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jueves, 18 de abril de 2013

El Señor de las Moscas - Capítulo IX - William Golding

Viene de "El Señor de las Moscas - Capítulo VIII - William Golding"



Una muerte se anuncia


Las nubes seguían acumulándose sobre la isla. Durante todo el día, una corriente de aire caliente se fue elevando de la montaña y subió a más de tres mil metros de altura; turbulentas masas de gases acumularon electricidad estática hasta que el aire pareció a punto de estallar. Al llegar la tarde, el sol se había ocultado y un resplandor broncíneo vino a reemplazar la clara luz del día. Incluso el aire que llegaba del mar era asfixiante, sin ofrecer alivio alguno. Los colores del agua se diluían, y los árboles y la rosada superficie de las rocas, al igual que las nubes blancas y oscuras, emanaban tristeza. Todo se paralizaba, salvo las moscas, que poco a poco ennegrecían a su Señor y daban a la masa de intestinos el aspecto de un montón de brillantes carbones. Ignoraron por completo a Simón, incluso al rompérsele una vena de la nariz y brotarle la sangre; preferían el fuerte sabor del cerdo.

Al fluir la sangre, el ataque de Simón se convirtió en cansancio y sueño. Quedó tumbado en la estera de lianas mientras la tarde avanzaba y el cañón seguía tronando. Por fin despertó y vio, con ojos aún adormecidos, la oscura tierra junto a su mejilla. Pero tampoco entonces se movió; permaneció echado, con un lado del rostro pegado a la tierra, observando confusamente lo que tenía enfrente. Después se dio vuelta, dobló las piernas y se asió a las lianas para ponerse en pie. Al temblar estas, las moscas huyeron con un maligno zumbido, pero en seguida volvieron a aferrarse a la masa de intestinos.
Simón se levantó. La luz parecía llegar de otro mundo. El Señor de las Moscas pendía de su estaca como una pelota negra

Simón habló en voz alta, dirigiéndose al espacio en claro.

- ¿Qué otra cosa puedo hacer?

Nadie le contestó. Se apartó del claro y se arrastró entre las lianas hasta llegar a la penumbra del bosque. Caminó penosamente entre los árboles, con el rostro vacío de expresión, seca ya la sangre alrededor de la boca y la barbilla. Pero a veces, cuando apartaba las lianas y elegía la orientación según la pendiente del terreno, pronunciaba palabras que nunca alcanzaban el aire.

A partir de un punto, los árboles estaban menos festoneados de lianas y entre ellos podía verse la difusa luz ambarina que derramaba el cielo. Aquélla era la espina dorsal de la isla, un terreno ligeramente más elevado, al pie de la montaña, donde el bosque no presentaba ya la espesura de la jungla. Allí, los vastos espacios abiertos se veían salpicados de sotos y enormes árboles; la pendiente del terreno lo llevó hacia arriba al dirigirse hacia los espacios libres. Siguió adelante, desfalleciendo a veces por el cansancio, pero sin llegar nunca a detenerse. El habitual brillo de sus ojos había desaparecido; caminaba con una especie de triste resolución, como si fuese un viejo.

Un golpe de viento le hizo tambalearse y vio que se hallaba fuera del bosque, sobre rocas, bajo un cielo plomizo. Notó que sus piernas flaqueaban y que el dolor de la lengua no cesaba. Cuando el viento alcanzó la cima de la montaña vio algo insólito: una cosa azul aleteaba ante la pantalla de nubes oscuras. Siguió esforzándose en avanzar y el viento sopló de nuevo, ahora con mayor violencia, abofeteando las copas del bosque, que rugían y se inclinaban para esquivar sus golpes. Simón vio que una cosa encorvada se incorporaba de repente en la cima y lo miraba desde allí. Se tapó la cara y siguió a duras penas.

También las moscas habían encontrado aquella figura. Sus movimientos, que parecían tener vida, las asustaban por un momento y se apiñaban alrededor de la cabeza en una nube negra. Después, cuando la tela azul del paracaídas se desinflaba, la corpulenta figura se inclinaba hacia adelante, con un suspiro, y las moscas volvían una vez más a posarse.
Simón sintió el golpe de la roca en sus rodillas Se arrastró hacia adelante y pronto comprendió. El enredo de cuerdas le mostró la mecánica de aquella parodia; examinó los blancos huesos nasales, los dientes, los colores de la descomposición. Vio cuan despiadadamente los tejidos de caucho y lona sostenían ceñido aquel pobre cuerpo que debería estar ya pudriéndose. De nuevo sopló el viento y la figura se alzó, se inclinó y le arrojó directamente a la cara su aliento pestilente. Simón, arrodillado, apoyó las manos en el suelo y vomitó hasta vaciar por completo su estómago. Después agarró los tirantes, los soltó de las rocas y libró a la figura de los ultrajes del viento. Por fin, apartó la vista para contemplar la playa bajo él. La hoguera de la plataforma parecía estar apagada, o al menos sin humo. En una zona más lejana de la playa, detrás del riachuelo y cerca de una gran losa de roca, podía verse un fino hilo de humo que trepaba hacia el cielo. Simón, sin acordarse ya de las moscas, colocó ambas manos a modo de visera y contempló el humo. Aun a aquella distancia pudo comprobar que la mayoría de los muchachos - quizá todos ellos - se encontraban allí reunidos. De modo que habían cambiado el lugar del campamento para alejarse de la fiera. Al pensar en ello, Simón volvió los ojos hacia aquella pobre cosa sentada junto a él, abatida y pestilente. El monstruo era inofensivo y horrible, y esa noticia tenía que llegar a los demás lo antes posible. Empezó el descenso, pero sus piernas no le respondían. Por mucho que se esforzaba sólo lograba tambalearse.
 
- A bañarnos - dijo Ralph -, es lo mejor que podemos hacer.

Piggy observaba a través de su lente el cielo amenazador.

- Esas nubes me dan mala espina. ¿Te acuerdas cómo llovía, justo después de aterrizar?
- Va a llover otra vez.

Ralph se lanzó a la poza. Una pareja de pequeños jugaba en la orilla, buscando alivio en un agua más caliente que la propia sangre. Piggy se quitó las gafas, se metió con gran precaución en el agua y se las volvió a poner. Ralph salió a la superficie y le sopló agua a la cara.

- Cuidado con mis gafas - dijo Piggy -. Si se me moja el cristal tendré que salirme para limpiarlas.

Ralph volvió a escupirle, pero falló. Se rió de Piggy, esperando verlo retirarse en su dolido silencio, sumiso como siempre. Pero Piggy, por el contrario, golpeó el agua con las manos.

- ¡Estate quieto! - gritó -. ¿Me oyes?

Con rabia, arrojó agua al rostro de Ralph.

- Bueno, bueno - dijo Ralph -; no pierdas los estribos.

Piggy se detuvo.

- Tengo un dolor aquí, en la cabeza... Ojalá viniera un poco de aire fresco.
- Si lloviese...
- Si pudiésemos irnos a casa...

Piggy se reclinó contra la pendiente del lado arenoso de la poza. Su estómago emergía del agua y se secó con el aire. Ralph lanzó un chorro de agua al cielo. El movimiento del sol se adivinaba por una mancha de luz que se distinguía entre las nubes. Se arrodilló en el agua y miró en torno suyo.

- ¿Dónde están todos? 

 Piggy se incorporó.

- A lo mejor están tumbados en el refugio.
- ¿Dónde está Samyeric?
- ¿Y Bill?

Piggy señaló a un lugar detrás de la plataforma.

- Se fueron por ahí. A la fiesta de Jack.
- Que se vayan - dijo Ralph inquieto -. Me trae sin cuidado.
- Y sólo por un poco de carne...
- Y por cazar - dijo Ralph juiciosamente -, y para jugar a que son una tribu y pintarse como los guerreros.

Piggy removió la arena bajo el agua y no miró a Ralph.

- A lo mejor debíamos ir también nosotros.

Ralph le miró inmediatamente y Piggy se sonrojó.

- Quiero decir... para estar seguros que no pasa nada.

Ralph volvió a lanzar agua con la boca.


Mucho antes de que Ralph y Piggy llegasen al encuentro con la pandilla de Jack, pudieron oír el alboroto de la fiesta. Las palmeras daban paso a una franja ancha de césped entre el bosque y la orilla. A sólo un paso de la hierba se hallaba la blanca arena llevada por el viento fuera del alcance de la marea: una arena cálida, seca y hollada. A continuación se veía una roca que se proyectaba hacia la laguna. Más allá, una pequeña extensión de arena, y luego, el borde del agua. Una hoguera ardía sobre la roca y la grasa del cerdo que estaban asando goteaba sobre las invisibles llamas. Todos los muchachos de la isla, salvo Piggy, Ralph y Simón y los dos que cuidaban del cerdo se habían agrupado en el césped. Reían y cantaban, tumbados en la hierba, en cuclillas o en pie, con comida en las manos. Pero a juzgar por las caras grasientas, el festín de carne había ya casi acabado; algunos bebían de unos cocos. Antes de comenzar el banquete habían arrastrado un tronco enorme hasta el centro del césped y Jack, pintado y enguirnaldado, se sentó en él como un ídolo. Había cerca de él montones de carne sobre hojas verdes, y también fruta y cocos llenos de agua.

Llegaron Piggy y Ralph al borde de la verde plataforma. Al verlos, los muchachos fueron enmudeciendo uno a uno hasta sólo oírse la voz del que estaba junto a Jack.
Después, el silencio alcanzó incluso a aquel recinto y Jack se volvió sin levantarse. Los contempló durante algún tiempo. Los chasquidos del fuego eran el único ruido que se oía por encima del rumor del arrecife. Ralph volvió los ojos a otro lado, y Sam, creyendo que se había vuelto hacia él con intención de acusarlo, soltó con una risita nerviosa el hueso que roía. Ralph dio un paso inseguro, señaló a una palmera y murmuró algo a Piggy que los demás no oyeron; después ambos rieron como lo había hecho Sam. Apartando la arena con los pies, Ralph empezó a caminar. Piggy intentaba silbar.

En aquel momento, los muchachos que atendían el asado se apresuraron a coger un gran trozo de carne y corrieron con él hacia la hierba. Chocaron con Piggy, quemándolo sin querer, y éste empezó a chillar y dar saltos. Al instante, Ralph y el grupo entero de muchachos se unieron en un mismo sentimiento de alivio, que estalló en carcajadas.
Piggy volvió a ser el centro de una burla pública, logrando que todos se sintieran alegres como en otros tiempos.

Jack se levantó y agitó su lanza.

- Dadles algo de carne.

Los muchachos que sostenían el asador dieron a Ralph y a Piggy suculentos trozos. Aceptaron, con ansia, el regalo. Se pararon a comer bajo un cielo de plomo que tronaba y anunciaba la tormenta.

De nuevo agitó Jack su lanza.

- ¿Habéis comido todos bastante?

Aún quedaba comida, dorándose en los asadores de madera, apilada en las verdes bandejas. Piggy, traicionado por su estómago, tiró un hueso roído a la playa y se agachó para servirse otro trozo.

Jack habló de nuevo con impaciencia:

- ¿Habéis comido todos bastante?

Su voz indicaba una amenaza, nacida de su orgullo de propietario, y los muchachos se apresuraron a comer mientras les quedaba tiempo. Al comprobar que el festín tardaría en acabar, Jack se levantó de su trono de madera y caminó tranquilamente hasta el borde de la hierba. Escondido tras su pintura, miró a Ralph y a Piggy. Ambos se apartaron un poco, y Ralph observó la hoguera mientras comía. Advirtió, aunque sin comprenderlo, que las llamas se hacían ahora visibles contra la oscura luz. La tarde había llegado, no con tranquila belleza, sino con la amenaza de violencia. Habló Jack:

- Traedme agua.

Henry le llevó un casco de coco y Jack bebió observando a Piggy y a Ralph por encima del mellado borde. Su fuerza se concentraba en los bultos oscuros de sus antebrazos; la autoridad se posaba sobre sus hombros y le cuchicheaba como un mono al oído.

- Sentaos todos.

Los muchachos se colocaron en filas sobre la hierba frente a él, pero Ralph y Piggy permanecieron apartados, en pie, en la suave arena, en un plano algo más bajo. Jack los ignoró por el momento, volvió su careta hacia los muchachos sentados y los señaló con la
lanza.

- ¿Quién se va a unir a mi tribu?

Ralph hizo un movimiento brusco que acabó en un tropezón. Algunos se volvieron a mirarlo.

- Os he dado de comer - dijo Jack -, y mis cazadores os protegerán de la fiera. ¿Quién quiere unirse a mi tribu?
- Yo soy el jefe - dijo Ralph - porque me elegisteis a mí. Habíamos quedado en mantener viva una hoguera. Y ahora salís corriendo por un poco de comida...
- ¡Igual que tú! - gritó Jack -. ¡Mira ese hueso que tienes en la mano!

Ralph enrojeció.

- Dije que vosotros erais los cazadores. Ese era vuestro trabajo.

Jack lo ignoró de nuevo.

- ¿Quién quiere unirse a mi tribu y divertirse?
- Yo soy el jefe - dijo Ralph con voz temblorosa.
- ¿Y qué va a pasar con la hoguera? Además, yo tengo la caracola...
- No la has traído aquí - dijo Jack con sorna -. La has olvidado. ¿Te enteras, listo? Además, en este extremo de la isla la caracola no cuenta...

De repente estalló el trueno. En vez de un estallido amortiguado fue esta vez el ruido de la explosión en el punto de impacto.

- Aquí también cuenta la caracola - dijo Ralph -, y en toda la isla.
- A ver, demuéstramelo.

Ralph observó las filas de muchachos. No halló en ellos ayuda alguna, y miró a otro lado, aturdido y sudando.

- La hoguera..., el rescate - murmuró Piggy.
- ¿Quién se une a mi tribu?
- Yo me uno.
- Yo.
- Yo me uno.
- Tocaré la caracola - dijo Ralph, sin aliento - y convocaré una asamblea.
- No le vamos a hacer caso.

Piggy tocó a Ralph en la muñeca.

- Vámonos. Va a haber jaleo. Ya nos hemos llenado de carne.

Hubo un chispazo de luz brillante detrás del bosque y volvió a estallar un trueno, asustando a uno de los pequeños, que empezó a lloriquear. Comenzaron a caer gotas de lluvia, cada una con su sonido individual.

- Va a haber tormenta - dijo Ralph -, y vais a tener lluvia otra vez, como cuando caímos aquí. Y ahora, ¿quién es el listo? ¿Dónde están vuestros refugios? ¿Qué es lo que vais a hacer?

Los cazadores contemplaban intranquilos el cielo, retrocediendo ante el golpe de las gotas. Una ola de inquietud sacudió a los muchachos, impulsándolos a correr aturdidos de un lado a otro. Los chispazos de luz se hicieron más brillantes y el estruendo de los truenos era ya casi insoportable. Los pequeños corrían sin dirección y gritaban.

Jack saltó a la arena.

- ¡Nuestra danza! ¡Vamos! ¡A bailar!

Corrió como pudo por la espesa arena hasta el espacio pedregoso, detrás de la hoguera. Entre cada dos destellos de los relámpagos el aire se volvía oscuro y terrible; los muchachos, con gran alboroto, siguieron a Jack. Roger hizo de jabalí, gruñendo y embistiendo a Jack, que trataba de esquivarle. Los cazadores cogieron sus lanzas, los cocineros sus asadores de madera y el resto, garrotes de leña. Desplegaron un movimiento circular y entonaron un cántico. Mientras Roger imitaba el terror del jabalí, los pequeños corrían y saltaban en el exterior del círculo. Piggy y Ralph, bajo la amenaza del cielo, sintieron ansias de pertenecer a aquella comunidad desquiciada, pero hasta cierto punto segura. Les agradaba poder tocar las bronceadas espaldas de la fila que cercaba al terror y le domaba. 

- ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!

El movimiento se hizo rítmico al perder el cántico su superficial animación original y empezar a latir como un pulso firme. Roger abandonó su papel para convertirse en cazador, dejando ocioso el centro del circo. Algunos de los pequeños formaron su propio círculo, y los círculos complementarios giraron una y otra vez, como si aquella repetición trajese la salvación consigo. Era el aliento y el latido de un solo organismo.

El oscuro cielo se vio rasgado por una flecha azul y blanca. Un instante después el estallido caía sobre ellos como el golpe de un látigo gigantesco.

El cántico se elevó en tono de agonía.

- ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!

Surgió entonces del terror un nuevo deseo, denso, urgente, ciego.

- ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!

De nuevo volvió a rasgar el cielo la mellada flecha azul y blanca, al tiempo que una explosión sulfurosa azotaba la isla. Los pequeños chillaron y se escabulleron por donde pudieron, huyendo del borde del bosque; uno de ellos, en su terror, rompió el círculo de los mayores.

- ¡Es ella! ¡Es ella!

El círculo se abrió en herradura. Algo salía a gatas del bosque. Una criatura oscura, incierta. Los chillidos estridentes que se alzaron ante la fiera parecían la expresión de un dolor. La fiera penetró a tropezones en la herradura.

- ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!

La flecha azul y blanca se repetía incesantemente; el ruido se hizo insoportable. Simón gritaba algo acerca de un hombre muerto en una colina.

- ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre! ¡Acaba con ella!

Cayeron los palos y de la gran boca formada por el nuevo círculo salieron crujidos, y gritó. La fiera estaba de rodillas en el centro, sus brazos doblados sobre la cara. Gritaba, en medio del espantoso ruido, acerca de un cuerpo en la colina. La fiera avanzó con esfuerzo, rompió el círculo y cayó por el empinado borde de la roca a la arena, junto al agua. Inmediatamente, salió el grupo tras ella; los muchachos saltaron la roca, cayeron sobre la fiera, gritaron, golpearon, mordieron, desgarraron. No se oyó palabra alguna y no hubo otro movimiento que el rasgar de dientes y uñas. Se abrieron entonces las nubes y el agua cayó como una cascada. Se precipitó desde la cima de la montaña; destrozó hojas y ramas de los árboles; se vertió como una ducha fría sobre el montón que luchaba en la arena. Al fin, el montón se deshizo y los muchachos se alejaron tambaleándose.

Sólo la fiera yacía inmóvil a unos cuantos metros del mar. A pesar de la lluvia, pudieron ver lo pequeña que era. Su sangre comenzaba ya a manchar la arena.

Un fuerte viento sesgó la lluvia, haciendo que cayera en cascadas el agua de los árboles del bosque. En la cima de la montaña, el paracaídas se infló y agitó; se deslizó la figura; se incorporó; giró; bajó balanceándose por una vasta extensión de aire húmedo y paseó con movimientos desgarbados sobre las copas de los árboles. Bajando poco a poco, siguió en dirección a la playa, y los muchachos huyeron gritando hacia la oscuridad.

El paracaídas impulsó a la figura hacia adelante, surcó con ella la laguna y la arrojó, sobre
el arrecife, al mar.


A medianoche dejó de llover y las nubes se alejaron. El cielo se pobló una vez más con los increíbles fanalillos de las estrellas. Después, también la brisa se calmó y no hubo otro ruido que el del agua al gotear y chorrear por las grietas y sobre las hojas hasta entrar en la parda tierra de la isla. El aire era fresco, húmedo y transparente; al poco tiempo cesó incluso el sonido del agua. El monstruo yacía acurrucado sobre la pálida playa; las manchas se iban extendiendo muy lentamente.

El borde de la laguna se convirtió en una veta fosforescente que avanzaba por instantes al elevarse la gran ola de la marea. El agua transparente reflejaba la claridad del cielo y las constelaciones, resplandecientes y angulosas. La línea fosforescente se curvaba sobre los guijarros y los granos de arena; retenía a cada uno en un círculo de tensión, para de improviso acogerlos con un murmullo imperceptible y proseguir su recorrido.

A lo largo de la playa, en las aguas someras, la progresiva claridad se hallaba poblada de extrañas criaturas minúsculas con cuerpos bañados por la luna y ojos chispeantes. Aquí y allá aparecía algún guijarro de mayor tamaño, aferrado a su propio espacio y cubierto de una capa de perlas. La marea llenaba los hoyos formados en la arena por la lluvia y lo pulía todo con un baño argentado. Rozó la primera mancha de las que fluían del destrozado cuerpo y las extrañas criaturas del mar formaron un reguero móvil de luz al concentrarse en su borde. El agua avanzó aún más y puso brillo en la áspera melena de Simón. La línea de su mejilla se iluminó de plata y la curva del hombro se hizo mármol esculpido. Las extrañas criaturas del cortejo, con sus ojos chispeantes y rastros de vapor, se animaron en torno a la cabeza. El cuerpo se alzó sobre la arena apenas un centímetro y una burbuja de aire escapó de la boca con un chasquido húmedo. Luego giró suavemente en el agua.

En algún lugar, sobre la oscurecida curva del mundo, el sol y la luna tiraban de la membrana de agua del planeta terrestre, levemente hinchada en uno de sus lados, sosteniéndola mientras la sólida bola giraba. Siguió avanzando la gran ola de la marea a lo largo de la isla y el agua se elevó. Suavemente, orlado de inquisitivas y brillantes criaturas, convertido en una forma de plata bajo las inmóviles constelaciones, el cuerpo muerto de Simón se alejó mar adentro.


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