Historia
del joven eclesiástico
El reverendo señor
Simon Rolles se había destacado en ciencias morales y había realizado estudios
avanzados de teología. Su ensayo Doctrina de los deberes morales le valió, en
el momento de publicarse, cierta celebridad en la universidad de Oxford, y en
círculos religiosos y eruditos se decía que preparaba ahora una obra
considerable -un infolio, decían algunos- sobre la autoridad de los Padres de
la Iglesia. No obstante, los méritos y los proyectos tan codiciosos del joven señor
Rolles no habían bastado para conseguirle un puesto, y todavía se hallaba a la
espera del primer nombramiento, cuando una tarde, mientras paseaba al azar por
ese barrio de Londres, el aspecto tranquilo y bien cuidado del jardín, sus
deseos de soledad y estudio, y el bajo precio del alquiler, le decidieron a
hospedarse en casa del señor Raeburn, el jardinero de Stockdove Lane. Una vez
que había empleado siete u ocho horas del día a San Ambrosio o San Crisóstomo,
el señor Rolles acostumbraba pasear un rato entre los rosales. Esos momentos
solían ser los más productivos de la jornada. Sucede, sin embargo, que unas
sinceras ganas de reflexión, y el interés por los más elevados problemas intelectuales,
no siempre son suficientes para proteger al filósofo de los pequeños choques y contactos
del mundo. De este modo, cuando el señor Rolles se cruzó con el secretario del
señor Vandeleur, ensangrentado y con las ropas destrozadas, en compañía del
dueño de casa; cuando se dio cuenta de que ambos palidecían y evitaban sus
preguntas; y, sobre todo, cuando el primero de ellos negó su identidad con el mayor
énfasis, la simple curiosidad acabó por predominar sobre los Santos y los
Padres de la Iglesia.
«No, no me equivoco
-se decía el señor Rolles-. Ese muchacho es indudablemente el señor Hartley.
¿Cómo es que se encuentra en este apuro? ¿Por qué me niega su nombre? ¿Y qué tiene
en común con el granuja siniestro del dueño?»
En ésas estaba cuando
otro hecho curioso le llamó la atención. La cara del señor Raeburn apareció en
una ventana baja, cerca de la puerta y, por pura casualidad, sus ojos se
encontraron
con los del señor
Rolles. El jardinero pareció alterado, y hasta atemorizado, y rápidamente bajó
las persianas.
«Todo eso puede no
tener nada de malo - pensó el señor Rolles-, absolutamente nada de malo, pero
confieso que no lo creo. Ese aire de sospecha y de alarma; esas mentiras; ese
miedo a ser vistos: estoy convencido de que esos dos preparan un agravio.»
El detective que
todos tenemos dentro se despertó gritando en el pecho del señor Rolles quien,
con paso firme y acelerado, muy distinto a su manera acostumbrada, empezó a dar
una vuelta al jardín. Al llegar al lugar de la escalada de Harry, se detuvo
ante el rosal destrozado y las huellas en el barro y, alzando la mirada, vio las
marcas en la pared de ladrillo y un pedazo del pantalón enganchado a un casco
de botella.
¡Por aquí había
entrado el buen amigo del señor Raeburn! ¡De este modo era como el secretario del
general Vandeleur venía a admirar las flores del jardín! El joven clérigo,
silbando suavemente, se inclinó a examinar el suelo. Podía ver el sitio donde
Harry había caído al dar su peligroso salto;
reconoció el pie del señor Raeburn, que se había hundido profundamente cuando
levantó al secretario; y aún más, observando de cerca, logró a distinguir las
huellas de dedos que habían
escarbado en el barro para recoger algo caído.
«Palabra de honor
dijo para sus adentros-. Este asunto se pone muy interesante.»
En ese instante
distinguió un objeto casi enteramente hundido en el barro y se inclinó a recoger
un precioso estuche de tafilete, con adornos y un broche dorados. El señor
Raeburn debía haberle pisado sin darse cuenta y luego había escapado a su
búsqueda apresurada. El señor Rolles abrió el estuche y respiró profundamente, con
asombro y casi con terror: ante sus ojos, dispuesto sobre el fondo de
terciopelo verde, brillaba un diamante de grandes dimensiones y de primerísima
agua. La piedra, del tamaño de un huevo de pato, era muy hermosa de forma, sin
el menor defecto, y al recibir un rayo de sol brilló con un resplandor
eléctrico, como si le ardiese en la mano con mil fuegos interiores.
Casi nada sabía el
señor Rolles de piedras preciosas, pero el Diamante del Rajá era una maravilla
que se explicaba a sí misma; un niño que lo encontrase en una aldea habría
echado a correr dando gritos a
la casa más cercana; un salvaje se habría prosternado para adorar un fetiche
tan imponente. La hermosura de la gema halagaba la vista del joven religioso;
la idea de su valor incalculable abrumaba su inteligencia.
Comprendió que tenía
en la mano algo de mayor valor que muchos años de rentas arzobispales, que con una piedra
como ésta sería posible construir catedrales más majestuosas que las de Ely o
Colonia; quien la poseyera se libraría para siempre de la maldición primordial,
podría seguir sus inclinaciones sin prisas ni inquietudes. Levantó el diamante,
lo giró y otra vez despidió rayos fulgurantes que le atravesaron el corazón.
Las decisiones más graves se toman a veces en un instante y sin intervención consciente
de las partes racionales del hombre. El señor Rolles miró nerviosamente a su
alrededor; como antes el señor Raeburn, no vio sino el jardín de flores lleno
de sol, los árboles de altas copas frondosas, la casa con las ventanas cerradas;
en un segundo cerró el estuche, se lo metió en el bolsillo y ya se dirigía
hacia su estudio con la rapidez de la culpa.
El reverendo Simon
Rolles había robado el Diamante del Rajá.
A primera hora de la
tarde la policía llegó a la casa con Harry Hartley. El jardinero, fuera de sí
de terror, no tardó en devolver su botín; se identificaron las joyas y se
levantó un inventario en presencia del secretario.
El señor Rolles, por
su parte, se mostró de lo más servicial, declaró sinceramente lo que sabía y
lamentó no poder hacer más para ayudar a los oficiales en el cumplimiento de
sus obligaciones.
-Considero que para
ustedes el caso está cerrado -les dijo.
-De ningún modo
-respondió el inspector de Scotland Yard, y le explicó el segundo robo de que había sido
víctima Harry. Luego hizo un breve recuento de las joyas que faltaban y dio al joven eclesiástico
algunos detalles sobre el Diamante del Rajá.
-Valdrá una fortuna
-dijo el señor Rolles.
-Diez fortunas,
veinte fortunas -respondió el oficial.
-Cuanto más alto sea
su precio, más difícil será venderlo -observó agudamente Simon-. Una piedra
como ésa no puede disimularse, y lo mismo daría vender la Catedral de San
Pablo.
-Claro -dijo el
oficial-, pero si el hombre es inteligente, la dividirá en tres o cuatro partes
y aún tendrá lo bastante para hacerse rico.
-Muchas gracias -dijo
el clérigo-. No sabe usted cómo me ha interesado su conversación.
El funcionario
admitió que en su profesión se aprendían muchas cosas extrañas y se despidió.
El señor Rolles
volvió a sus habitaciones. Le parecieron más pequeñas y frías que de costumbre;
los materiales reunidos para su gran obra nunca habían tenido tan poco interés;
miró su biblioteca con ojos de menosprecio, sacó uno a uno varios volúmenes de
los Padres de la Iglesia y les echó un vistazo, pero en ninguno encontró lo que
buscaba.
«Estos caballeros
-pensó- son, no tengo duda, escritores magníficos, pero me parece que nada
saben de la vida. Aquí estoy, con suficientes conocimientos como para ser
obispo, y no tengo la menor idea del modo de deshacerme de un diamante robado.
Un simple policía me da una sugerencia y yo, con todos mis infolios, no puedo
llevarla a cabo. Esto me inspira una idea muy pobre de la formación
universitaria.»
Derribó su estantería
de un puntapié, se puso el sombrero y se marchó al club del cual era miembro.
En un lugar tan
mundano creía poder hallar alguien de buen criterio y con gran experiencia de
la vida. En primer lugar entró a la sala de lectura, donde encontró a varios
clérigos de provincias y a un archidiácono; luego pasó junto a tres periodistas
y un autor de metafísica superior que jugaban al billar; más tarde, a la hora
de la cena, no vio sino las caras vulgares y borrosas de la gente
ordinaria que llena los clubes.
Ninguno de los
presentes, se dijo el señor Rolles, sabe más que yo de asuntos peligrosos; no
hay uno solo que sea capaz de ayudarme.
Finalmente, cuando
subió al salón de fumar, tras agotarse en las muchas escaleras, se encontró con
un caballero más bien grueso, vestido con elegante sencillez. Estaba fumando un
puro y leyendo la Fortnightly Review; no había en sus facciones el menor rasgo
de preocupación o cansancio; algo en su aspecto invitaba a la confianza y
exigía la sumisión. Cuanto más le miraba el joven
eclesiástico, más se convencía de que había encontrado a alguien que podía
darle un buen consejo.
-Señor -le dijo-,
perdone usted mi inoportunidad, pero observo por su aspecto que es usted lo que
se llama un hombre de mundo.
-Tengo, en efecto, algunos
títulos para aspirar a esa distinción -dijo el desconocido, poniendo de lado su
revista con una mirada de sorpresa y curiosidad.
-Yo, señor -siguió
diciendo el clérigo-, soy un hombre solitario, un estudioso, vivo entre mis
tinteros y mis infolios de los Padres de la Iglesia. Algo que sucedió hace poco
me ha hecho ver con claridad mi locura y ahora quisiera conocer la vida. Cuando
digo la vida, no me refiero a las novelas de Thackeray, sino los actos criminales
y las posibilidades secretas de nuestra sociedad, y los principios de una
conducta atinada en medio de hechos excepcionales. Soy un lector resignado:
¿esto puede aprenderse en los libros?
-Usted me hace una
pregunta complicada - respondió el caballero-. Confieso que no tengo mucho
trato con los libros, como no sea para distraerme cuando viajo en tren. Me
dicen, sin embargo, que existen tratados muy precisos sobre la astronomía, el
uso de los globos, la agricultura y el arte de fabricar flores de papel. Me
temo, por el contrario, que sobre las regiones más ocultas de la
vida no encontrará nada digno de confianza. Aunque, espere usted - añadió-: ¿ha
leído a Gaboriau?
El señor Rolles
reconoció que ni siquiera había oído ese nombre.
-En Gaboriau hallará
unas cuantas ideas. Por lo demás, es un autor sugestivo, muy leído por el
príncipe Bismarck; en el peor de los casos, perderá usted el tiempo en buena
compañía. -Señor, le estoy enormemente agradecido por su gratitud -dijo el
joven eclesiástico.
-Ya me ha pagado
usted.
-¿Cómo? -quiso saber
el señor Rolles.
-Con la novedad de
sus preguntas -dijo el caballero y, con un gesto de amabilidad, como si pidiera
permiso, prosiguió su análisis de la Fortnightly Review.
De regreso a su casa
el señor Rolles compró un libro sobre piedras preciosas y varias novelas de
Gaboriau. Leyó con gran interés las novelas hasta una hora avanzada pero, si
bien encontró muchas ideas nuevas, no descubrió lo que debe hacerse con un
diamante robado. Le molestaba, además, encontrar la información esparcida entre
muchas historias románticas, y no expuesta con toda sobriedad, como en un manual;
concluyó que, si bien el autor había pensado mucho en sus temas, carecía por
completo de método didáctico. En cambio no pudo contener su admiración ante el
temperamento y los muchos méritos de Lecoq.
-Ese sí que era un
hombre -se dijo-. Conocía el mundo como yo las Evidencias de Paley. No había
nada que no llevase a cabo con sus propias manos, a pesar de mil dificultades.
¡Cielos! -exclamó-. ¿No es ésa la lección? ¿Acaso debo aprender yo mismo a
cortar diamantes?
Tuvo la impresión de
que había dejado atrás, de repente, toda su vacilación. Se acordó de que conocía
en Edimburgo a un joyero, un tal B. Macculloch, que le daría gustosamente la
formación necesaria; unos cuantos meses, o tal vez años, de duro trabajo y
tendría la habilidad para dividir el
Diamante del Rajá y la astucia para venderlo con provecho. Luego podría volver tranquilamente
a sus investigaciones, ser un erudito rico y elegante, admirado y respetado por
todos. Acabó por dormirse y sus sueños estuvieron llenos de visiones doradas;
despertó con el sol de la mañana, descansado y de buen humor.
Ese día la policía
cerró la casa del señor Raeburn, lo cual dio al señor Rolles un buena excusa para trasladarse.
Preparó jovialmente su equipaje, lo llevó a la estación de King's Cross, donde
lo dejó en la consigna, y volvió a su club para pasar la tarde y cenar.
-Si come usted aquí,
Rolles -le dijo un amigo-, tendrá usted la oportunidad de ver a dos de los
hombres más destacables de Inglaterra: el príncipe Florizel de Bohemia y el
viejo Jack Vandeleur.
-He oído hablar del
príncipe -dijo el señor Rolles-, y hasta he sido presentado al general Vandeleur.
-El general Vandeleur
es un asno -replicó el otro-. Este es su hermano John, el más grande aventurero,
la mayor autoridad en piedras preciosas y uno de los diplomáticos más
ingeniosos de Europa. ¿Nunca ha
oído hablar de su duelo con el duque de Val d'Orge? ¿De sus heroicidades y
atrocidades cuando fue dictador del Paraguay? ¿De la habilidad con que recuperó
las joyas de sir Samuel Levi? ¿O de sus servicios durante la rebelión, en la
India, servicios que el Gobierno aprovechó pero que no se atreve a reconocer?
Me hace usted preguntarme qué es la fama, o la infamia, pues Jack Vandeleur tiene
títulos prodigiosos para ambas cosas. Vaya al comedor -siguió diciendo-,
solicite una mesa cerca de ellos y escuche atentamente. O mucho me equivoco o
podrá oír una conversación interesante.
-Pero ¿cómo
reconocerles?
-¡Reconocerles! El
príncipe es el más cumplido caballero de Europa, la única persona del mundo que
tiene aspecto de rey. En cuanto a Jack Vandeleur, imagínese a Ulises de setenta
años, con la cara cruzada por un sablazo, y lo tendrá delante. ¡Reconocerlos,
dice usted! ¡Les encontraría en medio de la multitud del Derby!
Rolles dirigió
apresuradamente al comedor. Su amigo estaba en lo cierto: imposible no
reconocer a los dos personajes. El viejo John Vandeleur era de una gran
fortaleza y se le veía habituado a los más arduos ejercicios. No tenía el
aspecto de un espadachín, ni de un marino, ni de un hombre que
se pasa la vida a caballo, pero algo había de todo eso en su persona, algo que era resultado y
expresión de muchos hábitos y habilidades. Sus rasgos eran firmes y aquilinas;
su expresión arrogante, como de un ave de presa, todo su aspecto revelaba al
hombre de acción decidido,
violento, sin escrúpulos; y su abundante cabellera blanca, y el profundo sablazo
que le marcaba la nariz y la sien, añadían un toque de ferocidad a una cabeza
ya de por sí notable y amenazadora.
En su acompañante, el
príncipe de Bohemia, el señor Rolles tuvo la sorpresa de reconocer al caballero
que le había aconsejado la lectura de Gaboriau. Sin duda el príncipe Florizel,
quien venía muy poco al club -del cual, como de casi todos los demás, era
miembro honorario- había
estado esperando a
John Vandeleur cuando Simon se dirigió a él la noche anterior.
Los demás comensales
se habían retirado humildemente a las esquinas del salón, dejando a la
distinguida pareja en cierto aislamiento. El joven eclesiástico, a quien no
detenía ningún temor, entró decididamente y fue a sentarse en la mesa de al
lado.
Efectivamente, la
conversación resultó nueva para sus oídos de estudioso. El ex dictador del
Paraguay contaba con experiencias en muchos lugares del mundo, y el príncipe
hacía comentarios que, para un hombre de pensamiento,eran aún más interesantes
que los propios hechos. Dos formas de experiencia se ofrecían juntas al señor
Rolles, que no sabía a quién admirar más, si al actor temerario o al profundo conocedor
de la vida; al hombre que hablaba con tanto atrevimiento de sus propias
aventuras y peligros, o al hombre que, como un dios, parecía conocerlo todo y
no haber sufrido nada, las formas de cada uno correspondían a sus papeles en la
conversación. El dictador se permitía brutalidades en sus palabras y sus gestos;
la mano abierta se cerraba en un puño para golpear la mesa, la voz sonaba
fuerte y escandalosa. El príncipe, por el contrario, parecía un modelo de suave
y dócil educación; el menor de sus movimientos, la más leve inflexión de su voz
pesaban más que todos los gestos y pantomimas de su compañero, si relataba una
de sus experiencias personales, era con tal prudencia que pasaba inadvertida
entre las demás cosas que decía.
Acabaron por hablar
de los recientes robos y del Diamante del Rajá.
-Ese diamante estaría
mejor en el fondo del mar -observó el príncipe Florizel.
-Siendo yo un
Vandeleur -respondió el dictador-, Su Alteza podrá imaginar mi discrepancia.
-Hablo por motivos de
interés público - siguió diciendo Florizel-. Las joyas tan valiosas debían
estar reservadas a la colección de un príncipe o al tesoro de una gran nación.
Dejarlas en manos de hombres vulgares es poner precio a la cabeza de la virtud.
Si el rajá de Kashgar -entiendo que es un príncipe muy culto- quería vengarse
de los europeos, le hubiera sido complicado encontrar un modo más eficaz que
enviarnos esa manzana de la discordia. No hay honradez lo bastante fuerte para
esa prueba.
Yo mismo, que tengo
muchos deberes y privilegios propios, yo mismo, señor Vandeleur, apenas si
podría tocar ese cristal aturdidor y sentirme seguro. Respecto a usted, cazador
de diamantes por gusto y por profesión, no creo que exista en el mundo un
crimen que no estaría dispuesto a cometer, ni un amigo al que no traicionaría
de buena gana; no sé si tiene familia, y si la tiene, digo que sacrificaría a
sus hijos, ¿para qué? No para ser más rico, ni para disfrutar más o ser más
respetado, sino tan sólo para decir que el diamante es suyo durante uno o dos
años, hasta su muerte, y abrir de cuando en cuando la caja fuerte y mirarlo
como se mira un cuadro.
-Es verdad -dijo
Vandeleur-. He cazado muchas cosas, desde hombres y mujeres hasta mosquitos; he
buceado en busca de coral; he perseguido ballenas y tigres: el diamante es la primera
de las presas. Tiene hermosura y valor, es la única recompensa suficiente para
el ardor de la caza. Ahora, ya
lo supone Su Alteza, estoy sobre una pista; tengo gran instinto y mucha experiencia; conozco
cada una de las mejores gemas de la colección de mi hermano como un pastor
conoce sus ovejas; ¡que me caiga muerto si no recobro hasta la última piedra!
-Sir Thomas Vandeleur
tendrá muchas razones para agradecérselo -observó el príncipe.
-No lo creo así
-respondió el dictador, echándose a reír-. Uno de los Vandeleur, en todo caso.
Thomas o John, Pedro o Pablo, todos somos apóstoles.
-No entiendo lo que
quiere usted decir -dijo el príncipe con cierto tono de desprecio.
En ese instante el
camarero vino a avisarle al señor Vandeleur que el coche de alquiler que había
solicitado esperaba en la puerta.
El señor Rolles miró
el reloj y se dio cuenta de que también él debía irse; la coincidencia le produjo
una impresión viva y molesta, pues hubiera deseado no ver más al cazador de diamantes.
Tanto estudiar había alterado un poco los nervios del joven, que acostumbraba a
viajar de la manera más lujosa; en esta ocasión había hecho una reserva en el
coche-cama.
-Estará usted muy
cómodo -le dijo el encargado al subir al tren-. No hay nadie más en el compartimiento
y sólo un caballero de edad al otro extremo. Casi era la hora de partir, y el
señor Rolles estaba enseñando su billete, cuando vio al otro pasajero que subía
al coche, seguido por varios mozos de estación; hubiese deseado ver a cualquier
otra persona: era el viejo John Vandeleur, el ex dictador.
Los coches-cama de la
línea del Norte están divididos en tres compartimientos, dos a los extremos,
para los pasajeros, y uno al centro, con lavabos y otros servicios. Una puerta
corrediza separa el lavabo del resto de los compartimientos, pero como no está
provista de llaves ni cerrojos, todo el coche es, en la práctica, un terreno
común.
El señor Rolles
estudió la situación y se dio cuenta de que se hallaba desvalido. Si el
dictador decidía hacerle una visita durante la noche, no le quedaba otra salida
que aceptarla; no tenía ningún modo de hacerse fuerte, era tan vulnerable a un
ataque como si estuviese en medio del campo. Se sintió un poco alarmado pensando
en las palabras presuntuosas que oyera a su compañero de viaje en el comedor y en
los actos de inmoralidad que el príncipe había aguantado con repugnancia.
Recordaba haber leído en alguna parte que existen personas peculiarmente
dotadas para detectar la presencia de metales preciosos. Se dice que son capaces
de sentir el oro a través de las paredes, y aun a grandes distancias. Se
preguntó si no podía suceder lo mismo con las piedras preciosas, y en ese caso,
¿quién podía poseer esa sensibilidad trascendental sino el
hombre que se ufanaba con el título de Cazador de Diamantes?
El señor Rolles sabía
que de ese hombre podía temerlo todo y deseó ardientemente que llegara cuanto
antes el día siguiente. Mientras tomó todas las precauciones posibles, escondió
el diamante en el bolsillo más secreto de sus ropas y se encomendó con devoción
al cuidado de la Providencia.
El tren seguía su
curso tan rápidamente como siempre y casi había alcanzado la mitad del camino
cuando el sueño empezó a triunfar sobre la intranquilidad en el pecho del señor
Rolles.
Durante un rato
intentó vencer su influencia, pero sentía cada vez más sueño y, antes de que el
tren pasara por York, decidió acostarse un poco y cerrar los ojos. Se durmió
inmediatamente. Su último pensamiento fue para su aterrador vecino.
Despertó en la
penumbra que atenuaba apenas la lamparilla de noche; por el ruido y el movimiento
se dio cuenta de que el tren mantenía su velocidad. Se incorporó invadido por un
gran pánico, pues le habían atormentado sueños intranquilos, tardó unos
segundos en recuperar el dominio de sí mismo y, cuando volvió a acostarse, ya
le fue imposible volver a dormir; se quedó despierto, con los ojos clavados en
la puerta del lavabo y el cerebro poseído por una violenta agitación. Se puso
el sombrero sobre la frente para escudarse de la luz y recurrió a los métodos
habituales, como contar hasta mil o tratar de no pensar en nada, con que
los enfermos
experimentados atraen el sueño.
Todo fue inútil: le
acosaban media docena de ansiedades distintas; el viejo al otro lado del coche
asumía las formas más alarmantes y, cualquiera fuese la postura que adoptara,
el diamante que guardaba en el bolsillo se volvió una verdadera incomodidad
física, le quemaba, era demasiado grande, le lastimaba las costillas; durante
fracciones infinitesimales de segundo estuvo varias veces a punto de lanzarlo
por la ventana.
En ésas estaba cuando
sucedió un curioso incidente.
La puerta corrediza
que daba al lavabo se movió ligeramente, luego un poco más, y por fin se abrió
unas veinte pulgadas. La lámpara del lavabo había quedado encendida, y el señor
Rolles pudo ver asomarse la cabeza del señor Vandeleur y distinguir en ella un
gesto de profunda atención. Se dio cuenta de la mirada fija del dictador en la
propia cara y el instinto de conservación le hizo contener la respiración, evitar
el menor movimiento y entrecerrar los ojos, aunque seguía viendo a su
visitante. Pasado un momento, la cabeza se retiró y la puerta del lavabo volvió
a cerrarse.
El dictador no había
venido a atacarle, sino a observar; su actitud no era la de un hombre que amenaza
a otro, sino la de alguien que se siente amenazado; si el señor Rolles le tenía
miedo, parecía que él, a su vez, no las
tenía todas consigo. Debía haber venido para comprobar que su compañero de
viaje dormía y, una vez que se hubo asegurado, se volvió en el acto a su compartimiento.
El clérigo se levantó
de un salto. Había pasado del extremo de pánico a una audacia temeraria.
Pensó que el bullicio
del tren sería suficiente para ahogar todos los ruidos y decidió, sucediera lo
que sucediera, devolver la visita que había recibido. Apartó a un lado la manta,
que impedía sus movimientos, entró al lavabo y se detuvo a escuchar. Como había
pensado, nada podía oír por encima del ruido del tren; puso la mano en la
puerta y la hizo correr con cuidado unas seis pulgadas. Lo que vio hizo que no
pudiera contener una exclamación de sorpresa.
John Vandeleur tenía
puesta una gorra de viaje con las orejeras bajas; posiblemente, el tener los
oídos tapados y el ruido del tren habían hecho que no le sintiera acercarse. Lo
cierto es que no levantó la cabeza sino que, sin detenerse un instante, siguió
absorto en su peculiar tarea. A sus pies había una caja de cartón; en una mano
tenía la manga de su abrigo de piel de foca y en la otra un cuchillo
extraordinario, con el que acababa de cortar el forro de la manga.
El señor Rolles había
leído de gentes que llevan dinero en el cinturón, pero no se imaginaba cómo
podían ser estos artefactos. Ahora había puesto los ojos en algo todavía más
extraño, pues John Vandeleur llevaba piedras preciosas en la manga del abrigo
y, desde la puerta, el joven eclesiástico vio caer uno tras otro varios
diamantes relucientes en la caja. Se quedó clavado en el sitio, sin apartar la vista
de la insólita escena. La mayor parte de los diamantes eran pequeños y no se
distinguían entre sí por la forma ni por el brillo. De repente pareció que el
dictador se encontró con una dificultad: empezó a utilizar ambas manos y
pareció aumentar su concentración, pero sólo tras numerosas maniobras logró
extraer de la manga una gran tiara de diamantes, que depositó en la caja con
las demás joyas. La tiara fue para el señor Rolles un rayo de luz, pues la
reconoció como parte del tesoro que un vago había robado a Harry Hartley en
medio de la calle. No podía equivocarse; era igual que la descrita por el
detective: había visto las estrellas de rubíes y la gran esmeralda al centro;
los crecientes entrelazados, las dos piedras en forma de pera que colgaban a
los lados y que daban un peculiar valor a la tiara de lady Vandeleur.
El señor Rolles
sintió un gran alivio. El dictador estaba tan involucrado en el asunto como él;
ninguno de los dos podía denunciar al otro.
La alegría hizo que
se le escapara un suspiro, y como por la angustia anterior se le había cerrado
el pecho y secado la
garganta, después del suspiro se puso a toser.
El señor Vandeleur
levantó la vista; su rostro se contrajo en un gesto de pasión siniestro y mortal;
abrió los ojos enormemente y dejó caer la mandíbula inferior con un pasmo que
estaba
al borde de la ira.
Cubrió instintivamente la caja con el abrigo. Durante medio minuto los dos hombres
se miraron sin decir nada. No fue mucho tiempo, pero el suficiente para el
señor Rolles; era de esos hombres capaces de pensar rápido en las situaciones
peligrosas, y tomó al momento una decisión de lo más atrevida; comprendió que
ponía su vida en el tablero, pero fue el primero en romper el silencio.
-Usted perdone -dijo.
El dictador se
estremeció ligeramente y cuando pudo contestar la voz era ronca.
-¿Qué quiere usted
aquí?
-Me intereso por los
diamantes -respondió el señor Rolles con perfecta compostura-. Los aficionados deben
conocerse. Tengo aquí una pequeñez que tal vez sirva de presentación.
Y diciendo esto sacó
tranquilamente el estuche del bolsillo, mostró el Diamante del Rajá al dictador
durante un instante y volvió a guardarlo.
-Fue una vez de su
hermano -añadió.
John Vandeleur seguía
mirándole con aire casi doloroso de estupefacción. Durante unos momentos
permanecieron en silencio y sin moverse.
-He tenido el placer
de observar -prosiguió el joven- que los dos tenemos piedras de la misma
colección.
El dictador estaba
abrumado de sorpresa.
-Mil perdones -dijo-.
Empiezo a darme cuenta de que me hago viejo. No estoy de ninguna manera preparado
para pequeños contratiempos como éste. Pero acláreme algo: ¿estoy equivocado, o
es usted un clérigo?
-Soy, efectivamente,
un eclesiástico -contestó el señor Rolles.
-¡Bueno! -exclamó el
otro-. No volveré a decir mientras viva una sola palabra contra el clero.
-Me halaga usted
-dijo el señor Rolles.
-Lo siento -dijo
Vandeleur-. Lo siento, joven. No es usted un cobarde, pero que sea o no el último
de los idiotas es algo que aún está por verse. Para comenzar, le pediré que
tenga la bondad de aclararme un detalle. Debo suponer que hay alguna razón para
la extraordinaria imprudencia de lo que está haciendo, y confieso mi curiosidad
por conocerla.
-Muy sencillo
-respondió el eclesiástico-. Todo se explica por mi poca experiencia de la vida.
-Me gustaría creerle
-dijo Vandeleur.
Y el señor Rolles le
relató entonces toda la historia de su relación con el Diamante del Rajá, desde
el momento en que lo encontró en el jardín de Raeburn hasta que subió en
Londres al expreso de Escocia. Agregó un breve esbozo de sus ideas y
sentimientos durante el viaje y terminó con estas palabras:
-Al reconocer la
tiara comprendí que nuestra actitud ante la sociedad era la misma, y esto me dio
la esperanza, confío en que no la juzgará infundada, de que podría usted ser,
en cierto sentido, mi asociado en las dificultades, y por cierto que en los
beneficios, de la situación. Para alguien con sus
conocimientos tan particulares, y con su gran experiencia, la negociación del
diamante no será nada difícil, mientras que para mí resulta imposible. Por otro
lado, pienso que si corto el diamante, probablemente sinmayor habilidad,
perderé una cantidad que podría pagarle a usted por su generosa ayuda.
El asunto es delicado
de abordar y quizá me ha faltado tacto. Me permito recordarle, sin embargo, que
estoy en una situación nueva, en lacual no sé de qué forma comportarme. Creo,
sin vanidad de mi parte, que podría haberle casado o bautizado a usted de
manera muy aceptable, pero cada uno tiene sus propias aptitudes y esta clase de
negociación no es de las cosas que sé hacer bien.
-No quiero halagarle
-respondió Vandeleur-, pero creo que se halla usted muy bien dotado para la
vida criminal. Tiene usted más aptitudes de lo que cree, y aunque yo me he
encontrado con toda clase de pícaros en las distintas partes del mundo, nunca
he conocido a nadie con tan poca vergüenza. ¡Alégrese usted, señor Rolles, que
por fin ha dado con la profesión que le conviene! Respecto a ayudarle, me pongo
por completo a su disposición. Debo ocuparme en Edimburgo de un pequeño asunto
en relación con mi hermano; al día siguiente vuelvo a París, donde vivo. Si
usted quiere, puede venir conmigo. Creo que antes de terminar el mes podré dar
a su pequeño asunto un final satisfactorio.
En este punto, en
contra de todos los cánones del corazón, nuestro autor árabe detiene la
«Historia del joven eclesiástico».
Lamento y condeno tales prácticas, pero debo seguir a mi original y remito al
lector a la siguiente parte
del relato, la «Historia de la casa de las persianas verdes», donde encontrará
el desenlace de las aventuras del señor Rolles.
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