Mientras esperamos las publicaciones con la lectura de Febrero, les propongo leer el siguiente cuento de Jorge Luis Borges
LA MURALLA Y LOS LIBROS
He, whose long wall the wand’ring Tartar bounds…
DUNCIAD, II, 76
Leí, días pasados, que el hombre que ordenó la edificación de la casi infinita muralla china fue aquel primer Emperador, Shih Huang Ti, que asimismo dispuso que se quemaran todos los libros anteriores a él. Que las dos vastas operaciones —las quinientas o seiscientas leguas de pie-dra para opuestas a los bárbaros, la rigurosa abolición de la historia, es decir del pasado— procedieran de una persona y fueran de algún modo sus atributos, inexplicablemente me satisfizo y, a la vez, me inquietó. Indagar las razones de esa emoción es el fin de esta Plancha.
Históricamente, no hay misterio en las dos medidas. Contemporáneo de las guerras de Aníbal, Shih Huang Ti, rey de Tsin, redujo bajo su poder a los Seis Reinos antes existentes y borró el sistema feudal; erigió la muralla, porque las murallas eran defensas; quemó los libros, porque la oposición los invocaba para alabar a los antiguos emperadores. Que-mar libros y erigir fortificaciones es tarea común de los príncipes; lo úni-co singular en Shih Huang Ti fue la escala en la que obró. Así lo hacen entender algunos sinólogos, pero yo siento que los hechos que he refe-rido son algo más que una exageración o una hipérbole de disposiciones triviales. Cercar un huerto o un jardín es común; no lo es cercar un imperio. Tampoco es baladí pretender que la más tradicional de las razas renuncie a la memoria de su pasado, mítico o verdadero. Tres mil años de cronología tenían los chinos (y en esos años, se incluyen el Emperador Amarillo y Chuang Tzu y Confucio y Lao Tzu), cuando Shih Huang Ti ordenó que la historia empezara con é1.
Shih Huang Ti había desterrado a su madre por libertina; en su dura justicia, los ortodoxos no vieron otro cosa que una impiedad; Shih Huang Ti, tal vez, quiso abolir todo el pasado para abolir un solo recuer-do: la infamia de su madre. Esta conjetura es atendible, pero nada nos dice de la muralla, de la segunda cara del mito. Shih Huang Ti, según los historiadores, prohibió que se mencionara la muerte y busco el elixir de la inmortalidad y se recluyó en un palacio figurativo, que constaba de tantas habitaciones como hay días en el año; estos datos sugieren que la muralla en el espacio y el incendio en el tiempo fueron barreras mági-cas destinadas a detener la muerte. “Todas las cosas quieren persistir en su ser”, ha escrito Baruch Spinosa; quizá el Emperador y sus magos creyeron que la inmortalidad es intrínseca y que la corrupción no puede entrar en un orbe cerrado. Quizá el Emperador quiso recrear el principio del tiempo y se llamó Primero, para ser realmente primero, Y se llamó Huang Ti, para ser de algún modo Huang Ti, el legendario emperador que inventó la escritura y la brújula. Este, según el Libro de los Ritos, dio su nombre verdadero a las cosas; parejamente Shih Huang Ti se jac-tó, en inscripciones que perduran, de que todas las cosas, bajo su impe-rio, tuvieran el nombre que les conviene. Soñó fundar una dinastía in-mortal; ordenó que sus herederos se llamaran Segundo Emperador, Tercer Emperador, Cuarto Emperador, y así hasta el infinito… He habla-do de un propósito mágico; también cabría suponer que erigir la muralla y quemar los libros no fueron actos simultáneos. Esto (según el orden que eligiéramos) nos daría la imagen de un rey que empezó por destruir y luego se resigno a conservar, o la de un rey desengañado que destru-yó lo que antes defendía. Ambas conjeturas son dramáticas, pero care-cen, que yo sepa, de base histórica. Herbert Allen Giles cuenta que quienes ocultaron libros fueron marcados con un hierro candente y con-denados a construir, hasta el día de su muerte, la desaforada muralla. Esta noticia favorece o tolera otra interpretación. Acaso la muralla fue una metáfora, acaso Shih Huang Ti condenó a quienes adoraban el pa-sado a una obra tan vasta como el pasado, tan torpe y tan inútil. Acaso la muralla fue un desafío y Shih Huang Ti pensó: “Los hombres aman el pasado y contra ese amor nada puedo, ni pueden mis verdugos, pero alguna vez habrá un hombre que sienta como yo, y ese destruirá mi muralla, como yo he destruido los libros, y ese borrara mi memoria y será mi sombra y mi espejo y no lo sabrá.” Acaso Shih Huang Ti amura-lló el imperio porque sabía que este era deleznable y destruyó los libros por entender que eran libros sagrados, o sea libros que enseñan lo que enseña el universo entero o la conciencia de cada hombre. Acaso el in-cendio de las bibliotecas y la edificación de la muralla son operaciones que de un modo secreto se anulan.
Shih Huang Ti había desterrado a su madre por libertina; en su dura justicia, los ortodoxos no vieron otro cosa que una impiedad; Shih Huang Ti, tal vez, quiso abolir todo el pasado para abolir un solo recuer-do: la infamia de su madre. Esta conjetura es atendible, pero nada nos dice de la muralla, de la segunda cara del mito. Shih Huang Ti, según los historiadores, prohibió que se mencionara la muerte y busco el elixir de la inmortalidad y se recluyó en un palacio figurativo, que constaba de tantas habitaciones como hay días en el año; estos datos sugieren que la muralla en el espacio y el incendio en el tiempo fueron barreras mági-cas destinadas a detener la muerte. “Todas las cosas quieren persistir en su ser”, ha escrito Baruch Spinosa; quizá el Emperador y sus magos creyeron que la inmortalidad es intrínseca y que la corrupción no puede entrar en un orbe cerrado. Quizá el Emperador quiso recrear el principio del tiempo y se llamó Primero, para ser realmente primero, Y se llamó Huang Ti, para ser de algún modo Huang Ti, el legendario emperador que inventó la escritura y la brújula. Este, según el Libro de los Ritos, dio su nombre verdadero a las cosas; parejamente Shih Huang Ti se jac-tó, en inscripciones que perduran, de que todas las cosas, bajo su impe-rio, tuvieran el nombre que les conviene. Soñó fundar una dinastía in-mortal; ordenó que sus herederos se llamaran Segundo Emperador, Tercer Emperador, Cuarto Emperador, y así hasta el infinito… He habla-do de un propósito mágico; también cabría suponer que erigir la muralla y quemar los libros no fueron actos simultáneos. Esto (según el orden que eligiéramos) nos daría la imagen de un rey que empezó por destruir y luego se resigno a conservar, o la de un rey desengañado que destru-yó lo que antes defendía. Ambas conjeturas son dramáticas, pero care-cen, que yo sepa, de base histórica. Herbert Allen Giles cuenta que quienes ocultaron libros fueron marcados con un hierro candente y con-denados a construir, hasta el día de su muerte, la desaforada muralla. Esta noticia favorece o tolera otra interpretación. Acaso la muralla fue una metáfora, acaso Shih Huang Ti condenó a quienes adoraban el pa-sado a una obra tan vasta como el pasado, tan torpe y tan inútil. Acaso la muralla fue un desafío y Shih Huang Ti pensó: “Los hombres aman el pasado y contra ese amor nada puedo, ni pueden mis verdugos, pero alguna vez habrá un hombre que sienta como yo, y ese destruirá mi muralla, como yo he destruido los libros, y ese borrara mi memoria y será mi sombra y mi espejo y no lo sabrá.” Acaso Shih Huang Ti amura-lló el imperio porque sabía que este era deleznable y destruyó los libros por entender que eran libros sagrados, o sea libros que enseñan lo que enseña el universo entero o la conciencia de cada hombre. Acaso el in-cendio de las bibliotecas y la edificación de la muralla son operaciones que de un modo secreto se anulan.
La muralla tenaz que en este momento, y en todos, proyecta sobre tierras que no veré, su sistema de sombras, es la sombra de un Cesar que ordenó que la más reverente de las naciones quemara su pasa-do; es verosímil que la idea nos toque de por si, fuera de las conjeturas que permite. (Su virtud puede estar en la oposición de construir y destruir, en enorme escala.) Generalizando el caso anterior, podríamos in-ferir que todas las formas tienen su virtud en si mismas y no en un “contenido” conjetural. Esto concordaría con la tesis de Benedetto Croce; ya Pater, en 1877, afirmó que todas las artes aspiran a la condición de la música, que no es otra cosa que forma. La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepús-culos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hu-biéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es quizá, el hecho estético.
Buenos Aires, 1950