Hoy traigo un nuevo relato del libro gratuito "Relatos históricos - Varios Autores". Tiempo atrás subí uno de los cuentos que aparecen en él ("Cupido arrodillado" de Rafael Sabatini). Pensé que había subido más pero no... y es raro porque encontré ese libro buscando textos de Victoria Robbins y, por lo que veo, no he subido nada de ella... Cosas que pasan.
Victoria Robbins es autora también de "Relatos de hombres lobos", "Relatos de vampiros", "Los textos bíblicos"... algo así como cuentos históricos y de terror...
Maximiliano y Carlota
Un amor desdichado
En la
segunda mitad del siglo xix el
mundo estaba viviendo el paulatino derrumbamiento moral y social de las
monarquías. Toda Europa era mandada por reyes, emperadores y zares, salvo unas
pocas excepciones. Sin embargo, nadie había olvidado la Revolución Francesa, y
se estaba dejando bien palpable la gran importancia de los Estados Unidos, una
ex colonia de Inglaterra que gracias a la emigración masiva de europeos ya
ocupaba uno de los primeros lugares entre las naciones más ricas, cuando le
quedaba mucho territorio por colonizar, aunque fuese a costa de exterminar a
los indios.
En
medio de un período tan convulso, el imperio que los Habsburgo mantenían en el
corazón del viejo continente se hallaba en una situación tan crítica que
necesitaba el apoyo de Napoleón III, el emperador de Francia. A pasar de que en
muchas ocasiones estuvieron a punto de enfrentarse en una guerra abierta,
debieron firmar pactos políticos tan frágiles como el de convertir a un
archiduque austríaco y a una princesa belga en emperadores de México, una
nación joven, recién salida de tres siglos de colonialismo español. Todo un
juego de insensateces, cuyas víctimas principales serían dos seres humanos.
Unos
seres humanos llenos de inquietudes, de pasiones enfrentadas y muy sensibles.
Su drama es lo que Victoria Robbins nos cuenta en el siguiente relato, haciendo
gala de un estilo directo, casi periodístico, de lo más emotivo.
En 1856, cuando Carlota de Bélgica conoció a
Maximiliano de Habsburgo supo que iba a ser su esposa. Sólo le contó este
secreto a su confesor. Había cumplido diecisiete años, mientras que su elegido
estaba en los veintitrés. La felicidad de la princesa llegó a un techo tan
alto, que no dudó a la hora de escribir en su diario: Me embarga la mayor dicha. El
dedo de Dios se ha posado en mí, para permitirme ver el único camino que debo
seguir a partir de ahora.
Sin embargo, el archiduque no sintió lo
mismo: el cañonazo que lo anula todo, borra los recuerdos de otras mujeres y
alumbra la imagen de una sola: ésa que se convertirá en su esposa. Es cierto
que conservó una imagen tierna de Carlota, aunque ni remotamente le pasó por la
cabeza la idea de una boda. Cuando su poderosa familia se lo propuso, no se
resistió. Y al presentárselo de una manera oficial, lo aceptó cordialmente.
En diciembre viajó a Bruselas para organizar
los esponsales. ¿Se mostró muy apasionado? Diremos que todo el amor se hallaba
en Carlota. Había renunciado a un trono, ya que entre los candidatos se
encontraba un príncipe heredero de la corona de Portugal, para fijarse en un
archiduque cuyas posibilidades de reinar eran casi imposibles. Algo que no le
restó entusiasmo:
Max me parece encantador bajo todos los aspectos..., no
se cansaba de repetir a sus amistades. Físicamente le considero hermoso y moralmente es imposible desear
algo superior. Viene a desayunar todos los días y permanece aquí hasta las tres
o las cuatro, y charlamos juntos, muy dichosos.
Los dos jóvenes hicieron proyectos para el
futuro. Maximiliano le confió a Carlota que pretendía mandar construir un
palacio al borde del mar, en Trieste, al que llamaría Miramar. Le enseñó los planos,
con lo que ella se entusiasmó al ver la terraza, el pabellón árabe amueblado al
estilo oriental y el jardín de invierno poblado de todas las especies de aves.
Deseoso de complacer a su prometida, el archiduque prometió construir una
capilla, en la que todos los días se celebraría una misa.
La princesa no podía sentirse más feliz. La visita de Max, escribiría pocos días más tarde, ha confirmado la buena impresión que he venido
formándome de él, y me ha inspirado la más elevada estimación de sus cualidades.
Se ha mostrado de lo más encantador conmigo, siempre obsequioso y atento. Todo en Maximiliano le encantaba: sus sentimientos, la conciencia tan
viva que poseía de sus obligaciones y su cultura intelectual. Pudo leer su
«Diario de viaje» y algunas de sus poesías, todo lo cual le reveló un alma de
artista. Observo con
gran alegría que nuestros corazones se comprenden cada vez más, y veo que esta
semejanza en nuestros puntos de vista y de sentimientos persigue un mismo
objetivo: la verdadera felicidad del matrimonio...
La boda religiosa se celebró el 27 de julio
de 1857. Carlota apareció muy bonita con su vestido de raso blanco salpicado de
plata, y bajo su velo, obra maestra de las tejedoras belgas, que caía sobre su
espalda y cubría la diadema de azahares entremezclados de diamantes.
Maximiliano vestía el gran uniforme de almirante de la marina austríaca. Ambos
formaban una pareja radiante de juventud y de belleza.
En el momento que la recién casada salió del
salón azul del palacio real de Bruselas, donde se acababa de celebrar el
matrimonio civil, pudo ver alineadas a su paso a todas esas personas de su
familia que la habían acompañado desde la infancia. Entonces sintió una gran
ternura que no quiso reprimir: las lágrimas brotaron emocionadas y su mirada se
desplazó de unos a otros con un «adiós al pasado».
El 8 de agosto llegaron a Viena, donde el
pueblo celebró fiestas en honor de los nuevos esposos. Poco después, éstos
partieron hasta Schoenbrunn, donde pasarían la noche. Allí se encontraron con
el emperador y la emperatriz, que les recibieron con cariño. Charlaron
animosamente y, luego, se dedicaron los honores del castillo a la nueva
archiduquesa. Esto supuso que Carlota confiara a la duquesa de Hulst: Mis suegros han estado
encantadores, lo mismo que toda la familia. Ya me siento archiduquesa de
sangre, porque los quiero muchísimo.
Al mismo tiempo, Maximiliano sabía agradar a
su esposa. La llevó a Trieste, a una mansión que la enamorada describió de esta
manera: Es una
verdadera alhaja engastada en un país magnífico de clima meridional, frente a
uno de los más bellos golfos del mundo. En el Norte no se tiene ni idea de lo
que puede ser un mar verdaderamente azul...
El hechizo continuó en Venecia, a pesar de
los problemas de la travesía. No hay visión más agradable que la entrada en las lagunas... Existe
algo en esta ciudad que seduce, hasta tal punto que se imagina una haber vivido
aquí siempre... Se embriagó de sol, no se cansó de
admirar el cielo, corrió a ver todos los monumentos y las iglesias, que son otras tantas galerías
de cuadros, de colecciones de mármoles y mosaicos...
Pero llegó el momento de pensar en las cosas
serias. Carlota se hallaba preparada para ello. Bien formada en su oficio de
princesa, nada de lo que era ceremonia oficial le aburría. Veía en esto el
cumplimiento de sus más altos deberes, de los que tenía plena conciencia y
estaba deseando llevar a cabo. Lo confesó con toda franqueza, porque la
perspectiva de la vicerrealeza lombardo-veneciana le «encantaba». Sin embargo,
no lo ignoraba, esta misión iba a resultar complicada. Y la asumiría como un apostolado del bien que se
debe emprender. Es cierto que ya siento sus espinas, que no me duelen por lo
mucho que se debe hacer... No sé si es un don de Dios, pero las recepciones me
divierten y nunca me abruman los muchos invitados que asisten a nuestras
fiestas. Esta mujer educada para los cargos más altos
y el boato, había nacido, evidentemente, para reinar.
El 6 de septiembre de 1857 Maximiliano y
Carlota hicieron su entrada oficial en Milán, acompañados del conde Giulay,
gobernador militar de la provincia. Se procuró evitar un despliegue demasiado
exagerado de tropas austríacas. En la puerta oriental, el podestá conde de
Sebregondi, acogió en nombre del Consejo Municipal al archiduque y a su joven
esposa. El estruendo de las salvas de artillería saludó a éstos. Las bandas
militares tocaron el himno nacional de Austria y la Brabanzona. Luego, las
autoridades escoltaron la carroza de gala hasta el palacio real. Pero el
público milanés se mostró poco entusiasmado.
Carlota estaba muy hermosa con su vestido de
seda de color cereza adornado de encajes blancos y bajo su corona de rosas
entremezcladas de diamantes. Y Maximiliano llevaba su uniforme de almirante. Es
posible que esta muestra de amor y belleza sirviera para que la multitud
terminase aplaudiendo, aunque no se dejaron de escuchar algunas protestas.
Hemos de tener en cuenta que la mayoría de los milaneses se sentían más
italianos que austríacos.
Pero durante los meses siguientes el gobernador
no logró establecer un trato cordial con la nobleza. Los Dandolo, los Borromeo,
Maffei, Casati y demás le ignoraron. Sólo fue respetado por la burguesía
comerciante, al menos en apariencia, ya que asistían a todas las recepciones de
la corte. Además, el matrimonio austríaco gastaba el dinero a manos llenas en
obras de caridad, en base a la teoría de Maximiliano: «la bolsa de los demás
debe ser alimentada por el continuo movimiento del dinero».
Una conducta que no gustó al emperador
Francisco José, el cual había llenado el palacio de Milán de espías, al
controlar totalmente a la policía. Y en Venecia, cuando se silbaba en el teatro
a los colores de la bandera austríaca, las autoridades ciaban muestras de una
gran indulgencia, con lo que alentaban a los perturbadores.
El general Giulay, que mandaba las tropas de
ocupación, junto a los oficiales que le rodeaban, consideraron deplorable la
actitud de Maximiliano. Y éste luchó también porque no se limitara su
autoridad. A finales de 1858, reclamó el supremo mando de las tropas en caso de
levantamiento, ya que el dualismo de la autoridad lo consideraba muy
perjudicial para su cargo de gobernador-general, y sentía como una afrenta
bailarse subordinado al mando militar de Verona. Pero Francisco José, que había
entregado toda su confianza a Giulay, se negó a satisfacer las demandas de su
hermano.
En Viena ya se acusaba a Maximiliano de
debilidad con los italianos. Se le reprochaba no obedecer a las autoridades
militares. Incluso se insinuó que alimentaba ambiciones personales, lo que
Francisco José más temía, al conocer la gran popularidad del gobernador de
Milán.
Mientras tanto, Carlota apoyaba a su esposo
con un derroche de esfuerzos. Visitaba los establecimientos de caridad, las
escuelas, patrocinaba las obras de beneficencia y organizaba un árbol de
Navidad para los niños de la corte. Trataba de alentar a los artistas, incluso
aceptando posar para una pintura con los vestidos de una campesina lombarda.
Sin embargo, el matrimonio trabajaba en vano.
Se les juzgaba personalmente simpáticos y encantadores. Eran admirados en las
ceremonias públicas, al aparecer Carlota, por ejemplo, con un vestido de muaré
blanco, bajo un amplio manto de terciopelo recamado de oro y con una diadema de
brillantes. El pueblo se quedaba atónito ante esta muestra de belleza, hasta
que surgía el odio contra Austria. Por eso el republicano Manin declaraba: «No
exigimos que se vuelvan más humanos, lo que exigimos es que se marchen».
El 19 de abril de 1859, ante el riesgo de un
enfrentamiento militar con la Francia de Napoleón III, Maximiliano fue
destituido de su cargo de gobernador de Milán. La carta que recibió contenía
este texto: «Habiéndome forzado las circunstancias a adoptar medidas
extraordinarias para la defensa de mi corona y para el mantenimiento del orden
y de la seguridad interior, me veo obligado a reunir en una sola mano la
autoridad civil y militar del reino lombardo-veneto. En consecuencia, he
decidido relevaros de vuestras funciones de gobernador general que habéis
desempeñado con la más grande dedicación y la mayor sabiduría, y a confiarle la
administración civil al general conde Giulay como jefe del mando general del
país».
Esto supuso que Maximiliano y Carlota
debieran cambiar todos sus planes. Unas semanas después, se entregaron a la
construcción del palacio de Miramar, donde pasarían un tiempo de sosiego. Hasta
que el archiduque volvió a sentir la atracción del mar, una de sus más fuertes
pasiones, y se embarcó en unas maniobras que durarían tres meses. Largo tiempo
para la mujer que le amaba hasta la anulación personal. Es cierto que ella
había sido educada para ser una reina, lo que presuponía un fuerte sentido del
orgullo y el autorrespeto personal; no obstante, se había entregado a su marido
como una esclava, y era correspondida en todos los sentidos, también en la
cama.
Carlota supo esperar pacientemente, con la
idea de que el regreso aliviaría la falta de diálogos, de contactos y de
caricias. Claro que era humana, por lo tanto poseía una cierta inseguridad, que
en ciertos momentos le llevó a recordar que su Max arrastraba la fama de
libertino, de un «faldero incorregible». Pero esto correspondía a su época de
soltero. Como casado se había corregido, le era fiel.
La mañana que recibió noticias de que el
barco de su esposo se acercaba a Miramar la intranquilidad la dominó. Tres días
vivió sin dormir, eligiendo las ropas que se pondría para recibirle, cambiando
la decoración del dormitorio nupcial, mandando que se trajeran nuevas flores y
preguntando a sus doncellas de confianza si la veían bonita.
–Vuestro marido viene enfermo, princesa –le
confió su secretario personal–. Creo que no es nada importante, aunque sufre
unas altas liebres. Ya sabéis que estuvo en Brasil, lo que aconseja que se
someta a un breve aislamiento por si su mal resultara contagioso.
¡No pudo ver a su Max a pesar de tenerlo a
menos de cien metros de distancia! El único recurso que le quedó fue cumplirla
función de enfermera, procurando que no faltase nada en las habitaciones de su
esposo, ya fueran sábanas, toallas, los alimentos más frescos y la leche bien
hervida, lo mismo que perfumes y otros detalles que sólo se le pueden ocurrir a
la mujer que ama a un hombre hasta conocer sus más pequeños deseos.
Pero la separación se alargó excesivamente,
más allá de una corta cuarentena. Carlota pidió explicaciones a los médicos,
hasta que el responsable del equipo, Bohuslavek, le descubrió la amarga verdad:
–Su excelencia sufre una dolencia que va
remitiendo muy lentamente. Consideramos que dentro de unos dos o tres días ya
podrá abandonar sus habitaciones... Pero no es aconsejable que mantenga las
relaciones conyugales más íntimas, al menos durante uno o dos meses, ya que
acaba de superar una gravísima enfermedad venérea...
¡¿Enfermedad venérea?! Estas dos palabras quedaron
grabadas en la mente y en el corazón de Carlota con hierro candente. Contuvo un
grito desesperado, le brotaron unas lágrimas y se retiró con pasos vacilantes.
Le costó muchísimo aguantar el peso del desengaño sin perder el sentido...
¡Porque una enfermedad venérea sólo la puede sufrir un hombre después de
mantener un trato carnal con otra mujer! ¡Entonces Maximiliano, ya nunca su
Max, había seguido comportándose como un libertino, a pesar de estar casado con
una princesa belga que no le negaba ni un solo capricho, ni siquiera en la
cama!
Lo más probable es que no se hubiera
contagiado con la primera mujer a la que llevó a su lecho... Carlota se negó a
pensar en esto, aunque las ideas eran caballos desbocados dentro de su cerebro.
Más de cuatro días permaneció encerrada en las habitaciones provisionales,
acondicionadas hasta que ella pudiese volver a las del matrimonio. Y después de
este enclaustramiento, al rebasar la puerta para volver a la «vida normal»
todos pudieron comprobar que ya era otra mujer distinta. Vestía las mismas
ropas elegantes, olía a unos perfumes parecidos y llevaba idénticas joyas; sin
embargo, nadie la volvería a ver sonreír espontáneamente, a pesar de que lo
hiciera en las recepciones y con algunos de sus colaboradores, siempre de una
forma fingida, al haber aprendido a ocultar sus sentimientos. Lo que nunca
disimuló fue la frialdad de sus ojos.
–¿Por qué me rehuyes, querida? –le preguntó
Maximiliano, días más tarde–. He tenido que abordarte como si hiera un
asaltante de pasillos. Has mandado que instalen tus habitaciones en otro ala
del palacio, y ordenas que te sirvan la comida en un saloncito apartado. Ya
estoy recuperado... ¿Es que no te lo han contado mis médicos?
–Nunca estará usted recuperado, señor
–respondió Carlota, mirando directamente a quien seguía considerando su marido,
pero sólo en un sentido oficial–. Traicionó sus promesas de fidelidad, lo más
sagrado para una princesa belga.
–Se debió al clima tropical, al ron y a la
locura... ¡Nunca se repetirá! ¡Te lo juro!
–Lo que vaya usted a hacer con su vida íntima
ya no me importa, señor. De ahora en adelante me limitaré a cumplir mis
funciones de esposa oficial.
¡Carlota jamás cedería! Sin embargo, no dejó
de atender sus obligaciones sociales y religiosas. En lo que se refiere a su
intimidad, vivió aislada por completo de su marido. Compartían la mesa durante
las tres comidas y la carroza en sus viajes, lo mismo que ella asistía a los
festejos populares a los que eran invitados. Y cuando a Maximiliano se le
propuso convertirse en emperador de México, le apoyó convencida al haber soñado
desde niña desempeñar el cargo de reina.
Muchos fueron los años de intrigas políticas,
de avances y retrocesos, al hallarse implicados en tan alta responsabilidad las
más poderosas naciones del mundo. Sólo cuando Napoleón III dio su aprobación
total, comprometiéndose a enviar a sus tropas como apoyo de Maximiliano, se dio
validez, a una idea que en un principio había parecido de lo más descabellada.
El 12 de junio de 1864 Maximiliano y Carlota entraron
en la capital de México. Se habían levantado miles de arcos de triunfo, con
guirnaldas, banderas y pancartas de bienvenida. Se diría que se estaba
celebrando la fiesta del Corpus. Una multitud abigarrada llegaba de
todas partes, ya fuese a pie o a caballo y en mula. Primero apareció el
regimiento de los lanceros de la emperatriz bajo el mando del coronel López,
siguieron los regimientos franceses, formados con cazadores de África y
húsares. Inmediatamente, detrás, escoltada por los generales Bazaine y Neigre
que cabalgaban con las espadas desenvainadas, la carroza imperial tirada por
doce mulas de color blanco inmaculado con arneses de tafilete, adornadas con
cascabeles, borlas y penachos. Después, el estado mayor militar, a los que
seguían sesenta vehículos ocupados por dignatarios del imperio y la corte, cada
uno de ellos en traje de gala. Finalmente, un regimiento de jinetes mexicanos.
Maximiliano no encontró el mismo apoyo a la
hora de empezar a gobernar, debido a que más de la mitad de los habitantes de
México eran indios casi analfabetos, que sólo trabajaban cuando les apretaba el
hambre. Sin embargo, éste no era el peor de los inconvenientes, al existir un
enfrentamiento entre los poderes religiosos, militares y civiles, a todo lo
cual se añadía la existencia de Benito Juárez, el líder nativo que se atrevió a
vender las propiedades de la iglesia en beneficio del tesoro público.
Demasiados conflictos, que al nuevo emperador
le contaban a medias. Y dentro de esta especie de filtro, cuando el matrimonio
austríaco decidió recorrer el país, los generales franceses se cuidaron de
vaciar las ciudades y pueblos de rebeldes, con lo que la imagen que obtuvieron
Maximiliano y Carlota había sido manipulada al encontrarse con las calles casi
vacías o en medio de unas recepciones donde los invitados parecían figurones de
una obra teatral. Faltaba el calor humano que se ofrece a quien se aprecia de
verdad.
Al mismo tiempo, el matrimonio aparentaba ser
una pareja muy unida, a la que se admiraba por su juventud, belleza y
elegancia. No obstante, las personas más íntimas, sobre todo las mexicanas, se
asombraban de que durmieran en habitaciones separadas. Una costumbre que nunca
romperían. Y cuando en Puebla, el 7 de junio de 1865, se les ofreció el
magnifico dormitorio de un rico particular, Carlota ordenó que en seguida se
buscara otra estancia, bastante alejada de la anterior para tomarla como
aposento personal. En efecto, unos pocos sabían que el emperador y la
emperatriz casi no se veían fuera de las ceremonias oficiales y de las comidas.
Existía entre ellos algo que los distanciaba.
Lo que se había convertido en la comidilla de
la corte eran las escapadas amorosas de Maximiliano. Todas las noches las
disfrutaba, y su valet de cámara se encargaba de seleccionar a las amantes. Porque las damas mexicanas
son las más hermosas que he conocido, incluso superiores a las que vimos en
Andalucía, aseguraba este «celestino».
Las escapadas del infatigable amante tenían
su horario: a las tres de la madrugada partía en su carroza tirada por seis
millas blancas y escoltado por un escuadrón de dragones, para llegar a su
objetivo a eso de las once. En Cuernavaca encargó convertir una finca, comprada
a un colono francés, en una especie de palacio, al que llamó El Olvido. Y entre estas paredes, rodeado de naranjos, bananos, laureles-rosas y
otras plantas exóticas, pudo jugar con sus cuatro perros habaneros... y con las
mujeres. Pocas veces le visitó Carlota en este voluptuoso retiro.
En realidad la emperatriz era una mujer
frustrada, herida en lo más íntimo de su ser. Había vivido su adolescencia en
un clima de hierro y frialdad, junto a un padre que la adoraba, pero que nunca
mostró su ternura. Al casarse con Maximiliano, brindó a éste lo mejor de ella,
se hizo mujer por entero olvidando, sobre todo en el lecho, su condición de
princesa, para cumplir el gozoso juego de la esposa-amante. Sin embargo, al
encontrarse frente a la barrera de la «enfermedad venérea» de su marido, todo
en ella se derrumbó, en un naufragio total, del que salió a flote porque había
sido educada para olvidar sus sentimientos en bien de su función de princesa.
Una obligación que no llegaba a su intimidad, de ahí que jamás se hubiera
vuelto a acostar con su esposo.
Y cuando éste le propuso adoptar un hijo,
para contar con un heredero, sufrió otra de las ofensas más grandes de su vida,
al recordar que los apasionados meses de la luna de miel, unido a los otros de
feliz convivencia matrimonial, no le habían permitido quedar embarazada. Y al
saber que una bella india iba a tener un niño de Maximiliano, le atormentó la
idea de ser estéril. Una creencia que la acompañaría hasta su muerte, porque
nunca mantuvo trato carnal con otro hombre.
El 15 de septiembre de 1865 se firmó un
acuerdo secreto entre los hijos de Agustín de Iturbide, uno de los caballeros
más importantes de México, y el emperador para adoptar a Agustín. Los
documentos terminarían guardándose en una caja especial de Miramar.
Este suceso alteró mucho más el
comportamiento de Carlota. Triste y desalentada, se volvió más sombría y dura
con sus servidores. En su boca quedó para siempre un pliegue de malhumor, su
mirada se endureció y su expresión adquirió un tono más desdeñoso. Se hizo más
frecuente el gesto, advertido por las mujeres que la rodeaban, de desgarrar con
los dientes su pañuelo, lo que traicionaba su tensión interior. Odiaba
Cuernavaca y a esa pequeña finca El Olvido. No le importaba quedarse sola en
la capital, donde la gustaba dar largos paseos en piragua por los lagos.
También iba a la capilla del barrio de San Cosme, junto al viejo tronco «del
árbol de la noche triste», donde Hernán Cortés lloró después de abandonar la
capital azteca.
¿Qué diversión podía arrancar a la emperatriz
de sus sufrimientos? Era una mujer frustrada en lo más íntimo de su ser, y lo
mismo en todas las ambiciones de su inteligencia.
No obstante, al saber que Maximiliano se
hallaba en peligro, debido a que Juárez estaba sublevando al pueblo contra las
fuerzas de ocupación francesas, no dudó en viajar a Europa. Para arrodillarse
si era preciso ante Napoleón III, con la intención de conseguir una mayor
dotación de tropas y más dinero. El hecho de que ya no amara a su marido no le
privaba de su responsabilidad de esposa oficial.
Cuando en París se entrevistó con Victoria
Eugenia, en una de las habitaciones privadas del Gran Hotel, pronto se dio
cuenta de que la conversación se llevaba a los temas mundanos. No obstante,
Carlota no dudó a la hora de abordar febrilmente lo que más le interesaba: la
situación de México. Pero la emperatriz francesa de origen español trató de
desviar el tema, al preguntar sobre la salud de Maximiliano. Esto supuso una
demora, un amargo fracaso.
Horas más tarde, Carlota recibió al barón de
Beyens, embajador de Bélgica en Francia, el cual se quedó sorprendido del
cambio físico de la emperatriz: Su rostro se veía muy delgado y lleno de esas huellas que marcan la
tristeza y la desconfianza. Porque lucha por ayudar a su esposo, a pesar de
saber que no va a recibir ningún tipo de apoyo material.
Esta mujer tenaz, se puso un vestido de seda
negra para dirigirse a Saint-Cloud, sin importarle que se apreciaran las
arrugas de haber estado guardado en una caja. Como sólo pensaba en los asuntos
políticos, había olvidado ordenar que lo plancharan. Y al pie de la escalera de
palacio vio reunida a la corte para recibirla. Le rindió honores una sección de
la guardia imperial. El pequeño príncipe, que sólo tenía diez años, llegó hasta
la carroza. Llevaba el collar del Águila Mexicana. Gentilmente ofreció el brazo
a Carlota para ayudarla a subir hasta el primer piso. Arriba esperaba Victoria
Eugenia, la cual hizo entrara la visitante en el despacho de Napoleón, donde
los tres se encerraron.
–Sire, he venido a conversar con vos de un
asunto que os corresponde –dijo la emperatriz de México sin más preámbulos.
Napoleón estaba agotado, y daba la impresión
de ser un hombre que desconocía qué hacer ni cómo actuar. Recogió la carta de
Maximiliano y los demás documentos. Con la mirada apagada escuchó a aquella
mujer tan joven, cuya belleza parecía marchita, que con vehemencia, fruncidas
las cejas, le recordaba sus promesas, acusando al general Bazaine y reclamando
dinero y soldados para salvar a su marido.
–No puedo hacer nada –replicó el soberano de
Francia.
Carlota no se contentó con esta débil
respuesta, al entender que una nación tan poderosa como Francia, con un crédito
ilimitado, un inmenso capital y un ejército tantas veces victorioso, no podía
dejar de salvar los intereses de México.
–¿Acaso va a rehuir sus compromisos, sire?
–preguntó con un tono ofendido, después de estar hablando por espacio de una
hora y media.
Repentinamente, entró un criado con unas
bebidas. Victoria Eugenia ofreció a Carlota un vaso de naranjada, que ésta
rechazó. Y ante la insistencia, se dejó al fin convencer con alguna
repugnancia. Después, retomó el hilo de su argumentación. Dado que el emperador
se atrincheraba detrás de sus ministros, ella estaba dispuesta a visitarlos a
todos y sabría convencerlos.
Napoleón prometió examinar de nuevo la
cuestión antes de darle una respuesta definitiva. Carlota al salir de aquel
despacho tenía los ojos rojos y el color más animado. Rechazó quedarse a cenar
en el palacio, aunque se lo propuso Victoria Eugenia. Mientras recorría los
salones iba enervada, salió al jardín y entró en la carroza, en cuyos cojines
se dejó caer, rota de emoción y de fatiga. Se hallaba al borde de las lágrimas.
Pero acababa de cumplir con su deber, y creía que la situación había mejorado.
Al día siguiente, mantuvo una conversación
con Drouyn de Lhuys, el ministro de Asuntos Extranjeros, que la escuchó con
atención. Carlota creyó haberle convencido, ignorando que si no se le había
puesto ninguna objeción era porque su interlocutor al día siguiente iba a
presentar su renuncia, pues no estaba de acuerdo con Napoleón acerca de la
actitud que se debía tomar frente a Prusia.
Aquiles Fould, el ministro de Finanzas, se
mostró insensible ante las promesas que la emperatriz, de México recordó. Y el
mariscal Randon, ministro de la Guerra, la escuchó con simpatía, sin
contradecirla pero negándose a aceptar los razonamientos que se le hacían. Se
limitó a preguntar:
–¿Cómo el gobierno francés, consciente de su
responsabilidad, puede acceder a sus demandas, cuando deplora los sacrificios
asumidos en México?
Todos experimentaron piedad y admiración por
aquella joven tan valiente. Parecía «iluminada» y cumplió una misión tan
ingrata con una tenacidad que deslumbró a la corte. Pero nadie le brindó su
apoyo.
El 13 de agosto, Carlota volvió de nuevo a
Saint-Cloud, no en visita oficial sino para una discusión de negocios con
Victoria Eugenia y algunos de los ministros. Pero antes vio a Napoleón III durante unos momentos, al que
mostró unos extractos de sus cartas para abochornarlo. Promesas escritas por su
propia mano, que le conmovieron. La escena resultó penosa, hasta que la
emperatriz francesa se llevó a la belga impulsiva fuera del gabinete de su
esposo. La condujo a sus estancias particulares, donde celebraron una
conferencia con Fould y Randon. De inmediato se abordaron los grandes
problemas.
Muy excitada, la joven emperatriz de México
estalló en reproches. Fould le replicó acusando a los que rodeaban a
Maximiliano de falta de eficacia. Y Victoria Eugenia con los nervios muy tensos
comenzó a sollozar. Esto no impidió que Carlota litigase con más pasión que
habilidad. Mientras, el cuadro tan sombrío que ella les estaba pintando
reforzaba en el espíritu de los ministros la idea de que era necesario terminar
la aventura francesa al otro lado del Atlántico.
Cuando a la semana siguiente se reunió el
Consejo, bajo la presidencia de la emperatriz de origen español, Fould y
Randon, apoyados por Drouyn de Lhuys, se pronunciaron en contra de las medidas
reclamadas por Carlota.
Pero ésta buscó apoyos en todos lados. Visitó
a Germiny, presidente de la comisión financiera franco-mexicana, y Napoleón III
decidió volver a entrevistarse con ella, ante su insistencia. Desde el primer
momento se mostró nervioso e irritable, decidido a finalizar con el asunto de
México, aunque le costara una tercera conversación con la obstinada belga.
El día 19 se presentó por la tarde en el
Granel Hotel. En primer lugar la emperatriz intentó conmoverle. También ofreció
soluciones. El emperador francés quiso responder con una negativa; sin embargo,
ella le interrumpió no queriendo escuchar lo que tanto le disgustaría, aunque
fue incapaz de impedir que Napoleón dijera que no quería que se hiciera
ilusiones.
–¡De
acuerdo, entonces abdicaremos! –exclamó Carlota.
–¡No espero otra cosa de su esposo, señora!
–replicó el emperador, atrapando la oportunidad al vuelo.
Entonces, desesperada, ella le arrojó a la
cara:
–Si
marchamos a México, mi esposo y yo, fue por decisión de vuestra Majestad.
¡Nuestro fracaso será el suyo, y el de toda Francia!
Napoleón su puso en pie, se inclinó ante ella
y salió sin pronunciar otra palabra.
Dos días más tarde, el soberano galo confirmó
su decisión irrevocable: «Ni un hombre, ni un escudo más». Carlota vaciló al
recibir este nuevo golpe, cuyas repercusiones se descubren en la carta que
escribió a la mañana siguiente, a Maximiliano: Napoleón tiene el infierno dentro de sí mismo, y yo no.
Puede cometer una mala acción, fraguada desde hace mucho tiempo, siguiendo el
principio del Mal en el mundo que se basa en saber alejar el Bien. Puedes estar
seguro de ello: para mí es el diablo en persona. En el momento de nuestra
última entrevista, ayer, le vi con tal expresión que mis cabellos se pusieron
de punta... ¡Era horrible!
Es posible que con esta carta estuviera dando
las primeras muestras de su locura. Desde bacía tiempo, las personas que la
rodean habían advertido un resplandor especial en sus ojos, que gesticulaba
dirigiéndose a algún ser invisible y que pronunciaba palabras incoherentes. Su
médico personal, Bohuslavek, comenzó a temer algo más grave que un agotamiento
nervioso debido a la falta de sueño. Sin que ella se diera cuenta, la hizo
tomar calmantes. Y la aconsejó pasar una semana de reposo en el palacio de
Miramar.
Antes de dejar París, Carlota envió un
telegrama a Maximiliano, situándose de la línea trasatlántica, que acababa de
ser puesta en servicio: «Todo es inútil», que no dejó ninguna
esperanza. Y, sin embargo, a ella no le abandonaría el deseo de seguir luchando
hasta el último aliento.
Dejó la capital de Francia el 23 de agosto.
Napoleón le había puesto un tren especial a su disposición. Atravesó Saboya,
pasó por el Monte Cenis y franqueó la frontera italiana. ¡Por fin! Ya estaba
fuera del país, cuya
atmósfera su emperador emponzoña con su maldad. En
Turín, se vio colmada de atenciones. Conversó con las autoridades de la ciudad.
Le contaron las dificultades que estaba soportando el joven reino de Italia,
hasta que ella advirtió: la mano del devastador del mundo es muy grande... Las paredes de
Florencia pueden relatar tantas cosas de los espías del emperador como las de
la capital mexicana...
En Milán se vio rodeada de simpatía, porque
la población no la había olvidado, como también recordaba a Maximiliano. Esto
la animó a seguir el viaje a Roma con mayor entusiasmo. Aunque si fracasaba
ante el Papa, se habría perdido toda esperanza para México. Sin embargo,
confiaba. ¿Acaso el Padre Santo no la bendijo en 1864 antes de la partida hasta
el otro lado del Atlántico? ¿No alentó al matrimonio paternalmente?
Pero en Botzen sus perturbaciones mentales se
hicieron evidentes. Se imaginó que estaba rodeada de espías de Napoleón,
traidores que pretendían secuestrarla o intentar envenenarla. El mal empeoró al
llegar a Mantua, donde las tropas austríacas que aún permanecían en la ciudad
le rindieron honores, cubriendo la ruta que iba desde la Puerta del Norte hasta
el Hôtel de la Fenice. Ciento un cañonazos anunciaron la llegada de la
emperatriz de México. Los oficiales acudieron a saludarla, lo mismo hicieron
las autoridades.
En Roma, se organizó una gran comida de
bienvenida, a la que Carlota no pudo acudir al sufrir unas insoportables
palpitaciones. El 27 de septiembre, tuvo lugar la entrevista con el Papa, un
gran anciano de setenta y cuatro años, corpulento, de aire afable y mirada
viva. Ante él se arrodilló la emperatriz para besarle la zapatilla. Pero aquél
la detuvo.
La conversación se prolongó por espacio de
una hora y cuarto, lo que todos consideraron excepcional. Cuando los prelados
acompañaron a Carlota hasta su carroza, pudieron observar que su mirada era
errante y un aire sombrío cubría su rostro. Al llegar al hotel, cuando todos
esperaban sus palabras, se inclinó y con una voz débil ordenó:
–Podéis retiraros.
Seguidamente, ordenó que le sirvieran el
almuerzo en sus habitaciones, a la vez que prohibía que se le formulara hasta
la más mínima pregunta.
Sin embargo, el 30 de septiembre, a las ocho
de la mañana, hizo que despertaran a la marquesa del Barrio, su dama de honor.
Vestida enteramente de negro, con capa de terciopelo y un sombrerito cuyos
lazos estaban anudados bajo el mentón, ofrecía un aire hosco, con los ojos
hundidos y las mejillas arreboladas. Evidentemente sufría un estado febril.
Junto a la mujer que era su mano derecha subió a un fiacre, en el que llegaron a la
Fontana de Trevi.
Nada más que se detuvo el vehículo, Carlota
se arrojó al suelo y con las dos manos, se echó el agua «de la suerte» en la
cara y, acto seguido, la bebió a lengüetazos con una sed demencial. Y al volver
al fiacre, ordenó que la llevasen al Vaticano.
Una vez ante las puertas del colosal
edificio, despidió el coche, ascendió la escalera y pidió ver al Papa. Los
guardias suizos, asustados por el aspecto de la dama, fueron a prevenir al
Padre Santo. Y éste la recibió de inmediato. Acababa de decir misa y se le
había servido un ligero desayuno. Carlota entró bruscamente y se arrojó a sus
pies, suplicándole, que hiciese detener a los miembros de su casa. Todos ellos,
desde los criados a los ministros, eran agentes de Napoleón enviados para
matarla. Imploró asilo y protección, porque el Vaticano suponía el único lugar
donde se sentía segura. De rodillas, sacudida por los sollozos, declaró que no
se pondría en pie antes de haber obtenido la promesa del Papa.
Dulcemente, éste trató de calmarla. En vano.
Ella repetía, presa de una inmensa excitación, que nadie la forzaría a salir de
allí. Como no había manera de dominarla, algunos cardenales la convencieron de
que se iban a discutir sus peticiones. Y al llegar la noche, se planteó un gran
dilema: jamás una mujer había dormido en el Vaticano. Todos se mostraron
preocupados, y mucho más al comprobar que la emperatriz no dejaba de llorar y
de gritar. El Papa, bastante conmovido, ordenó que llevaran a la biblioteca dos
lechos de bronce, grandes candelabros de plata y objetos para el aseo personal.
Horas más tarde, unos médicos se presentaron
en el improvisado dormitorio para indicar a la emperatriz, que el Santo Padre
esperaba verla de nuevo en el momento que se sintiera mejor. Pero estos
personajes iban disfrazados de chambelanes. Y se cuidaron de servirle un
refresco, en el que habían echado un tranquilizante. Poco después, llegó allí
la superiora de un convento, para invitar a la emperatriz a visitar un
orfelinato. En el momento que aceptó, se pudo comprobar que el plan había
funcionado, al conseguir que abandonase el Vaticano.
Terminó viéndose encerrada en sus
habitaciones del hotel, junto a Matilde Doblinger. Pero se negó a comer todo lo
que no fuese cocinado ante sus ojos. La doncella tuvo que conseguir un hornillo
de carbón, para organizar una cocina en la recámara de la emperatriz. También
se debió traer un gato, al cine se le ponía delante unos platitos con parte de
la comida que iba a servirse en la mesa de Carlota. En medio de su locura,
exigió que se compraran pollos vivos, a los que se mataba ante sus ojos. Pero
se negó a alimentarse con pan y frutos, considerando que éstos eran muy fáciles
de envenenar.
Lentamente se hizo el vacío alrededor de la
loca. Los corredores del hotel quedaron desiertos, porque los criados habían
recibido la orden de no contrariarla. Por fin se consiguió trasladarla al
palacio de Miramar, donde el doctor Riedel, que acababa de venir de Viena por
ser el más famoso médico alienista, le prescribió reposo absoluto y un largo
período de aislamiento.
Carlota estaba siendo tratada como una
demente, y quizá lo fuese. Tantos años sin amor, disfrazada de princesa y, más
tarde, de emperatriz, enfrentada a un marido que no dejaba de acostarse con
otras mujeres y luchando contra una situación imposible, al hallarse en un país
donde no era querida, sus últimos enfrentamientos con Napoleón III. Victoria
Eugenia y el Papa, que no le habían servido de nada, la arrojaron al foso de
las fantasías. Allí donde no existían más que sueños, y el mundo adquiría su
lado más sonriente.
Y pagando a precio de oro el trabajo de un
famoso escultor, especializado en el trabajo con la cera, le ordenó que
reprodujera a Maximiliano. Contaba con retratos de su esposo, con muchas de sus
ropas y, además, era capaz de memorizar su figura, sobre todo la que ofrecía
durante la luna de miel. Esto permitió que el artista realizara una obra
genial, de las que ocupan un lugar destacadísimo en un museo; sin embargo, sólo
la contemplaría una mujer y dos o tres de sus más fieles criadas. Mientras
tanto...
El verdadero Maximiliano se hallaba vivo. Y
el día 13 de febrero de 1867, a las siete de la mañana, las tropas que le eran
fieles se hallaban listas para partir. La formaban dos mil hombres del
regimiento de lanceros de la emperatriz, bajo el mando del coronel Miguel
López, la guardia municipal a caballo y la infantería de Joaquín Rodríguez.
Disponían de dieciocho cañones.
A unas doce millas se produjo el primer
encuentro con los guerrilleros, que atacaron la vanguardia. Maximiliano tomó
parte en la escaramuza. Silbaron las balas a su alrededor y, a sus pies, cayó
un soldado herido. Al cabo de algunas lloras, el enemigo se retiró hasta
Cuautitlán, de donde en seguida lo desalojaron los jinetes imperiales.
El día 19 el ejército llegó a Querétaro, una
pintoresca ciudad colonial española, rodeada de una corona de colinas. Al este
se contemplaba el convento de la Cruz, especie de ciudadela rodeada de casas.
Para preparar la entrada se hizo alto a una milla del lugar. Los soldados se
esforzaron en aparecer presentables. Y Maximiliano, dejando su capa gris y su
sombrero blanco, se vistió con el uniforme de general, se puso el gran cordón
del Águila Azteca y cambió de montura. A las once y media llegaron a sus
puertas de la ciudad, donde esperaban los generales Miramón y Mejía con su
estado mayor.
Desde el primer momento, el emperador se
ocupó de preparar la defensa, porque el enemigo avanzaba con rapidez. Disponía
de alrededor de diez, mil hombres, más los siete u ocho mil que estaban en
México y en Puebla. Los juaristas contaban con cuarenta y un mil. Lo que
inquietaba al austríaco era la división entre sus generales. Para tratar de
atenuar sus efectos, asumió el mando supremo y asignó a cada uno una tarea
precisa. Junto a él se hallaba un oficial de confianza, el coronel Miguel
López, hombre bien parecido, de elegancia europea y jinete notable, pero de
pasado dudoso.
Días más tarde, tres columnas de veintisiete
mil hombres convergieron sobre Querétaro, a las órdenes del jefe del ejército
republicano Escobedo. Este oficial de fortuna, antiguo contratista de
transportes, vio en la carrera de las armas, en la que había tenido éxito, un
medio de alcanzar su objetivo secreto: la presidencia de la República. Ya
contaba cuarenta años, y se le consideraba severo aunque no cruel. En las
situaciones difíciles le faltaba energía. Sin embargo, había recibido órdenes
estrictas en lo tocante a los partidarios del imperio y las llevaría a cabo por
duras que fuesen.
El 6 de mayo, a las cuatro de la mañana,
Maximiliano con su estado mayor salió a la plaza. Cuando llegaron al pie del
cerro de las Campanas, una de las colinas altas, despuntaba el día. La niebla
era tan densa que sólo se veía a dos metros de distancia. Pero los primeros
rayos del sol la disiparon, con lo que descubrieron a las tropas imperiales en
orden de batalla. A lo lejos, otra línea de soldados cuyas bayonetas brillaban
al sol. La contienda ya era inevitable.
El emperador contaba con el mejor ejército;
sin embargo, sus generales estaban enfrentados. Es posible que el éxito se
hubiera asegurado de haber descargado todo el peso del ataque contra cada una
de las columnas enemigas, pero nunca dispersando las fuerzas al combatir las
dos al mismo tiempo. Los imperialistas habían recibido informes detallados
sobre el movimiento convergente de los rebeldes. No obstante, tardaron en
actuar.
Y a partir del 4 de marzo, se dieron cuenta
de que arriesgaban demasiado dando comienzo a un movimiento ofensivo. Dos días
más tarde, comprobaron que ya era imposible la victoria. Después de sufrir un
gran número de bajas. Maximiliano pudo comprobar que había dejado escapar la
oportunidad más favorable. Querétaro se hallaba sitiada. Algo gravísimo, cuando
ni siquiera las barricadas habían sido finalizadas y las provisiones eran muy
escasas. Se esperaba la reanudación del ataque.
Éste se produjo el 14 a las nueve de la
mañana. A pesar de que todo se había previsto, un punto importante, delante del
cementerio de la Cruz, no se encontraba bien defendido. Debido a esta imperdonable
negligencia, el enemigo se apoderó de la posición, desde la cual pudo destrozar
a las tropas imperialistas con sus cañones. Del convento se respondió, cuando
sus pérdidas eran considerables. Pronto se abalanzaron contra las zonas
ocupadas, que lograron reconquistar. Pero los juaristas ya estaban rodeando el
edificio principal, hasta que entraron dos batallones por una calleja que
facilitaría la victoria, aunque tardaría un poco en materializarse.
A la una y media de la tarde la batalla casi
se dio por perdida, a pesar de que se intentara resistir durante varias
semanas. Lo peor fue que nadie supo evitar el enfrentamiento entre los
generales imperialistas, mucho menos Maximiliano aunque recurriese a las
promesas de ascensos y a las medallas de honor.
El 15 de mayo, los juaristas habían cerrado
todas las líneas de fuga. En un momento de lo más dramático el emperador se
dirigió a los oficiales franceses presentes:
–Gracias, señores. Veo con placer que entre
vosotros hay nobles corazones, porque, en los últimos momentos, no me habéis
abandonado al permanecer fieles. Había jurado cine nunca capitularía, pero
ahora me veo forzado a ello a fin de poder salvaros.
Seguidamente, ordenó a Mejía que enviase un
parlamentario. Se designó a Pradillo y a otro oficial. Los dos descendieron
hasta la ciudad llevando en alto una bandera blanca improvisada. La artillería
cesó de disparar. Muy pronto, se presentó un destacamento de oficiales
liberales. Se escucharon unos cuantos disparos entre las calles. Maximiliano
esperaba apoyado en su espada, inmóvil. El general Corona se aproximó a él y le
dijo:
–Vuestra Majestad es mi prisionero.
Durante los meses siguientes se produjo una
de las más absurdas tragedias de la Historia: la prisión y enjuiciamiento de
Maximiliano, sobre el cual se pretendió que recayeran los grandes errores de
las principales naciones del mundo y, sobre todo, la misma impotencia de los
juaristas, al pretender servirse de un simple títere internacional para
justificarse.
El 19 de junio, el emperador de México fue
sacado de su celda para ser fusilado. El pelotón de ejecución lo mandaba el
coronel Palacios. Los condenados subieron cada uno en un coche. Maximiliano
quedó rodeado de jinetes, junto al padre Soria, su confesor, seguidos de todas
tropas. Se dirigieron hasta el cerro de las Campanas. Allí serían fusilados.
Durante el recorrido las ventanas de las casas permanecieron cerradas en señal
de duelo. Las gentes iban vestidas de negro. Hombres y mujeres lloraban sin
esconderse, al reconocer la injusticia. Desde los tejados brotaron insultos e
incluso algunos proyectiles contra los soldados-verdugos. La emoción alcanzó
niveles incontenibles cuando se vio a la joven esposa de Mejía siguiendo el
lúgubre cortejo, con un niño de pecho en sus brazos y gritando:
–¡Gracia! ¡Gracia!
Con la cabeza levantada y teniendo a Miramón
a su lado, Maximiliano pisó la cumbre de la colina. Mejía iba casi arrastras,
sin dejar de escuchar los gritos de su mujer, la cual trataba desesperadamente
de agarrarse al coche, hasta que empujada por una bayoneta cayó al suelo.
Cuatro mil juaristas rodeaban el lugar al
mando del general Díaz de León. Se hallaban situados en tres lados del
cuadrado. El cuarto lado era una pared de adobe de poca altura, ante la que se
colocaron a los condenados. El ex emperador se volvió hacia Miramón y le dijo:
–General, un valiente debe ser honrado por su
soberano, incluso en el momento de la muerte. Permitir que os ceda el lugar de
honor. –Le hizo situarse en el centro y, luego, se dirigió a Mejía–: General,
lo que no es recompensado en la tierra, lo será ciertamente en el cielo.
Entonces tomaron posición los soldados:
quince hombres en total, cuatro por cada prisionero y tres de reserva.
Maximiliano se acercó a los que estaban frente a él, los estrechó la mano y les
dio a cada uno una pieza de oro:
–Muchachos –les pidió–, apuntad aquí. –Se
señaló el lugar del corazón.
Es posible que temiera ser herido en la
cabeza, con lo que su cadáver quedaría desfigurado. Volviendo a su lugar se
quitó el sombrero y se limpió la frente con un pañuelo. Arrojó una mirada en
torno suyo y con voz firme, en perfecto español, exclamó:
–Os perdono a todos, y que todos me perdonen.
Que mi sangre, pronta a correr, sea derramada por el bien del país. ¡Viva
México! ¡Viva la Independencia!
Luego se produjo una orden rápida, fueron
levantados los fusiles y se escuchó:
–¡¡Fuego!!
Una palabra, muchos disparos y los tres
cuerpos cayeron. Una vez disipado el humo, se vio al emperador con el rostro en
tierra, y se escuchó una débil exclamación: «¡Hombre!». El oficial corrió junto
al cuerpo mortalmente herido, le dio la vuelta, sin una palabra, y con la punta
de su sable señaló el lugar del corazón. Un suboficial, el sargento Manuel de
la Rosa, disparó el tiro de gracia. Lo hizo a quemarropa, lo que inflamó la
tela del chaleco.
Miramón se hallaba muerto; pero se
necesitaron dos balas para rematar a Mejía. Eran las siete de la mañana del 19
de junio de 1867. Las campanas de la ciudad repicaron, y se dejaron de oír los
redobles de tambor y las trompetas. Una amarga página de la Historia acababa de
ser cerrada, aunque no del todo. Porque estas muertes nunca dejarían de pesar
sobre la figura de Benito Juárez y de otro gran número de estadistas del mundo.
Singularmente, nadie se atrevió a comunicar
la noticia a Carlota, que continuaba en Miramar. Realmente, ésta hacía muchos
años que no se sentía unida a su marido oficial, aunque sí a ese otro de los
tiempos de la luna de miel. Por eso mimaba su estatua de cera, a la que
cambiaba de uniforme cada dos semanas, y ante la cual rezaba y dedicaba mil
muestras de adoración. Porque suponía la imagen de su amor más sincero.
Y en el momento que se le informó de lo
sucedido en México, se limitó a pronunciar un «¡ah!». Nadie la vio llorar,
aunque sí la observaron encerrarse en sus habitaciones privadas, donde pidió
que le sirvieran la cena. Dos días permaneció allí recluida. Al salir, vivió
unos diez, años de lucidez, en los que escribió unas cartas muy sensatas
defendiendo a su marido y exigiendo una reparación internacional de su memoria.
Carlota vivió cuarenta años más. El 15 de
enero de 1927 contaba ochenta y seis años. Ese día sufrió una parálisis parcial
del lado izquierdo de su cuerpo. La respiración se le hizo más difícil a lo
largo de las fechas siguientes. En el momento que la visitaron el rey de
Bélgica y los príncipes ya estaba al borde la muerte. Se fue para siempre en la
madrugada, sin hacer ruido. El sacerdote que la atendió en sus últimos minutos
no olvidaría las palabras de la ex emperatriz de México:
–Recordad
al universo al hermoso extranjero de cabellos rubios. Dios quiera que se nos
recuerde con tristeza, pero sin odio.
A las once horas y veinte minutos del 22 de
enero, el ataúd de Carlota entró en la iglesia de Leken, llevado a hombros por
seis antiguos legionarios belgas, sobrevivientes de la expedición de México. A
la derecha del coro se abría la entrada de la cripta. Allí encontraría esta
mujer apasionada, amante eterna de un hombre inexistente, de una quimera
forjada en el recuerdo de unos meses de felicidad y representada con un muñeco
de cera, a su familia belga. Sin embargo, el destino le impondría que ni en la
muerte pudiera volver a estar junto a Maximiliano.