La injusticia
Allí estaban cuando llegó San Bernabé,
día de la batalla de Fho, y se supo
que los indios debían morir porque
eran herejes.
DEL LIBRO DE LA CONQUISTA DE LOS MAYAS
Cada vez está más triste y más violento el corazón de Canek. Antes hablaba y decía su pensamiento. Ahora casi ha enmudecido; aprieta los puños y se va solo por los caminos de espinas, de piedra y de sol. Lo acompaña su sombra. En los ojos de Canek se ha encendido la sangre de los indios.
La sombra de Canek es roja.
La caravana de las domésticas partió de Izamal. Tomó el camino empedrado que descendía hasta la antigua T-Hó. En los BOLANES iban las ancianas y a pie caminaban las mozas. Unos jinetes maldecían y las monjitas rezaban. Los jinetes y las monjitas arreaban la caravana cuando esta, cansada, se detenía en el camino.
Canek seguía la caravana y, de vez en vez, repartía entre las indias maíz cocido empapado en miel.
Sobre la tarima del matadero dos peones DESTAZABAN reses. Escurría por los canales de ladrillo la
sangre de las bestias. De pronto los peones, por causa de su intimidad, se revolvieron con fiereza, se acometieron y cubrieron de heridas.
Canek quiso tornarlos a la razón. Un matancero lo apartó diciéndole:
—Déjalos que se acaben. Así hay más sangre y la ganancia aumenta.
El MAYOCOL azotó al barbero de la hacienda. Le rajó la piel y sobre sus llagas roció vinagre. Después se tumbó como una bestia mansa para que lo rasurara. La navaja en la garganta del mayocol
era como un relámpago.
Canek, inmóvil, se mordía las manos.
Llegaron a la hacienda los hijos del amo. Eran mozos, de cara blanca. Ceceaban. Llegaron jinetes en caballos negros, de casco recio y crin brillante. Entraron a galope entre nubes de polvo. Lo primero que hicieron fue echar sus cabalgaduras por las sementeras. Lo segundo fue arrancar los cepillos de la iglesia y feriar los dineros. Lo tercero fue robar a la hija de Jesús Chi, el mayoral de la hacienda. Se la llevaron lejos, hicieron burla de ella y la abandonaron en el campo. Jesús Chi, lleno de vergüenza, se ahorcó en la ventana de los mozos.
Canek recogió a la hija: estaba cubierta de polvo, sangre y baba.
Por la senda del poniente partió uno de los hijos del amo. En las sienes le estallaba el miedo. Corría su cabalgadura y encendía chispas en las lajas del camino. Sobre la grupa iba uno de los enanos de la vieja NOHPAT. El enano era pesado y frío como carapacho de tortuga. Su aliento era soplo de hielo en la cabeza del mozo. Avanzaban en la noche, como si penetraran un espacio líquido, impregnado de silencio.
El caballo, sin jinete, llegó al pueblo.
Solo Canek le pudo tomar las riendas.
El amo mandó llamar a Patricio Uk, y le preguntó:
—¿Es cierto que te vas a casar con Rosaura, la hija del difunto Jesús Chi?
Canek respondió por Patricio:
—Sí, señor, es cierto. Yo seré su padrino.
—¿Después de lo que aconteció con mis hijos?
Patricio dijo:
—Sí, señor.
El amo sonrió y agregó:
—Haces bien. Después de todo para qué la quieres nueva si ni siquiera la vas a usar.
Dos dragones preguntaron por Patricio y se lo llevaron, atado de manos. Ya era soldado. Canek lo detuvo y le dijo:
—Cásate, de todas maneras, Patricio.
El tiempo era bueno para la caza y el amo invitó al alcalde a una cacería de venado. El alcalde se presentó en compañía de los demás señores del cabildo. También trajeron a un coplero, a quien llamaban Barbado. El tal tenía dengues de doncella y creía que los indios eran buitres encalados.
Como en una estampa iluminada lucían arreos de caza: hondas, flechas, armas y cuernos. Una jauría les precedía. Para el ojeo engancharon a unos indios diestros. Todo el día duró la algazara en el monte. La comitiva regresó al caer la tarde. Regresó ahíta de alcohol. Delante venía Canek con un indio muerto. Lo había matado una bala perdida. Detrás venían otros indios con las piezas cobradas. El alcalde y el amo y los señores del cabildo caminaban sobre la sangre de las bestias y del indio.
El coplero repetía:
—Menos mal que fue un indio.
—Entonces —preguntó Canek al alcalde—, ¿no se aprobó la reducción de los tributos personales que acordó la comunidad de los indios?
—No. Las necesidades de la hacienda son muchas.
El fisco es exigente.
—Pero, señor, los indios están en la miseria; sufren hambre; todo lo han dado; nada tienen.
El alcalde sonrió. Después de una pausa, al oído de Canek dijo:
—Aquí, entre nosotros, dime: ¿no tienen hijas?
Jacinto Canek es amigo del padre Matías. El padre Matías conoce la maldad de los hombres y la dulzura de los animales. De su religión no ha hecho un oficio sino una alegría. En Cisteil, donde vive, viste sayal franciscano —aunque no pertenece a la Orden—. Está al tanto de lo que acontece; regaña a los malos y bendice a los buenos. Algunas veces, sin revelar su secreto, desliza palabras que ha oído
de Canek. Una vez aconsejaba de esta manera:
—Un pastor no distingue las ovejas buenas de las malas. Por eso no pregunta a nadie cómo son sus ovejas, antes de lanzarse contra el lobo. Así hay que defender a los indios buenos y malos contra los blancos: lobos de estas tierras.
Don Chumín, el administrador de la hacienda, se atrevió a hablar al amo. Le habló con la cabeza baja, el sombrero entre las manos.
—Señor —le dijo—, las cosechas de este año han sido buenas. Ya se han ido los carros de algodón.
Las trojes están llenas. Y los molinos de aceite no dejan de trabajar. En el aserradero las trozas de roble, encino y nogal se estiban hasta arriba.
—¿Y qué? —preguntó el amo.
—Señor, es que estamos en octubre y a los indios solo se les ha entregado, a cuenta, tres varas de manta y dos alpargatas.
—Tú eres amigo, sin duda, de ese Canek.
Al día siguiente llegó a la hacienda un nuevo administrador más parco de palabras, y menos cercano a Canek.
Los hijos del difunto Chi —compadre de Canek— no tienen patrimonio. Del padre no han heredado sino una vaca. La vaca vive con ellos, al lado de ellos. De la vida de la vaca depende la vida de los niños. Es juguete para sus travesuras; guardián para su choza; miel para sus bocas. Los esbirros llegaron a reclamar el nuevo tributo. Canek ofreció pagarlo con su trabajo. Los esbirros se rieron. Entraron, echaron un lazo y arrastraron a la vaca fuera del corral. El animal se resistía; hincaba la pezuña en la tierra y mugía. Los esbirros se llevaron también la vida de los hijos del difunto Chi.
Se anuncia la llegada del alcalde a la hacienda. Se anuncia con cohetes y repiques. Los indios cuelgan banderolas de color por los caminos. Ellos no saben cómo se llama el alcalde. Desde la víspera las mujeres andan en trajines de cocina, condimentando guisos, dulces y ensaladas para el alcalde.
Ellas creen que el alcalde pertenece a la iglesia. El cura viste de gala: sombrero de teja y bastón de cedro. Al andar le rechinan los borceguíes. Él no sabe nada. El amo de la hacienda ha mandado lavar la escalera que baja al cenote. Ahí va a desarrollarse lo mejor del programa. Él sabe su cuento. Hasta cinco rapaces, con las piernas al aire, baten agua de lejía sobre la escalera. Uno de ellos dio un traspié, cayó, se rajó la cabeza y rodó al cenote. Ante el azoro de los niños, el amo ha tenido un gesto de repugnancia por la sangre que había ensuciado otra vez los preciosos peldaños de la escalera. En los ojos de Canek había sangre: sangre de niño.
Domingo Pat tuvo que salir del pueblo. Su protesta contra las autoridades había provocado la ira del alcalde. Unos esbirros le dispararon en la casa del cabildo. El cura del lugar no le quiso dar asilo aquella noche, antes, so pretexto de que había víboras, azuzó a los perros. Pat huyó al campo y tras él salieron unos dragones. Día y noche siguieron sus huellas. Al cabo de una semana, como a una fiera, lo cazaron en el monte. Los dragones regresaron con ansias de cobrar; con gesto duro y gozoso y un no sé qué de maldición en el rostro cetrino. Como trofeo, traían las alpargatas de Pat.
Canek los vio y sonrió.
—Cuando un indio muere así —dijo— solo deja de caminar en la tierra. Su espíritu crece y ronda por los lugares, cubierto de fuego.
Un correo trajo la noticia de que los indios del pueblo vecino habían incendiado el cuartel de los blancos. Entre los rebeldes estaba un hombre que se llamaba Domingo Pat.
En su gira pastoral el obispo se dignó visitar la hacienda donde vive Canek. El obispo entró en la hacienda rodeado de tanto incienso y de tantas oraciones, que casi se hizo invisible. Los indios recibieron ropa nueva para lucir en las ceremonias. Un capataz cuidó de que no se estropeara.
En cuanto se fue el obispo, los indios devolvieron aquella ropa. Otro capataz la dobló y la guardó en los arcones. El amo era devoto y económico. Hasta tres blancos blasfeman delante de un tigre rojo que se amansa en el sueño de una piedra. Canek les recuerda su imprudencia. Los blancos, altivos, se ríen del indio.
Cuando amaneció, la piedra roja era más roja y de los blancos solo quedaba un rastro de sangre.
Miguel Kantun, de Lerma, es amigo de Canek. Le escribe una carta y le manda a su hijo para que haga de él un hombre. Canek le contesta diciéndole que hará de su hijo un indio.
Colgado de las ramas de un naranjo, amaneció ahorcado un indio de la hacienda. El amo mandó vender la fruta antes de que se conociera el suceso. Canek descolgó al indio y lo enterró. Al enterrarlo, lejos del cementerio, en el campo, parecía que sembraba semilla de hombre.
Aún no era el alba cuando repicaron en la iglesia de Cisteil. El padre Matías se incorporó sorprendido, se calzó las alpargatas, se ciñó la sotana y salió a la calle para ver qué era aquello. Cuando llegó a la iglesia se encontró con un nuevo párroco posesionado del lugar. El sacristán sonreía. El nuevo párroco, rollizo, de acento cerrado, explicó que el señor obispo ya no quería tolerar los desórdenes de la iglesia de Cisteil. El sacristán sonreía. Quebrado por el canto de los gallos se oía el repique de las campanas. El padre Matías huyó a Sibac. Canek lloró su ausencia.
A ras de tierra soplaba un vientecillo seco, cálido.
Empujaba los rastrojos y las briznas del campo. Ardía el cielo y bajo el sol las ramas se quebraban sin savia. En la lejanía, siempre invisible, las tortolitas decían, medrosas, su canto. Las bestias que movían la noria yacían tumbadas sobre las baldosas del patio. Tenían el vientre hinchado como si estuvieran muertas. Las moscas reverdecían, lustrosas, sobre sus llagas. En las ALBARRADAS mostraban su ACECIDO, desorbitados sus ojillos, las iguanas. Desde arriba algunos ZOPILOTES, en
círculos lentos, oteaban el páramo.
Un indio llegó con su hijo desmayado. Ni en el pozo ni en la acequia había agua para mojarle las sienes. Jacinto Canek empujó el cancel y entró en la iglesia. Un vaho de humedad le endulzó la cara y la respiración. Canek tomó con sus manos el agua bendita y roció la carita del niño. El padre sonrió y el sacristán se santiguó.
Llegaron al pueblo los chicleros. Llegaron seis.
Habían salido veinte. Llegaron seis. Murieron todos. Hasta los que llegaron estaban muertos. Canek los recogió y, para no lastimar sus llagas, los envolvió en hojas de plátano.
El amo apuntó: cien arrobas de chicle.
Sacaron de la cárcel a los indios que estaban presos y los llevaron a las canteras. Allí los obligaron a romper piedras. Los mazos caían sobre las lajas. Cuando la fatiga dejaba los brazos fláccidos, el látigo del capataz hería las espaldas de los indios. Los mazos volvían a caer sobre las lajas. De pronto el más anciano de los indios se dobló desfallecido. El capataz le golpeó las costillas. Canek se adelantó y acogotó contra las piedras al verdugo.
Volvieron a caer los mazos sobre las lajas.
Saltaban astillas rojas.
El herrero de la hacienda se acercó al nuevo amo y dijo:
—Señor, ya está terminado el hierro para marcar a las bestias. ¿Hago otro para marcar a los indios?
El amo contestó:
—Usa el mismo.
Canek rompió el hierro.
El notario asentó en su protocolo: la hacienda se adjudica por tantos dineros, con sus tierras, aguajes, bestias, indios y aparejos, tal como se indica al margen. La nueva marca de las bestias y de los indios será fijada por el comprador.
Canek huyó con los indios.
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