En la 738a noche
Ella dijo:
"...
Al oír estas palabras del magrebín, el pobre Aladino se olvidó de sus
fatigas y de la bofetada recibida, y contestó: "¡Oh tío mío! ¡mándame lo
que quieras y te obedeceré!" Y el magrebín le cogió en brazos y le besó
varias veces en las mejillas y le diho: "Oh Aladino, eres para mí más
querido que un hijo, pues que no tengo en la tierra más parientes que
tú; tú serás mi único heredero, oh hijo mío, Porque al fin y al cabo,
por ti, en suma, es por quien trabajo en este momento y por quien vine
desde tan lejos. Y si estuve un poco brusco, comprenderás ahora que fue
para decidirte a no dejar de alcanzar en vano tu maravilloso destino.
¡He aquí, pues, lo que tienes que hacer! Empezarás a bajar conmigo al
fondo del agujero, y cogerás la anilla de bronce y levantarás la losa de
mármol" Y cuando hubo hablado así, se metió él primero en el agujero y
dio la mano a Aladino para ayudarle a bajar. Y ya abajo, Aladino le
dijo: "Oh tío mío ¿Pero como voy a arreglarme para levantar una losa tan
pesada siendo yo un niño? Si al menos quisieras ayudarme tú, me
prestaría a ello con mucho gusto". El magrebín contestó: "Ah no, Ah no.
Si por desgracia echara yo una mano, no podrías hacer nada ya y tu
nombre se borraría para siempre del tesoro. Prueba tu solo y verás cómo
levantas la losa con tanta facilidad como si lzaras una pluma de ave.
Sólo tendrás que pronunciar tu nombre y el nombre de tu padre y el
nombre de tu abuelo, al coger la anilla"
Entonces se
inclinó Aladino, y cogió la anilla y tiró de ella diciendo: "Soy
Aladino, hijo del sastre Mustafá, hijo del sastre Alí" Y levantó con
gran facilidad la losa de mármol, y la dejó a un lado. Y vio una cueva
con doce escalones de mármol que conducían a una puerta de dos hojas de
cobre rojo con gruesos clavos. Y el magrebín le dijo: "Hijo mío,
Aladino, baja ahora a esa cueva y cuando llegues al duodécimo escalón,
entrarás por esa puerta de cobre, que se abrirá sola delante de ti. Y te
hallarás debajo de una bóveda grande dividida en tres salas que se
comunican una con otras. En la primera sala verás cuatro grandes
calderas de cobre llenas de oro líquido, y en la segunda sala cuatro
calderas de plata llenas de oro, y en la tercera sala cuatro grandes
calderas de oro llenas de dinares de oro. Pero pasa sin detenerte y
recógete bien el traje, sujetándotelo a la cintura para que no toques a
las calderas; porque si tuvieras la desgracia de tocar con los dedos o
rozar siquiera con tus ropas una de las calderas o su contenido, al
instante te convertirías en una mole de piedra negra. Entrarás pues, en
la primera sala, y muy de prisa pasarás a la segunda, desde la cual, sin
detenerte un instante, penetrarás en la tercera, donde verás una puerta
claveteada, parecida a la de la entrada, que al punto se abrirá ante
ti. Y la franquearás, y te encontrarás de pronto en un jardín magnífico,
plantado de árboles agobiados por el peso de sus frutas.¡Pero no te
detengas allí tampoco! Lo atravesarás, caminando adelante todo derecho, y
llegarás a una escalera de columnas con treinta peldaños, por los que
subirás a una terraza. Cuando estés en esta terraza ?Oh Aladino! ten
cuidado, porque enfrente a ti verás una especie de hornacina al aire
libre; y en esta hornacina, sobre el pedestal de bronce, encontrarás una
lamparita de cobre. Y estará encendida esta lámpara. Ahora, fíjate
bien, Aladino. Cogerás esta lámpara, la apagarás, verterás en el suelo
el aceite, y te la esconderás en el pecho enseguida. Y no temas
mancharte el traje porque el aceite que derrames, no será aceite sino
otro líquido que no deja huella alguna en las ropas. Y volverás a mí por
el mismo camino que hayas seguido. Y al regreso, si te parece, podrás
detenerte un poco en el jardín, y coger de este jardín tantas frutas
como quieras. Y una vez que te hayas reunido conmigo, me entregarás la
lámpara, fin y motivo de nuestro viaje y origen de nuestra riqueza y de
nuestra gloria en el porvenir ¡Oh hijo, mío!"
Cuando el
magrebín hubo hablado así, se quitó el anillo que llevaba en el dedo y
se lo puso a Aladino en el pulgar diciéndole: "Este anillo, hijo mío, te
pondrá a salvo de todos los peligros y te preservará de todo mal.
Reanima pues, tu alma, y llena de valor tu pecho, porque ya no eres un
niño, sino un hombre. ¡Y con la ayuda de Alá, te saldrá bien todo! Y
disfrutaremos de riquezas y de honores durante toda la vida, y gracias a
la lámpara" Luego añadió: "¡Pero te encarezco una vez más, Aladino, que
tengas cuidado de recogerte mucho el traje y de ceñirtelo cuanto
puedas, porque, de no hacerlo así, estás perdido, y contigo el tesoro!"
Luego le besó, y acariciándole varias veces en las mejillas, le dijo: "Vete tranquilo"
Entonces,
en extremo animado, Aladino bajó corriendo por los escalones de mármol,
y alzándose el traje hasta más arriba de la cintura, y ciñéndoselo
bien, franqueó la puerta de cobre, cuyas hojas de abrieron por si solas
al caercarse él. Y sin olvidar ninguna de las recomendaciones del
magrebín, atravesó con mil precauciones la primera, la segunda, y la
tercera de las salas, evitando las calderas llenas de oro; llegó a la
última puerta, la franqueó, cruzó el jardín sin detenerse, subió los
treinta peldaños de la escalera de columnas, se remontó a la terraza y
encaminóse directamente a la hornacina que había frente a él. Y en el
pedestal de bronce, vio la lámpara encendida...
En este momento de su narración, Scheherazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
En la 739a noche
Ella dijo:
"...
Y en el pedestal de bronce, vio la lámpara encendida. Y tendió la mano y
la cogió . Y vertió en el suelo el contenido y al ver que
inmediatamente quedaba seco el depósito, se la ocultó en el pecho en
seguida, sin temor a mancharse el traje. Y bajó de la terraza y llegó de
nuevo al jardín.
Libre entonces de su preocupación, se
detuvo un instante en el último peldaño de la escalera para mirar al
jardín. Y se puso a contemplar aquellos árboles, cuyas frutas no habpia
tenido tiempo de ver a la llegada. Y observó que los árboles de aquel
jardín, en efecto, estaban agobiados bajo el peso de sus frutas, que
eran extraordinarias de forma, de tamaño y de color. Y notó que, al
contrario de lo que ocurre con los árboles de los huertos, cada rama de
aquellos árboles tenía frutas de diferentes colores. Las había blancas,
de un blanco transparente como el cristal, o de un blanco turbio como el
alcanfor, o de un blanco opaco como el de la cera virgen. Y las había
rojas, de un rojo como los granos de la granada o de un rojo como la
naranja sanguínea. Y las había verdes, de un verde oscuro y de un verde
suave; y había otras que eran azules y violetas y amarillas; y otras que
ostentaban colores y matices de una variedad infinita. Y el pobre de
Aladino no sabía que las frutas blancas eran diamantes, perlas, nácar y
piedras lunares; que las rojas eran rubíes, carbúnculos, jacintos, coral
y coralinas; que las verdes eran esmeraldas, berilos, jade, prasios y
aguamarinas; que las azules eran zafiros, turquesas, lapislázuli y
lazulitas; que las violetas eran amatistas, jaspes y sardónices; que las
amarillas eran topacios, ámbar y ágatas; y que las demás, de colores
desconocidos, eran ópalos, venturinas, crisólitos, cimófanos, hematitas,
turmalinas, peridotos, azabaches y crisopacios. Y caía el sol a plomo
sobre el jardín- Y los árboles despedían llamas de todas sus frutas, sin
consumirse.
Entonces, en el límite del placer, se acercó
Aladino a uno de aquellos árboles y quiso coger algunas frutas para
comérselas. Y observó que no se les podía meter el diente, y que no se
asemejaban más que por su forma a las naranjas, a los higos, a los
plátanos, a las uvas, a las sandías, a las manzanas, y a todas las demás
frutas excelentes de China. Y se quedó muy desilusionado al tocarlas: y
no las encontró nada de su gusto. Y creyó que sólo eran bolas de vidrio
coloreado, pues en su vida había tenido ocasión de ver piedras
preciosas. Sin embargo, a pesar de su desencanto, se decidió a coger
algunas para regalárselas a los niños que fueron antiguos camaradas
suyos, y también a su pobre madre. Y cogió varias de cada color,
llenándose con ellas el cinturón, los bolsillos y el forro de la ropa,
guardándoselas asimismo entre el traje y la camisa, entre la camisa y la
piel; y se metió tal cantidad de aquellas frutas que parecía un asno
cargado de un lado y a otro. Y agobiado por todo aquello, se alzó
cuidadosamente el traje, ciñéndoselo mucho a la cintura, y lleno de
prudencia y de precaución, atravesó con ligereza las tres salas de
calderas y ganó la escalera de la cueva a la entrada de la cual le
esperaba ansiosamente el magrebín.
Y he aquí que, en
caunto Aladino franqueó la puerta de cobre y subió el primer peldaño de
la escalera, el magrebín, que se hallaba encima de la abertura, junto a
la entrada misma de la cueva, no tuvo paciencia para esperar a que
subiese todos los escalones y saliese de la cueva por completo, y le
dijo: "Bueno, Aladino, ¿Dónde está la lámpara?" Y Aladino contestó: "La
tengo en el pecho" El otro dijo: "¡Sácala ya y dámela!" Pero Aladino le
dijo: "¡Oh tio mio! ¿Cómo quieres que te la de pronto, si está entre
todas las bolas de vidrio con que me he llenado la ropa por todas
partes? ¡Déjame antes subir esta escalera, y ayúdame a salir del
agujero; y entonces descargaré todas estas bolas en lugar seguro, y no
sobre estos peldaños, por los que rodarían y se romperían. Y así podré
sacarme del pecho la lámpara y dártela cuando esté libre de esta
impedimenta insuperable. Por cierto que se me ha escurrido hacia la
espalda y me lastima violentamente en la piel, por lo que quisiera verme
desembarazado de ella." Pero el magrebín, furioso por la resistencia
que hacía Aladino y persuadido de que Aladino sólo ponía estas
dificultades, porque quería guardarse para él la lámpara, le gritó con
una voz espantosa como la de un demonio: "¡Oh hijo de perro! ¿Quieres
darme la lámpara en seguida o morir?" Y Aladino que no sabía a que
atribuir este cambio de modales de su tío, y aterrado al verle en tal
estado de furor, y temiendo recibir otra bofetada más violenta que la
primera, se dijo: "Por Alá, que más vale resguardarse. Y voy a entrar de
nuevo en la cueva mientras él se calma" Y volvió la espalda, y
recogiéndose el traje, entro prudentemente en el subterráneo.
Al
ver aquello, el magrebín lanzó un grito de rabia, y en el límite del
furor, pataleó y se convulsionó, arrancándose las barbas de
desesperación por la imposibilidad en que se hallaba de correr tras de
Aladino a la cueva vedada por los poderes mágicos. Y exclamó: "Ah
maldito Aladino, ¡vas a ser castigado como mereces!" Y corrió hacia la
hoguera que no se había apagado todavía y echó en ella un poco de polvo
de incienso que llevaba consigo, murmurando una fórmula mágica. Y al
punto la losa de mármol que servía para tapar la entrada de la cueva se
cerró por sí sola y volvió a su sitio primitivo, cubriendo
herméticamente el agujero de la escalera; y tembló la tierra y se cerró
de nuevo; y el suelo se quedó tan liso como antes de abrirse. Y Aladino
encontróse de tal suerte encerrado en el subterráneo.
Porque
como ya se ha dicho, el magrebín era un mago insigne, venido del fondo
del Magreb, y no un tío ni un pariente cercano o lejano de Aladino. Y
había nacido verdaderamente en África, que es el país y el semillero de
los magos y hechiceros de peor calidad...
En este momento de su narración, Scheherazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.
En la 740a noche
Ella dijo:
"...
Y había nacido verdaderamente en África, que es el país y el semillero
de los magos y hechiceros de peor calidad. Y desde su juventud habíase
dedicado con tesón al estudio de la hechicería y de los hechizos, y al
arte de la geomancía, de la alquimia, de la astrología, de las
fumigaciones y de los encantamientos. Y al cabo de treinta años de
operaciones mágicas, por virtud de su hechicería, logró descubrir que en
un paraje desconocido de la tierra había una lámpara
extraordinariamente mágica, que tenía el don de hacer más poderoso, que
los reyes y sultanes todos, al hombre que tuviese la suerte de ser su
poseedor. Entonces hubo de redoblar sus fumigaciones y hechicerías, y
con una última operación geomántica, logró enterarse de que la lámpara
consabida, se hallaba en un subterráneo situado en las inmediaciones de
la ciudad Holo-ka-tsé, en el país de China - y aquel paraje era
precisamente el que acabamos de ver con todos sus detalles -. Y el mago
se puso en camino sin tardanza, y después de un largo viaje había
llegado a Kolo-ka-tsé, donde se dedicó a explorar los alrededores y
acabó por delimitar exactamente la situación del subterráneo con lo que
contenía. Y por su mesa adivinatoria se enteró de que el tesoro y la
lámpara mágica estaban inscriptos, por los poderes subterráneos, a
nombre de Aladino, hijo de Mustafá el sastre, y de que sólo el podría
hacer abrirse el subterráneo y llevarse la lámpara, pues cualquier otro
perdería la vida infaliblemente si intentaba la menor empresa encaminada
a ello. Y por eso, se puso en busca de Aladino, y cuando le encontró
hubo de utilizar toda clase de estratagemas y engaños para atraérsele y
conducirle a aquel paraje desierto sin despertar sus sospechas ni las de
su madre. Y cuando Aladino salió con bien de la empresa, le había
reclamado tan presurosamente la lámpara porque quería engañarle y
emparedarle para siempre en el subterráneo. ¡Pero ya hemos visto como
Aladino, por miedo a recibir una bofetada, se había refugiado en el
interior de la cueva, donde no podía penetrar el mago, y cómo el mago
con objeto de vengarse, habíale encerrado allí dentro contra su voluntad
para que se muriese de hambre y de sed!
Realizada aquella
acción, el mago, convulso y echando espuma, se fue por su camino,
probablemente a África, su país. ¡Y he aquí todo lo referente a él! Pero
seguramente nos lo volveremos a encontrar.
¡He aquí ahora lo que atañe a Aladino!
No
bien entró otra vez en el subterráneo, oyó el temblor de tierra
producido por la magia del magrebín, y aterrado temío que la bóveda se
desplomase en su cabeza, y se apresuró a ganar la salida. Pero al llegar
a la escalera, vio que la pesada losa de mármol tapaba la abertura; y
llegó al límite de la emoción y del pasmo. Porque, por una parte, no
podía concebir la maldad de ese hombre a quien creía tío suyo y que le
había acariciado y mimado, y por otra parte, no había para qué pensar en
levantar la losa de mármol, pues le era imposible hacerlo desde abajo.
En estas condiciones, el desesperado Aladino empezó a dar muchos gritos
llamando a su tío y prometíendole, con toda clase de juramentos, que
estaba dispuesto a darle en seguida la lámpara. Pero claro es que sus
gritos y sollozos no pueron oídos por el mago que ya se encontraba
lejos. Y al ver que su tío no le contestaba, Aladino empezó a abrigar
algunas dudas con respecto a él, sobretodo al acordarse de que le había
llamado "hijo de perro", gravísima injuria que jamás dirigiría un
verdadero tío al hijo de su hermano. De todos modos, resolvió entonces
ir al jardín, donde había luz, y buscar una salida por donde escapar de
aquellos lugares tenebrosos. Pero al llegar a la puerta que daba al
jardín, observó que estaba cerrada, y que no se abría ante él entonces.
Enloquecido ya, corrió de nuevo a la puerta de la cueva y se echó
llorando en los peldaños de la escalera. Y ya se veía enterrado vivo
entre las cuatro paredes, llena de negrura y de horror, a pesar de todo
el oro que contenía. Y sollozó durante mucho tiempo, sumido en su dolor.
Y por primera vez en su vida, dio en pensar en las bondades de su pobre
madre y en su abnegación infatigable, no obstante la mala conducta e
ingratitud de él. Y la muerte en aquella cueva hubo de parecerle más
amarga, por no haber podido refrescar en vida el corazón de su madre,
mejorando algo de su carácter y demostrándole de alguna manera su
agradecimiento. Y suspiró mucho al asaltarle este pensamiento, y empezó a
retorcerse los brazos y a restregarse las manos, como generalmente
hacen los que están desesperados, diciendo, a modo de renuncia a la
vida: "¡No hay recurso ni poder más que en Alá!" Y he aquí que con aquel
movimiento, Aladino frotó sin querer el anillo que llevaba en el pulgar
y que le había prestado el mago para preservarle de los peligros del
subterráneo. Y no sabía aquel magrebín maldito que el tal anillo había
de salvar la vida de Aladino precisamente, pues de saberlo no se lo
hubiera confiado desde luego, o se hubiera apresurado a quitárselo o
incluso no hubiera cerrado el subterráneo mientras el otro no se lo
devolviese. Pero todos los magos son, por esencia, semejantes a aquel
magrebín hermano suyo; a pesar del poder de la hechicería y de su
ciencia maldita, no saben prever las consecuencias de las acciones más
sencillas, y jamás piensan en precaverse de los peligros más vulgares.
¡Porque con su orgullo y su confianza en sí mismos, nunca recurren al
Señor de las criaturas, y su espíritu permanece constantemente
oscurecido por una humareda más espesa que la de sus fumigaciones, y
tienen los ojos tapados por una venda, y van a tientas por las
tinieblas!
Y he aquí que, cuando el desesperado Aladino frotó, sin querer, el anillo que llevaba en el pulgar y cuya virtud ignoraba...
En este momento de su narración, Scheherazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.
¿Querés saber como sigue la historia? Continúa su lectura en "Aladino y la lámpara maravillosa - Nota IV"
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