated me devolverían mi dinero en su totalidad. ¿Dónde está el señor
McClane?
Tras una demora, probablemente tan larga como pudieron lograr, el señor
Quail se encontró nuevamente sentado ante la impresionante mesa de despacho,
exactamente como lo había estado una hora antes aquel mismo día.
—Poseen ustedes una maravillosa técnica —dijo Quail sardónicamente con
enorme resentimiento—. Los llamados «recuerdos» de un viaje a Marte como agente
secreto de Interplan son vagos y confusos, aparte de estar llenos de
contradicciones. Y recuerdo claramente el trato que hice aquí con ustedes.
Debería llevar este caso a la Oficina de Mejores Negocios.
En aquellos momentos, Quail ardía de indignación. La sensación de haber
sido engañado le abrumaba y había vencido su acostumbrada aversión a discutir abiertamente.
Con gran cautela, McClane dijo:
—Capitulemos. Le devolveremos el resto de sus honorarios. Admito que no
hemos hecho nada en absoluto por usted.
El tono de las últimas palabras de McClane era de resignación.
Quail dijo, con tono acusador:
—Ni siquiera me han proporcionado los diversos objetos que, según
ustedes, demostrarían mi estancia en Marte. Toda esa comedia que me contaron no
llegó a materializarse en nada. Ni siquiera un billete de viaje. Ninguna
postal. Ni pasaporte. Ningún certificado de vacuna, nada...
—Escuche, —dijo McClane—. Supongamos que le digo...
McClane se detuvo repentinamente y dijo al cabo de un breve silencio:
—Bien, dejémoslo así.
Hizo presión sobre el botón de la comunicación interior y añadió:
—Shirley, por favor, ¿quiere usted preparar un cheque por valor de
quinientos setenta para el señor? Gracias.
Luego miró nuevamente a Quail.
Inmediatamente llegó el cheque; la recepcionista lo dejó ante McClane
y, una vez más, desapareció, dejando solos a los dos hombres que continuaban
mirándose fijamente desde ambos lados de la impresionante mesa de despacho.
—Permítame advertirle algo —dijo McClane, al firmar el cheque y
entregárselo—. No hable con nadie sobre su..., bien..., sobre su reciente viaje
a Marte.
—¿Qué viaje?
—Bien, me refiero al viaje que ha hecho usted parcialmente. Actúe como
si no lo recordara. Simule que jamás tuvo lugar. No me pregunte por qué, pero
acepte mi consejo; será mejor para todos nosotros.
McClane había comenzado a sudar abundantemente. Hubo otra pausa de
silencio, y añadió:
—Y ahora, señor Quail, tengo que trabajar con otros clientes,
¿comprende?
Se puso en pie y acompañó a Quail hasta la puerta.
Dijo al abrirla:
—Una firma que trabaja tan deficientemente no debería tener ningún
cliente.
Acto seguido cerró la puerta a su espalda.
De nuevo hacia casa, en el taxi, reflexionó sobre la redacción de la
carta que dirigiría a la Oficina de Mejores Negocios, División Tierra. Tan
pronto como tomase asiento ante su máquina de escribir lo haría; era su deber
advertir a otras personas para que se alejaran de Rekal Incorporated.
Cuando llegó a su alojamiento, se sentó ante su máquina de escribir
portátil, abrió los cajones y comenzó a buscar papel carbón, hasta que se dio
cuenta de la presencia de una caja familiar. Una caja que él había llenado
cuidadosamente en Marte con fauna, y más tarde la había pasado de contrabando
por la aduana.
Al abrir la caja vio, sin acabar de creerlo, seis gusanos muertos y ciertas
variedades de vida unicelular con las que se alimentaban los gusanos marcianos.
Los protozoos estaban secos, casi hechos polvo, pero los reconoció
inmediatamente; le había costado un día de trabajo recogerlos entre las grandes
rocas de color oscuro. Recordaba que había sido un maravilloso viaje de
descubrimientos.
«Pero yo no he ido a Marte» se dijo a sí mismo.
Sin embargo, por otra parte...
Se presentó Kirsten en la puerta de la habitación cargada con una
cierta cantidad de verduras.
—¿Cómo es que estás en casa a estas horas?
La voz de la esposa, con su eterno y monótono tono de acusación.
—¿Fui yo a Marte? —preguntó Quail—. Tú debes saberlo.
—No, por supuesto que no has ido a Marte y también tú deberías saberlo.
¿Acaso no estás siempre hablando de que deseas ir?
Quail dijo:
—Te aseguro que creo que he ido ya. —Hubo un silencio, y Quail añadió
luego—: Y a la vez, creo que no fui.
—Decídete entre una cosa u otra.
—¿Cómo puedo hacerlo? —interrogó Quail, con una extraña mueca—. Los dos
recuerdos están firmemente grabados en mi mente; uno es real y el otro no, pero
no puedo diferenciar cuál es el auténtico y cuál es el falso. ¿Por qué no puedo
confiar en ti? Tú les importas muy poco.
Su esposa podía hacer, al menos, aquello por él... aunque en lo sucesivo
no volviese a hacer ya nada en su beneficio.
Kirsten dijo con voz monótona y controlada:
—Doug, si no vuelves a ser una persona normal, hemos terminado. Voy a
dejarte.
—Estoy en apuros —replicó con voz un tanto ronca—. Probablemente me
encamino hacia un estado psicopático. Espero que no, pero puede que así sea. De
todas maneras, eso lo explicaría todo.
Depositando en el suelo la cesta de las verduras, Kirsten caminó hacia
el armario.
—No estaba bromeando —dijo con suma calma. Sacó del armario un abrigo,
se lo puso, y regresó hasta la puerta para añadir:
—Te telefonearé uno de estos días. Esta es mi despedida, Doug. Espero
que salgas pronto de todo esto. Realmente, lo deseo por tu bien.
—¡Espera! —exclamó desesperadamente Quail—. Solamente dímelo para estar
seguro. Dime si fui o no..., dime cuál de mis dos recuerdos es el verdadero, el
real...
Al pronunciar estas últimas palabras, se dio cuenta de que también
podían haber alterado los canales de su memoria.
La puerta se cerró. Finalmente, su esposa se había ido.
Una voz dijo a sus espaldas:
—Bien, todo ha terminado. Ahora levante las manos Quail. Y por favor,
dé media vuelta para mirar hacia aquí.
Quail se volvió instintivamente sin alzar las manos.
El hombre que se hallaba frente a él vestía el uniforme color canela de
la Agencia Policíaca Interplan, y su pistola parecía ser un modelo de las
Naciones Unidas. Por alguna razón, aquel rostro era familiar a Quail; familiar
en una forma borrosa que no acababa de localizar. Sin embargo, nerviosamente,
alzó ambas manos.
—Usted recuerda su viaje a Marte —dijo el policía—. Conocemos todos sus
actos de hoy y todos sus pensamientos..., en particular sus importantes
pensamientos en el recorrido que hizo desde su casa hasta Rekal Incorporated.
Tenemos un teletransmisor en el interior de su cerebro que nos mantiene
constantemente informados.
Un transmisor telepático, aplicación del plasma vivo que se había
descubierto en la Luna. Quail sintió un estremecimiento de aversión. Aquella
cosa vivía dentro de él, en el interior de su propio cerebro, alimentándose,
escuchando... Pero la Policía Interplan usaba aquel procedimiento. Por lo
tanto, era probablemente cierto, por muy deprimente que resultara.
—¿Por qué a mí? —interrogó Quail, roncamente. ¿Qué era lo que él había
hecho... o pensado? ¿Y qué tenía que ver todo aquello con Rekal Incorporated?
—Fundamentalmente —dijo el policía Interplan—, esto nada tiene que ver
con Rekal; es más bien un asunto entre usted y nosotros.
El policía señaló hacia uno de sus oídos y añadió:
—Todavía estoy recogiendo sus procesos mentales mediante su transmisor
telepático.
Quail se fijó en que el hombre llevaba en uno de sus oídos una especie
de enchufe blanco de plástico. El policía continuó:
—De manera que debo advertirle que cualquier cosa que piense podrá
emplearse contra usted.
El hombre sonrió. Hubo una larga pausa de silencio. Luego, siguió
hablando:
—No es que ahora importen mucho ciertas cosas. Lo que sí es molesto es
que, bajo los efectos de la narquidrina, en Rekal Incorporated usted relató
ante los técnicos y el propietario, señor McClane, detalles de su viaje, adónde
fue usted, para quién, y algunas de las cosas que hizo. Los dos técnicos y el
señor McClane estaban muy atemorizados. Deseaban no haberle visto jamás...
Nueva pausa de silencio, y el policía concluyó—: Y tienen razón.
Quail dijo:
—Yo no hice jamás ningún viaje. Se trata solamente de una falsa memoria
implantada en mí por los técnicos de McClane.
Pero inmediatamente pensó en la caja de su mesa de despacho que
contenía formas de vida marcianas. Y recordó las dificultades y molestias
sufridas para recogerlas. El recuerdo parecía real. Y la caja con aquellas
formas de vida sin duda alguna era auténtica. A menos que McClane la hubiese
instalado allí. Quizá aquella era una de las «pruebas» que había mencionado
McClane tan alegremente.
«El recuerdo de mi viaje a Marte —pensó— no me convence. Pero
desgraciadamente ha convencido a la Agencia de Policía Interplan. Creen que
realmente fui a Marte y suponen que al menos lo hice parcialmente».
—No solamente sabemos que ha ido usted a Marte —añadió el policía, en
respuesta a sus pensamientos— sino también que usted recuerda bastantes cosas
como para constituir un peligro para nosotros. Y no vale la pena suprimir su recuerdo
de todas las cosas, porque usted simplemente acudiría a Rekal Incorporated otra
vez y reanudaría el experimento. Y tampoco podemos hacer nada contra McClane y
su sistema porque no tenemos jurisdicción sobre nadie, excepto sobre nuestra
propia gente. De todas maneras, McClane no ha cometido ningún delito.
El policía hizo otra de sus habituales pausas y añadió, tras mirar
fijamente a Quail:
—Ni técnicamente, usted tampoco. Usted acudió a Rekal Incorporated con
la idea de recuperar la memoria. Usted fue allí, y así lo consideramos, por las
mismas razones que acude el resto de la gente..., gentes con vidas monótonas y
oscuras: el ansia de aventura. Pero desgraciadamente, la vida de usted no ha
sido ni monótona ni oscura, y ya ha disfrutado demasiadas emociones; la última
cosa que necesitaba usted en este mundo era un curso de Rekal Incorporated.
Nada hubiese podido ser más fatídico para usted o para nosotros. Y en realidad,
también para McClane.
Quail preguntó:
—¿Por qué es peligroso para ustedes que yo recuerde mi viaje..., mi
supuesto viaje, lo que yo hice allí?
—Porque lo que usted hizo —respondió el policía Interplan— no está de
acuerdo con
nuestra intachable imagen pública paternal y protectora. Usted hizo,
por nosotros, lo que nosotros jamás hacemos. Como usted recordará, gracias a la
narquidrina. Esa caja de gusanos muertos y algas está en su mesa de despacho
desde hace seis meses, desde que usted regresó. Y en ningún momento mostró
usted la menor curiosidad hacia ella. Ni siquiera sabíamos que la tenía hasta
que usted la recordó cuando se dirigía a casa desde Rekal; entonces vinimos
aquí a buscarla... Vinimos dos por ella.
Otro silencio y el policía añadió innecesariamente.
—Sin suerte; no había tiempo suficiente.
Un segundo policía Interplan se unió al primero; los dos conferenciaron
brevemente. Mientras tanto, pensó rápidamente. En aquel instante recordaba más
cosas. El policía tenía razón acerca de la narquidrina. Ellos, Interplan,
probablemente también la usaban.
¿Probablemente? Estaba seguro de que lo hacían. Había visto cómo se la
administraban a un detenido. ¿Dónde había ocurrido tal cosa? ¿En algún lugar de
la Tierra? Decidió que más probablemente en la Luna, al percibir la imagen que
se perfilaba en su defectuosa memoria.
Y recordaba algo más. Las razones de «ellos» para enviarle a Marte; el
trabajo que había hecho.
No tenía nada de extraño que hubiesen purgado su memoria.
—¡Oh, cielos! —exclamó el primero de los dos policías, interrumpiendo
la conversación que sostenía con su compañero.
Evidentemente, acababa de captar los pensamientos de Quail.
—Bien, ahora el problema es mucho peor, mucho peor de lo que hubiésemos
pensado. Avanzó hacia Quail apuntándole con la pistola. —Tenemos que matarle
—dijo—. Y ahora mismo.
Nerviosamente, su compañero dijo:
—¿Por qué ahora mismo? ¿Acaso no podemos enviarle a Interplan Nueva
York y dejar que allí...?
—Él ya sabe perfectamente por qué tiene que ser ahora mismo —dijo el
primer policía.
El hombre también parecía sentirse muy nervioso, pero Quail se daba
cuenta de que se debía a una razón muy diferente. Su memoria había vuelto a él
casi repentinamente. Y por tal razón, entendía el nerviosismo del policía.
—En Marte maté a un hombre —dijo Quail—. Tras haberme desembarazado de
quince guardaespaldas. Algunos de ellos armados con pistolas especiales, como
lo están ustedes.
Quail había sido entrenado durante un período de cinco años por
Interplan para convertirse en un asesino. Un asesino profesional. Conocía
varias formas de desembarazarse de cualquier adversario armado..., como
aquellos dos agentes de la Policía, y el que mostraba el diminuto audífono
también lo sabía.
Si se movía con suficiente rapidez...
La pistola disparó. Pero Quail ya se había movido hacia un lado,
décimas de segundo antes, y al mismo tiempo había derribado al agente mediante
un golpe de karate aplicado a la garganta con la velocidad del relámpago. En un
instante se apoderó de su pistola y apuntó al otro agente, que se mostraba
enormemente sorprendido.
—Captó mis pensamientos —dijo Quail, jadeando con vehemencia—. Sabía lo
que yo estaba a punto de hacer, pero aun así, lo hice.
Medio tendido en el suelo, el agente golpeado murmuró:
—No usará, esa pistola contra ti, Sam; acabo de captar ese pensamiento
suyo. Sabe que está acabado y no ignora que nosotros lo sabemos. Vamos,
Quail...
Trabajosamente, lanzando algunos gruñidos de dolor, el agente se puso
en pie. Luego, extendió una mano.
—La pistola —dijo a Quail—. No puede usted usarla, y si me la entrega,
prometo no matarle; será usted juzgado ante un Tribunal, y alguien que ocupe un
alto puesto en Interplan decidirá. Así, pues, no lo haré yo... Puede que borren
su memoria una vez más. No lo sé. Pero ya sabe usted por qué iba a matarle; no
podía evitar que usted recordará cosas. De manera que, en cierto modo, mis
razones para matarle ya son cosa del pasado.
Quail, sin soltar el arma, salió corriendo de la habitación,
dirigiéndose al ascensor. «Si me seguís —pensó—, os mataré». Los agentes no lo
hicieron. Oprimió el botón del ascensor y se abrieron las puertas.
Se dio cuenta de que los policías no le habían seguido. Evidentemente,
habían captado sus pensamientos y decidían no correr riesgos.
El ascensor, al sentir su peso, descendió. Había escapado... por el
momento. Pero, ¿qué sucedería a continuación? ¿Dónde podría ir?
El ascensor llegó a la planta baja; un momento más tarde, Quail se unía
a la multitud de peatones que caminaban apresuradamente por los canales
especiales de las calzadas. Le dolía la cabeza y se sentía enfermo. Pero al
menos había evitado la muerte; casi le habían asesinado en su propia casa.
Pensó que, probablemente, lo intentarían de nuevo. «Cuando me
encuentren», pensó. Y con aquel transmisor en su cerebro no tardarían en
descubrir su paradero. Irónicamente, había logrado lo que pidiera a Rekal
Incorporated. Aventura, peligro, Policía Interplan, un viaje secreto y
peligroso en el que él se jugaba la vida. Todo cuanto había ansiado como falsa
memoria.
Ahora podían apreciarse las ventajas de que aquello fuera un recuerdo,
pero nada más.
A solas, en un banco del parque, reflexionó mientras contemplaba los
rebaños de peatones alegres y desenfadados, unos seres semipájaros importados
de las dos Lunas de Marte, capaces de emprender el vuelo aun en contra de la fuerte
gravedad de la Tierra.
«Puede que aún pueda regresar a Marte», pensó.
Pero, y después, ¿qué? Las cosas serían mucho peor en Marte. La
Organización Política cuyo líder había asesinado le localizaría en el mismo
momento en que descendiera de la nave; allí le perseguirían en el acto tanto
«ellos» como Interplan.
«¿Podéis escuchar mis pensamientos?», se preguntó. Fácil camino hacia
la paranoia; solo allí, sentado, sintió cómo le controlaban, cómo grababan sus
pensamientos, cómo discutían entre ellos...
Sintió un estremecimiento, se puso en pie, y caminó sin rumbo, con
ambas manos metidas en los bolsillos. Se daba cuenta de que no tenía la menor
importancia el lugar adonde pudiese ir. «Siempre estaréis conmigo —pensó—
mientras tenga dentro de mi cabeza este dispositivo».
«Haré un trato con vosotros —pensó para sí y para ellos—. ¿No podéis
implantar una falsa memoria en mí otra vez, como lo hicisteis antes, para vivir
una vida rutinaria olvidando que alguna vez estuve en Marte? ¿Algo que asimismo
me haga olvidar totalmente haber visto un uniforme de Interplan y haber
sostenido en la mano una pistola?».
Una voz dentro de su cerebro respondió: «Como ya se le ha explicado
cuidadosamente a usted, eso no sería suficiente».
Asombrado, Quail se detuvo.
«Comunicamos antiguamente con usted en esta forma —continuó diciendo la
voz— cuando estaba usted operando en el campo, en Marte. Han pasado meses desde
que lo hicimos por última vez; pensábamos, de hecho, que jamás tendríamos que
volver a hacerlo. ¿Dónde está usted?».
«Paseando —respondió Quail—. Caminando hacia mi muerte».
Y pensó para sí: «Provocado por las pistolas de vuestros agentes».
Luego, preguntó:
«¿Cómo pueden estar seguros de que no sería suficiente? ¿Acaso no
tienen resultado las técnicas de Rekal?».
«Como ya hemos dicho —respondió la voz—, si se le proporcionan a usted
un conjunto de memorias normalizadas, usted se sentiría... intranquilo.
Inevitablemente acudiría de nuevo a Rekal o quizá a cualquier otra firma
competidora. No podemos pasar por eso dos veces».
«Supongamos —dijo Quail— que una vez se cancelen mis auténticos
recuerdos, se implante en mí algo más completo que una memoria normalizada.
Algo que pudiese satisfacer mis ansias. Eso ya se ha demostrado; y
probablemente ésa es la razón por la que ustedes me han contratado. Pero pueden
inventar algo más, algo que sea igual. Fui el hombre más rico de la Tierra,
pero finalmente doné todo mi dinero a fundaciones educativas. O fui, quizá, un
famoso explorador espacial. Cualquier cosa por el estilo, ¿no valdría cualquier
cosa de estas?».
Hubo un largo silencio.
«Hagan la prueba —dijo Quail, desesperadamente—. Pongan a trabajar a
sus famosos psiquiatras militares; exploren mi mente. Averigüen cuál es mi
sueño más ansiado».
Quail trató de pensar.
«Mujeres —murmuró a continuación—, miles de ellas, como las tuvo Don
Juan. Playboy interplanetario... Una querida en cada ciudad de la Tierra, Luna
y Marte. Y luego abandoné, todo eso a causa del agotamiento. Por favor, hagan
la prueba».
«Entonces, ¿se entregaría usted voluntariamente? —preguntó la voz en el
interior de su cabeza—. Si convenimos, y es posible tal solución, ¿se
entregaría?».
Tras un breve intervalo de duda, respondió:
«Si, correré el riesgo... con la condición de que no me maten».
«Haga usted el primer movimiento —dijo la voz inmediatamente—,
entréguese a nosotros e investigaremos esa línea de posibilidad. Sin embargo,
si no lo podemos hacer, si sus recuerdos comienzan a surgir nuevamente como ha
sucedido esta vez, entonces...».
Hubo otro silencio, y a continuación la voz concluyó:
«... Tendremos que destruirle. Esto debe usted comprenderlo. Bien,
Quail, ¿todavía quiere usted probar?».
«Sí», respondió.
De lo contrario, la única alternativa en aquellos momentos era la
muerte, una muerte segura. Por lo menos aceptando la prueba le quedaba una
posibilidad de sobrevivir por muy débil que fuese.
«Preséntese en nuestro Cuartel General de Nueva York —resumió la voz
del agente Interplan—. En el 580 de la Quinta Avenida, planta doce. Una vez se
haya entregado, nuestros psiquiatras comenzarán a trabajar sobre usted. Haremos
diversas clases de pruebas. Trataremos de determinar su último deseo por muy
fantástico que sea, y entonces le llevaremos a Rekal y procuraremos que tal
deseo se haga realidad en su mente. Y... buena suerte. Es evidente que le
debemos algo. Actuó usted muy bien para
nosotros».
El tono de voz carecía de malicia; si algo expresaba, ellos —la
Organización— sentían simpatía hacia él.
«Gracias», dijo Quail.
Y acto seguido comenzó a buscar un taxi-robot.
—Señor Quail —dijo el psiquiatra de Interplan, hombre de edad madura y
facciones graves—, posee usted unos sueños de fantasía realmente interesantes.
Probablemente son algo que ni siquiera usted mismo supone. Espero que no le
molestará mucho conocerlos.
El oficial de alta graduación de Interplan que se hallaba presente dijo
bruscamente:
—Será mejor que no se moleste mucho al escuchar esto, si no desea
recibir un balazo.
El psiquiatra continuó:
—A diferencia de la fantasía de desear ser un agente secreto de
Interplan, que, hablando relativamente no es más que un producto de madurez, y
que poseía cierto carácter plausible, esta producción es un sueño grotesco de
su infancia; no tiene nada de particular que usted no lo recuerde. Su fantasía
es la siguiente: tiene usted nueve años de edad, y camina a solas por un
sendero del campo. Una variedad, poco familiar, de nave espacial, procedente de
otro Sistema Estelar aterriza directamente frente a usted. Nadie en la Tierra,
excepto usted, la ve. Las criaturas que hay en su interior son muy pequeñas e
indefensas, algo parecidas a los ratones de campo, aun cuando están intentando
invadir la Tierra. Docenas de miles de otras naves semejantes están a punto de
ponerse en camino, cuando esta nave de exploración dé la señal.
—Y se supone que yo he de detenerlos —dijo Quail, experimentando una
sensación mezcla de diversión y disgusto—. Simplemente de un manotazo o
aplastándolos con el pie.
—No —replicó el psiquiatra, pacientemente—. Usted detiene la invasión,
pero no destruyendo a esos seres. En su lugar, usted muestra hacia ellos
amabilidad o piedad, aunque sea por telepatía —su medio de comunicación—,
porque ya sabe usted a lo que han venido. Ellos nunca han recibido semejante
trato por parte de un organismo vivo, y para demostrar su aprecio, pactan con
usted.
Quail dijo:
—No invadirán la Tierra mientras yo viva, ¿verdad?
—Exactamente.
A continuación, el psiquiatra se dirigió al oficial de Interplan:
—Puede usted ver que encaja en su personalidad, a pesar de su falso
desprecio.
—Así, pues, simplemente con seguir viviendo —dijo Quail, con creciente
sensación de placer—, simplemente con seguir alentando, salvo a la Tierra de
una invasión. Entonces, en efecto, soy el personaje más importante de la Tierra.
Sin levantar un dedo siquiera.
—Evidentemente, señor —respondió el psiquiatra— y conste que esto es
una base en su psique; ésta es una fantasía de infancia. Algo que, sin una
terapia profunda y sin tratamiento de drogas, usted jamás habría recordado. Pero
siempre ha existido en usted; se hallaba en estado latente, pero sin cesar
jamás.
El Jefe de Policía se dirigió entonces a McClane, que se hallaba
sentado, escuchando atentamente.
—¿Puede usted implantar un modelo de esta clase en él?
—Manejamos toda clase de fantasía que pueda existir —dijo McClane—.
Francamente, he oído cosas peores que ésta. Por supuesto que podemos hacerlo.
Dentro de veinticuatro horas, no habrá deseado haber salvado a la Tierra. Será
algo que creerá ha sucedido realmente.
El oficial de Policía dijo:
—Entonces ya puede usted comenzar su trabajo como preparación previa,
ya hemos borrado en él el recuerdo de su viaje a Marte.
—¿Qué viaje? —preguntó Quail.
Nadie le contestó, y así, aunque de mala gana, abandonó el asunto.
Pronto se presentó un vehículo de la Policía. Él, McClane y el Jefe de Policía
subieron y se dirigieron hacia Rekal Incorporated.
—Será mejor que esta vez no cometa usted errores —dijo el Jefe de
Policía al nervioso McClane.
—No veo que haya nada que pueda salir mal —respondió McClane, sudando abundantemente—.
Esto nada tiene que ver con Marte o con Interplan. Simplemente se tratará de la
detención de una invasión de la Tierra procedente de otro Sistema Estelar.
McClane movió la cabeza, y tras una breve pausa de silencio, continuó:
—¡Cielos, qué clase de sueños!
Y tras pronunciar estas últimas palabras, se enjugó el sudor de la
frente con un pañuelo.
Nadie dijo nada.
—En realidad, es conmovedor —añadió McClane.
—Pero arrogante —dijo el oficial de Policía—. Porque cuando él muera
volverá a presentarse la amenaza de invasión. No tiene nada de extraño que no
lo recuerde; es la fantasía más grande que he oído en mi vida.
Luego, miró a Quail con expresión de desaprobación.
—¡Y pensar que hemos anotado a este hombre en nuestra nómina!
Cuando llegaron a Rekal Incorporated, la recepcionista Shirley les
recibió apresuradamente en la oficina exterior.
—Bienvenido sea de nuevo, señor Quail —dijo la muchacha—. Siento mucho
que anteriormente las cosas hubiesen salido mal; estoy segura de que ahora todo
saldrá mejor.
Todavía enjugándose el sudor de la frente con el pañuelo, McClane dijo:
—Todo saldrá mejor.
Actuando con rapidez, llamó a Lowe y a Keeler, y les siguió, a ellos y
a Quail, hasta la zona de trabajo. Después regresó a su despacho en compañía de
Shirley y del Jefe de Policía. Para esperar.
—¿Tenemos algún paquete preparado para esto, señor McClane? —preguntó
Shirley, tropezando con él en su agitación y sonrojándose modestamente.
—Creo que sí.
McClane trató de recordar. Luego abandonó el intento y consultó el
gráfico. Decidió en voz alta:
—Una combinación de los paquetes Ochenta, Veinte y Seis.
De la sección de cámara abovedada que había tras su despacho extrajo
los adecuados paquetes y los llevó hasta su mesa de despacho para examinarlos.
—Del Ochenta —explicó— una varilla mágica de curación, que le
entregaron al cliente en cuestión, esta vez el señor Quail..., la raza de seres
de otro Sistema Estelar. Una muestra de gratitud.
—¿Todavía surte efectos? —preguntó el oficial.
—Lo hizo en otro tiempo —respondió McClane—. Pero él, bien, la usó hace
años curando aquí y allá. Ahora sólo es un objeto. Aunque la recuerde
vívidamente.
McClane cloqueó con la garganta, y luego abrió el paquete Veinte.
—Documento del Secretario General de las Naciones Unidas, dándole las
gracias por haber salvado a la Tierra; esto no es precisamente una cosa muy
adecuada porque parte de la fantasía de Quail se basa en que nadie conoce la
invasión, excepto él, pero en nombre de la verosimilitud lo incluiremos.
McClane inspeccionó el paquete Seis a continuación. ¿Qué significaba
aquello? No lo recordaba; frunciendo el ceño, introdujo una mano en el interior
de la bolsa de plástico, mientras que Shirley y el oficial de Policía le
contemplaban con curiosidad.
—Escritura en un idioma extraño —dijo Shirley.
—Esto demuestra quiénes eran —dijo McClane— y de dónde llegaron. Se
incluye un detallado mapa estelar señalando su vuelo y el Sistema de origen.
Por supuesto, lo han hecho «ellos» y él no sabe leerlo. Pero sí recuerda que se
lo leyeron personalmente en su propia lengua.
McClane depositó los tres paquetes sobre el centro de la mesa de
despacho, y añadió:
—Se debe llevar esto a la vivienda de Quail, para que cuando llegue a
casa los encuentre. Y estas cosas confirmarán su fantasía. Procedimiento
operativo normalizado.
Luego reflexionó sobre cómo irían las operaciones de Lowe y Keeler.
Sonó el aparato de comunicación interior.
—Señor McClane, siento mucho molestarle.
Era la voz de Lowe; McClane quedó como congelado cuando la reconoció.
Quedó pasmado y mudo.
—Sucede algo y sería mejor que viniese usted a supervisar la operación.
Como anteriormente, Quail reaccionó bien bajo la narquidrina, está
inconsciente, relajado, y tiene buena recepción, pero...
McClane salió disparado hacia la zona de trabajo.
Sobre una cama higiénica yacía Douglas Quail respirando lentamente y
con regularidad, con los ojos medio cerrados, y casi sin percibir a los que le
rodeaban.
—Comenzamos a interrogarle —dijo Lowe, muy pálido— para averiguar
exactamente cuándo situar el recuerdo-fantasía de haber salvado a la Tierra. Y
cosa extraña...
—Me advirtieron que no lo dijera —murmuró Quail, con voz extrañamente
ronca—. Ese fue el convenio. Ni siquiera se suponía que llegara a recordarlo.
Pero, ¿Cómo podría olvidar un suceso como aquél?
—Creo que fue difícil —reflexionó McClane—, pero lo hizo usted... hasta
ahora.
—Incluso me entregaron una especie de pergamino como muestra de
gratitud — añadió—. Lo tengo escondido en mi alojamiento. Se lo enseñaré.
McClane dijo al oficial de Policía, que le había seguido:
—Bien, le sugiero que no le maten. Si lo hacen, «ellos» regresarán.
—También, me entregaron una varilla mágica para curar —añadió con los
ojos totalmente cerrados—. Así fue como maté a aquel hombre en Marte. Está en
mi cajón, junto con la caja de gusanos y plantas ya resecas.
Sin pronunciar una sola palabra, el oficial de Interplan abandonó la
zona de trabajo.
«Lo mejor que podría hacer ahora sería desembarazarme de esos
paquetes-prueba», se dijo a sí mismo McClane, resignadamente.
Caminó, lentamente, hacia su despacho, pensando en que, después de
todo, también debía desembarazarse de aquella citación del Secretario General
de las Naciones Unidas...
La verdadera citación probablemente no tardaría mucho tiempo en llegar.