CAPÍTULO DIEZ
FRAGMENTO DEL DIARIO DEL DR. WATSON
Hasta este momento he podido utilizar los informes que envié a Sherlock
Holmes durante los primeros días de mi estancia en el páramo. Pero he llegado
ya a un punto en mi narración en el que me veo obligado a abandonar ese método
y recurrir una vez más a mis recuerdos, con la ayuda del diario que llevaba por
entonces. Algunos fragmentos de este último me permitirán enlazar con las
escenas que están indeleblemente grabadas en mi memoria. Continúo, por lo tanto,
en la mañana siguiente a nuestra infructuosa persecución de Selden y a nuestras
extrañas experiencias en el páramo.
16 de octubre.
Día brumoso y gris con algo de llovizna. La casa está cubierta de nubes
en movimiento que se abren de vez en cuando para mostrar las monótonas curvas
del páramo, con delgadas vetas plateadas en las faldas de las colinas y rocas
distantes que brillan cuando sus húmedas superficies reflejan la luz. Reina la
melancolía fuera y dentro. El baronet ha reaccionado mal ante las emociones de
la noche pasada. Yo mismo me noto un peso en el corazón y el sentimiento de la
inminencia de un peligro siempre al acecho, precisamente más terrible porque no
soy capaz de definirlo.
Y, ¿acaso no está justificado ese sentimiento? Piénsese en la larga
sucesión de incidentes que delatan las fuerzas siniestras que actúan a nuestro
alrededor. Primero, la muerte del anterior ocupante de la mansión, en la que se
cumplieron con toda exactitud las condiciones de la leyenda familiar, y, en
segundo lugar, las repetidas afirmaciones por parte de los campesinos de la
zona de que ha aparecido en el páramo una extraña criatura. En dos ocasiones he
escuchado ya un sonido que recuerda el aullido distante de un sabueso. No puede
tratarse de algo ajeno a las leyes ordinarias de la naturaleza. Un sabueso
espectral que deje huellas visibles y que llene el aire con sus aullidos es sin
duda impensable. Quizá Stapleton acepte esa superstición y a Mortimer tal vez
le suceda lo mismo; pero si yo tengo una cualidad es el sentido común y nada
logrará convencerme de una cosa así. Hacerlo sería rebajarse al nivel de esos
pobres campesinos que no se contentan con un simple perro asilvestrado, sino
que necesitan describirlo arrojando fuego del infierno por ojos y boca. Holmes nunca
prestaría atención a semejantes fantasías y yo soy su representante. Pero los
hechos son los hechos y ya he oído dos veces ese aullido en el páramo.
Supongamos que hubiera realmente un enorme sabueso en libertad; eso
contribuiría mucho a explicarlo todo. Pero, ¿dónde se escondería, dónde
conseguiría la comida, de dónde procedería, cómo sería posible que nadie lo
hubiera visto durante el día?
Hay que confesar que la teoría del perro de carne y hueso presenta casi
tantas dificultades como la otra. Y además, dejando de lado al sabueso, queda
la intervención del individuo del cabriolé en Londres y la carta en la que se
advertía a Sir Henry del peligro que corría. Eso por lo menos es real, pero
tanto podría ser obra de un amigo deseoso de protegerlo como de un enemigo.
¿Dónde está ahora ese amigo o enemigo? ¿Se ha quedado en Londres o nos ha
seguido hasta el páramo? ¿Podría ser..., podría ser el desconocido que vi sobre
el risco?
Es verdad que sólo lo contemplé unos instantes, pero hay algunas cosas
de las que estoy completamente seguro. Como conozco ya a todos nuestros vecinos
puedo afirmar que no es ninguno de ellos. El individuo que estaba sobre el
risco era más alto que Stapleton y más delgado que Frankland. Cabría que se
tratara de Barrymore, pero lo dejamos en la mansión, y estoy seguro de que no
pudo seguirnos. Por lo tanto hay un desconocido que nos sigue aquí de la misma
manera que un desconocido nos siguió en Londres. No nos hemos librado de él. Si
pudiera ponerle las manos encima, tal vez resolviéramos todas nuestras
dificultades. A esta única finalidad debo consagrar todas mis energías a partir
de ahora.
Mi primer impulso fue contar mis planes a Sir Henry. El segundo y más
prudente ha sido hacer mi juego y hablar lo menos posible. El baronet está
silencioso y distraído. El aullido en el páramo lo ha conmocionado
extrañamente. No diré nada que contribuya a aumentar su ansiedad, pero tomaré
las medidas oportunas para lograr lo que me propongo.
Esta mañana tuvimos una pequeña escena después del desayuno. Barrymore
pidió permiso para hablar con Sir Henry y se encerraron en el estudio del
baronet durante unos minutos. Desde mi asiento en la sala de billar oí más de
una vez cómo ambos alzaban la voz y reconozco que tenía una idea bastante
exacta del motivo de la discusión. Finalmente Sir Henry abrió la puerta y me
llamó.
-Barrymore considera que tiene motivos para quejarse -dijo-. Opina que
no hemos sido justos al dar caza a su cuñado cuando él, libremente, nos había
revelado el secreto.
El mayordomo se hallaba delante de nosotros, muy pálido pero muy dueño
de sí mismo.
-Quizá haya hablado con demasiado calor -dijo- y, en ese caso, le pido
sinceramente que me perdone. Pero me ha sorprendido mucho enterarme de que han
regresado ustedes de madrugada y de que han estado persiguiendo a Selden. El
pobrecillo ya tiene suficientes enemigos sin necesidad de que yo contribuya a
crearle más.
-Si nos lo hubiera usted revelado por decisión propia, habría sido distinto
-dijo el baronet-. Pero nos lo contó (o más bien lo hizo su mujer) cuando lo
obligamos y no tuvo otro remedio.
-Nunca pensé que se aprovechara de ello, Sir Henry; nunca lo hubiera
creído.
-Ese hombre es un peligro público. Hay casas solitarias repartidas por
el páramo y Selden no se detendría ante nada. Basta con ver su rostro un
instante para darse cuenta. Piense, por ejemplo, en la casa del señor
Stapleton, sin nadie excepto él para defenderla. Todo el mundo correrá peligro
hasta que se le vuelva a poner a buen recaudo.
-Selden no entrará en ninguna casa, señor. Le doy solemnemente mi
palabra. Ni volverá a molestar a nadie en este país. Le aseguro, Sir Henry, que
dentro de muy pocos días se habrán tomado las medidas necesarias y estará camino
de América del Sur. Por el amor de Dios, señor, le ruego que no informe a la
policía de que mi cuñado sigue aún en el páramo. Han abandonado la persecución
y será un buen refugio hasta que el barco esté preparado. Y si lo denuncia nos
causará problemas a mi mujer y a mí. Se lo suplico, señor, no diga nada a la
policía.
-¿Qué opina usted, Watson?
Me encogí de hombros.
-Si Selden saliera del país sin causar problemas los contribuyentes se
verían libres de una carga.
-Pero, ¿qué me dice de la posibilidad de que asalte a alguien antes de
marcharse?
-No hará una locura semejante, señor. Le hemos proporcionado todo lo
que necesita. Cometer un delito sería lo mismo que proclamar dónde está
escondido.
-Eso es cierto -dijo Sir Henry-. Bien, Barrymore...
-¡Que Dios le bendiga! ¡Se lo agradezco de todo corazón! Mi pobre mujer
se moriría de pena si lo capturasen otra vez.
-Supongo que estamos haciéndonos cómplices de un delito, ¿no es eso,
Watson? Pero después de lo que acabamos de oír no me creo capaz de entregar a
ese hombre, de manera que punto final. De acuerdo, Barrymore, puede usted
marcharse.
Con unas inconexas palabras de gratitud el mayordomo se dirigió hacia
la puerta, pero luego vaciló y volvió sobre sus pasos.
-Se ha portado usted tan bien con nosotros, señor, que, a cambio,
quisiera hacer por usted todo lo que esté en mi mano. Sé algo, Sir Henry, que
quizá debiera haber dicho antes, pero sólo lo descubrí mucho tiempo después de
terminada la investigación. Nunca lo he comentado con nadie. Y tiene que ver
con la muerte del pobre Sir Charles.
Tanto el baronet como yo nos pusimos en pie.
-¿Acaso sabe usted cómo murió?
-No, señor, eso no lo sé.
-¿De qué se trata, entonces?
-Sé por qué estaba en el portillo a aquella hora. Se había citado con
una mujer.
-¿Citado con una mujer? ¿Sir Charles?
-Sí, señor.
-¿Sabe usted quién era?
-No le puedo decir el nombre,
señor, pero sí las iniciales: L. L.
-¿Cómo ha sabido usted todo eso, Barrymore?
-Verá, Sir Henry, su tío recibió una carta aquella mañana. De ordinario
recibía muchas a diario porque era un hombre conocido y todo el mundo se hacía
lenguas de su buen corazón, así que las personas con problemas recurrían a él.
Pero aquella mañana, por casualidad, sólo recibió una carta, de manera que me
fijé más en ella. Venía de Coombe Tracey y la letra del sobre era de mujer.
-¿Y?
-Verá, señor; yo no hubiera vuelto a pensar en ello de no ser por mi
mujer que, hace tan sólo unas semanas, cuando estaba limpiando el estudio de
Sir Charles (no se había tocado desde su muerte), encontró las cenizas de una
carta en el hogar de la chimenea. Aunque las cuartillas estaban prácticamente
carbonizadas había un trocito, el final de una página, que no se había
disgregado y aún era posible leer lo que estaba escrito, en gris sobre fondo
negro. Nos pareció que se trataba de una posdata y decía lo siguiente:
"Por favor, por favor, como es usted un caballero, queme esta carta y esté
junto al portillo a las diez en punto". Debajo alguien había firmado con
las iniciales L. L.
-¿Ha conservado ese trocito de papel?
-No, señor; se deshizo cuando lo movimos.
-¿Había recibido Sir Charles otras cartas con la misma letra?
-A decir verdad, no me fijaba mucho en sus cartas. Y tampoco me hubiera
fijado en ésa de no llegar sola.
-¿Y no tiene idea de quién pueda ser L. L.?
-No, señor. Estoy tan a oscuras como usted. Pero creo que si pudiéramos
localizar a esa dama sabríamos más acerca de la muerte de Sir Charles.
-Lo que no entiendo, Barrymore, es cómo ha podido ocultar una
información tan importante.
-Compréndalo, señor; nuestros problemas empezaron inmediatamente
después y, por otra parte, como es lógico, si se piensa en todo lo que hizo por
nosotros, los dos sentíamos un gran cariño por Sir Charles. Revolver en ese
asunto no podía ayudar ya a nuestro pobre señor, y conviene andar con tiento
cuando hay una dama por medio. Hasta los mejores de entre nosotros...
-¿Cree usted que podría dañar su reputación?
-Verá, señor: pensé que no saldría nada bueno. Pero después de haberse
portado usted tan bien con nosotros, me parece que le trataría injustamente si
no le contara todo lo que sé.
-Muy bien, Barrymore; puede marcharse.
Cuando el mayordomo nos hubo dejado Sir Henry se volvió hacia mí.
-Bueno, Watson, ¿qué piensa usted de esta nueva pista?
-Me parece que sólo sirve para aumentar la oscuridad.
-Eso pienso yo. Pero si pudiéramos encontrar a L. L. se aclararía todo
este asunto. Al menos algo hemos ganado. Sabemos que hay una persona que conoce
los hechos y lo único que necesitamos es encontrarla. ¿Qué cree que debemos
hacer?
-Informar a Holmes inmediatamente. Le proporcionará el indicio que ha
estado buscando. Y o mucho me equivoco o eso hará que se presente aquí.
Regresé inmediatamente a mi habitación y redacté para Holmes el informe
sobre nuestra conversación matutina. Era evidente que mi amigo había estado muy
ocupado últimamente, porque las notas que me llegaban de Baker Street eran
pocas y breves, sin comentarios sobre la información que le había suministrado
y casi sin referencia alguna a mi misión. No había duda de que el caso del
chantaje absorbía todas sus facultades. Y, sin embargo, este nuevo factor
debería con toda seguridad llamar su atención y renovar su interés. Ojalá
estuviese aquí.
17 de octubre.
Ha llovido a cántaros todo el día, y las gotas resuenan sobre la hiedra
y caen desde los aleros. Me he acordado del fugitivo en el frío páramo
desolado, sin sitio donde guarecerse. ¡Pobrecillo! Sean cuales fueran sus
delitos, está sufriendo para expiarlos. Y luego me acordé del otro: del rostro
en el cabriolé, de la figura recortada contra la luna. ¿También el que vigilaba
sin ser visto, el hombre de la oscuridad, se hallaba a la intemperie bajo aquel
diluvio? A la caída de la tarde me puse el impermeable y paseé hasta muy lejos
por el páramo empapado de agua, lleno de imágenes oscuras, con la lluvia
golpeándome el rostro y el viento silbándome en los oídos. Que Dios tenga de su
mano a quienes se acerquen a la gran ciénaga en tales momentos, porque incluso
las tierras altas, firmes de ordinario, se están convirtiendo en un pantano.
Encontré el Risco Negro sobre el que había visto al vigía solitario y desde su
cima dentada contemplé las melancólicas lomas. Ráfagas de lluvia iban a la
deriva sobre sus superficies rojizas y las densas nubes de color pizarra
colgaban muy bajas sobre el paisaje, cayendo en jirones grises por las laderas
de las fantásticas colinas. En la lejana concavidad hacia la izquierda,
escondidas a medias por la niebla, se alzaban por encima de los árboles las dos
delgadas torres de la mansión de los Baskerville. Eran los únicos signos
visibles de vida humana, si se exceptúan los refugios prehistóricos que tanto
abundan en las faldas de las colinas. En ningún sitio había rastro alguno del
extraño vigía del páramo.
Mientras regresaba a la mansión me alcanzó el doctor Mortimer que
conducía su coche de dos ruedas por un tosco sendero, de regreso de la remota
granja de Foulmire. Ha estado siempre pendiente de nosotros y apenas ha pasado
un día sin presentarse por la mansión para ver cómo nos va. Me insistió para
que subiera al coche y le acompañara hasta la casa. Lo encontré muy preocupado
por la desaparición de su pequeño spaniel, que se había adentrado por el páramo
y no había vuelto. Lo consolé como pude, pero al acordarme del pony sepultado
en la ciénaga de Grimpen, temí que no volviera a ver a su perrito.
-Por cierto, Mortimer -le dije mientras avanzábamos a saltos por aquel
camino tan desigual-, supongo que serán muy pocas las personas de la zona que
usted no conozca.
-Prácticamente ninguna, creo yo.
-¿Puede usted, en ese caso, decirme el nombre de alguna mujer cuyas
iniciales sean L. L.?
El doctor Mortimer estuvo pensando unos minutos.
-No -dijo-. Hay algunos gitanos y jornaleros de los que no puedo
responder, pero entre los granjeros o la burguesía y pequeña nobleza no hay
nadie con iniciales como ésas. Espere un momento -añadió, después de una
pausa-. Está Laura Lyons, sus iniciales son L. L., aunque vive en Coombe
Tracey.
-¿Quién es? -pregunté.
-Es la hija de Frankland.
-¿Cómo? ¿Frankland el viejo chiflado?
-Exactamente. Se casó con un artista llamado Lyons que vino a hacer
unos bocetos en el páramo. Resultó ser un sinvergüenza y la abandonó. Aunque
quizá la culpa, por lo que he oído, no fuera toda del pintor. Su padre se negó
a tener nada que ver con ella porque se había casado sin su consentimiento y
quizá también por una o dos razones más. De manera que entre los dos pecadores,
el viejo y el joven, la pobre chica lo ha pasado bastante mal.
-¿Cómo vive?
-Imagino que su padre le pasa una asignación, pero debe de ser una
miseria, porque la situación económica de Frankland deja mucho que desear. Por
mal que se hubiera portado, no se podía consentir que se hundiera
definitivamente. Su historia llegó a saberse y varias personas de los
alrededores colaboraron para permitirle que se ganara la vida honradamente.
Stapleton fue uno de ellos y Sir Charles otro. También yo contribuí
modestamente. Se trataba de que pusiera en marcha un servicio de mecanografía.
Mortimer quiso saber el motivo de mis investigaciones, pero logré
satisfacer su curiosidad sin decirle demasiado, porque no hay razón para
confiar en nadie. Mañana por la mañana me pondré en camino hacia Coombe Tracey
y si puedo ver a la señora Laura Lyons, de dudosa reputación, se habrá dado un
gran paso para aclarar uno de los incidentes de esta cadena de misterios. Sin
duda estoy adquiriendo la prudencia de la serpiente, porque cuando Mortimer
insistió en sus preguntas hasta extremos inconvenientes, me interesé como por
casualidad por el tipo de cráneo de Frankland, de manera que sólo oí hablar de
craneología durante el resto del trayecto. De algo ha de servirme haber vivido
durante años con Sherlock Holmes.
Sólo tengo un último incidente que anotar en este melancólico día de
tormenta. Se trata de mi conversación con Barrymore de hace unos instantes: el
mayordomo me ha proporcionado un triunfo más que podré utilizar en su momento.
Mortimer se ha quedado a cenar y el baronet y él han jugado después al
écarté. El mayordomo me ha llevado el café a la librería y he aprovechado la
oportunidad para hacerle unas preguntas.
-Bien -dije-, ¿se ha marchado ya ese inapreciable pariente suyo o sigue
todavía escondido en el páramo?
-No lo sé, señor. Le pido a Dios que se haya
ido, porque a nosotros no nos ha causado más que problemas. No he sabido nada
de él desde que le dejé comida la última vez, y de eso hace ya tres días.
-¿Usted lo vio?
-No, señor; pero la comida había desaparecido cuando volví a pasar por
allí.
-Entonces, ¿es seguro que sigue en el páramo?
-Parece lo lógico, señor, a no ser que se la haya llevado el otro.
No terminé de llevarme la taza a la boca y miré fijamente a Barrymore.
-Entonces, ¿usted sabe que hay otro hombre?
-Sí, señor; hay otro hombre en el páramo.
- ¿Lo ha visto?
-No, señor.
-¿Cómo sabe de su existencia?
-Selden me habló de él hace una semana o poco más. También se esconde,
pero no es un preso, por lo que he podido deducir. No me gusta nada, doctor
Watson; le digo con toda sinceridad que no me gusta nada -hablaba con repentina
vehemencia.
-Ahora escúcheme usted, Barrymore. Yo no tengo otro interés en este
asunto que el de su señor. Estoy aquí para ayudarlo. Dígame, con toda
franqueza, qué es lo que no le gusta.
Barrymore vaciló un momento, como si lamentara su arranque o le
resultara difícil expresar con palabras sus sentimientos.
-Son todas estas cosas que están pasando -exclamó por fin, agitando la
mano en dirección a la ventana que daba al páramo, golpeada por la lluvia-. Se
está jugando sucio en algún sitio y se está tramando alguna maldad muy negra,
¡eso lo puedo jurar! ¡Me alegraría mucho de que Sir Henry volviera a Londres!
-Pero, ¿qué es lo que le inquieta?
-¡Fíjese en la muerte de Sir Charles! Aquello ya fue terrible, a pesar
de todo lo que dijera el forense. Fíjese en los ruidos que se oyen en el páramo
por la noche. No hay una sola persona que quiera cruzarlo después de ponerse el
sol ni aunque le paguen por hacerlo. ¡Fíjese en ese desconocido que se esconde,
que vigila y espera! ¿Qué es lo que espera? ¿Qué significa todo eso?
Seguro que no significa nada bueno para cualquiera que se llame
Baskerville, y me marcharé con mucho gusto el día que los nuevos criados puedan
hacerse cargo de la mansión.
-Pero, en cuanto a ese desconocido -dije-. ¿No sabe usted nada más
acerca de él? ¿Qué le contó Selden? ¿Había descubierto dónde se escondía o qué
era lo que estaba haciendo?
-Lo vio una o dos veces, pero es muy astuto y no enseña su juego. Al
principio mi cuñado pensó que era de la policía, pero pronto comprendió que
trabaja por su cuenta. Alguien muy parecido a un caballero, por lo que a él se
le alcanzaba, pero no consiguió averiguar qué era lo que estaba haciendo.
-Y, ¿dónde le dijo que vivía?
-En los viejos refugios de las colinas; los viejos refugios de piedra
donde vivían los antiguos.
-Pero, ¿cómo se las arregla para comer?
-Selden descubrió que tiene un chico que trabaja para él y le lleva
todo lo que necesita. Imagino que va a buscarlo a Coombe Tracey.
-Muy bien, Barrymore. Quizá sigamos hablando de todo esto en otro
momento.
Después de que el mayordomo se marchara me acerqué a la ventana y, a
través del cristal empañado, contemplé las nubes veloces y las siluetas
estremecidas de los árboles agitados por el viento. Es una noche terrible
dentro de casa, pero ¿cómo será en un refugio de piedra en el páramo? ¿Qué
intensidad en el odio puede hacer que un hombre aceche en un sitio así en
semejante momento? ¿Y qué puede ser lo que se propone que le exige someterse a
semejante prueba? Allí, en ese habitáculo que se abre al páramo, parece
hallarse el centro mismo del problema que tantos disgustos me está causando.
Juro que no pasará un día más sin que haya hecho todo lo que esté en mi mano
para llegar al fondo del misterio.
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