Estos días estuve con laringitis y faringitis, y en un momento de tos incontrolable, fiebre, y demás, me puse a pensar como hubiera sido una fuerte infección como esa en épocas sin antibióticos... Hoy, revisando los pendientes grabados en mi ebook, encontré este cuento de León Tolstoi que me pareció venía justo a responder mi pregunta.
León Tolstoi nació en Rusia en 1828 y falleció en 1910. Es especialmente conocido por "Guerra y Paz" y "Anna Karerina", entre muchos otros libros, y también por sus cuentos y las reflexiones en ellos.
En "Tres muertes" (1858) tenemos contraste, vida vs muerte, salud vs enfermedad, sobrevaloración de la vida vs lo inevitable de la muerte. Y aunque resulte extraña su lectura, tiene algo especial. Espero que les guste.
Tres Muertes
Era en otoño. Por la
gran carretera rodaban a trote largo dos carruajes. En el primero viajaban dos mujeres.
Una era el ama: pálida, enferma. La otra, su criada: gorda y de sanos colores.
Con la mano rolliza enfundada en un guante agujereado trataba de arreglar los
cabellos cortos y lacios que salían debajo de su sombrero desteñido; su pecho
erguido, envuelto en una manteleta, respiraba salud; sus vivaces ojos negros
contemplaban unas veces, a través de los vidrios, los campos en fuga, y otras miraban
a la dama tímidamente o se volvían con inquietud hacia el fondo del coche. El
sombrero de la dama se balanceaba, colgado de un costado del coche, frente a la
sirvienta, que llevaba un perrito faldero en su regazo. Los pies de ésta
descansaban sobre varios estuches esparcidos en el fondo del vehículo, y
chocaban a cada sacudida, a compás con el ruido de los muelles y la trepidación
de los vidrios.
La clama se mecía
débilmente reclinada entre los cojines, con los ojos cerrados y las manos
puestas en las rodillas. Fruncía las cejas y de cuando en cuando tosía. Estaba
tocada con una cofia de viaje, y en el cuello blanco y delicado llevaba
enredado un pañolón azul. Una raya perfectamente recta dividía debajo de la
corta sus cabellos rubios extremadamente lisos y ungidos de pomada: había no sé
qué sequedad extraña en la blancura de esa raya.
La tez ajada y
amarillenta hab1a aprisionado en su flojedad las delicadas facciones: sólo las
mejillas y los pómulos mostraban suaves toques de carmín. Tenía los labios
resecos e inquietos; las pestañas ralas y tiesas. Y sobre el pecho hundido caía
en pliegues rectos la bata de viaje. Su rostro revelaba, a pesar de tener los
ojos cerrados, cansancio, exasperación y prolongado sufrimiento. El lacayo,
apoyándose en el respaldo, cabeceaba en el pescante. A su lado, el cochero
gritaba y fustigaba a los caballos, y volvía de cuando en cuando la cara hacia
el otro coche.
Paralelamente se
extendían anchos y veloces, sobre el lodo calizo, los surcos de las ruedas. El ciclo
estaba gris y frío. La neblina, húmeda y penetrante, arropaba campos y camino.
En el carruaje de la
dama se respiraba un ambiente asfixiante, cargado de olor a agua de colonia y
polvo de camino. La enferma, sobresaltada, echó de pronto la cabeza hacía
atrás, y abrió pausadamente sus dos grandes ojos negros, singularmente
iluminados por la fiebre.
-¿Todavía no? -exclamó
nerviosamente, y apartó con su mano delgada y preciosa el borde la manta de la
sirvienta, que, por descuido, al caer había rozado su pie. Matriocha recogió
enseguida con ambas manos la manta; se levantó un poco sobre sus recios pies y
fue a sentarse más lejos, sonrojada.
Los bellísimos ojos
negros de la enferma seguían con ansia los movimientos de la criada. De pronto,
se agarró del asiento con ambas manos e intentó incorporarse; pero sus fuerzas
la traicionaban. Su boca se contrajo y se le desfiguró la cara con la expresión
de una impotente ironía.
-Sí tú me ayudaras...
pero no, gracias, no he menester de tu ayuda, yo sola puedo hacerlo! únicamente
te suplico que no pongas detrás de mí ninguno de esos bultos... más vale que no
los muevas si no sabes hacer nada.
Cerró los ojos por unos
instantes, luego volvió a mover pesadamente los párpados y miró, furibunda, a
la criada. Matriocha, muy confundida, se mordió los encendidos labios. La
enferma exhaló un suspiro, un suspiro que terminó en un acceso de tos; se
revolvía toda y luego permaneció largo rato oprimiéndose el pecho con las
manos. Pasado el acceso, cerró nuevamente los ojos y continuó sentada, inmóvil.
Los dos carruajes, uno
tras otro, entraron en una aldea. Matriocha sacó su mano rechoncha por debajo
de la manteleta y se santiguó.
-¿Qué pasa? -inquirió la
señora.
-¡Una posta, niña!
-Pero, ¿por qué te
persignas?
-¡Una iglesia, niña!
La paciente se asomó por
la portezuela, y comenzó a persignarse en silencio al ver la iglesia que en
esos momentos rodeaba el coche.
Ambos carruajes se
detuvieron de repente en la posta. Del primero descendió el marido de la dama enferma
en compañía del médico, juntos se acercaron al coche en que venía la señora.
-Y, ¿cómo se siente
usted? -preguntó el médico tomándole el pulso.
-¿Cómo estás, amiga mía;
no te has cansado mucho? -inquirió el marido en francés, agregando: - ¿Quieres
apearte?
Entretanto Matriocha,
que temía interrumpir la conversación de los amos con su torpeza, se arrinconó
tras de recoger todas las cajas y estuches de mano.
-Lo mismo de siempre...
No me apearé -contestó desganadamente la dama.
El marido permaneció
largo rato junto a la puertezuela, y se apartó luego rumbo a la venta.
Matriocha saltó entonces
del coche, y corrió en las puntas de los pies, sobre el lodo, hacia el zaguán.
-Pero mis males no son
una razón para que ustedes se queden sin comer -dijo al doctor, que permanecía:
aún cerca de ella, dejando asomar a sus labios una débil sonrisa. "Nadie
se interesa por mí", pensó mientras el doctor se alejaba, y subía por la
escalera que conducía a
la fonda. "En sintiéndose bien ellos, todo lo demás les importa muy
poco...”
-Bien, Eduardo Ivanovich
-dijo el marido frotándose las manos, contento de encontrar al doctor-: He
mandado que nos traigan algo que comer. ¿Qué le parece a usted?
-Sea -respondió el
médico.
-Bueno, y ¿cómo sigue la
enferma? -preguntó el marido suspirando.
-Ya lo había dicho -replicó
el médico- que no llegaría ni siquiera a Moscú, mucho menos a Italia, sobre
todo con este tiempo.
-¡Qué haremos, Dios mío!
-exclamó el marido llevándose la mano a la frente-. Ponlas por aquí -indicó en
esto al camarero que entraba con las viandas.
-Más hubiera valido
quedarnos -repuso el médico, encogiéndose los hombros.
-Pero, ¿qué podía yo
hacer? -contestó el marido-. Hice cuanto era posible por impedir el viaje;
alegué que tenía pocos recursos, que no podíamos abandonar a los niños, ni mis
negocios. Mi mujer no quiso oírme. Al contrario, seguía forjándose planes de
nuestra vida en el extranjero, como su estuviera buena y sana. Decirle, por
otra parte, el estado en que se hallaba, seria matarla.
-Y a fe que está
perdida. Vassily Dmitriovich: es menester que usted lo sepa. No hay ser que
pueda vivir sin pulmones; y tampoco son éstos cosa que retoñe. Es triste,
dolorisísimo, pero, ¿qué remedio? Nuestro deber común consiste ahora en hacerle
lo
más soportable posible
los días que le quedan de vida. Sería bueno buscar un confesor en este pueblo...
-¡Ah, Dios mío!
¡Considere mi angustia al tener que recordar a mi esposa que debe expresar su postrera
voluntad! No, ocurra lo que ocurra, no se lo diré, Ud. sabe, doctor, lo buena
que es ella.
-Sin embargo, debe usted
tratar de persuadirla para que se quede hasta el invierno -insistió el doctor
sacudiendo significativamente la cabeza-. Pues de otro modo, puede suceder algo
muy grave en el camino...
-¡Axiucha, Axiucha,
óyeme! -gritó con voz chillona la hija del encargado de la posta, quien al mismo
tiempo hacía de alguacil. Y echándose el pañolón a la cabeza, insistió ruidosa:
-Axiucha, vamos a ver a la señora de Shirkinsk. Dicen que la llevan al
extranjero y que está muy enferma del pecho. ¡Yo nunca he visto cómo se ponen
los tísicos!
Axiucha salió a la
puerta y, asidas ambas de las manos, corrieron hacia el zaguán. Aflojaron el
paso al pasar cerca del coche, y atisbaron por la ventanilla, que estaba
abierta. La enferma levantó la cara para mirarlas, y habiendo notado la
curiosidad de las dos muchachas, hizo una mueca y se volvió al otro lado.
-¡Madre mía! -exclamó la
hija del posadero, tras de volver precipitadamente la cara-. ¡Qué hermosa debe
de haber sido, y en qué lamentable estado se halla ahora! ¡Infunde pavor! ¿Has
visto, Axiucha?
-¡De veras, qué flaca
está la pobre! -afirmó Axiucha-. ¿Vamos a verla otra vez? Fingiremos que vamos
a la noria... ¡Qué lástima, Macha!
-¡Dios mío; pero cuánto
lodo hay aquí! -exclamó Macha. Y las dos regresaron a toda prisa hacia el zaguán.
-Se ve que he de estar
hecha un horror -reflexionó la enferma-. ¡Dios mío, haz que lleguemos al
extranjero, que allí podrá quizá curarme rápidamente!
-Y, ¿qué hay, como te
sientes, amiga mía? -preguntó de pronto el marido, y acercóse al estribo masticando
todavía.
"Siempre la misma
pregunta; pero eso sí, ¡no deja de comer!", pensó la enferma, y murmuró
entre dientes:
-¡Bien!
-Sabes, esposa mía, que
temo mucho que empeore tu salud si continuamos el viaje con este tiempo tan
malo. Y Eduardo Ivanovich opinó lo mismo. ¿No crees que sena mejor regresar?
Ella guardó silencio,
descontenta.
-Durante el invierno, el
tiempo y los caminos estarán quizá mejor. Tú te habrás restablecido, y podremos
entonces venir con los niños.
Ella, exasperada:
-Perdóname; pero si yo
no te hubiera escuchado podía estar a estas fechas en Berlín y
completamente
restablecida.
-Y, ¿cómo remediarlo,
ángel mío? Tú sabes que era imposible marcharnos entonces. En cambio ahora, si
nos quedamos un mes más, tu podrás restablecerte; yo habré arreglado todos mis
negocios y podremos traer a los niños con nosotros.
-¡Los niños están sanos,
y yo no...!
-Es verdad, amiga mía,
pero debes comprender que con el mal tiempo que hace ahora, como empeore tu
salud en el camino... Si estuvieran al menos en casa...
-Cómo..., ¿en casa?....
¿morir en casa? -repuso la enferma muy asustada. La palabra "morir"
le causaba un visible espanto, pues se quedó extática frente al marido, en
actitud de súplica. Él bajo los ojos y calló. La boca de la enferma se contrajo
ingenuamente, y de sus dos grandes ojos comenzaron a rodar las lágrimas. El
marido se cubrió el rostro con el pañuelo, y se alejó del coche sin decir
palabra.
-¡No, yo iré de todos
modos! -repetía la pobre tísica, levantando los ojos al cielo; cruzó las manos
y balbuceó con voz entrecortada-: Padre Eterno, ¿qué crimen he cometido para
que me castigues de este modo?-. Y de sus ojos corría el llanto cada vez más abundante.
Rezó largo tiempo ardorosamente. Pero el dolor arreciaba, oprimíale paulatina, pero
fatalmente, el pecho.
El cielo, el camino, la
campiña, todo era gris, sombrío aquel día. Y aun la niebla, ni más espesa ni más
transparente, caía sobre los tejados, sobre los carruajes y sobre los basteados
abrigos de pieles de los aurigas, quienes entre francas charlas de vocablos
malsonantes enjaezaban las bestias.
El coche estaba listo.
Pero el postillón no aparecía. Había entrado en la choza de los cocheros, donde
hacía un calor sofocante. Estaba oscura y olía a pan recién cocido, a coles y a
piel de carnero.
Varios cocheros
charlaban en la estancia, mientras la cocinera iba y venía muy atareada
alrededor de la estufa. Sobre la campana de la estufa, en un descanso a manera
de lecho, estaba un enfermo, echado entre pieles de carnero.
-¡Tío Fedor, óigame, tío
Fedor! -gritó desde abajo un mozalbete, cochero también, que lucía abrigo de
pieles y un látigo encajado entre los pliegues del cinturón, y que acababa de
entrar en la fonda.
-¡Ea, buen chico, deja
en paz a Fedor! -dijo uno de los otros cocheros-. ¿No ves que te están esperando
en el carruaje?
-¡Quería pedirle sus
botas! -respondió el mozo, y al decir esto sacudió las melenas y se metió los guantes
bajo el cinturón-. ¿Dónde duermes, tío Fedor? -insistió cada vez más cerca de
la estufa.
-¿Qué cosa dices?
-inquirió una voz débil a tiempo que se asomaba desde lo alto de la campana el
rostro demacrado y calenturiento de un hombre que, con mano enflaquecida y
llena de vello, tiró del abrigo de jerga sobre un hombro anguloso, cubierto tan
sólo con una camisa sucia. Dame qué beber, hermano. ¿Qué deseabas?
El mozo le tendió un
jarro de agua.
-Quería decirte una
cosa, Fedia, comenzó con reticencia-. Yo me figuro que tú no vas a necesitar ya
tus botas nuevas. ¿Por qué no me las regalas?, ¡al fin que tú ya no has de
caminar, tío Fedor!...
El enfermo bebía con la
cara pegada al luciente jarro, bebía con avidez exasperante, mojándose los mostachos
hirsutos. Con marcada dificultad levantó la barba sucia y los ojos hundidos
para mirar a su interlocutor. Al desprenderse del jarro quiso levantar el brazo
para enjugarse los labios; pero no pudo: se limpió con la manga del abrigo de
jerga.
Respiraba pesadamente
por la nariz y contemplaba con fijeza al joven cochero, haciendo esfuerzos para
hablar.
-¿Se las has ofrecido a
alguien acaso de balde? Te las pido porque está lloviendo afuera y tengo que
ira trabajar. Dime la verdad, tío Fedor, ¿las necesitas?
En el pecho del enfermo
se oyó un ruido sordo, y al voltearse le acometió fuerte tos casi se ahogaba.
-¡Cómo las ha de
necesitar! ¿No ves que hace dos meses que no baja de su rincón? -gritó de
repente la cocinera, y su cólera resonó estruendosa por todo el aposento-. De
tal modo sufre que siento que se me desgarran mis propias entrañas solamente de
oír sus quejas. Para qué diablos habrá de necesitar ya sus botas. Con botas no
le habrán de enterrar... Por más que, con perdón de Dios, ya seria tiempo...
Miren ustedes cómo se desgarra los pulmones al toser.
Habría sido prudente
transportarle a alguna otra parte. Parece que en la ciudad vecina hay
hospitales: allí estaría mejor, porque aquí nos ocupa espacio y no deja de causar
molestias. ¡Y se atreven todavía a pedirme limpieza!
-¡Ea, Serioga, date
prisa, que los señores te están esperando! -gritó desde la puerta el posadero.
Serioga quiso marcharse
sin obtener respuesta del enfermo; pero éste, víctima del ataque de tos, le hizo
comprender con ojos y manos que deseaba hablarle. Tras breves instantes de
reposo:
-Puedes llevarte las
botas, Serioga -dijo ahogándose-. Pero con la condición de que habrás de
comprar una piedra y mandarla colocar sobre mi tumba cuando me muera -agregó
con voz cada vez más hueca y apagada.
-Muchas gracias, tío
Fedor. Entonces me las llevo; claro que compraré la piedra, descuide.
-¿Han oído, muchachos?
-insistió penosamente el enfermo, y comenzó a toser con más fuerza.
-Sí, sí, hemos oído
-contestó uno de los cocheros.
-Por Dios, Serioga:
mira, allí viene otra vez el posadero a buscarte. Dicen que la dama de Shirkinsk
se ha puesto muy grave. Serioga se descalzó precipitadamente sus botas viejas, demasiado
grandes, y las arrojó debajo del banco.
Las botas del tío Fedor
le quedaban a las mil maravillas, y las miraba y remiraba complacido, mientras
a toda prisa se dirigía hacia el coche.- ¡Hombre, que botas te has comprado!
-exclamo en el camino otro cochero- ¡Dámelas, te las engrasaré! -agregó con la
untura en la mano.
Serioga, sin hacer,
caso, saltó al pescante y empuñó las riendas.
-Oye, ¿es cierto que te
las regaló?
-¡Envidioso! -exclamó
Serioga, mientras se envolvía las piernas con los largos faldones de su abrigo
volvía las piernas con los troncos:
-¡Hola, preciosos! -
dijo, y levantó el látigo en el aire.
Arrancaron los dos
choches, y viajeros, baúles y aurigas se perdieron entre la bruma otoñal.
El cochero tísico se
quedó allí, en la choza malsana, sobre la estufa. Trabajosamente se volteó del
otro lado y guardó silencio. Las gentes iban y venían, comiendo y charlando,
hasta que anochecido, se encaramó la cocinera por encima de la estufa en busca
de su propio abrigo, que había guardado en un rincón.
-Perdóname, Nastasia; no
te dice eso? -masculló condolida-. ¿Qué te duele, tío?
-Las entrañas, Nastasia;
las entrañas, que se me van acabando, ¡Dios sabe por qué!
-La garganta y el pecho,
¿no te duelen mucho?
-Me duele todo,
Nastasia, es la muerte que se acerca. Eso es lo único que yo sé -gimió el
enfermo.
-Ahora cúbrete bien los
pies -dijo Nastasia compasiva, y con sus propias manos lo abrigó cuidadosamente.
Una lamparilla mortecina
alumbraba la choza durante toda la noche. Nastasia y una decena de cocheros
roncaban tendidos en el suelo o sobre los bancos. Só1o el tío Fedor gemía y
tosía toda la noche. Hacia el amanecer se calló completamente.
-¡Es extraño lo que vi
en sueños! -dijo la cocinera desperezándose a la débil claridad de la mañana-.
Vi que el tío Fedor bajaba de su rincón y se ponía a cortar leña.
Soñé que me decía:
"Permíteme, Nastasia que te ayude" y yo le respondía. "Y, ¿cómo
has de poder cortar leña, tío Fedor?" A pesar de todas mis súplicas le vi
que cogía el hacha y que comenzó a trabajar con una rapidez asombrosa. En torno
de él volaban las astillas, y de ver aquello me preguntaba azorada: "¡Pues
no decían que estaba muy
enfermo!" A lo cual
él me respondía: "¡Nada de eso, me siento muy bien!" Y de nuevo
levantaba el hacha y seguía partiendo leña con una rara habilidad. En eso
estaba cuando lancé un grito y desperté.
-¡Tío Fedor, tío Fe...
dor...!
Fedor no respondía.
-¡Se habrá muerto!
¡Vamos a ver! -dijo uno de los cocheros, La mano fría y exangüe colgaba
cubierta de vello. El rostro estaba pálido, yerto.
-Hay que dar parte al
inspector, ¡creo que está muerto! -anunció el cochero desde arriba.
El pobre cochero muerto
no tenía parientes, y había venido de comarcas muy lejanas. Al día siguiente lo
enterraron en el camposanto nuevo, detrás del bosque. Y por muchos días
Nastasia no cesó de relatar a cuantas gentes pasaban por la fonda, su extraño
sueño, y cómo fue ella la primera que pensó en el tío Fedor en los instantes de
la muerte.
Había llegado la
primavera. A lo largo de las húmedas calles del pueblo, por entre las capas de escarcha
que cubrían los basureros, murmuraban los riachuelos. Lo abigarrado de los
trajes y el barullo de las conversaciones daban el paisaje cierta vivacidad. En
los huertos, detrás de los tabiques de las chozas, se hinchaban los brotes de
los árboles, y las ramas se mecían con suavidad al arrullo de una fresca brisa.
Por todas partes caían límpidas las gotas. Los gorriones piaban chillones,
revoloteando en alegre confusión. El jardín, las casas y los árboles resplandecían
bajo el sol. El cielo, la tierra y el corazón de los mortales parecían bañados
de juvenil regocijo.
En una de las calles
principales, frente a una vasta residencia señorial, se levantaba una enorme hacina
de heno verde. En esa casa se hallaba la misma moribunda que dejamos en la
venta, camino del extranjero.
Cerca de la puerta de la
alcoba estaban en pie su marido y una mujer entrada en años. Sobre el diván aparecía
sentado un sacerdote, con los ojos cerrados y algo en la mano, que cubría la
estola. En la esquina, en un sillón, se hallaba recortada una anciana, la madre
de la enferma, que lloraba amargamente. junto a ella, una criada desdoblaba entre
las manos un pañuelo limpio, en espera de que la anciana lo pidiese, en tanto
que otra le frotaba las sienes con algún linimento, y le abanicaba el rostro.
-Que nuestro Señor
Jesucristo sea con usted -decía el marido a la dama que lo acompañaba, a punto de
abrir la puerta-. En nadie tiene tanta confianza como en usted; le habla usted
siempre con tal dulzura. Vaya usted a persuadirla, querida prima.
Quiso él abrir la
puerta; pero ella lo detuvo, se pasó varias veces el pañuelo por los ojos, y
dijo:
-¡Supongo que ahora no
se me conocerá que he llorado!
Abrió la puerta ella
misma y penetró en la estancia de la moribunda.
El marido esperaba presa
de una emoción indecible: perdidamente agobiado. Intentó acercarse a donde
estaba la anciana; pero le faltó valor, desvió su camino y fue a pararse frente
al cura. Éste levantó el rostro y suspiró. Su abundosa barba siguió el
movimiento de los ojos y volvió a caer.
-¡Dios mío, Dios mío!
-murmuró el marido-. ¿Qué haremos?
-¡Es irremediable!
-repuso el cura, y al exhalar un suspiro su ceño y su barba blanca se elevaron
y descendieron alternativamente.
-Y pensar que mamá se
halla en ese estado de desolación. Es para ella un golpe de muerte. Seguramente
no resistirá. ¡La quería tanto!- Y hablando con el cura-. ¡Padre, consuélela
usted!
El sacerdote se levantó
de su sitio y se acercó a la anciana diciendo:
-Es evidente que nadie
puede comprender la pena de una madre, lo confieso; mas con todo, hay que tener
fe en la misericordia de Dios.
Al oír estas palabras,
el rostro de la anciana se contrajo en un ataque nervioso que la dejó postrada por
algunos instantes.
-¡Dios es
misericordioso! -siguió el cura predicando en cuanto la anciana comenzaba a
recobrar los sentidos-. Habrá de saber usted que en mi parroquia hubo una vez
una enferma, seguramente mucho más grave que María Dmitrievna. Pues bien, un
simple burgués la curó en pocos días con un cocimiento de yerbas. Ese curandero
habita actualmente en Moscú. Yo le decía a Vassily Dmitriovich que podía
llamarlo, aunque no fuera más que para proporcionar a la enferma un consuelo.
Para Dios todo es posible.
-No, mi hija no podrá
vivir más: ¡Dios ha dispuesto, sin duda, llamarla en mi lugar! -dijo la anciana,
y de nuevo perdió los sentidos.
El marido se cubrió el
rostro con las manos y huyó de la habitación. En el corredor, a los primeros
pasos, topóse con el primogénito, de seis años, que a todo correr perseguía a
su hermanita menor.
-¡Cómo! -repuso la
criada-, ¿no quiere usted mandar a los niños a que vean a la señora?
-No, no quiere verlos,
ello podría emocionarla-. El chico de detuvo unos instantes mirando fijamente
el rostro de su padre, como si por instinto presintiese algún desenlace grave
que él no acertaba a explicarse. Luego, saltó en un pie y echó a correr
nuevamente en
persecución de su hermanita.
-Mírala, papá -gritó el
chicuelo-, parece caballo moro.
En la otra estancia, la
prima se hallaba sentada a la cabecera de la moribunda, y la consolaba en hábil
plática; trata de iniciarla, de familiarizarla con la idea de la muerte. El
médico, cerca de la otra ventana, preparaba los medicamentos. Y la enferma,
sentada entre cojines, y envuelta en una bata blanca, contemplaba con serenidad
a su prima.
-No seas inocente,
hermana mía -le dijo -; no hagas esfuerzos inútiles, sabes que soy cristiana y que
no ignoro nada; sé que no me quedan muchos días de vida, y sé también que si mi
marido me hubiera hecho caso, a estas fechas estaría yo en Italia, y
seguramente sana. Pero qué remedio, acaso Dios lo habrá querido así. Todos los
mortales pecamos, no se me escapa; pero tengo fe en que Dios, misericordioso,
sabrá perdonar a todos. Y cuando intento comprender lo que pasa en mi propio
ser, descubro que, al igual que mis semejantes, soy pecadora, amiga mía. Mas a
pesar de ello, no puedo olvidar lo mucho que he sufrido; ni con cuánta
paciencia he sabido soportar mis dolores.
-¡Entonces llamaremos al
cura, amiga mía! Te sentirás mejor cuando hayas comulgado -afirmó la prima.
La enferma inclinó la
cabeza en señal de asentimiento y murmuró:
-¡Señor, perdona a esta
pobre pecadora!
La prima salió a la
puerta y llamó al cura. Es un ángel -dijo al marido-. Éste se puso a
llorar. Pasó el
sacerdote a la alcoba. La anciana seguía sin sentido sobre el diván; reinó por
algunos instantes el silencio, al cabo de los cuales volvió a salir el
sacerdote. Mientras se desvestía la estola y se arreglaba los cabellos
murmuraba en voz baja:
-Gracias a Dios, la
enferma se muestra más tranquila. Desea veros.
Entraron en la alcoba la
prima y el marido, y encontraron a la enferma bañada en llanto frente a la
imagen de la Virgen.
-¡Te felicito, esposa
mía, te felicito! -interrumpió el marido.
-Gracias, me siento
mucho mejor, experimento una indecible dulzura -dijo sonriendo y serena.
-¡Dios es
misericordioso, omnipotente!
Bruscamente, como si se
hubiera acordado de algo urgentísimo, hizo una seña a su marido y murmuró:
-¡Tú no quieres nunca
hacer lo que te pido!
-¿Qué cosa, ángel mío?
-Cuántas veces te he
dicho que esos doctores no saben nada; existen simples curanderos que suelen hacer
milagros, curar a las gentes. El señor cura conoce un burgués. ¿Por qué no
mandas buscarle?
-Pero, ¿cómo se llama,
amiga mía?
-¡Dios mío, nunca quiere
comprender! -dijo la enferma y al decirlo se extendió en el lecho y cerró los
ojos. El médico, al notario, se acercó y le tomó el pulso, cada vez más débil,
guiñó un ojo al marido.
La enferma notó el gesto
y volvió la cara con espanto. La prima se puso también a llorar.
-¡No llores! -dijo la
paciente-, ¡no ves que sufres y a la vez aumentas mi congoja! ¿O quieres, por ventura,
robarme lo que me queda de calma?
-¡Eres un ángel, eres un
ángel! -repetía la prima.
Aquella misma tarde la
enferma era sólo un cadáver, tendida en su lecho mortuorio, en medio de la
vasta sala de la residencia señorial. Adentro, con las puertas cerradas, un
diácono leía con voz nasal, monótona, los salmos de David. La luz viva de los
cirios en los altos candeleros de plata caía sobre la fuente pálida de la
muerta, sobre las manos pesadas que parecían de cera, y sobre los pliegues tiesos
de la sobrecama; particularmente en las partes salientes donde se ocultaban los
pies y las rodillas.
El diácono seguía
leyendo rítmicamente, sin comprender palabra de la lectura. Su voz resonaba con
extraña sonoridad en la espaciosa sala callada. De vez en cuando se oían
procedentes de alguna pieza contigua voces de niños y ruido de pasos. El diácono
seguía salmodiando:
-"Oculta tu faz en
el polvo, retén tu aliento, porque ellos serán turbados, ellos desfallecerán y volverán
al polvo."
"Pero si Tú rechazas
su espíritu, serán creados de nuevo y renovarás la faz de la tierra."
"Que la gloria del
Eterno sea por siempre celebrada.”
El rostro de la muerta
estaba grave y majestuoso. Ni la frente pura, ni en los labios herméticos, se notaba
el más leve movimiento: era un cuerpo en perpetua expectación.
¿Comprendería ahora al
menos la grandeza de estas palabras?
Un mes después, se
elevaba sobre la tumba de la difunta una capilla con altar de madera preciosa, ricamente
tallado. En la del cochero, un montón de tierra, cubierto ya de césped y
malezas, era la única señal de una existencia que pasó.
-Cometes un pecado
capital, Serioga, si no compras una lápida para ponerla en la tumba del tío Fedor
-dijo un día la cocinera al mancebo-. Muchas veces has Prometido hacerlo antes
de que pasara el invierno. ¿por qué no cumples tu palabra? Recuerda que lo
prometiste al difunto en presencia mía y de otras personas que viven aún. ¿No
has encarmentado con que se te haya aparecido su ánima una vez? Mira, si no
compras pronto esa piedra, Serioga, se te va a aparecer otra vez y es capaz aun
de estrangularte.
-Y, ¿por qué habrá de
estrangularme? ¿He renunciado acaso a cumplir con lo prometido? No, Nastasia,
la piedra habré de comprarla. Con rubio y medio salgo del apuro. Lo que pasa es
que no hay quien pueda traerla. ¡Deje usted que se me presente
una oportunidad, y acá
vendrá a dar la piedra, Natasia!
-Bien podrías cuando
menos haberle puesto una cruz. Por Dios que haces mal. Sobre todo que las botas
te han servido, ¿no es verdad? -dijo otro de los cocheros presentes.
-Y, ¿de dónde he de
haber yo una cruz? ¡No voy a hacerla de un leño!
-¡Vamos, hombre, qué
estás diciendo! ¿No puedes conseguir un hacha y marcharte cualquier mañana de
éstas, de madrugada, al bosque? ¡Aunque no fuera más que de fresno! De otro
modo, los vigilantes son unos canallas, no sacian nunca su sed de vodka. Te lo
digo por experiencia. El otro día quebré un balancín. Bueno, pues corté un
árbol y a los pocos días había tallado uno nuevo, admirable. Te juro que nadie
me dijo nada.
Apuntaba apenas la
aurora del día siguiente, cuando Serioga terció el hacha y se encaminó hacia el
bosque. Un velo tenue de rocío no iluminado aún por el sol se extendía sobre la
tierra.
Insensiblemente, casi,
fue acercándose al Oriente, y su luz lejana invadía más y más el firmamento cubierto
de nubecillas transparentes. Ni una hoja de árbol, ni siquiera el césped, se
movía. Rara vez se oían alas en la espesura de la fronda. Una y otra rompía el
silencio.
Repentinamente, un ruido
extraño a la naturaleza se propagó y fue a morir a los lindes de la soledad. Volvió
a sonar, uniforme, sobre el tronco de uno de los árboles inmóviles. Una copa
vibró de un modo extraordinario; su follaje, grávido de savia, murmuró no sé
qué secreto, y la curruca que allí se guarecía cambió dos veces de lugar, lanzó
un silbido, y tras de sacudir la cola fue a refugiarse en otro árbol.
Abajo seguía resonando
el hacha sordamente.
Las astillas jugosas
caían sobre la yerba bañada de húmedo rocío. A los golpes implacables sucedió
de pronto un estruendo. El árbol tembló; cabeceó su corpulencia; se erguió
altivamente, y, tambaleante, lleno de pavor, cayó rígido al suelo.
Desaparecieron el ruido
del hacha y de los pasos. La curruca silbó otra vez y voló más alto. La rama que
había rozado con sus alas tembló un instante y se inmovilizó.
Los árboles con sus
frondas tranquilas elevábanse más majestuosamente en el anchuroso espacio. Los
primeros rayos del sol traspasaron las nubes y resplandecieron sobre el cielo,
recorriendo veloces la tierra. La niebla se resolvió en ondas, y corrió por
arroyos y quebradas. El rocío brillaba juguetón sobre lo verde. Las nubes
bogaban blancas y presurosas por la bóveda celeste. Las aves se agitaban con
alboroto en el bosque: gorjeaban una canción de ventura. Las hojas murmuraban, serenamente
regocijadas, y los ramajes de los árboles vivientes que quedaban en torno, se
movían
lenta y majestuosamente
por encima del árbol muerto.