Cuando leí este relato de Liliana Heker por primera vez, estábamos próximos a la realización del último censo (2010) y recuerdo que lo compartí el mismo día del censo en mi facebook.
Inevitable sentir ternura, incluso empatía, por la señora Amelia. Imposible no identificarse con la censista en una situación así.
Los cuentos de Liliana Heker, al menos la mayoría de los que yo he leído, transmiten muy bien las emociones como la vergüenza, el miedo, el enojo... "El pequeño tesoro de cada cual" no es la excepción.
Espero que lo disfruten :D
El pequeño tesoro de cada cual
La puerta cancel abriéndose apenas. Asomada en la rendija, la
cara de una mujer de pelo gris. Sonreía. Inesperadamente, el dibujo de
un libro fulguró en la cabeza de Ana, ¿Alicia en el país de las
maravillas? Un gato sonriente que se borraba. No de golpe: se
desdibujaba paso a paso, primero la cola, después el cuerpo, por fin la
cabeza, hasta que sólo permanecía la sonrisa, rígida, descomunal,
suspendida de la nada. Esto era lo mismo pero al revés. Como si la
sonrisa hubiese estado allí antes de que la puerta se entreabriera.
Esperándola.
- ¿Qué se le ofrece, señorita?
La pregunta de
la mujer, en cambio, no indicaba que la esperase. Curioso, con tanta
propaganda como había habido, pero en fin. Ana adoptó, le parecía,
cierta inflexión funcionaria.
- Es por el censo nacional, señora. Yo soy la censista.
-
¡Ay, la censista! - la exclamación de la mujer fue sorprendente: una
mezcla de saludo entusiasta y de lamento - Le dije a mi hija que usted
iba a venir al mediodía, pero ella...
Dejó la frase suspendida en el aire. Esta mujer deja todo suspendido en el aire, se le ocurrió a Ana.
- Lo siento - dijo - una llega a la hora que puede.
- Por supuesto, mi hijita - la mujer abrió la puerta - Pase por favor, se la va a llevar el viento con ese cuerpito.
Así
enflaquecida por la mujer, Ana notó que tenía hambre ¿O era por el
olor? Olor a comida sustanciosa seduciéndola apenas dejó atrás el
zaguán.
El vestíbulo se veía impecable. Pulido piso de mosaico,
carpetitas, muebles relucientes, sólo una revista de historietas abierta
en el suelo parecía fuera de sitio. La mujer sacudió la cabeza cuando
la notó. "Ay estos chicos", protestó con suavidad mientras la levantaba.
Ana saboreó el olor a comida, más nítido ahora.
- Ya sé que la hora es un poco incómoda - dijo - pero son unos minutos nada más.
-
Pero no, mi querida, puede quedarse toda la tarde si gusta. Perdón, no
me presenté, soy la señora de Ferrari. Pero todos me dicen Amelia nomás
- Y yo soy Ana ¿Puedo sentarme por acá, así hacemos esto?
-
De ninguna manera, usted viene conmigo al comedor y se acomoda como
Dios manda - abrió una puerta que daba al patio - Lo que me preocupa es
que mi hija mayor se haya ido, encima el sinvergüenza de mi marido tiene
que avisar justo hoy que no viene a almorzar - sonrió con ternura -
Pobrecito, él que aprovecha el feriado para adelantar trabajo y yo
tratándolo de sinvergüenza.
- La verdad que para esto no va a hacer ninguna falta su marido.
La mujer se llevó una mano a la boca con una especie de pudor.
-
Ya sé que usted se va a burlar de mí, le digo porque tengo tres hijas,
mire si no voy a saber lo que piensan las chicas hoy en día, pase por
acá, pero qué quiere, una está chapada a la antigua. Para mí, el que
resuelve las cosas en casa es mi marido, él me acostumbró así, qué
quiere, me lleva quince años. Cuando nos casamos yo parecía la hija,así
que imagínese, yo para él soy su ¡Cuidado!
Justo a tiempo. Un segundo más y Ana habría pisado una patineta atravesada en la puerta del comedor.
-
Ay estos chicos - rezongó la mujer, como antes en el vestíbulo -
Siéntese aquí, querida, así se repone - le indicó una silla ante una
mesa con mantel, llena de tazas y restos de desayuno - Lo que pasa es
que es el más chiquito, sabe, y el único varón, un rubio comprador -
emitió una risita - El mimado de la familia, se podría imaginar.
Sé,
se podía imaginar. Lo que en cambio no podía imaginarse era por qué la
mujer había insistido tanto en traerla al comedor: migas por todas
partes, ni un espacio como la gente para poner las planillas. La mujer
pareció darse cuenta porque trajo una bandeja y empezó a vaciar la mesa.
-
No sé que va a pensar de mí - dijo; Ana miró con languidez una tostada
con dulce, semicomida, que la mujer estaba levantando - Lo que pasa es
que, cuando una tiene una familia tan grande...
Ana llenó los
encabezamientos tratando de no escuchar ¿No había cierta voracidad en
estas esposas que exhibían a sus maridos y a sus hijos como una pequeña
obra de arte? Terminó de escribir y observó unos segundos el ajetreo de
la mujer.
- No se preocupe por la mesa, por favor ¿Le importaría
mucho sentarse un momento, así terminamos de una vez con esto? Son pocas
preguntas
- Ya estoy con usted - ahora la mujer recogía el mantel
tratando de que no se cayesen las migas - Créame, no me gusta ver todo
en desorden, lo que pasa es que con la cuestión del feriado los chicos
se levantaron como a las doce. Y claro, salieron a los apurones. Llevo
esto a la cocina y estoy con usted.
- Señora, por favor, todavía me queda un montón de casas para visitar y ni siquiera almorcé ¿No podríamos de una buena vez?
-
Ay, hijita, soy una criminal. La tengo acá muerta de hambre y ni
siquiera la convido con un bocado. Mire, vamos a hacer una cosa, hoy me
plantaron todos con el almuerzo. Venga, venga conmigo a la cocina, usted
me hace las preguntas y yo la invito a almorzar. Me va a hacer un
favor, en serio, no estoy acostumbrada a comer sola.
- Lo que pasa, señora, es que estoy cumpliendo una función - dijo Ana, y se sintió vagamente estúpida
-
Vamos, no me va a engañar a mí que podría ser su madre. Venga conmigo a
la cocina, si está muerta de hambre, a mi marido y a mis chicos les
encanta comer en la cocina.
¿No había deseado hasta hacía unos
minutos que alguien la convidara aunque fuera con una mísera galletita?
Aspiró con algo de gula el olor de la comida y se puso de pie.
La
mujer caminó hasta una puerta que debía comunicar con otra habitación;
la abrió y, como si hubiese visto algo inadecuado, la cerró con un
portazo.
- Dios mío, la iba a hacer pasar por los dormitorios -
dijo- No me acordaba que hoy ni tendí las camas. Venga por acá - y
salió por la puerta que daba al patio.
Ana se encogió de hombros y
la siguió, qué le importaba al fin y al cabo. Los gritos lejanos de una
mujer y la voz de un chico le llegaron desde atrás de la medianera. Los
vecinos de al lado, pensó, a esta casa no le falta nada
- Todo el
día gritando, ya me tienen cansada - refunfuñó la mujer; miró
fugazmente a Ana y dulcificó el tono - En fin, son chicos como los míos
¿no? Lo que pasa es que una siempre ve la paja en el ojo ajeno. Vamos,
entre, ésta es la cocina.
Una gran cacerola húmeda sobre la
hornalla. La mujer levantó la tapa y revolvió con una cuchara de madera.
Un vapor suculento se esparció por el aire.
- Venga, mire, digamé
si me iba a plantar con toda esta comida, si alcanza para un regimiento
- rió bonachonamente - Siempre hago de más, qué quiere, si estos en
cualquier momento se me aparecen con un invitado.
Es algo así como
la madre ideal, pensó Ana. Se sentó y acomodó las planillas mientras la
mujer preparaba la mesa para dos y ponía la comida en una especie de
sopera. Por fin trajo la sopera a la mesa y se sentó.
- Pregunte, querida, así después comemos tranquilas.
Empezó a llenar los platos. Ana tomó la lapicera.
- ¿Cuántas personas viven en la casa? - dijo, aunque, a esta altura, ni falta le hacía preguntarlo
-
Nada más que nosotros - dijo la mujer con cierto orgullo - Perdón,
usted querrá saber quienes somos, esas cosas. Mi marido, mis tres hijas y
el nene: el benjamín - se quedó un segundo en silencio - y yo, claro
¿Le digo las edades?
- No hace falta ¿Cuantos trabajan?
- Mi marido
-¿El único?
-
Ah sí, él nos mantiene a todos. Bueno, mi hija, la mayor, también
trabaja, es decoradora. Pero nada más que para los gustos, eh. El padre
no quería pero yo estoy con la juventud moderna.
- Si, señora, si ¿Alguno va a la escuela?
La mujer rió.
-
Qué pregunta, claro. El nene, todavía en la primaria; la menor de las
chicas en cuarto año normal, y la que sigue, terminando medicina. Ésa es
una luz, no es porque yo sea la madre.
Ana miró de reojo el plato recién servido. París bien valía una misa ¿no?
- ¿Cuántas habitaciones tiene la casa?
-¿Qué? - la mujer se puso alerta pero después se aflojó - Ah, cinco. Cinco habitaciones
Ana echó un vistazo al patio: no parecía muy grande. En fin. Anotó el casillero: cinco. Miró a la mujer.
- Muy bien - tono de maestro que ha acabado de tomar la lección.
-¿Ya está?
Ana dejó la lapicera y corrió las planillas
- Ya está - dijo
Consideró
un segundo la expresión fascinada de la mujer y decidió acercarse el
plato ella misma. Inesperadamente, la mujer canturreó. Ahora parecía más
joven: resplandecía.
- Así que esto era todo - murmuró como quien piensa
Ana
comía. Delicioso realmente. Ahora sí, que la mujer hablara todo lo que
quisiese. De su marido ejemplar y de sus tres jóvenes gracias, y del
retozón rubio alegría de la familia. Por qué no, cada uno tiene su
pequeño tesoro. Comiendo se sentía magnánima
- ¿Vio que no era para tanto? - dijo con tono juguetón.
La
mujer sacudió la cabeza. Parecía no creer del todo en los hechos
prodigiosos que acababan de ocurrir. Con timidez señalo las planillas
- Y esto ¿Adonde va? - dijo
- ¿Esto? - Ana contempló con desconfianza la pila de papeles - No sé, harán estadísticas, esas cosas.
- Estadísticas - repitió la mujer con expresión soñadora.
Pensándolo
bien, mejor terminar el almuerzo enseguida e irse: antes de que la
mujer empezara a hablar otra vez. "¡Te bajás de ahí inmediatamente",
oyó. "No me bajo nada". Los vecinos de al lado, gente barullera
realmente, tenía razón la mujer. "Bajate"
- Te digo que no me bajo nada - Más fuerte ahora, o más cercano - ¡Quiero mi patineta!
Ana
miró hacia el lugar de donde venía la voz. Vio la cabeza de un chico
rubio asomada sobre la medianera. "Bajate, te digo; te vas a caer"
- Como de una vez, se le va a enfriar la comida
- Quiero mi patineta - repitió el chico - ¡Amelia!
- Señorita Amelia - corrigió la vecina
- ¡Señorita Amelia! - gritó el chico - ¿Está ahí?
Ana miró a la muejer, comía con los ojos fijos en el plato
- ¡Señorita Amelia! - el chico distinguió a Ana en la cocina - ¡Eh vos! - gritó - ¿La señorita Amelia está ahí?
Ana observó a la mujer; seguía concentrada en su plato.
- Escucheme - dijo con rabia - preguntan por la señorita Amelia ¿No oyó?
- Y a mí qué me dice - dijo la mujer - ¿Se cree que estoy obligada a conocer a todo el barrio?
-
Sé buena - dijo el chico - Yo se la presté porque me dijo que era para
su sobreino, pero ahora mi mamá me dice que esa no tiene ni sobrinos ni
nada. Vos no serás el sobrino ¿no? - se rió, encantado con su chiste; la
vecina murmuró algo incomprensible - Y ahora me bajo porque me matan;
chau, si la ves a la señorita Amelia, ya sabés.
Y como un actor que ha concluido su parte, el chico, su cabeza rubia, desapareció de la medianera.
- ¿Ya terminó?
Ana
giró la cabeza sobresaltada. De pie junto a ella estaba la mujer. La
cualidad de derramarse que antes parecía rodearla como un aura había
desaparecido de su cara y de su cuerpo.
Se llevó los platos y la
sopera. Con minuciosidad, con firmeza, fue arrojando la comida que
quedaba en el tacho de basura.Tanto trabajo para esto, pensó Ana. Se
acordó de las seis tazas sucias, se acordó de la tostada comida a
medias, y tuvo ganas de escaparse corriendo de allí
- ¿Postre?
La cara inexpresiva vuelta hacia ella. Como si ferozmente la mujer se estuviera obligando a cumplir su tarea hasta el final.
- No gracias, tengo que irme.
Se puso de pie y juntó sus cosas. La mujer levantó apenas el brazo.
- ¿Esto ya no...?
Se interrumpió. Ana reparó en la mano señalando con miedo las planillas:
- Esto queda como está - dijo en voz muy baja
Sólo un instante la mujer recuperó la cualidad que antes la había alumbrado.
- Gracias- dijo el movimiento de sus labios.
Después,
en silencio, guió a Ana hasta la salida. No contestó a su saludo de
despedida ni la miró. Esperó a que saliera, dio un golpe seco y, con dos
vueltas de llave, cerró bien cerrada la puerta cancel.
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