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jueves, 4 de junio de 2015

Los cautivos de Longjumeau - Léon Bloy

Estoy segura de que todos tenemos pequeñas trabas que nos impiden avanzar en algún aspecto de nuestras vidas. Con esfuerzo, trabajando en nosotros mismos, podemos superarlas y avanzar. Pero, ¿qué sucedería si nuestras trabas no fueran psicológicas sino algo más real y tangible?, ¿algo inexplicable, cercano a la magia, pero que ahí está para complicarnos la existencia? ¿Y si nada de lo que hicieramos fuera suficiente para liberarnos? ¿Y si aquel impedimento fuera nuestra cárcel por toda la eternidad?
Este es el caso del señor y la señora Fourmi, dos amantes de los viajes que, sin embargo, no logran salir de sus casas.
Léon Bloy nació en Francia en 1864 y fue autor de varios cuentos, ensayos y novelas. En vida no fue un personaje muy querido, aparentemente. Devoto católico, fue acusado de antisemita y de ocultista. Dicen que siempre fue más apreciado fuera que dentro de su país que no fue hasta 70 años después de su muerte (1917) que se lo reconoció.




Los cautivos de Longjumeau

El Postillón de Longjumeau anunciaba ayer el deplora­ble fin de los Fourmi. Esta hoja tan recomendable por la abundancia y por la calidad de su información, se perdía en conjeturas sobre las misteriosas causas de la desesperación que había precipitado al suicidio a esta pareja, considerada tan feliz.

Casados muy jóvenes, y despertando cada día a una nueva luna de miel, no habían salido de la ciudad ni un solo día.

Aliviados por previsión paterna de las inquietudes pe­cuniarias que suelen envenenar la vida conyugal, amplia­mente provistos, al contrario, de lo requerido para endulzar un género de unión legítima, sin duda, pero poco conforme a ese afán de vicisitudes amorosas que impulsa al versátil ser humano, realizaban, a los ojos del mundo, el milagro de la ternura a perpetuidad.

Una hermosa tarde de mayo, el día que siguió a la caída del señor Thiers, aparecieron en el tren de circunvalación con sus padres, venidos para instalarlos en la propiedad deliciosa que albergaría su dicha.

Los longjumelianos de corazón puro contemplaron con enternecimiento a esta linda pareja, que el veterinario com­paró sin titubear a Pablo y Virginia.

En efecto, ese día estaban muy bien y parecían niños pálidos de gran casa.

Maitre Piécu, el notario más importante de la región, les había adquirido, en las puertas de la ciudad, un nido de verdura, que los muertos hubieran envidiado. Pues hay que convenir que el jardín hacía pensar en un cementerio aban­donado. Este aspecto no debió desagradarles, pues no hicie­ron, en lo sucesivo, ningún cambio y dejaron que las plantas crecieran a su arbitrio.

Para servirme de una expresión profundamente original de Maitre Piécu, vivieron en las nubes, sin ver casi a nadie, no por maldad o desprecio, sino, sencillamente, porque no se les ocurría.

Además, hubiera sido necesario soltarse por algunas horas o algunos minutos, interrumpir los éxtasis, y a fe mía, dada la brevedad de la vida, les faltaba el valor para ello. Uno de los hombres más grandes de la Edad Media, el maestro Juan Tauler, cuenta la historia de un ermitaño a quien un visitante inoportuno pidió un objeto que estaba en su celda. El ermitaño tuvo que entrar a buscar el objeto. Pero al entrar olvidó cuál era, pues la imagen de las cosas exteriores no podía grabarse en su mente. Salió pues y rogó al visitante le repitiera lo que deseba. Este renovó el pedido. El solitario volvió a entrar, pero antes de tomar el objeto, ya había olvidado cuál era. Después de muchas tentativas, se vio obligado a decir al importuno.

-Entre y busque usted mismo lo que desea, pues yo no puedo conservar su imagen lo bastante para hacer lo que me pide.

Con frecuencia, el señor y la señora Fourmi me han hecho pensar en el ermitaño. Hubieran dado gustosos todo lo que se les pidiera si lo hubieran recordado un solo ins­tante.

Sus distracciones eran célebres y se comentaban hasta en Corbeil. Sin embargo, esto no parecía afectarlos, y la funesta resolución que ha concluido con sus vidas tan gene­ralmente envidiadas tiene que parecer inexplicable.

Una carta ya antigua de ese desdichado Fourmi, a quien conocí de soltero, me ha permitido reconstruir, por induc­ción, toda su lamentable historia.

He aquí la carta. Se verá, quizá, que mi amigo no era ni un loco, ni un imbécil.

"... Por décima o vigésima vez, querido amigo, faltamos a nuestra palabra, infamemente. Por paciente que seas, su­pongo que ya estarás harto de invitarnos. La verdad es que esta última vez, como las anteriores, no tenemos excusa, mi mujer y yo. Te habíamos escrito que contaras con nosotros y no teníamos absolutamente nada que hacer. Sin embargo, hemos perdido el tren, como siempre.

"Hace quince años que perdemos todos los trenes y todos los vehículos públicos, hagamos lo que hagamos. Es horriblemente estúpido, es de un atroz ridículo, pero em­piezo a creer que el mal no tiene remedio. Somos víctimas de una grotesca fatalidad. Todo es inútil. Para alcanzar el tren de las ocho, por ejemplo, hemos ensayado levantarnos a las tres de la mañana, y hasta pasar la noche en vela. Y bien, amigo mío, en el último momento, se incendiaba la chimenea, a medio camino se me recalcaba un pie, el ves­tido de Julieta se enganchaba en alguna zarza, nos quedá­bamos dormidos en la sala de espera, sin que ni la llegada del tren ni los gritos del empleado nos despertaran a tiem­po, etcétera, etcétera... La última vez olvidé mi portamone­das. En fin, te repito, hace quince años que esto dura y siento que ahí está nuestro principio de muerte. Por esa causa tú lo sabes, todo lo he malogrado, me he disgustado con todo el mundo, paso por un monstruo de egoísmo, y mi pobre Julieta se ve envuelta, claro está, en la misma reprobación. Desde nuestra llegada a este lugar maldito, hemos faltado a setenta y cuatro entierros, a doce casamientos, a treinta bautismos, a un millar de visitas o diligencias indis­pensables. He dejado que reventara mi suegra sin volver a verla ni una sola vez, aunque estuvo enferma cerca de un año, cosa que nos privó de tres cuartas partes de su heren­cia, que nos escamoteó furiosa, en un codicilo, la víspera de su muerte.

"No acabaría con la enumeración de las torpezas y de los fracasos ocasionados por la circunstancia increíble de que jamás pudimos alejarnos de Longjumeau. Para decirlo en una palabra, somos cautivos, ya sin esperanza, y vemos acercarse el momento en que esta condición de galeotes se nos hará insoportable..."

Suprimo el resto en que mi pobre amigo me confiaba cosas demasiado íntimas. Pero doy mi palabra de honor, de que no era un hombre vulgar, de que fue digno de la adora­ción de su mujer y de que esos dos seres merecerían algo mejor que acabar estúpida e indecentemente como han aca­bado.

Ciertas particularidades que me permito reservar me sugieren la idea de que la infortunada pareja era realmente víctima de una maquinación tenebrosa del Enemigo del hombre, que los condujo, por medio de un notario eviden­temente infernal, a ese rincón maléfico de Longjumeau de donde no ha habido poder humano que los arranque. Creo, en verdad, que no podían huir, que había alrededor de su morada un cordón de tropas invisibles, cuidadosamente elegidas para sitiarlos, contra las cuales era inútil toda energía.

El signo, para mí, de una influencia diabólica es que los Fourmi vivían devorados por la pasión de los viajes. Esos cautivos eran, por naturaleza, esencialmente migratorios.

Antes de unirse, habían tenido la sed de rodar tierras. Cuando no eran más que novios, fueron vistos en Enghien, en Choisy-le-Roi, en Meudon, en Clamart, en Montre-tout. Un día alcanzaron hasta Saint-Germain.

En Longjumeau, que les parecía una isla de Oceanía, esta rabia de exploraciones audaces, de aventuras por mar y tierra, se había exasperado.

Su casa estaba abarrotada de globos terráqueos y de planisferios, de atlas ingleses y de atlas germánicos. Hasta tenían un mapa de la luna publicado por Gotha bajo la direc­ción de un botarate llamado Justus Perthes.

Cuando no se entregaban al amor, leían juntos historias de navegantes célebres, libros exclusivos de esa biblioteca; no había diario de viajes, Tour du Monde o boletín de socie­dad geográfica, del que no fueran suscritores. Llovían en la casa, sin intermitencia, las guías de ferrocarril y los pros­pectos de las agencias marítimas.

Cosa increíble, sus baúles estaban siempre listos. Siempre estuvieron a punto de partir, de realizar un viaje interminable a los países más lejanos, más peligrosos o más inexplorados.

He recibido como cuarenta telegramas anunciándome su partida inminente para Borneo, la Tierra del Fuego, Nue­va Zelanda o Groenlandia.

Muchas veces, en efecto, estuvieron a un ápice de la partida. Pero el hecho es que no partían, que no partieron jamás porque no podían y no debían partir. Los átomos y las moléculas se coaligaban para sujetarlos.

Un día, sin embargo, hará diez años, creyeron escapar. Habían conseguido, contra toda esperanza, meterse en un vagón de primera clase que los conduciría a Versalles. ¡Li­bertad! Ahí, sin duda, se rompería el círculo mágico.



El tren se puso en marcha, pero ellos no se movían. Se habían ubicado, naturalmente, en un coche destinado a que­dar en la estación. Había que volver a empezar. El único viaje que debían lograr era evidentemente el que acababan de emprender, ay de mí, y su carácter, que conozco tan bien, me induce a creer que lo prepararon temblando.

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