Hoy, porque sí y sin explicaciones, traigo un cuento de Robert Louis Stevenson (hay un par de cosas suyas ya en el blog y seguramente la mayoría recordará la entrañable novela "La isla del tesoro".
"El diamante del rajá" fue publicado por primera vez en 1878 en The London Magazine.
En esta historia, un diamante es robado. Pero no es cualquier diamante, es el sexto diamante en tamaño del mundo. Pertenece a Sir Thomas Vandeleur y le fue regalado por un importante Rajá.
El diamante pasará de mano en mano y así es como este libro se divide en 4 historias o partes que se entrelazan entre sí.
1. Historia de la sombrerera.
2. Historia del joven eclesiástico.
3. Historia de la casa de las persianas verdes.
4. La aventura del príncipe Florizel y el detective.
Publicaré cada una por separado
El
diamante del rajá
Historia de la sombrerera
Harry Hartley había
recibido la educación propia de un caballero hasta los dieciséis años, primero
en una escuela privada y luego en una de esas grandes instituciones que
forjaron la fama de Inglaterra.
Manifestó entonces un notable desdén por el estudio y, como el único de sus padres que aún
vivía era persona débil e ignorante, en adelante se le permitió dedicarse a actividades
simplemente frívolas y elegantes.
Dos años más tarde se
encontró huérfano y casi mendigo. Por temperamento y formación Harry fue siempre
incapaz de toda empresa activa o industriosa. Entonaba canciones románticas, acompañándose
discretamente en el piano; no le faltaba gracia con las damas, aunque fuese más
bien tímido; gustaba mucho del ajedrez; en fin, la naturaleza le había enviado
al mundo con un aspecto más que atractivo. Era rubio y rosado, con saltones
ojos de paloma y sonrisa simpática,
tenía un aire de agradable ternura melancólica y modales suaves y halagadores. Dicho
esto, es preciso reconocer que no se contaba entre los hombres que comandan ejércitos
o presiden gobiernos.
Una ocasión favorable
y algo de influencia hicieron que Harry consiguiera en su hora de desamparo el cargo de
secretario privado del comandante general sir Thomas Vandeleur. Sir Thomas era un hombre
de sesenta años, ruidoso, violento y dominante. Por alguna razón, por un servicio cuyo
carácter se contaba en voz baja y se negaba con reiteración, el rajá de Kashgar había regalado a sir
Thomas el sexto diamante del mundo. El obsequio convirtió al general, que
siempre había sido pobre, en un hombre rico, y dejó de ser un militar vulgar y
de pocos amigos para convertirse en una de las celebridades de Londres. Dueño
del Diamante del Rajá, fue bien recibido en los círculos más exclusivos y hasta
encontró a una hermosa dama de buena familia dispuesta a considerar como suyo
el diamante, e incluso de casarse con sir Thomas Vandeleur. Por entonces solía
decirse que, puesto que las cosas semejantes se atraen entre sí, una joya había
atraído a otra; lady Vandeleur no sólo era una joya de muchos quilates, sino
que ostentaba un engaste muy lujoso; varias autoridades respetables la
colocaban entre las tres o cuatro mujeres mejor vestidas de Inglaterra.
Como secretario, los
deberes de Harry no eran particularmente irritantes; pero todo trabajo prolongado le
inspiraba verdadera aversión; le disgustaba mancharse los dedos de tinta; y los
encantos de lady Vandeleur y sus ropajes le llevaban con mucha frecuencia de la
biblioteca al gabinete. Tenía con las mujeres las maneras más delicadas,
disfrutaba hablando de modas y nada le hacía más feliz que criticar el color de
un lazo o llevar un encargo a la modista.En suma, la correspondencia de sir
Thomas sufrió un retraso lamentable y la dueña de casa tuvo una nueva criada.
Un buen día el
general, uno de los jefes militares más impacientes, se levantó de su asiento presa
de un violento ataque de cólera e informó a su secretario que en adelante no
tendría necesidad de sus servicios, valiéndose, a manera de explicación, de uno
de aquellos gestos que muy rara vez se usan entre caballeros. Por desgracia, la
puerta estaba abierta y el señor Hartley rodó por las escaleras.
Se incorporó algo
maltrecho y profundamente resentido. La vida en casa del general era de su
predilección; su condición, más o menos ambigua, le permitía alternar con la
gente distinguida; trabajaba poco, comía
muy bien y en presencia de lady Vandeleur le invadía una vaga complacencia a la
que en su propio corazón daba un nombre más enfático.
Inmediatamente
después de sufrir el ultraje inferido por el pie militar, corrió al gabinete a contar
sus penas.
-Sabe usted muy bien,
mi querido Harry -le dijo lady Vandeleur, que le llamaba por su nombre, como a un
niño o a un criado-, que usted no hace nunca, ni por casualidad, lo que le
ordena el general. Tampoco yo, me dirá usted. Pero la cosa es distinta. Una
mujer puede hacerse perdonar un año entero de desobediencia con un solo acto de
hábil sumisión; además, no se acuesta con su secretario. Sentiré mucho perderle
pero, como no puede quedarse donde le han insultado, le deseo buena suerte y le
prometo que el general se arrepentirá de su comportamiento.
Harry se sintió
anonadado; se le cayeron las lágrimas y se quedó mirando a lady Vandeleur
con un gesto de tenue
reproche.
-Señora -dijo-, ¿qué
es un insulto? Toda persona seria puede perdonarlos por docenas. Pero abandonar
a los amigos; romper los lazos del afecto...
No pudo seguir, pues
le ahogaba la emoción, y se echó a llorar.
Lady Vandeleur le
miró con una expresión curiosa.
«Este joven imbécil
-pensaba- cree estar enamorado de mí. ¿Por qué no servirme de él? Tiene buena
pasta, es servicial, sabe de modas. Además, así no se meterá en líos: es
demasiado guapo para dejarle suelto en plaza.»
Esa noche habló con
el general, que se sentía un poco arrepentido de su verborragia, y Harry fue
transferido al área femenina, en el que su vida se hizo poco menos que
celestial. Siempre iba vestido de punta en blanco, lucía delicadas flores en el
ojal y atendía a todo visitante con tacto y buen humor. Su relación servil con
una dama tan hermosa le llenaba de orgullo; recibía las órdenes de lady
Vandeleur como muestras de favor; gustaba de exhibirse ante otros hombres, que
se burlaban de él y le despreciaban, en su condición de criada y modista
masculino. No se cansaba de pensar en su existencia, considerándola bajo un
punto de vista moral. La maldad le parecía un atributo fundamentalmente viril,
y pasar los días con una mujer tan fina, ocupado sobre todo de sus vestidos y
alhajas, era como vivir en una isla encantada en medio del proceloso mar de la
vida.
Una mañana entró al
salón y comenzó a arreglar unos partituras sobre el piano. Al otro extremo de
la habitación, lady Vandeleur conversaba animadamente con su hermano, Charlie Pendragon,
un joven con una fuerte cojera a quien la vida disipada había envejecido antes de
tiempo. El secretario privado, a cuya entrada no prestaron atención, escuchó
sin querer lo que hablaban.
-Ahora o nunca -decía
la señora-. Debe ser hoy, de una vez por todas.
-Pues hoy, si así
debe ser -respondió su hermano con un suspiro-. Pero es un error, Clara, un
grave error que nos pesará en el alma.
Lady Vandeleur miró a
su hermano fijamente, de manera algo extraña.
-Te olvidas de que,
al fin y al cabo, ese hombre debe morir -le dijo.
-Mi querida Clara
-dijo Pendragon-, eres la bribona más desalmada de Inglaterra.
-Y vosotros los
hombres sois tan groseros que no sabéis distinguir los matices -contestó ella-.
Sois rapaces, rudos, incapaces de la menor distinción y, sin embargo, cuando
una mujer se
permite ser
precavida, os lleváis las manos a la cabeza. Carezco de paciencia para soportar
esas
tonterías;
despreciaríais en un banquero la estupidez que esperáis de nosotras.
-Es posible que
tengas razón -admitió su hermano-. Siempre fuiste más lista que yo. Ya sabes mi
lema: «Ante todo la familia».
-Sí, Charlie
-respondió ella, cogiendo la mano de su hermano entre las suyas-. Conozco tu lema
mejor que tú. Y «antes que la familia, Clara». ¿No es ésa la segunda parte?
Eres el mejor de los hermanos y te quiero mucho.
El señor Pendragon se
puso en pie, confundido por tantos mimos fraternales.
-Más vale que no me
vean -dijo-. Sé mi papel al pie de la letra y no perderé de vista al manso gatito.
-Eso, sobre todo
-respondió ella-. Es un bicho muy miedoso y puede echarlo todo a perder.
Le lanzó un beso con
la mano y su hermano se retiró, pasando por el gabinete y la escalera de
servicio.
-Harry -dijo lady
Vandeleur, volviéndose a su secretario tan pronto como estuvieron solos, tengo un encargo para
usted esta mañana. Tendrá que coger un coche, no quiero que mi secretario camine
con este sol, que es malo para la piel.
Dijo estas palabras
con énfasis, con una mirada de orgullo semimaternal; el pobre Harry, feliz, se
declaró encantado de servirla.
-Éste será otro de
nuestros grandes secretos - siguió diciendo la señora-, nadie debe saberlo, salvo
mi secretario y yo. Sir Thomas haría un escándalo: ¡si supiera usted lo que
estoy me molestan sus escenas! Ah, Harry, Harry: ¿puede explicarme por qué son
los hombres tan injustos y prepotentes? No, sé muy bien que no puede, puesto
que es el único hombre del mundo que lo ignora todo de las pasiones
vergonzosas. ¡Usted es tan bueno y amable! Al menos, puede ser amigo de una
mujer y, ¿sabe?, creo que, en comparación, los demás parecen
todavía más
desagradables.
-Es usted quien se
porta amablemente conmigo -dijo Harry, siempre galante-. Me trata como...
-Como una madre -le
interrumpió lady Vandeleur-. Trato de ser una madre para usted. O, por lo menos
-se corrigió, con una sonrisa-, casi una madre. Creo ser demasiado joven
todavía. Digamos que una amiga, una querida amiga.
Se interrumpió lo
suficiente para que sus palabras hiciesen efecto en el sentimental joven, aunque
no lo bastante como para darle tiempo a responder.
-Pero todo esto no
viene al caso -siguió diciendo-. Encontrará usted, a la izquierda, en el armario
de roble, una sombrerera: está bajo el vestido color rosa que me puse el
miércoles, junto a mi encaje de Malinas. Llévela en el acto a esta dirección -y
le dio un papel-, pero no la entregue de ninguna manera hasta que no le hayan
dado un recibo escrito por mí misma. ¿Me entiende usted? Conteste, por
favor..., ¡contésteme! Esto es de la mayor importancia y debo pedirle toda su
atención.
Harry la tranquilizó
repitiendo sus instrucciones, y la señora iba a continuar cuando el general
Vandeleur penetró atropelladamente al apartamento, rojo de ira, llevando en la
mano lo que parecía ser una larga y minuciosa cuenta de la modista.
-¿Quiere usted ver
esto, señora? -exclamaba a gritos-. ¿Quiere usted tener la bondad de echar una
mirada a esta factura? Sé muy bien que se casó usted conmigo por mi dinero, y estoy
dispuesto a ser tan indulgente como cualquier otro oficial pero, ¡vive Dios!,
hay que poner fin a este vergonzoso dispendio.
-Señor Hartley -dijo
lady Vandeleur-, creo que ha entendido usted la comisión. Le ruego que vaya
ahora mismo. -Un momento -dijo el general, dirigiéndose a Harry-. Dos palabras,
antes de que se vaya usted. -Y, volviéndose a su mujer: ¿Cuál es la comisión de
este joven? Permítame decirle que no confío
en él más que en usted. Si le quedase un mínimo de honradez no se habría
marchado de esta casa, y lo que hace para ganarse su sueldo es un misterio
general. ¿Dónde le envía usted, señora? ¿Y por qué tan de prisa?
-Creí que quería
decirme algo en privado - respondió la señora.
-Habló usted de una
comisión -insistió el general-. No trate de engañarme en mi estado de ánimo.
Estoy seguro de que habló de una comisión.
-Si se empeña en que
los criados sean testigos de estas humillantes discusiones - respondió lady
Vandeleur-, tal vez debo pedirle al señor Hartley que tome asiento. ¿No?
Entonces puede irse, señor
Hartley. Confío en que recuerde todo lo presenciado en esta habitación: puede
serle útil.
Harry huyó del salón
y, mientras subía corriendo a los altos, siguió oyendo la voz del general, con
tonos más declamatorios, y la aguda voz de lady Vandeleur, que interponía respondía
heladamente cada vez que se le presentaba la ocasión. ¡Qué admiración sentía Harry
por la mujer! ¡Con qué habilidad sabía eludir una pregunta indiscreta! ¡Con qué
descaro tan seguro de sí había repetido sus instrucciones ante las mismas
barbas del enemigo! Y, de otra parte, ¡cómo detestaba al marido!
Nada había de extraño
en lo ocurrido esa mañana, pues tenía por costumbre cumplir misiones secretas a
lady Vandeleur, sobre todo con la modista. Harry sabía muy bien el terrible secreto
que escondía la casa: la extravagancia sin fondo de la señora y sus deudas
incalculables habían devorado hacía tiempo su fortuna y amenazaban día a día
acabar con la del marido.
Una o dos veces al
año parecía que el escándalo y la ruina eran inminentes. Entonces Harry trotaba a toda clase
de tiendas, contaba mentiras, entregaba pequeños adelantos a cuenta, hasta que
todo se arreglaba y la dama y su fiel secretario volvían a respirar. Harry se
hallaba doblemente comprometido con uno de los dos bandos: no sólo adoraba a
lady Vandeleur y aborrecía al marido,
sino que su temperamento simpatizaba con el amor a la elegancia; las únicas extravagancias
que él mismo se permitía eran con el sastre.
La sombrerera estaba
donde le habían dicho, se arregló cuidadosamente para salir y dejó la casa. Era una mañana
de sol; debía recorrer una distancia considerable y recordó con desaliento que la brusca
irrupción del general había impedido que lady Vandeleur le entregase dinero para
un coche. En un día tan caluroso, una caminata tan larga podía hacerle daño, y
atravesar Londres con una caja
de sombreros bajo el brazo era una humillación casi insoportable a un joven de
su temperamento. Se detuvo a pensar lo que debía hacer. Los Vandeleur vivían en Eaton Place y su
destino se hallaba cerca de Notting Hill: debía cruzar el parque, evitando los senderos más
frecuentados, y dio gracias a su buena estrella de que todavía fuese
relativamente temprano.
Alegre de librarse de
su íncubo, echó a caminar algo más rápido que de costumbre, y ya estaba muy
entrado en el parque de Kensington cuando, en un lugar solitario y entre
árboles, se topó cara a cara con el general.
-Usted perdone, sir
Thomas -dijo Harry, haciéndose a un lado cortésmente, pues el otro se había
plantado en medio del camino.
-¿Dónde va usted,
señor? -preguntó el general.
-Doy un paseo por el
parque -contestó el joven.
El general golpeó la
sombrerera con el bastón.
-¿Con eso? -gritó-.
Miente usted, señor, y sabe muy bien que miente.
-Sir Thomas -dijo
Harry-, no estoy acostumbrado a que se me trate de esa forma.
-No entiende usted su
situación -dijo el general-. Es usted mi criado, y además un criado que me
inspira las más graves sospechas. ¿Cómo puedo saber que la sombrerera no está
llena de mis cucharitas de té?
-Es la caja del
sombrero de copa de un amigo -dijo Harry.
-Muy bien -respondió
el general Vandeleur-. Entonces, quiero ver ese sombrero de copa. Los sombreros me inspiran
gran curiosidad -añadió torvamente-, y usted sabe muy bien que no me gusta andar con
rodeos.
-Le ruego que me
perdone, sir Thomas -se disculpó Harry-. Lo siento muchísimo, pero es un asunto privado.
El general le cogió
bruscamente del brazo y levantó con una mano el bastón, en ademán de lo más
amenazador. Harry se creía ya perdido, pero en ese momento el cielo le envió un
defensor inesperado en la persona de Charlie Pendragon, quien apareció entre
los árboles.
-No haga usted eso,
general -dijo-; no es ni cortés ni valiente.
-¡Ah! -exclamó el
general, volviéndose a su nuevo antagonista-. ¡Señor Pendragon! ¿Supone usted, señor
Pendragon, que porque he tenido la desgracia de casarme con su hermana debo
permitir que me persiga y me detenga un libertino arruinado y desacreditado
como usted? Mi relación con lady Vandeleur, señor, me ha quitado las ganas de
ver a los demás miembros de la familia.
-¿Y se imagina usted,
general Vandeleur - replicó Charlie-, que porque mi hermana tuvo la desgracia
de casarse con usted ha renunciado a todos los derechos y privilegios de una
dama?
Ese matrimonio, no lo
niego, le hizo perder su posición pero, ante mis ojos sigue siendo una Pendragon. Vengo a
defenderla de un ultraje tan poco caballeresco, y ya puede usted ser diez veces su marido: no
permitiré que se limite su libertad, ni que se detenga por la violencia a sus mensajeros privados.
-¿Qué me dice usted,
señor Hartley? -dijo el general-. Parece que el señor Pendragon es de mi misma opinión.
También él cree que lady Vandeleur tiene algo que ver con el sombrero de copa de su amigo.
Charlie comprendió
que había cometido un error imperdonable y se apresuró a repararlo.
-¿Cómo, señor?
-dijo-. ¿Que yo sospecho algo, dice usted? Yo no sospecho nada. Me ha bastado
ver que usted abusa de su fuerza y maltrata a los inferiores, para tomarme la
libertad de intervenir.
Y mientras decía
estas palabras le hacía señas a Harry, pero éste era demasiado lento o estaba
demasiado turbado para comprenderlas.
-¿Cómo debo entender
su actitud, señor? - quiso saber el general.
-Señor, como usted
quiera -respondió Pendragon.
El general levantó
otra vez el bastón y lanzó un golpe a la cabeza de Charlie quien, aunque
cojo, lo paró con el
paraguas, se adelantó y sujetó a su formidable adversario.
-¡Corra, Harry,
corra! -gritaba-. ¡Rápido, idiota! Harry quedó petrificado durante un instante, observando
a los dos hombres que forcejeaban en feroz abrazo y luego, dando media vuelta,
se echó a correr. Todavía lanzó una mirada por encima del hombro, y vio al general
por tierra, tratando esfuerzos por incorporarse, y a Charlie que le había
puesto la rodilla encima; el parque parecía lleno de gente que corría de todas
partes hacia el lugar de la pelea. El espectáculo agregó alas a los pies del secretario,
que no disminuyó su carrera hasta llegar a Bayswater Road e internarse al azar
en una callejuela poco frecuentada.
La imagen de dos
caballeros conocidos aporreándose brutalmente fue para Harry algo verdaderamente
espantoso. Quería olvidar lo que había visto; sobre todo, deseaba alejarse lo más posible del
general Vandeleur; en su ansiedad, no pensó más en el lugar al que se dirigía y siguió para
adelante, apurado y tembloroso.
Cuando se acordaba de
que lady Vandeleur estaba casada con uno de los gladiadores y era hermana del otro,
sentía profunda compasión por alguien con tan mala suerte en la vida. Hasta su propio puesto en
casa del general se le antojaba menos agradable que de costumbre a la luz de
hechos tan desagradables. Había avanzado cierta distancia absorto en estas
meditaciones, cuando un ligero choque con un transeúnte le recordó la sombrerera
que llevaba bajo el brazo.
-¡Cielos! -exclamó-.
¿Dónde tengo la cabeza? ¿Y dónde estoy?
Y consultó el sobre
que le había dado la señora. En él constaban las señas, pero no había nombres. Las
instrucciones de Harry eran «preguntar por el caballero que esperaba un paquete de parte de
lady Vandeleur» y, si no estaba en casa, aguardar su regreso. El hombre, añadía la nota, debía
entregarle un recibo de puño y letra de la propia señora. Aquello parecía muy misterioso, y a
Harry le admiraban sobre todo la falta de nombre y la formalidad del recibo. No
le había llamado la atención cuando lo escuchó pero, leyéndolo con sangre fría,
y en relación con otros detalles extraños, se convenció de que estaba metido en
un lío muy peligroso. Durante un segundo llegó a dudar de la propia lady
Vandeleur, pues unos manejos tan turbios eran indignos de una gran dama, y se
sentía más crítico por que ella no le había revelado sus secretos. No obstante,
la señora ejercía un dominio tan grande sobre su espíritu que desechó sus sospechas
y hasta se reprochó amargamente haberlas abrigado durante un momento.
Su deber y su interés
coincidían en algo: su generosidad y sus temores; debía librarse con toda la
rapidez posible de la sombrerera. Preguntó por la dirección al primer policía que
vio y supo que no se hallaba lejos de su destino. Unos minutos de caminata le
llevaron a una pequeña casa recién pintada y mantenida con el cuidado más
escrupuloso. El llamador y la campanilla estaban relucientes, las ventanas adornadas
con macetas de flores y provistas de ricas cortinas que ocultaban el interior a
las miradas curiosas. El lugar tenía un aire de reposo y de secreto, y Harry,
ganado por el ambiente, golpeó la puerta con la mayor discreción, quitándose
con especial cuidado el polvo de los zapatos.
Una criada bastante
atractiva le abrió la puerta y pareció observar al secretario con ojos llenos de simpatía.
-Traigo un paquete de
lady Vandeleur -dijo Harry. -Ya lo sé -respondió la muchacha-, pero el
caballero no se encuentra en casa. ¿Quiere usted dejar el paquete? -No puedo.
Tengo instrucciones de entregarlo sólo bajo cierta condición. Le ruego que
permita que le espere.
-Bueno -dijo ella-.
Supongo que puedo permitírselo. Estoy muy sola, se lo aseguro, y usted no parece de esos tipos
que devoran jovencitas. Pero no me pregunte el nombre del caballero porque no se lo puedo
decir.
-¡Caramba! -exclamó
Harry-. ¡Qué cosa más rara! Pero desde hace un tiempo voy de sorpresa en sorpresa. Creo que
puedo preguntarle algo sin ser indiscreto: ¿es el dueño de la casa?
-Es un inquilino, y
desde hace unos ocho días -respondió la criada-. Y ahora le hago yo una pregunta: ¿conoce
usted a lady Vandeleur?
-Soy su secretario
privado -dijo Harry, con el fuego del orgullo contenido.
-¿Es bonita, verdad?
-¡Ah, hermosísima!
Muy bonita, y buena, y amable.
-Usted también parece
amable -dijo ella-, y le apuesto que vale por una docena de esas ladies Vandeleur.
Harry se sintió
escandalizado.
-¡Yo soy el
secretario, nada más!
-¿Lo dice por mí?
-preguntó la joven-. Porque yo soy la criada y nada más. -Y luego, ante la
evidente confusión de Harry, agregó-: Ya sé que no lo dice con mala intención.
Me cae usted bien y su lady
Vandeleur no me importa nada. ¡Oh, estos señores! -añadió, levantando la voz-. Enviar a un caballero
de verdad como usted, con esa caja de sombreros, y a pleno día.
Mientras conversaban
habían mantenido en las posiciones de un comienzo, ella en el umbral, él en la acera, con
la cabeza descubierta para estar más fresco y la caja bajo el brazo. Pero después
de estas últimas palabras, Harry no pudo soportar tantos elogios a quemarropa, ni
la mirada incitadora que los acompañaba, y empezó a moverse y a mirar, algo
confuso, a derecha e izquierda.
Al volver la cara hacia el extremo inferior de la calle, sus ojos tropezaron, para su
indescriptible desaliento, con los del general Vandeleur. El general, en un
arrebato de calor, urgencia e indignación, recorría las calles en busca de su
cuñado pero, tan pronto como divisó al delincuente secretario, cambió de propósito,
su cólera se encauzó por una nueva vía, y se precipitó a su encuentro con muecas
y vociferaciones de lo más soeces.
Harry entró de un
salto en la casa, empujando a la criada delante suyo, y pegó un portazo en las
narices de su perseguidor.
-¿Hay una tranca? ¿La
puerta se cierra con llave? -preguntó, mientras toda la casa resonaba con la
salva de golpes que el general descargaba con el llamador.
-¿Por qué, qué le
pasa? -dijo la criada-. ¿Le asusta ese señor?
-Si me atrapa soy
hombre muerto -contestó Harry en susurros-. Me ha perseguido todo el día y
lleva un estoque en el bastón; es un oficial del ejército de la India.
-¡Qué manera de
portarse! ¿Y cómo se llama?
-Es el general para
quien trabajo. Quiere apoderarse de esta sombrerera.
-¿No se lo dije?
-dijo la joven con un gesto de triunfo-. Ya sabía yo que su lady Vandeleur no valía
nada, y si usted tuviera ojos en la cara, también lo vería. ¡Una descarada, una
falsa, se lo digo yo!
El general continuaba
en sus ataques con el aldabón y, furioso porque no le abrían, empezó a lanzar puntapiés y
puñetazos contra la puerta.
-Afortunadamente
estoy sola en la casa - observó la muchacha-. Su general puede dar golpes hasta
que se harte, no hay nadie para abrirle. ¡Venga conmigo!
Al decir esto,
condujo a Harry a la cocina, le hizo sentarse y se quedó junto a él, poniéndole afectuosamente la
mano en el hombro. El estrépito de los aldabonazos, lejos de disminuir, se hacía atronador, y
cada golpe hacía temblar al pobre secretario.
-¿Cómo se llama
usted? -preguntó la muchacha.
-Harry Hartley.
-Yo me llamo
Prudence. ¿Le gusta mi nombre?
-Es encantador -dijo
Harry-. Pero oiga esos golpes. Ese hombre acabará por romper la puerta y, Dios
me ayude, será para mí una muerte segura.
-Se altera demasiado
-contestó Prudence-. Déjele que golpee, se lastimará las manos. ¿Cree usted que
lo tendría aquí si no estuviese segura de salvarle? No, yo soy buena amiga de la gente que me cae
bien, y la puerta de servicio da a otra calle. Pero -añadió, pues Harry se había puesto en pie
de un salto al oír la buena noticia- no se la enseñaré si no me besa. ¿Quiere darme un besito,
Harry?
-Por supuesto
-respondió Harry, acordándose de su galantería-. Y no porque exista una puerta
de servicio, sino porque es usted tan buena y tan bonita.
Y le administró dos o
tres cariños que fueron retribuidos en especie. Luego Prudence le llevó hasta
la puerta y, poniendo la mano en la llave, le preguntó:
-¿Vendrá usted a
verme?
-¡Claro que sí! -dijo
Harry-. ¿No le debo acaso la vida?
-Ahora -dijo ella, abriendo
la puerta- corra todo lo que pueda, que voy a dejar entrar al general.
Harry no tenía
necesidad del consejo; el miedo le daba alas, y se dedicó a huir con la mayor diligencia.
Unos cuantos pasos, pensaba, y superadas las pruebas, podría volver junto a lady Vandeleur con
honor y seguridad. Pero no había dado esos pasos y ya escuchaba una voz de hombre llamándole
por su nombre entre maldiciones; al volver la cabeza vio a Charlie Pendragon que agitaba
los brazos, haciéndole señas de regresar. La sorpresa de este nuevo incidente fue tan
súbita y profunda, y Harry había llegado a tal punto de tensión nerviosa, que no se le ocurrió
nada mejor que aumentar la velocidad de su fuga. Tendría que haber recordado, por
supuesto, la escena en el parque de Kensington; debiera haber pensado que, si
el general era su
enemigo, Charlie Pendragon sólo podía ser un aliado. No obstante, tal era la
fiebre y alteración de su ánimo que no tuvo presentes estas consideraciones y
continuó calle arriba como alma que
lleva el diablo.
Por su tono de voz y
las imprecaciones que lanzaba contra el secretario, era claro que Charlie estaba enfurecido;
corría también, lo más de prisa que podía, pero se hallaba en desventaja, y a pesar de sus
gritos y los golpes que daba con el pie cojo contra el pavimento, empezó a perder cada vez más
terreno.
Harry sintió que
renacían sus esperanzas. La calle era estrecha y empinada, pero muy solitaria, con muros de jardines
cubiertos de hiedra a ambos lados, y el fugitivo no veía delante de sí ni una sola persona,
ni una puerta abierta. La Providencia, cansada de la persecución, le allanaba la
ruta de escape.
¡Ay! Cruzaba delante
de un jardín cuando de pronto se abrió una puerta, a la sombra de unos castaños, y vio
la figura de un chico de carnicero, con una bandeja vacía, que se disponía a salir. Harry apenas
si reparó en su presencia y ya estaba unos pasos más lejos, pero el muchacho tuvo tiempo
de observarle. Le sorprendió mucho que un caballero corriendo por la calle y lanzó
detrás de sí gritos burlones.
Aquel mandadero hizo
que Charlie Pendragon tuviera una nueva idea y, aunque casi sin aliento, tuvo fuerzas
para levantar una vez más la voz:
-¡Al ladrón! -gritó-.
¡Al ladrón!
Y el chico del
carnicero, repitiendo el grito, se unió en el acto a la persecución. Fue un
momento amargo para el pobre secretario. El miedo le hizo acelerar su carrera y
ganar terreno sobre sus perseguidores, pero sabía que pronto estaría agotado y,
si se topaba con alguien que viniese en dirección opuesta, su situación, en una
calle tan estrecha, sería desesperada.
«Debo hallar donde
esconderme -pensó-, y tiene que ser pronto o todo habrá terminado para mí en
esta vida.» No bien le había pasado esta idea por la cabeza, cuando la calle
dobló a un lado y sus adversarios le perdieron de vista. Hay momentos en los
que el menos tenaz de los hombres aprende a portarse con energía y firmeza, y
el más precavido olvida su prudencia y adopta una decisión temeraria. Esta fue una
de esas situaciones para Harry Hartley, y los que mejor le conocían hubieran
sido los más asombrados ante su audacia. Se detuvo de repente, lanzó la
sombrerera por encima del muro, saltó con gran agilidad y, con la ayuda de las
manos, pasó del otro lado y cayó de cabeza en el jardín.
Recobró el sentido
poco después, sentado en medio de un arriate de rosales. Le sangraban las manos
y las rodillas que se había cortado al saltar, pues el muro estaba protegido
por una gran cantidad de cascos de botella; sentía todo el cuerpo descoyuntado
y una molesta sensación de mareo. Frente a él, más allá del jardín, que estaba
maravillosamente ordenado y lleno de flores del perfume más agradable, vio la parte
trasera de una casa. Era una casa grande e indudablemente habitada pero, en
contraste con el jardín, era de apariencia fea, descuidada, algo siniestra. Los
muros del jardín la rodeaban por todas partes.
Harry lo veía todo,
pero su cabeza no conseguía registrar las cosas ni llegar a una conclusión
racional. Oyó que
alguien se aproximaba por el sendero y desvió la vista en esa dirección, sin
saber si defenderse o huir. El hombre que acababa de llegar era un personaje robusto,
tosco, de aspecto mezquino, vestido de jardinero y con una regadera en la mano
izquierda. Una persona más en sus cabales se habría alarmado al ver su enorme
estatura y la feroz mirada de sus ojos negros. Harry se hallaba excesivamente
aturdido por la caída para tener miedo; no le quitó al jardinero los ojos de
encima, pero no hizo nada y le permitió acercarse, cogerle del hombro y ponerle
bruscamente de pie sin oponer, por su parte, la menor resistencia.
Durante un momento se
miraron lentamente a los ojos, Harry fascinado y el hombre muy colérico, con
expresión cruel y burlona.
-¿Quién eres tú?
-preguntó por fin-. ¿Quién eres tú que saltas mi muro y destrozas mi Gloire
de Dijon? ¿Cuál es tu
nombre? -agregó, sacudiéndole-. ¿A qué has venido? Harry no lograba dar una sola palabra
de explicación. En ese instante Pendragon y el muchacho cruzaron corriendo al otro
lado del muro, y el ruido de sus pasos y sus gritos enronquecidos retumbaron en la calle. Las
preguntas habían hallado respuesta y el jardinero dirigió su mirada a Harry con
una sonrisa odiosa.
-¡Un ladrón! -dijo-.
Creo que te debes ganar bien la vida, porque vas muy bien vestido, como un caballero. ¿No te
da vergüenza ir tan bien aseado, cuando tanta gente honrada no dispone de ropas
así ni de segunda mano? ¡Habla, rufián! Entiendes inglés, supongo, y tú y yo
tenemos muchas cosas que hablar antes de que te lleve a la comisaría.
-Señor, esto es una equivocación
-le contestó Harry-. Si quiere usted venir conmigo a casa de
sir Thomas Vandeleur,
en Eaton Place, le garantizo que todo podrá aclararse. La persona más respetable, me doy
cuenta ahora, puede fácilmente convertirse en un sospechoso.
-Mira, jovenzuelo
-dijo el jardinero-, contigo no voy sino a la comisaría de aquí al lado. El inspector irá a Eaton
Place, y tendrá mucho gusto en tomar el té con tus grandes amistades. ¿O
quieres que vayamos a ver al ministro? ¡Sir Thomas Vandeleur, dice! ¿Crees que
no conozco a un caballero cuando le veo, y que le voy a confundir con un
bellaco como tú? Ya puedes vestirte como
quieras, que a mí no me engañas. ¡Miren esa camisa, que debe valer más que mi sombrero del domingo,
y esa chaqueta acabada de estrenar, y esas botas!
La mirada del hombre
había ido bajando y, de repente, detuvo sus comentarios ofensivos y se quedó
con los ojos fijos en el suelo. Cuando volvió a hablar su voz se había alterado
manera extraña.
-¿Pero qué es esto,
en nombre del Señor?
Harry siguió la
mirada del jardinero y vio un cuadro que le dejó mudo de sorpresa y terror. Al
caer había aplastado con el cuerpo la sombrerera, que se había partido en dos,
dejando a la vista un gran tesoro de diamantes, ahora hundidos en la tierra o
esparcidos por el suelo con abundancia majestuosa y espléndida.
Vio una magnífica
diadema que había admirado muchas veces en lady Vandeleur; anillos y prendedores,
pendientes y brazaletes, y hasta diamantes sin engastar, caídos entre los
rosales como gotas de rocío
matinal. Entre los dos hombres había por tierra un tesoro inmenso: un tesoro en su forma
más atrayente, maciza y durable, que podía llevarse en un delantal, bellísimo en sí mismo,
brillando a la luz del sol con mil destellos de todos los colores.
-¡Dios mío! -dijo
Harry-. ¡Estoy perdido!
En ese momento su
mente regresó al pasado con la velocidad incalculable del pensamiento y empezó a comprender
sus aventuras del día, a coordinarlas como un todo y a reconocer la
amarga situación en
la que se hallaba involucrado.
Miró alrededor
tratando de encontrar ayuda, pero estaba solo en el jardín, con los diamantes
desparramados y junto a su terrible interlocutor, y no oía sino el rumor de las
hojas y los rápidos latidos de su propio corazón. No es de sorprender que,
perdiendo el ánimo, el joven repitiera con voz quebrada: -¡Estoy perdido!
El jardinero miraba
en todas direcciones con aire culpable, pero no había nadie asomado a las
ventanas y pareció tranquilizarse.
-¡Ten valor, idiota!
-dijo-. Lo peor ya ha pasado. ¿Cómo no me dijiste que hay bastante para dos?
¿Para dos? ¡Para doscientos! Vámonos de aquí, que nos pueden ver, y por amor de
Dios, ponte el sombrero y límpiate. No puedes dar dos pasos con ese aspecto
irrisorio.
Sin pensarlo, Harry
hizo lo que el otro le decía; el jardinero se arrodilló y se puso a recoger las joyas,
metiéndolas otra vez en la sombrerera. Nada más tocar los riquísimos cristales,
su robusta figura se
estremeció de pies a cabeza; la cara se le transfiguró, le brillaron los ojos
de codicia; más aún, pareció
demorar lujuriosamente su ocupación acariciando cada uno de los diamantes. Por
fin, ocultó la caja entre sus ropas e hizo a Harry una señal de que le
siguiera, dirigiéndose a la
casa.
Cerca de la puerta
hallaron a un joven, sin duda un religioso, moreno y muy bien plantado, pulcramente vestido
como corresponde a su casta, en cuyo aspecto se combinaban debilidad y resolución. El
jardinero pareció contrariado por el encuentro, pero puso la mejor cara que pudo y, acercándose
al clérigo con aire sonriente y obsequioso, le dijo:
-Hermosa tarde
tenemos, señor Rolles. ¡Una hermosa tarde, como que Dios es grande! Este joven es un buen
amigo que ha venido a ver mis rosas. Me he tomado la libertad de traerle y no creo que ninguno
de los inquilinos se oponga.
-En cuanto a mí
-contestó el reverendo señor Rolles-, no me opongo, ni creo que los demás
puedan oponerse en un
asunto de tan intranscendente.
El jardín es suyo,
señor Raeburn, ninguno de nosotros debe olvidarlo; y no porque nos haya
permitido pasearnos por él tendremos la osadía de entrometernos, abusando de su
cortesía, en lo que quieran sus amigos.
-Pero, si no me
equivoco -añadió-, este caballero y yo nos conocemos. El señor Hartley, me
parece.
Lamento ver que se ha
caído usted. Y tendió la mano. Una dignidad excesivamente delicada, y la intensión
de retrasar en lo posible toda aclaración, hizo que Harry desaprovechara
aquella oportunidad de
recibir ayuda. Negó su propia identidad y prefirió las bondades del jardinero, que por lo menos era
un desconocido, a la curiosidad y quizá las dudas de alguien que le conocía.
-Me temo que se trata
de una equivocación - respondió-. Me llamo Thomlimson y soy amigo del señor Raeburn.
-¿En verdad? -dijo el señor Rolles-. El parecido es asombroso.
El señor Raeburn, que
había estado en ascuas durante toda la conversación, creyó oportuno ponerle punto final.
-Le deseo a usted un buen paseo, señor -dijo.
E hizo entrar a Harry
a la casa; era una habitación que daba sobre el jardín. En primer lugar bajó las persianas,
pues el señor Rolles seguía donde le habían dejado, con aire de reflexión y asombro. Después
vació la sombrerera rota sobre una mesa y se sentó ante el tesoro así desplegado,
frotándose las manos en los muslos, en un éxtasis de codicia. Para Harry,
observar la cara de aquel
hombre poseído por una emoción tan baja fue un nuevo golpe, además de los muchos que
había recibido. Le parecía increíble que su vida, hasta entonces tan pura y delicada, se viera
envuelta de pronto en algo tan sórdido y criminal. En conciencia, no tenía el menor pecado que
reprocharse, pero padecía sus penas en sus formas más agudas y crueles: el miedo al castigo,
la desconfianza en los buenos, la sociedad y la contaminación con seres despreciables y
brutales. Hubiera dado con gusto su vida por escapar de la habitación y de la compañía del señor
Raeburn.
-Bien -dijo este
último, cuando hubo colocado las joyas en dos montones casi idénticos y acercado uno de ellos
a sí-, todo se paga en este mundo, y a veces de formas muy agradables. Debe
usted saber, señor Hartley, si ése es su nombre, que soy hombre de buen
carácter y que esta generosidad fue mi condena toda la vida. Ahora mismo podría
embolsarme todas estas lindas piedrecitas, si se me antojara, y quisiera ver si
se atreve usted a decirme algo. Pero me ha caído usted bien y la verdad es que no
quisiera perjudicarle. De modo que, por pura amabilidad, le propongo que las
dividamos. Éstas -continuó diciendo, mientras señalaba con un gesto los dos
montones- me parecen partes justas y amistosas. ¿Me permite preguntarle si tiene alguna
objeción, señor Hartley? No voy a discutir por un prendedor más o menos.
-¡Señor, me propone
usted algo imposible! - respondió Harry-. Las joyas no son mías y no
puedo dividirlas con
nadie, cualquiera sea la proporción.
-¿No son suyas,
entonces? -replicó Raeburn-. ¿Y no puede usted compartirlas con nadie? Pues
bien, eso es lo que yo llamo una pena, porque no me queda más remedio que
entregarle a la policía. La policía..., ¡piense en el deshonor de sus pobres
padres; piense -y cogió a Harry por la muñeca-, piense en las cárceles coloniales
y el día del Juicio Final!
-Nada puedo hacer
-decía Harry con voz quejumbrosa-. No es culpa mía. ¿No quiere venir conmigo a
Eaton Place?
-No -dijo el hombre-.
De eso nada. Vamos a repartirnos estos chismes aquí mismo.
Y de pronto retorció
con violencia la muñeca del joven. Harry lanzó un grito de dolor y su cara se cubrió de
sudor. Quizás el pánico y el dolor avivaron su inteligencia, pues no cabe duda de que en ese
momento, en un abrir y cerrar de ojos, vio todo lo que sucedía con una luz muy distinta, lo
único razonable era aceptar el trato con el bribón, confiando en que, en
circunstancias más favorables, libre ya de toda sospecha, podría dar con la
casa y obligarle a devolver el botín.
-De acuerdo -dijo.
-Así me gusta -dijo
con socarronería el jardinero-. Ya sabía yo que antepondrías tus intereses. Quemaré la sombrerera
con las basuras, pues algún curioso podría reconocerla; tú recoge tus piedras y mételas
en el bolsillo.
Harry obedeció; Raeburn
le miraba hacer y,de vez en cuando, un vivo destello encendía su codicia;
entonces quitaba una joya de la parte del secretario y la añadía a la suya. Cuando
Harry hubo terminado, se dirigieron a la puerta de calle. Raeburn la abrió
cautelosamente y se asomó para ver si venía alguien.
Al parecer la calle
estaba desierta, pues de pronto agarró a Harry por la nuca y le hizo bajar la
cabeza, de modo que sólo podía ver el suelo y los escalones de entrada de las
casas, empujándole con violencia delante suyo por una calle, y luego por otra,
durante quizás un minuto y medio. Harry
contó tres esquinas antes de que el bribón le soltara y, diciéndole «¡Largo de aquí!», le
arrojara al suelo de un puntapié atlético y bien dirigido.
Una vez que Harry se
pudo incorporar, todavía medio aturdido y sangrando abundantemente por la nariz, el
señor Raeburn había desaparecido. Por primera vez el dolor y la cólera
vencieron al desgraciado joven, que se echó a llorar a lágrima viva en medio de
la calle.
Cuando pudo calmarse
un poco, miró a su alrededor y leyó los nombres de las calles donde le había abandonado
el jardinero. Estaba en un barrio poco frecuentado del oeste de Londres, entre villas y
grandes jardines, y vio unas cuantas personas en las ventanas, sin duda mudos
testigos de su infortunio; poco después, una criada vino corriendo de una casa
para ofrecerle un vaso de agua. Al mismo tiempo se le acercó también un vago
mal encarado que rondaba por esas calles de Dios.
-¡Pobre señor! -dijo
la criada-. ¡Cómo le han dejado! ¡Le sangran las rodillas, tiene las ropas destrozadas! ¿Conoce
usted al miserable que le hizo esto?
-Sí que le conozco
-respondió Harry, un poco repuesto tras beber el agua-, y le encontraré a pesar
de sus precauciones. Lo que ha hecho hoy le costará caro, se lo aseguro.
-Venga usted a la
casa para asearse y arreglarse un poco -dijo la muchacha-. No se preocupe, mi señora no lo
tomará a mal. Mire usted, cogeré su sombrero. ¡Dios del cielo! -gritó-. ¡Pero
si viene perdiendo diamantes por la calle!
Así era, en efecto;
la mitad de las piedras que le quedaban después del asalto del señor Raeburn se
le habían caído al rodar por tierra y ahora brillaban sobre el suelo. Dio
gracias a su buena suerte de que la criada las hubiera visto, pensó que por mal
que vayan las cosas siempre pueden ir peor, y recobrar unas cuantas joyas le pareció
asunto tan importante como haber perdido las demás. ¡Ay! No
bien se inclinó a recoger sus tesoros, el vago que le estaba mirando se
abalanzó sobre él y la muchacha, les derribó, recogió algunos diamantes con
ambas manos y se perdió calle abajo
con sorprendente agilidad.
Tan pronto como Harry
se puso en pie, corrió dando gritos tras el ladrón, pero éste era muy rápido y
debía conocer bien el barrio, pues cuando el perseguidor llegó a la esquina no
se veían rastros del
fugitivo.
Harry regresó
profundamente abatido a la escena de su desgracia y la joven, que le estaba esperando, le
devolvió con cortesía su sombrero y las piedras recogidas del suelo. Harry le agradeció de todo
corazón y, como ya no estaba de humor para hacer economías, fue a la estación más
cercana y cogió un coche de alquiler para Eaton Place.
Al llegar, la casa
parecía en la mayor confusión, como si hubiera ocurrido una catástrofe. Los criados estaban
reunidos en el salón y no fueron capaces de contener la risa, aunque quizá tampoco se esforzaron
mucho, ante la desastrosa figura del secretario. Harry pasó delante de ellos con el aire
más digno que podía y fue derecho al gabinete. Cuando abrió la puerta, puso los ojos en un
espectáculo sorprendente y hasta amenazador, pues vio al general, a su mujer, y nada menos
que a Charlie Pendragon, en plena conspiración, cuchicheando grave y ansiosamente de algo
sin duda importante.
Comprendió en el acto
que le quedaba muy poco por explicar, era evidente que se había hecho confesión
plenaria al general del fraude intentado contra su bolsa, así como del rotundo fracaso de la
empresa, y que todos se habían unido contra el peligro común.
-¡Gracias a Dios!
-exclamó lady Vandeleur-. ¡Aquí está! ¡La sombrerera, Harry, la sombrerera!
Pero Harry seguía
plantado ante ellos, cabizbajo y sin decir palabra.
-¡Hable! -gritó lady
Vandeleur-. ¡Hable usted! ¿Dónde está la caja?
Y los hombres
repitieron la pregunta con gestos de amenaza.
Harry sacó un puñado de joyas del bolsillo. Se le veía muy pálido.
-Esto es todo lo que
queda -dijo-. Juro ante Dios que no fue culpa mía. Si tienen paciencia creo que
podrán recobrarse algunas joyas, aunque me temo que otras se han perdido para siempre.
-¡Ay! -se quejó lady
Vandeleur-. Nos hemos quedado sin diamantes y yo debo noventa mil libras por mi
guardarropa.
-Señora -dijo el
general-, podía usted haber empedrado la calle con sus baratijas, haberse endeudado por una
suma cincuenta veces mayor, haberme robado la diadema y el anillo de mi madre; tal vez,
forzado por la naturaleza, habría acabado por perdonarla. Pero ha cogido usted el Diamante del
Rajá -el Ojo de la Luz, como lo llaman de forma poética los orientales-, el orgullo de
Kashgar. ¡Me ha robado usted el Diamante del Rajá! -gritó, levantando las
manos- ¡y todo ha acabado,
señora, todo ha terminado entre nosotros!
-Créame usted,
general Vandeleur - respondió la gran dama-, que ésa es una de las cosas más
agradables que he oído nunca; puesto que nos hemos arruinado, casi podría
felicitarme de un cambio que me libra de su compañía. Me ha repetido infinidad
de veces que me casé con usted por su dinero. Permítame decirle ahora que es
algo de lo que me arrepiento amargamente. Si aún fuese usted soltero, y dueño
de un diamante más grande que su cabeza, no le aconsejaría a la última de mis criadas
un matrimonio tan triste y desastroso.
En cuanto a usted,
señor Hartley -dijo, dirigiéndose al secretario-, ha demostrado de manera suficiente sus
nefastas cualidades en esta casa; todos sabemos que le falta valor, sensatez y
respeto de sí mismo; lo único que puede hacer es largarse en el acto y, a ser
posible, no volver a aparecer por
aquí. Si desea cobrar su salario puede anotarse como acreedor en la quiebra de mi marido.
Apenas si había
comprendido Harry este discurso tan insultante y ya el general lo atacaba con otro.
-Mientras -dijo sir
Thomas-, venga usted conmigo a visitar al inspector de policía más próximo. Puede usted
entrar.
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