"Federico y Catalina", o "Federico y Catalinita",
es un cuento de los hermanos Grimm que me hacía reír mucho cuando era
chica. Tenía un libro que había sido de mi mamá (la tapa era la imagen
que coloqué con el link). En ese libro, la torpeza de Catalina estaba
ilustrada con imágenes muy cómicas donde Federico siempre se agarraba la
cabeza... y yo no dejaba de reír cada vez que lo leía.
La traducción que publico en esta nota es de un libro recopilatorio de
los Grimm editado para escuelas de la línea de la antroposofía.
Había
una vez un hombre llamado Federico y una mujer llamada Catalinita, que
acababan de contraer matrimonio y empezaban su vida de casados. Un día
dijo el marido:
- Catalinita, me voy al campo; cuando
vuelva, me tendrás en la mesa un poco de asado para calmar el hambre, y
un trago fresco para apagar la sed.
- Márchate tranquilo, que cuidaré de todo.
Al
acercarse la hora de comer, descolgó la mujer una salchicha de la
chimenea, la echó en una sartén, la cubrió de mantequilla y la puso al
fuego. La salchicha comenzó a dorarse y hacer: ¡Chup, chup! mientras
Catalina, sosteniendo el mango de la sartén, dejaba volar sus
pensamientos. De pronto se le ocurrió: "Mientras se acaba de dorar la
salchicha, bajaré a la bodega a preparar la bebida". Dejando, pues,
afianzada la sartén, cogió una jarra, bajó a la bodega y abrió la espita
de la cerveza; y mientras ésta fluía a la jarra, ella lo miraba. De
repente pensó: "¡Caramba! El perro no está atado; si se le ocurre robar
la salchicha de la sartén, me habré lucído". Y en un santiamén, se
plantó arriba. Pero ya el chucho tenía la salchicha en la boca y se
escapaba con ella, arrastrándola por el suelo.
Catalinita, ni
corta ni perezosa, se lanzó en su persecusión y estuvo corriendo buen
rato tras él por el campo; pero el perro, más ligero que Catalinita, sin
soltar su presa pronto estuvo fuera de su alcance.
- ¡Lo
perdido, perdido está! - exclamó Catalinita, renunciando a la morcilla; y
como se había sofocado y cansado con la carrera, volvióse despacito
para refrescarse.
Mientras tanto seguía manando la cerveza
del barril, pues la mujer se había olvidado de cerrar la espita, y
cuando ya la jarra estuvo llena, el líquido empezó a correr por la
bodega hasta que el barril quedó vacío. Catalinita vio el desastre desde
lo alto de la escalera:
- ¡Diablos! - exclamó - ¿Qué hago yo ahora para que Federico no se dé cuenta?
Después
de reflexionar unos momentos, recordó que de la última feria había
quedado en el granero un saco de buena harina de trigo; lo mejor sería
bajarla y echarla sobre la cerveza.
- Quien ahorra a su
tiempo, día viene en que se alegra - se dijo; subió al granero, cargó
con el saco y lo vació en la bodega, con tan mala suerte que fue a dar
precisamente sobre la jarra llena de cerveza, la cual se volcó,
perdiéndose incluso la bebida de Federico.
- ¡Eso es! - exclamó
Catalinita - donde va el uno, que vaya el otro - y esparció la harina
por el suelo de la bodega. Cuando hubo terminado, sintióse muy
satisfecha de su trabajo y dijo:
- ¡Qué aseado y limpio queda ahora!
A mediodía llegó Federico.
- Bien, mujercita, ¿Qué me has preparado?
-
¡Ay, Federiquito! - respondió ella - quise freírte una salchicha pero
mientras bajé por cerveza, el perro me la robó de la sartén, y cuando
salí detrás de él, la cerveza se vertió, y al querer secar la cerveza
con harina, volqué la jarra. Pero no te preocupes, que la bodega está
bien seca.
Replicó Federico:
- ¡Catalinita,
no debiste hacer eso! ¡Dejas que te roben la salchicha, que la cerveza
se pierda, y aun echas a perder nuestra harina!
- ¡Tienes razón, Federiquito, pero no lo sabía! - Debiste avisármelo
Pensó
el hombre: "Con una mujer así, habrá que ser más previsor". Tenía
ahorrada una bonita suma de ducados; los cambió en oro y dijo a
Catalina:
- Mira, eso son chapitas amarillas; las meteré
en una olla y las enterraré en el establo, bajo el pesebre de las vacas.
Guárdate muy bien de tocarlas, pues de lo contrario lo vas a pasar mal.
Respondió ella:
- No, Federiquito, puedes estar seguro de que no las tocaré.
Mas
he aquí que cuando Federico se hubo marchado, se presentaron unos
buhoneros que vendían escudillas y cacharros de barro, y preguntaron a
la joven si necesitaba algunas de sus mercancías.
- ¡Oh,
buena gente! - dijo Catalinita - no tengo dinero y nada puedo comprar;
pero si quisieseis cobrar en chapitas amarillas, sí que os compraría
algo.
- Chapitas amarillas ¿Por qué no? Deja que las veamos.
- Bajad al establo y buscad debajo del pesebre de las vacas; las encontraréis allí; yo no puedo tocarlas.
Los
bribones fueron al establo y, removiendo la tierra, encontraron el oro
puro. Cargaron con él y pusieron pies en polvorosa, dejando en la casa
su carga de cacharros. Catalinita pensó que debía utilizar aquella
alfarería nueva para algo; pero como en la cocina no hacía ninguna
falta, rompió el fondo de cada una de las piezas y las colocó todas como
adorno en los extremos de las estacas del vallado que rodeaba la casa.
Al llegar Federico, sorprendido por aquella nueva ornamentación, dijo:
- Catalinita, ¿Qué has hecho?
-
Lo he comprado, Federiquito, con las chapitas amarillas que guardaste
bajo el pesebre de las vacas. Yo no fui a buscarlas; tuvieron que bajar
los mismos buhoneros.
- ¡Dios mío! - exclamó Federico - ¡Buena la
has hecho, mujer! Si no eran chapitas, sino piezas de oro puro ¡toda
nuestra fortuna! ¿Cómo hiciste semejante disparate?
- Yo no lo sabía, Federiquito ¿Por qué no me advertiste?
Catalinita se quedó un rato pensativa y luego dijo:
- Oye, Federiquito, recuperaremos el oro, salgamos detrás de los ladrones.
- Bueno - respondió Federico - lo intentaremos; llévate pan y queso para que tengamos algo para comer en el camino.
- Federiquito, lo llevaré.
Partieron
y como Federico era más ligero de piernas, Catalinita iba rezagada.
"Mejor - pensó - así cuando regresemos tendré menos que andar". Llegaron
a una montaña en la que, a ambos lado del camino, discurrían unas
profundas roderas.
- ¡Hay que ver - dijo Catalinita - cómo han desgarrado, roto y hundido esta pobre tierra! ¿Jamás se repondrá esto!
Llena
de compasión, sacó la mantequilla y se puso a untar las roderas, a
derecha e izquierda, para que las ruedas no las oprimiesen tanto. Y, al
inclinarse para poner en práctica su caritativa intención, cayóle uno de
los quesos y echó a rodar monte abajo. Dijo Catalinita:
- Yo no vuelvo a recorrer este camino; soltaré el otro que vaya a buscarlo.
Y
cogiendo otro queso, lo soltó en pos del primero. Pero como ninguno de
los dos volviese, echó un tercero, pensando: "Tal vez quieran compañía, y
no les guste subir solos". Al no reaparecer ninguno de los tres, dijo
ella:
- ¿Qué querrá decir esto? A lo mejor, el tercero se ha extraviado; echaré el cuarto que lo busque.
Pero
el cuarto no se portó mejor que el tercero, y Catalinita, irritada,
arrojó el quinto y el sexto queso, que eran los últimos. Quedóse un rato
parada, el oído atento, en espera de que volviesen; pero al cabo,
impacientándose, exclamó:
- Para ir a buscar a la muerte
serviríais. ¡Tanto tiempo, para nada! ¿Pensáis que voy a seguir
aguardándoos? Me marcho y ya me alcanzareís, pues corréis más que yo.
Y prosiguiendo su camino, encontróse luego con Federico, que se había detenido a esperarla, pues tenpia hambre.
- Dame ya de lo que traes, mujer - Ella le alargó pan solo - ¿Dónde están la mantequilla y el queso?
-
¡Ay, Federiquito! - exclamó Catalina - Con la mantequilla unté los
carriles, y los quesos no deberán tardar en volver. Se me escapó uno y
solté a los otros en su busca.
Y dijo Federico:
- No debiste hacerlo, Catalinita.
- Federiquito, pero ¿Por qué no me avisaste?
Comieron juntos el pan seco, y luego Federico dijo:
- Catalinita, ¿aseguraste la casa antes de salir?
- No, Federiquito, como no me lo dijsite.
- Pues vuelve a casa y ciérrala bien antes de seguir adelante; y además, trae alguna otra cosa para comer, te aguardaré aquí.
Catalinita
reemprendió el camino de vuelta, pensando: "Federiquito quiere comer
alguna cosa; por lo visto no le gustan el queso y la mantequilla. Le
traeré unos orejones en un pañuelo, y un jarro de vinagre para beber".
Al llegar a su casa, cerró con cerrojo la puerta superior y desmontó la
inferior y se la cargó a la espalda, creyendo que, llevándose la puerta,
quedaría la casa asegurada. Con toda calma, recorrió de nuevo el
camino, pensando: "Así Federiquito podrá descansar un rato". Cuando
llegó adonde él aguardaba, le dijo:
- Toma, Federiquito, aquí tienes la puerta; así podrás guardar la casa mejor.
-
¡Santo Dios - exclamó él - y qué mujer más inteligente me habéis dado!
Quitas la puerta de abajo para que todo el mundo pueda entrar, y cierras
con cerrojo la de arriba. Ahora es demasiado tarde para volver; mas, ya
que has traído la puerta, tú la llevarás.
- Llevaré la puerta,
Federiquito, pero los orejones y el jarro de vinagre me pesan mucho.
¿Sabes qué? Los colgaré de la puerta, ¡Qué las lleve ella!
Llegaron
al bosque y empezaron a buscar a los ladrones, pero no los encontraron.
Al fin, como había oscurecido, subiéronse a un árbol, dispuestos a
pasar allí la noche. Apenas se habían instalado en la copa, llegaron
algunos de esos bribones que se dedican a llevarse por la fuerza lo que
no quiere seguir de buen grado, y a encontrar las cosas antes de que se
hayan perdido. Sentáronse al pie del árbol que servía de refugio a
Federico y Catalina y, encendiendo una hoguera, se dispusieron a
repartirse el botín. Federico bajó al suelo por el lado opuesto, recogió
piedras y volvió a trepar, para ver de matar a pedradas a los ladrones.
Pero las piedras no daban en el blanco, y los ladrones observaron:
- Pronto será de día, el viento hace caer las piñas.
Catalinita
seguía sosteniendo la puerta en la espalda y, como le pesara más de lo
debido, pensando que la culpa era de los orejones, dijo:
- Federiquitom tengo que soltar los orejones.
- No, catalinita, ahora no - respondió él - Podrían descubrirnos.
- ¡Ay, Federiquito! No tengo más remedio; pesan demasiado.
- ¡Pues suéltalos, en nombre del diablo!
Abajo rodaron los orejones por entre las ramas, y los bribones exclamaron:
- ¡Los pájaros hacen sus necesidades!
Al cabo de otro rato, como la puerta siguiera pesando, dijo Catalinita:
- ¡Ay, Federiquito! Tengo que verter el vinagre.
- No, Catalinita, no lo hagas, podría delatarnos.
- ¡Ay, Federiquito! Es preciso, no puedo con el peso.
- ¡Pues tíralo, en nombre del diablo! Y vertió el vinagre, rociando a los ladrones, los cuales dijeron:
- Ya está goteando el rocío.
Finalmente, pensó Catalinita: "¿No será la puerta lo que pesa tanto?", y dijo_
- Federiquito, tengo que soltar la puerta.
- ¡No, Catalinita, ahora no, podrían descubrirnos!
- ¡Ay, Federiquito! no tengo más remedio, me pesa demasiado.
- ¡No, Catalinita, sosténla firme!
- ¡Ay Federiquit, la suelto!
- ¡Pues suéltala, en nombre del diablo!
Y allá la echó, con un ruido infernal, y los ladrones exclamaron:
- ¡El diablo baja por el árbol! - y tomaron las de Villadiego, abandonándolo todo.
A
la mañana siguiente, al descender los dos del árbol, encontraron todo
su oro y se lo llevaron a casa. Cuando volvieron ya a estar aposentados,
dijo Federico:
- Catalinita, ahora debes ser muy diligente y trabajar firme.
- Si, Federiquito, así lo haré. Voy al campo a cortar hierba.
Cuando llegó al campo, se dijo: "¿Qué haré primero: cortar, comer, o dormir? Empecemos por comer"
Y
catalinita comió, después entróle sueño, por lo que cortando, medio
dormida, se rompió todos los vestidos: el delantal, la falda, y la
camisa, y cuando se despabiló, al cabo de mucho rato, viéndose medio
desnuda, preguntóse: "¿Soy yo o no soy yo? ¡Ay, pues no soy yo!"
Mientras tanto, había oscurecido; Catalinita se fue al pueblo y,
llamando a la ventana de su marido, gritó:
- ¡Federiquito!
- ¿Qué pasa?
- ¿Está Catalinita en casa?
- Si, si - respondió Federico - debe de estar acostada, durmiendo.
Y dijo ella:
-
Entonces es seguro que estoy en casa - y echó a correr. En despoblado
encontróse con unos ladrones que se preparaban para robar. Acercándose a
ellos, les dijo - Yo los ayudaré-
Los bribones pensaron
que conocía las oportunidades del lugar y se declararon conformes.
Catalinita pasaba por delante de las casas gritando:
- ¡Eh, gente! ¿Tenéis algo? ¡Queremos robar!
- ¡Buena la hemos hecho! - dijeron los ladrones, mientras pensaban como podrían deshacerse de Catalina. Al fin dijeron:
- A la salida del pueblo, el cura tiene un campo de remolachas; ve a recogernos un montón.
Catalinita
se fue al campo a coger remolachas; pero lo hacía con tanto brío que no
se levantaba del suelo. Acertó a pasar un hombre que, deteniéndose a
mirarla, pensó que el diablo estaba revolviendo el campo. Corrió pues a
la casa del cura y le dijo:
- Señor cura, en vuestro campo está el diablo arrancando remolachas.
- ¡Dios mío - exclamó el párroco - tengo una pierna coja, no puedo salir a echarlo! - Respondióle el hombre:
- Yo os ayudaré - y lo sostuvo hasta llegar al campo, en el preciso momento en que Catalinita se enderezaba.
-
¡Es el diablo! - exclamó el cura, y los dos echaron a correr; y el
santo varón tenía tanto miedo que, olvidándose de su pierna coja, dejó
atrás al hombre que lo había sostenido.
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