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lunes, 16 de marzo de 2015

El fantasma de Canterville - Oscar Wilde - Capítulo V

Viene de "El fantasma de Canterville - Oscar Wilde - Capítulo IV"





CAPITULO V



Unos días después, Virginia y su adorador de cabello rizado dieron un paseo a caballo por los prados de Brockley, paseo en el que ella se desgarró su vestido de amazona al saltar un seto, y de vuelta a su casa, entró por la escalera de detrás para que no la viesen.

Al pasar corriendo por delante de la puerta del salón de tapices, que estaba abierta de par en par, le pa­reció ver a alguien dentro. Pensó que sería la doncella de su madre, que iba con frecuencia a trabajar a esa habitación.

Asomó la cabeza para encargarle que le cosiese el vestido.

¡Pero con gran sorpresa suya quien estaba allí era el fantasma de Canterville en persona!

Estaba sentado junto a la ventana contemplando las hojas doradas, que danzaban en el aire, desprendi­das de los árboles amarillentos, y las hojas bermejas que bailaban loca­mente a lo largo de la gran avenida.

Tenía la cabeza apoyada en una mano y toda su actitud revelaba el desaliento más profundo.

Realmente presentaba un aspecto tan desamparado, tan abatido que la pequeña Virginia, en vez de ceder a su primer impulso, que fue echar a correr y encerrarse en su cuarto, se sintió llena de compasión y se decidió a ir a consolarle.

Tenía la muchacha un paso tan ligero y él una melancolía tan hon­da, que no se dio cuenta de su pre­sencia hasta que le habló.

-Lo he sentido mucho por us­ted -dijo-, pero mis hermanos re­gresan mañana a Eton y entonces, si se porta usted bien, nadie le ator­mentará.

-Es absurdo pedirme que me porte bien -le respondió contem­plando estupefacto a la jovencita que tenía la audacia de dirigirle la palabra-. Perfectamente inconcebi­ble. Me es necesario arrastrar mis cadenas, gruñir a través de las cerra­duras, y deambular en la noche. Si es a eso a lo que se refiere, le diré que todo ello es la única razón de mi existencia.

-Ésa no es una razón para vivir molestando a la gente. En sus tiem­pos fue usted muy malo, ¿sabe? La señora Umney nos contó el mismo día en que llegamos, que usted mató a su esposa.

-Sí, lo reconozco -respondió petulante el fantasma-. Pero fue un asunto de familia que a nadie le importa.

-Está muy mal eso de matar a alguien -replicó Virginia, que a ve­ces adoptaba una dulce actitud pu­ritana, heredada posiblemente de al­guno de sus antepasados de la vieja Nueva Inglaterra.

-¡Oh, detesto la ramplona seve­ridad de la ética abstracta! Mi es­posa era muy poco agraciada y sim­plona. Nunca pudo almidonar bien mis puños, y no sabía nada de co­cina. Vea usted, un día cacé un mag­nífico cervatillo en los bosques de Hogley, un espléndido gamo, ¿y sabe usted cómo me lo sirvió en la mesa? Bueno..., eso ahora no im­porta, ya pasó; pero sin embargo, no hallo nada bien que sus hermanos me dejasen morir de hambre, aun­que yo la hubiese matado.

-¡Le dejaron morir de hambre! ¡Ay, señor fantasma! ¡Quiero de­cir, don Simón! ¿Tiene usted ham­bre? Tengo un sandwich en mi cos­turero, ¿no lo quiere?

-No, gracias, ahora ya no nece­sito comer; pero de todas maneras, es usted muy amable. Es usted mu­cho más fina y atenta que el resto de su familia que es tan ordinaria, horrorosa, vulgar, y que se condu­cen como bandoleros.

-¡Basta! -exclamó Virgina dan­do con el pie en el suelo-. El bru­tal, horrible y ordinario es usted. En cuanto a lo de bandolero y ladrón, usted bien sabe que me ha robado las pinturas de mi caja para restau­rar esa ridícula mancha de sangre en la biblioteca. Primero me robó todos los rojos, incluyendo el ber­mellón, y ya no pude seguir pintan­do las puestas de sol; después se llevó el verde esmeralda y el ama­rillo cromo; y por último no me han quedado más que el azul añil y el blanco de China, de manera que sólo puedo pintar escenas de claro de luna, que siempre son tristes y nada fáciles de pintar. Nunca lo acusé aunque ello me hacía sentir furiosa, y todo resultaba grotesco, porque, ¿quién ha oído decir que exista la sangre de color verde es­meralda?

-Bueno. en verdad -dijo el fan­tasma, con cierta dulzura-, ¿qué iba yo a hacer? Es dificilísimo en los tiempos actuales agenciarse san­gre de verdad, y ya que su hermano empezó todo esto con su detergente Paragon, no veo por qué no iba yo a usar sus colores para defenderme. En cuanto al tono, es cuestión de gusto. Así, por ejemplo, los Canter­ville tienen sangre azul, la sangre más azul que existe en Inglaterra... Aunque ya sé que ustedes los ame­ricanos no hacen el menor caso de esas cosas.

-No sabe usted nada, y lo me­jor que puede hacer es emigrar y así se desarrollará su mentalidad. Mi padre tendrá un verdadero gus­to en proporcionarle un pasaje gra­tuito, y aunque haya derechos aran­celarios elevadísimos sobre toda cla­se de cosas espirituosas a usted no le pondrán trabas en la aduana. Y una vez en Nueva York puede us­ted contar con un gran éxito. Conoz­co infinidad de personas que darían cien mil dólares por tener antepasa­dos y que sacrificarían mayor can­tidad aún por tener un fantasma en la familia.

-Creo que no me gustaría Amé­rica.

-Quizá se deba a que allí no tenemos ni ruinas ni curiosidades -dijo burlonamente Virginia.

-¡Qué curiosidades ni qué rui­nas! -contestó el fantasma-. Tie­nen ustedes su marina y sus moda­les.

-Buenas noches; voy a pedir a papá que conceda a los gemelos una semana más de vacaciones.

-¡No se vaya, miss Virginia, se lo suplico! -exclamó el fantas­ma-. Estoy tan solo y soy tan des­graciado que no sé qué hacer. Qui­siera irme a dormir y no puedo.

-Es inconcebible: no tiene usted más que meterse en la cama y apa­gar la vela. Algunas veces es difici­lísimo permanecer despierto, sobre todo en una iglesia, pero, en cam­bio, dormir es muy sencillo, hasta los niños saben dormir admirable­mente, y no son nada ilustrados.

-Hace trescientos años que no duermo -dijo el anciano tristemen­te, haciendo que Virginia abriese mucho sus hermosos ojos azules lle­nos de asombro-. Hace ya tres­cientos años que no duermo, y me siento tan cansado...

Virginia adoptó un grave conti­nente y sus finos labios temblaron como pétalos de rosa.

Se acercó y, arrodillándose al la­do del fantasma, contempló su vie­jo rostro marchito.

-Pobre, pobre fantasma -mur­muró-, ¿y no hay ningún lugar donde pueda usted dormir?

-Allá lejos, pasado el pinar -respondió él en voz baja y soña­dora-, hay un jardincito. La hierba crece en él alta y espesa; allí pue­den verse las grandes estrellas blan­cas de la cicuta, allî el ruiseñor canta toda la noche. Canta toda la noche, y la luna de cristal gélido deja caer su mirada y el tejo extiende sus bra­zos de gigante sobre los durmientes.

Los ojos de Virginia se empaña­ron de lágrimas y ocultó la cara en­tre sus manos.

-Se refiere usted al jardín de la muerte -murmuró.

-Sí, de la muerte, ¡la muerte debe ser hermosa! ¡Descansar en la blanda tierra oscura, mientras las hierbas se balancean encima de nuestra cabeza, y escuchar el silen­cio! No tener ni ayer ni mañana. Olvidarse del tiempo y los males de la vida, quedar en paz. Usted puede ayudarme; usted puede abrirme el portal de la morada de la muerte, porque el amor le acompaña a usted siempre, y el amor es más fuerte que la muerte.

Virginia tembló. Un estremeci­miento helado recorrió todo su ser y durante unos instantes hubo un gran silencio. Parecíale vivir en un sueño terrible.

Entonces el fantasma habló de nuevo con una voz que resonaba como los suspiros del viento:

-¿Ha leído usted alguna vez la antigua profecía que hay sobre las vidrieras de la biblioteca?

-¡Oh, muchas veces! -exclamó la muchacha levantando los ovos-. La conozco muy bien. Está pintada con unas curiosas letras negras y se lee con dificultad. No tiene más que estos seis versos:



Cuando una joven rubia logre hacer brotar 
una oración de los labios del peca­dor, 
cuando el almendro estéril dé fruto 
y un pequeño deje correr su llanto, 
entonces, toda la casa quedará tran­quila 
y volverá la paz a Canterville.



Pero no sé lo que significan. 

-Significan que tiene usted que llorar conmigo mis pecados, porque no tengo lágrimas, y que tiene us­ted que rezar conmigo por mi alma, porque no tengo fe, y entonces, si ha sido usted siempre dulce, buena y cariñosa, el ángel de la muerte se compadecerá de mí. Verá usted se­res terribles en las tinieblas y voces malignas susurrarán en sus oídos, pero no podrán hacerle ningún da­ño, porque contra la pureza de una niña no pueden nada las potencias infernales.

Virginia no contestó y el fantas­ma retorcióse las manos en la vio­lencia de su desesperación, sin dejar de mirar la rubia cabeza inclinada.

De pronto se irguió la joven, muy pálida, con un fulgor extraño en los ojos.

-No tengo miedo -dijo con voz firme- y rogaré al ángel que se apiade de usted.

El fantasma, levantándose de su asiento y lanzando un débil grito de alegría, tomó su mano, e inclinán­dose sobre ella con la gracia de los viejos tiempos, la besó.

Sus dedos estaban fríos como el hielo y sus labios abrasaban como el fuego, pero Virginia no flaqueó; después la hizo atravesar la estan­cia sombría.

Sobre el tapiz de un verde apaga­do estaban bordados unos pequeños cazadores. Soplaban en sus cuernos adornados con borlas y con sus lin­das manos le hacían señas de que retrocediese.

-Vuelve sobre tus pasos, Virgi­nia. No sigas. ¡Vete, vete! -grita­ban.

Pero el fantasma le apretaba en aquel momento la mano con más fuerza, y ella cerró los ojos para no verlos.

Horribles alimañas de colas de lagarto y de ojos saltones hacían gui­ños maliciosos en las esquinas de la chimenea, mientras le decían en voz baja:

-Ten cuidado, Virginia, ten cui­dado. Podríamos no volver a verte. Pero el fantasma apresuró entonces el paso y Virginia no oyó nada.

Cuando llegaron al extremo de la estancia, el viejo se detuvo, mur­murando unas palabras que ella no pudo comprender. Volvió Virginia a abrir los ojos y vio disiparse el muro lentamente, como una nebli­na, y abrirse una negra caverna.

Un áspero y helado viento les azo­tó, sintiendo la muchacha que al­guien tiraba de su vestido.



-De prisa, de prisa -gritó el fantasma-, o será demasiado tarde. Y en el mismo momento el muro se cerró de nuevo detrás de ellos y el salón de tapices quedó desierto.





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