Viene de "
Moby Dick - Cap L, LI, LII y LIII - Herman Melville"
Capítulo LIV
LA HISTORIA DEL TOWN-HO
(según se contó en la Posada de Oro)
El cabo de Buena
Esperanza, y toda la región acuática a su alrededor, se parece mucho a ciertas
famosas encrucijadas de un gran camino real, donde se encuentran más viajeros
que en cualquier otra parte.
No mucho después
de hablar con el Goney, encontramos otro barco ballenero en viaje de vuelta, el
Town-Ho. Iba tripulado casi totalmente por polinesios. En el breve gam que tuvo
lugar, nos dio sólidas noticias sobre Moby Dick. Para algunos, el interés
genérico por la ballena blanca quedó ahora desmedidamente aumentado por una
circunstancia del relato del Town-Ho, que parecía oscuramente vincular a la
ballena cierto prodigio sobrenatural, a la inversa, en uno de esos llamados
juicios de Dios, que se dice que a veces caen sobre ciertos hombres. Esta
circunstancia, con sus propios acompañamientos peculiares,
formando lo que podría llamarse la parte secreta de la tragedia que se va a
narrar, jamás alcanzó los oídos del capitán Ahab ni de sus oficiales. Pues esa
parte secreta de la historia era desconocida por el propio capitán del Town-Ho.
Era propiedad reservada de tres marineros blancos de aquella nave, unidos entre
sí, uno de los cuales, al parecer, se lo comunicó a Tashtego con requerimientos
de secreto a lo católico romano, pero, a la noche siguiente, Tashtego charló en
sueños, y de ese modo reveló tanto, que al despertar no pudo reservar el resto.
No obstante, tan poderosa influencia tuvo esta cosa en aquellos marineros del
Pequod que llegaron a su pleno conocimiento, y tan extraña
delicadeza, por llamarla así, les gobernó en este asunto, que guardaron el secreto entre
ellos de tal modo que nunca llegó a difundirse a popa del palo mayor del Pequod.
Entretejiendo en su debido lugar ese hilo más oscuro con el relato según se
contaba públicamente en el barco, paso ahora a poner en noticia perenne la
totalidad de este extraño asunto.
Siguiendo mi
humor, conservaré el estilo en que lo conté una vez en Lima, a un ocioso círculo de mis
amigos españoles, la víspera de cierto santo, fumando en el patio de baldosas
espesamente doradas de la Posada de Oro. De aquellos admirables caballeros, los
jóvenes don Pedro y don Sebastián tenían más intimidad conmigo; de aquí las
preguntas intercaladas que de vez en cuando me hicieron, y que fueron
debidamente respondidas en su momento.
«—Caballeros, unos
años antes de que yo conociera los acontecimientos que voy a referiros, el
Town-Ho, barco de Nantucket a la pesca de cachalotes, navegaba por aquí, por
vuestra parte del Pacífico, a no muchos días de vela al oeste de los aleros de
esta Posada de Oro. Estaba un poco al norte del ecuador. Una mañana, al dar a
las bombas, según la costumbre diaria, se observó que hacía más agua de la
acostumbrada en la bodega. Supusieron, caballeros, que un pez espada habría
perforado el barco. Pero como el capitán tenía alguna razón insólita para creer
que le aguardaba una buena suerte extraordinaria en aquellas latitudes, y, por
tanto, era muy contrario a abandonarlas, y como la vía de agua no se consideró
en absoluto peligrosa — aunque, desde luego, no pudieron encontrarla después de
buscar por toda la bodega hasta la mayor profundidad posible con una mar
bastante gruesa—, el barco siguió su crucero, con los marineros trabajando en
las bombas a intervalos espaciados y cómodos, pero sin que llegara ninguna
buena suerte: pasaron más días, y no sólo seguía sin descubrirse la vía de
agua, sino que aumentaba
sensiblemente. Tanto fue así, que, alarmándose algo ahora, el capitán se desvió
a toda vela al puerto más cercano entre las islas para tumbar el casco y
repararlo.
»Aunque no tenía
por delante una breve travesía, sin embargo, con tal que le favoreciera la suerte más
corriente, no tenía miedo en absoluto de que su barco se hundiera por el
camino, porque sus bombas eran de las mejores, y, relevándose periódicamente en
ellas, aquellos treinta y seis hombres suyos podían mantener fácilmente libre
el barco, sin importar que la vía de agua se hiciera el doble. En realidad,
casi toda la travesía fue acompañada por brisas muy favorables, y el Town-Ho
hubiera llegado a su puerto con toda seguridad sin sufrir la menor desgracia,
de no ser por los brutales abusos de Radney, el primer oficial, uno del
Vineyard, y por la venganza ásperamente provocada, de Steelkilt, un
hombre de los lagos, un desesperado de Buffalo.
»—¡De los lagos!
¡De Buffalo! Por favor, ¿qué es un hombre de los lagos, y dónde está Buffalo? —dijo don
Sebastián, incorporándose en su balanceante hamaca de hierba.
»—En la orilla
oriental de nuestro lago Erie, don Sebastián, pero... hacedme la merced..., quizá pronto
sabréis más de todo eso. Bien, caballeros, en bergantines con velas de respeto
y en barcos de tres palos, casi tan largos y fuertes como los que jamás puedan
haber zarpado de vuestro viejo Callao para la remota Manila, este hombre de los
lagos, en el corazón de nuestra América, encerrado entre tierra, se había
nutrido de todas esas salvajes impresiones filibusteras relacionadas
popularmente con el mar abierto. Pues, en su conjunto interfluyente, esos
grandes mares de agua dulce que tenemos —Erie, Ontario, Hurón, Superior y
Michigan—poseen una extensión oceánica, con muchos de los más nobles
rasgos del océano, y con muchas de sus variedades costeras de razas y climas.
Contienen redondos archipiélagos de islas románticas, igual que los mares polinesios;
en buena parte, tienen por orillas dos grandes naciones rivales, como el
Atlántico; proporcionan largas comunicaciones marítimas desde el este a
nuestras numerosas colonias territoriales, dispersas por todo su litoral; acá y
allá, se asoman a ellos el ceño de las fortalezas, y los cañones, como cabras
en lo escarpado del alto Mackinaw; han oído los truenos lejanos de victorias
navales; de vez en cuando, ceden sus playas a bárbaros salvajes cuyas caras
pintadas de rojo salen como relámpagos de sus cabañas de pieles; durante leguas
y leguas están flanqueados de bosques antiguos y sin hollar, donde los delgados
pinos se yerguen como apretadas líneas de reyes en las genealogías góticas —
bosques que albergan salvajes animales africanos de rapiña, y sedeñas criaturas
cuyas pieles exportadas dan mantos a los emperadores tártaros—; reflejan las
pavimentadas capitales de Buffalo y Cleveland, así como las aldeas de
Winnebago; hacen flotar igualmente al barco mercante de tres palos, al crucero
armado del Estado, al vapor y a la canoa de abedul; son agitados por
hiperbóreos huracanes desarboladores, tan terribles como los que azotan las
olas saladas; saben lo que son naufragios, pues, sin tener tierra a la vista,
aunque dentro de tierra, en ellos se han ahogado muchos barcos a medianoche,
con toda su tripulación clamorosa. Así, caballeros, aunque hombre de tierra
adentro, Steelkilt era nativo del océano salvaje, y nutrido en el
océano salvaje; un marinero tan audaz como cualquiera. Y en cuanto a Radney,
aunque en su niñez se hubiera tendido en su solitaria playa de Nantucket para
alimentarse de la mar maternal; y aunque en su vida posterior hubiera recorrido
durante mucho tiempo nuestro austero Atlántico y vuestro contemplativo
Pacífico, sin embargo, era tan vengativo y tan peleón en cualquier compañía
como el marinero de los bosques vírgenes, recién llegado de las regiones de los
cuchillos de monte con mango de cuerno. Con todo, el de Nantucket era hombre
con algunos rasgos de buen corazón; y el de los lagos era un marinero que,
aunque ciertamente una especie de diablo, podía ser tratado con firmeza
inflexible, templada sólo por la decencia común del reconocimiento humano que
es derecho del más bajo esclavo; y así tratado, Steelkilt se había contenido
durante mucho tiempo como
inofensivo y dócil. En todo caso, hasta ahora se había mostrado así; pero
Radney estaba predestinado y enloquecido, y Steelkilt..., pero ya oiréis,
caballeros.
»Había pasado un
día o dos todo lo más, después de dirigir su proa hacia el puerto de la isla, cuando la
vía de agua del Town-Ho pareció volver a aumentar, aunque sólo haciendo
necesaria una hora o más cada día en las bombas. Habéis de saber que en un
océano colonizado y civilizado como nuestro Atlántico, por ejemplo, a algunos
capitanes les importa muy poco bombear a lo largo de toda su travesía, aunque
si, en una noche tranquila y soñolienta, al oficial de guardia se le olvidase
por casualidad su obligación en este aspecto, lo probable es que ni él ni sus
compañeros volverían a acordarse jamás, porque toda la tripulación descendería
suavemente al fondo. Y tampoco en los solitarios y salvajes mares que quedan
lejos al oeste de Vuestras Mercedes es totalmente desacostumbrado que los
barcos no dejen de darle a coro a los mangos de las bombas durante un viaje,
incluso, de considerable longitud; es decir, con tal que se encuentren a lo
largo de una costa tolerablemente accesible, que se les ofrezca algún otro
refugio razonable. Sólo cuando un barco que hace agua queda muy apartado en esas
aguas, en alguna latitud realmente sin tierra, entonces su capitán empieza a
sentirse un tanto preocupado.
»Mucho de esto le
había ocurrido al Town-Ho, de modo que cuando se encontró una vez que aumentaba la
vía de agua, en verdad hubo varios de la tripulación que manifestaron cierta
preocupación, sobre todo Radney, el primer oficial. Mandó izar bien las velas
altas, cazándolas a besar de nuevo, y extendiéndolas por todas partes a la
brisa. Ahora, este Radney supongo que tenía poco de cobarde y se inclinaba tan
escasamente a cualquier suerte de aprensión nerviosa, en cuanto a su propia
persona, como cualquier criatura despreocupada y sin miedo, del mar o de la
tierra, como podáis imaginar a vuestro gusto, caballeros. Por tanto, cuando
manifestó esa solicitud por la seguridad del barco, algunos
de los marineros afirmaron que era sólo a causa de que era copropietario de él.
Así, cuando ese anochecer estaban trabajando en las bombas, hubo no pocas
bromas sobre este apartado, maliciosamente intercambiadas entre ellos, mientras
sus pies quedaban continuamente inundados por la ondulante agua clara; clara
como de cualquier manantial de la montaña, caballeros; que salía burbujeante de
la bombas, corría por cubierta, y se vertía en chorros continuos por los imbornales
de sotavento.
»Ahora, como
sabéis muy bien, no es raro el caso, en este nuestro mundo de convenciones —en el agua o donde sea—, en
que, cuando una persona puesta al mando de sus semejantes encuentra que uno de
ellos es notablemente superior a él en su orgullo general de virilidad,
inmediatamente conciba contra ese hombre un invencible odio y antipatía, y, si
tiene ocasión, derribe y pulverice esa torre de su subalterno, reduciéndola a
un montoncito de polvo. Sea lo que sea esta idea mía, caballeros, en todo caso
Steelkilt era un elevado y noble animal, con una cabeza como un romano y una
fluyente barba dorada como las gualdrapas emborladas del resoplante corcel de
vuestro último virrey; y un cerebro, y un corazón, y un alma dentro de él,
caballeros, que hubieran hecho de Steelkilt un Carlomagno si hubiera nacido
hijo del padre de Carlomagno. Pero Radney, el primer oficial, era feo como un
mulo, y lo mismo de terco, duro y malicioso. No quería a Steelkilt, y Steelkilt
lo sabía.
»Al observar que
el primer oficial se acercaba mientras él trabajaba en la bomba con los demás, el de los
lagos fingió no darse cuenta, sino que, sin dejarse impresionar, siguió con sus
alegres bromas.
»—Eso, eso,
muchachos; esta vía de agua es un encanto; tomad un vasito, uno de vosotros, y
vamos a probarla. ¡Por Dios que es digna de embotellarse! Os digo de veras,
hombres, que con esto se pierde la inversión del viejo Rad. Más le valdría
cortar su parte de casco y remolcarla a casa. La verdad es, muchachos, que el
pez espada no hizo más que empezar el trabajo; luego ha vuelto con una
cuadrilla de peces carpinteros, peces sierra, peces lima, y todo lo demás; y
toda su pandilla está ahora trabajando de firme en el fondo, cortando y
tajando; para hacer mejoras, supongo. Si el viejo Rad estuviera ahora aquí, le
diría que saltara por la borda y los dispersara. Están jugando al demonio con
sus bienes, le puedo decir. Pero es un simple y un buenazo, ese Rad, y también
una belleza. Muchachos, dicen que el resto de sus bienes está invertido en
espejos. No sé si a un pobre diablo como yo le querría dar el modelo de su
nariz.
»—¡Malditas sean
vuestras almas! ¿Por qué separa la bomba? —rugió Radney, fingiendo
no haber oído la
conversación de los marineros—. ¡Seguid con ella como truenos!
»—Eso, eso —dijo
Steelkilt, alegre como un grillo—. ¡Vivo, muchachos, vivo, ya!
»Y entonces la
bomba sonó como cincuenta máquinas para incendios; los hombres tiraron los
sombreros, y no tardó en oírse ese peculiar jadeo de los pulmones que indica la
plena tensión de las energías extremas de la vida.
»Abandonando por
fin la bomba, con el resto de su grupo, el de los lagos se fue a proa todo jadeante, y
se sentó en el molinete, con su feroz cara enrojecida, los ojos inyectados de
sangre, y secándose el abundante sudor de la frente. Ahora, caballeros, no sé
qué diablo seductor fue el que poseyó a Radney para que se enredara con un
hombre en semejante estado corporal de exasperación; pero así ocurrió. Dando
zancadas insolentes por la cubierta, el oficial le ordenó que se buscase una
escoba y barriese las tablas, y asimismo una pala, para quitar ciertos molestos
materiales resultantes de haber dejado escapar un cerdo.
»Ahora bien,
caballeros, barrer la cubierta de un barco en el mar es una cuestión de trabajo
doméstico que se cumple con regularidad todas las tardes, en cualquier tiempo,
salvo con galerna furiosa, y se sabe que se ha cumplido en el caso de barcos
que en ese momento estaban de hecho hundiéndose. Tal es, caballeros, la
inflexibidad de las costumbres marítimas y el instintivo amor a la limpieza que
hay en los marineros, algunos de los cuales no se ahogarían de buena gana sin
lavarse antes la cara. Pero, en todos los barcos, ese asunto de la escoba es la
jurisdicción prescrita a los grumetes, si hay grumetes a
bordo. Además, los hombres más fuertes del Town-Ho se habían dividido en
cuadrillas, turnándose en las bombas; y, siendo el marinero más atlético de
todos, Steelkilt había sido debidamente nombrado capitán de una de las
cuadrillas, por lo que, en consecuencia, debía haber quedado liberado de
cualquier asunto trivial sin relación con los verdaderos deberes náuticos, si
así ocurría con sus compañeros. Menciono todos esos detalles para que podáis
comprender exactamente cómo estaba la cuestión entre los
dos hombres.
»Pero había más
que esto: la orden respecto a la pala estaba casi tan claramente pensada para insultar a
Steelkilt como si Radney le hubiera escupido a la cara. Cualquiera que haya ido
de marinero en un barco ballenero lo entenderá; y todo eso, y sin duda mucho
más, entendió del todo el hombre de los lagos cuando el oficial pronunció su
orden. Pero se quedó un momento quieto y sentado, y al mirar con firmeza los
malignos ojos del oficial y percibir las pilas de barriles de pólvora
amontonados en él y la mecha lenta que ardía hacia ellos, al verlo todo esto
instintivamente, caballeros, se apoderó de Steelkilt, como sentimiento
fantasmal y sin nombre, esa extraña indulgencia y desgana por remover el más
profundo apasionamiento en ningún ser ya iracundo, esa repugnancia que sienten
sobre todo, cuando la sienten, los hombres realmente valientes, aunque sean
agraviados.
»Por tanto, en su
tono ordinario, sólo que un poco roto por el agotamiento corporal en que se
encontraba momentáneamente, le contestó diciendo que barrer la cubierta no era asunto suyo, y no
lo haría. Y luego, sin aludir en absoluto a la pala, señaló como los habituales
barrenderos a los tres grumetes, los cuales, no estando destinados a las
bombas, tenían muy poco o nada que hacer en todo el día. A eso Radney replicó
con un juramento, y en el tono más dominante y ultrajante repitió incondicionalmente
su mandato, y avanzó hacia el hombre de los lagos, aún sentado, levantando un
mazo de tonelero que había tomado de un barril cercano.
»Acalorado e
irritado como estaba por su espasmódico esfuerzo en las bombas, a pesar de todo su innombrable
sentimiento de indulgencia, el sudoroso Steelkilt no pudo aguantar esta actitud
en el oficial; sin embargo, sofocando sin saber cómo la conflagración en su
interior, permaneció sin hablar y tercamente arraigado en su asiento, hasta que
por fin el excitado Radney tiró el mazo a pocas pulgadas de su cara, mandándole
furiosamente que cumpliera su orden.
»Steelkilt se
levantó y se retiró lentamente, dando la vuelta al molinete, seguido por el
oficial con su mazo amenazador, y repitiendo deliberadamente su intención de no
obedecer. Al ver, sin embargo, que esa paciencia no tenía el menor efecto,
amenazó a aquel hombre loco e Infatuado con una temible e inexpresable
intimación de la mano cerrada; pero no sirvió para nada. Y de ese modo los dos
dieron una vuelta lentamente al molinete, hasta que, decidido por fin a no
seguir retirándose, por pensar que ya había soportado
todo lo que era compatible con su humor, el hombre de los lagos se detuvo en
las escotillas y habló así al oficial:
»—Señor Radrìey no
le voy a obedecer. Deje ese mazo, o ande con cuidado.
»Pero el
predestinado oficial siguió acercándose a donde estaba inmóvil el hombre de los lagos, y
dejó caer el pesado mazo a una pulgada de sus dientes, repitiendo mientras
tanto una sarta de maldiciones insufribles. Sin retirarse ni la milésima parte
de una pulgada, y clavándole en los ojos el inflexible puñal de su mirada,
Steelkilt apretó el puño derecho a su espalda y echándolo atrás
insensiblemente, dijo a su Perseguidor que si el mazo le rozaba la mejilla, él,
Steelkilt, le mataría. Pero, caballeros, el loco está marcado por los dioses
para la matanza. Inmediatamente, el mazo tocó la mejilla; un momento después,
la mandíbula inferior del oficial estaba desfondada en su cabeza, y caía en la
escotilla chorreando sangre como una ballena.
»Antes que el
clamor pudiera llegar a popa, Steelkilt se agarró a una de las burdas que
llevaban a lo alto, donde dos de sus compañeros estaban de vigías en sus cofas.
Ambos eran canaleros.
»—¡Canaleros!
—gritó don Pedro—. Hemos visto en nuestros puertos mochos de vuestros barcos
balleneros, pero nunca hemos oído hablar de vuestros canaleros. Perdón, ¿qué
son ésos?
»—Canaleros, don
Pedro, son los bateleros de nuestro gran canal del Erie. Debéis haber oído hablar de
eso.
»—No señor; Por
aquí, en este país aburrido, caliente, perezoso y hereditario, conocemos muy poco de
vuestro vigoroso norte.
»—¿Ah, sí? Bueno,
entonces, don Pedro, volved a llenarme el vaso. La chicha es muy buena, y antes de
seguir adelante os diré qué son nuestros canaleros, pues esa información puede
proporcionar luz adicional a mi historia.
»A través de
trescientas sesenta millas, caballeros, a través de toda la anchura del Estado de Nueva York; a
través de numerosas ciudades populosas y muchas aldeas prósperas; a través de largas,
tristes y deshabitadas marismas, y fecundos campos cultivados, sin rival en
fertilidad; por billares y tabernas; por el sancta sanctorum de los grandes
bosques, por arcos romanos sobre ríos indios; a través del sol y la sombra; por
corazones felices o desolados; a través de todo el ancho escenario de
contrastes de esos nobles condados mohawks; y especialmente a lo largo de filas
de capillas níveas cuyas agujas se yerguen casi como piedras miliares, fluye un
continuo torrente de vida de corrupción veneciana, a
menudo al margen de la ley. Allí están vuestros verdaderos ashantis,
caballeros; allí aúllan vuestros paganos; allí los podéis encontrar siempre en
la casa de al lado; bajo la sombra, largamente proyectada, de las iglesias, al
socaire de su cómodo patrocinio. Pues, por alguna curiosa fatalidad, así como
se nota a menudo de los filibusteros de ciudad que siempre acampan en torno a
los palacios de justicia, igualmente, caballeros, los pecadores suelen abundar
en las cercanías más sagradas.
»—¿Es un fraile
aquel que pasa? —dijo don Pedro, mirando abajo, a la plaza atestada, con
humorística preocupación.
»—Por fortuna para
nuestro nórdico amigo, la Inquisición de doña Isabel se desvanece en Lima —rió
don Sebastián—: Adelante, señor.
»—Un momento,
¡perdón! —dijo otro del grupo—. En nombre de todos nosotros los limeños, deseo
expresaros, señor marinero, que no hemos pasado por alto de ningún modo vuestra
delicadeza al no haber puesto la presente Lima en lugar de la lejana Venecia en
vuestra corrupta comparación. ¡Ah! No os inclinéis ni parezcáis sorprendido: ya
conocéis el proverbio que hay por toda esta costa: "corrompidos como
Lima". No hace sino confirmar lo que decís, también: la iglesias son más
abundantes que las mesas de billar, y siempre abiertas... y "corrompido
como Lima". Así también Venecia; yo he estado allí; ¡la sagrada ciudad del
santo Evangelio, San Marcos!... ¡Santo Domingo, púrgala! ¡Vuestro
vaso! Gracias; lo vuelvo a llenar; ahora, volved a escanciarnos.
»—Libremente
representado en su propia vocación, caballeros, el hombre del canal haría un hermoso héroe
dramático; tan abundante y pintoresca es su perversidad. Como Marco Antonio,
durante días y días, a lo largo de su Nilo florido y de verde césped, flota
indolentemente jugando a la vista de todos con su Cleopatra de rojas mejillas,
y haciendo madurar su muslo de albaricoque en la cubierta soleada. Pero en
tierra se borra todo este
afeminamiento. El aire de bandido que tan orgullosamente luce el hombre del
canal, y su sombrero gancho y de alegres cintas, son señales de sus grandiosas
cualidades. Terror de la inocencia sonriente de las aldeas a través de las
cuales boga, su rostro moreno y su atrevida fanfarronería son esquivadas en las
ciudades. Yo, vagabundo una vez en su canal, he recibido buenas pasadas de uno
de esos canaleros; se
lo agradezco cordialmente: no querría ser ingrato, pero a menudo una de las
principales cualidades redentoras de ese hombre de violencia es que a veces
tiene un brazo tan duro para defender a un pobre desconocido en una dificultad
como para despojar a otro desconocido rico. En resumen, caballeros, el
salvajismo de esa vida del canal se evidencia enfáticamente en esto: que
nuestra salvaje pesca ballenera contiene a muchos de sus más completos licenciados,
y que no hay apenas otra raza de la humanidad, excepto los de Sydney, de que
tanto desconfíen nuestros capitanes balleneros. Y no
disminuye en absoluto lo curioso de ese asunto que para tantos millares de muchachos
rurales y jóvenes nacidos a lo largo de su línea, la vida probatoria del Gran
Canal proporcione la única transición entre cosechar tranquilamente en un campo
cristiano de trigo y surcar inexorablemente las aguas de los mares más
bárbaros.
»—¡Ya veo, ya veo!
—exclamó impetuosamente don Pedro, vertiéndose la chica por sus volantes
plateados—: ¡No hay necesidad de viajar! El mundo es una misma Lima. Yo había
creído, entonces, que en vuestro templado norte las generaciones serían tan
frías y santas como las montañas... Pero, la historia.
»—Me había
quedado, caballeros, en que el de los lagos se agarró a la burda. Apenas lo había hecho,
cuando fue rodeado por el segundo y tercer oficiales y los cuatro arponeros,
que le derribaron en masa sobre la cubierta. Pero, deslizándose por las jarcias
abajo como cometas fatídicos, los dos canaleros se precipitaron en el tumulto y
trataron de sacar a su hombre a rastras hacia el castillo de proa. Otros
marineros se unieron a ellos en el intento, y tuvo lugar un torbellino confuso,
mientras que, a una distancia segura, el valiente capitán danzaba de arriba
abajo con una lanza ballenera, requiriendo a sus oficiales para que sujetaran a
aquel bribón, y lo llevaran a golpes al alcázar. De vez en cuando, corría a
acercarse al agitado borde de la confusión y, hurgando en su interior con la
lanza, trataba de pinchar al objeto de su resentimiento. Pero Steelkilt y sus
desesperados eran demasiado para todos ellos, y lograron alcanzar el castillo
de proa, donde, haciendo rodar deprisa tres o cuatro grandes barriles en línea
con el molinete, esos parisienses del mar se atrincheraron detrás de la
barricada.
»—¡Salid de ahí,
piratas! —rugió el capitán, amenazándoles ahora con una pistola en cada mano,
que le acababa de traer el mayordomo—. ¡Salid de ahí, asesinos!
»Steelkilt salió
de un brinco de la barricada, y dando zancadas de un lado para otro, desafió lo
peor que podían hacer las pistolas, pero dio a entender claramente al capitán
que su muerte, la de Steelkilt, sería la señal para un motín criminal por parte
de todos los hombres. Con miedo en su corazón de que esto resultase demasiado
cierto, el capitán desistió un poco, pero siguió ordenando apremiantemente a
los insurgentes que volvieran a su obligación.
»—¿Nos promete no
tocarnos, si lo hacemos así? —preguntó su cabecilla.
»—¡Volved, volved!
Yo no hago promesas... ¡A la obligación! ¿Queréis hundir el barco, dejando de
trabajar en un momento como éste? — y volvió a apuntar con una pistola.
»—¿Hundir el
barco? —gritó Steelkilt—. Eso, que se hunda. Ninguno de nosotros volverá al
trabajo, a no ser que nos jure que no levantará contra nosotros ni un hilo de
jarcia. ¿Qué decís, hombres? —volviéndose a sus compañeros. Una feroz
aclamación fue la respuesta.
»El de los lagos
entonces se puso de guardia en la barricada, sin dejar de mirar al capitán, y
lanzando, a sacudidas, frases como éstas:
»—No es culpa
nuestra; no queríamos; ya le dije que apartase el mazo; ha sido una
chiquillada; ya me podía haber conocido antes; ya le dije que no pinchara al
bisonte; creo que me he roto un dedo contra su maldita quijada: ¿no están
aquellos chinchantes en el castillo de proa, muchachos? Capitán, por Dios,
tenga cuidado; diga la palabra; no sea loco; olvídelo todo; estamos dispuestos
a volver al trabajo; trátenos decentemente y somos sus hombres, pero no
dejaremos que nos azoten.
»—¡Volved a
trabajar! ¡No hago ninguna promesa, volved, os digo!
»—Mire, entonces
—gritó el de los lagos, extendiendo el brazo hacia él—: hay aquí tinos pocos de nosotros
(y yo soy uno de ellos) que nos hemos embarcado para el viaje, ya ve; ahora,
como sabe muy bien, podemos pedir la licencia en cuanto echemos el ancla; así
que no queremos riñas; no nos interesa: queremos estar en paz; estamos
dispuestos a trabajar, pero no a que nos den latigazos.
»—¡Volved! —rugió
el capitán.
»Steelkilt miró a
su alrededor un momento, y luego dijo:
»—Le diré la
verdad, capitán, antes que matarle, y que nos ahorquen por tan asqueroso granuja, no
levantaremos una mano contra usted a no ser que nos ataque, pero mientras no dé
su palabra de que no va a darnos latigazos, no trabajaremos.
»Abajo, al
castillo de proa, entonces, abajo con vosotros; os tendré allí hasta que os
hartéis. Abajo.
»—¿Vamos? —gritó
el cabecilla a sus hombres. Muchos de ellos estaban en contra, pero al fin, por
obediencia a Steelkilt, le precedieron bajando a su oscura cueva, y
desaparecieron gruñendo, como osos en una cueva.
»Cuando la cabeza
descubierta del hombre de los lagos bajó al nivel de las tablas, el capitán y
su gente saltaron la barricada, y echando rápidamente la corredera de la
escotilla, plantaron todas las manos encima y gritaron ruidosamente al
mayordomo que trajera el pesado candado de bronce que pertenecía al tambucho.
Luego, abriendo la corredera un poco, el capitán susurró algo por la abertura,
la cerró y les echó la llave a todos ellos —diez en número— dejando en la
cubierta unos veinte o más, que hasta entonces habían permanecido neutrales.
»Aquella noche
entera estuvieron todos los oficiales en guardia atenta, a proa y a popa, sobre todo
alrededor de la escotilla y el portillo del castillo de proa, por donde se
temía que pudieran salir los insurgentes, después de abrirse paso por el
mamparo de abajo. Pero las horas de tinieblas pasaron en paz; los hombres que
seguían en el trabajo se esforzaban duramente en las bombas, cuyos golpes y
retiñidos intermitentes, a través de la sombría noche, resonaban lúgubremente
por el barco.
»Al salir el sol,
el capitán fue a proa y, golpeando en la cubierta, requirió a los prisioneros a
trabajar, pero ellos con un aullido, rehusaron. Entonces les bajaron agua y
echaron detrás un par de puñados de galleta; después, volviendo a hacer girar
la llave, y embolsándosela, el capitán regresó al alcázar. Dos veces diarias,
durante tres días, se repitió esto, pero en la cuarta mañana se oyó una confusa
agitación, y luego una pelea, cuando se pronunció la acostumbrada exhortación;
y de repente cuatro hombres irrumpieron del castillo de proa, diciendo que estaban
dispuestos a trabajar. La fétida angostura del aire, y la alimentación de
hambre, unidas quizá a ciertos temores de castigo definitivo, les había
obligado a rendirse a discreción. Envalentonado con esto, el capitán repitió su
demanda a los demás, pero Steelkilt le grito una aterradora indicación de que
se dejara de chácharas y se retirara a su sitio. La quinta mañana, tres más de
los amotinados se precipitaron al aire escapando a los desesperados brazos que
trataban de sujetarles. Sólo quedaban tres.
»—Sería mejor
volver al trabajo, ¿eh? —dijo el capitán con burla inexorable.
»—¡Vuelva a
encerrarnos!, ¿quiere? —gritó Steelkilt.
»—¡Ah, claro!
—dijo el capitán, y chasqueó la llave.
»En este punto
fue, caballeros, cuando, encolerizado por la deserción de siete de sus
anteriores compañeros, picado por la voz burlona que acababa de saludarle, y
enloquecido por su larga sepultura en un sitio tan negro como las tripas de la
desesperación, Steelkilt propuso a los dos canaleros, hasta entonces al parecer
de acuerdo con él,
echarse fuera del agujero a la próxima exhortación de la guarnición, y, armados
de agudos trinchantes (largos y pesados instrumentos en forma de luna
creciente, con un mango en cada extremo), correr tumultuosamente desde el
bauprés al coronamiento de popa, y, si era posible en la desesperación
infernal, apoderarse del barco. Por su parte, él lo haría así, le siguieran
ellos o no. Ésa era la última noche que iba a pasar en aquella cueva. El
proyecto no encontró ninguna oposición por parte de los otros dos; juraron que
estaban dispuestos a ello, o a cualquier otra locura; en resumen, a todo menos a
rendirse. Y, lo que era más, cada uno de ellos se empeñó en ser el primero en
cubierta, cuando llegara el momento de dar el asalto. Pero a eso objetó fieramente
su jefe, reservándose tal prioridad; sobre todo, dado que sus dos compañeros no
cedían uno a otro en este asunto, y los dos no podían ser los primeros, porque
la escalerilla sólo admitía un hombre a cada vez. Y aquí, caballeros, tiene que
salir el juego sucio de aquellos descreídos.
»Al oír el
frenético proyecto de su jefe, a cada uno de ellos, por separado en su alma, se le había ocurrido
de repente la misma forma de traición, a saber, ser el primero en salir fuera,
para ser el primero de los tres, aunque el último de los diez, en rendirse,
obteniendo así cualquier pequeña probabilidad de perdón que pudiera merecer tal
conducta. Pero cuando Steelkilt les hizo saber su decisión de precederles hasta
el fin, ellos, de algún modo, por alguna sutil química de villanía, mezclaron
juntas sus traiciones antes ocultas, y cuando su jefe cayó en un sopor, se
abrieron mutuamente con palabras sus
ánimos, en tres frases; y ataron y amordazaron al dormido con cuerdas, y
gritaron llamando al capitán a medianoche.
»Pensando que
había algún asesinato y olfateando sangre en lo oscuro, el capitán y sus oficiales y
arponeros, armados, se precipitaron al castillo de proa. Pocos momentos después
estuvo abierta la escotilla y, atado de pies y manos, el cabecilla, aún
peleando, fue empujado al aire por sus pérfidos aliados, que inmediatamente
reclamaron el honor de haber sujetado a un hombre que estaba completamente a
punto de cometer un asesinato. Pero todos ellos fueron agarrados por el cuello
y arrastrados por la cubierta como ganado muerto; y, costado con costado,
fueron elevados a las jarcias de mesana como sendos cuartos de buey, quedando
allí colgados hasta la mañana.
»—¡Malditos
vosotros! —gritaba el capitán, dando vueltas de un lado para otro delante de
ellos—: ¡ni los buitres os tocarían, villanos!
»Al salir el sol,
convocó a todos los hombres, y separando a los que se habían rebelado de los que no
habían tomado parte en el motín, dijo a aquéllos que tenía ganas de darles
latigazos a todos, y pensaba, en conjunto, que lo haría así, que debía hacerlo
así, y la justicia lo exigía; pero que por el momento, considerando su oportuna
rendición, les dejaría ir con una reprimenda, que, en consecuencia, les
administró en lengua vernácula.
»—Pero en cuanto a
vosotros, bribones de carroña —volviéndose a los tres hombres en las jarcias—,
a vosotros, pienso haceros pedazos para las marmitas de destilación.
»Y, agarrando un
cabo, lo aplicó con toda su fuerza a las espaldas de los dos traidores, hasta que dejaron
de aullar y quedaron exánimes con las cabezas colgando de medio lado, como se
dibuja a los dos ladrones crucificados.
»—¡Me he dislocado
la muñeca con vosotros! —gritó por fin—, pero todavía queda bastante cabo para
ti, mi guapo gatillo, que no querías ceder. Quitadle esa mordaza de la boca, y
oigamos lo que puede decir a su favor.
»Por un momento,
el exhausto amotinado hizo un trémulo movimiento de sus mandíbulas en espasmo,
y luego, retorciendo dolorosamente la cabeza para volverla, dijo en una especie
de siseo:
»—Lo que digo es
esto... y fíjese bien..., como me dé latigazos, ¡le asesino!
»—¿Eso dices?
Entonces vas a ver cómo me asustas... —y el capitán echó atrás el cabo para
golpear.
»—Más le vale que
no —siseó el de los lagos.
»—Pero debo
hacerlo —y el cabo se echó atrás una vez más para el golpe.
»Steelkilt
entonces siseó algo, inaudible para todos menos para el capitán, quien, con
sorpresa de todos los hombres, se echó atrás sobresaltado, dio vueltas
rápidamente por la cubierta dos o tres veces, y luego, dejando caer de repente
el cabo, dijo:
»—No lo haré...
Dejadle ir..., cortadle las cuerdas: ¿oís?
»Pero cuando el
segundo y tercer oficial se apresuraban a ejecutar la orden, les detuvo un
hombre pálido, con la cabeza vendada: Radney, el primer oficial. Desde el
golpe, había estado tendido en su litera, pero aquella mañana, al oír el
tumulto en la cubierta, se había deslizado fuera, y había observado así toda la
escena. Era tal el estado de su boca que apenas podía hablar, pero murmurando
algo de que él sí estaba dispuesto y era capaz de hacer lo que el capitán no se
atrevía a intentar, tomó el cabo y avanzó hacia su atado enemigo.
»—¡Eres un
cobarde! —siseó el de los lagos.
»—Lo seré, pero
toma esto.
»El oficial estaba
a punto de golpear, cuando otro siseo le detuvo el brazo levantado. Se detuvo: y luego,
sin pararse más, cumplió su palabra, a pesar de la amenaza de Steelkilt, cualquiera que
hubiera sido. A los tres hombres luego les cortaron las cuerdas; todos los
marineros se pusieron al trabajo, y malhumoradamente manejadas por los
melancólicos tripulantes, las bombas metálicas volvieron a resonar como antes.
»Acababa de
oscurecer aquel día, y una guardia se había retirado franca de servicio, cuando se oyó un
clamor en el castillo de proa, y los dos temblorosos traidores acudieron
corriendo a acosar la puerta de la cabina, diciendo que no se atrevían a estar
juntos con la tripulación. Amenazas, golpes y patadas no pudieron echarles
atrás, de modo que, a petición propia, se les puso en los raseles de popa para
su salvación. Sin embargo, no volvió a notarse señal de motín entre los demás.
Al contrario, parecía que, sobre todo
por instigación de Steelkilt, habían decidido mantener la paz más estricta,
obedecer las órdenes hasta el fin, y, cuando el barco llegara a puerto,
desertar todos juntos. Pero, para lograr el más rápido final del viaje,
acordaron todos otra cosa, a saber, no señalar ballenas, en caso de que se
descubrieran. Pues, a pesar de su vía de agua, y a pesar de todos los demás
peligros, el Town-Ho seguía manteniendo sus vigías, y el capitán estaba tan
dispuesto a arriar los botes en ese momento para pescar como en el mismo día en
que el barco entró en la zona de pesca; y Radney, el primer oficial, estaba
dispuesto a cambiar la litera por un bote, y, con la boca vendada, a intentar
amordazar la mandíbula vital de la ballena.
»Pero aunque el hombre
de los lagos había inducido a los marineros a adoptar esta suerte de pasividad
en su conducta, él seguía su propio designio (al menos hasta que pasara todo)
en cuanto a su propia venganza particular contra el hombre que le había herido
en los ventrículos del corazón. Pertenecía a la guardia de Radney el primer
oficial; y como si este infatúo hombre tratara de correr más que a mitad de
camino al encuentro de su destino, después de la escena del latigazo se empeñó,
contra el consejo expreso del
capitán, en volver a tomar el mando de su guardia nocturna. Sobre esto, y una o dos
circunstancias más, Steelkilt construyó sistemáticamente el plan de su
venganza.
»Durante la noche,
Radney tenía un modo nada marinero de sentarse en las amuradas del alcázar y apoyar
el brazo en la borda de la lancha que estaba allí izada, un poco por encima del
costado del barco. En esa postura se sabía que a veces se quedaba adormecido.
Había un hueco considerable entre la lancha y el barco, y debajo quedaba el
mar. Steelkilt calculó su hora, y encontró que su próximo turno en el timón
tocaría hacia las dos, en la madrugada del tercer día después de aquel en que
fue traicionado. Con tranquilidad, empleó el intervalo en trenzar algo muy
cuidadosamente, en sus guardias francas.
»—¿Qué haces ahí?
—dijo un compañero.
»—¿Qué crees?,
¿qué parece?
»—Como un rebenque
para tu saco, pero es muy raro, me parece.
»—Sí, bastante
raro —dijo el de los lagos, sosteniéndolo ante él con el brazo extendido—: pero
creo que servirá. Compañero, no tengo bastante hilo: ¿tienes algo?
»Pero no lo había
en el castillo de proa.
»—Entonces tendré
que pedirle algo al viejo Rad —y se levantó para ir a popa.
»—¡No querías
decir que le vas a pedir algo a él! —dijo un marinero.
»—¿Por qué no?
¿Crees que no me va a hacer un favor, si es para servirle a él al final, compañero?
»Y acercándose al
oficial, le miró tranquilamente y le pidió un poco de hilo de vela para arreglar la
hamaca. Se lo dio; no se volvieron a ver ni hilo ni rebenque, pero a la noche
siguiente, una bola de hierro, apretadamente envuelta, casi se salió del
bolsillo del chaquetón del hombre de los lagos, cuando mullía la chaqueta en la
hamaca para que le sirviera de almohada. Veinticuatro horas después, había de
llegar su turno en el timón, cerca del hombre capaz de dormirse sobre la tumba
siempre abierta y dispuesta para el marinero; había de llegar la hora fatal, y,
en el alma preordenadora de Steelkilt, el oficial ya estaba rígido y extendido
como un cadáver, con la frente aplastada.
»Pero, caballeros,
un tonto salvó al aspirante a asesino del sangriento hecho que había planeado. Y sin
embargo, tuvo completa venganza, pero sin ser él el vengador. Pues, por una misteriosa
fatalidad, el mismo cielo pareció intervenir para quitarle de sus manos, con
las suyas, esa cosa de condenación que iba a hacer.
»Era precisamente
entre el alba y la salida del sol del segundo día, mientras baldeaban las
cubiertas, cuando un estúpido marinero de Tenerife, sacando agua en la mesa de
guarnición mayor, gritó de repente:
»—¡Ahí va, ahí va
nadando!
»Jesús, qué
ballena! Era Moby Dick.
»—¡Moby Dick!
—gritó don Sebastián—: ¡Por Santo Domingo! Señor marinero, pero ¿las ballenas tienen
nombre de pila? ¿A quién llamáis Moby Dick?
»—A un monstruo
muy blanco, y famoso, y mortalmente inmortal, don Sebastián...; pero eso sería una
historia muy larga.
»—¿Cómo, cómo?
—gritaron todos los jóvenes españoles, agolpándose.
»—No, señores,
señores... ¡No, no! No puedo repetirlo ahora. Déjenme un poco más de aire, señores.
»—¡La chicha, la
chicha! —gritó don Pedro—: nuestro vigoroso amigo parece que se va a desmayar:
¡llenadle el vaso vacío!
»—No hace falta,
señores; un momento, y sigo. Entonces, señores, al percibir tan de repente la
ballena nívea a cincuenta yardas del barco —olvidándose de lo conjurado entre
la tripulación—, en la excitación del momento, el marinero de Tenerife había
elevado su voz, de modo instintivo e involuntario, por el monstruo, aunque
hacía ya algún tiempo que lo habían observado claramente los tres huraños
vigías. Todo entró entonces en frenesí. "¡La ballena blanca, la ballena
blanca!", era el grito de capitanes, oficiales y
arponeros, que, sin asustarse por los temibles rumores, estaban afanosos de capturar un pez
tan famoso y precioso, mientras la terca tripulación miraba de medio lado y con
maldiciones la horrible belleza de la vasta masa lechosa que, iluminada por un
sol en bandas horizontales, centelleaba y oscilaba como un ópalo vivo en el
azul mar de la mañana. Caballeros, una extraña fatalidad domina el entero
transcurso de estos acontecimientos, como si estuvieran trazados completamente
antes que el mismo mundo se dibujara en un mapa. El cabecilla del motín era el
que iba en la proa de la lancha del primer oficial, y cuando acosaban a una
ballena, su deber era sentarse a su lado, mientras Radney se erguía con su
lanza en la proa, y halar o soltar la estacha, a la voz de mando. Además,
cuando se arriaron las cuatro lanchas, el primer oficial fue por delante, y nadie aulló con
más feroz deleite que Steelkilt al poner en tensión el remo. Tras de remar
violentamente, su arponero hizo presa, y, lanza en mano, Radney saltó a proa.
Siempre era, al parecer, un hombre furioso en la lancha. Y ahora su grito,
entre las vendas, fue que le hicieran abordar lo alto del lomo del cachalote.
Sin hacerse rogar, su marinero de proa le izó cada vez más, a través de una
cegadora espuma que fundía juntas dos blancuras: hasta que, de repente, la
lancha chocó como contra un escollo hundido y, escorándose, dejó caer fuera al
oficial, que iba de pie. En ese momento, cuando él cayó en el resbaladizo lomo
del cetáceo, la lancha se enderezó, y fue echada a un lado por la oleada,
mientras Radney era lanzado al mar al otro lado del cachalote. Salió disparado
por las salpicaduras y, por un momento, se le vio vagamente a través de ese
velo, tratando locamente de apartarse del ojo de Moby Dick. Pero el cachalote
se dio la vuelta en repentino torbellino: agarró al nadador entre las
mandíbulas y, encabritándose con él, volvió a sumergirse de cabeza y
desapareció.
»Mientras tanto,
al primer golpe del fondo de la lancha, el hombre de los lagos había aflojado
la estacha, para echarse a popa alejándose del torbellino: sin dejar de mirar
tranquilamente, pensaba sus propios pensamientos. Pero una súbita y terrorífica
sacudida de la lancha hacia abajo llevó rápidamente su cuchillo a la estacha.
La cortó, y el cachalote quedó libre. Pero, a cierta distancia, Moby Dick
volvió a subir, llevando unos jirones de la camisa de lana roja de Radney,
entre los dientes que le habían destrozado. Los cuatro botes volvieron a
emprender la persecución, pero el cetáceo los eludió, y al fin desapareció por
completo.
»En su momento, el
Town-Ho alcanzó el puerto, un lugar salvaje y solitario donde no residía ninguna
criatura civilizada. Allí, con el hombre de los lagos a la cabeza, todos los
marineros rasos, menos cinco o seis, desertaron deliberadamente entre las
palmeras; y al fin, según resultó, se apoderaron de una gran canoa doble de
guerra, de los salvajes, y se hicieron a la vela para algún otro puerto.
»Como la
tripulación del barco quedó reducida a un puñado, el capitán apeló a los
isleños para que le ayudaran en el laborioso asunto de poner la quilla del
barco al aire para tapar la vía de agua. Pero esta pequeña banda de blancos se
vio obligada a tan incesante vigilancia contra sus peligrosos aliados, de día y
de noche, y tan extremado fue el duro trabajo a que se sometieron, que cuando
el barco volvió a estar dispuesto para navegar, estaban de tal modo debilitados
que el capitán no se atrevió a zarpar con ellos en un barco tan pesado. Después
de celebrar el consejo con sus oficiales, ancló el barco todo lo lejos de la
orilla que pudo; cargó y trasladó los dos cañones desde la proa; amontonó los
fusiles a popa, y, avisando a los isleños que no se acercaran al barco porque
era peligroso, tomó consigo un solo marinero e, izando la vela de su mejor
lancha ballenera, se dirigió viento en popa a Tahití, a quinientas millas, en
busca de refuerzos para su tripulación.
»Al cuarto día de
navegación, se observó una gran canoa, que parecía haber tocado en una baja isla de
coral. Él viró para evitarla, pero la embarcación salvaje se dirigió hacia él,
y pronto la voz de Steelkilt le llamó gritándole que se pusiera al pairo, o le
echaría a pique. El capitán sacó una pistola. Con un pie en cada proa de las
enyugadas canoas de guerra, el hombre de los lagos se rió de él
despectivamente, asegurándole que sólo con que chascara la llave, él le
sepultaría en burbujas y espuma.
»—¿Qué me quiere?
—gritó el capitán.
»—¿Adónde va, y
para qué va? —preguntó Steelkilt—. Sin mentiras.
»—Voy a Tahití en
busca de más hombres.
»—Muy bien. Déjeme
que suba a bordo un momento: voy en paz.
»Y entonces saltó
de la canoa, nadó hacia el bote, y, trepando por la borda, se enfrentó con el
capitán.
»—Cruce los
brazos, capitán: eche atrás la cabeza. Ahora, repita conmigo: "Tan pronto como Steelkilt me
deje, juro varar la lancha en esa isla, y quedarme ahí seis días: ¡Y si no, que
me parta un rayo!". ¡Buen estudiante! —rió el de los lagos—. ¡Adiós,
Señor! —y, saltando al mar, volvió a nado con sus compañeros.
»Observando hasta
que la lancha quedó bien varada y sacada a tierra junto a las raíces de los cocoteros,
Steelkilt se hizo a la vela a su vez, y llegó en su momento a Tahití, su
destino. Allí la suerte le fue propicia; dos barcos estaban a punto de zarpar
para Francia, y providencialmente, necesitaban tantos marineros como encabezaba
Steelkilt. Se embarcaron, y así le sacaron ventaja definitiva a su antiguo
capitán, por si había tenido en algún momento intención de procurarles algún
castigo legal.
»Unos diez días
después de que zarparon los barcos franceses, llegó la lancha ballenera, y el
capitán se vio obligado a alistar algunos de los tahitianos más civilizados,
que estaban algo acostumbrados al mar. Contratando una pequeña goleta indígena,
regresó con ellos a su barco, y encontrándolo allí todo en orden, volvió a
continuar sus travesías.
»Dónde estará
ahora Steelkilt, caballeros, nadie lo sabe, pero en la isla de Nantucket, la vida de Radney
sigue dirigiéndose al mar que rehúsa entregar sus muertos y sigue viendo en
sueños la terrible ballena blanca que le destrozó.
»—¿Habéis
terminado? —dijo don Sebastián, sosegadamente.
»—He terminado,
don Sebastián.
»—Entonces os
ruego que me digáis, según vuestras convicciones más sinceras: ¿esa historia es
auténticamente verdadera en sustancia? ¡Es tan prodigiosa! ¿La habéis recibido
de fuente indiscutible? Perdonadme si parece que insisto mucho.
»—Perdonadnos
entonces a todos nosotros, pues acompañamos a don Sebastián en su ruego —exclamaron los reunidos, con enorme interés.
»—¿Hay en la
Posada de Oro unos Santos Evangelios, caballeros?
»—No —dijo don
Sebastián—, pero conozco un digno sacerdote de aquí cerca que rápidamente me
procurará unos. Iré a buscarlos, pero ¿lo habéis pensado bien? Esto puede
ponerse demasiado serio.
»—¿Tendréis la
bondad de traer también al sacerdote, don Sebastián? Aunque ahora no hay en
Lima autos de fe —dijo uno del grupo a otro—, me temo que nuestro amigo
marinero corre peligro con el arzobispado. Vamos a apartarnos más de la luz de
la luna. No veo la necesidad de esto.
»—Perdonadme que
corra en vuestra busca, don Sebastián, pero querría rogar también que insistáis en
procuraros los Evangelios de mayor tamaño que podáis.
*******
»—Éste es el
sacerdote que os trae los Evangelios —dijo gravemente don Sebastián, volviendo con una
figura alta y solemne.
»—Me quitaré el
sombrero. Ahora, venerable sacerdote, venid más a la luz, y presentadme el
Libro Sagrado para que pueda tocarlo. Y así me salve Dios, y por mi honor, que
la historia que os he contado, caballeros, es verdadera en sustancia y en sus
principales puntos. Sé que es verdadera: ha ocurrido en esta esfera; yo estuve
en el barco; conocí a la tripulación, y he visto y he hablado con Steelkilt
después de la muerte de Radney.»