Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

miércoles, 18 de marzo de 2015

El fantasma de Canterville - Oscar Wilde - Capítulo VII - Final

Viene de "El fantasma de Canterville - Oscar Wilde - Capítulo VI"




CAPITULO VII 



Cuatro días después de estos cu­riosos sucesos, a eso de las once de la noche, salía un fúnebre cortejo de Canterville House. 

La carroza iba arrastrada por ocho caballos negros, cada uno de los cuales llevaba adornada la cabe­za con un gran penacho de plumas de avestruz, que se inclinaban como saludando. 

La caja de plomo iba cubierta con un rico paño púrpura, sobre el cual estaban bordadas en oro las armas de los Canterville. 

A cada lado del carro y de les coches marchaban los criados, lle­vando antorchas encendidas. Toda aquella comitiva tenía un aspecto grandioso e imponente. 

Lord Canterville presidía el due­lo; había venido del País de Gales expresamente para asistir al entie­rro y ocupaba el primer coche con la pequeña Virginia. 

Después iban el ministro de los Estados Unidos y su esposa, y de­trás Washington y los dos mucha­chos. 

En el último coche iba la señora Umney. Todo el mundo convino en que después de haber sido atemori­zada por el fantasma por espacio de más de cincuenta años, tenía real­mente derecho a verle desaparecer para siempre. 

Cavaron una profunda fosa en un rincón del cementerio, precisamente bajo el tejo centenario, y dijo las últi­mas oraciones, del modo más solem­ne, el reverendo Augusto Dampier. 

Una vez terminada la ceremonia, los criados, siguiendo una an*igua costumbre establecida en la familia Canterville, apagaron sus antorchas. 

Luego, al bajar la caja a la fosa, Virginia se adelantó, colocando en­cima de ella una gran cruz hecha con flores de almendro, blancas y rosadas. 

En aquel momento salió la luna de detrás de una nube e inundó el cementerio con sus rayos de silen­ciosa plata, y de un bosquecillo cer­cano se elevó el canto de un ruise­ñor. 

Virginia recordó la descripción que le hizo el fantasma del jardín de la muerte; sus ojos se llenaron de lágrimas y apenas pronunció una palabra durante el regreso a la casa. 

A la mañana siguiente, antes que lord Canterville partiese para la ciu­dad, la señora Otis conferenció con él respecto de las joyas entregadas por el fantasma a Virginia. 

Eran magníficas. Había sobre to­do un collar de rubíes, en una anti­gua montura veneciana, que era un espléndido trabajo del siglo XVI, y el conjunto representaba tal canti­dad que míster Otis sentía grandes escrúpulos en permitir a su hija el aceptarlas. 

-Milord -dijo el ministro-, sé que en este país el concepto de va­nos muertas, se aplica lo mismo a los objetos menudos que a las tie­rras, y es evidente, evidentísimo para mí, que estas joyas deben quedar en poder de usted como legado de fa­milia. Le ruego, por lo tanto, que consienta en llevárselas a Londres, considerándolas simplemente como una parte de su herencia que le fue­ra restituida en circunstancias extra­ordinarias. En cuanto a mi hija, no es más que una chiquilla, y hasta hoy, me complace decirlo, siente poco interés por esas futilezas de lujo superfluo. He sabido igualmen­te por la señora Otis, cuya autori­dad no es despreciable en cosas de arte, dicho sea de paso, pues ha tenido la suerte de pasar varios in­viernos en Boston cuando era una jovencita, que esas piedras precio­sas tienen un gran valor monetario y que'si se pusieran en venta producirían una bonita suma. En estas cir­cunstancias, lord Canterville, reco­nocerá usted, indudablemente, que no puedo permitir que queden en manos de ningún miembro de mi fa­milia. Además de que todas esas ba­ratijas y chucherías y todos esos ju­getes, por muy apropiados y nece­sarios que sean a la dignidad de la aristocracia británica, estarían fue­ra de lugar entre personas educadas de acuerdo con los severos princi­pios, según los inmortales principios, pudiera decirse, de la sencillez re­publicana. Quizá me atrevería a de­cir que Virginia tiene gran interés en que le deja usted la cajita que encierra esas joyas en recuerdo de las locuras y de los infortunios de su antepasado. Y como esa caja ya es muy vieja y, por consiguiente, de­terioradísima, quizá encuentre us­ted razonable acoger favorablemen­te su deseo. En cuanto a mí, con­fieso que me sorprende grandemen­te ver a uno de mis hijos demostrar interés por una cosa de la Edad Me­dia, y la única explicación que le encuentro es que Virginia nació en un barrio de Londres, a poco de re­gresar la señera Otis de una excur­sión a Atenas. 

Lord Canterville escuchó con gran atención y muy serio el discur­so del digno ministro, atusándose de vez. en cuando su bigote gris, para ocultar una sonrisa involun­taria. 

Una vez que hubo terminado mís­ter Otis, le estrechó cordialmente la mano y contestó: 

-Mi querido amigo, su encanta­dora hija ha prestado un servicio im­portantísimo a mi desgraciado ante­cesor, sir Simón. Mi familia y yo es­tamos llenos de gratitud hacia ella por su maravilloso valor y por la sangre fría que ha demostrado. Las joyas le pertenecen, sin duda algu­na, y creo que si tuviese yo la su­ficiente insensibilidad para quitárse­las, el viejo malvado saldría de su tumba al cabo de quince días para hacerme la vida infernal. En cuan­to a que sean joyas de familia, no podrían serlo sino después de estar especificadas como tales en un tes­tamento en forma legal, y la existen­cia de estas joyas permaneció siem­pre ignorada. Le aseguro que son tan mías como de su mayordomo. Cuando miss Virginia sea mayor, creo que le encantará tener cosas tan lindas para lucir. Además, mís­ter Otis, olvida usted que adquirió el inmueble y el fantasma bajo in­ventario. De modo que todo lo que pertenece al fantasma le pertenece a usted. A pesar de las pruebas de actividad que ha dado sir Simón por el corredor, no por eso deja de estar menos muerto, desde el punto de vista legal, y su compra le hace a usted dueño de lo que le perte­necía a él. 

Míster Otis se quedó muy preocu­pado ante la negativa de lord Can­terville, y le rogó que reflexionara nuevamente su decisión; pero el ex­celente par se mantuvo firme y ter­minó por convencer -al ministro de que aceptase el regalo del fantasma. 

Cuando en la primavera de 1890 la duquesa de Cheshire fue presen­tada por primera vez en la recep­ción de la reina, con motivo de su casamiento, sus joyas fueron tema de general comentario y admiración. Porque Virginia fue agraciada con la diadema que se otorga como re­compensa a todas las americanitas de buena conducta, y se casó con su novio en cuanto éste llegó a la mayoría de edad. 

Eran ambos tan simpáticos y agra­dables, y además se amaban de tal manera, que no hubo quien no estu­viese encantado con aquel matrimo­nio, menos la anciana marquesa de Dumbleton que había hecho todo lo posible por “pescar” al joven duque casarle con alguna de sus siete hijas. Para conseguirlo no dio me­nos de tres comidas costosísimas; y, cosa extraña de notarse, míster Otis en cierto modo la había ayudado. Míster Otis sentía una viva sîm­patía personal por el duque, pero teóricamente era enemigo de los tí­tulos nobiliarios y, según sus pro­pias palabras: “era de temer que, entre las influencias enervantes de una aristocracia ávida de placeres, llegase a olvidar su hija los verda­deros principios de la sencillez re­publicana”. 

Sus observaciones quedaron olvi­dadas cuando avanzó por la nave central de la iglesia de San Jorge, en Hanover Square, llevando a su hija, apoyada en su brazo, hacia el altar. No había en esos momentos un padre más orgulloso en todo el territorio de Inglaterra. 

El duque y la duquesa, pasada ya la luna de miel, regresaron a Canter­ville Chase; y al día siguiente de su llegada, por la tarde, fueron a dar una vuelta por el cementerio solita­rio del atrio de la iglesia próxima al pinar. 

Al principio, se había tenido una serie de dificultades acerca de la inscripción que debería figurar en la lápida de sir Simón, pero al fin se decidió grabar sólo las inicia­les del nombre de aquel caballero ylos versos que estaban escritos so­bre la ventana de la biblioteca. La duquesa trajo consigo un ramo de rosas precioso y lo dejó sobre la tumba; y después de permanecer unos momentos de pie, caminaron dirigiéndose hacia el claustro en rui­nas de la vieja abadía; la duquesa se sentó sobre el caído pilar de una columna, mientras que su esposo, descansando a sus pies, fumaba un cigarrillo contemplando a su esposa y mirando sus bellos ojos. De pron­to, tiró el cigarro, le tomó la mano y le dijo: 

-Virginia, una buena esposa nunca debe tener secretos para su esposo. 

-¡Querido Cecil! Yo no tengo secretos para ti. 

-Sí que los tienes -contestó él sonriendo-. Nunca me has contado lo que te pasó mientras estuviste en­cerrada con el fantasma. 

-Nunca se lo he contado a nadie, Cecil -dijo Virginia con una acti­tud reposada y seria. 

-Ya lo sé, pero a mí podrías de­círmelo. 

-Por favor no me preguntes, Cecil; no puedo decírtelo. ¡Pobre sir Simón! Le debo mucho. Sí, no te rías, Cecil, de veras, mucho le debo. Me hizo ver lo que era la vida, y lo que significa la muerte; y por qué el amor es más fuerte que am­bas. 

El duque se levantó inclinándose para besar amorosamente a su es­posa. 

-Puedes guardarte tu secreto mientras pueda ser yo el dueño de tu corazón -murmuró. 

-Ese siempre ha sido tuyo, Cecil. 

-Y algún día se lo contarás a nuestros hijos, ¿no es verdad? Virginia se sonrojó. 



FIN DE 

«EL FANTASMA DE CANTERVILLE»


No hay comentarios:

Publicar un comentario