Como ya les había anticipado la semana pasada por facebook, hoy comenzaremos la lectura de "El señor de las moscas", novela de William Golding publicada en 1954.
William Golding (1911-1993) fue un novelista y poeta británico, y ganó el premio nobel de la literatura en 1983. Entre novelas y libros de poemas, nos regaló 18 obras, incluida ésta. Y hayamos leído o no alguna de ellas, seguro hemos recibido referencias de "El Señor de las Moscas". Por ejemplo, aquel
capítulo de los Simpson en el cual los niños quedan en una isla... o la
canción de Iron Maiden... Y como bien me recordó una amiga, existen, además, las películas: la novela fue llevada al cine en dos ocasiones, una en 1963, y otra en 1990.
Pero, ¿de que trata "El Señor de las Moscas"?
En principio, podríamos decir que de cómo un grupo de niños, sobrevivientes de un accidente aéreo, se las arregla para sobrevivir - como sea - en una isla desierta. Y que dado que somos animales sociales, pronto se crean una nueva
sociedad... Sin embargo, el significado va más profundo. Aparecen los celos, el deseo de poder, crueldad, el abuso de la autoridad... En las situaciones extremas aflora lo mejor y también lo peor de cada uno de nosotros... y, lamentablemente, en ese contexto, los niños pierden su inocencia.
En cuanto a cada personaje, hay interpretaciones que les asignan diferentes aspectos de la naturaleza humana, y copio textual de wikipedia:
La novela cuenta con 12 capítulos así que iré subiendo un capítulo por publicación en el blog."Ralph el orden y la civilización. Piggy la razón y cordura de la sociedad. Jack el deseo de poder y la maldad. Roger la crueldad y el sadismo en su mayor escala. Simon la bondad natural del hombre."
Capítulo I
El toque de la caracola
El muchacho rubio descendió un último trecho
de roca y comenzó a abrirse paso hacia la laguna. Se había quitado el suéter
escolar y lo arrastraba en una mano, pero a pesar de ello sentía la camisa gris
pegada a su piel y los cabellos aplastados contra la frente. En torno suyo, la
penetrante cicatriz que mostraba la selva estaba bañada en vapor.
Avanzaba el muchacho con dificultad entre las
trepadoras y los troncos partidos, cuando un pájaro, visión roja y amarilla,
saltó en vuelo como un relámpago, con un antipático chillido, al que contestó
un grito como si fuese su eco.
- ¡Eh - decía -, aguarda un segundo!
La maleza al borde del desgarrón del terreno
tembló y cayeron abundantes gotas de lluvia con un suave golpeteo.
- Aguarda un segundo - dijo la voz -, estoy
atrapado.
El muchacho rubio se detuvo y se estiró las
medias con un ademán instintivo, que por un momento pareció transformar la
selva en un bosque cercano a Londres.
De nuevo habló la voz.
- No puedo casi moverme con estas dichosas
trepadoras.
El dueño de aquella voz salió de la maleza
andando de espaldas y las ramas arañaron su grasiento anorak. Tenía desnudas y
llenas de rasguños las gordas rodillas. Se agachó para arrancarse
cuidadosamente las espinas. Después se dio la vuelta. Era más bajo que el otro
muchacho y muy gordo. Dio unos pasos, buscando lugar seguro para sus pies, y
miró tras sus gruesas gafas.
- ¿Dónde está el hombre del megáfono?
El muchacho rubio sacudió la cabeza.
- Estamos en una isla. Por lo menos, eso me
parece. Lo de allá fuera, en el mar, es un arrecife. Me parece que no hay
personas mayores en ninguna parte.
El otro muchacho miró alarmado.
- ¿Y
aquel piloto? Pero no estaba con los pasajeros, es verdad, estaba más adelante,
en la cabina.
El muchacho rubio miró hacia el arrecife con
los ojos entornados.
- Todos los otros chicos... - siguió el
gordito -. Alguno tiene que haberse salvado. ¿Se habrá salvado alguno, verdad?
El muchacho rubio empezó a caminar hacia el
agua afectando naturalidad. Se esforzaba por comportarse con calma y, a la vez,
sin parecer demasiado indiferente, pero el otro se apresuró tras él.
- ¿No hay más personas mayores en este sitio?
- Me parece que no.
El muchacho rubio había dicho esto en un tono
solemne, pero en seguida le dominó el gozo que siempre produce una ambición
realizada, y en el centro del desgarrón de la selva brincó dando media
voltereta y sonrió burlonamente a la figura invertida del otro.
- ¡Ni una persona mayor!
En aquel momento el muchacho gordo pareció
acordarse de algo.
- El piloto aquel.
El otro dejó caer sus pies y se sentó en la
tierra ardiente.
- Se marcharía después de soltarnos a
nosotros. No podía aterrizar aquí, es imposible para un avión con ruedas.
- ¡Será que nos han atacado!
- No te preocupes, que ya volverá.
Pero el gordo hizo un gesto de negación con la
cabeza.
- Cuando bajábamos miré por una de las
ventanillas aquellas. Vi la otra parte del avión y salían llamas.
Observó
el desgarrón de la selva de arriba abajo.
- Y todo esto lo hizo la cabina del avión.
El otro extendió la mano y tocó un tronco de
árbol mellado. Se quedó pensativo por un momento.
- ¿Qué le pasaría? - preguntó -. ¿Dónde estará
ahora?
- La tormenta lo arrastró al mar. Menudo
peligro, con tantos árboles cayéndose. Algunos chicos estarán dentro todavía.
Dudó por un momento; después habló de nuevo.
- ¿Cómo te llamas?
- Ralph.
El gordito esperaba a su vez la misma
pregunta, pero no hubo tal señal de amistad. El muchacho rubio llamado Ralph
sonrió vagamente, se levantó y de nuevo emprendió la marcha hacia la laguna. El
otro le siguió, decidido, a su lado.
- Me parece que muchos otros estarán por ahí.
¿Tú no has visto a nadie más, verdad?
Ralph contestó que no, con la cabeza, y forzó
la marcha, pero tropezó con una rama y cayó ruidosamente al suelo. El muchacho
gordo se paró a su lado, respirando con dificultad.
- Mi tía me ha dicho que no debo correr -
explicó -, por el asma.
- ¿Asma?
- Sí. Me quedo sin aliento. Era el único chico
en el colegio con asma - dijo el gordito con cierto orgullo -. Y llevo gafas
desde que tenía tres años.
Se quitó las gafas, que mostró a Ralph con un
alegre guiño de ojos; luego las limpió con su mugriento anorak. Quedó pensativo
y una expresión de dolor alteró los pálidos rasgos de su rostro. Enjugó el
sudor de sus mejillas y en seguida se ajustó las gafas.
- Esa fruta...
Buscó en torno suyo.
- Esa fruta - dijo -, supongo...
Puestas las gafas, se apartó de Ralph para
esconderse entre el enmarañado follaje.
- En seguida salgo...
Ralph se escabulló en silencio y desapareció
por entre el ramaje. Segundos después, los gruñidos del otro quedaron detrás de
él. Se apresuró hacia la pantalla que aún le separaba de la laguna. Saltó un
tronco caído y se encontró fuera de la selva.
La costa apareció vestida de palmeras. Se
sostenían frente a la luz del sol o se inclinaban o descansaban contra ella, y
sus verdes plumas se alzaban más de treinta metros en el aire. Bajo ellas el
terreno formaba un ribazo mal cubierto de hierba, desgarrado por las raíces de
los árboles caídos y regado de cocos podridos y retoños del palmar. Detrás
quedaban la oscuridad de la selva y el espacio abierto del desgarrón.
Ralph se paró, apoyada la mano en un tronco
gris, con la mirada fija en el agua trémula. Allá, quizá a poco más de un
kilómetro, la blanca espuma saltaba sobre un arrecife de coral, y aún más allá,
el mar abierto era de un azul oscuro. Limitada por aquel arco irregular de
coral, la laguna yacía tan tranquila como un lago de montaña, con infinitos
matices del azul y sombríos verdes y morados. La playa, entre la terraza de
palmeras y el agua, semejaba un fino arco de tiro, aunque sin final
discernibles, pues a la izquierda de Ralph la perspectiva de palmeras, arena y
agua se prolongaba hacia un punto en el infinito. Y siempre presente, casi
visible, el calor. Saltó de la terraza. Sintió la arena pesando sobre sus
zapatos negros y el azote del calor en el cuerpo. Comenzó a notar el peso de la
ropa: se quitó con una fuerte sacudida cada zapato y de un solo tirón cada
media. Subió de otro salto a la terraza, se despojó de la camisa y se detuvo
allí, entre los cocos que semejaban calaveras, deslizándose sobre su piel las
sombras verdes de las palmeras y la selva. Se desabrochó la hebilla adornada
del cinturón, dejó caer pantalón y calzoncillo y, desnudo, contempló la playa deslumbrante
y el agua. Por su edad - algo más de doce años - había ya perdido la
prominencia del vientre de la niñez; pero aún no había adquirido la figura
desgarbada del adolescente. Se adivinaba ahora, por la anchura y peso de sus
hombros, que podría llegar a ser un boxeador, pero la boca y los ojos tenían
una suavidad que no anunciaba ningún demonio escondido. Acarició suavemente el
tronco de palmera y, obligado al fin a creer en la realidad de la isla, volvió a
reír lleno de gozo y a saltar y a voltearse. De nuevo ágilmente en pie, saltó a
la playa, se dejó caer de rodillas y con los brazos apiló la arena contra su
pecho. Se sentó a contemplar el agua, brillándole de alegría los ojos.
- Ralph...
El muchacho gordo bajó a la terraza de
palmeras y se sentó cuidadosamente en su borde.
- Oye, perdona que haya tardado tanto. La
fruta esa...
Se limpió las gafas y las ajustó sobre su
corta naricilla. La montura había marcado una V profunda y rosada en el
caballete. Observó con mirada crítica el cuerpo dorado de Ralph y después miró
su propia ropa. Se llevó una mano al pecho y asió la cremallera.
- Mi tía...
Resuelto, tiró de la cremallera y se sacó el
anorak por la cabeza.
- ¡Ya está!
Ralph le miró de reojo y siguió en silencio.
- Supongo que necesitaremos saber los nombres
de todos - dijo el gordito - y hacer una lista. Debíamos tener una reunión.
Ralph no se dio por enterado, por lo que el
otro muchacho se vio obligado a seguir.
- No me importa lo que me llamen - dijo en
tono confidencial -, mientras no me llamen lo que me llamaban en el colegio.
Ralph manifestó cierta curiosidad.
- ¿Y qué es lo que te llamaban?
El muchacho dirigió una mirada hacia atrás;
después se inclinó hacia Ralph. Susurró:
- Me llamaban «Piggy». (NT: cerdito)
Ralph estalló en una carcajada y, de un salto,
se puso en pie.
- ¡Piggy! ¡Piggy!
- ¡Ralph..., por favor!
Piggy juntó las manos, lleno de temor.
- Te dije que no quería...
- ¡Piggy! ¡Piggy!
Ralph salió bailando al aire cálido de la
playa y regresó imitando a un bombardero, con las alas hacia atrás, que
ametrallaba a Piggy.
- ¡Ta-ta-ta-ta-ta!
Se lanzó en picado sobre la arena a los pies
de Piggy y allí tumbado volvió a reírse.
- ¡Piggy!
Piggy sonrió de mala gana, no descontento a
pesar de todo, porque aquello era como una señal de acercamiento.
- Mientras no se lo digas a nadie más...
Ralph dirigió una risita tonta a la arena.
Piggy volvió a quedarse pensativo, de nuevo en su rostro el reflejo de una
expresión de dolor.
- Un segundo.
Se apresuró otra vez hacia la selva. Ralph se
levantó y caminó a brincos hacia su derecha. Allí, un rasgo rectangular del
paisaje interrumpía bruscamente la playa: una gran plataforma de granito rosa
cortaba inflexible bosque, terraza, arena y laguna, hasta formar un malecón
saliente de casi metro y medio de altura. Lo cubría una delgada capa de tierra y
hierba bajo la sombra de tiernas palmeras. No tenían éstas suficiente tierra
para crecer, y cuando alcanzaban unos seis metros se desplomaban y acababan
secándose. Sus troncos, en complicado dibujo, creaban un cómodo lugar para
asiento. Las palmeras que aún seguían en pie formaban un techo verde recubierto
por los cambiantes reflejos que brotaban de la laguna. Ralph subió a aquella
plataforma. Sintió el frescor y la sombra; cerró un ojo y decidió que las
sombras sobre su cuerpo eran en realidad verdes. Se abrió camino hasta el borde
de la plataforma, del lado del océano, y allí se detuvo a contemplar el mar a
sus pies. Estaba tan claro que podía verse su fondo, y brillaba con la eflorescencia
de las algas y el coral tropicales. Diminutos peces resplandecientes pasaban
rápidamente de un lado a otro. Ralph, haciendo sonar dentro de sí los bordones de
la alegría, exclamó:
- ¡Uhhh...!
Había aún más para asombrarse allende la
plataforma. La arena, por algún accidente - un tifón, quizá, o la misma
tormenta que le acompañara a él en su llegada -, se había acumulado dentro la
laguna, formando en la playa una poza profunda y larga, cerrada por un muro de
granito rosa al otro extremo. Ralph se había visto en otras ocasiones engañado
por la falsa apariencia de profundidad de una poza de playa y se aproximó a ésta
preparado para llevarse una desilusión; pero la isla se mantenía fiel a su
forma, y aquella increíble poza, que evidentemente sólo en la pleamar era
invadida por las aguas, resultaba tan honda en uno de sus extremos que el agua
tenía un color verde oscuro.
Ralph examinó detenidamente sus treinta metros
de extensión y luego se lanzó a ella. Estaba más caliente que su propia sangre
y era como nadar en una enorme bañera. Apareció Piggy de nuevo. Se sentó en el
borde del muro de roca y observó con envidia el cuerpo a la vez blanco y verde
de Ralph.
- Ni siquiera sabes nadar. Piggy.
Piggy se quitó zapatos y calcetines, los
extendió con cuidado sobre el borde y probó el agua con el dedo gordo.
- ¡Está caliente!
- ¿Y qué creías?
- No creía nada. Mi tía...
- ¡Al diablo tu tía!
Ralph se sumergió y buceó con los ojos
abiertos. El borde arenoso de la poza se alzaba como la ladera de una colina.
Se volteó apretándose la nariz, mientras una luz dorada danzaba y se quebraba
sobre su rostro. Piggy se decidió por fin. Se quitó los pantalones y quedó
desnudo: una desnudez pálida y carnosa. Bajó de puntillas por el lado de arena
de la poza y allí se sentó, cubierto de agua hasta el cuello, sonriendo con
orgullo a Ralph.
- ¿Es que no vas a nadar?
Piggy meneó la cabeza.
- No sé nadar. No me dejaban. El asma...
- ¡Al diablo tu asma!
Piggy aguantó con humilde paciencia.
- No sabes nadar bien.
Ralph chapoteó de espaldas alejándose del
borde; sumergió la boca y soplo un chorro de agua al aire. Alzó después la
barbilla y dijo:
- A los cinco años ya sabía nadar. Me enseñó
papá. Es teniente de navío en la Marina y cuando le den permiso vendrá a
rescatarnos. ¿Qué es tu padre?
Piggy se sonrojó al instante.
- Mi padre ha muerto - dijo de prisa -, y mi
madre...
Se quitó las gafas y buscó en vano algo para
limpiarlas.
- Yo vivía con mi tía. Tiene una confitería.
No sabes la de dulces que me daba. Me daba todos los que quería. ¿Oye, y cuando
nos va a rescatar tu padre?
- En cuanto pueda.
Piggy salió del agua chorreando y, desnudo
como estaba, se limpió las gafas con un calcetín. El único ruido que ahora les
llegaba a través del calor de la mañana era el largo rugir de las olas que
rompían contra el arrecife.
- ¿Cómo va a saber que estamos aquí?
Ralph se dejó mecer por el agua. El sueño le
envolvía, como los espejismos que rivalizaban con el resplandor de la laguna.
- ¿Cómo va a saber que estamos aquí?
Porque sí, pensó Ralph, porque sí, porque
sí... El rugido de las olas contra el arrecife llegaba ahora desde muy lejos.
- Se lo dirán en el aeropuerto.
Piggy movió la cabeza, se puso las gafas, que
reflejaban el sol, y miró a Ralph.
- Allí no se va a enterar de nada. ¿No oíste
lo que dijo el piloto? Lo de la bomba atómica. Están todos muertos.
Ralph salió del agua, se paró frente a Piggy y
pensó en aquel extraño problema. Piggy volvió a insistir.
- ¿Estamos en una isla, verdad?
- Me subí a una roca - dijo Ralph muy despacio
-, y creo que es una isla.
- Están todos muertos - dijo Piggy -, y esto
es una isla. Nadie sabe que estamos aquí. No lo sabe tu padre; nadie lo sabe...
Le temblaron los labios y una neblina empañó
sus gafas.
- Puede que nos quedemos aquí hasta la muerte.
Al pronunciar esa palabra pareció aumentar el
calor hasta convertirse en una carga amenazadora, y la laguna les atacó con un
fulgor deslumbrante.
- Voy por mi ropa - murmuró Ralph -, está ahí.
Corrió por la arena, soportando la hostilidad
del sol; cruzó la plataforma hasta encontrar su ropa, esparcida por el suelo.
Llevar de nuevo la camisa gris producía una extraña sensación de alivio. Luego
alcanzó la plataforma y se sentó a la sombra verde de un tronco cercano. Piggy
trepó también, casi toda su ropa bajo el brazo. Se sentó con cuidado en un tronco
caído, cerca del pequeño risco que miraba a la laguna. Sobre él temblaba una
malla de reflejos.
Reanudó la conversación.
- Hay que buscar a los otros. Tenemos que
hacer algo.
Ralph no dijo nada. Se encontraban en una isla
de coral. Protegido del sol, ignorando el presagio de las palabras de Piggy, se
entregó a sueños alegres.
Piggy insistió.
- ¿Cuántos somos?
Ralph dio unos pasos y se paró junto a Piggy.
- No lo sé.
Aquí y allá, ligeras brisas serpeaban por las
aguas brillantes, bajo la bruma del calor. Cuando alcanzaban la plataforma, la
fronda de las palmeras susurraba y dejaba pasar manchas borrosas de luz que se
deslizaban por los dos cuerpos o atravesaban la sombra como objetos brillantes
y alados.
Piggy alzó la cabeza y miró a Ralph. Las
sombras sobre la cara de Ralph estaban invertidas: arriba eran verdes, más
abajo resplandecían por efecto de la laguna. Uní mancha de sol se arrastraba
por sus cabellos.
- Tenemos que hacer algo.
Ralph le miró sin verle. Allí, al fin, se
encontraba aquel lugar que uno crea en su imaginación, aunque sin forma del
todo concreta, saltando al mundo de la realidad. Los labios de Ralph se
abrieron en una sonrisa de deleite, y
Piggy, tomando esa sonrisa como señal de amistad, rió con alegría.
- Si de veras es una isla...
- ¿Qué es eso?
Ralph había dejado de sonreír y señalaba hacia
la laguna. Algo de calor cremoso resaltaba entre las algas.
- Una piedra.
- No. Un caracol.
Al instante, Piggy se sintió prudentemente
excitado.
- ¡Es verdad! ¡Es un caracol! Ya he visto antes
uno de esos. En casa de un chico; en la pared. Lo llamaba caracola y la soplaba
para llamar a su madre. ¡No sabes lo que valen!
Un retoño de palmera, a la altura del codo de
Ralph, se inclinaba hacia la laguna. En realidad, su peso había comenzado a levantar
el débil suelo y estaba a punto de caer. Ralph arrancó el tallo y con él agitó
el agua mientras los brillantes peces huían por todos lados. Piggy se inclinó
peligrosamente.
- ¡Ten cuidado! Lo vas a romper...
- ¡Calla la boca!
Ralph lo dijo distraídamente. El caracol
resultaba interesante y bonito y servía para jugar; pero las animadas quimeras
de sus ensueños se interponían aún entre él y Piggy, que apenas si existía para
él en aquel ambiente. El tallo, doblándose, empujó el caracol fuera de las
hierbas. Con una mano como palanca, Ralph presionó con la otra hasta que el
caracol salió chorreando y Piggy pudo alcanzarlo.
El caracol ya no era algo que se podía ver,
pero no tocar, y también Ralph se sintió excitado. Piggy balbuceaba:
-...una caracola; carísimas. Te apuesto que
habría que pagar un montón de libras por una de esas. La tenía en la tapia del
jardín y mi tía...
Ralph
le quitó la caracola y sintió correr por su brazo unas gotas de agua. La concha
tenía un color crema oscuro, tocado aquí y allá con manchas de un rosa
desvanecido. Casi medio metro medía desde la punta horadada por el desgaste
hasta los labios rosados de su boca, levemente curvada en espiral y cubierta de
un fino dibujo en relieve.
Ralph sacudió la arena del interior.
-...mugía como una vaca - siguió - y además
tenía unas piedras blancas y una jaula con un loro verde. No soplaba las
piedras, claro, pero me dijo...
Piggy calló un segundo para tomar aliento y
acarició aquella cosa reluciente que tenía Ralph en las manos.
- ¡Ralph!
Ralph alzó los ojos,
- Podemos usarla para llamar a los otros.
Tendremos una reunión. En cuanto nos oigan vendrán...
Miró con entusiasmo a Ralph.
- ¿Eso es lo que habías pensado, verdad? ¿Por
eso sacaste la caracola del agua, no?
Ralph se echó hacia atrás su pelo rubio.
- ¿Cómo soplaba tu amigo la caracola?
- Escupía o algo así - dijo Piggy -. Mi tía no
me dejaba soplar por el asma. Dijo que había que soplar con esto - Piggy se
llevó una mano a su prominente abdomen -. Trata de hacerlo, Ralph. Avisa a los
otros.
Ralph, poco seguro, puso el extremo más
delgado de la concha junto a la boca y sopló. Salió de su boca un breve sonido,
pero eso fue todo. Se limpió de los labios el agua salada y lo intentó de
nuevo, pero la concha permaneció silenciosa.
- Escupía o algo así.
Ralph juntó los labios y lanzó un chorro de
aire en la caracola, que contestó con un sonido hondo, como una ventosidad. Los
dos muchachos encontraron aquello tan divertido que Ralph siguió soplando en la
caracola durante un rato, entre ataques de risa.
- Mi amigo soplaba con esto.
Ralph comprendió al fin y lanzó el aire desde
el diafragma. Aquello empezó a sonar al instante. Una nota estridente y
profunda estalló bajo las palmeras, penetró por todos los resquicios de la
selva y retumbó en el granito rosado de la montaña. De las copas de los árboles
salieron nubéculas de pájaros y algo chilló y corrió entre la maleza. Ralph
apartó la concha de sus labios.
- ¡Qué bárbaro!
Su
propia voz pareció un murmullo tras la áspera nota de la caracola. La apretó
contra sus labios, respiró fuerte y volvió a soplar. De nuevo estalló la nota
y, bajo un impulso más fuerte, subió hasta alcanzar una octava y vibró como una
trompeta, con un clamor mucho más agudo todavía. Piggy, alegre su rostro y
centelleantes las gafas, gritaba algo.
Chillaron los pájaros y algunos animalillos
cruzaron rápidos. Ralph se quedó sin aliento; la octava se desplomó,
transformada en un quejido apagado, en un soplo de aire. Enmudeció la caracola;
era un colmillo brillante El rostro de Ralph se había amoratado por el
esfuerzo, y el clamor de los pájaros y el resonar de los ecos llenaron el aire
de la isla.
- Te apuesto a que se puede oír eso a más de
un kilómetro.
Ralph recobró el aliento y sopló de nuevo,
produciendo unos cuantos estallidos breves.
- ¡Ahí viene uno!, exclamó Piggy.
Entre las palmeras, a unos cien metros de la
playa, había aparecido un niño. Tendría seis años, más o menos; era rubio y
fuerte, con la ropa destrozada y la cara llena de manchones de fruta. Se había
bajado los pantalones por una razón evidente y los llevaba a medio subir. Saltó
de la terraza de palmeras a la arena y los pantalones cayeron a los tobillos;
los abandonó allí y corrió a la plataforma. Piggy le ayudó a subir. Entre
tanto, Ralph seguía sonando la caracola hasta que un griterío llegó del bosque.
El pequeño, en cuclillas frente a Ralph, alzó hacia él la cabeza con una alegre
mirada. Al comprender que algo serio se preparaba allí quedó tranquilo y se
metió en la boca el único dedo que le quedaba limpio: un pulgar rosado.
Piggy se inclinó hacia él.
- ¿Cómo te llamas?
- Johnny.
Murmuró Piggy el nombre para sí y luego lo
gritó a Ralph, que no le prestó atención porque seguía soplando la caracola.
Tenía el rostro oscurecido por el violento placer de provocar aquel ruido
asombroso y el corazón le sacudía la tirante camisa. El vocerío del bosque se
aproximaba.
Se divisaban ahora señales de vida en la
playa. La arena, temblando bajo la bruma del calor, ocultaba muchos cuerpos a
lo largo de sus kilómetros de extensión; unos muchachos caminaban hacia la plataforma a través de la arena caliente y
muda. Tres chiquillos, de la misma edad que Johnny, surgieron por sorpresa de
un lugar inmediato, donde habían estado atracándose de fruta.
Un niño de pelo oscuro, no mucho más joven que
Piggy, se abrió paso entre la maleza, salió a la plataforma y sonrió
alegremente a todos. A cada momento llegaban más. Siguieron el ejemplo
involuntario de Johnny y se sentaron a esperar en los caídos troncos de las
palmeras. Ralph siguió lanzando estallidos breves y penetrantes. Piggy se movía
entre el grupo, preguntaba su nombre a cada uno y fruncía el ceño en un
esfuerzo por recordarlos. Los niños le respondían con la misma sencilla
obediencia que habían prestado a los hombres de los megáfonos. Algunos de ellos
iban desnudos y cargaban con su ropa; otros, medio desnudos o medio vestidos con
los uniformes colegiales: jerseys o chaquetas grises, azules, marrones. Jerseys
y medias llevaban escudos, insignias y rayas de color indicativas de los
colegios. Sus cabezas se apiñaban bajo la sombra verde: cabezas de pelo castaño
oscuro o claro, negro, rubio claro u oscuro, pelirrojas... Cabezas que
murmuraban, susurraban, rostros de ojos inmensos que miraban con interés a
Ralph. Algo se preparaba allí.
Los niños que se acercaban por la playa, solos
o en parejas, se hacían visibles al cruzar la línea que separaba la bruma
cálida de la arena cercana. Y entonces la vista de quien miraba en esa
dirección se veía atraída primero por una criatura negra, semejante a un
murciélago, danzando en la arena, y sólo después percibía el cuerpo que se
sostenía sobre ella. El murciélago era la sombra de un niño, y el sol, que caía
verticalmente, la reducía a una mancha entre los pies presurosos. Sin soltar la
caracola, Ralph se fijó en la última pareja de cuerpos que alcanzaba la
plataforma, suspendidos sobre una temblorosa mancha negra. Los dos muchachos,
con cabezas apepinadas y cabellos como la estopa, se tiraron a los pies de
Ralph, sonriéndole y jadeando como perros. Eran mellizos, y la vista, ante
aquella alegre duplicación, quedaba sorprendida e incrédula. Respiraban a la vez,
se reían a la vez y ambos eran de aspecto vivo y cuerpo rechoncho. Alzaron
hacia Ralph unos labios húmedos; parecía no haberles alcanzado piel para ellos,
por lo que el perfil de sus rostros se veía borroso y las bocas tirantes,
incapaces de cerrarse. Piggy inclinó sus gafas deslumbrantes hasta casi tocar a
los mellizos. Se le oía, entre los estallidos de la caracola, repetir sus
nombres:
- Sam, Eric, Sam, Eric.
Después se confundió; los mellizos movieron
las cabezas y señalaron el uno al otro. El grupo entero rió. Por fin dejó Ralph
de sonar la caracola y con ella en una mano se sentó, la cabeza entre las
rodillas. Las risas se fueron apagando al mismo tiempo que los ecos y se hizo
el silencio.
Algo oscuro andaba a tientas dentro del rombo
brumoso de la playa. El primero que lo vio fue Ralph y su atenta mirada acabó
por arrastrar hacia aquel lugar la vista de los demás. La criatura salió del área
del espejismo y entró en la transparente arena, y vieron entonces que no toda
aquella oscuridad era una sombra, sino, en su mayor parte, ropas.
La criatura era un grupo de chicos que
marchaban casi a compás, en dos filas paralelas. Vestían de extraña manera.
Llevaban en la mano pantalones, camisas y otras prendas, pero cada muchacho
traía puesta una gorra negra cuadrada con una insignia de plata.
Capas negras con grandes cruces plateadas al
lado izquierdo del pecho cubrían sus cuerpos desde la garganta a los tobillos,
y los cuellos acababan rematados por golas blancas. El calor del trópico, el
descenso, la búsqueda de alimentos y ahora esta caminata sudorosa a lo largo de
la playa ardiente habían dado a la piel de sus rostros el aspecto de una
ciruela recién lavada. El muchacho al mando del grupo vestía de la misma forma,
pero la insignia de su gorra era dorada. Cuando su grupo se encontró a unos
diez metros de la plataforma, gritó una orden y todos se pararon, jadeantes,
sudorosos, balanceándose en la rabiosa luz. El propio jefe dio unos pasos al
frente, saltó a la plataforma, revoloteando su capa, y se asomó a lo que para
él era casi total oscuridad.
- ¿Dónde está el hombre de la trompeta?
Ralph, al advertir en el otro la ceguera del
sol, contestó:
- No hay ningún hombre con trompeta. Era yo.
El muchacho se acercó y, fruncido el
entrecejo, miró a Ralph. Lo que pudo ver de aquel muchacho rubio con una
caracola de color cremoso no pareció satisfacerle. Se volvió rápidamente y su
capa negra giró en el aire.
- ¿Entonces no hay ningún barco?
Se le veía alto, delgado y huesudo dentro de
la capa flotante; su pelo rojo resaltaba bajo la gorra negra. Su cara, de piel
cortada y pecosa, era fea, pero no la de un tonto. Dos ojos de un azul claro
que destacaban en aquel rostro, indicaban su decepción, pronta a transformarse
en cólera.
- ¿No hay ningún hombre aquí?
Ralph habló a su espalda.
- No. Pero vamos a tener una reunión. Quedaos
con nosotros.
El grupo empezó a deshacer la formación y el
muchacho alto gritó:
- ¡Atención! ¡Quieto el coro!
El coro, obedeciendo con cansancio, volvió a
agruparse en filas y permaneció balanceándose al sol. Pero unos cuantos
empezaron a protestar tímidamente.
- Por favor, Merridew. Por favor..., ¿por qué
no nos dejas?
En aquel momento uno de los muchachos se
desplomó de bruces en la arena y la fila se deshizo. Alzaron al muchacho a la
plataforma y le dejaron allí sobre el suelo. Merridew lo miró fijamente y
después trató de corregir lo hecho.
- De acuerdo. Sentaos. Dejadle solo.
- Pero, Merridew...
- Siempre se está desmayando - dijo Merridew
-. Hizo lo mismo en Gibraltar y en Addis, y en los maitines se cayó encima del
chantre.
Esta jerga particular del coro provocó la risa
de los compañeros de Merridew, que posados como negros pájaros en los troncos
desordenados observaban a Ralph con interés. Piggy no preguntó sus nombres. Se
sintió intimidado por tanta superioridad uniformada y la arrogante autoridad
que despedía la voz de Merridew. Encogido al otro lado de Ralph, se entretuvo
con las gafas. Merridew se dirigió a Ralph.
- ¿No hay gente mayor?
- No.
Merridew se sentó en un tronco y miró al
círculo de niños.
- Entonces tendremos que cuidarnos nosotros
mismos.
Seguro al otro lado de Ralph, Piggy habló
tímidamente.
- Por eso nos ha reunido Ralph. Para decidir
lo que hay que hacer. Ya tenemos algunos nombres. Ese es Johnny. Esos dos - son
mellizos - son Sam y Eric. ¿Cuál es Eric...? ¿Tú? No, tu eres Sam...
- Yo soy Sam.
- Y yo soy Eric.
- Debíamos conocernos por nuestros nombres. Yo
soy Ralph - dijo éste.
- Ya tenemos casi todos los nombres - dijo
Piggy - Los acabamos de preguntar ahora.
- Nombres de niños - dijo Merridew -. ¿Por qué
me va nadie a llamar Jack? Soy Merridew.
Ralph se volvió rápido. Aquella era la voz de
alguien que sabía lo que quería.
- Entonces - siguió Piggy -, aquel chico... no
me acuerdo...
- Hablas demasiado - dijo Jack Merridew -.
Cállate, Fatty. (NT: gordito)
Se oyeron risas.
- ¡No se llama Fatty - gritó Ralph -, su
verdadero nombre es Piggy!
- ¡Piggy!
- ¡Piggy!
- ¡Eh, Piggy!
Se rieron a carcajadas y hasta el más pequeño
se unió al jolgorio. Durante un instante, los muchachos formaron un círculo
cerrado de simpatía, que excluyó a Piggy. Se puso éste muy colorado, agachó la
cabeza y limpió las gafas una vez más.
Por fin cesó la risa y continuaron diciendo
sus nombres. Maurice, que seguía a Jack en estatura entre los del coro, era
ancho de espaldas y lucía una sonrisa permanente. Había un chico menudo y
furtivo en quien nadie se había fijado, encerrado en sí mismo hasta lo más
profundo de su ser. Murmuró que se llamaba Roger y volvió a guardar silencio.
Bill, Robert, Harold, Henry. El muchacho que sufrió el desmayo se arrimó a un
tronco de palmera, sonrió, aún pálido, a Ralph y dijo que se llamaba Simón. Habló Jack:
- Tenemos que decidir algo para que nos
rescaten.
Se oyó un rumor; Henry, uno de los pequeños,
dijo que se quería ir a casa.
- Cállate - dijo Ralph distraído. Alzó la
caracola -. Me parece que debíamos tener un jefe que tome las decisiones.
- ¡Un jefe! ¡Un jefe!
- Debo serlo yo - dijo Jack con sencilla
arrogancia -, porque soy el primero en el coro de la iglesia y soy tenor. Puedo
dar el do sostenido.
De nuevo un rumor.
- Así que - dijo Jack -, yo...
Dudó por un instante. El muchacho moreno,
Roger, dio al fin señales de vida y dijo:
- Vamos a votar.
- ¡Sí!
- ¡A votar por un jefe!
- ¡Vamos a votar!...
Votar era para ellos un juguete casi tan
divertido como la caracola. Jack empezó a protestar, pero el alboroto cesó de
reflejar el deseo general de encontrar un jefe para convertirse en la elección
por aclamación del propio Ralph.
Ninguno de los chicos podría haber dado una
buena razón para aquello; hasta el momento, todas las muestras de inteligencia
habían procedido de Piggy, y el que mostraba condiciones más evidentes de jefe
era Jack. Pero tenía Ralph, allí sentado, tal aire de serenidad, que lo hacía
resaltar entre todos; era su estatura y su atractivo; mas de manera
inexplicable, pero con enorme fuerza, había influido también la caracola. El
ser que hizo sonar aquello, que los aguardó sentado en la plataforma con tan
delicado objeto en sus rodillas, era algo fuera de lo corriente.
- El del caracol.
- ¡Ralph! ¡Ralph!
- Que sea jefe ese de la trompeta.
Ralph alzó una mano para callarles.
- Bueno, ¿quién quiere que Jack sea jefe?
Todos los del coro, con obediencia inerme, alzaron
las manos.
- ¿Quién me vota a mí?
Todas las manos restantes, excepto la de Piggy,
se elevaron inmediatamente. Después también Piggy, aunque a regañadientes, hizo
lo mismo.
Ralph las contó.
- Entonces, soy el jefe.
El círculo de muchachos rompió en aplausos.
Aplaudieron incluso los del coro. Las pecas del rostro de Jack desaparecieron
bajo el sonrojo de la humillación. Decidió levantarse, después cambió de idea y
se volvió a sentar mientras el aire seguía tronando. Ralph lo miró y con el vivo deseo de
ofrecerle algo:
- El coro te pertenece a ti, por supuesto.
- Pueden ser nuestro ejército...
- O los cazadores...
- Podrían ser...
Desapareció el sofoco de la cara de Jack.
Ralph volvió a pedir silencio con la mano.
- Jack tendrá el mando de los del coro. Pueden
ser... ¿Tú qué quieres que sean?
- Cazadores.
Jack y Ralph sonrieron el uno al otro con
tímido afecto. Los demás se entregaron a animadas conversaciones. Jack se
levantó.
- Vamos a ver, los del coro. Quitaos las
capas.
Los muchachos del coro, como si acabara de
terminarse la clase, se levantaron, se pusieron a charlar y apilaron sobre la
hierba las capas negras. Jack dejó la suya en un tronco junto a Ralph. Tenía
los pantalones grises pegados a la piel por el sudor. Ralph los miró con
admiración, y al darse cuenta Jack explicó:
- Traté de escalar aquella colina para ver si
estábamos rodeados de agua. Pero nos llamó tu caracola.
Ralph sonrió y alzó la caracola para
establecer silencio.
- Escuchad todos. Necesito un poco de tiempo
para pensar las cosas. No puedo decidir nada así de repente. Si esto no es una
isla, nos podrán rescatar en seguida. Así que tenemos que decidir si es una
isla o no. Tenéis que quedaros todos aquí y esperar. Y que nadie se mueva. Tres
de nosotros... porque si vamos más nos haremos un lío y nos perderemos, así que
tres de nosotros iremos a explorar y ver dónde estamos. Iré yo, y Jack y...
Miró al círculo de animados rostros. Sobraba
donde escoger.
- Y Simón.
Los chicos alrededor de Simón rieron burlones
y él se levantó sonriendo un poco. Ahora que la palidez del desmayo había
desaparecido, era un chiquillo delgaducho y vivaz, con una mirada que emergía
de una pantalla de pelo negro, lacio y tosco. Asintió con la cabeza.
- De acuerdo, iré.
- Y yo...
Jack sacó una navaja envainada, de respetable
tamaño, y la clavó en un tronco. El alboroto subió y decayó de nuevo. Piggy se
removió en su asiento.
- Yo iré también.
Ralph se volvió hacia él.
- No sirves para esta clase de trabajo.
- Me da igual...
- No te queremos para nada - dijo Jack sin más
-; basta con tres.
- Yo estaba con él cuando encontró la
caracola. Estaba con él antes de que vinierais vosotros.
Ni Jack ni los otros le hicieron caso. Hubo
una dispersión general. Ralph, Jack y Simón saltaron de la plataforma y
marcharon por la arena, dejando atrás la poza. Piggy les siguió con esfuerzo.
- Si Simón se pone en medio - dijo Ralph -,
podremos hablar por encima de su cabeza.
Los tres marchaban al unísono, por lo cual
Simón se veía obligado a dar un salto de vez en cuando para no perder el paso.
Al poco rato Ralph se paró y se volvió hacia Piggy.
- Oye.
Jack y Simón fingieron no darse cuenta de
nada. Siguieron caminando.
- No puedes venir.
De nuevo se empañaron las gafas de Piggy, esta
vez por humillación.
- Se lo has dicho. Después de lo que te conté.
Se sonrojó y le tembló la boca.
- Después que te dije que no quería...
- Pero ¿de qué hablas?
- De que me llamaban Piggy. Dije que no me
importaba con tal que los demás no me llamasen Piggy, y te pedí que no se lo
dijeses a nadie, y luego vas y se lo cuentas a todos.
Cayó un silencio sobre ellos. Ralph miró a
Piggy con más comprensión, y lo vio afectado y abatido. Dudó entre la disculpa
y un nuevo insulto.
- Es mejor Piggy que Fatty - dijo al fin, con
la firmeza de un auténtico jefe -. Y además, siento que lo tomes así. Vuélvete
ahora, Piggy, y toma los nombres que faltan. Ese es tu trabajo. Hasta luego.
Se volvió y corrió hacia los otros dos. Piggy
quedó callado y el sonrojo de indignación se apagó lentamente. Volvió a la
plataforma.
Los tres muchachos marcharon rápidos por la
arena. La marea no había subido aún y dejaba descubierta una franja de playa,
salpicada de algas, tan firme como un verdadero camino. Una especie de hechizo
lo dominó todo; les sobrecogió aquella atmósfera encantada y se sintieron
felices. Se miraron riendo animadamente; hablaban sin escucharse. El aire
brillaba. Ralph, que se sentía obligado a traducir todo aquello en una explicación,
intentó dar una voltereta y cayó al suelo. Al cesar las risas, Simón acarició tímidamente
el brazo de Ralph y se echaron a reír de nuevo.
- Vamos - dijo Jack en seguida -, que somos
exploradores.
- Iremos hasta el extremo de la isla - dijo
Ralph - y veremos desde allí lo que hay al otro lado.
- Si es que es una isla...
Ahora, al acercarse la noche, los espejismos
iban cediendo poco a poco. Divisaron el final de la isla, bien visible y sin
ningún efecto mágico que ocultase su aspecto o su sentido. Se hallaron frente a
un tropel de formas cuadradas que ya les eran familiares y un gran bloque en
medio de la laguna. En él tenían sus nidos las gaviotas.
- Parece una capa de azúcar - dijo Ralph -
sobre una tarta de fresa.
- No vamos a ver nada desde el extremo porque
no hay ningún extremo - dijo Jack -. Sólo una curva suave... y fíjate que las
rocas son cada vez más peligrosas...
Ralph hizo pantalla de sus ojos con una mano y
siguió el perfil mellado de los riscos montaña arriba. Era el lugar de la playa
más cercano a la montaña que hasta el momento habían visto.
- Trataremos de escalar la montaña desde aquí
- dijo -. Me parece que este es el camino más fácil. Aquí hay menos jungla y
más de estas rocas de color rosa. ¡Vamos!
Los tres muchachos empezaron a trepar. Alguna
fuerza desconocida había dislocado aquellos bloques, partiéndolos en pedazos
que quedaron inclinados, y con frecuencia apilados uno sobre otro en volumen
decreciente. La forma más característica era un rosado risco que soportaba un
bloque ladeado, coronado a su vez por otro bloque, y éste por otro, hasta que
aquella masa rosada constituía una pila de rocas en equilibrio que emergía
atravesando la ondulada fantasía de las trepadoras del bosque. A menudo, donde
los riscos rosados se erguían del suelo aparecían senderos estrechos que serpenteaban
hacia arriba. Sería fácil caminar por ellos, de cara hacia la montaña y sumergidos
en el mundo vegetal.
- ¿Quién haría este camino?
Jack se paró para limpiarse el sudor de la
cara. Ralph, junto a él, respiraba con dificultad.
- ¿Hombres?
Jack negó con la cabeza.
- Los animales.
Ralph penetró con la mirada en la oscuridad
bajo los árboles. La selva vibraba sin cesar.
- Vamos.
Lo más difícil no era la abrupta pendiente,
rodeando las rocas, sino las inevitables zambullidas en la maleza hasta
alcanzar la vereda siguiente. Allí las raíces y los tallos de las plantas
trepadoras se enredaban de tal modo que los muchachos habían de atravesarlos
como dóciles agujas. Aparte del suelo pardo y los ocasionales rayos de luz a través
del follaje, lo único que les servía de guía era la dirección de la pendiente
del terreno: que este agujero, aún galoneado por cables de trepadoras, se
encontrase más alto que aquel.
Siguieron hacia arriba a pesar de todo.
En uno de los momentos más difíciles, cuando
se encontraban atrapados en aquella maraña, Ralph se volvió a los otros con
ojos brillantes.
- ¡Bárbaro!
- ¡Fantástico!
- ¡Estupendo!
No era fácil explicar la razón de su alegría.
Los tres se sentían sudorosos, sucios y agotados. Ralph estaba lleno de arañazos.
Las trepadoras eran tan gruesas como sus propios muslos y no dejaban más que
túneles por donde seguir avanzando. Ralph gritó para sondear, y escucharon los
ecos amortiguados.
- Esto sí que es explorar - dijo Jack -. Te
apuesto a que somos los primeros que entramos en este sitio.
- Deberíamos dibujar un mapa - dijo Ralph -.
Lo malo es que no tenemos papel.
- Podríamos hacerlo con la corteza de un árbol
- dijo Simón -, raspándola y luego frotando con algo negro.
De nuevo, en la temerosa penumbra, brotó la
solemne comunión de ojos brillantes.
- ¡Bárbaro!
- ¡Fantástico!
No había espacio para volteretas. Aquella vez
Ralph tuvo que expresar la intensidad de su entusiasmo fingiendo derribar a
Simón de un golpe; y pronto formaron un montón alegre y efusivo bajo la sombra
crepuscular. Cuando se desenlazaron, Ralph fue el primero en hablar.
- Tenemos que seguir.
El granito rosado del siguiente risco se
encontraba más alejado de las trepadoras y los árboles, y resultaba fácil
seguir la vereda. Esta, a su vez, les condujo hacia un claro del bosque, desde
donde se vislumbraba el mar abierto. El sol secó ahora sus ropas empapadas por
el oscuro y húmedo calor soportado. Para llegar hasta la cumbre ya no habrían
de zambullirse más en la oscuridad, sino trepar tan sólo por la roca rosada.
Eligieron su camino por desfiladeros y
afilados peñascos.
- ¡Mira! ¡Mira!
Las piedras desgarradas se alzaban como
chimeneas a gran altura en aquel extremo de la isla. La roca que escogió Jack
para apoyarse cedió, rechinando, al empuje.
- Venga...
Pero este «venga» no era una incitación a
seguir hacia la cumbre. La cumbre sería asaltada más tarde, una vez que los
tres muchachos respondieran a este reto. La roca era tan grande como un
automóvil pequeño.
- ¡Empuja! Adelante y atrás; había que coger
el ritmo.
- ¡Empuja! Tiene que aumentar el vaivén del
péndulo, aumentar, aumentar, hay que arrimar el hombro en el punto que más
oscila... aumentar... aumentar.
- ¡Empuja!
La enorme roca dudó un segundo, se balanceó en
un pie, decidió no volver, se lanzó al espacio, cayó, golpeó el suelo, giró,
zumbó en el aire y abrió un profundo hueco en el dosel del bosque. Volaron
pájaros y rumores, flotó en el aire un polvo rosado y blanco, retumbó el bosque
a lo lejos como si lo atravesara un monstruo enfurecido y luego enmudeció la
isla.
- ¡Qué bárbaro!
- ¡Igual que una bomba!
No pudieron apartarse de aquel triunfo suyo en
un buen rato. Pero al fin se alejaron. El camino a la cumbre resultó fácil
después de aquello. Al iniciar el último tramo, Ralph quedó inmóvil.
- ¡Fíjate!
Habían llegado al borde de un circo, o
anfiteatro, esculpido en la ladera. Estaba cubierto de azules flores de montaña
que le rebasaban y colgaban en profusión hasta el dosel del bosque. El aire
estaba cargado de mariposas que se elevaban, volaban y volvían a las flores.
Más allá del circo aparecía la cima cuadrada
de la montaña y pronto se encontraron en ella. Habían sospechado desde un principio que
estaban en una isla: mientras trepaban por las rosadas piedras, con el mar a
ambos lados y el alto aire cristalino, un instinto les había dicho que se
encontraban rodeados por el mar. Pero era mejor no decir la última palabra hasta
pisar la propia cumbre y ver el redondo horizonte de agua.
Ralph se volvió a los otros.
- Todo esto es nuestro.
Su forma venía a ser la de un barco: el
extremo donde se encontraban se erguía encorvado y detrás de ellos descendía el
arduo camino hacia la orilla. A un lado y otro, rocas, riscos, copas de árboles
y una fuerte pendiente. Frente a ellos, toda la longitud del barco: un descenso
más fácil, cubierto de árboles e indicios de la piedra rosada, y luego la llanura
selvática, tupida de verde, contrayéndose al final en una cola rosada. Allá
donde la isla desaparecía bajo las aguas, se veía otra isla. Una roca, casi aislada,
se alzaba como una fortaleza, cuyo rosado y atrevido bastión les contemplaba a
través del verdor.
Los muchachos observaron todo aquello; después
dirigieron la vista al mar. La tarde empezaba a declinar y desde el alto
mirador ningún espejismo robaba al paisaje su nitidez.
- Eso es un arrecife. Un arrecife de coral.
Los he visto en fotos.
El arrecife cercaba gran parte de la isla y se
extendía paralelo a lo que los muchachos llamaron su playa, a una distancia de
más de un kilómetro de ella. El coral semejaba blancos trazos hechos por un
gigante que se hubiese encorvado para reproducir en el mar la fluida línea del
contorno de la isla y, cansado, abandonara su obra sin acabarla. Dentro del
agua multicolor, las rocas y las algas se veían como en un acuario; fuera, el
azul oscuro del mar. Del arrecife se desprendían largas trenzas de espumas que
la marea arrastraba consigo, y por un instante creyeron que el barco empezaba a
ciar.
Jack señaló hacia abajo.
- Allí es donde aterrizamos.
Más allá de los barrancos y los riscos podía
verse la cicatriz en los árboles; allí estaban los troncos astillados y luego
el desgarrón del terreno, dejando entre éste y el mar tan sólo una orla de
palmeras. Allí estaba también, apuntando hacia la laguna, la plataforma, y cerca
de ella se movían figuras que parecían insectos.
Ralph trazó con la mano una línea en zig-zag
que partía del área desnuda donde se encontraban, seguía una cuesta, después
una hondonada, atravesaba un campo de flores y, tras un rodeo, descendía a la
roca donde empezaba el desgarrón del terreno.
- Esta es la manera más rápida de volver.
Brillándoles los ojos, extasiados,
triunfantes, saborearon el derecho de dominio. Se sintieron exaltados; se
sintieron amigos.
- No se ve el humo de ninguna aldea y tampoco hay
barcos - dijo Ralph con seriedad -. Luego lo comprobaremos, pero creo que está
desierta.
- Buscaremos comida - dijo Jack entusiasmado
-. Tendremos que cazar; atrapar algo... hasta que vengan por nosotros.
Simón miró a los dos sin decir nada, pero
asintiendo con la cabeza de tal forma que su melena negra saltaba de un lado a
otro. Le brillaba el rostro. Ralph observó el otro lado, donde no había
arrecife.
- Ese lado tiene más cuesta - dijo Jack. Ralph
formó un círculo con las manos.
- Ese trozo de bosque, ahí abajo... lo
sostiene la montaña.
Todos los rincones de la montaña sostenían
árboles; árboles y flores. En aquel momento el bosque empezó a palpitar, a
agitarse, a rugir. El área de flores más cercanas fue sacudida por el viento y
durante unos instantes la brisa llevó aire fresco a sus rostros.
Ralph extendió los brazos.
- Todo es nuestro. Gritaron, rieron y
saltaron.
- Tengo hambre.
Al mencionar Simón su hambre, los otros se
dieron cuenta de la suya.
- Vámonos - dijo Ralph -. Ya hemos averiguado
lo que queríamos saber.
Bajaron a tropezones una cuesta rocosa,
cruzaron entre flores y se hicieron camino bajo los árboles. Se detuvieron para
ver los matorrales con curiosidad.
Simón fue el primero en hablar.
- Parecen cirios. Plantas de cirios. Capullos
de cirios.
Las plantas, que despedían un olor aromático,
eran de un verde oscuro y sus numerosos capullos verdes, replegados para evitar
la luz, brillaban como la cera. Jack cortó uno con la navaja y su olor se
derramó sobre ellos.
- Capullos de cirios.
- No se pueden encender - dijo Ralph -.
Parecen velas, eso es todo.
- Velas verdes - dijo Jack con desprecio -; no
se pueden comer. Venga, vámonos.
Habían llegado al lugar donde comenzaba la
espesa selva, y caminaban cansados por un sendero cuando oyeron ruidos - en
realidad gruñidos - y duros golpes de pezuñas en un camino. A medida que
avanzaban aumentaron los gruñidos hasta hacerse frenéticos.
Encontraron un jabato atrapado en una maraña
de lianas, debatiéndose entre las elásticas ramas en la locura de su angustiado
terror. Lanzaba un sonido agudo, afilado como una aguja, insistente. Los tres
muchachos avanzaron corriendo y Jack blandió de nuevo su navaja. Alzó un brazo
al aire. Se hizo un silencio, una pausa; el animal continuó gruñendo, siguieron
agitándose las lianas y la navaja brillando al extremo de un brazo huesudo. La
pausa sirvió tan sólo para que los tres comprendieran la enormidad que sería la
caída del golpe. En ese momento, el jabato se libró de las ramas y se escabulló
en la maleza. Se quedaron mirándose y contemplaron el lugar del terror.
El rostro de Jack estaba blanco bajo las
pecas. Advirtió que aún sostenía la navaja en lo alto; bajó el brazo y guardó
el arma en su funda. Rieron los tres algo avergonzados y retrocedieron hasta
alcanzar el camino abandonado.
- Estaba buscando un buen sitio - dijo Jack -;
sólo esperé un momento para decidir dónde clavarla.
- Los jabalíes se cazan con venablo - dijo
Ralph con violencia -. Siempre se habla de cazar el jabalí con venablo.
- Hay que cortarles el cuello para que les
salga la sangre - dijo Jack -. Si no, no se puede comer la carne.
- ¿Por qué no le has...?
Sabían muy bien por qué no lo había hecho:
hubiese sido tremendo ver descender la navaja y cortar carne viva; hubiese sido
insoportable la visión de la sangre.
- Lo iba a hacer - dijo Jack.
Se había adelantado y no pudieron ver su cara.
- Estaba buscando un buen sitio. ¡La próxima
vez...!
De un tirón sacó la navaja de su funda y la
clavó en el tronco de un árbol. La próxima vez no habría piedad. Se volvió y
les miró con fiereza, retándoles a que le desmintiesen. A poco salieron a la
luz del sol y se entretuvieron algún tiempo en busca de frutos comestibles,
devorándolos mientras avanzaban por el desgarrón hacia la plataforma y la reunión.
Continúa leyendo esta historia en "El Señor de las Moscas - Capítulo II - William Golding"
gracias no encontraba el libro agradezco mucjo q lo pusieran en una pagina
ResponderEliminarDe nada
EliminarPodrian hacer un analisis literario porfavor.?
ResponderEliminargracias por fin encuentro los capitulos divididos
ResponderEliminar