Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

sábado, 14 de marzo de 2015

El fantasma de Canterville - Oscar Wilde - Capítulo IV

Viene de "El fantasma de Canterville - Oscar Wilde - Capítulo III"



CAPITULO IV


Al día siguiente el fantasma se sintió muy débil y cansado. Las te­rribles emociones de las cuatro últi­mas semanas empezaban a producir su efecto. Tenía el sistema nervioso completamente alterado y temblaba al más ligero ruido.

No salió de su habitación en cin­co días y concluyó por hacer una concesión en lo relativo a la man­cha de sangre del salón de la bi­blioteca. Puesto que la familia Otis no quería verla, era indudablemen­te que no la merecía. Aquella gente estaba colocada a ojos vistas en un plano inferior de vida material y era incapaz de apreciar el valor sim­bólico de los fenómenos sensibles.

La cuestión de las apariciones de fantasmas y el desenvolvimiento de los cuerpos astrales eran realmente para él una cosa muy distinta e in­discutiblemente fuera de su gobier­no. Pero, por lo menos, constituía para él un deber ineludible mostrar­se en el corredor una vez a la se­mana y farfullar por la gran ventana ojival el primero y el tercer miérco­les de cada mes. No veía ningún medio digno de sustraerse a aquella obligación.

Verdad es que su vida estuvo lle­na de crímenes, pero quitado eso era hombre muy concienzudo en todo cuanto se relacionaba con lo sobrenatural.

Así, pues, los tres sábados siguien­tes atravesó, como de costumbre, el corredor entre doce de la noche y tres de la madrugada, tomando to­das las precauciones posibles para no ser visto ni oído. Se quitaba las botas, pisaba lo más ligeramente que podía sobre las viejas maderas carcomidas, envolvíase en una gran capa de terciopelo negro y no deja­ba de usar el engrasador Sol Na­ciente para, engrasar sus cadenas. Me veo precisado a reconocer que sólo después de muchas vacilacio­nes se decidió a adoptar esta última forma de protegerse. Pero, al fin, una noche, mientras cenaba la fa­milia, se deslizó en el dormitorio del señor Otis y se llevó el frasquito. Al principio se sintió un poco hu­millado, pero después fue suficien­temente razonable para comprender que aquel invento merecía grandes elogios y que cooperaba, en cierto modo, a la realización de sus pro­yectos.

A pesar de todo, no se vio a cu­bierto de molestias.

No dejaban nunca de tenderle cuerdas de lado a lado del corredor para hacerle tropezar en la oscuri­dad, y una vez que se había disfra­zado para el papel de «Isaac el Ne­gro, o el cazador del bosque de Hogsley», cayó de bruces al poner el pie sobre una plancha de made­ras enjabonadas que habían colo­cado los gemelos desde el umbral del salón de tapices hasta la parte alta de la escalera de roble.

Esta última afrenta le dio tal -ra­bia que decidió hacer un esfuerzo para imponer su dignidad y conso­lidar su posición social, y formó el proyecto de visitar a la noche si­guiente a los insolentes chicos de Eton, en su célebre papel de «Ru­perto el temerario, o el conde sin cabeza».

No se había mostrado con aquel disfraz desde hacía setenta años, es decir, desde que causó con él tal pavor a la bella lady Bárbara Mo­dish, que ésta retiró su consenti­miento al abuelo del actual lord Canterville y se fugó a Gretna Green con el arrogante Jack Castletown, jurando que por nada del mundo consentiría en emparentar con una familia que toleraba los paseos de un fantasma tan horrible por la te­rraza al atardecer. El pobre Jack fue al poco tiempo muerto en duelo con arma de fuego por lord Canter­ville en terrenos de Wandsworth y lady Bárbara murió de pena en Tum­bridge Wells antes de terminar el año; así es que fue un gran éxito en todos sentidas.

Sin embargo, fue, permitiéndo­me emplear un término teatral para aplicarle a uno de los mayores mis­terios del mundo sobrenatural o, en lenguaje más científico, del mun­do superior a la Naturaleza, una creación de las más difíciles y ne­cesitó sus tres buenas horas para terminar los preparativos.

Por fin todo estuvo listo y él con­tentísimo de su disfraz. Las gran­des,botas de montar, que hacían jue­go con el traje, eran, eso sí, un poco holgadas para él, y no pudo encon­trar más que una de las dos pistolas de arzón; pero, en general, quedó satisfechísimo, y a la una y cuarto pasó a través del estuco y bajó al corredor.

Cuando estuvo cerca de la habi­tación ocupada por los gemelos, y a la que se llamaba el dormitorio azul por el color de sus cortinajes, se encontró con la puerta entre­abierta.

A fin de hacer una entrada efec­tista, la abrió de par en par con violencia, pero se le vino encima una jarra de agua que le empapó hasta los huesos, no dándole en el hombro por unos milímetros. Al mismo tiempo oyó unas risas sofo­cadas que partían de la doble cama con dosel.

Su sistema nervioso sufrió tal con­moción que regresó a sus habitacio­nes a toda prisa y al día siguiente tuvo que permanecer en la cama con un fuerte catarro. El único con­suelo que tuvo fue el de no haber llevado su cabeza sobre los hom­bros, pues de lo contrario las conse­cuencias hubieran podido ser más graves. Desde entonces renunció para siempre a espantar a aquella recia familia de americanos, y se contentó, por regla general, con va­gar por el corredor, en zapatillas de fieltro, envuelto el cuello en una gruesa bufanda, por temor a las co­rrientes de aire, y provisto de un pequeño arcabuz, para el caso en que fuese atacado por los gemelos.

Hacia el 19 de septiembre fue cuando recibió el golpe de gracia. Había bajado por la escalera has­ta el espacioso hall, seguro de que en aquel sitio por lo menos nadie le iba a molestar, y se entretenía en hacer observaciones satíricas sobre las grandes fotografías del ministro de los Estados Unidos y de su mu­jer, hechas en casa por Saroni (1) y que ahora ocupaban el lugar de los retratos de la familia Canterville.

Iba vestido, sencilla pero decen­temente, con un largo sudario sal­picado de moho de cementerio. Se había atado la quijada con una tira de tela amarilla y llevaba una lin­ternita y un azadón de sepulturero. En una palabra, iba disfrazado de «Jonás el desenterrador, o el ladrón de cadáveres de Chertsey Barn». Era una de sus creaciones más nota­bles y de la que guardaban recuer­do, con más motivo, los Canterville, ya que fue la verdadera causa de su riña con lord Rufford, vecino suyo.

Serían próximamente las dos y cuarto de la madrugada, y a su jui­cio, no se movía nadie en la casa. Pero cuando se dirigía tranquilamen­te hacia la biblioteca, para ver lo que quedaba de la mancha de sangre, se abalanzaron hacia él, desde un rin­cón sombrío, dos siluetas, agitando locamente sus brazos sobre sus cabe­zas, mientras gritaban a su oído: 

-¡Uú! ¡Uú! ¡Uú!

Lleno de pánico, cosa muy natural en aquellas circunstancias, se pre­cipitó hacia la escalera, pero enton­ces se encontró frente a Washing­ton Otis, que le esperaba armado con la gran regadera del jardín; de tal modo, que cercado por sus ene­migos, casi acorralado, tuvo que evaporarse en la gran estufa de hie­rro colado, que felizmente para él, no estaba encendida, y abrirse paso hasta sus habitaciones por entre los cañones de las chimeneas, llegando a su refugio en el,, lamentable esta­do en que lo pusieron la agitación, el hollín y la desesperación.

Desde aquella noche no volvió a vérsele nunca en expediciones noc­turnas. Los gemelos se quedaron muchas veces en acecho para sor­prenderle, sembrando de cáscaras de nuez los corredores todas las no­ches, con gran enojo de sus padres y de los criados. Pero fue inútil. Su amor propio estaba profundamente herido sin duda y no quería mos­trarse.

En vista de ello, míster Otis re­anudó de nuevo el trabajo en su gran obra sobre la historia del par­tido demócrata, obra que había em­pezado tres años antes.

La señora Otis organizó un clam­bake (2) extraordinario, que dejó muy impresionados a todos los de la co­marca.

Los niños se dedicaron a jugar a la barra, al écarté, al póquer y a otros juegos típicos de América.

Virginia dio paseos a caballo por caminos y veredas, en compañía del duque de Cheshire, que se hallaba en Canterville pasando su última se­mana de vacaciones.

Todo el mundo se figuraba que el fantasma había desaparecido, y en consecuencia, míster Otis escribió una carta a lord Canterville para co­municárselo, y recibió en contesta­ción otra carta en la que éste le tes­timoniaba el placer que le producía la noticia y enviaba sus más since­ras felicitaciones a la digna esposa del ministro.

Pero los Otis se equivocaban.

El fantasma seguía en la casa, y aunque se hallaba muy delicado, no estaba dispuesto a retirarse, sobre todo después de saber que figuraba entre los invitados el duque de Che­shire, cuyo tío, lord Francis Stilton, apostó una vez cien guineas con el coronel Carbury a que jugaría a los dados con el fantasma de Canter­ville.

A la mañana siguiente se encon­traron a lord Stilton tendido sobre el suelo del salón de juego en un estado de parálisis tal, que, a pesar de la edad avanzada que alcanzó, no pudo ya nunca pronunciar más palabra que ésta:

-¡Seis dobles!

Esta historia era muy conocida en su tiempo, aunque, en atención a los sentimientos de las dos nobles familias, se hiciera todo lo posible por ocultarla, y existe un relato de­tallado de todo lo referente a ella en el tomo tercero de las Memorias de lord Tattle sobre el príncipe re­gente y sus amigos.

Desde entonces el fantasma de­seaba vehementemente probar que no había perdido su influencia sobre los Stilton, con los que además es­taba emparentado, pues una prima hermana suya se casó en Secondes­noces con el señor Bulkeley, del que descienden en línea directa, como todo el mundo sabe, los duques de Cheshire.

Por consiguiente, hizo sus prepa­rativos para mostrarse al joven ena­morado de Virginia en su famoso papel del «Fraile vampiro, o el bene­dictino sin sangre».

Era un espectáculo tan espantoso que cuando la vieja lady Startup se lo vio representar, es decir, la vís­pera del Año Nuevo de 1764, em­pezó a lanzar chillidos agudos, que le provocaron un fuerte ataque de apoplejía y su fallecimiento al cabo de tres días, no sin que desheredara antes a los Canterville que eran sus parientes más cercanos y legase todo su dinero a su farmacéutico de Londres.

Pero, a última hora, el terror que le inspiraban los gemelos le retuvo en su habitación y el joven duque durmió tranquilo en el gran lecho con dosel coronado de plumas del dormitorio real, soñando con Vir­ginia.




Continúa leyendo esta historia en "El fantasma de Canterville - Oscar Wilde - Capítulo V"






(1) El fotógrafo más notable de In­glaterra en esa época. Su nombre com­pleto era Oliver Saroni. Nació en Ca­nadá. Muchas personas hacían un via­je especial a Scarborough, donde tenía su residencia, para ser retratados por él. The History of Photography... Oxford, 1955, pp. 228-229.



(2) Especie de tarta hecha con alme­jas. Plato típico americano que figu­ra en el menú de los días de campo. Se cuece al aire libre, bajo brasas aco­modadas entre piedras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario