Una muerte se anuncia
Las nubes seguían acumulándose sobre la isla. Durante todo el día, una
corriente de aire caliente se fue elevando de la montaña y subió a más de tres
mil metros de altura; turbulentas masas de gases acumularon electricidad
estática hasta que el aire pareció a punto de estallar. Al llegar la tarde, el
sol se había ocultado y un resplandor broncíneo vino a reemplazar la clara luz
del día. Incluso el aire que llegaba del mar era asfixiante, sin ofrecer alivio
alguno. Los colores del agua se diluían, y los árboles y la rosada superficie de
las rocas, al igual que las nubes blancas y oscuras, emanaban tristeza. Todo se
paralizaba, salvo las moscas, que poco a poco ennegrecían a su Señor y daban a
la masa de intestinos el aspecto de un montón de brillantes carbones. Ignoraron
por completo a Simón, incluso al rompérsele una vena de la nariz y brotarle la
sangre; preferían el fuerte sabor del cerdo.
Al fluir la sangre, el ataque de Simón se convirtió en cansancio y sueño.
Quedó tumbado en la estera de lianas mientras la tarde avanzaba y el cañón
seguía tronando. Por fin despertó y vio, con ojos aún adormecidos, la oscura
tierra junto a su mejilla. Pero tampoco entonces se movió; permaneció echado,
con un lado del rostro pegado a la tierra, observando confusamente lo que tenía
enfrente. Después se dio vuelta, dobló las piernas y se asió a las lianas para
ponerse en pie. Al temblar estas, las moscas huyeron con un maligno zumbido,
pero en seguida volvieron a aferrarse a la masa de intestinos.
Simón se levantó. La luz parecía llegar de otro mundo. El Señor de las
Moscas pendía de su estaca como una pelota negra
Simón habló en voz alta, dirigiéndose al espacio en claro.
- ¿Qué otra cosa puedo hacer?
Nadie le contestó. Se apartó del claro y se arrastró entre las lianas
hasta llegar a la penumbra del bosque. Caminó penosamente entre los árboles,
con el rostro vacío de expresión, seca ya la sangre alrededor de la boca y la
barbilla. Pero a veces, cuando apartaba las lianas y elegía la orientación
según la pendiente del terreno, pronunciaba palabras que nunca alcanzaban el
aire.
A partir de un punto, los árboles estaban menos festoneados de lianas y
entre ellos podía verse la difusa luz ambarina que derramaba el cielo. Aquélla
era la espina dorsal de la isla, un terreno ligeramente más elevado, al pie de
la montaña, donde el bosque no presentaba ya la espesura de la jungla. Allí,
los vastos espacios abiertos se veían salpicados de sotos y enormes árboles; la
pendiente del terreno lo llevó hacia arriba al dirigirse hacia los espacios
libres. Siguió adelante, desfalleciendo a veces por el cansancio, pero sin
llegar nunca a detenerse. El habitual brillo de sus ojos había desaparecido;
caminaba con una especie de triste resolución, como si fuese un viejo.
Un golpe de viento le hizo tambalearse y vio que se hallaba fuera del
bosque, sobre rocas, bajo un cielo plomizo. Notó que sus piernas flaqueaban y
que el dolor de la lengua no cesaba. Cuando el viento alcanzó la cima de la
montaña vio algo insólito: una cosa azul aleteaba ante la pantalla de nubes
oscuras. Siguió esforzándose en avanzar y el viento sopló de nuevo, ahora con
mayor violencia, abofeteando las copas del bosque, que rugían y se inclinaban
para esquivar sus golpes. Simón vio que una cosa encorvada se incorporaba de
repente en la cima y lo miraba desde allí. Se tapó la cara y siguió a duras penas.
También las moscas habían encontrado aquella figura. Sus movimientos, que
parecían tener vida, las asustaban por un momento y se apiñaban alrededor de la
cabeza en una nube negra. Después, cuando la tela azul del paracaídas se
desinflaba, la corpulenta figura se inclinaba hacia adelante, con un suspiro, y
las moscas volvían una vez más a posarse.
Simón sintió el golpe de la roca en sus rodillas Se arrastró hacia
adelante y pronto comprendió. El enredo de cuerdas le mostró la mecánica de
aquella parodia; examinó los blancos huesos nasales, los dientes, los colores
de la descomposición. Vio cuan despiadadamente los tejidos de caucho y lona
sostenían ceñido aquel pobre cuerpo que debería estar ya pudriéndose. De nuevo
sopló el viento y la figura se alzó, se inclinó y le arrojó directamente a la
cara su aliento pestilente. Simón, arrodillado, apoyó las manos en el suelo y
vomitó hasta vaciar por completo su estómago. Después agarró los tirantes, los soltó
de las rocas y libró a la figura de los ultrajes del viento. Por fin, apartó la
vista para contemplar la playa bajo él. La hoguera de la plataforma parecía
estar apagada, o al menos sin humo. En una zona más lejana de la playa, detrás
del riachuelo y cerca de una gran losa de roca, podía verse un fino hilo de
humo que trepaba hacia el cielo. Simón, sin acordarse ya de las moscas, colocó
ambas manos a modo de visera y contempló el humo. Aun a aquella distancia pudo
comprobar que la mayoría de los muchachos - quizá todos ellos - se encontraban
allí reunidos. De modo que habían cambiado el lugar del campamento para alejarse de la fiera. Al pensar en ello, Simón volvió los
ojos hacia aquella pobre cosa sentada junto a él, abatida y pestilente. El
monstruo era inofensivo y horrible, y esa noticia tenía que llegar a los demás
lo antes posible. Empezó el descenso, pero sus piernas no le respondían. Por
mucho que se esforzaba sólo lograba tambalearse.
- A bañarnos - dijo Ralph -, es lo mejor que podemos hacer.
Piggy observaba a través de su lente el cielo amenazador.
- Esas nubes me dan mala espina. ¿Te acuerdas cómo llovía, justo después
de aterrizar?
- Va a llover otra vez.
Ralph se lanzó a la poza. Una pareja de pequeños jugaba en la orilla,
buscando alivio en un agua más caliente que la propia sangre. Piggy se quitó
las gafas, se metió con gran precaución en el agua y se las volvió a poner.
Ralph salió a la superficie y le sopló agua a la cara.
- Cuidado con mis gafas - dijo Piggy -. Si se me moja el cristal tendré
que salirme para limpiarlas.
Ralph volvió a escupirle, pero falló. Se rió de Piggy, esperando verlo
retirarse en su dolido silencio, sumiso como siempre. Pero Piggy, por el
contrario, golpeó el agua con las manos.
- ¡Estate quieto! - gritó -. ¿Me oyes?
Con rabia, arrojó agua al rostro de Ralph.
- Bueno, bueno - dijo Ralph -; no pierdas los estribos.
Piggy se detuvo.
- Tengo un dolor aquí, en la cabeza... Ojalá viniera un poco de aire
fresco.
- Si lloviese...
- Si pudiésemos irnos a casa...
Piggy se reclinó contra la pendiente del lado arenoso de la poza. Su
estómago emergía del agua y se secó con el aire. Ralph lanzó un chorro de agua
al cielo. El movimiento del sol se adivinaba por una mancha de luz que se
distinguía entre las nubes. Se arrodilló en el agua y miró en torno suyo.
- ¿Dónde están todos?
Piggy se incorporó.
- A lo mejor están tumbados en el refugio.
- ¿Dónde está Samyeric?
- ¿Y Bill?
Piggy señaló a un lugar detrás de la plataforma.
- Se fueron por ahí. A la fiesta de Jack.
- Que se vayan - dijo Ralph inquieto -. Me trae sin cuidado.
- Y sólo por un poco de carne...
- Y por cazar - dijo Ralph juiciosamente -, y para jugar a que son una
tribu y pintarse como los guerreros.
Piggy removió la arena bajo el agua y no miró a Ralph.
- A lo mejor debíamos ir también nosotros.
Ralph le miró inmediatamente y Piggy se sonrojó.
- Quiero decir... para estar seguros que no pasa nada.
Ralph volvió a lanzar agua con la boca.
Mucho antes de que Ralph y Piggy llegasen al encuentro con la pandilla de
Jack, pudieron oír el alboroto de la fiesta. Las palmeras daban paso a una
franja ancha de césped entre el bosque y la orilla. A sólo un paso de la hierba
se hallaba la blanca arena llevada por el viento fuera del alcance de la marea:
una arena cálida, seca y hollada. A continuación se veía una roca que se
proyectaba hacia la laguna. Más allá, una pequeña extensión de arena, y luego,
el borde del agua. Una hoguera ardía sobre la roca y la grasa del cerdo que
estaban asando goteaba sobre las invisibles llamas. Todos los muchachos de la
isla, salvo Piggy, Ralph y Simón y los dos que cuidaban del cerdo se habían agrupado
en el césped. Reían y cantaban, tumbados en la hierba, en cuclillas o en pie, con
comida en las manos. Pero a juzgar por las caras grasientas, el festín de carne
había ya casi acabado; algunos bebían de unos cocos. Antes de comenzar el
banquete habían arrastrado un tronco enorme hasta el centro del césped y Jack,
pintado y enguirnaldado, se sentó en él como un ídolo. Había cerca de él
montones de carne sobre hojas verdes, y también fruta y cocos llenos de agua.
Llegaron Piggy y Ralph al borde de la verde plataforma. Al verlos, los
muchachos fueron enmudeciendo uno a uno hasta sólo oírse la voz del que estaba
junto a Jack.
Después, el silencio alcanzó incluso a aquel recinto y Jack se volvió sin
levantarse. Los contempló durante algún tiempo. Los chasquidos del fuego eran
el único ruido que se oía por encima del rumor del arrecife. Ralph volvió los
ojos a otro lado, y Sam, creyendo que se había vuelto hacia él con intención de
acusarlo, soltó con una risita nerviosa el hueso que roía. Ralph dio un paso
inseguro, señaló a una palmera y murmuró algo a Piggy que los demás no oyeron;
después ambos rieron como lo había hecho Sam. Apartando la arena con los pies,
Ralph empezó a caminar. Piggy intentaba silbar.
En aquel momento, los muchachos que atendían el asado se apresuraron a
coger un gran trozo de carne y corrieron con él hacia la hierba. Chocaron con
Piggy, quemándolo sin querer, y éste empezó a chillar y dar saltos. Al
instante, Ralph y el grupo entero de muchachos se unieron en un mismo
sentimiento de alivio, que estalló en carcajadas.
Piggy volvió a ser el centro de una burla pública, logrando que todos se
sintieran alegres como en otros tiempos.
Jack se levantó y agitó su lanza.
- Dadles algo de carne.
Los muchachos que sostenían el asador dieron a Ralph y a Piggy suculentos
trozos. Aceptaron, con ansia, el regalo. Se pararon a comer bajo un cielo de
plomo que tronaba y anunciaba la tormenta.
De nuevo agitó Jack su lanza.
- ¿Habéis comido todos bastante?
Aún quedaba comida, dorándose en los asadores de madera, apilada en las
verdes bandejas. Piggy, traicionado por su estómago, tiró un hueso roído a la
playa y se agachó para servirse otro trozo.
Jack habló de nuevo con impaciencia:
- ¿Habéis comido todos bastante?
Su voz indicaba una amenaza, nacida de su orgullo de propietario, y los
muchachos se apresuraron a comer mientras les quedaba tiempo. Al comprobar que
el festín tardaría en acabar, Jack se levantó de su trono de madera y caminó
tranquilamente hasta el borde de la hierba. Escondido tras su pintura, miró a
Ralph y a Piggy. Ambos se apartaron un poco, y Ralph observó la hoguera
mientras comía. Advirtió, aunque sin comprenderlo, que las llamas se hacían
ahora visibles contra la oscura luz. La tarde había llegado, no con tranquila
belleza, sino con la amenaza de violencia. Habló Jack:
- Traedme agua.
Henry le llevó un casco de coco y Jack bebió observando a Piggy y a Ralph
por encima del mellado borde. Su fuerza se concentraba en los bultos oscuros de
sus antebrazos; la autoridad se posaba sobre sus hombros y le cuchicheaba como
un mono al oído.
- Sentaos todos.
Los muchachos se colocaron en filas sobre la hierba frente a él, pero
Ralph y Piggy permanecieron apartados, en pie, en la suave arena, en un plano
algo más bajo. Jack los ignoró por el momento, volvió su careta hacia los
muchachos sentados y los señaló con la
lanza.
- ¿Quién se va a unir a mi tribu?
Ralph hizo un movimiento brusco que acabó en un tropezón. Algunos se
volvieron a mirarlo.
- Os he dado de comer - dijo Jack -, y mis cazadores os protegerán de la
fiera. ¿Quién quiere unirse a mi tribu?
- Yo soy el jefe - dijo Ralph - porque me elegisteis a mí. Habíamos quedado
en mantener viva una hoguera. Y ahora salís corriendo por un poco de comida...
- ¡Igual que tú! - gritó Jack -. ¡Mira ese hueso que tienes en la mano!
Ralph enrojeció.
- Dije que vosotros erais los cazadores. Ese era vuestro trabajo.
Jack lo ignoró de nuevo.
- ¿Quién quiere unirse a mi tribu y divertirse?
- Yo soy el jefe - dijo Ralph con voz temblorosa.
- ¿Y qué va a pasar con la hoguera? Además, yo tengo la caracola...
- No la has traído aquí - dijo Jack con sorna -. La has olvidado. ¿Te
enteras, listo? Además, en este extremo de la isla la caracola no cuenta...
De repente estalló el trueno. En vez de un estallido amortiguado fue esta
vez el ruido de la explosión en el punto de impacto.
- Aquí también cuenta la caracola - dijo Ralph -, y en toda la isla.
- A ver, demuéstramelo.
Ralph observó las filas de muchachos. No halló en ellos ayuda alguna, y
miró a otro lado, aturdido y sudando.
- La hoguera..., el rescate - murmuró Piggy.
- ¿Quién se une a mi tribu?
- Yo me uno.
- Yo.
- Yo me uno.
- Tocaré la caracola - dijo Ralph, sin aliento - y convocaré una
asamblea.
- No le vamos a hacer caso.
Piggy tocó a Ralph en la muñeca.
- Vámonos. Va a haber jaleo. Ya nos hemos llenado de carne.
Hubo un chispazo de luz brillante detrás del bosque y volvió a estallar
un trueno, asustando a uno de los pequeños, que empezó a lloriquear. Comenzaron
a caer gotas de lluvia, cada una con su sonido individual.
- Va a haber tormenta - dijo Ralph -, y vais a tener lluvia otra vez,
como cuando caímos aquí. Y ahora, ¿quién es el listo? ¿Dónde están vuestros
refugios? ¿Qué es lo que vais a hacer?
Los cazadores contemplaban intranquilos el cielo, retrocediendo ante el
golpe de las gotas. Una ola de inquietud sacudió a los muchachos, impulsándolos
a correr aturdidos de un lado a otro. Los chispazos de luz se hicieron más
brillantes y el estruendo de los truenos era ya casi insoportable. Los pequeños
corrían sin dirección y gritaban.
Jack saltó a la arena.
- ¡Nuestra danza! ¡Vamos! ¡A bailar!
Corrió como pudo por la espesa arena hasta el espacio pedregoso, detrás
de la hoguera. Entre cada dos destellos de los relámpagos el aire se volvía
oscuro y terrible; los muchachos, con gran alboroto, siguieron a Jack. Roger
hizo de jabalí, gruñendo y embistiendo a Jack, que trataba de esquivarle. Los
cazadores cogieron sus lanzas, los cocineros sus asadores de madera y el resto,
garrotes de leña. Desplegaron un movimiento circular y entonaron un cántico.
Mientras Roger imitaba el terror del jabalí, los pequeños corrían y saltaban en
el exterior del círculo. Piggy y Ralph, bajo la amenaza del cielo, sintieron
ansias de pertenecer a aquella comunidad desquiciada, pero hasta cierto punto
segura. Les agradaba poder tocar las bronceadas espaldas de la fila que cercaba
al terror y le domaba.
- ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!
El movimiento se hizo rítmico al perder el cántico su superficial
animación original y empezar a latir como un pulso firme. Roger abandonó su
papel para convertirse en cazador, dejando ocioso el centro del circo. Algunos
de los pequeños formaron su propio círculo, y los círculos complementarios
giraron una y otra vez, como si aquella repetición trajese la salvación
consigo. Era el aliento y el latido de un solo organismo.
El oscuro cielo se vio rasgado por una flecha azul y blanca. Un instante
después el estallido caía sobre ellos como el golpe de un látigo gigantesco.
El cántico se elevó en tono de agonía.
- ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!
Surgió entonces del terror un nuevo deseo, denso, urgente, ciego.
- ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!
De nuevo volvió a rasgar el cielo la mellada flecha azul y blanca, al
tiempo que una explosión sulfurosa azotaba la isla. Los pequeños chillaron y se
escabulleron por donde pudieron, huyendo del borde del bosque; uno de ellos, en
su terror, rompió el círculo de los mayores.
- ¡Es ella! ¡Es ella!
El círculo se abrió en herradura. Algo salía a gatas del bosque. Una
criatura oscura, incierta. Los chillidos estridentes que se alzaron ante la
fiera parecían la expresión de un dolor. La fiera penetró a tropezones en la
herradura.
- ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!
La flecha azul y blanca se repetía incesantemente; el ruido se hizo
insoportable. Simón gritaba algo acerca de un hombre muerto en una colina.
- ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre! ¡Acaba con
ella!
Cayeron los palos y de la gran boca formada por el nuevo círculo salieron
crujidos, y gritó. La fiera estaba de rodillas en el centro, sus brazos
doblados sobre la cara. Gritaba, en medio del espantoso ruido, acerca de un
cuerpo en la colina. La fiera avanzó con esfuerzo, rompió el círculo y cayó por
el empinado borde de la roca a la arena, junto al agua. Inmediatamente, salió
el grupo tras ella; los muchachos saltaron la roca, cayeron sobre la fiera,
gritaron, golpearon, mordieron, desgarraron. No se oyó palabra alguna y no hubo
otro movimiento que el rasgar de dientes y uñas. Se abrieron entonces las nubes
y el agua cayó como una cascada. Se precipitó desde la cima de la montaña;
destrozó hojas y ramas de los árboles; se vertió como una ducha fría sobre el
montón que luchaba en la arena. Al fin, el montón se deshizo y los muchachos se
alejaron tambaleándose.
Sólo la fiera yacía inmóvil a unos cuantos metros del mar. A pesar de la
lluvia, pudieron ver lo pequeña que era. Su sangre comenzaba ya a manchar la
arena.
Un fuerte viento sesgó la lluvia, haciendo que cayera en cascadas el agua
de los árboles del bosque. En la cima de la montaña, el paracaídas se infló y
agitó; se deslizó la figura; se incorporó; giró; bajó balanceándose por una
vasta extensión de aire húmedo y paseó con movimientos desgarbados sobre las
copas de los árboles. Bajando poco a poco, siguió en dirección a la playa, y
los muchachos huyeron gritando hacia la oscuridad.
El paracaídas impulsó a la figura hacia adelante, surcó con ella la
laguna y la arrojó, sobre
el arrecife, al mar.
A medianoche dejó de llover y las nubes se alejaron. El cielo se pobló
una vez más con los increíbles fanalillos de las estrellas. Después, también la
brisa se calmó y no hubo otro ruido que el del agua al gotear y chorrear por
las grietas y sobre las hojas hasta entrar en la parda tierra de la isla. El
aire era fresco, húmedo y transparente; al poco tiempo cesó incluso el sonido
del agua. El monstruo yacía acurrucado sobre la pálida playa; las manchas se
iban extendiendo muy lentamente.
El borde de la laguna se convirtió en una veta fosforescente que avanzaba
por instantes al elevarse la gran ola de la marea. El agua transparente
reflejaba la claridad del cielo y las constelaciones, resplandecientes y
angulosas. La línea fosforescente se curvaba sobre los guijarros y los granos
de arena; retenía a cada uno en un círculo de tensión, para de improviso
acogerlos con un murmullo imperceptible y proseguir su recorrido.
A lo largo de la playa, en las aguas someras, la progresiva claridad se
hallaba poblada de extrañas criaturas minúsculas con cuerpos bañados por la
luna y ojos chispeantes. Aquí y allá aparecía algún guijarro de mayor tamaño,
aferrado a su propio espacio y cubierto de una capa de perlas. La marea llenaba
los hoyos formados en la arena por la lluvia y lo pulía todo con un baño
argentado. Rozó la primera mancha de las que fluían del destrozado cuerpo y las
extrañas criaturas del mar formaron un reguero móvil de luz al concentrarse en
su borde. El agua avanzó aún más y puso brillo en la áspera melena de Simón. La
línea de su mejilla se iluminó de plata y la curva del hombro se hizo mármol esculpido.
Las extrañas criaturas del cortejo, con sus ojos chispeantes y rastros de
vapor, se animaron en torno a la cabeza. El cuerpo se alzó sobre la arena
apenas un centímetro y una burbuja de aire escapó de la boca con un chasquido
húmedo. Luego giró suavemente en el agua.
En algún lugar, sobre la oscurecida curva del mundo, el sol y la luna
tiraban de la membrana de agua del planeta terrestre, levemente hinchada en uno
de sus lados, sosteniéndola mientras la sólida bola giraba. Siguió avanzando la
gran ola de la marea a lo largo de la isla y el agua se elevó. Suavemente,
orlado de inquisitivas y brillantes criaturas, convertido en una forma de plata
bajo las inmóviles constelaciones, el cuerpo muerto de Simón se alejó mar
adentro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario