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martes, 16 de abril de 2013

El Señor de las Moscas - Capítulo VIII - William Golding

Viene de "El Señor de las Moscas - Capítulo VII - William Golding"



 Ofrenda a las tinieblas


Piggy, con evidente malestar, apartó los ojos de la playa, que empezaba a reflejar la luz pálida del alba, y los alzó hacia la sombría montaña.

- ¿Estás seguro? ¿De verdad estás seguro?
- No sé cuántas veces te lo tengo que repetir - dijo Ralph -. La vimos.
- ¿Crees que estamos a salvo aquí abajo?
- ¿Cómo demonios lo voy a saber yo?

Ralph se apartó bruscamente y avanzó unos pasos por la playa. Jack, arrodillado, se entretenía en dibujar con el dedo índice círculos en la arena. La voz de Piggy les llegó en un susurro:

- ¿Estás seguro? ¿De verdad?
- Sube tú a verla - dijo Jack desdeñosamente -, y hasta nunca.
- Más quisieras.
- La fiera tiene dientes - dijo Ralph - y unos ojos negros muy grandes.

Tembló violentamente. Piggy se quitó las gafas y limpió su única lente.

- ¿Qué vamos a hacer?

Ralph se volvió hacia la plataforma. La caracola brillaba entre los árboles como un borujo blanco, en el lugar mismo por donde aparecería el sol. Se echó hacia atrás las greñas.

- No lo sé.

Recordó la huida aterrorizada, ladera abajo.

- No creo que nos atrevamos jamás contra una cosa de ese tamaño; en serio, no nos atreveríamos. Hablamos mucho, pero tampoco pelearíamos contra un tigre. Saldríamos corriendo a escondernos. Hasta Jack se escondería. Jack seguía contemplando la arena.
- ¿Y mis cazadores, qué?

Simón salió furtivamente de las sombras que envolvían los refugios. Ralph no prestó atención a la pregunta de Jack. Señaló hacia la pincelada amarilla sobre la línea del mar.

- Somos muy valientes mientras es de día. ¿Pero después? Y ahora aquello está allí, agachado junto a la hoguera, como si quisiera impedir que nos rescaten...

Se retorcía las manos al hablar, sin darse cuenta. Elevó la voz:

- Ya no habrá ninguna hoguera de señal..., estamos perdidos.

Un punto de oro apareció sobre el mar, y en un instante se iluminó todo el cielo.

- ¿Y mis cazadores, qué?
- Son niños armados con palos.

Jack se puso en pie. Su rostro se enrojeció mientras se alejaba. Piggy se puso las gafas y miró a Ralph.

- Ahora sí que la has hecho. Lo has ofendido con lo de sus cazadores.
- Anda, cállate.

Los interrumpió el sonido de la caracola, que alguien tocaba sin habilidad. Jack, como si ofreciese una serenata al sol naciente, siguió haciendo sonar la caracola, mientras en los refugios empezaban a agitarse las primeras señales de vida, los cazadores se deslizaban hacia la plataforma y los pequeños empezaban a lloriquear, como ahora hacían con tanta frecuencia. Ralph se levantó dócilmente. Piggy Y él se dirigieron a la plataforma.

- Palabras - dijo Ralph amargamente -, palabras y más palabras.

Quitó la caracola a Jack.

- Esta reunión...

Jack lo interrumpió:

- La he convocado yo.
- Lo mismo iba a hacer yo. Lo único que has hecho es soplar la caracola.
- Bueno, ¿y no es eso?
- ¡Tómala, anda! ¡Sigue..., habla!

Ralph arrojó la caracola a los brazos de Jack y se sentó en el tronco de palmera.

- He convocado esta asamblea por muchas razones - dijo Jack -. En primer lugar... ya sabéis que hemos visto a la fiera. Nos acercamos a gatas; estuvimos a unos cuantos metros de la fiera. Levantó la cabeza y nos miró. No sé qué hace allí. Ni siquiera sabemos lo que es...
- Esa fiera sale del mar...
- De la oscuridad...
- De los árboles...
- ¡Silencio! - gritó Jack -. A ver si escucháis. La fiera está allí sentada, sea lo que sea...
- A lo mejor está esperando...
- O cazando...
- Eso es, cazando.
- Cazando - dijo Jack. Recordó los temblores que se apoderaban de él en el bosque -. Sí, esa fiera sale a cazar. ¡Pero callaos de una vez! Otra cosa: fue imposible matarla. Y además, os diré lo que acaba de decirme Ralph de mis cazadores: que no sirven para nada.
- ¡No he dicho nada de eso!
- Yo tengo la caracola. Ralph cree que sois unos cobardes, que el jabalí y la fiera los hacen salir corriendo. Y eso no es todo.

Se oyó en la plataforma algo como un suspiro, como si todos supiesen lo que iba a seguir. La voz de Jack continuó, trémula pero decidida, presionando contra el pasivo silencio.

- Es igual que Piggy; dice las mismas cosas que Piggy. No es un verdadero jefe.

Jack apretó la caracola contra sí.

- Además, es un cobarde.

Hizo una breve pausa y después continuó:

- Allá en la cima, cuando Roger y yo seguimos adelante, él se quedó atrás.
- ¡Yo también seguí!
- Pero después.

Los dos muchachos se miraron, a través de las pantallas de sus melenas, amenazantes.

- Yo también seguí - dijo Ralph -; eché a correr luego, pero tú hiciste lo mismo.
- Llámame cobarde si quieres.

Jack se volvió a los cazadores:

- No sabe cazar. Nunca nos habría conseguido carne. No es ningún prefecto, y no sabemos nada de él. No hace más que dar órdenes y espera que se le obedezca porque sí. Venga a hablar...
- ¡Venga a hablar! - gritó Ralph -. ¡Hablar y hablar! ¿Quién ha empezado? ¿Quién ha convocado esta reunión?
Jack se volvió con la cara enrojecida y la barbilla hundida en el pecho. Le atravesó con la mirada.
- Muy bien - dijo, y su tono indicaba una intención decidida, y una amenaza -, muy bien.
Con una mano apretó la caracola contra su pecho y con la otra cortó el aire.
- ¿Quién cree que Ralph no debe ser el jefe?
Miró con esperanza a los muchachos agrupados en torno suyo, que habían quedado atónitos. Hubo un silencio absoluto bajo las palmeras.
- Que levanten las manos - dijo Jack con firmeza - los que no quieren que Ralph sea el
jefe.

El silencio continuó, suspenso, grave y avergonzado.

El rostro de Jack fue perdiendo color poco a poco, para recobrarlo después en un brote doloroso. Se mordió los labios y volvió la cabeza a un lado, evitando a sus ojos el bochorno de unirse a la mirada de otro.

- ¿Cuántos creen...?

Su voz cedió. Las manos que sostenían la caracola temblaron. Tosió y alzó la voz:

- Muy bien.

Con extremado cuidado dejó la caracola en la hierba, a sus pies. Lágrimas de humillación corrían de sus ojos.

- No voy a seguir más este juego. No con vosotros.

La mayoría de los muchachos habían bajado la vista, fijándola en la hierba o en sus pies. Jack volvió a toser.

- No voy a seguir en la pandilla de Ralph...

Recorrió con la mirada los troncos a su derecha, contando los cazadores que una vez fueron coro.

- Me voy por mi cuenta. Que atrape él sus cerdos. Si alguien quiere cazar conmigo, puede venir también.

Con pasos torpes salió del triángulo, hacia el escalón que llevaba hasta la blanca arena.

- ¡Jack!

Jack se volvió y miró a Ralph. Calló por un momento y luego lanzó un grito estridente y furioso:

-... ¡No!

Saltó de la plataforma y corrió por la playa sin hacer caso de las copiosas lágrimas que iba derramando; Ralph lo siguió con la mirada hasta que se adentró en el bosque.



Piggy estaba indignado.

- Yo venga a hablarte, Ralph, y tú ahí parado, como...

Ralph miró a Piggy sin verlo y se habló a sí mismo quedamente:

- Volverá. Cuando el sol se ponga, volverá.

Vio la caracola en las manos de Piggy.

- ¿Qué?
 - ¡Pues eso!

Piggy abandonó la intención de reprender a Ralph. Volvió a limpiar su lente hasta hacerla relucir y volvió a su tema.

- No necesitamos a Jack Merridew. No es el único en esta isla. Pero ahora que tenemos una fiera de verdad, aunque no puedo casi creerlo, vamos a tener que quedarnos cerca de la plataforma a todas horas; y ya no nos van a servir de mucho ni él ni su caza. Así que ahora podremos decidir de una vez lo que hay que hacer.
- Es inútil, Piggy. No podemos hacer nada.

Permanecieron sentados durante unos momentos en abatido silencio. Se levantó Simón de pronto y le quitó la caracola a Piggy, quien se vio tan sorprendido que no tuvo tiempo para reaccionar. Ralph alzó los ojos hacia Simón.

- ¿Simón? ¿Qué quieres ahora?

Un apagado rumor de risas recorrió el círculo entero y perturbó visiblemente a Simón.

- Creo que hay algo que podríamos hacer. Algo que nosotros...

Su voz se vio de nuevo sofocada por la opresión de la asamblea. En busca de ayuda y comprensión, se dirigió a Piggy. Con la caracola apretada contra su bronceado pecho, se volvió a medias hacia él.

- Creo que deberíamos subir a la montaña.

El círculo entero se estremeció. Simón se interrumpió y buscó con la mirada a Piggy, que lo observaba con cara de burlona incomprensión.

- ¿Y qué vamos a hacer allí arriba, si Ralph y los otros no pudieron con la fiera?

Simón susurró su respuesta:

- ¿Qué otra cosa podemos hacer?

Concluida su breve alocución, dejó que Piggy tomase de sus manos la caracola.
Después se retiró y fue a sentarse al lugar más apartado que encontró.
Piggy hablaba ahora con más aplomo y con algo en su voz que los demás, en circunstancias menos graves, habrían interpretado como placer.

- Ya os dije que cierta persona no nos hace ni pizca de falta. Y ahora os digo que tenemos que decidir lo que vamos a hacer. Y me parece que sé lo que Ralph os va a decir en seguida. La cosa más importante en esta isla es el humo y no se puede tener humo sin fuego. Ralph se movió inquieto.
 - No hay nada que hacer, Piggy. No tenemos ninguna hoguera. Y esa cosa está allá arriba sentada...; tendremos que quedarnos aquí.

Piggy, como para dar con ello realce a sus palabras, alzó la caracola.

-No tenemos una hoguera en la montaña, pero podemos tenerla aquí. Se puede hacer en esas rocas. O en la arena; da igual. Así también tendríamos humo.
- ¡Eso!
- ¡Humo!
- ¡Junto a la poza!

Todos hablaban al mismo tiempo. Pero Piggy era el único con suficiente audacia intelectual para sugerir que se trasladase a otro lugar el fuego de la montaña.

- Bueno, haremos la hoguera aquí abajo - dijo Ralph mirando a su alrededor -. La podemos hacer aquí mismo, entre la poza y la plataforma. Claro que...
Se interrumpió y, con el ceño fruncido, meditó el asunto, mordiéndose sin darse cuenta una uña ya casi desgastada.
- Claro que el humo no se verá tan bien; no se verá desde tan lejos. Pero así no tendremos que acercarnos, acercarnos a...

Los otros, que le comprendían perfectamente, asintieron. No habría necesidad de acercarse.

- Podemos hacerla ya.

Las ideas más brillantes son siempre las más sencillas. Ahora que tenían algo que hacer, trabajaron con entusiasmo. Piggy se sentía tan lleno de alegría y tan plenamente libre con la marcha de Jack, tan lleno de orgullo por su contribución al bienestar común, que ayudó a acarrear la leña. La que aportó estaba bien a mano: uno de los troncos caídos en la plataforma, que nadie usaba durante las asambleas. Pero para los demás la condición sagrada de la plataforma se extendía a todo cuanto en ella se hallaba, protegiendo incluso lo más inútil. Los mellizos comentaron que sería un alivio tener una hoguera junto a ellos durante la noche, y aquel descubrimiento hizo a unos cuantos peques bailar y batir palmas de alegría.

Aquella leña no estaba tan seca como la de la montaña. Casi toda ella se encontraba podrida por la humedad y llena de insectos huidizos. Tenían que levantar los troncos con cuidado, porque si no se deshacían en un polvo húmedo. Además, los muchachos, con tal de no penetrar mucho en el bosque, se conformaban con el primer leño que encontraban, por muy cubierto que estuviese de retoños verdes. Las faldas del monte y el desgarrón del bosque les eran familiares; estaban cerca de la caracola y los refugios, que ofrecían un aspecto bastante acogedor a la luz del sol. Nadie se molestaba en pensar qué aspecto cobrarían en la oscuridad. Trabajaron, pues, con gran animación y alegría, aunque a medida que pasaba el tiempo podían advertirse indicios de pánico en aquella animación y de histeria en la alegría. Levantaron una pirámide de hojas y palos, de ramas y troncos, sobre la desnuda arena contigua a la plataforma. Por vez primera en la isla, Piggy se quitó sus gafas sin pedírselo nadie, se arrodilló y enfocó el sol sobre la leña. Pronto tuvieron un techo de humo y un abanico de llamas amarillas.

Los pequeños, que desde la primera catástrofe habían visto muy pocas hogueras, se excitaron, saltando de alegría. Bailaron, cantaron y la reunión cobró un aire de fiesta.
Ralph dio al fin por terminado el trabajo y se levantó, enjugándose el sudor de la cara con un sucio brazo.

- Tiene que ser una hoguera más pequeña. Esta es demasiado grande para poder mantenerla viva.

Piggy se sentó con cuidado en la arena y se dispuso a limpiar su lente.

- ¿Por qué no hacemos un experimento? Podíamos intentar hacer una hoguera pequeña con un fuego muy fuerte, y luego le echamos ramas verdes para que salga humo. Seguro que algunas hojas son mejores que otras para el humo.

Al apagarse la hoguera, se apagó con ella la excitación de los muchachos. Los pequeños abandonaron su baile y su canto y se alejaron hacia el mar, o a los frutales, o a los refugios.
Ralph se dejó caer sobre la arena.

- Tendremos que hacer una nueva lista para ver quién se ocupa del fuego.
- Si es que encuentras a alguien.

Miró en torno suyo. Advirtió entonces por vez primera qué pocos eran en realidad los chicos mayores y comprendió por qué había resultado tan arduo el trabajo.

- ¿Dónde está Maurice?

Piggy volvió a frotar su lente.

- Supongo que... no, no se metería solo en el bosque, ¿verdad?

Ralph se puso en pie de un salto, corrió alrededor de la hoguera y se detuvo junto a Piggy, apartándose la melena con las manos.

- ¡Pero es que necesitamos una lista! Estamos tú y yo y Samyeric y... - Con voz normal, pero sin atreverse a mirar a Piggy, preguntó - ¿Dónde están Bill y Roger?

Piggy se agachó y arrojó un trozo de leña al fuego.

- Supongo que se han ido. Supongo que ellos tampoco van a jugar con nosotros.
Ralph volvió a sentarse y se entretuvo abriendo con los dedos orificios en la arena. Se sorprendió al ver una gota de sangre junto a uno de ellos. Se miró con atención la uña mordida y vio otra gota de sangre que se formaba sobre la piel desgarrada. Siguió hablando Piggy.
- Los vi salir a escondidas cuando estábamos recogiendo leña. Se fueron por allá, por el mismo camino que tomó él.

Ralph acabó su examen y alzó los ojos. El cielo parecía distinto aquel día, como en atención a los grandes cambios Ocurridos entre ellos, y estaba tan brumoso que en algunas partes el cálido aire parecía blanco. El disco del sol era de un plata plomizo, con lo que parecía más cercano y menos ardiente, y, sin embargo, el aire sofocaba.

- Siempre nos han estado creando problemas, ¿verdad?

Aquella voz le llegaba desde muy cerca, desde su hombro, y parecía inquieta.

- No los necesitamos. Estaremos más contentos ahora, ¿a que sí?
Ralph se sentó. Llegaron los mellizos con un gran tronco a rastras y sonriendo triunfalmente., soltaron el tronco sobre los rescoldos y una lluvia de chispas salpicó el aire.
- Nos las arreglaremos por nuestra cuenta, ¿verdad?

Durante largo rato, mientras el tronco se secaba, prendía y ardía, Ralph permaneció sentado en la arena sin decir nada. No vio a Piggy acercarse a los mellizos y murmurarles algo; ni vio tampoco a los tres muchachos adentrarse en el bosque.

- Aquí tienes.

Se sobresaltó. A su lado se encontraban Piggy y los mellizos con las manos cargadas de fruta.
- Pensé que no sería mala idea - dijo Piggy - tener un festín o algo por el estilo.

Los tres muchachos se sentaron. Habían traído gran cantidad de fruta, toda ella madura. Cuando Ralph empezó a comer le sonrieron.

- Gracias - dijo. Después, acentuando la agradable sorpresa, repitió: - ¡Gracias!
- Nos las arreglaremos muy bien por nuestra cuenta - dijo Piggy -. Los que crean problemas en esta isla son ellos, que no tienen ni pizca de sentido común. Haremos una hoguera pequeña, que arda bien...

Ralph recordó lo que lo había estado preocupando.

- ¿Dónde está Simón?
- No sé.
- No se habrá ido a la montaña, ¿verdad?

Piggy prorrumpió en estrepitosa risa y tomó más fruta.

- A lo mejor - se tragó el bocado -. Está como una cabra.


Simón había atravesado la zona de los frutales, pero aquel día los pequeños andaban demasiado ocupados con la hoguera de la playa para correr tras él. Continuó su camino entre las lianas hasta alcanzar la gran estera tejida junto al claro y, a gatas, penetró en ella.
Al otro lado de la pantalla de hojas, el sol vertía sus rayos y en el centro del espacio libre las mariposas seguían su interminable danza. Se arrodilló y lo alcanzaron las flechas del sol. La vez anterior el aire parecía simplemente vibrar de calor; pero ahora lo amenazaba. No tardó en caerle el sudor por su larga melena lacia. Se movió de un lado a otro, pero no había manera de evitar el sol. Al rato sintió sed; después una sed enorme.

Permaneció sentado.


En la playa, en una parte alejada, Jack se encontraba frente a un pequeño grupo de muchachos. Parecía radiante de felicidad.

- A cazar - dijo. Examinó a todos detenidamente. Portaban los restos andrajosos de una gorra negra, y, en tiempo lejanísimo, aquellos muchachos habían formado en dos filas ceremoniosas para entonar con sus voces el canto de los ángeles.
- Nos dedicaremos a cazar y yo seré el jefe.

Asintieron, y la crisis pasó imperceptiblemente.

- Y ahora... en cuanto a esa fiera...

Se agitaron; todas las miradas se volvieron hacia el bosque.

- Os voy a decir una cosa. No vamos a hacer caso de esa fiera.

Les dirigió un ademán afirmativo con la cabeza:

- Nos vamos a olvidar de la fiera.
- ¡Eso es!
- ¡Eso!
- ¡Vamos a olvidarla!

Si Jack sintió asombro ante aquel fervor, no lo demostró.

- Y otra cosa. Aquí ya no tendremos tantas pesadillas. Estamos casi al final de la isla.

Desde lo más profundo de sus atormentados espíritus, asintieron apasionadamente.

- Y ahora, escuchad. Podemos acercarnos luego al peñón del castillo, pero ahora voy a apartar de la caracola y de todas esas historias a otro de los mayores. Luego mataremos un cerdo y podremos darnos una comilona.

Hizo un silencio y después continuó con voz más pausada:

- Y en cuanto a la fiera, cuando matemos algo le dejaremos un trozo a ella. Así a lo mejor no nos molesta. Bruscamente se puso en pie.
- Ahora, al bosque, a cazar.

Dio media vuelta y salió a paso rápido; segundos después todos lo seguían dócilmente. Una vez en el bosque, se dispersaron con cierto recelo. Pronto se topó Jack con unas raíces sueltas, arrancadas, que anunciaban la presencia de un cerdo, y momentos después encontraban huellas más recientes. Jack mandó callar a los muchachos con una seña y se adelantó él solo. Se sentía feliz; vestía la húmeda oscuridad del bosque como si fuesen sus antiguas prendas. Se deslizó por una cuesta hasta llegar a una zona de roca y árboles diseminados al borde del mar.

Los cerdos, como hinchadas bolsas de tocino, disfrutaban sensualmente la sombra de los árboles. No soplaba ni la más ligera brisa y nada pudieron sospechar; además, la experiencia había prestado a Jack el silencio mismo de las sombras. Se apartó sigilosamente del lugar y dio instrucciones a los ocultos cazadores. Después fueron acercándose todos, palmo a palmo, sudando en el silencio y el calor. Bajo los árboles se movió distraídamente una oreja: algo apartada de los demás, sumergida en arrobo maternal, descansaba la hembra más grande de la manada. Era negra y rosada; un hilera de cochinillos que dormitaban o se apretujaban contra la madre y gruñían, orlaban sus enormes ubres.

Jack se detuvo a una quincena de metros de la manada y con su brazo extendido señaló a la hembra. Miró a su alrededor para cerciorarse de que todos habían comprendido, y los muchachos asintieron con la cabeza. La fila de brazos derechos giró en arco hacia atrás.

- ¡Ahora!

La manada se sobresaltó; desde una distancia de diez metros escasos, las lanzas de maderas con puntas endurecidas al fuego volaron hacia el animal elegido. Uno de los cochinillos, con alaridos enloquecidos, corrió a lanzarse al mar arrastrando tras sí la lanza de Roger. La cerda lanzó un angustiado chillido y se levantó tambaleándose, con dos lanzas clavadas en su grueso flanco. Los muchachos avanzaron gritando; los cochinillos se dispersaron y la hembra, rompiendo la fila que venía hacia ella, aplastó los obstáculos y penetró en el bosque.

- ¡A por ella!

Corrieron por la trocha, pero el bosque estaba demasiado oscuro y cerrado, y Jack, maldiciendo, tuvo que detener a los muchachos y conformarse con escudriñar entre los árboles. Permaneció en silencio por algún tiempo, pero respiraba con tanta energía que los demás se sintieron atemorizados y se miraron con intranquilo asombro. Por fin apuntó al suelo con un dedo extendido.

- Ahí...

Antes de que los demás tuviesen tiempo de examinar la gota de sangre, Jack ya se había vuelto para rastrear una huella y tantear una rama que cedía al tacto. Avanzó, con misteriosa certeza y seguridad, seguido por los cazadores.

Se detuvo ante un matorral.

- Ahí dentro.

Rodearon el matorral, pero la cerda volvió a escapar, con la punzada de una nueva lanza en su flanco. Los extremos de las lanzas, arrastrándose por el suelo, estorbaban los movimientos del animal y las afiladas puntas, cortadas en cruz, eran un tormento. Al tropezar con un árbol, una de las lanzas se hundió aún más; cualquiera de los cazadores podía ya seguir fácilmente las gotas de sangre viva. La tarde, brumosa, húmeda y asfixiante, pasaba lentamente; sangrante y enloquecida, la cerda avanzaba con creciente dificultad, y los cazadores la perseguían, unidos a ella por el deseo, excitados por la larga persecución y la sangre derramada. Podían verla ahora y estuvieron a punto de alcanzarla, pero con un esfuerzo supremo logró de nuevo distanciarse de ellos. Estaba ya a su alcance cuando penetró en un claro donde brillaban las flores multicolores y las mariposas bailaban en círculos en el aire cálido y pesado.

Allí, abatido por el calor, el animal se desplomó y los cazadores se arrojaron sobre la presa. Enloqueció ante aquella espantosa irrupción de un mundo desconocido; gruñía y embestía; el aire se llenó de sudor, de ruido, de sangre y de terror. Roger corría alrededor de aquel montón, y en cuanto asomaba la piel de la cerda clavaba en ella su lanza. Jack, encima del animal, lo apuñalaba con el cuchillo. Roger halló un punto de apoyo para su lanza y la fue hundiendo hasta que todo su cuerpo pesaba sobre ella. La punta del arma se hundía lentamente y los gruñidos aterrorizados se convirtieron en un alarido ensordecedor. En ese momento, Jack encontró la garganta del animal y la sangre caliente saltó en borbotones sobre sus manos. El animal quedó inmóvil bajo los muchachos, que descansaron sobre su cuerpo, rendidos y complacidos. En el centro del claro, las mariposas seguían absortas en su danza.

Cedió, al fin, la tensión inmediata al acto de matar. Los muchachos se apartaron y Jack se levantó, con las manos extendidas.

- Mirad.

Jack sonreía y agitaba las manos, mientras los muchachos reían ante sus malolientes palmas. Jack sujetó a Maurice y le frotó las mejillas con aquella suciedad. Roger comenzaba a sacar su lanza cuando los muchachos lo advirtieron por primera vez. Robert sintetizó el descubrimiento en una frase que los demás acogieron con gran alborozo:

- ¡Por el mismísimo culo!
- ¿Has oído?
- ¿Habéis oído lo que ha dicho?
- ¡Por el mismísimo culo!

Esta vez fueron Robert y Maurice quienes se encargaron de representar los dos papeles, y la manera de imitar Maurice los esfuerzos de la cerda por esquivar la lanza resultó tan graciosa que los muchachos prorrumpieron en carcajadas. Pero incluso aquello acabó por aburrirlos. Jack comenzó a limpiarse en una roca las manos ensangrentadas. Después se puso a trabajar en el animal: le rajó el vientre, arrancó las calientes bolsas de tripas brillantes y las amontonó sobre la roca, mientras los otros lo observaban. Hablaba sin abandonar lo que hacía.

- Vamos a llevar la carne a la playa. Yo voy a volver a la plataforma para invitarlos al festín. Eso nos dará tiempo.
- Jefe... - dijo Roger.
- ¿Qué...?
- ¿Cómo vamos a encender el fuego?

Jack, en cuclillas, se detuvo y frunció el ceño contemplando el animal.

- Los atacaremos por sorpresa y nos traeremos un poco de fuego. Para eso necesito a cuatro: Henry, tú, Bill y Maurice. Podemos pintarnos la cara. Nos acercaremos sin que se den cuenta, y luego, mientras yo les digo lo que quiero decirles, Roger les roba una rama. Los demás lleváis esto a donde estábamos antes. Allí haremos la hoguera. Y después...
Dejó de hablar y se levantó, mirando a las sombras bajo los árboles. El tono de su voz era más bajo cuando habló de nuevo.
- Pero una parte de la presa se la dejaremos aquí a...
Se arrodilló de nuevo y volvió a la tarea con su cuchillo. Los muchachos se apiñaron a su alrededor. Le habló a Roger por encima del hombro.
- Afila un palo por los dos lados.

Al poco rato se puso en pie, sosteniendo en las manos la cabeza chorreante del jabalí.

- ¿Dónde está ese palo?
- Aquí.
- Clava una punta en el suelo. Caray... si es todo piedra. Métela en esa grieta. Allí.
Jack levantó la cabeza del animal y clavó la blanda garganta en la punta afilada del palo, que surgió por la boca del jabalí. Se apartó un poco y contempló la cabeza, allí clavada, con un hilo de sangre que se deslizaba por el palo.

Instintivamente se apartaron también los muchachos; el silencio del bosque era casi total. Escucharon con atención, pero el único sonido perceptible era el zumbido de las moscas sobre el montón de tripas. Jack habló en un murmullo:

- Levantad el cerdo.

Maurice y Robert ensartaron la res en una lanza, levantaron aquel peso muerto y, ya listos, aguardaron En aquel silencio, de pie sobre la sangre seca, cobraron un aspecto furtivo.

Jack les habló en voz muy alta.

- Esta cabeza es para la fiera. Es un regalo.

El silencio aceptó la ofrenda y ellos se sintieron sobrecogidos de temor y respeto. Allí quedó la cabeza, con una mirada sombría, una leve sonrisa, oscureciéndose la sangre entre los dientes. De improviso, todos a la vez, salieron corriendo a través del bosque, hacia la playa abierta.


Simón, como una pequeña imagen bronceada, oculto por las hojas, permaneció donde estaba. Incluso al cerrar los ojos se le aparecía la cabeza del jabalí como una reimpresión en su retina. Aquellos ojos entreabiertos estaban ensombrecidos por el infinito escepticismo del mundo de los adultos. Le aseguraban a Simón que todas las cosas acababan mal.

- Ya lo sé.

Simón se dio cuenta de que había hablado en voz alta. Abrió los ojos rápidamente a la extraña luz del día y volvió a ver la cabeza con su mueca de regocijo, ignorante de las moscas, del montón de tripas, e incluso de su propia situación indigna, clavada en un palo.
Se mojó los labios secos y miró hacia otro lado. Un regalo, una ofrenda para la fiera. ¿No vendría la fiera a recogerla? La cabeza, pensó él, parecía estar de acuerdo. Sal corriendo, le dijo la cabeza en silencio, vuelve con los demás. Todo fue una broma... ¿por qué te vas a preocupar? Te equivocaste; no es más que eso. Un ligero dolor de cabeza, quizá te sentó mal algo que comiste. Vuélvete, hijo, decía en silencio la cabeza.

Simón alzó los ojos, sintiendo el peso de su melena empapada, y contempló el cielo. Por una vez estaba cubierto de nubes, enormes torreones de tonos grises, marfileños y cobrizos que parecían brotar de la propia isla. Pesaban sobre la tierra, destilando, minuto tras minuto, aquel opresivo y angustioso calor. Hasta las mariposas abandonaron el espacio abierto donde se hallaba esa cosa sucia que esbozaba una mueca y goteaba.

Simón bajó la cabeza, con los ojos muy cerrados y cubiertos, luego, con una mano. No había sombra bajo los árboles; sólo una quietud de nácar que lo cubría todo y transformaba las cosas reales en ilusorias e indefinidas. El montón de tripas era un borbollón de moscas que zumbaban como una sierra. Al cabo de un rato, las moscas encontraron a Simón. Atiborradas, se posaron junto a los arroyuelos de sudor de su rostro y bebieron. Le hacían cosquillas en la nariz y jugaban a dar saltos sobre sus muslos. Eran de color negro y verde iridiscente, e infinitas. Frente a Simón, el Señor de las Moscas pendía de la estaca y sonreía en una mueca. Por fin se dio Simón por vencido y abrió los ojos; vio los blancos dientes y los ojos sombríos, la sangre... y su mirada quedó cautiva del antiguo e inevitable encuentro. El pulso de la sien derecha de Simón empezó a latirle.


Ralph y Piggy, tumbados en la arena, contemplaban el fuego y arrojaban perezosamente piedrecillas al centro de la hoguera, limpia de humo.

- Esa rama se ha consumido.
- ¿Dónde están Samyeric?
- Debíamos traer más leña. No nos quedan ramas verdes.

Ralph suspiró y se levantó. No había sombras bajo las palmeras de la plataforma; tan sólo aquella extraña luz que parecía llegar de todas partes a la vez. En lo alto, entre las macizas nubes, los truenos se disparaban como cañonazos.

- Va a llover a cántaros.
- ¿Qué vamos a hacer con la hoguera?

Ralph salió brincando hacia el bosque y regresó con una gran brazada de follaje, que arrojó al fuego. La rama crujió, las hojas se rizaron y el humo amarillento se extendió.

Piggy trazó un garabato en la arena con los dedos.

- Lo que pasa es que no tenemos bastante gente para mantener un fuego. A Samyeric hay que darles el mismo turno. Siempre lo hacen todo juntos...
- ¡Claro!
- Sí, pero eso no es justo. ¿Es que no lo entiendes? Debían hacer dos turnos distintos.

Ralph reflexionó y lo entendió. Le molestaba comprobar que apenas reflexionaba como las personas mayores, y suspiró de nuevo. La isla cada vez estaba peor.

Piggy miró al fuego.

- Pronto vamos a necesitar otra rama verde.

Ralph rodó al otro costado.

- Piggy, ¿qué vamos a hacer?
- Pues arreglárnoslas sin ellos.
- Pero... la hoguera.

Ceñudo, contempló el negro y blanco desorden en que yacían las puntas no calcinadas de las ramas. Intentó ser más preciso:

- Estoy asustado.

Vio que Piggy alzaba los ojos y continuó como pudo.

- Pero no de la fiera..., bueno también tengo miedo de eso. Pero es que nadie se da cuenta de lo del fuego. Si alguien te arroja una cuerda cuando te estás ahogando..., si un médico te dice que te tomes esto porque si no te mueres..., lo harías, ¿verdad?
- Pues claro que sí.
- ¿Es que no lo entienden? ¿No se dan cuenta que sin una señal de humo nos moriremos aquí? ¡Mira eso!

Una ola de aire caliente tembló sobre la ceniza, pero sin despedir la más ligera huella de humo.

- No podemos mantener viva ni una sola hoguera. Y a ellos ni les importa. Y lo peor es que... - clavó los ojos en el rostro sudoroso de Piggy - lo peor es que a mí tampoco me importa a veces. Suponte que yo me vuelva como los otros, que no me importe. ¿Qué sería de nosotros?

Piggy, profundamente afligido, se quitó las gafas.

- No sé, Ralph, Hay que seguir, como sea. Eso es lo que harían los mayores

Una vez emprendida la tarea de desahogarse, Ralph la llevó hasta su fin.

- Piggy, ¿qué es lo que pasa?

Piggy lo miró con asombro.

- ¿Quieres decir por lo de la...?
- No... quiero decir... que, ¿por qué se ha estropeado todo?

Piggy se limpió las gafas despacio y pensativo. Al darse cuenta hasta qué punto lo había aceptado Ralph, se sonrojó de orgullo.

- No sé, Ralph. Supongo que la culpa la tiene él.
- ¿Jack?
- Jack.

Alrededor de esa palabra se iba tejiendo un nuevo tabú. Ralph asintió con solemnidad.

- Sí - dijo -, supongo que es cierto.

Cerca de ellos, el bosque estalló en un alborozo. Surgieron unos seres demoníacos, con rostros blancos, rojos y verdes, que aullaban y gritaban. Los pequeños huyeron llorando. Ralph vio de reojo cómo Piggy echaba a correr. Dos de aquellos seres se abalanzaron hacia el fuego y Ralph se preparó para la defensa, pero tras apoderarse de unas cuantas ramas ardiendo escaparon a lo largo de la playa. Los otros tres se quedaron quietos, frente a Ralph; vio que el más alto de ellos, sin otra cosa sobre su cuerpo más que pintura y un cinturón, era Jack.

Ralph había recobrado el aliento y pudo hablar.

- Bueno, ¿qué quieres?

Jack no le hizo caso; alzó su lanza y empezó a gritar.

- Escuchadme todos. Yo y mis cazadores estamos viviendo en la playa, junto a la roca cuadrada. Cazamos, nos hinchamos a comer y nos divertimos. Si queréis uniros a mi tribu, venid a vernos. A lo mejor dejo que os quedéis. O a lo mejor no.

Se calló y miró en torno suyo. Tras la careta de pintura, se sentía libre de vergüenza o timidez y podía mirarlos a todos de uno en uno. Ralph estaba arrodillado junto a los restos de la hoguera como un corredor en posición de salida, con la cara medio tapada por el pelo y el hollín. Samyeric se asomaban como un solo ser tras una palmera al borde del bosque. Uno de los peques, con la cara encarnada y contraída, lloraba a gritos junto a la poza; sobre la plataforma, aferrada en sus manos la caracola, se hallaba Piggy.

- Esta noche vamos a darnos un festín. Hemos matado un jabalí y tenemos carne. Si queréis, podéis venir a comer con nosotros.

En lo alto, los cañones de las nubes volvieron a disparar. Jack y los dos anónimos salvajes que le acompañaban se sobresaltaron, alzaron los ojos y luego recobraron la calma. El peque seguía llorando a gritos. Jack esperaba algo. Apremió, en voz baja, a los otros:

- ¡Venga... ahora!

Los dos salvajes murmuraron. Jack les dijo con firmeza.

- ¡Venga!

Los dos salvajes se miraron, levantaron sus lanzas y dijeron a la vez:

- El jefe ha hablado.

Después, los tres dieron media vuelta y se alejaron a paso ligero. Ralph se levantó entonces, con la vista fija en el lugar por donde habían desaparecido los salvajes. Al llegar Samyeric balbucearon en un murmullo de temor:

- Creí que era...
-...y sentí...
-...miedo.

Piggy estaba en la plataforma, en un plano más alto, sosteniendo aún la caracola.

- Eran Jack, Maurice y Robert - dijo Ralph -. Se están divirtiendo de lo lindo, ¿verdad?
- Yo creí que me iba a dar un ataque de asma.
- Al diablo con tu asma.
- En cuanto vi a Jack pensé que se tiraba a la caracola. No sé por qué.

El grupo de muchachos miró a la blanca caracola con cariñoso respeto. Piggy la puso en manos de Ralph y los pequeños, al ver aquel símbolo familiar, empezaron a regresar.

- Aquí no.

Sintiendo la necesidad de algo más ceremonioso se dirigió hacia la plataforma. Ralph iba en primer lugar, meciendo la caracola; le seguía Piggy, con gran solemnidad; detrás, los mellizos, los pequeños y todos los demás.

- Sentaos todos. Nos han atacado para llevarse el fuego. Se están divirtiendo mucho. Pero la...

Ralph se sorprendió ante la cortina que nublaba su cerebro. Iba a decirles algo, cuando la cortinilla se cerró.

- Pero la...

Le observaban muy serios, sin sentir aún ninguna duda sobre su capacidad. Ralph se apartó de los ojos la molesta melena y miró a Piggy.

- Pero la... la... ¡la hoguera! ¡Pues claro, la hoguera!

Empezó a reírse; se contuvo y recobró la fluidez de palabra.

- La hoguera es lo más importante de todo. Sin ella no nos van a rescatar. A mí también me gustaría pintarme el cuerpo como los guerreros y ser un salvaje, pero tenemos que mantener esa hoguera encendida. Es la cosa más importante de la isla, porque, porque...

De nuevo tuvo que hacer una pausa; la duda y el asombro llenaron el silencio.

Piggy le murmuró rápidamente:

- El rescate.
- Ah, sí. Sin una hoguera no van a poder rescatarnos. Así que nos tenemos que quedar junto al fuego y hacer que eche humo.

Cuando dejó de hablar todos permanecieron en silencio. Después de tantos discursos brillantes escuchados en aquel mismo lugar, los comentarios de Ralph les parecieron torpes, incluso a los pequeños. Por fin, Bill tendió las manos hacia la caracola.

- Ahora que no podemos tener la hoguera allá arriba... porque es imposible tenerla allá arriba... vamos a necesitar más gente para que se ocupe de ella. ¿Por qué no vamos a ese festín y les decimos que lo del fuego es mucho trabajo para nosotros solos? Y, además, salir a cazar y todas esas cosas... ser salvajes, quiero decir... debe ser estupendo.

Samyeric cogieron la caracola.

- Bill tiene razón, debe ser estupendo... y nos han invitado...
-...a un festín...
-...con carne...
-...recién asada...
-...ya me gustaría un poco de carne...

Ralph levantó la mano.

- ¿Y quién dice que nosotros no podemos tener nuestra propia carne?

Los mellizos se miraron. Bill respondió:

- No queremos meternos en la jungla.

Ralph hizo una mueca.

- El sí se mete, ya lo sabéis.
- Es un cazador. Todos ellos son cazadores. Eso es otra cosa.

Nadie habló en seguida, hasta que Piggy, mirando a la arena, dijo entre dientes:

- Carne...

Los pequeños, sentados, pensaban seriamente en la carne y la sentían ya en sus bocas. Los cañonazos resonaron de nuevo sobre ellos y las copas de las palmeras repiquetearon bajo un repentino soplo de aire cálido.


- Eres un niño tonto - dijo el Señor de las Moscas -. No eres más que un niño tonto e ignorante.

Simón movió su lengua hinchada, pero nada dijo.

- ¿No estás de acuerdo? - dijo el Señor de las Moscas -. ¿No es verdad que eres un niño tonto?

Simón le respondió con la misma voz silenciosa.

- Bien - dijo el Señor de las Moscas -, entonces, ¿por qué no te vas a jugar con los demás? Creen que estás chiflado. Tu no quieres que Ralph piense eso de tí, ¿verdad? Quieres mucho a Ralph, ¿no es cierto? Y a Piggy y a Jack.

Simon tenía la cabeza ligeramente alzada. Sus ojos no podían apartarse: frente a él, en el espacio, pendía el Señor de las Moscas.

- ¿Qué haces aquí solo? ¿No te doy miedo?

Simón tembló.

- No hay nadie que te pueda ayudar. Solamente yo. Y yo soy la Fiera.

Los labios de Simón, con esfuerzo, lograron pronunciar palabras perceptibles.

- Cabeza de cerdo en un palo.
- ¡Qué ilusión pensar que la Fiera era algo que se podía cazar, matar! - dijo la cabeza. Durante unos momentos, el bosque y todos los demás lugares apenas discernibles resonaron con la parodia de una risa -. Tú lo sabías, ¿verdad? ¿Que soy parte de ti? ¡Caliente, caliente, caliente! ¿Que soy la causa de que todo salga mal? ¿De que las cosas sean como son?

La risa trepidó de nuevo.

- Vamos - dijo el Señor de las Moscas -, vuelve con los demás y olvidaremos lo ocurrido.

La cabeza de Simón oscilaba. Sus ojos entreabiertos parecían imitar a aquella cosa sucia clavada en una estaca. Sabía que iba a tener una de sus crisis. El Señor de las Moscas se iba hinchando como un globo.

- Esto es absurdo. Sabes muy bien que sólo me encontrarás allá abajo, así que, ¡no intentes escapar!

El cuerpo de Simón estaba rígido y arqueado. El Señor de las Moscas habló con la voz de un director de colegio.

- Esto pasa de la raya, jovencito. Estás equivocado, ¿o es que crees saber más que yo?

Hubo una pausa.

- Te lo advierto. Vas a lograr que me enfade. ¿No lo entiendes? Nadie te necesita. ¿Entiendes? Nos vamos a divertir en esta isla. ¿Entiendes? ¡Nos vamos a divertir en esta isla! Así que no lo intentes, jovencito, o si no...

Simón se encontró asomado a una enorme boca. Dentro de ella reinaba una oscuridad que se iba extendiendo poco a poco.

-...O si no - dijo el Señor de las Moscas -, acabaremos contigo. ¿Has entendido? Jack, y Roger, y Maurice, y Robert, y Bill, y Piggy, y Ralph. Acabaremos contigo, ¿has entendido?

Simón estaba en el interior de la boca. Cayó al suelo y perdió el conocimiento.


 
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