Es tan lindo que nos lean... claro, cuando somos adultos, olvidamos lo lindo que era que nos leyeran de niños pero es lindo, créanme. Ayer me - nos - leyeron un cuento en clases y me encantó volver a sentir esa sensación. Escuchar y ver a alguien poner su voz, su cuerpo, todo su ser, en la tarea de leernos un cuento...
Hoy es el día del lector. Les propongo para festejarlo leer el cuento que escuché al profesor leer ayer.
Se trata de "Perros de nadie" de Esteban Valentino del libro "El desafío" (2000), una antología de relatos
ganadores del Premio La Nación 1999. Esteban Valentino es un escritor contemporáneo argentino nacido en 1956. Más datos bibliográficos en Esteban Valentino.
Tanto el cuento como las ilustraciones los tomé de la revista imaginaria quienes han reproducido el contenido con autorización de los autores.
¡Feliz día del lector!
Perros de Nadie
El sol salía sobre la Villa. El lugar no tenía nombre y en general no les parecía mal a los que lo habitaban. Estaba bien el número. Le quitaba categoría de espacio habitable. La Villa era una cifra y a través de ella se distribuían como sombras los seres que la ocupaban. La Villa amanecía también, como el sol, muy temprano. Y amanecía con ruidos, con puertas de madera que se abrían, con motores de camionetas viejas que tosían entre las calles de tierra, con repartos para los almacenes del barrio.
Muchos
perros en la Villa. Perros de nadie, de esos que caminan sin otro
rumbo que su olfato hacia los cerros de basura que se amontonan
en algunas esquinas. Los perros acompañan a la gente, corren a
las bicicletas ladrando y hurgan con paciencia y poca suerte.
Buscan comida pero nunca sobra mucho. Encontrar algo tampoco garantiza
alimento para el día. Antes de poder masticar en paz, el perro
afortunado debe defender a punta de colmillo su bocado ante sus
compañeros de búsqueda. Sólo después de haber desgarrado un par
de pieles ajenas podrá caminar hacia alguna sombra amable y morder
a gusto, siempre sin quitar la vista del resto de la jauría. Dicen
por allí que el sol sale para todos y tal vez no está mal eso
que dicen por allí, pero nadie ignora que si es cierto que menos
los muertos todos amanecemos, esos perros de polvo amanecen menos.
Perros flacos los de la Villa, desconfiados, ignorantes en caricias,
perros feos. Perros.
La Villa sin nombre, la del número, tiene muchas casas de lata
y también tiene muchas casas de ladrillo, tiene calles angostas
con gente y bicicletas y calles más anchas con gente y algunos
autos. Las puertas dan a las calles angostas. Por esas puertas
salen la gente y las bicicletas, algunos perros, perros de alguien,
baldazos de agua con jabón. Por una de esas puertas sale Bardo
todos los días. Hace tiempo tenía nombre y apellido pero a la
Villa le gusta alejarse de esos temas de documentos y papeles
oficiales. Ahora Bardo es Bardo para todos, hasta para los que
lo bautizaron con aquellos nombres de papel. Un pibe. Séptimo
grado. Trece años. Bardo.
Por una de esas pueras salió Bardo esa mañana en que el sol se
asomaba sobre la villa del número. Bardo caminó hasta la salida
del barrio, hasta la avenida, y tomó el colectivo que lo dejaba
a dos cuadras de su escuela.
—Un escolar —pidió, y diez centavos más tarde tenía su viaje
en la mano.
Bajó donde siempre y caminó. Pero a la escuela la edificaron
dos cuadras para allá y Bardo dirigió su cuerpo lleno de guardapolvo
dos cuadras para acá. Es decir, Bardo salió de su casa como quien
va para clase y ahora parece que cambió de idea. Aunque tal vez
él ya tenía decidido caminar para acá y entonces lo que en realidad
hizo fue mantener la idea que tenía al salir. ¿Es importante el
detalle? Sí, porque sirve para describir a Bardo. Una cosa es
que sea un pibe que hoy dice esto y mañana hace aquello y además
tampoco es lo mismo que mienta en su casa a que resuelva cambiar
de dirección una vez en la calle. Los que lo conocen a Bardo dijeron
después, cuando ya había pasado todo, que va al frente y que seguro
ya tenía pensado ir para acá cuando salió por aquella puerta de
la que hablamos dos párrafos más arriba. Ahora, ¿dónde es acá?
O mejor dicho, ¿qué es acá?
Acá
es un lugar de reunión, una plaza bastante descuidada, con hamacas
rotas y toboganes de tablones podridos, que los chicos más chicos
del lugar olvidaron hace rato y que los grandes dejaron reservado
como cancha alternativa para picados de fin de semana. Pero ese
día es martes, así que no hay ni chicos más chicos ni grandes.
Hay algunos pibes de más o menos la edad de Bardo y hay Bardo,
que ya llegó.
—¿Alguien trajo fasos? —preguntó.
—Yo, tomá —dijo otro.
Los compañeros de Bardo también tienen nombres que no figuran
en el papel pero preferimos que se mantengan anónimos porque no
tienen mayor importancia para la historia y porque además estos
chicos prefieren que sus nombres no aparezcan publicados. Han
aprendido que la ignorancia de los demás es buena para ellos.
De modo que siempre que alguno deba actuar habrá que recurrir
a palabras como "Otro" (que ya usamos), "Uno más", "El más alto",
"El pelado". La reunión ya empezó y aunque todos son alumnos de
distintas escuelas de la zona y han resuelto juntarse en horas
—deberíamos decir— lectivas, la charla no tiene nada que ver con
el mundo académico. El lenguaje usado es complicado para los que
no somos miembros del grupo pero parece evidente que están planeando
algo alejado de las convenciones legales, tal vez un robo.
—Entonces la cosa es así —decía uno—. La casa va a estar vacía
hoy a la noche. Los tipos tienen una fiesta y se van a rajar temprano.
A las nueve podemos entrar sin problemas. Afanamos rápido lo que
encontramos y nos piramos.
—¿Dónde nos juntamos? —le preguntó otro.
—En la esquina de la pizzería. De allí nos vamos de a dos hasta
la casa y nos mandamos. Si hay quilombo nos vemos aquí.
El que habla podría pasar por el líder pero en realiad es apenas
el vocero. Quien planeó todo y que ahora no abre la boca porque
ya dijo lo que tenía que decir cuando averiguó que esa casa iba
a quedar sola por unas horas y armó el proyecto es Bardo. En el
momento en que su lugarteniente informa a los demás sobre lo que
se va a hacer esa noche, mira a su pequeño ejército y se queda
conforme. Ninguno arruga. Tipos de confiar. Pibes hechos. Pibes.
El plan ya fue explicado por ese que nombramos como "Uno". Pero
no estarán de más algunas aclaraciones. La idea del grupo es ubicar
aparatos electrónicos más o menos llevables como alguna videograbadora,
algún discman, pero sobre todo dinero. Tendrán una buena cantidad
de tiempo hasta la llegada de los dueños y entonces podrán buscar
sin problemas. Conocen los escondites más habituales. Los dueños
son parecidos en todos lados. La variante que fue definida como
"si hay quilombo" es poco clara pero ya demostró ser efectiva
en otras noches similares a la que se acerca. Básicamente consiste
en correr por donde se pueda, incluyendo los techos de las casa
vecinas, hasta perder de vista a los posibles perseguidores y
reencontarse en la plaza en la que todavía están ellos estudiando
los últimos detalles y nosotros porque no tenemos más remedio
que seguir sus pasos si queremos tener alguna posibilidad de conocer
cómo termina esta historia.
El tiempo pasó como todos los días. El regreso a casa desde un
presumible colegio, el almuerzo con el silencio de Bardo que a
nadie llamó la atención porque él es un chico más bien callado,
los planes de la madre para ir a visitar a su hijo mayor a la
cárcel, la tarde caminando por las calles angostas y por las calles
anchas de la Villa, un partidito en la cancha de tierra de las
vías. Nada distinto de lo habitual. Días parecidos en la Villa,
días de siempreafuera.
El encuentro en la pizzería fue apenas el necesario para saberse
juntos y saberse todos. Por ahora no había ni para una porción.
Después se vería. Después, si todo salía bien. Hicieron el recuento
de lo que se necesita para entrar a una casa que no fuera la propia
y no faltaba nada. Ya habían analizado la cerradura principal
y no ofrecía ninguna dificultad. En ese aspecto el Pelado era
un mago, resultado de su aprendizaje con un cerrajero de autos
amigo suyo. El
más alto, que era también el más grande y el que metía más miedo,
era el único armado. Un 22 corto. "Por si acaso", dijo Bardo.
Caminaron hasta la casa en grupos de a dos. Lógicamente, los primeros
en llegar fueron el Pelado y otro, que no es el mismo "otro" que
apareció ya en este relato. Se trata, pues de otro "otro". Luego,
cuando el Pelado realizó su trabajo con la eficacia que acostumbraba,
es decir, cuando la puerta ya no representaba ningún obstáculo,
aparecieron los demás, Bardo al final.
En este punto hay que hacer algunas pequeñas explicaciones. Todos
conocemos la fuerza del idioma, lo útil que es en todos los casos
y lo importante que puede llegar a ser en muchos. Incluso para
mentir es necesario usar palabras. De modo que no es de extrañar
que fuera precisamente una oración, una pregunta más exactamente,
lo que cambiaría radicalmente el final programado por los ahora
intrusos para esa noche. Cuando estuvieron todos adentro y se
disponían a iniciar el registro de la casa, de una de las habitaciones
interiores llegó una voz produciendo la pregunta que acabamos
de comentar.
—¿Llegaron, pa?
La parálisis que provocó en el grupo esa sucesión de sonidos
se puede comparar únicamente con la actividad que siguió casi
de inmediato cuando un chico de diez años se apareció por el pasillo.
El más alto se asustó. Tal vez demasiado preparado para usar el
arma que llevaba. Tal vez tener un 22 corto le pese mucho a un
chico de trece años, tal vez un chico de trece años que tiene
un 22 corto piensa que así las cosas entre él y el mundo están
más parejas. Tal vez no quiso, tal vez sí. Habría que hablar con
él pero como aquí nos concentramos en Bardo y no en el más alto
no lo sabremos nunca. Pero sí sabemos porque casi lo oímos aunque
en los libros los disparos no hagan ruido, que hubo un disparo,
un tiro en la noche, un tiro en la vida de un pibe alto de trece
años, un tiro en la vida de otro pibe no tan alto de unos diez
años. Un
tiro seco. Una basura de tiro. Un tiro. El de trece dejó caer
el 22 cuando vio que el de diez caía y cuatro de los otros cinco
se escaparon y uno de trece miraba a otro de trece parado, al
de diez tirado y el 22 en el piso.
El de trece que miraba así era Bardo. Los demás miembros de su
grupo habían concluido que lo que había pasado entraba perfectamente
en la clasificación de "quilombo" y por lo tanto corrían ya hacia
la plaza que quedaba dos cuadras para acá. Al fin, Bardo pudo
reaccionar. Levantó el 22 y se lo puso en la cintura. Lo empujó
al más alto hacia la puerta y lo mandó a la calle pensando que
siempre que hay un tiro hay un policía cerca, cerró la puerta
desde adentro y volvió para ver al chico de diez tirado que lo
miraba con los ojos abiertos, llenos de un miedo que Bardo no
había visto nunca pero que servían para demostrarle que el pibe
de diez estaba vivo y que la bala había apenas rozado la pierna.
—No te voy a matar, no te asustes —le dijo Bardo al pibe de diez—.
Podés pararte. Tenés apenas un raspón. Vení que te acompaño a
la cama.
El chico de diez se dejó guiar por el chico de trece que tenía
el 22 en la cintura y se dejó acostar.
—¿Ahora nos vas a robar? —preguntó el chico de diez.
—No, este afano ya fue. ¿Qué hacés vos acá? ¿No tendrías que
estar con tus viejos?
—Sí, pero me sentí un poco mal y preferí quedarme. Ya tengo diez
años. Puedo quedarme solo.
—Estuviste cerca de sentirte bastante peor. Bueno, me voy —fue
lo último que oyó de Bardo el chico de diez.
Hasta
aquí llegan los datos de los que tenemos certeza. Lo que nos falta
sólo podemos suponerlo, pero teniendo en cuenta que hasta este
punto hemos seguido la historia con razonable credibilidad es
pensable que ahora que nos acercamos al desenlace no cometeremos
errores groseros. Sabemos que un vecino vio entrar a los chicos
porque de casualidad estaba mirando para afuera y, si tenía alguna
duda, cuando oyó el tiro llamó a la policía. Cuando Bardo vio
los coches, los uniformes que corrían detrás de los autos, los
ruidos en los techos, supo que allí se terminaba la noche y que
tal vez su madre tendría una visita más que hacer y que malditas
las dos cuadras para acá, maldita la pizzería, maldito el 22 y
maldito el pibe de diez que eligió justo esa noche para sentirse
un poco mal. "¿En qué me equivoqué?", parece que pensó cuando
giró el picaporte con cuidado y se llevaba las manos a la nuca.
Texto
e ilustraciones extraídos, con autorización de los editores, de
la antología El desafío (Buenos Aires, Editorial Sudamericana,
2000. Colección Pan Flauta).
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