"La ventana abierta" fue el primer (y último, hasta hoy) cuento de Saki que subí al blog. ¿Por qué nunca volví a subir cuentos suyos? No lo sé, las elecciones de las historias para cada entrada surgen porque recordé un texto, leí un texto que nunca antes había leído, recordé una historia que siempre quise leer y la leo en paralelo a que la comparto con ustedes, o, la más linda de las opciones: pedidos o sugerencias de los lectores del blog via facebook.
Y hoy es uno de esos últimos casos. Un amigo lector me pidió cuentos de varios autores y dedicaré un tiempo a saciar su deseo literario. Comenzaremos con Saki.
Para esta entrada elegí "El Santo y el Duende". Saki (o Hector Hugh Munro) publicó el cuento "The Saint and the Goblin" en 1910. Abajo coloco el original inglés. La versión en español es mí traducción.
Es un cuento muy especial y que nos hace cuestionarnos muchas cosas...
El Santo y el Duende
El pequeño Santo de piedra ocupaba un apartado nicho en
un altar lateral de la vieja Catedral. Nadie recordaba quién había sido, pero eso,
de alguna manera, era garantía de respetabilidad. Al menos eso decía el Duende.
El Duende era un espécimen muy fino tallado pintorescamente en piedra, y vivía
sobre una repisa en la pared opuesta al nicho del pequeño Santo. Estaba
relacionado con algunas de las más populares figuras de la catedral, como los
extraños personajes tallados en los asientos del coro y en el antealtar, o
incluso las gárgolas arriba del techo. Todas las bestias fantásticas y muñecos
que se arrellanaban y retorcían en madera o piedra o plomo sobre los arcos o
abajo en la cripta estaban emparentados con él; en consecuencia, era un personaje
de reconocida importancia en el mundo de la catedral.
El pequeño Santo de
piedra y el Duende se llevaban bien a pesar de ver la mayoría de las cosas
desde puntos de vista muy diferentes. El Santo era filántropo a la vieja
usanza; pensaba que el mundo, como él lo veía, era bueno pero que podía
mejorar. En particular, sentía lástima por los ratones de la iglesia, que eran
miserablemente pobres. El Duende, en cambio, era de la opinión de que el mundo,
como él lo conocía, era malo pero que era mejor dejarlo tranquilo. Era la función
de los ratones de la iglesia ser pobres.
- Como sea - dijo el
Santo -, siento pena por ellos.
- Por supuesto que la
sientes - dijo el Duende -, TU función es sentir pena por ellos. Si ellos
dejasen de ser pobres no podrías cumplir tu función. Tendrías una sinecura.
Deseaba que el Santo
le preguntase qué era una sinecura pero éste se refugió en el silencio
absoluto. El Duende podría tener razón, pero, sin embargo, pensó, le gustaría
hacer algo por los ratones de la iglesia antes de que llegara el invierno; eran
tan pobres.
Mientras pensaba sobre
el asunto fue sorprendido por algo que cayó entre sus pies con un fuerte sonido
metálico. Era un thaler (moneda alemana antigua) nuevo y brillante; una de
las grajillas de la catedral, que coleccionaba tales cosas, había volado con
ella a una cornisa de piedra justo sobre el nicho y el golpe de la puerta de la
sacristía lo había asustado y hecho que la soltada. Desde el invento de la
pólvora los nervios en su familia no eran lo que habían sido.
- ¿Qué tiene ahí? -
preguntó el Duende.
- Un thaler de plata
- respondió el Santo - Realmente - continuó -, es lo más afortunado; ahora
puedo hacer algo por los ratones de la iglesia.
- ¿Cómo lo harás? -
preguntó el Duende.
El Santo reflexionó.
- Me apareceré en una
visión a la sacristán que barre los pisos. Le diré que encontrará un thaler de
plata a mis pies y que debe tomarlo y comprar una medida de maíz y colocarla en
mi santuario. Cuando encuentre la moneda, sabrá que el sueño fue real y la
tomará con cuidado para seguir mis indicaciones. Entonces los ratones tendrán
comida todo el invierno.
- Por supuesto que TÚ
puedes hacer eso - observó el Duende -. En cambio, yo sólo puedo aparecerme a
las personas cuando han tenido una comilona de cosas indigestas. Mis
oportunidades con la sacristán serían limitadas. Hay más ventajas en ser un
santo después de todo.
Todo esto mientras la
moneda yacía a los pies del Santo. Era limpia y brillante y tenía las armas de
Elector bellamente estampadas en ella. El Santo comenzó a reflexionar que tal
oportunidad era demasiado rara como para disponer de ella apresuradamente. Tal
vez la caridad indiscriminada fuera perjudicial para los ratones de la iglesia.
Después de todo, era su función ser pobres; el Duende lo había dicho, y el
Duende por lo general tenía razón.
- He estado pensando
- le dijo a aquel personaje - que tal vez sería mejor que pidiera velas por el
valor de un thaler para que sean colocados en mi santuario en lugar del maíz.
A menudo deseaba, por
el aspecto de las cosas, que la gente encendiera velas en su santuraio; pero
como habían olvidado quién era no se lo consideraba una especulación de
provecho brindarle tal atención.
- Las velas sería más
ortodoxo - dijo el Duende.
- Más ortodoxo, sin
dudas - convino el Santo -, y los ratones tendrían los cabos para comer; los
cabos de vela son de lo más engordantes.
El Duende era
demasiado bien educado como para pestañear; además, al ser un Duende de piedra,
era imposible hacerlo.
* * *
- ¡Bueno, sí está
aquí, con toda seguridad! - dijo la sacristana a la mañana siguiente. Tomó la
brillante moneda del nicho polvoriento y le dio vueltas en sus mugrientas
manos. Luego se la puso en la boca y la mordió.
- ¡No irá a comérsela!
- pensó el Santo, y clavó en ella su mirada de piedra.
- Bueno - dijo la
mujer en un tono un poco más agudo -, ¡Quién lo hubiera pensado! ¡De un Santo!
Luego hizo algo inexplicable.
Sacó un viejo trozo de cinta de su bolsillo, ató transversalmente un gran lazo
alrededor del thaler y lo colgó en el cuello del pequeño Santo.
Luego, se fue.
- La única
explicación posible - dijo el Duende - es que sea falso.
* * *
- ¿Qué es esa
decoración que viste tu vecino? - preguntó un guiverno (dragón alado) que
estaba tallado en el capitel de un pilar adyacente.
El Santo estaba a punto
de llorar mortificado, solo que como era de piedra, no podía.
- Es una moneda,
ejem, de gran valor - replicó el Duede con tacto.
Y la noticia de que
el santurio del pequeño Santo de piedra había sido enriquecido con una ofrenda
invaluable recorrió la Catedral.
- Después de todo,
vale la pena tener la consciencia de un Duende - dijo el Santo para sí.
Los ratones de la
iglesia siguieron tan pobres como siempre. Pero esa era su función.
The Saint and the Goblin
The little stone Saint occupied a retired niche in a side aisle of the old cathedral. No one quite remembered who he had been, but that in a way was a guarantee of respectability. At least so the Goblin said. The Goblin was a very fine specimen of quaint stone carving, and lived up in the corbel on the wall opposite the niche of the little Saint. He was connected with some of the best cathedral folk, such as the queer carvings in the choir stalls and chancel screen, and even the gargoyles high up on the roof. All the fantastic beasts and manikins that sprawled and twisted in wood or stone or lead overhead in the arches or away down in the crypt were in some way akin to him; consequently he was a person of recognised importance in the cathedral world.
The little stone Saint and the Goblin got on very well together, though they looked at most things from different points of view. The Saint was a philanthropist in an old fashioned way; he thought the world, as he saw it, was good, but might be improved. In particular he pitied the church mice, who were miserably poor. The Goblin, on the other hand, was of opinion that the world, as he knew it, was bad, but had better be let alone. It was the function of the church mice to be poor.
"All the same," said the Saint, "I feel very sorry for them."
"Of course you do," said the Goblin; "it's YOUR function to feel sorry for them. If they were to leave off being poor you couldn't fulfil your functions. You'd be a sinecure."
He rather hoped that the Saint would ask him what a sinecure meant, but the latter took refuge in a stony silence. The Goblin might be right, but still, he thought, he would like to do something for the church mice before winter came on; they were so very poor.
Whilst he was thinking the matter over he was startled by something falling between his feet with a hard metallic clatter. It was a bright new thaler; one of the cathedral jackdaws, who collected such things, had flown in with it to a stone cornice just above his niche, and the banging of the sacristy door had startled him into dropping it. Since the invention of gunpowder the family nerves were not what they had been.
"What have you got there?" asked the Goblin.
"A silver thaler," said the Saint. "Really," he continued, "it is most fortunate; now I can do something for the church mice."
"How will you manage it?" asked the Goblin.
The Saint considered.
"I will appear in a vision to the vergeress who sweeps the floors. I will tell her that she will find a silver thaler between my feet, and that she must take it and buy a measure of corn and put it on my shrine. When she finds the money she will know that it was a true dream, and she will take care to follow my directions. Then the mice will have food all the winter."
"Of course YOU can do that," observed the Goblin. "Now, I can only appear to people after they have had a heavy supper of indigestible things. My opportunities with the vergeress would be limited. There is some advantage in being a saint after all."
All this while the coin was lying at the Saint's feet. It was clean and glittering and had the Elector's arms beautifully stamped upon it. The Saint began to reflect that such an opportunity was too rare to be hastily disposed of. Perhaps indiscriminate charity might be harmful to the church mice. After all, it was their function to be poor; the Goblin had said so, and the Goblin was generally right.
"I've been thinking," he said to that personage, "that perhaps it would be really better if I ordered a thaler's worth of candles to be placed on my shrine instead of the corn."
He often wished, for the look of the thing, that people would sometimes burn candles at his shrine; but as they had forgotten who he was it was not considered a profitable speculation to pay him that attention.
"Candles would be more orthodox," said the Goblin.
"More orthodox, certainly," agreed the Saint, "and the mice could have the ends to eat; candle-ends are most fattening."
The Goblin was too well bred to wink; besides, being a stone goblin, it was out of the question.
* * *
"Well, if it ain't there, sure enough!" said the vergeress next morning. She took the shining coin down from the dusty niche and turned it over and over in her grimy hands. Then she put it to her mouth and bit it.
"She can't be going to eat it," thought the Saint, and fixed her with his stoniest stare.
"Well," said the woman, in a somewhat shriller key, "who'd have thought it! A saint, too!"
Then she did an unaccountable thing. She hunted an old piece of tape out of her pocket, and tied to crosswise, with a big loop, round the thaler, and hung it round the neck of the little Saint.
Then she went away.
"The only possible explanation," said the Goblin, "is that it's a bad one."
* * *
"What is that decoration your neighbour is wearing?" asked a wyvern that was wrought into the capital of an adjacent pillar.
The Saint was ready to cry with mortification, only, being of stone, he couldn't.
"It's a coin of--ahem!--fabulous value," replied the Goblin tactfully.
And the news went round the Cathedral that the shrine of the little stone Saint had been enriched by a priceless offering.
"After all, it's something to have the conscience of a goblin," said the Saint to himself.
The church mice were as poor as ever. But that was their function.
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