La guerra
Y fueron matados los huérfanos, los desamparados,
las viudas que vivían sin fuerza para vivir.
DEL LIBRO DE LOS ANTIGUOS DIOSES MAYAS
En la CONJUNTA del gremio de alarifes devotos de san Antonio, Canek dijo:
—Del dinero que se gasta en velas y en inciensos, ¿por qué no tomamos algo para curar a los enfermos?
Un tratante blanco gritó:
—Mejor compramos alcohol.
Los indios se emborracharon. En la borrachera hubo una disputa y el tratante, que vendía aguardiente,
fue muerto. Canek, lleno de ira, rompió la imagen de san Antonio.
Los blancos gritaron:
—¡Se han sublevado los indios!
Los cerdos de la hacienda donde vive Canek rompieron la barda de su chiquero y se escaparon. Ensuciaron el viento y el camino con el olor de sus panzas y el polvo de sus patas.
Los blancos gritaron:
—¡Se han sublevado los indios!
Los indios de Sayil apedrearon los bandos en los que se anunciaba que el tributo personal sería aumentado. Un alguacil salió herido y un indio aporreado. En represalia, mientras tenientes de la hacienda exigían el nuevo tributo, el regidor de Justicia y Alcabalas mandó instalar un garrote. Lo mandó instalar sobre un tablado en el atrio de la iglesia. Deshicieron un altar para construirlo. El pueblo comentó, medroso, la amenaza. Sin embargo, cuando amaneció había en el cadalso dos animales muertos: en el garrote una paloma y en la rueda del verdugo, una gallina.
Los blancos gritaron:
—¡Se han sublevado los indios!
Las tropas blancas aprehendieron a uno de los mozos de la hacienda. Maniatado lo llevaron al cuartel. El coronel lo acogió con zalamerías, y lo colmó de presentes. El indito, alma niña, quedó aturdido. Regresó a la hacienda hecho un pimpollo.
Olía a rosas de Castilla. Canek lo atajó y le hizo ver su engaño.
—No digas a los indios lo que te han hecho creer los blancos.
El mozo no creyó a Canek. Al día siguiente su cuerpo apareció junto al cuartel de los blancos. A su lado estaba un hatillo con la ropa y las preseas que le habían dado.
Los blancos gritaron:
—¡Se han sublevado los indios!
Los soldados penetraron en las chozas de los indios amigos de Canek. Si el indio tenía un machete colgado en la pared, de un porrazo lo tendían muerto. Si el indio no tenía un machete colgado en la pared, de un porrazo lo tendían muerto.
El capitán explicaba:
—En algún lugar lo debe tener.
Los blancos gritaron:
—¡Se han sublevado los indios!
Saltó el viento sobre la serranía del Petén; se derramó por la selva, arrastrando consigo los miasmas de los lagos y los rastrojos y el polvo de las eras; doblegó los maizales; y cayó deshecho, agrio y denso, en la sabana de Sibac y en las arenas negras de la playa de Motul. Entre los cipreses altos y ciegos, se oía el nombre de Canek.
Los blancos gritaron:
—¡Se han sublevado los indios!
El mensaje de guerra que Canek envió a los pueblos de Yucatán, no estaba escrito. Balam, Canché, Pat, Uk, Pech y Chi solo llevaban en las manos la sangre de los indios que asesinaron los blancos. Ante la insidia de los blancos, Canek convocó a los indios SEMANEROS. Sin hablarles, les señaló una mesa donde había armas y pan. Unos tomaron un pan. A estos les dio un arma y les dijo que defendieran sus casas. Otros tomaron un arma. A estos les dio un pan y les dijo que defendieran las trincheras. Otros tomaron un arma y un pan. A estos, como los viera con señales de cautela, les ordenó que fueran capitanes.
Mientras duró la danza del CHACMOOL, Canek repartió entre los indios conjurados las armas que había recibido del Oriente. Uno de los indios dijo:
—Son pocas.
Canek respondió:
—Las demás las tienen los blancos.
Después de prevenirse contra el ataque de los blancos, Canek pensó en Guy. Enseguida subió a los árboles. Los nidos que encontró los puso a salvo, en los aleros de la parroquia. Los pájaros, dóciles, revoloteaban entre sus manos. El pueblo está en guerra. En el horizonte se encienden las ramas del viento. Se oyen en el aire los TUNKULES, las icoteas y los gritos de los indios en armas. Las tropas blancas llegaron al pueblo.
/El pueblo estaba en silencio, vacío, y en la distancia se oía el rumor de la guerra: el golpe de los tunkules, de las icoteas y los gritos de los indios en armas. Las tropas blancas cayeron sobre el pueblo vecino. El pueblo estaba en silencio, vacío, y en la distancia se oía el rumor de la guerra: el golpe de los tunkules, de las icoteas y los gritos de los indios en armas. El nombre de Canek era voz y eco en la sombra.
Los esbirros llegaron de madrugada al pueblo de Cisteil. Las casas estaban desiertas; por las calles vagaban, aullando, los perros que perdieron a sus dueños. Los esbirros untaron de brea los techos de las casas. Cuando amaneció solo humeaban las ruinas. Un vaho de agua quemada, agria, verde y gruesa, se sentía en el aire. Después talaron los puntales y arrancaron los cimientos y derramaron sal en los solares, y cegaron los pozos y mataron las palomas que regresaban a sus palomares.
Cuando por la noche se alejaron los esbirros, detrás de ellos, como una sombra blanca, adensada en las tinieblas, caminaba Jacinto Canek. En Tiholop aprehendieron a unos indios que de rodillas decían el nombre de Canek. En Tixcacal aprehendieron a unos indios que de pie decían el nombre de Canek. En Sotuta aprehendieron a unos indios que, en silencio, decían el nombre de Canek.
El rancho de San José, porque dio asilo a Canek, fue incendiado por los blancos. Un capitán quiso dejar salir a los indios. Pero otro capitán le dijo:
—Déjalos dentro. El indio quemado hace buen abono.
En la paramera soledad de Sibac no hay piedras para levantar una trinchera. En el horizonte rojo se adivina la presencia de los blancos. Canek desnudo, con los pies clavados en el suelo, se dispone a resistir. El padre Matías contempla la capilla que con sus manos estaba fabricando. La derriba y amontona las piedras en el camino. Le han dado un plazo a la muerte.
La tía Micaela no ha querido huir. Se ha quedado para enterrar a los muertos. Con su manos empuja los cuerpos negros. Para que la tierra de las zanjas no caiga sobre sus ojos, se los cubre con hojas de llantén. Con sus lágrimas les limpia la cara. Entre los cuerpos busca el de Canek, y como no lo encuentra, sonríe. Del rancho de San Joaquín regresaron las tropas blancas que perseguían a Canek.
Un capitán dijo:
—Traigo un hato de cincuenta bestias.
Otro capitán dijo:
—Solo cuento veinte.
Otro capitán dijo:
—El número se completa con indios.
Canek lo sabe: en la plaza de Cisteil las piedras se desangraban junto a los indios muertos. Para las piedras y para los indios la plaza fue un campo de batalla. Para los blancos la plaza de Cisteil fue un circo.
Canek lo pensó pero no lo dijo. Los indios que estaban cerca de él lo adivinaron. En el momento del ataque los indios delanteros tenían que esperar que el enemigo hiciera fuego. Entonces los indios de atrás avanzarían caminando sobre sus muertos.
El gobernador de la provincia comunicó a quien debía que la rebelión de los indios fue cruel y que sus jefes despreciaban, llevados de sus instintos animales, la fe, la razón y las costumbres cristianas; y que por esto, y, como escarmiento aconsejado por la prudencia, se procedía a castigar a los promotores con energía acorde con la caridad.
Cuando terminó su informe, el gobernador preguntó a uno de sus edecanes:
—¿En dónde está ese pueblo rebelde que llaman Canek?
El edecán salió a investigar.
Francisco Ux, señor de Tabi, cuando lo aprehendieron, dijo que él era Canek y se dejó amarrar junto a una hoguera. Murió quemado.
En la sabana de Sibac los esbirros aprehendieron a Canek y a sus amigos. Uno de los esbirros, de nombre Malafacha, le ató las manos.
—Capitán —dijo Canek—, le va a faltar cordel.
Malafacha torció el nudo.
—Es inútil, capitán —añadió Canek—, le va a faltar cordel para atar las manos de todo el pueblo.
Canek sonrió. La sangre escurría de sus manos como una llama dócil.
Los dragones regresaron cantando canciones devotas. Detrás de ellos atados con cadenas, cubiertos de polvo y de sangre, arrastrando los pies, caminaban los indios prisioneros en Sibac. Delante de los indios, Canek parecía un escudo y una bandera: el pecho cubierto de sangre y el cabello agitado por el viento.
Los indios aprehendidos fueron azotados en la cárcel. Los soldados que custodiaban a Canek dejaron de hablar: en la espalda de Canek aparecieron las estrías de los cintarazos.
Los jueces acordaron cortar una mano a Domingo Canché. El verdugo, acostumbrado a matar por la espalda a los indios, en presencia de Canché tuvo miedo. De las manos se le cayó el machete. Lo recogió Canché y, de un tajo, se cercenó la mano. Luego se lo entregó al verdugo.
Para que el alma de Ramón Balam llegara más pronto al infierno, el verdugo lo ahorcó con un cordel empapado en aceite. Como no había aceite en el cuartel, usó el aceite del altar. En el silencio de la tarde el cuerpo de Balam olía a incienso.
Una paloma durmió en el hueco de los hombros. Fray Matías fue bueno con Canek. Fray Matías lo visitó en la cárcel, conoció su inocencia y le hizo quitar los grillos. Mientras Canek recordaba al niño Guy, fray Matías lloraba sobre las rodillas del indio.
Cuando Jacinto Canek subió al patíbulo los hombres bajaron la cabeza.
Por eso nadie vio las lágrimas del verdugo, ni la sonrisa del ajusticiado. En la sangre de Canek, la sangre de la tarde era blanca. Para las gentes los luceros que se encendían eran de sal y la tierra de ceniza.
En un recodo del camino a Cisteil, Canek encontró al niño Guy. Juntos y sin hablarse siguieron caminando. Ni sus pisadas hacían ruido ni los pájaros huían delante de ellos. En la sombra sus cuerpos eran claros, con una clara luz encendida por dentro. Siguieron caminando y cuando llegaron al horizonte, empezaron a ascender.