La
aventura del príncipe Florizel y el detective
El príncipe Florizel
fue con el señor Rolles hasta la puerta del hotel donde éste se alojaba. Mucho
hablaron mientras iban caminando, y más de una vez el clérigo se sintió
conmovido hasta el alma por la mezcla de severidad y ternura de los reproches
de Florizel.
-He arruinado mi vida
-dijo por fin-. Ayúdeme, dígame lo que debo hacer. No tengo, ¡ay!, las virtudes
de un sacerdote ni la categoría de un pícaro. Ahora que se ha humillado usted,
dejo yo de dar órdenes -respondió el príncipe-. Quien se arrepiente responde
sólo ante Dios y no ante los príncipes. No obstante, si quiere mi opinión, es
mejor que se marche a Australia, busque un trabajo manual al
aire libre y trate de olvidar que fue una vez eclesiástico, y hasta que puso los
ojos en esa maldita piedra. -¡Maldita, en efecto! ¿Dónde estará ahora? ¿Qué
nuevos daños estará preparando para la gente?
-No hará más daño
-dijo el príncipe-. La tengo aquí, en el bolsillo. Y esto -añadió bondadosamente-
le probará que, aunque es usted joven, tengo fe en su arrepentimiento.
-Permítame que le
estreche la mano -le rogó el señor Rolles.
-No -dijo el príncipe
Florizel-. Todavía no.
Las palabras sonaron
con elocuencia en los oídos del joven eclesiástico y, cuando el príncipe le
dejó en la puerta del hotel, se quedó un momento siguiendo con la mirada la
figura que se alejaba e invocando la bendición del cielo sobre un hombre de tan
excelente consejo. Durante varias horas el príncipe caminó en soledad por
calles poco frecuentadas. Iba absorto en sus preocupaciones; no sabía qué hacer
con el diamante, si devolverlo a su dueño, a quien juzgaba indigno de tan rara
posesión, o tomar una medida radical y valiente, arrojándolo de una vez por
todas lejos del alcance de los hombres: el problema era demasiado grave para
decidirlo en un momento. La manera cómo la joya había caído en su poder era
claramente providencial y, cuando la sacaba del bolsillo para mirarla a la luz
de los faroles, su tamaño y su asombroso resplandor le inclinaban a
considerarla cada vez más un elemento maligno y un peligro para el mundo.
«¡Dios me ayude! -se
decía-. Si la sigo mirando empezaré a codiciarla yo también.»
Por último, aún
indeciso, se dirigió a la mansión pequeña y elegante cercana al río que ha
pertenecido durante siglos a su familia real.
Las armas de Bohemia
se hallan grabadas profundamente sobre la puerta principal y en las altas
chimeneas; las gentes que pasan por la calle se asoman a un patio lleno de
plantas y adornado con las flores más suntuosas; una cigüeña, la única de
París, pasa el día entero sobre el tejado y mantiene a un grupo de curiosos frente
a la casa. Graves criados van de un lado a otro; de tiempo en tiempo se abre la
puerta y un carruaje cruza el arco de la entrada y sale a la calle. Por muchas
razones esta residencia era grata al corazón del príncipe Florizel, que no se
acercaba nunca a ella sin sentir esa sensación de vuelta al hogar tan rara en
la vida de los grandes; esa noche divisó con verdadero alivio y satisfacción el
alto tejado y las ventanas tenuemente iluminadas.
Se acercaba a una
pequeña puerta lateral por la cual solía entrar siempre que venía solo, cuando
un hombre, que había permanecido oculto en la sombra, se cruzó en su camino y
le hizo una reverencia.
-¿Tengo el honor de
hablar con el príncipe Florizel de Bohemia? -le preguntó.
-Ese es mi título
-contestó el príncipe-. ¿Qué quiere usted?
-Soy un detective y
debo entregarle a Su Alteza esta nota del prefecto de policía.
El príncipe cogió la
carta y la leyó a la luz de un farol. En ella se le pedía, con muchas
disculpas, que siguiera al portador hasta la prefectura sin demora alguna.
-En suma -dijo
Florizel-, estoy detenido.
-Su Alteza -dijo el
funcionario-, le aseguro de que nada es ajeno a las intenciones del prefecto. Observará
usted que no hay orden de detención. Se trata de una mera formalidad o, si lo
prefiere, de un favor que Su Alteza hace a las autoridades.
-Y aun así, ¿si me
negara a seguirle?
-No disimularé a Su
Alteza que se me ha dado amplia capacidad de acción -respondió el detective,
inclinándose. -¡Tanto descaro me deja perplejo! -exclamó Florizel-. Usted no es
sino un agente y debo perdonarle, pero sus superiores pagarán caro estos
abusos. ¿Tiene una idea de qué puede impulsar un acto tan imprudente y
anticonstitucional? Observe que aún no he aceptado ni rechazado su petición:
mucho depende de que me responda leal y prontamente. Permítame que le haga
notar que es un asunto de cierta gravedad.
-Su Alteza-dijo el
detective en tono de lo más comedido-, el general Vandeleur y su hermano han
tenido la osadía increíble de acusarle de robo. Afirman que el famoso diamante
está en poder de Su Alteza. Una palabra suya negándolo bastará para satisfacer
al prefecto; digo más: si Su Alteza se dignase honrar a un subalterno, declarando
ante mí que nada sabe del asunto, le pediré permiso para retirarme en el acto.
Florizel, hasta el
último momento, pensaba en su aventura como en algo sin importancia, que sólo
podía volverse seria por consideraciones internacionales. Al oír el nombre de
Vandeleur supo al instante la horrible verdad: no sólo estaba detenido, sino
que era culpable. Se trataba de un asunto mucho más grave que una simple
molestia, su propio honor se hallaba en peligro.
¿Qué debía decir?
¿Qué hacer? El Diamante del Rajá había resultado, en efecto, una piedra maldita
y, por lo visto, era la última víctima de su nefasta influencia. Una cosa era
indudable: no podía dar al detective las garantías que éste le pedía. Debía ganar
tiempo.
Había titubeado menos
de un segundo.
-Pues bien -dijo-,
marchemos juntos a la prefectura.
El hombre se inclinó
una vez más y empezó a seguir a Florizel a una distancia respetuosa.
-Acérquese usted
-dijo el príncipe-. Prefiero ir conversando y, si no me equivoco, no es la primera
vez que nos encontramos.
-Para mí es un honor
que Su Alteza recuerde mi rostro -respondió el otro-. Hace ocho años tuve el placer de
entrevistarme con usted.
-Recordar los rostros
es parte de mi profesión, tanto como de la suya -dijo Florizel-. Bien mirado,
el príncipe y el detective sirven en el mismo ejército. Ambos luchamos contra
el crimen, pero mi cargo es más lucrativo y el suyo más arriesgado; en cierto
sentido, ambos pueden ser igualmente honorables para un hombre justo. Le diré,
por extraño que pueda parecerle, que preferiría ser un detective honrado y
capaz antes que un soberano débil e innoble.
El detective se
sentía abrumado.
-Su Alteza devuelve
bien por mal -dijo-. A un acto de sospecha responde con la más amable de las condescendencias.
-¿Cómo sabe usted que
no trato de corromperle?-le preguntó Florizel.
-¡El cielo me proteja
de esa tentación! - exclamó el detective.
-Me gusta su
respuesta -le contestó el príncipe-,que es la de un hombre sagaz y honesto. El
mundo es grande, lleno de tesoros y bellezas, y no hay límite a las recompensas
que puedan ofrecerse. Quien rechaza un millón puede vender su honor por un
imperio o el amor de una mujer; yo mismo, que le hablo, he visto ocasiones tan
tentadoras, provocaciones tan irresistibles
a la fuerza de la
virtud, que me he alegrado de seguir su ejemplo y de encomendarme a la gracia
de Dios. Por eso, debido a esa costumbre buena y modesta, usted y yo podemos
caminar
por la ciudad con los
corazones limpios.
-Siempre he oído
decir que es usted un hombre valiente -respondió el detective-, pero no le
conocía sabio y piadoso. Dice usted la verdad, y su acento me conmueve. Este
mundo es, en efecto, un lugar de prueba.
-Estamos en medio del
puente -dijo Florizel-. Apóyese en el parapeto y mire hacia abajo. Como esa
agua que corre, las pasiones y complicaciones de la vida arrastran a la
honradez de los débiles. Permítame contarle una historia.
-Estoy a las órdenes
de Su Alteza -dijo el detective.
E imitando al
príncipe, se apoyó en el parapeto y se dispuso a escuchar. La ciudad dormía; salvo
las infinitas luces y el contorno de los edificios contra el cielo estrellado,
hubieran podido estar solos a la orilla de un río y en medio del campo. -Un
general -comenzó el príncipe Florizel-, un hombre de valor y conducta intachables,
que había ascendido por sus méritos a un rango eminente y ganado para sí no sólo
la admiración, sino también el respeto de los demás, visitó, en mala hora para
su tranquilidad de espíritu, las colecciones de un rajá de la India. En ellas
vio un diamante de tamaño y belleza tan extraordinarios que, a partir de ese momento,
tuvo un solo deseo en la vida: se sintió dispuesto a sacrificar el honor, el
prestigio, la amistad, el amor a su país, con tal de poseer aquel trozo de
cristal deslumbrante.
Durante tres años
sirvió al potentado semibárbaro como Jacob sirvió a Labán; falseó fronteras, toleró asesinatos,
condenó y ejecutó a un compañero de armas que había tenido la desgracia de
ofender al rajá con sus honestas pretensiones de libertad; por último, en una
hora de gran peligro para su patria, traicionó a sus propios hombres y permitió
que fueran derrotados y muertos por millares. Al final acumuló una gran fortuna
y se trajo consigo el diamante tan codiciado.
»Pasan los años y al
cabo pierde el diamante por accidente -siguió diciendo el príncipe-. Cae en
manos de un joven sencillo y trabajador, un erudito, un ministro de Dios que
inicia una carrera provechosa y hasta distinguida. Tampoco él puede resistir su
encanto: todo lo abandona, su santa vocación, sus estudios, y huye con la gema
a un país extranjero. El militar tiene un hermano, un hombre astuto, atrevido e
inescrupuloso, que se entera del secreto del clérigo. ¿Qué hace? ¿Se lo dice a
su hermano, le denuncia a la policía? No, también es víctima del hechizo
diabólico, la piedra debe ser para él. Corriendo el riesgo de mancharse con una
muerte, droga al joven eclesiástico y se apodera de su presa. Y ahora, por obra
de un azar que no es importante para mi enseñanza moral, la joya pasa a manos
de otro que, aterrado por lo que ve, la entrega a una persona de alto rango, por
encima de toda sospecha.
»El jefe militar se
llama Thomas Vandeleur - continuó Florizel-. La piedra es el Diamante del Rajá. Y aquí la tiene
usted -abriendo la mano de pronto- ante sus propios ojos.» El detective dio un paso atrás y lanzó
un grito.
-Hemos hablado de
corrupción -dijo el príncipe-. Para mí, esta joya de cristal reluciente es tan
abominable como si estuviera entre los gusanos de la muerte; tan espantosa como
si estuviera bruñida con sangre de inocentes. La veo brillar en mis manos y sé
que resplandece con el fuego del demonio. No le he contado sino una centésima
parte de su historia; la imaginación vacila ante lo ocurrido en épocas remotas,
ante los crímenes y traiciones que inspiró a los hombres; durante años y años
ha servido fielmente a las potencias del mal. ¡Basta, digo yo! ¡Basta de
sangre, de deshonra, de vidas deshechas y amistades quebradas! Todo llega a su fin,
el mal como el bien, la peste como la música más hermosa; que Dios me perdone
si cometo un mal, pero el imperio del diamante termina esta noche.
Hizo un movimiento
brusco con la mano y la piedra preciosa, describiendo un arco de luz, fue a
perderse en el fondo del río.
-Amén -dijo Florizel
gravemente-. He dado muerte al basilisco.
-¡Dios me perdone!
-gritó el detective-. ¿Qué ha hecho? ¡Me arruina usted!
-Tengo la impresión
-dijo el príncipe sonriendo- de que muchas personas adineradas que viven en
esta ciudad podrán envidiarle su ruina.
-¡Ah! ¿Su Alteza me
corrompe, después de todo?
-Parece que no
quedaba otro remedio - respondió Florizel-. Ahora vamos a la prefectura.
Poco tiempo después
se celebró, estrictamente en privado, la boda de Francis Scrymgeour y la
señorita Vandeleur; el príncipe Florizel fue el padrino del novio. Los hermanos
Vandeleur oyeron rumores de lo sucedido con el diamante, y las grandes
operaciones de sondeo organizadas en el Sena para admiración y entretenimiento
de ociosos. Cierto es que, por un error de cálculo, han elegido el otro brazo del
río. En cuanto al príncipe, persona sublime, ha terminado su papel y, junto con
el autor árabe, puede ir a perderse dando vueltas y vueltas en el espacio. Si
el lector insiste en recibir informaciones más concretas, tengo el gusto de
decirle que no hace mucho una revolución le arrojó del trono de Bohemia, como
resultado de sus constantes ausencias y de su magnífico descuido de los asuntos
públicos, y que Su Alteza ha abierto una tabaquería en Rupert Street, muy
frecuentada por otros refugiados extranjeros. Yo mismo voy de cuando en cuando
a fumarme un cigarro, y me parece que Florizel es aún tan grande como en sus
días de prosperidad; mantiene detrás del mostrador un aire majestuoso; y aunque
la vida sedentaria empieza a hacer efecto en el ancho de sus chalecos, es probablemente
el más apuesto estanquero de Londres.
No hay comentarios:
Publicar un comentario