El grito de los cazadores
Ralph se había detenido en un soto a examinar sus heridas. La parte
afectada cubría varios centímetros del lado derecho del tórax, y una herida
inflamada y ensangrentada señalaba el lugar donde la lanza lo había alcanzado.
Tenía la melena cubierta de suciedad y los mechones de pelo se enredaban como
los zarcillos de una trepadora. Se había producido arañazos y erosiones en todo
el cuerpo durante su huida por el bosque. Cuando por fin recobró el aliento
decidió que el cuidado de sus heridas habría de esperar. ¿Cómo iba a oír el
paso de unos pies descalzos si se encontraba chapuzándose en el agua? ¿Cómo iba
a estar a salvo junto al arroyuelo o en la playa abierta?
Escuchó atentamente. No se hallaba muy lejos del Peñón del Castillo. En
los primeros momentos de pánico creyó oír el ruido de la persecución, pero no
había sido más que una breve incursión de los cazadores por los bordes de la
zona boscosa, quizá en busca de las lanzas perdidas, porque al poco rato
corrieron de vuelta hacia la soleada roca como si los hubiese aterrado la
oscuridad detrás de los ojos, con ambas manos, el pelo. El cráneo y su propio
rostro se encontraban casi al mismo nivel; los dientes se mostraban en una sonrisa,
y las vacías cuencas parecían sujetar, como por magia, la mirada de Ralph. ¿Qué
era aquello?
El cráneo lo contemplaba como alguien que conoce todas las respuestas,
pero se niega a revelarlas. Se vio sobrecogido de pánico e ira febriles. Golpeó
con furia aquella cosa asquerosa que se balanceaba frente a él como un juguete
y volvía a su sitio siempre con la misma sonrisa, obligando a Ralph a asestarle
nuevos golpes y a gritarle sus insultos. Se detuvo para frotarse los nudillos
lastimados y contemplar la estaca vacía, mientras el cráneo, partido en dos, le
sonreía aún desde el suelo a dos metros. Arrancó la temblorosa estaca y a modo
de lanza lo interpuso entre él y los blancos trozos. Después se apartó poco a
poco, sin desviar la mirada de aquel cráneo que sonreía al cielo. Cuando el
verde resplandor del horizonte desapareció y llegó la noche, Ralph regresó al
soto frente al Peñón del Castillo. Al asomarse comprobó que la cima aún estaba ocupada
y que el vigilante, quienquiera que fuese, tenía su lanza preparada. Se
arrodilló entre las sombras, con una amarga sensación de soledad. Eran
salvajes, desde luego, pero eran personas como él. Y en aquellos momentos los
escondidos terrores de la profunda noche emprendían su camino.
Ralph gimió quedamente. A pesar de su agotamiento, el temor a la tribu no
le permitía cobijarse en el descanso ni el sueño. ¿No sería posible penetrar
osadamente en la fortaleza, decir «vengo en son de paz», sonreír y dormir en
compañía de los otros? ¿No podría actuar como si aún fueran niños, colegiales
que en otro tiempo decían cosas como «Señor, sí, señor» y llevaban gorras de
uniforme? La respuesta del sol mañanero quizá hubiera sido «sí», pero la
oscuridad y el terror de la muerte decían «no». Allí tumbado, en la oscuridad,
comprendió que era un desterrado.
- Y sólo por tener un poco de sentido común.
Se frotó una mejilla con el antebrazo y pudo percibir el áspero olor a
sal y sudor y el hedor de la suciedad. A su izquierda, las olas del océano
respiraban, se contraían y volvían a hervir sobre la roca.
Oyó ruidos que venían de detrás del Peñón del Castillo. Escuchó
atentamente, desviando su mente del movimiento del mar, y logró descifrar un
cántico familiar.
- ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!
La tribu danzaba. En alguna parte, tras aquella rocosa muralla, habría un
círculo oscuro, un fuego resplandeciente y carne. Estarían saboreando tanto el
alimento como el sosiego de su seguridad.
Un ruido más cercano lo espantó. Unos cuantos salvajes escalaban el Peñón
del Castillo hacia la cima y pudo oír algunas voces. Se acercó unos cuantos
metros a gatas y observó que la figura sobre la roca cambiaba de forma y se
agrandaba. Sólo dos muchachos en toda la isla hablaban y se movían de aquel
modo.
Ralph reclinó la cabeza sobre los brazos y aceptó aquel descubrimiento
como una nueva herida. Samyeric se habían unido a la tribu. Defendían el Peñón
del Castillo contra él. No había posibilidad alguna de rescatarlos y formar con
ellos una tribu de deportados, al otro extremo de la isla. Samyeric eran
salvajes como los demás; Piggy había muerto y la caracola estallado en mil
pedazos. Al cabo de un rato, el vigilante se retiró. Los dos que permanecieron
no parecían sino una oscura prolongación de la roca. Tras ellos apareció una
estrella que fue momentáneamente eclipsada por el movimiento de las siluetas.
Ralph siguió adelante a gatas, tanteando el escarpado terreno como un
ciego. Vastas extensiones de aguas apenas perceptibles se extendían a su
derecha y junto a su mano izquierda estaba el inquieto océano, tan temible como
la boca de un pozo. Una vez por minuto las aguas se alzaban en torno a la losa
de la muerte y caían como flores en una pradera de blancura. Ralph siguió a
rastras hasta que alcanzó el borde de la entrada. Justo encima de él se
hallaban los vigías y pudo ver la punta de una lanza asomando sobre la roca.
Muy suavemente llamó:
- Samyeric...
No hubo respuesta. Debía hablar más alto si quería hacerse oír, pero así
llamaría la atención de aquellos seres pintarrajeados y hostiles que festejaban
junto al fuego. Se armó de valor y empezó a escalar, buscando a tientas los
salientes de la roca. La estaca que había servido de soporte a una calavera lo
estorbaba, pero no quería deshacerse de su única arma. Estaba casi a la altura
de los mellizos cuando habló de nuevo.
- Samyeric...
Oyó una exclamación y un brusco movimiento en la roca. Los mellizos
estaban abrazados, balbuceando algo indescifrable.
- Soy yo, Ralph.
Atemorizado por si salían corriendo a dar la alarma, se alzó hasta asomar
la cabeza y los hombros sobre el borde de la cima. Bajo él, a gran distancia,
pudo ver la luminosa floración envolviendo la losa.
- Soy yo, no os asustéis.
Por fin se agacharon y vieron su cara.
- Creíamos que era...
-...no sabíamos lo que era...
-...creíamos...
Recordaron su nuevo y vergonzoso vasallaje. Eric permaneció callado, pero
Sam se esforzó por cumplir con su deber.
- Será mejor que te vayas, Ralph. Vete ya... - Sacudió su lanza,
esbozando un gesto enérgico - Lárgate, ¿me oyes?
Eric lo secundó con la cabeza y sacudió la lanza en el aire. Ralph se
apoyó sobre sus brazos, sin moverse.
- Os vine a ver a los dos - Hablaba con gran esfuerzo; sentía dolor en la
garganta, aunque no la tenía herida -. Os vine a ver a los dos...
Meras palabras no podían expresar el sordo dolor que sentía. Guardó
silencio, mientras las brillantes estrellas se derramaban y bailaban por todo
el cielo. Sam se movió intranquilo.
- En serio, Ralph, es mejor que te vayas.
Ralph volvió a alzar los ojos.
- Vosotros dos no os habéis pintarrajeado. ¿Cómo podéis...? Si fuese de
día...
Si fuese de día sentirían el escozor de la vergüenza por admitir aquellas
cosas. Pero la noche era oscura. Eric habló primero, pero en seguida los
mellizos reanudaron su habla antifonal.
- Tienes que irte porque aquí no estás seguro...
-...nos obligaron. Nos hicieron daño...
- ¿Quién? ¿Jack?
- Oh no...
Se inclinaron cerca de él y bajaron sus voces.
- Vete, Ralph...
-...es una tribu...
-...no podíamos hacer otra cosa...
Cuando de nuevo habló Ralph, lo hizo con voz más apagada; parecía
faltarle el aliento.
- ¿Pero qué he hecho yo? Me era simpático... y yo sólo quería que nos
viniesen a rescatar...
De nuevo se derramaron las estrellas por el cielo. Eric sacudió la cabeza
preocupado.
- Escucha, Ralph. No trates de hacer las cosas con sentido común. Eso ya
se acabó...
- Olvídate del Jefe...
-...tienes que irte por tu propio bien...
- El Jefe y Roger...
-...sí, Roger...
- Te odian, Ralph. Van a acabar contigo.
- Van a salir a cazarte mañana.
- Pero, ¿por qué?
- No sé. Y Jack, el Jefe, nos ha dicho que será peligroso...
-...y que tenemos que tener mucho cuidado y arrojar las lanzas como lo
haríamos contra un cerdo.
- Vamos a extendernos en una fila y cruzar toda la isla...
-...avanzaremos desde aquí...
-...hasta que te encontremos.
- Tenemos que dar una señal. Así.
Eric alzó la cabeza y dándose con la palma de la mano en la boca lanzó un
leve aullido. Después miró inquieto tras sí.
- Así...
-...sólo que más alto, claro.
- ¡Pero si yo no he hecho nada - murmuró Ralph, angustiado -, sólo quería
tener una hoguera para que nos rescatasen!
Guardó silencio unos instantes, pensando con temor en la mañana
siguiente. De repente se le ocurrió una pregunta de inmensa importancia.
- ¿Qué vais a...?
Al principio le resultó imposible expresarse con claridad, pero el miedo
y la soledad lo aguijaron.
- Cuando me encuentren, ¿qué van a hacer? - Los mellizos no contestaron.
Bajo él, la losa mortal floreció de nuevo - ¿Qué van a...? ¡Dios, que hambre
tengo...! - La enorme roca pareció oscilar bajo él. - Bueno... ¿qué...?
Los mellizos le contestaron con una evasiva.
- Será mejor que te vayas ahora, Ralph.
- Por tu propio bien.
- Aléjate de aquí lo más que puedas.
- ¿No queréis venir conmigo? Los tres juntos... tendríamos más
posibilidades.
Tras un momento de silencio, Sam dijo con voz ahogada:
- Tú no conoces a Roger. Es terrible.
-...y el Jefe... los dos son...
-...terribles...
-...pero Roger...
A los dos muchachos se les heló la sangre. Alguien subía hacia ellos.
- Viene a ver si estamos vigilando. Deprisa, Ralph.
Antes de comenzar el descenso, Ralph intentó sacar de aquella reunión un
posible provecho, aunque fuese el único.
- Me esconderé en aquellos matorrales de allá cerca - murmuró -, así que
haced que se alejen de allí. Nunca se les ocurriría buscar en un sitio tan
cerca...
Los pasos aún se oían a cierta distancia.
- Sam... no corro peligro, ¿verdad? - Los mellizos siguieron en silencio.
- ¡Toma! - dijo Sam de repente -, llévate esto...
Ralph sintió un trozo de carne junto a él y le echó la mano.
- ¿Pero qué vais a hacer cuando me capturéis? - Silencio de nuevo. Su
misma voz le pareció absurda. Fue deslizándose por la roca. - ¿Qué vais a
hacer...?
Desde lo alto de la enorme roca llegó la misteriosa respuesta.
- Roger ha afilado un palo por las dos puntas.
Roger ha afilado un palo por las dos puntas. Ralph intentó descifrar el
significado de aquella frase, pero no lo logró. En un arrebato de ira, lanzó
las palabras más soeces que conocía, pero pronto cedió paso su enfado al
cansancio que sentía. ¿Cuánto tiempo puede estar uno sin dormir? Sentía ansia
de una cama y unas sábanas, pero allí la única blancura era la de aquella
luminosa espuma derramada bajo él en torno a la losa, quince metros más abajo,
donde Piggy había caído. Piggy estaba en todas partes, incluso en el istmo,
como una terrible presencia de la oscuridad y la muerte. ¿Y si ahora saliese
Piggy de las aguas, con su cabeza abierta...? Ralph gimió y bostezó como uno de
los peques. La estaca que llevaba consigo le sirvió de muleta para sus agotadas
piernas.
Volvió a enderezarse. Oyó voces en la cima del Peñón del Castillo.
Samyeric discutían con alguien. Pero los helechos y la hierba estaban a sólo
unos pasos. Allí es donde ahora debía ocultarse, junto al matorral que mañana
le serviría de escondite. Este - rozó la hierba con sus manos - era un buen
lugar para pasar la noche; estaba cerca de la tribu, y si aparecían amenazas
sobrenaturales podría encontrar alivio junto a otras personas, aunque eso
significase...
¿Qué significaba eso en realidad? Un palo afilado por las dos puntas. ¿Y
qué? Ya en otras ocasiones habían arrojado sus lanzas fallando el tiro; todas
menos una. Quizá también errasen la próxima vez.
Se acurrucó bajo la alta hierba y, acordándose del trozo de carne que le
había dado Sam, empezó a comer con voracidad. Mientras comía, oyó de nuevo
voces: gritos de dolor de Samyeric, gritos de pánico y voces enfurecidas. ¿Qué
estaba ocurriendo? Alguien, además de él, se hallaba en apuros, pues al menos
uno de los mellizos estaba recibiendo una paliza. Al cabo, las voces se
desvanecieron y dejó de pensar en ellos. Tanteó con las manos y sintió las
frescas y frágiles hojas al borde del matorral. Esta sería su guarida durante
la noche. Y al amanecer se metería en el matorral, apretujado entre los
enroscados tallos, oculto en sus profundidades, adonde sólo otro tan experto
como él podría llegar, y allí le aguardaría Ralph con su estaca. Permanecería
sentado, viendo cómo pasaban de largo los cazadores y cómo se alejaban ululando
por toda la isla, mientras él quedaba a salvo.
Se adentró haciendo un túnel bajo los helechos; dejó la estaca junto a él
y se acurrucó en la oscuridad. Estaba pensando que debería despertarse con las
primeras luces del día, para engañar a los salvajes, cuando el sueño se apoderó
de él y lo precipitó en oscuras y profundas regiones.
Antes de despegar los párpados estaba ya despierto, escuchando un ruido
cercano. Al abrir un ojo, lo primero que vio fue la turba próxima a su rostro,
y en él hundió ambas manos mientras la luz del sol se filtraba a través de los
helechos. Apenas había advertido que las interminables pesadillas de la caída
en el vacío y la muerte habían ya pasado y la mañana se abría sobre la isla,
cuando volvió a oír aquel ruido. Era un ulular que procedía de la orilla del
mar, al cual contestaba la voz de un salvaje, y luego, la de otro. El grito pasó
sobre él y cruzó el extremo más estrecho de la isla, desde el mar a la laguna,
como el grito de un pájaro en vuelo. No se paró a pensar: cogió rápidamente su
afilado palo y se internó entre los helechos. Escasos segundos después se
deslizaba a rastras hacia el matorral, pero no sin antes ver de refilón las
piernas de un salvaje que se dirigía a él. Oyó el ruido de los helechos
sacudidos y abatidos y el de unas piernas entre la hierba alta. El salvaje,
quienquiera que fuese, ululó dos veces; el grito fue repetido en ambas
direcciones hasta morir en el aire. Ralph permaneció inmóvil, agachado y
confundido con la maleza, y durante unos minutos no volvió a oír nada.
Al fin examinó el material. Allí nadie podría atacarlo, y además la
suerte se había puesto de su parte. La gran roca que mató a Piggy había ido a
parar precisamente a aquel lugar, y, al botar en su centro, había hundido el
terreno, formando una pequeña zanja. Al esconderse en ella, Ralph se sintió
seguro y orgulloso de su astucia. Se instaló con prudencia entre las ramas
partidas para aguardar a que pasaran los cazadores. Al alzar los ojos observó
algo rojizo entre las hojas. Sería seguramente la cima del Peñón del Castillo,
ahora remoto e inofensivo. Se tranquilizó, satisfecho de sí mismo, preparándose
para oír el alboroto de la caza desvaneciéndose en la lejanía. Pero no oyó ruido
alguno y, bajo la verde sombra, su sensación de triunfo se disipaba con el paso
de los minutos. Por fin oyó una voz, la voz de Jack, en un murmullo.
- ¿Estás seguro?
El salvaje a quien iba dirigida la pregunta no respondió. Quizá hiciese
un gesto. Oyó después la voz de Roger.
- Mira que si nos estás tomando el pelo...
Inmediatamente oyó una queja y un grito de dolor. Ralph se agachó
instintivamente. Allí, al otro lado del matorral, estaba uno de los mellizos
con Jack y Roger.
- ¿Estás seguro que es ahí donde te dijo?
El mellizo gimió ligeramente y de nuevo gritó.
- ¿Te dijo que se escondería ahí?
- ¡Sí... sí... ay!
Un rocío de risas se esparció entre los árboles.
De modo que lo sabían.
Ralph aferró la estaca y se preparó para la lucha. Pero ¿qué podrían
hacer? Tardarían casi una semana en abrirse camino entre aquella espesura y si
alguno conseguía introducirse en ella a rastras se encontraría indefenso. Frotó
un dedo contra la punta de su lanza y sonrió sin alegría. Si alguien lo
intentaba se vería atravesado por su punta, gruñendo como un cerdo.
Se iban; volvían a la torre de rocas. Pudo oír el ruido de sus pisadas y
después a alguien que reía en voz baja. De nuevo, aquel grito estridente
parecido al de un pájaro volvía a recorrer toda la línea. De modo que
permanecían algunos para vigilarle; pero... Siguió un largo y angustioso
silencio. Ralph se dio cuenta de que a fuerza de mordisquear la lanza se había
llenado de corteza la boca. Se puso en pie y miró hacia el Peñón del Castillo.
En ese mismo instante oyó la voz de Jack desde la cima.
- ¡Empujad! ¡Empujad! ¡Empujad!
La rojiza roca que había visto en la cima del acantilado desapareció como
un telón, y pudo divisar unas cuantas figuras y el cielo azul. Segundos
después, retumbaba la tierra; un rugido sacudió el aire y una mano gigantesca
pareció abofetear las copas de los árboles. La roca, tronando y arrasando
cuanto encontraba, rebotó hacia la playa mientras caía sobre Ralph un chaparrón
de hojas y ramas tronchadas. Detrás del matorral se oían los vítores de la
tribu.
De nuevo, el silencio.
Ralph se llevó los dedos a la boca y los mordisqueó. Sólo quedaba otra
roca allá arriba que pudieran arrojar pero tenía el tamaño de media casa; eran
tan grande como un coche, como un tanque. Con angustiosa claridad se presentó
en la mente el curso que tomaría la roca: empezaría despacio, botaría de borde
en borde y rodaría sobre el istmo como una apisonadora descomunal.
- ¡Empujad! ¡Empujad! ¡Empujad!
Ralph soltó la lanza para volver a cogerla en seguida. Se echó el pelo
hacia atrás con irritación, dio dos pasos rápidos dentro del pequeño espacio
donde se hallaba y retrocedió. Se quedó observando las puntas quebradas de las
ramas. Todo seguía en silencio.
Notó el subir y bajar de su pecho y se sorprendió al comprobar la
violencia de su respiración; los latidos de su corazón se hicieron visibles. De
nuevo soltó la lanza.
- ¡Empujad! ¡Empujad! ¡Empujad!
Oyó vítores fuertes y prolongados. Algo retumbó sobre la rojiza roca;
después la tierra empezó a temblar incesantemente mientras aumentaba el ruido
hasta ser ensordecedor. Ralph fue lanzado al aire, arrojado y abatido contra
las ramas. A su derecha, tan sólo a unos cuantos metros de donde él cayó, los
árboles del matorral se doblaron y sus raíces chirriaron al desprenderse de la
tierra. Vio algo rojo que giraba lentamente, como una rueda de molino. Después,
aquella cosa rojiza pasó por delante con saltos enormes que fueron cediendo al
acercarse al mar.
Ralph se arrodilló sobre la revuelta tierra y aguardó a que todo
recobrase su normalidad. A los pocos minutos, los troncos blancos y partidos,
los palos rotos y el destrozado matorral volvieron a aparecer con precisión
ante sus ojos. Sentía agobio en el pecho, allí donde su propio pulso se había
hecho casi visible.
Silencio de nuevo.
Pero no del todo. Oyó murmullos afuera; inesperadamente, las ramas a su
derecha se agitaron violentamente en dos lugares. Apareció la punta afilada de
un palo. Ralph, invadido por el pánico, atravesó con su lanza el resquicio
abierto, impulsándola con todas sus fuerzas.
- ¡Ayyy!
Giró la lanza ligeramente y después volvió a atraerla hacia sí.
- ¡Uyyy!
Alguien se quejaba al otro lado, al mismo tiempo que se elevaba un aleteo
de voces. Se había entablado una violenta discusión mientras el salvaje herido
seguía lamentándose. Cuando por fin volvió a hacerse el silencio, se oyó una
sola voz y Ralph decidió que no era la de Jack.
- ¿Ves? ¿No te lo dije? Es peligroso.
El salvaje herido se quejó de nuevo. ¿Qué ocurriría ahora? ¿Qué iba a
suceder?
Ralph apretó sus manos sobre la mordida lanza. Alguien hablaba en voz
baja a unos cuantos metros de él, en dirección al Peñón del Castillo. Oyó a uno
de los salvajes decir «¡No!», con voz sorprendida, y a continuación percibió
risas sofocadas. Se sentó en cuclillas y mostró los dientes a la muralla de
ramas. Alzó la lanza, gruñó levemente y esperó. El invisible grupo volvió a
reír. Oyó un extraño crujido, al cual siguió un chispear más fuerte, como si
alguien desenvolviese enormes rollos de papel de celofán. Un palo se partió en
dos; Ralph ahogó la tos. Entre las ramas se filtraba humo en nubéculas blancas y
amarillas; el rectángulo de cielo azul tomó el color de una nube de tormenta,
hasta que por fin el humo creció en torno suyo.
Alguien reía excitado y una voz gritó:
- ¡Humo!
Ralph se abrió paso por el matorral hacia el bosque, manteniéndose fuera
del alcance del humo. No tardó en llegar a un claro bordeado por las hojas
verdes del matorral. Entre él y el bosque se interponía un pequeño salvaje, un
salvaje de rayas rojas y blancas, con una lanza en la mano. Tosía y se
embadurnaba de pintura alrededor de los ojos, con una mano, mientras intentaba
ver a través del humo, cada vez más espeso. Ralph se tiró a él como un felino,
lanzó un gruñido, clavó su lanza y el salvaje se retorció de dolor. Ralph oyó
un grito al otro lado de la maleza y salió corriendo bajo ella, impelido por el
miedo. Llegó a una trocha de cerdos, por la cual avanzó unos cien metros, hasta
que decidió cambiar de rumbo. Detrás de él el cántico de la tribu volvía de
nuevo a recorrer toda la isla, acompañado ahora por el triple grito de uno de
ellos. Supuso que se trataba de la señal para el avance y salió corriendo una
vez más hasta que sintió arder su pecho. Se escondió bajo un arbusto y aguardó
hasta recobrar el aliento. Se pasó la lengua por dientes y labios y oyó a lo
lejos el cántico de sus perseguidores.
Tenía varias soluciones ante él. Podía subirse a un árbol, pero eso era
arriesgarse demasiado. Si lo veían, no tenían más que esperar tranquilamente. ¡Si
tuviese un poco de tiempo para pensar!
Un nuevo grito, repetido y a la misma distancia, le reveló el plan de los
salvajes. Aquel de ellos que se encontrase atrapado en el bosque lanzaría doble
grito y detendría la línea hasta encontrarse libre de nuevo. De ese modo
podrían mantener unida la línea desde un costado de la isla hasta el otro.
Ralph pensó en el jabalí que había roto la línea de muchachos con tanta
facilidad. Si fuese necesario, cuando los cazadores se aproximasen demasiado,
podría lanzarse contra ella, romperla y volver corriendo. Pero ¿volver corriendo
a dónde? La línea volvería a formarse y a rodearlo de nuevo. Tarde o temprano tendría
que dormir o comer... y despertaría para sentir unas manos que lo arañaban y la
caza se convertiría en una carnicería.
¿Qué debía hacer, entonces? ¿Subirse a un árbol? ¿Romper la línea como el
jabalí? De cualquier forma, la elección era terrible.
Un grito aceleró su corazón, y poniéndose en pie de un salto, corrió
hacia el lado del océano y la espesura de la jungla hasta encontrarse rodeado
de trepadoras. Allí permaneció unos instantes, temblándole las piernas. ¡Si
pudiese estar tranquilo, tomarse un buen descanso, tener tiempo para pensar!
Y de nuevo, penetrantes y fatales, surgían aquellos gritos que barrían
toda la isla. Al oírlos, Ralph se acobardó como un potrillo y echó a correr una
vez más hasta casi desfallecer. Por fin, se tumbó sobre unos helechos. ¿Qué
escogería, el árbol o la embestida? Logró recobrar el aliento, se pasó una mano
por la boca y se aconsejó a sí mismo tener calma. En alguna parte de aquella
línea se encontraban Samyeric, detestando su tarea. O quizás no. Y además, ¿qué
ocurriría si en vez de encontrarse con ellos se veía cara a cara con el Jefe o
con Roger, que llevaban la muerte en sus manos? Ralph se echó hacia atras la
melena y se limpió el sudor de su mejilla sana. En voz alta, se dijo:
- Piensa.
¿Qué sería lo más sensato?
Ya no estaba Piggy para aconsejarlo. Ya no había asambleas solemnes donde
entablar debates, ni contaba con la dignidad de la caracola.
- Piensa.
Lo que ahora más temía era aquella cortinilla que le cerraba la mente y
le hacía perder el sentido del peligro hasta convertirlo en un bobo.
Una tercera solución podría ser esconderse tan bien que la línea le
pasara sin descubrirlo.
Alzó bruscamente la cabeza y escuchó. Había que prestar atención ahora a
un nuevo ruido: un ruido profundo y amenazador, como si el bosque mismo se
hubiera irritado con él, un ruido sombrío, junto al cual el ulular de antes se
veía sofocado por su intensidad. Sabía que no era la primera vez que lo oía,
pero no tenía tiempo para recordar.
Romper la línea.
Un árbol.
Esconderse y dejarlos pasar.
Un grito más cercano lo hizo ponerse en pie y echar de nuevo a correr con
todas sus fuerzas entre espinos y zarzas. Se halló de improviso en el claro, de
nuevo en el espacio abierto, y allí estaba la insondable sonrisa de la
calavera, que ahora no dirigía su sarcástica mueca hacia un trozo de cielo,
profundamente azul, sino hacia una nube de humo. Al instante Ralph corrió entre
los árboles, comprendiendo al fin el tronar del bosque. Usaban el humo para
hacerlo salir, prendiendo fuego a la isla.
Era mejor esconderse que subirse a un árbol, porque así tenía la
posibilidad de romper la línea y escapar si lo descubrían.
Así, pues, a esconderse.
Se preguntó si un jabalí estaría de acuerdo con su estrategia, y
gesticuló sin objeto. Buscaría el matorral más espeso, el agujero más oscuro de
la isla y allí se metería. Ahora, al correr, miraba en torno suyo. Los rayos de
sol caían sobre él como charcos de luz y el sudor formó surcos en la suciedad
de su cuerpo. Los gritos llegaban ahora desde lejos, más tenues.
Encontró por fin un lugar que le pareció adecuado, aunque era una
solución desesperada. Allí, los matorrales y las trepadoras, profundamente enlazadas,
formaban una estera que impedía por completo el paso de la luz del sol. Bajo
ella quedaba un espacio de quizá treinta centímetros de alto, aunque atravesado
todo él por tallos verticales. Si se arrastraba hasta el centro de aquello
estaría a unos cuatro metros del borde y oculto, a no ser que al salvaje se le
ocurriese tirarse al suelo allí para buscarlo; pero, aun así, estaría protegido
por la oscuridad, y, si sucedía lo peor y era descubierto, podría arrojarse
contra el otro, desbaratar la línea y regresar corriendo.
Con cuidado y arrastrando la lanza, Ralph penetró a gatas entre los
tallos erguidos. Cuando alcanzó el centro de la estera se echó a tierra y
escuchó.
El fuego se propagaba y el rugido que le había parecido tan lejano se
acercaba ahora. ¿No era verdad que el fuego corre más que un caballo a galope?
Podía ver el suelo, salpicado de manchas de sol, hasta una distancia de quizá
cuarenta metros, y mientras lo contemplaba, las manchas luminosas le
pestañeaban de una manera tan parecida al aleteo de la cortinilla en su mente
que por un momento pensó que el movimiento era imaginación suya. Pero las
manchas vibraron con mayor rapidez, perdieron fuerza y se desvanecieron hasta
permitirle ver la gran masa de humo que se interponía entre la isla y el sol.
Quizás fuesen Samyeric quienes mirasen bajo los matorrales y lograsen ver
un cuerpo humano. Seguramente fingirían no haber visto nada y no lo delatarían.
Pegó la mejilla contra la tierra de color chocolate, se pasó la lengua por los
labios secos y cerró los ojos. Bajo los arbustos, la tierra temblaba muy
ligeramente, o quizás fuese un nuevo sonido demasiado tenue para hacerse sentir
junto al tronar del fuego y los chillidos ululantes. Alguien lanzó un grito. Ralph alzó la mejilla
del suelo rápidamente y miró en la débil luz. Deben estar cerca ahora, pensó
mientras el corazón le empezaba a latir con fuerza. Esconderse, romper la
línea, subirse a un árbol; ¿cuál era la solución mejor? Lo malo era que sólo
podría elegir una de las tres.
El fuego se aproximaba; aquellas descargas procedían de grandes ramas,
incluso de troncos, que estallaban. ¡Esos estúpidos! ¡Esos estúpidos! El fuego
debía estar ya cerca de los frutales. ¿Qué comerían mañana?
Ralph se revolvió en su angosto lecho. ¡Si no arriesgaba nada! ¿Qué
podrían hacerle? ¿Golpearlo? ¿Y qué? ¿Matarlo? Un palo afilado por ambas
puntas.
Los gritos, tan cerca de pronto, lo hicieron levantarse. Pudo ver a un
salvaje pintado que se libraba rápidamente de una maraña verde y se aproximaba
hacia la estera. Era un salvaje con una lanza. Ralph hundió los dedos en la
tierra. Tenía que prepararse, por si acaso.
Ralph tomó la lanza, cuidó de dirigir la punta afilada hacia el frente, y
notó por primera vez que estaba afilada por ambos extremos.
El salvaje se detuvo a unos doce metros de él y lanzó su grito.
Quizás pueda oír los latidos de mi pecho, pensó. No grites. Prepárate. El
salvaje avanzó de modo que sólo se le veía de la cintura para abajo. Aquello
era la punta de la lanza. Ahora sólo le podía ver desde las rodillas. No
grites.
Una manada de cerdos salió gruñendo de los matorrales por detrás del
salvaje, y penetraron velozmente en el bosque. Los pájaros y los ratones
chillaban, y un pequeño animalillo entró a saltos bajo la estera y se escondió
atemorizado.
El salvaje se detuvo a cuatro metros, junto a los arbustos, y lanzó un
grito. Ralph se sentó agazapado, dispuesto. Tenía la lanza en sus manos, aquel
palo afilado por ambos extremos, que vibraba furioso, se alargaba, se achicaba,
se hacía ligero, pesado, ligero... Los alaridos abarcaban de orilla a orilla.
El salvaje se arrodilló junto al borde de los arbustos y tras él, en el bosque,
se veía el brillo de unas luces. Se podía ver una rodilla rozar en la turba.
Luego la otra. Sus dos manos. Una lanza. Una cara.
El salvaje escudriñó la oscuridad bajo los arbustos. Evidentemente, había
visto luz a un lado y otro, pero no en el medio. Allí, en el centro, había una
mancha de oscuridad, y el salvaje contraía el rostro e intentaba adivinar lo
que la oscuridad ocultaba.
Los segundos se alargaron. Ralph miraba directamente a los ojos del
salvaje.
No grites.
Te salvarás.
Ahora te ha visto. Se está cerciorando. Tiene un palo afilado.
Ralph lanzó un grito, un grito de terror, ira y desesperación. Se irguió
y sus gritos se hicieron insistentes y rabiosos. Se abalanzó, quebrantándolo
todo, hasta encontrarse en el espacio abierto, gritando, furioso y
ensangrentado. Giró el palo y el salvaje cayó al suelo; pero otros venían hacia
él, también gritando. Con un giro de costado esquivó una lanza que voló a él;
en silencio, echó a correr. De pronto, todas las lucecillas que habían brillado
ante él se fundieron, el rugido del bosque se elevó en un trueno y un arbusto, frente
a él, reventó en un abanico de llamas. Giró hacia la derecha, corrió con desesperada
velocidad, mientras el calor lo abofeteaba el costado izquierdo y el fuego avanzaba
como la marea. Oyó el ulular a sus espaldas, que fue quebrándose en una serie de
gritos breves y agudos: la señal de que lo habían visto. Una figura oscura
apareció a su derecha y luego quedó atrás. Todos corrían, todos gritaban como
locos. Los oía aplastar la maleza y sentía a su izquierda el ardiente y
luminoso tronar del fuego. Olvidó sus heridas, el hambre y la sed y todo ello
se convirtió en terror, un terror desesperado que volaba con pies alados a
través del bosque y hacia la playa abierta. Manchas de luz bailaban frente a
sus ojos y se transformaban en círculos rojos que crecían rápidamente hasta
desaparecer de su vista. Sus piernas, que le llevaban como autómatas, empezaban
a flaquear y el insistente ulular avanzaba como ola amenazadora, y ya casi se
encontraba sobre él.
Tropezó en una raíz y el grito que lo perseguía se alzó aún más. Vio uno
de los refugios saltar en llamas; el fuego aleteaba junto a su hombro, pero
frente a él brillaba el agua. Segundos después rodó sobre la arena cálida; se
arrodilló en ella con un brazo alzado; en un esfuerzo por alejar el peligro,
intentó llorar pidiendo clemencia.
Con esfuerzo se puso en pie, preparado para recibir nuevos terrores, y
alzó la vista hacia una gorra enorme con visera. Era una gorra blanca, que
llevaba sobre la verde visera una corona, un ancla y follaje de oro. Vio tela
blanca, charreteras, un revólver, una hilera de botones dorados que recorrían
el frente del uniforme.
Un oficial de marina se hallaba en pie sobre la arena mirando a Ralph con
recelo y asombro. En la playa, tras él, había un bote cuyos remos sostenían dos
marineros. En el interior del bote otro marinero sostenía una metralleta.
El cántico vaciló y por fin se apagó del todo.
El oficial miró a Ralph dudosamente por unos instantes. Luego retiró la
mano de la culata del revólver.
- Hola.
Acobardado y consciente de su descuidado aspecto, Ralph contestó tímidamente:
- Hola.
El oficial hizo un gesto con la cabeza, como si hubiese recibido una
respuesta.
- ¿Hay algún adulto..., hay gente mayor entre vosotros?
Ralph sacudió la cabeza en silencio y se volvió. Un semicírculo de niños
con cuerpos pintarrajeados de barro y palos en las manos se había detenido en
la playa sin hacer el menor ruido.
- Conque jugando, ¿eh? - dijo el oficial.
El fuego alcanzó las palmeras junto a la playa y las devoró
estrepitosamente. Una llama solitaria giró como un acróbata y roció las copas
de las palmeras de la plataforma. El cielo estaba ennegrecido. El oficial
sonrió alegremente a Ralph.
- Vimos vuestro fuego. ¿Qué habéis estado haciendo? ¿Librando una batalla
o algo por el estilo?
Ralph asintió con la cabeza.
El oficial contempló al pequeño espantapájaros que tenía delante, al
muchacho le hacía falta un buen baño, un corte de pelo, un pañuelo para la
nariz y pomada.
- No habrá muerto nadie, espero. No habrá cadáveres.
- Sólo dos. Pero han desaparecido.
El oficial se agachó y miró detenidamente a Ralph.
- ¿Dos? ¿Asesinados?
Ralph volvió a asentir. Tras él, la isla entera llameaba. El oficial
sabía distinguir por experiencia cuando alguien decía la verdad. Silbó
suavemente.
Otros niños iban apareciendo, algunos de ellos de muy corta edad, con la
dilatada barriga de pequeños salvajes. Uno de ellos se acercó al oficial y alzó
los ojos hacia él.
- Soy, soy...
Pero no supo continuar. Percival Wemys Madison se esforzó por recordar
aquella fórmula encantada que se había desvanecido por completo.
El oficial se volvió de nuevo a Ralph.
- Os llevaremos con nosotros. ¿Cuántos sois?
Ralph sacudió la cabeza. El oficial recorrió con la mirada el grupo de
muchachos pintados.
- ¿Quién de vosotros es el jefe?
- Yo - dijo Ralph con voz firme.
Un niño que vestía los restos de una gorra negra sobre su pelo rojo y de
cuya cintura pendían unas gafas rotas se adelantó unos pasos, pero cambió de
parecer y permaneció donde estaba.
- Vimos vuestro fuego. ¿Así que no sabéis cuántos sois?
- No, señor.
- Me parece - dijo el oficial, pensando en el trabajo que le esperaba
para contar a todos -. Me parece a mí que para ser ingleses..., sois todos
ingleses, ¿no es así?..., no ofrecéis un espectáculo demasiado brillante que
digamos.
- Lo hicimos bien al principio - dijo Ralph -, antes de que las cosas...
- Se detuvo - Estábamos todos juntos entonces... - El oficial asintió
amablemente.
- Ya sé. Como buenos ingleses. Como en la Isla de Coral.
Ralph le miró sin decir nada. Por un momento volvió a sentir el extraño
encanto de las playas. Pero ahora la isla estaba chamuscada como leños
apagados. Simón había muerto y Jack había... Las lágrimas corrieron de sus ojos
y los sollozos sacudieron su cuerpo. Por vez primera en la isla se abandonó a
ellos; eran espasmos violentos de pena que se apoderaban de todo su cuerpo. Su
voz se alzó bajo el negro humo, ante las ruinas de la isla, y los otros
muchachos, contagiados por los mismos sentimientos, comenzaron a sollozar
también. Y en medio de ellos, con el cuerpo sucio, el pelo enmarañado y la
nariz goteando, Ralph lloró por la pérdida de la inocencia, las tinieblas del
corazón del hombre y la caída al vacío de aquel verdadero y sabio amigo llamado
Piggy.
El oficial, rodeado de tal expresión de dolor, se conmovió algo incómodo.
Se dio la vuelta para darles tiempo de recobrarse y esperó, dirigiendo la
mirada hacia el espléndido crucero, a lo lejos.
gracias por el libro
ResponderEliminarDe nada, gracias por llegar hasta aquí
EliminarUn libro muy genial
ResponderEliminarMe alegra que te haya gustado
Eliminar:'( piggy
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