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sábado, 2 de marzo de 2013

La muerte del delfín - Alphonse Daudet

Delfín: título nobiliario francés empleado interrumpidamente desde 1349 hasta 1830, y reservado a los príncipes herederos al trono de Francia que fuesen hijos legítimos del monarca reinante. fte: wikipedia.
El siguiente cuento se llama "La muerte del Delfín" - el príncipe no aquel simpático mamífero marino que la mayoría amamos - y fue escrito por Alphonse Daudet (1840-1897), escritor francés en 1869. Pertenece a su libro "Cartas desde mi molino", una colección de cartas y cuentos escritos entre 1866 y 1874.
El Delfín está enfermo, sabe que va a morir pero sólo se preocupa por una cosa: continuar siendo el Delfín.

La muerte del Delfín

El pequeño Delfín está enfermo, el pequeño delfín va a morir... En todas las iglesias del reino, permanece expuesto el Santísimo día y noche y grandes cirios arden para que sane el hijo del rey. Las calles de la vieja residencia están tristes y silenciosas, las campanas ya no tañen, los coches van al paso... En las cercanías del palacio, los vecinos del pueblo miran con curiosidad a través de las verjas, a los suizos con fajas doradas que hablan en los patios con petulancia.

Todo el castillo está en danza... Chambelanes, mayordomos, suben y bajan corriendo las escaleras de mármol... Las galerías están abarrotadas de pajes y cortesanos vestidos de seda que pasan de un grupo al otro pidiendo noticias en voz baja. En las amplias escalinatas, las damas de honor, desconsoladas, hacen grandes reverencias enjugando sus ojos con lindos pañuelos bordados.

En el invernadero se encuentran reunidos numerosos médicos vistiendo la toga. Se les ve, a través de las vidrieras, agitar sus largas mangas negras e inclinar doctoralmente sus pelucas... El preceptor y el escudero del pequeño Delfín pasean ante la puerta, en espera de las decisiones de la Facultad. Unos pinches de cocina pasan sin saludarles. El señor escudero blasfema como un pagano y el señor preceptor recita versos de Horacio... Y mientras tanto llegan desde las caballizas unos relinchos quejumbrosos. Es el alazán del joven delfín, al que los palafreneros han olvidado y que llama con tristeza ante su pesebre vacío.

¡Y el rey! ¿Dónde está monseñor el rey?... El rey se ha encerrado solo en una habitación, al extremo del castillo. Las majestades no quieren que las vean llorar... En cuanto a la reina, es diferente... Sentada a la cabecera del joven Delfín, tiene su hermoso semblante bañado en lágrimas y solloza en voz alta ante todos como haría una tendera.

En su cama adornada de encajes, el pequeño Delfín, más blanco que los almohadones sobre los que está tendido, descansa con los ojos cerrados. Parece dormido, pero no lo está. El pequeño Delfín no duerme... Se vuelve hacia su madre y, viendo que llora dice:

- Mi señora reina, ¿por qué lloraís? ¿Creéis acaso que me voy a morir?

La reina quiere responder. Los sollozos le impiden hablar.

- No lloreís, mi señora reina; olvidaís que soy el Delfín, y que los Delfines no pueden morir así...

La reina solloza aún más fuerte y el pequeño Delfín empieza a espantarse.

- ¡Eh! - dice -, no quiero que la muerte venga a buscarme y sabré cómo impedir que llegue hasta aquí... Que hagan venir al momento cuarenta lansquenetes vigorosos para montar la guardia en torno a nuestra cama... Que cien cañones vigilen de día y noche con la mecha encendida bajo nuestros balcones. ¡Y ay de la muerte si se atreve a acercarse a nos!

Para complacer al niño, la reina hace una señal. Al momento se oyen los cañones rodando por el patio; y cuarenta recios lansquenetes, empuñando sus partesanas, acuden a situarse alrededor de la habitación. Son viejos soldados con bigotes grises. El pequeño Delfín palmotea al verlos. Reconoce a uno y le llama:

- ¡Lorenés! ¡Lorenés!

El soldadote da un paso hacia la cama:

- Te quiero mucho, mi viejo Lorenés... Déjame ver tu gran sable... Si la muerte quiere llevarme, habrá que matarla, ¿no es cierto?

Lorenés responde:

- Sí, monseñor.

Y dos lagrimones se deslizan por sus mejillas curtidas.

En aquel momento, el capellán se acerca al pequeño Delfín y le habla largo rato en voz baja mostrándole un crucifijo. El pequeño Delfín le escucha muy sorprendido, y luego, de repente, le interrumpe:

- Comprende perfectamente lo que me dice, señor cura; pero, en fin, ¿no podría morir mi amigo Beppo en mi lugar dándole mucho dinero?...

El capellán continúa hablándole en voz baja y el pequeño Delfín se muestra cada vez más sorprendido.

Cuando el capellán a terminado, el pequeño Delfín prosigue con un suspiro:

- Todo esto que me dice es muy triste, señor cura; pero hay una cosa que me consuela, y es que allá arriba, en el paraíso de las estrellas, seguiré siendo el Delfín... Sé que Dios es mi primo y no puede dejar de tratarme de acuerdo con mi rango.

Luego añade, volviéndose hacia su madre:

- Que me traigan mis mejores vestidos, mi jubón de armiño blanco y mis escarpines de terciopelo. Quiero ponerme guapo para los ángeles y entrar en el paraíso vestido de Delfín.

Por tercera vez el Capellán se inclina hacia el pequeño Delfín y le habla largamente en voz baja... En medio del discurso, el niño real lo interrumpe colérico:

- ¡Entonces - exclama -, ser Delfín no cuenta para nada!

Y, sin querer oír más, el pequeño Delfín, vuelto hacia la pared, llora amargamente.

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