Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

martes, 6 de diciembre de 2016

Maximiliano y Carlota - Victoria Robbins

Hoy traigo un nuevo relato del libro gratuito "Relatos históricos - Varios Autores". Tiempo atrás subí uno de los cuentos que aparecen en él ("Cupido arrodillado" de Rafael Sabatini). Pensé que había subido más pero no... y es raro porque encontré ese libro buscando textos de Victoria Robbins y, por lo que veo, no he subido nada de ella... Cosas que pasan.
Victoria Robbins es autora también de "Relatos de hombres lobos", "Relatos de vampiros", "Los textos bíblicos"... algo así como cuentos históricos y de terror...




Maximiliano y Carlota 
Un amor desdichado

En la segunda mitad del siglo xix el mundo estaba viviendo el paulatino derrumbamiento moral y social de las monarquías. Toda Europa era mandada por reyes, emperadores y zares, salvo unas pocas excepciones. Sin embargo, nadie había olvidado la Revolución Francesa, y se estaba dejando bien palpable la gran importancia de los Estados Unidos, una ex colonia de Inglaterra que gracias a la emigración masiva de europeos ya ocupaba uno de los primeros lugares entre las naciones más ricas, cuando le quedaba mucho territorio por colonizar, aunque fuese a costa de exterminar a los indios.

En medio de un período tan convulso, el imperio que los Habsburgo mantenían en el corazón del viejo continente se hallaba en una situación tan crítica que necesitaba el apoyo de Napoleón III, el emperador de Francia. A pasar de que en muchas ocasiones estuvieron a punto de enfrentarse en una guerra abierta, debieron firmar pactos políticos tan frágiles como el de convertir a un archiduque austríaco y a una princesa belga en emperadores de México, una nación joven, recién salida de tres siglos de colonialismo español. Todo un juego de insensateces, cuyas víctimas principales serían dos seres humanos.

Unos seres humanos llenos de inquietudes, de pasiones enfrentadas y muy sensibles. Su drama es lo que Victoria Robbins nos cuenta en el siguiente relato, haciendo gala de un estilo directo, casi periodístico, de lo más emotivo.


En 1856, cuando Carlota de Bélgica conoció a Maximiliano de Habsburgo supo que iba a ser su esposa. Sólo le contó este secreto a su confesor. Había cumplido diecisiete años, mientras que su elegido estaba en los veintitrés. La felicidad de la princesa llegó a un techo tan alto, que no dudó a la hora de escribir en su diario: Me embarga la mayor dicha. El dedo de Dios se ha posado en mí, para permitirme ver el único camino que debo seguir a partir de ahora.

Sin embargo, el archiduque no sintió lo mismo: el cañonazo que lo anula todo, borra los recuerdos de otras mujeres y alumbra la imagen de una sola: ésa que se convertirá en su esposa. Es cierto que conservó una imagen tierna de Carlota, aunque ni remotamente le pasó por la cabeza la idea de una boda. Cuando su poderosa familia se lo propuso, no se resistió. Y al presentárselo de una manera oficial, lo aceptó cordialmente.

En diciembre viajó a Bruselas para organizar los esponsales. ¿Se mostró muy apasionado? Diremos que todo el amor se hallaba en Carlota. Había renunciado a un trono, ya que entre los candidatos se encontraba un príncipe heredero de la corona de Portugal, para fijarse en un archiduque cuyas posibilidades de reinar eran casi imposibles. Algo que no le restó entusiasmo: Max me parece encantador bajo todos los aspectos..., no se cansaba de repetir a sus amistades. Físicamente le considero hermoso y moralmente es imposible desear algo superior. Viene a desayunar todos los días y permanece aquí hasta las tres o las cuatro, y charlamos juntos, muy dichosos.

Los dos jóvenes hicieron proyectos para el futuro. Maximiliano le confió a Carlota que pretendía mandar construir un palacio al borde del mar, en Trieste, al que llamaría Miramar. Le enseñó los planos, con lo que ella se entusiasmó al ver la terraza, el pabellón árabe amueblado al estilo oriental y el jardín de invierno poblado de todas las especies de aves. Deseoso de complacer a su prometida, el archiduque prometió construir una capilla, en la que todos los días se celebraría una misa.

La princesa no podía sentirse más feliz. La visita de Max, escribiría pocos días más tarde, ha confirmado la buena impresión que he venido formándome de él, y me ha inspirado la más elevada estimación de sus cualidades. Se ha mostrado de lo más encantador conmigo, siempre obsequioso y atento. Todo en Maximiliano le encantaba: sus sentimientos, la conciencia tan viva que poseía de sus obligaciones y su cultura intelectual. Pudo leer su «Diario de viaje» y algunas de sus poesías, todo lo cual le reveló un alma de artista. Observo con gran alegría que nuestros corazones se comprenden cada vez más, y veo que esta semejanza en nuestros puntos de vista y de sentimientos persigue un mismo objetivo: la verdadera felicidad del matrimonio...

La boda religiosa se celebró el 27 de julio de 1857. Carlota apareció muy bonita con su vestido de raso blanco salpicado de plata, y bajo su velo, obra maestra de las tejedoras belgas, que caía sobre su espalda y cubría la diadema de azahares entremezclados de diamantes. Maximiliano vestía el gran uniforme de almirante de la marina austríaca. Ambos formaban una pareja radiante de juventud y de belleza.

En el momento que la recién casada salió del salón azul del palacio real de Bruselas, donde se acababa de celebrar el matrimonio civil, pudo ver alineadas a su paso a todas esas personas de su familia que la habían acompañado desde la infancia. Entonces sintió una gran ternura que no quiso reprimir: las lágrimas brotaron emocionadas y su mirada se desplazó de unos a otros con un «adiós al pasado».

El 8 de agosto llegaron a Viena, donde el pueblo celebró fiestas en honor de los nuevos esposos. Poco después, éstos partieron hasta Schoenbrunn, donde pasarían la noche. Allí se encontraron con el emperador y la emperatriz, que les recibieron con cariño. Charlaron animosamente y, luego, se dedicaron los honores del castillo a la nueva archiduquesa. Esto supuso que Carlota confiara a la duquesa de Hulst: Mis suegros han estado encantadores, lo mismo que toda la familia. Ya me siento archiduquesa de sangre, porque los quiero muchísimo.

Al mismo tiempo, Maximiliano sabía agradar a su esposa. La llevó a Trieste, a una mansión que la enamorada describió de esta manera: Es una verdadera alhaja engastada en un país magnífico de clima meridional, frente a uno de los más bellos golfos del mundo. En el Norte no se tiene ni idea de lo que puede ser un mar verdaderamente azul...

El hechizo continuó en Venecia, a pesar de los problemas de la travesía. No hay visión más agradable que la entrada en las lagunas... Existe algo en esta ciudad que seduce, hasta tal punto que se imagina una haber vivido aquí siempre... Se embriagó de sol, no se cansó de admirar el cielo, corrió a ver todos los monumentos y las iglesias, que son otras tantas galerías de cuadros, de colecciones de mármoles y mosaicos...

Pero llegó el momento de pensar en las cosas serias. Carlota se hallaba preparada para ello. Bien formada en su oficio de princesa, nada de lo que era ceremonia oficial le aburría. Veía en esto el cumplimiento de sus más altos deberes, de los que tenía plena conciencia y estaba deseando llevar a cabo. Lo confesó con toda franqueza, porque la perspectiva de la vicerrealeza lombardo-veneciana le «encantaba». Sin embargo, no lo ignoraba, esta misión iba a resultar complicada. Y la asumiría como un apostolado del bien que se debe emprender. Es cierto que ya siento sus espinas, que no me duelen por lo mucho que se debe hacer... No sé si es un don de Dios, pero las recepciones me divierten y nunca me abruman los muchos invitados que asisten a nuestras fiestas. Esta mujer educada para los cargos más altos y el boato, había nacido, evidentemente, para reinar.

El 6 de septiembre de 1857 Maximiliano y Carlota hicieron su entrada oficial en Milán, acompañados del conde Giulay, gobernador militar de la provincia. Se procuró evitar un despliegue demasiado exagerado de tropas austríacas. En la puerta oriental, el podestá conde de Sebregondi, acogió en nombre del Consejo Municipal al archiduque y a su joven esposa. El estruendo de las salvas de artillería saludó a éstos. Las bandas militares tocaron el himno nacional de Austria y la Brabanzona. Luego, las autoridades escoltaron la carroza de gala hasta el palacio real. Pero el público milanés se mostró poco entusiasmado.

Carlota estaba muy hermosa con su vestido de seda de color cereza adornado de encajes blancos y bajo su corona de rosas entremezcladas de diamantes. Y Maximiliano llevaba su uniforme de almirante. Es posible que esta muestra de amor y belleza sirviera para que la multitud terminase aplaudiendo, aunque no se dejaron de escuchar algunas protestas. Hemos de tener en cuenta que la mayoría de los milaneses se sentían más italianos que austríacos.

Pero durante los meses siguientes el gobernador no logró establecer un trato cordial con la nobleza. Los Dandolo, los Borromeo, Maffei, Casati y demás le ignoraron. Sólo fue respetado por la burguesía comerciante, al menos en apariencia, ya que asistían a todas las recepciones de la corte. Además, el matrimonio austríaco gastaba el dinero a manos llenas en obras de caridad, en base a la teoría de Maximiliano: «la bolsa de los demás debe ser alimentada por el continuo movimiento del dinero».

Una conducta que no gustó al emperador Francisco José, el cual había llenado el palacio de Milán de espías, al controlar totalmente a la policía. Y en Venecia, cuando se silbaba en el teatro a los colores de la bandera austríaca, las autoridades ciaban muestras de una gran indulgencia, con lo que alentaban a los perturbadores.

El general Giulay, que mandaba las tropas de ocupación, junto a los oficiales que le rodeaban, consideraron deplorable la actitud de Maximiliano. Y éste luchó también porque no se limitara su autoridad. A finales de 1858, reclamó el supremo mando de las tropas en caso de levantamiento, ya que el dualismo de la autoridad lo consideraba muy perjudicial para su cargo de gobernador-general, y sentía como una afrenta bailarse subordinado al mando militar de Verona. Pero Francisco José, que había entregado toda su confianza a Giulay, se negó a satisfacer las demandas de su hermano.

En Viena ya se acusaba a Maximiliano de debilidad con los italianos. Se le reprochaba no obedecer a las autoridades militares. Incluso se insinuó que alimentaba ambiciones personales, lo que Francisco José más temía, al conocer la gran popularidad del gobernador de Milán.

Mientras tanto, Carlota apoyaba a su esposo con un derroche de esfuerzos. Visitaba los establecimientos de caridad, las escuelas, patrocinaba las obras de beneficencia y organizaba un árbol de Navidad para los niños de la corte. Trataba de alentar a los artistas, incluso aceptando posar para una pintura con los vestidos de una campesina lombarda.

Sin embargo, el matrimonio trabajaba en vano. Se les juzgaba personalmente simpáticos y encantadores. Eran admirados en las ceremonias públicas, al aparecer Carlota, por ejemplo, con un vestido de muaré blanco, bajo un amplio manto de terciopelo recamado de oro y con una diadema de brillantes. El pueblo se quedaba atónito ante esta muestra de belleza, hasta que surgía el odio contra Austria. Por eso el republicano Manin declaraba: «No exigimos que se vuelvan más humanos, lo que exigimos es que se marchen».

El 19 de abril de 1859, ante el riesgo de un enfrentamiento militar con la Francia de Napoleón III, Maximiliano fue destituido de su cargo de gobernador de Milán. La carta que recibió contenía este texto: «Habiéndome forzado las circunstancias a adoptar medidas extraordinarias para la defensa de mi corona y para el mantenimiento del orden y de la seguridad interior, me veo obligado a reunir en una sola mano la autoridad civil y militar del reino lombardo-veneto. En consecuencia, he decidido relevaros de vuestras funciones de gobernador general que habéis desempeñado con la más grande dedicación y la mayor sabiduría, y a confiarle la administración civil al general conde Giulay como jefe del mando general del país».

Esto supuso que Maximiliano y Carlota debieran cambiar todos sus planes. Unas semanas después, se entregaron a la construcción del palacio de Miramar, donde pasarían un tiempo de sosiego. Hasta que el archiduque volvió a sentir la atracción del mar, una de sus más fuertes pasiones, y se embarcó en unas maniobras que durarían tres meses. Largo tiempo para la mujer que le amaba hasta la anulación personal. Es cierto que ella había sido educada para ser una reina, lo que presuponía un fuerte sentido del orgullo y el autorrespeto personal; no obstante, se había entregado a su marido como una esclava, y era correspondida en todos los sentidos, también en la cama.

Carlota supo esperar pacientemente, con la idea de que el regreso aliviaría la falta de diálogos, de contactos y de caricias. Claro que era humana, por lo tanto poseía una cierta inseguridad, que en ciertos momentos le llevó a recordar que su Max arrastraba la fama de libertino, de un «faldero incorregible». Pero esto correspondía a su época de soltero. Como casado se había corregido, le era fiel.

La mañana que recibió noticias de que el barco de su esposo se acercaba a Miramar la intranquilidad la dominó. Tres días vivió sin dormir, eligiendo las ropas que se pondría para recibirle, cambiando la decoración del dormitorio nupcial, mandando que se trajeran nuevas flores y preguntando a sus doncellas de confianza si la veían bonita.

–Vuestro marido viene enfermo, princesa –le confió su secretario personal–. Creo que no es nada importante, aunque sufre unas altas liebres. Ya sabéis que estuvo en Brasil, lo que aconseja que se someta a un breve aislamiento por si su mal resultara contagioso.

¡No pudo ver a su Max a pesar de tenerlo a menos de cien metros de distancia! El único recurso que le quedó fue cumplirla función de enfermera, procurando que no faltase nada en las habitaciones de su esposo, ya fueran sábanas, toallas, los alimentos más frescos y la leche bien hervida, lo mismo que perfumes y otros detalles que sólo se le pueden ocurrir a la mujer que ama a un hombre hasta conocer sus más pequeños deseos.

Pero la separación se alargó excesivamente, más allá de una corta cuarentena. Carlota pidió explicaciones a los médicos, hasta que el responsable del equipo, Bohuslavek, le descubrió la amarga verdad:

–Su excelencia sufre una dolencia que va remitiendo muy lentamente. Consideramos que dentro de unos dos o tres días ya podrá abandonar sus habitaciones... Pero no es aconsejable que mantenga las relaciones conyugales más íntimas, al menos durante uno o dos meses, ya que acaba de superar una gravísima enfermedad venérea...

¡¿Enfermedad venérea?! Estas dos palabras quedaron grabadas en la mente y en el corazón de Carlota con hierro candente. Contuvo un grito desesperado, le brotaron unas lágrimas y se retiró con pasos vacilantes. Le costó muchísimo aguantar el peso del desengaño sin perder el sentido... ¡Porque una enfermedad venérea sólo la puede sufrir un hombre después de mantener un trato carnal con otra mujer! ¡Entonces Maximiliano, ya nunca su Max, había seguido comportándose como un libertino, a pesar de estar casado con una princesa belga que no le negaba ni un solo capricho, ni siquiera en la cama!

Lo más probable es que no se hubiera contagiado con la primera mujer a la que llevó a su lecho... Carlota se negó a pensar en esto, aunque las ideas eran caballos desbocados dentro de su cerebro. Más de cuatro días permaneció encerrada en las habitaciones provisionales, acondicionadas hasta que ella pudiese volver a las del matrimonio. Y después de este enclaustramiento, al rebasar la puerta para volver a la «vida normal» todos pudieron comprobar que ya era otra mujer distinta. Vestía las mismas ropas elegantes, olía a unos perfumes parecidos y llevaba idénticas joyas; sin embargo, nadie la volvería a ver sonreír espontáneamente, a pesar de que lo hiciera en las recepciones y con algunos de sus colaboradores, siempre de una forma fingida, al haber aprendido a ocultar sus sentimientos. Lo que nunca disimuló fue la frialdad de sus ojos.

–¿Por qué me rehuyes, querida? –le preguntó Maximiliano, días más tarde–. He tenido que abordarte como si hiera un asaltante de pasillos. Has mandado que instalen tus habitaciones en otro ala del palacio, y ordenas que te sirvan la comida en un saloncito apartado. Ya estoy recuperado... ¿Es que no te lo han contado mis médicos?
–Nunca estará usted recuperado, señor –respondió Carlota, mirando directamente a quien seguía considerando su marido, pero sólo en un sentido oficial–. Traicionó sus promesas de fidelidad, lo más sagrado para una princesa belga.
–Se debió al clima tropical, al ron y a la locura... ¡Nunca se repetirá! ¡Te lo juro!
–Lo que vaya usted a hacer con su vida íntima ya no me importa, señor. De ahora en adelante me limitaré a cumplir mis funciones de esposa oficial.

¡Carlota jamás cedería! Sin embargo, no dejó de atender sus obligaciones sociales y religiosas. En lo que se refiere a su intimidad, vivió aislada por completo de su marido. Compartían la mesa durante las tres comidas y la carroza en sus viajes, lo mismo que ella asistía a los festejos populares a los que eran invitados. Y cuando a Maximiliano se le propuso convertirse en emperador de México, le apoyó convencida al haber soñado desde niña desempeñar el cargo de reina.

Muchos fueron los años de intrigas políticas, de avances y retrocesos, al hallarse implicados en tan alta responsabilidad las más poderosas naciones del mundo. Sólo cuando Napoleón III dio su aprobación total, comprometiéndose a enviar a sus tropas como apoyo de Maximiliano, se dio validez, a una idea que en un principio había parecido de lo más descabellada.

El 12 de junio de 1864 Maximiliano y Carlota entraron en la capital de México. Se habían levantado miles de arcos de triunfo, con guirnaldas, banderas y pancartas de bienvenida. Se diría que se estaba celebrando la fiesta del Corpus. Una multitud abigarrada llegaba de todas partes, ya fuese a pie o a caballo y en mula. Primero apareció el regimiento de los lanceros de la emperatriz bajo el mando del coronel López, siguieron los regimientos franceses, formados con cazadores de África y húsares. Inmediatamente, detrás, escoltada por los generales Bazaine y Neigre que cabalgaban con las espadas desenvainadas, la carroza imperial tirada por doce mulas de color blanco inmaculado con arneses de tafilete, adornadas con cascabeles, borlas y penachos. Después, el estado mayor militar, a los que seguían sesenta vehículos ocupados por dignatarios del imperio y la corte, cada uno de ellos en traje de gala. Finalmente, un regimiento de jinetes mexicanos.

Maximiliano no encontró el mismo apoyo a la hora de empezar a gobernar, debido a que más de la mitad de los habitantes de México eran indios casi analfabetos, que sólo trabajaban cuando les apretaba el hambre. Sin embargo, éste no era el peor de los inconvenientes, al existir un enfrentamiento entre los poderes religiosos, militares y civiles, a todo lo cual se añadía la existencia de Benito Juárez, el líder nativo que se atrevió a vender las propiedades de la iglesia en beneficio del tesoro público.

Demasiados conflictos, que al nuevo emperador le contaban a medias. Y dentro de esta especie de filtro, cuando el matrimonio austríaco decidió recorrer el país, los generales franceses se cuidaron de vaciar las ciudades y pueblos de rebeldes, con lo que la imagen que obtuvieron Maximiliano y Carlota había sido manipulada al encontrarse con las calles casi vacías o en medio de unas recepciones donde los invitados parecían figurones de una obra teatral. Faltaba el calor humano que se ofrece a quien se aprecia de verdad.

Al mismo tiempo, el matrimonio aparentaba ser una pareja muy unida, a la que se admiraba por su juventud, belleza y elegancia. No obstante, las personas más íntimas, sobre todo las mexicanas, se asombraban de que durmieran en habitaciones separadas. Una costumbre que nunca romperían. Y cuando en Puebla, el 7 de junio de 1865, se les ofreció el magnifico dormitorio de un rico particular, Carlota ordenó que en seguida se buscara otra estancia, bastante alejada de la anterior para tomarla como aposento personal. En efecto, unos pocos sabían que el emperador y la emperatriz casi no se veían fuera de las ceremonias oficiales y de las comidas. Existía entre ellos algo que los distanciaba.

Lo que se había convertido en la comidilla de la corte eran las escapadas amorosas de Maximiliano. Todas las noches las disfrutaba, y su valet de cámara se encargaba de seleccionar a las amantes. Porque las damas mexicanas son las más hermosas que he conocido, incluso superiores a las que vimos en Andalucía, aseguraba este «celestino».

Las escapadas del infatigable amante tenían su horario: a las tres de la madrugada partía en su carroza tirada por seis millas blancas y escoltado por un escuadrón de dragones, para llegar a su objetivo a eso de las once. En Cuernavaca encargó convertir una finca, comprada a un colono francés, en una especie de palacio, al que llamó El Olvido. Y entre estas paredes, rodeado de naranjos, bananos, laureles-rosas y otras plantas exóticas, pudo jugar con sus cuatro perros habaneros... y con las mujeres. Pocas veces le visitó Carlota en este voluptuoso retiro.

En realidad la emperatriz era una mujer frustrada, herida en lo más íntimo de su ser. Había vivido su adolescencia en un clima de hierro y frialdad, junto a un padre que la adoraba, pero que nunca mostró su ternura. Al casarse con Maximiliano, brindó a éste lo mejor de ella, se hizo mujer por entero olvidando, sobre todo en el lecho, su condición de princesa, para cumplir el gozoso juego de la esposa-amante. Sin embargo, al encontrarse frente a la barrera de la «enfermedad venérea» de su marido, todo en ella se derrumbó, en un naufragio total, del que salió a flote porque había sido educada para olvidar sus sentimientos en bien de su función de princesa. Una obligación que no llegaba a su intimidad, de ahí que jamás se hubiera vuelto a acostar con su esposo.

Y cuando éste le propuso adoptar un hijo, para contar con un heredero, sufrió otra de las ofensas más grandes de su vida, al recordar que los apasionados meses de la luna de miel, unido a los otros de feliz convivencia matrimonial, no le habían permitido quedar embarazada. Y al saber que una bella india iba a tener un niño de Maximiliano, le atormentó la idea de ser estéril. Una creencia que la acompañaría hasta su muerte, porque nunca mantuvo trato carnal con otro hombre.

El 15 de septiembre de 1865 se firmó un acuerdo secreto entre los hijos de Agustín de Iturbide, uno de los caballeros más importantes de México, y el emperador para adoptar a Agustín. Los documentos terminarían guardándose en una caja especial de Miramar.

Este suceso alteró mucho más el comportamiento de Carlota. Triste y desalentada, se volvió más sombría y dura con sus servidores. En su boca quedó para siempre un pliegue de malhumor, su mirada se endureció y su expresión adquirió un tono más desdeñoso. Se hizo más frecuente el gesto, advertido por las mujeres que la rodeaban, de desgarrar con los dientes su pañuelo, lo que traicionaba su tensión interior. Odiaba Cuernavaca y a esa pequeña finca El Olvido. No le importaba quedarse sola en la capital, donde la gustaba dar largos paseos en piragua por los lagos. También iba a la capilla del barrio de San Cosme, junto al viejo tronco «del árbol de la noche triste», donde Hernán Cortés lloró después de abandonar la capital azteca.

¿Qué diversión podía arrancar a la emperatriz de sus sufrimientos? Era una mujer frustrada en lo más íntimo de su ser, y lo mismo en todas las ambiciones de su inteligencia.

No obstante, al saber que Maximiliano se hallaba en peligro, debido a que Juárez estaba sublevando al pueblo contra las fuerzas de ocupación francesas, no dudó en viajar a Europa. Para arrodillarse si era preciso ante Napoleón III, con la intención de conseguir una mayor dotación de tropas y más dinero. El hecho de que ya no amara a su marido no le privaba de su responsabilidad de esposa oficial.

Cuando en París se entrevistó con Victoria Eugenia, en una de las habitaciones privadas del Gran Hotel, pronto se dio cuenta de que la conversación se llevaba a los temas mundanos. No obstante, Carlota no dudó a la hora de abordar febrilmente lo que más le interesaba: la situación de México. Pero la emperatriz francesa de origen español trató de desviar el tema, al preguntar sobre la salud de Maximiliano. Esto supuso una demora, un amargo fracaso.

Horas más tarde, Carlota recibió al barón de Beyens, embajador de Bélgica en Francia, el cual se quedó sorprendido del cambio físico de la emperatriz: Su rostro se veía muy delgado y lleno de esas huellas que marcan la tristeza y la desconfianza. Porque lucha por ayudar a su esposo, a pesar de saber que no va a recibir ningún tipo de apoyo material.

Esta mujer tenaz, se puso un vestido de seda negra para dirigirse a Saint-Cloud, sin importarle que se apreciaran las arrugas de haber estado guardado en una caja. Como sólo pensaba en los asuntos políticos, había olvidado ordenar que lo plancharan. Y al pie de la escalera de palacio vio reunida a la corte para recibirla. Le rindió honores una sección de la guardia imperial. El pequeño príncipe, que sólo tenía diez años, llegó hasta la carroza. Llevaba el collar del Águila Mexicana. Gentilmente ofreció el brazo a Carlota para ayudarla a subir hasta el primer piso. Arriba esperaba Victoria Eugenia, la cual hizo entrara la visitante en el despacho de Napoleón, donde los tres se encerraron.

–Sire, he venido a conversar con vos de un asunto que os corresponde –dijo la emperatriz de México sin más preámbulos.

Napoleón estaba agotado, y daba la impresión de ser un hombre que desconocía qué hacer ni cómo actuar. Recogió la carta de Maximiliano y los demás documentos. Con la mirada apagada escuchó a aquella mujer tan joven, cuya belleza parecía marchita, que con vehemencia, fruncidas las cejas, le recordaba sus promesas, acusando al general Bazaine y reclamando dinero y soldados para salvar a su marido.

–No puedo hacer nada –replicó el soberano de Francia.

Carlota no se contentó con esta débil respuesta, al entender que una nación tan poderosa como Francia, con un crédito ilimitado, un inmenso capital y un ejército tantas veces victorioso, no podía dejar de salvar los intereses de México.

–¿Acaso va a rehuir sus compromisos, sire? –preguntó con un tono ofendido, después de estar hablando por espacio de una hora y media.

Repentinamente, entró un criado con unas bebidas. Victoria Eugenia ofreció a Carlota un vaso de naranjada, que ésta rechazó. Y ante la insistencia, se dejó al fin convencer con alguna repugnancia. Después, retomó el hilo de su argumentación. Dado que el emperador se atrincheraba detrás de sus ministros, ella estaba dispuesta a visitarlos a todos y sabría convencerlos.

Napoleón prometió examinar de nuevo la cuestión antes de darle una respuesta definitiva. Carlota al salir de aquel despacho tenía los ojos rojos y el color más animado. Rechazó quedarse a cenar en el palacio, aunque se lo propuso Victoria Eugenia. Mientras recorría los salones iba enervada, salió al jardín y entró en la carroza, en cuyos cojines se dejó caer, rota de emoción y de fatiga. Se hallaba al borde de las lágrimas. Pero acababa de cumplir con su deber, y creía que la situación había mejorado.
Al día siguiente, mantuvo una conversación con Drouyn de Lhuys, el ministro de Asuntos Extranjeros, que la escuchó con atención. Carlota creyó haberle convencido, ignorando que si no se le había puesto ninguna objeción era porque su interlocutor al día siguiente iba a presentar su renuncia, pues no estaba de acuerdo con Napoleón acerca de la actitud que se debía tomar frente a Prusia.

Aquiles Fould, el ministro de Finanzas, se mostró insensible ante las promesas que la emperatriz, de México recordó. Y el mariscal Randon, ministro de la Guerra, la escuchó con simpatía, sin contradecirla pero negándose a aceptar los razonamientos que se le hacían. Se limitó a preguntar:

–¿Cómo el gobierno francés, consciente de su responsabilidad, puede acceder a sus demandas, cuando deplora los sacrificios asumidos en México?

Todos experimentaron piedad y admiración por aquella joven tan valiente. Parecía «iluminada» y cumplió una misión tan ingrata con una tenacidad que deslumbró a la corte. Pero nadie le brindó su apoyo.

El 13 de agosto, Carlota volvió de nuevo a Saint-Cloud, no en visita oficial sino para una discusión de negocios con Victoria Eugenia y algunos de los ministros. Pero antes vio a Napoleón III durante unos momentos, al que mostró unos extractos de sus cartas para abochornarlo. Promesas escritas por su propia mano, que le conmovieron. La escena resultó penosa, hasta que la emperatriz francesa se llevó a la belga impulsiva fuera del gabinete de su esposo. La condujo a sus estancias particulares, donde celebraron una conferencia con Fould y Randon. De inmediato se abordaron los grandes problemas.

Muy excitada, la joven emperatriz de México estalló en reproches. Fould le replicó acusando a los que rodeaban a Maximiliano de falta de eficacia. Y Victoria Eugenia con los nervios muy tensos comenzó a sollozar. Esto no impidió que Carlota litigase con más pasión que habilidad. Mientras, el cuadro tan sombrío que ella les estaba pintando reforzaba en el espíritu de los ministros la idea de que era necesario terminar la aventura francesa al otro lado del Atlántico.

Cuando a la semana siguiente se reunió el Consejo, bajo la presidencia de la emperatriz de origen español, Fould y Randon, apoyados por Drouyn de Lhuys, se pronunciaron en contra de las medidas reclamadas por Carlota.

Pero ésta buscó apoyos en todos lados. Visitó a Germiny, presidente de la comisión financiera franco-mexicana, y Napoleón III decidió volver a entrevistarse con ella, ante su insistencia. Desde el primer momento se mostró nervioso e irritable, decidido a finalizar con el asunto de México, aunque le costara una tercera conversación con la obstinada belga.

El día 19 se presentó por la tarde en el Granel Hotel. En primer lugar la emperatriz intentó conmoverle. También ofreció soluciones. El emperador francés quiso responder con una negativa; sin embargo, ella le interrumpió no queriendo escuchar lo que tanto le disgustaría, aunque fue incapaz de impedir que Napoleón dijera que no quería que se hiciera ilusiones.

–¡De acuerdo, entonces abdicaremos! –exclamó Carlota.
–¡No espero otra cosa de su esposo, señora! –replicó el emperador, atrapando la oportunidad al vuelo.

Entonces, desesperada, ella le arrojó a la cara:

–Si marchamos a México, mi esposo y yo, fue por decisión de vuestra Majestad. ¡Nuestro fracaso será el suyo, y el de toda Francia!

Napoleón su puso en pie, se inclinó ante ella y salió sin pronunciar otra palabra.

Dos días más tarde, el soberano galo confirmó su decisión irrevocable: «Ni un hombre, ni un escudo más». Carlota vaciló al recibir este nuevo golpe, cuyas repercusiones se descubren en la carta que escribió a la mañana siguiente, a Maximiliano: Napoleón tiene el infierno dentro de sí mismo, y yo no. Puede cometer una mala acción, fraguada desde hace mucho tiempo, siguiendo el principio del Mal en el mundo que se basa en saber alejar el Bien. Puedes estar seguro de ello: para mí es el diablo en persona. En el momento de nuestra última entrevista, ayer, le vi con tal expresión que mis cabellos se pusieron de punta... ¡Era horrible!

Es posible que con esta carta estuviera dando las primeras muestras de su locura. Desde bacía tiempo, las personas que la rodean habían advertido un resplandor especial en sus ojos, que gesticulaba dirigiéndose a algún ser invisible y que pronunciaba palabras incoherentes. Su médico personal, Bohuslavek, comenzó a temer algo más grave que un agotamiento nervioso debido a la falta de sueño. Sin que ella se diera cuenta, la hizo tomar calmantes. Y la aconsejó pasar una semana de reposo en el palacio de Miramar.

Antes de dejar París, Carlota envió un telegrama a Maximiliano, situándose de la línea trasatlántica, que acababa de ser puesta en servicio: «Todo es inútil», que no dejó ninguna esperanza. Y, sin embargo, a ella no le abandonaría el deseo de seguir luchando hasta el último aliento.

Dejó la capital de Francia el 23 de agosto. Napoleón le había puesto un tren especial a su disposición. Atravesó Saboya, pasó por el Monte Cenis y franqueó la frontera italiana. ¡Por fin! Ya estaba fuera del país, cuya atmósfera su emperador emponzoña con su maldad. En Turín, se vio colmada de atenciones. Conversó con las autoridades de la ciudad. Le contaron las dificultades que estaba soportando el joven reino de Italia, hasta que ella advirtió: la mano del devastador del mundo es muy grande... Las paredes de Florencia pueden relatar tantas cosas de los espías del emperador como las de la capital mexicana...

En Milán se vio rodeada de simpatía, porque la población no la había olvidado, como también recordaba a Maximiliano. Esto la animó a seguir el viaje a Roma con mayor entusiasmo. Aunque si fracasaba ante el Papa, se habría perdido toda esperanza para México. Sin embargo, confiaba. ¿Acaso el Padre Santo no la bendijo en 1864 antes de la partida hasta el otro lado del Atlántico? ¿No alentó al matrimonio paternalmente?

Pero en Botzen sus perturbaciones mentales se hicieron evidentes. Se imaginó que estaba rodeada de espías de Napoleón, traidores que pretendían secuestrarla o intentar envenenarla. El mal empeoró al llegar a Mantua, donde las tropas austríacas que aún permanecían en la ciudad le rindieron honores, cubriendo la ruta que iba desde la Puerta del Norte hasta el Hôtel de la Fenice. Ciento un cañonazos anunciaron la llegada de la emperatriz de México. Los oficiales acudieron a saludarla, lo mismo hicieron las autoridades.

En Roma, se organizó una gran comida de bienvenida, a la que Carlota no pudo acudir al sufrir unas insoportables palpitaciones. El 27 de septiembre, tuvo lugar la entrevista con el Papa, un gran anciano de setenta y cuatro años, corpulento, de aire afable y mirada viva. Ante él se arrodilló la emperatriz para besarle la zapatilla. Pero aquél la detuvo.

La conversación se prolongó por espacio de una hora y cuarto, lo que todos consideraron excepcional. Cuando los prelados acompañaron a Carlota hasta su carroza, pudieron observar que su mirada era errante y un aire sombrío cubría su rostro. Al llegar al hotel, cuando todos esperaban sus palabras, se inclinó y con una voz débil ordenó:

–Podéis retiraros.

Seguidamente, ordenó que le sirvieran el almuerzo en sus habitaciones, a la vez que prohibía que se le formulara hasta la más mínima pregunta.

Sin embargo, el 30 de septiembre, a las ocho de la mañana, hizo que despertaran a la marquesa del Barrio, su dama de honor. Vestida enteramente de negro, con capa de terciopelo y un sombrerito cuyos lazos estaban anudados bajo el mentón, ofrecía un aire hosco, con los ojos hundidos y las mejillas arreboladas. Evidentemente sufría un estado febril. Junto a la mujer que era su mano derecha subió a un fiacre, en el que llegaron a la Fontana de Trevi.

Nada más que se detuvo el vehículo, Carlota se arrojó al suelo y con las dos manos, se echó el agua «de la suerte» en la cara y, acto seguido, la bebió a lengüetazos con una sed demencial. Y al volver al fiacre, ordenó que la llevasen al Vaticano.

Una vez ante las puertas del colosal edificio, despidió el coche, ascendió la escalera y pidió ver al Papa. Los guardias suizos, asustados por el aspecto de la dama, fueron a prevenir al Padre Santo. Y éste la recibió de inmediato. Acababa de decir misa y se le había servido un ligero desayuno. Carlota entró bruscamente y se arrojó a sus pies, suplicándole, que hiciese detener a los miembros de su casa. Todos ellos, desde los criados a los ministros, eran agentes de Napoleón enviados para matarla. Imploró asilo y protección, porque el Vaticano suponía el único lugar donde se sentía segura. De rodillas, sacudida por los sollozos, declaró que no se pondría en pie antes de haber obtenido la promesa del Papa.

Dulcemente, éste trató de calmarla. En vano. Ella repetía, presa de una inmensa excitación, que nadie la forzaría a salir de allí. Como no había manera de dominarla, algunos cardenales la convencieron de que se iban a discutir sus peticiones. Y al llegar la noche, se planteó un gran dilema: jamás una mujer había dormido en el Vaticano. Todos se mostraron preocupados, y mucho más al comprobar que la emperatriz no dejaba de llorar y de gritar. El Papa, bastante conmovido, ordenó que llevaran a la biblioteca dos lechos de bronce, grandes candelabros de plata y objetos para el aseo personal.

Horas más tarde, unos médicos se presentaron en el improvisado dormitorio para indicar a la emperatriz, que el Santo Padre esperaba verla de nuevo en el momento que se sintiera mejor. Pero estos personajes iban disfrazados de chambelanes. Y se cuidaron de servirle un refresco, en el que habían echado un tranquilizante. Poco después, llegó allí la superiora de un convento, para invitar a la emperatriz a visitar un orfelinato. En el momento que aceptó, se pudo comprobar que el plan había funcionado, al conseguir que abandonase el Vaticano.

Terminó viéndose encerrada en sus habitaciones del hotel, junto a Matilde Doblinger. Pero se negó a comer todo lo que no fuese cocinado ante sus ojos. La doncella tuvo que conseguir un hornillo de carbón, para organizar una cocina en la recámara de la emperatriz. También se debió traer un gato, al cine se le ponía delante unos platitos con parte de la comida que iba a servirse en la mesa de Carlota. En medio de su locura, exigió que se compraran pollos vivos, a los que se mataba ante sus ojos. Pero se negó a alimentarse con pan y frutos, considerando que éstos eran muy fáciles de envenenar.

Lentamente se hizo el vacío alrededor de la loca. Los corredores del hotel quedaron desiertos, porque los criados habían recibido la orden de no contrariarla. Por fin se consiguió trasladarla al palacio de Miramar, donde el doctor Riedel, que acababa de venir de Viena por ser el más famoso médico alienista, le prescribió reposo absoluto y un largo período de aislamiento.

Carlota estaba siendo tratada como una demente, y quizá lo fuese. Tantos años sin amor, disfrazada de princesa y, más tarde, de emperatriz, enfrentada a un marido que no dejaba de acostarse con otras mujeres y luchando contra una situación imposible, al hallarse en un país donde no era querida, sus últimos enfrentamientos con Napoleón III. Victoria Eugenia y el Papa, que no le habían servido de nada, la arrojaron al foso de las fantasías. Allí donde no existían más que sueños, y el mundo adquiría su lado más sonriente.

Y pagando a precio de oro el trabajo de un famoso escultor, especializado en el trabajo con la cera, le ordenó que reprodujera a Maximiliano. Contaba con retratos de su esposo, con muchas de sus ropas y, además, era capaz de memorizar su figura, sobre todo la que ofrecía durante la luna de miel. Esto permitió que el artista realizara una obra genial, de las que ocupan un lugar destacadísimo en un museo; sin embargo, sólo la contemplaría una mujer y dos o tres de sus más fieles criadas. Mientras tanto...

El verdadero Maximiliano se hallaba vivo. Y el día 13 de febrero de 1867, a las siete de la mañana, las tropas que le eran fieles se hallaban listas para partir. La formaban dos mil hombres del regimiento de lanceros de la emperatriz, bajo el mando del coronel Miguel López, la guardia municipal a caballo y la infantería de Joaquín Rodríguez. Disponían de dieciocho cañones.
A unas doce millas se produjo el primer encuentro con los guerrilleros, que atacaron la vanguardia. Maximiliano tomó parte en la escaramuza. Silbaron las balas a su alrededor y, a sus pies, cayó un soldado herido. Al cabo de algunas lloras, el enemigo se retiró hasta Cuautitlán, de donde en seguida lo desalojaron los jinetes imperiales.

El día 19 el ejército llegó a Querétaro, una pintoresca ciudad colonial española, rodeada de una corona de colinas. Al este se contemplaba el convento de la Cruz, especie de ciudadela rodeada de casas. Para preparar la entrada se hizo alto a una milla del lugar. Los soldados se esforzaron en aparecer presentables. Y Maximiliano, dejando su capa gris y su sombrero blanco, se vistió con el uniforme de general, se puso el gran cordón del Águila Azteca y cambió de montura. A las once y media llegaron a sus puertas de la ciudad, donde esperaban los generales Miramón y Mejía con su estado mayor.

Desde el primer momento, el emperador se ocupó de preparar la defensa, porque el enemigo avanzaba con rapidez. Disponía de alrededor de diez, mil hombres, más los siete u ocho mil que estaban en México y en Puebla. Los juaristas contaban con cuarenta y un mil. Lo que inquietaba al austríaco era la división entre sus generales. Para tratar de atenuar sus efectos, asumió el mando supremo y asignó a cada uno una tarea precisa. Junto a él se hallaba un oficial de confianza, el coronel Miguel López, hombre bien parecido, de elegancia europea y jinete notable, pero de pasado dudoso.

Días más tarde, tres columnas de veintisiete mil hombres convergieron sobre Querétaro, a las órdenes del jefe del ejército republicano Escobedo. Este oficial de fortuna, antiguo contratista de transportes, vio en la carrera de las armas, en la que había tenido éxito, un medio de alcanzar su objetivo secreto: la presidencia de la República. Ya contaba cuarenta años, y se le consideraba severo aunque no cruel. En las situaciones difíciles le faltaba energía. Sin embargo, había recibido órdenes estrictas en lo tocante a los partidarios del imperio y las llevaría a cabo por duras que fuesen.

El 6 de mayo, a las cuatro de la mañana, Maximiliano con su estado mayor salió a la plaza. Cuando llegaron al pie del cerro de las Campanas, una de las colinas altas, despuntaba el día. La niebla era tan densa que sólo se veía a dos metros de distancia. Pero los primeros rayos del sol la disiparon, con lo que descubrieron a las tropas imperiales en orden de batalla. A lo lejos, otra línea de soldados cuyas bayonetas brillaban al sol. La contienda ya era inevitable.

El emperador contaba con el mejor ejército; sin embargo, sus generales estaban enfrentados. Es posible que el éxito se hubiera asegurado de haber descargado todo el peso del ataque contra cada una de las columnas enemigas, pero nunca dispersando las fuerzas al combatir las dos al mismo tiempo. Los imperialistas habían recibido informes detallados sobre el movimiento convergente de los rebeldes. No obstante, tardaron en actuar.

Y a partir del 4 de marzo, se dieron cuenta de que arriesgaban demasiado dando comienzo a un movimiento ofensivo. Dos días más tarde, comprobaron que ya era imposible la victoria. Después de sufrir un gran número de bajas. Maximiliano pudo comprobar que había dejado escapar la oportunidad más favorable. Querétaro se hallaba sitiada. Algo gravísimo, cuando ni siquiera las barricadas habían sido finalizadas y las provisiones eran muy escasas. Se esperaba la reanudación del ataque.

Éste se produjo el 14 a las nueve de la mañana. A pesar de que todo se había previsto, un punto importante, delante del cementerio de la Cruz, no se encontraba bien defendido. Debido a esta imperdonable negligencia, el enemigo se apoderó de la posición, desde la cual pudo destrozar a las tropas imperialistas con sus cañones. Del convento se respondió, cuando sus pérdidas eran considerables. Pronto se abalanzaron contra las zonas ocupadas, que lograron reconquistar. Pero los juaristas ya estaban rodeando el edificio principal, hasta que entraron dos batallones por una calleja que facilitaría la victoria, aunque tardaría un poco en materializarse.

A la una y media de la tarde la batalla casi se dio por perdida, a pesar de que se intentara resistir durante varias semanas. Lo peor fue que nadie supo evitar el enfrentamiento entre los generales imperialistas, mucho menos Maximiliano aunque recurriese a las promesas de ascensos y a las medallas de honor.

El 15 de mayo, los juaristas habían cerrado todas las líneas de fuga. En un momento de lo más dramático el emperador se dirigió a los oficiales franceses presentes:

–Gracias, señores. Veo con placer que entre vosotros hay nobles corazones, porque, en los últimos momentos, no me habéis abandonado al permanecer fieles. Había jurado cine nunca capitularía, pero ahora me veo forzado a ello a fin de poder salvaros.

Seguidamente, ordenó a Mejía que enviase un parlamentario. Se designó a Pradillo y a otro oficial. Los dos descendieron hasta la ciudad llevando en alto una bandera blanca improvisada. La artillería cesó de disparar. Muy pronto, se presentó un destacamento de oficiales liberales. Se escucharon unos cuantos disparos entre las calles. Maximiliano esperaba apoyado en su espada, inmóvil. El general Corona se aproximó a él y le dijo:

–Vuestra Majestad es mi prisionero.

Durante los meses siguientes se produjo una de las más absurdas tragedias de la Historia: la prisión y enjuiciamiento de Maximiliano, sobre el cual se pretendió que recayeran los grandes errores de las principales naciones del mundo y, sobre todo, la misma impotencia de los juaristas, al pretender servirse de un simple títere internacional para justificarse.

El 19 de junio, el emperador de México fue sacado de su celda para ser fusilado. El pelotón de ejecución lo mandaba el coronel Palacios. Los condenados subieron cada uno en un coche. Maximiliano quedó rodeado de jinetes, junto al padre Soria, su confesor, seguidos de todas tropas. Se dirigieron hasta el cerro de las Campanas. Allí serían fusilados. Durante el recorrido las ventanas de las casas permanecieron cerradas en señal de duelo. Las gentes iban vestidas de negro. Hombres y mujeres lloraban sin esconderse, al reconocer la injusticia. Desde los tejados brotaron insultos e incluso algunos proyectiles contra los soldados-verdugos. La emoción alcanzó niveles incontenibles cuando se vio a la joven esposa de Mejía siguiendo el lúgubre cortejo, con un niño de pecho en sus brazos y gritando:

–¡Gracia! ¡Gracia!

Con la cabeza levantada y teniendo a Miramón a su lado, Maximiliano pisó la cumbre de la colina. Mejía iba casi arrastras, sin dejar de escuchar los gritos de su mujer, la cual trataba desesperadamente de agarrarse al coche, hasta que empujada por una bayoneta cayó al suelo.

Cuatro mil juaristas rodeaban el lugar al mando del general Díaz de León. Se hallaban situados en tres lados del cuadrado. El cuarto lado era una pared de adobe de poca altura, ante la que se colocaron a los condenados. El ex emperador se volvió hacia Miramón y le dijo:

–General, un valiente debe ser honrado por su soberano, incluso en el momento de la muerte. Permitir que os ceda el lugar de honor. –Le hizo situarse en el centro y, luego, se dirigió a Mejía–: General, lo que no es recompensado en la tierra, lo será ciertamente en el cielo.

Entonces tomaron posición los soldados: quince hombres en total, cuatro por cada prisionero y tres de reserva. Maximiliano se acercó a los que estaban frente a él, los estrechó la mano y les dio a cada uno una pieza de oro:

–Muchachos –les pidió–, apuntad aquí. –Se señaló el lugar del corazón.

Es posible que temiera ser herido en la cabeza, con lo que su cadáver quedaría desfigurado. Volviendo a su lugar se quitó el sombrero y se limpió la frente con un pañuelo. Arrojó una mirada en torno suyo y con voz firme, en perfecto español, exclamó:

–Os perdono a todos, y que todos me perdonen. Que mi sangre, pronta a correr, sea derramada por el bien del país. ¡Viva México! ¡Viva la Independencia!

Luego se produjo una orden rápida, fueron levantados los fusiles y se escuchó:

–¡¡Fuego!!

Una palabra, muchos disparos y los tres cuerpos cayeron. Una vez disipado el humo, se vio al emperador con el rostro en tierra, y se escuchó una débil exclamación: «¡Hombre!». El oficial corrió junto al cuerpo mortalmente herido, le dio la vuelta, sin una palabra, y con la punta de su sable señaló el lugar del corazón. Un suboficial, el sargento Manuel de la Rosa, disparó el tiro de gracia. Lo hizo a quemarropa, lo que inflamó la tela del chaleco.

Miramón se hallaba muerto; pero se necesitaron dos balas para rematar a Mejía. Eran las siete de la mañana del 19 de junio de 1867. Las campanas de la ciudad repicaron, y se dejaron de oír los redobles de tambor y las trompetas. Una amarga página de la Historia acababa de ser cerrada, aunque no del todo. Porque estas muertes nunca dejarían de pesar sobre la figura de Benito Juárez y de otro gran número de estadistas del mundo.

Singularmente, nadie se atrevió a comunicar la noticia a Carlota, que continuaba en Miramar. Realmente, ésta hacía muchos años que no se sentía unida a su marido oficial, aunque sí a ese otro de los tiempos de la luna de miel. Por eso mimaba su estatua de cera, a la que cambiaba de uniforme cada dos semanas, y ante la cual rezaba y dedicaba mil muestras de adoración. Porque suponía la imagen de su amor más sincero.

Y en el momento que se le informó de lo sucedido en México, se limitó a pronunciar un «¡ah!». Nadie la vio llorar, aunque sí la observaron encerrarse en sus habitaciones privadas, donde pidió que le sirvieran la cena. Dos días permaneció allí recluida. Al salir, vivió unos diez, años de lucidez, en los que escribió unas cartas muy sensatas defendiendo a su marido y exigiendo una reparación internacional de su memoria.

Carlota vivió cuarenta años más. El 15 de enero de 1927 contaba ochenta y seis años. Ese día sufrió una parálisis parcial del lado izquierdo de su cuerpo. La respiración se le hizo más difícil a lo largo de las fechas siguientes. En el momento que la visitaron el rey de Bélgica y los príncipes ya estaba al borde la muerte. Se fue para siempre en la madrugada, sin hacer ruido. El sacerdote que la atendió en sus últimos minutos no olvidaría las palabras de la ex emperatriz de México:

–Recordad al universo al hermoso extranjero de cabellos rubios. Dios quiera que se nos recuerde con tristeza, pero sin odio.

A las once horas y veinte minutos del 22 de enero, el ataúd de Carlota entró en la iglesia de Leken, llevado a hombros por seis antiguos legionarios belgas, sobrevivientes de la expedición de México. A la derecha del coro se abría la entrada de la cripta. Allí encontraría esta mujer apasionada, amante eterna de un hombre inexistente, de una quimera forjada en el recuerdo de unos meses de felicidad y representada con un muñeco de cera, a su familia belga. Sin embargo, el destino le impondría que ni en la muerte pudiera volver a estar junto a Maximiliano.


lunes, 21 de noviembre de 2016

El pozo y el león - Cuento Sufí - Yalal ad-Din Muhammad Rumi

Hace tiempo compartí un relato que figura en el libro de cuentos sufíes "150 cuentos sufíes", recopilatorio de las fábulas de Rumi. Recuerdo que aquella historia era un tanto machista y cómica pero tenía su mensaje. Hoy traigo otra historia de ese mismo libro; encontrarán semejanzas con una de las fábulas de Esopo.



EL POZO DEL LEÓN

Los animales vivían todos con el temor del león. Las grandes selvas y las vastas praderas les parecían demasiado pequeñas. Se pusieron de acuerdo y fueron a visitar al león. Le dijeron:

"Deja de perseguirnos. Cada día, uno de nosotros se sacrificará para servirte de alimento. Así, la hierba que comemos y el agua que bebemos no tendrán ya este amargor que les encontramos."

El león respondió:

"Si eso no es una astucia vuestra y cumplís esta promesa, entonces estoy perfectamente de acuerdo. Conozco demasiado las triquiñuelas de los hombres y el profeta dijo: "El fiel no repite dos veces el mismo error"."

"¡Oh, sabio! -dijeron los animales-, es inútil querer protegerse contra el destino. No saques tus garras contra él. ¡Ten paciencia y sométete a las decisiones de Dios para que Él te proteja!"

"Lo que decís es justo -dijo el león-, pero más vale actuar que tener paciencia, pues el profeta dijo: "¡Es preferible que uno ate su camello!»

Los animales:

"Las criaturas trabajan para el carnicero. No hay nada mejor que la sumisión. Mira el niño de pecho; para él, sus pies y sus manos no existen pues son los hombros de su padre los que lo sostienen. Pero cuando crece, es el vigor de sus pies el que lo obliga a tomarse el trabajo de caminar."

-Es verdad, reconoció el león, pero ¿por qué cojear cuando tenemos pies? Si el dueño de la casa tiende el hacha a su servidor, éste comprende lo que debe hacer. Del mismo modo, Dios nos ha provisto de manos y de pies. Someterse antes de llegar a su lado, me parece una mala cosa. Pues dormir no aprovecha sino a la sombra de un árbol frutal. Así el viento hace caer la fruta necesaria. Dormir en medio de un camino por el que pasan bandidos es peligroso. La paciencia no tiene valor sino una vez que se ha sembrado la semilla."

Los animales respondieron:

"Desde toda la eternidad, miles de hombres fracasan en sus empresas, pues, si una cosa no se decide en la eternidad, no puede realizarse. Ninguna precaución resulta útil si Dios no ha dado su consentimiento. Trabajar y adquirir bienes no debe ser una preocupación para las criaturas."

Así, cada una de las partes desarrolló sus ideas por medio de muchos argumentos pero, finalmente, el zorro, la gacela, el conejo y el chacal lograron convencer al león.

Así pues, un animal se presentaba al león cada día y éste no tenía que preocuparse ya por la caza. Los animales respetaban su compromiso sin que fuese necesario obligarlos.

Cuando llegó el turno al conejo, éste se puso a lamentarse. Los demás animales le dijeron:

"Todos los demás han cumplido su palabra. A ti te toca. Ve lo más aprisa posible junto al león y no intentes trucos con él."

El conejo les dijo:

"¡Oh, amigos míos! Dadme un poco de tiempo para que mis artimañas os liberen de ese yugo. Eso saldréis ganando, vosotros y vuestros hijos."

-Dinos cuál es tu idea, dijeron los animales.
-Es una triquiñuela, dijo el conejo: cuando se habla ante un espejo, el vaho empaña la imagen."
Así que el conejo no se apresuró a ir al encuentro del león. Durante ese tiempo, el león rugía, lleno de impaciencia y de cólera. Se decía:

"¡Me han engañado con sus promesas! Por haberlos escuchado, me veo en camino de la ruina. Heme aquí herido por una espada de madera. Pero, a partir de hoy, ya no los escucharé."

Al caer la noche, el conejo fue a casa del león. Cuando lo vio llegar, el león, dominado por la cólera, era como una bola de fuego. Sin mostrar temor, el conejo se acercó a él, con gesto amargado y contrariado. Pues unas maneras tímidas hacen sospechar culpabilidad. El león le dijo:

"Yo he abatido a bueyes y a elefantes. ¿Cómo es que un conejo se atreve a provocarme?"

El conejo le dijo:

"Permíteme que te explique: he tenido muchas dificultades para llegar hasta aquí. Había salido incluso con un amigo. Pero, en el camino, hemos sido perseguidos por otro león. Nosotros le dijimos: "Somos servidores de un sultán " Pero él rugió: "¿Quién es ese sultán? ¿Es que hay otro sultán que no sea yo?" Le suplicamos mucho tiempo y, finalmente, se quedó con mi amigo, que era más hermoso y más gordo que yo. De modo que otro león se ha atravesado en nuestros acuerdos. Si deseas que mantengamos nuestras promesas, tienes que despejar el camino y destruir a este enemigo, pues no te tiene ningún temor."
-¿Dónde está? dijo el león. ¡Vamos, muéstrame el camino!"

El conejo condujo al león hacia un pozo de agua que había encontrado antes. Cuando llegaron al borde del pozo, el conejo se quedó atrás. El león le dijo:

"¿Por qué te detienes? ¡Pasa delante!"
"Tengo miedo, dijo el conejo. ¡Mira qué pálida se ha puesto mi cara!"
"¿De qué tienes miedo?" preguntó el león.

El conejo respondió:

"¡En ese pozo vive el otro león!"
"Adelántate, dijo el león. ¡Echa una ojeada sólo para verificar si está ahí! 
"Nunca me atreveré, dijo el conejo, si no estoy protegido por tus brazos."

El león sujetó al conejo contra él y miró al pozo. Vio su reflejo y el del conejo. Tomando este reflejo por otro león y otro conejo, dejó al conejo a un lado y se tiró al pozo.

Esta es la suerte de los que escuchan las palabras de sus enemigos. El león tomó su reflejo por un enemigo y desenvainó contra sí mismo la espada de la muerte.

martes, 15 de noviembre de 2016

La tortuga gigante - Horacio Quiroga

Hoy traigo un cuento del libro "Cuentos de la Selva" de Horacio Quiroga. Hoy, la idea de un zoológico es muy cuestionada pero no era así años atrás. Pero no nos enfoquemos en ello sino en la historia y lo sutil tras ella.


LA TORTUGA GIGANTE 


HABÍA una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. El no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día: 

-Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hacer mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien. El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien. 

Vivía solo en el bosque, y el mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutas. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia. 

Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado, vivas, muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allí hay mates tan grandes como una lata de querosene. 

El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día en que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que el solo podría servir de alfombra para un cuarto. 

-Ahora -se dijo el hombre- voy a comer tortuga, que es una carne muy rica. 

Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres hilos de carne. 

A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre. 

La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin moverse. 

El hombre la curaba todos los días y después le daba golpecitos con la mano sobre el lomo. La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre y le dolía todo el cuerpo. 

Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre. 

-Voy a morir -dijo el hombre-. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quién me de agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de sed. 

Y al poco rato la fiebre subió aún más, y perdió el conocimiento. Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces: 

-El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo lo voy a curar a él ahora. 

Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar enseguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie. 

Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas. El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta: 

-Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí. 

Y como él lo había dicho, la fiebre volvió esa tarde, más fuerte que antes, y perdió de nuevo el conocimiento. Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo: 

-Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires.

Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje. 

La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar se detenía, deshacía los nudos y acostaba al hombre con mucho cuidado en un lugar donde hubiera pasto bien seco. 

Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir. 

A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua! ¡agua! a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber. Así anduvo días y días, semana tras semana. 

Cada vez estaban más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A veces quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta: 

-Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a morir aquí, solo en el monte. 

Él creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el camino. 

Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza para nada. 

Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba el cielo, y no supo que era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre que había sido bueno con ella. 

Y, sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico viaje. Pero un ratón de la ciudad -posiblemente el ratoncito Pérez - encontró a los dos viajeros moribundos. 

- ¡Qué tortuga! -dijo el ratón-. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, que es? ¿Es leña? 
-No -le respondió con tristeza la tortuga-. Es un hombre. 
-¿Y dónde vas con ese hombre? -añadió el curioso ratón. 
-Voy... voy... Quería ir a Buenos Aires -respondió la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía-. Pero vamos a morir aquí porque nunca llegaré... 
-¡Ah, zonza, zonza! -dijo riendo el ratoncito-. ¡Nunca vi una tortuga más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allí es Buenos Aires. 

Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa porque aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha. 

Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a un hombre que se estaba muriendo. 

El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se curó enseguida. Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, como había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios, no quiso separarse de ella. Y como él no podía tenerla en su casa, que era muy chica, el director del Zoológico se comprometió a tenerla en el Jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija. 

Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen pasea por todo el Jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos. 

El cazador la va a ver todas las tardes y ella conoce desde lejos a su amigo, por los pasos. Pasan un par de horas juntos, y ella no quiere nunca que él se vaya sin que le dé una palmadita de cariño en el lomo.

domingo, 6 de noviembre de 2016

Los dos amigos - Fernán Caballero

Fernán Caballero era, en realidad, Cecilia Böhl de Faber y Larrea, escritora española. Es común, cuando nos vamos a aquellas épocas, encontrar mujeres escritoras que lo hacían bajo un nombre de varón.
Nació en Suiza en 1796 y era hija del cónsul español en aquel país. Su madre, Frasquita Larrea, también escribía pero lo hacía bajo un seudónimo femenino: Corina. 
Se casó y enviudó tres veces. Su último esposo, que padecía tuberculosis, se suicidó debido a los problemas económicos dejándola en la pobreza. Fue protegida por los duques de Montpensier y la reina Isabel II.
Falleció en Sevilla el 7 de abril de 1877.
Su obra es extensa y refleja los valores y costumbres de aquella sociedad. Hoy traje un cuento pero escribió más que nada novelas.



Los dos amigos

Lanzaba el sol sus ardientes rayos sobre una llanura de Andalucía, árida y estéril. No corrían por ella ríos ni arroyos, secas yacían las flores y tiernas plantas de la primavera; sólo verdegueaban allí algunos espinos, lentiscos y aloes, cuya dureza resiste el rigor de las estaciones. Un furioso levante formaba nubes de polvo, ardiente como lava de volcán. - El cielo puro y el día claro parecían sonreírse al dar tormentos a la tierra. - Sólo los ganados del país, con su dura piel, y el animoso e impasible español, que desprecia todo padecimiento físico, podían tolerar aquella encendida atmósfera; ellos, durmiendo, y él, cantando!

Veíanse sobre esta llanura el 20 de Agosto de 1782 las muestras de un reciente combate; caballos muertos, armas rotas, plantas pisadas y teñidas de sangre. - A lo lejos desfilaba en buen orden un destacamento inglés. - A otro lado, el comandante de un escuadrón español ocupábase en formar sus impacientes soldados y sus caballos fogosos, para perseguir a los ingleses, que, inferiores en número, se retiraban con la calma de vencedores.

En el que había sido campo de batalla, un joven, sentado en una piedra al pie de un acebuche, apoyaba en el tronco su pálido rostro; mientras que otro joven, en cuya fisonomía se manifestaba la más violenta desesperación, arrodillado a sus pies, procuraba detener con un pañuelo la sangre que le corría del pecho por una ancha herida.

-¡Ah, Félix, Félix! -exclamaba con la mayor angustia-. ¡Vas a morir, y por mi causa! Has recibido en tu fiel pecho el golpe que me estaba destinado. ¿Por qué, generoso amigo, me libraste de una gloriosa muerte, para entregarme a una vida de desesperación y de dolor?
-No te desesperes, Ramiro -le decía su amigo con apagada voz-. Estoy debilitado porque he perdido mucha sangre; pero mi herida no es mortal. Entre tanto, Ramiro, ¿tú no reparas que tu mano, que supo vengarme, está herida también?
-¡Socorros -decía Ramiro sin escucharle-, prontos socorros podrían sólo salvarte! Pero aislados, abandonados como estamos, ¿cómo te los podré procurar? No me encuentro capaz de separarme de ti; pero, Félix, moriremos juntos!!!

En este momento oyeron el galope de un caballo. Ramiro, lleno de ansiedad, dirigió su vista al lado por donde el ruido se sentía, y descubrió a su fiel criado, que habiéndolos perdido en el combate, los buscaba lleno de inquietud.

Félix del Arabal y Ramiro de Lérida pertenecían a dos familias, unidas mucho tiempo hacía por la amistad más sincera. Educados juntos, servían en un mismo regimiento, adonde muy jóvenes pasaron de capitanes, habiendo sido pajes del rey.

Félix, de alguna más edad que Ramiro, con un carácter más firme, con un temperamento más tranquilo, y con razón más madura, tenía sobre su amigo un ascendiente, que, en vez de disminuir la ternura de su amistad, añadía a este sentimiento, en el uno, la consideración y reconocimiento que inspira la protección que se recibe; en el otro, el interés y apego que engendra la protección que se concede. Después de tan evidente prueba de afecto como la que Félix acababa de dar a Ramiro exponiéndose a morir por salvar la vida de éste, arriesgada con imprudencia, el vehemente cariño de Ramiro para con su amigo ya no tuvo límites. Le miraba como a su ángel tutelar; y extremoso como era, habría destruido sus fuerzas y su salud asistiendo a su amigo en la larga enfermedad ocasionada por su herida, si el mismo Félix no lo hubiese impedido, valiéndose de la autoridad que le prestaban su amistad y su estado doliente.

Por las calles de San Roque, donde estaba destacado para el sitio de Gibraltar, desfilaba el regimiento de la Princesa, precedido de su música militar, irreflexiva y animada como una bacante. Lindas mujeres se asomaban a los balcones para ver a los oficiales, que las saludaban con su música alegre y con sus miradas lisonjeras.

-Mira allí, y verás ¡por vida mía! una hermosa mujer-, dijo Ramiro a Félix, que marchaba a su lado.
Alzó Félix la cabeza, pálida aún, y vio en el balcón de una de las mejores casas de la ciudad a una joven de maravillosa belleza, medio oculta detrás de las macetas de flores que cubrían su balcón, como una hora de felicidad precedida por las de la esperanza.
-Eres buen hurón para descubrir muchachas lindas -respondió Félix sonriéndose.

Pasaron; pero Ramiro volvía de cuándo en cuándo la cabeza a ver de nuevo a aquella que había llamado tanto su atención, mientras que ella seguía también con sus miradas a los dos oficiales: el uno, alto, pálido, de porte interesante y noble; el otro, más pequeño, pero ágil, bien formado, arrogante y vivo.

-Harías muy bien en retirarte, Laura -dijo el corregidor, tirando del brazo a su mujer y quitándola del balcón -. Esos pisaverdes te miran como si tuvieses una danza de monos en la cara.


-Al menos, si no muy brillante, podemos decir que estuvo bien alegre el baile de anoche - decía Ramiro a un grupo de oficiales reunidos en la plaza de la ciudad.
-Debió parecerte así -contestó un teniente de cazadores, cazador tan infatigable en el baile como en el campo de batalla-; porque a fe mía, que te divertiste en él muy bien. Yo me divertí observando al corregidor, que quería tragarte con los ojos.
-¿Tragarme? ¿Y por qué? -preguntó Ramiro.
-¡Me gusta la pregunta! ¿Quieres que un marido celoso vea con buenos ojos al que los pone en su mujer?
-Y más si el tal es buen mozo -añadió un oficial de granaderos, apartando de su frente las mechas de pelo de oso de su gorra.
-Y elocuente como un San Agustín -dijo otro oficial.
-Y emprendedor como Colón -continuó otro.
-Y que sabe insinuarse como la serpiente de Eva -dijo un tercero.
-Si así fuese -contestó Ramiro con aire serio- el corregidor se inquietaría por cosa muy corta, y debería gastar más flema.
-Eso estaría más de acuerdo con su gran barriga -replicó el de cazadores-; pero, amigo, es que el guarda un tesoro que no merece poseer. Lérida -prosiguió el mismo-, más gloria y placer hay en esta conquista que en la de la plaza de Gibraltar.
-Basta ya de chanzas, señores -repuso Ramiro-. Desgraciadamente, el sitio de la plaza, que marcha con tanta lentitud, nos tiene ociosos, y he aquí lo que ocasiona estas vaciedades y habladurías.
-Ya te veo en cuerpo y alma metido en una intriga -dijo Félix a su amigo al separarse de los demás-, pues te has formalizado. No olvides, Ramiro, la copla:

Yendo y viniendo
fuime enamorando;
empecé riendo, 
¡y acabé llorando!  

-¡Reflexiones! ¡Raciocinios! -respondió Ramiro-. Mira, Félix, esas fortificaciones que nos vomitan muertes. ¡Sabe Dios cuántas horas viviremos! Además, pregunta a los viejos cuánto duraron sus veinticinco años. ¡Gocemos, Félix, gocemos de la vida!

Nada gozaba, no obstante, el pobre Ramiro, cuando, al abandonar su lecho sin haber conciliado el sueño, y apoyándose en la barandilla de su balcón, miraba y apenas veía el sol, que, elevándose sobre el horizonte, despertaba al universo como una campana de luz. Vehemente como era, su amor había llegado al último grado, por los insuperables obstáculos que se le oponían. En vano su ternura correspondida con igual ardor: un marido celoso levantaba impenetrables barreras entre los dos amantes. Laura no salía de su casa desde que su marido habia principiado a sospechar. Mudas y temerosas entrevistas en la iglesia; algunas palabras por la noche en la reja, cuando Ramiro podía pasar disfrazado; pobres billetes, que más que palabras contenían lágrimas, eran el único alimento de su exaltada pasión; pasión en todo joven, en todo lozana y en todo andaluza; sedienta de lo futuro, y sin pasado para vivir de recuerdos. Maldecía Ramiro tantos obstáculos, y se entregaba a una verdadera desesperación.

Estaba tan embebido en sus tristes pensamientos, que por dos veces fue necesario le advirtiera una disimulada tosecilla que la buena vieja María, nodriza y confidenta de Laura, pasaba por debajo de su ventana, para que él lo notase. Apresurose Ramiro a bajar, y siguió a lo lejos a la buena mujer, no atreviéndose a mirar a nadie por miedo de ser visto.

Después de muchos rodeos, María llegó a una callejuela solitaria, pues de un lado se levantaban las altas y severas paredes de un convento, y del otro las del jardín del corregidor. Parose entonces María, llegó Ramiro, y ella le entregó un billete, que él abrió precipitadamente, y que contenía estas pocas palabras: «Mi marido se va al campo. Estoy libre esta noche, y podré verte. Es la primera, y será la última!»

¡Quién podrá dar su justo valor al arrebatamiento de Ramiro, careciendo de su ardiente alma, y no estando apasionado como él!! Besó con el mayor ardor el billete, que por esta vez no estaba empapado en lágrimas, pero cuyas letras temblorosas y mal trazadas probaban la agitación con que se había escrito. Con el mismo enajenamiento besaba las descarnadas manos de la anciana María. Sacó despues una bolsa bien llena, y se la entregó, llamándola su genio tutelar, su madre y su amiga benéfica! Mas la fisonomía de María cambió de repente de expresión, enderezó su encorvado cuerpo, sus apagados ojos se vivificaron, y miró a Ramiro de pies a cabeza con arrogancia e indignación.

-Señor, ¿quién ha creído usted que soy yo? -le dijo-. Lo que acabo de hacer por amor de mi niña puede ser una debilidad; pero si lo hiciese por interés, sería una infamia.

Y desapareció, entrándose por el postigo del jardín.

Félix, al entrar en el cuarto de su amigo para desayunarse, quedose espantado al encontrarle entregado a la desesperación más violenta.

Arrancábase los cabellos de sus hermosos y negros rizos, tiraba con rabia cuanto encontraba a la mano... rompía los muebles!

-¿Qué tienes, Ramiro? -le preguntó.

Pero él sólo repetía:

-¡Maldito sea el estado militar! ¡Maldita esta dorada esclavitud! ¡Maldito el coronel, tirano absosuto! ¡Maldita la hora en que con estas charreteras recibí una cadena que no me es posible romper!
-Pero, hijo mio -le dijo Félix-, nada comprendo de tus arrebatos. ¿Has tenido algún disgusto con el coronel?
-¡Ah! -respondió Ramiro-. ¡No se trata de disgustos, sino de la felicidad de mi vida! ¡Nada tengo oculto para ti! ¡Toma y lee!

Diole el billete de Laura, y Félix, después que lo leyó,

-¿Y bien? -dijo.
-¡Y bien! -replicó Ramiro-. ¿No soy yo el más desgraciado de los hombres?
-Estos renglones -contestó Félix- me hacían suponer lo contrario.
-¿No sabes, pues -exclamó Ramiro-, que estoy nombrado de guardia para la avanzada?

Félix se echó a reír.

-¿Y es ésa la causa de tu desesperación? -le dijo-. Eso sí que es propiamente lo que se llama ahogarse en una gota de agua. Yo haré el servicio por ti; tú lo harás por mí cuando me toque.

Ramiro estrechó entre sus brazos a su amigo, diciéndole:

-Félix... Félix mío... naciste para mi felicidad; eres mi Providencia; un ser benéfico que siembra de flores mi vida. ¿Cómo podré yo jamás pagar tu ternura y tu amistad generosa?
-Pero ¿he hecho yo alguna cosa -contestaba Félix- que no hubieras tú hecho en mi lugar, mi querido Ramiro?

Este no dio otra respuesta que estrechar a su amigo contra su corazón, tan lleno de amor y de amistad como de esperanza y de gratitud.

Elevábase el sol sobre el horizonte con su majestuosa monotonía.

-Mucho te apresuras hoy, rubio mío -decía Ramiro, echándole una colérica mirada y deslizándose por la puerta del jardín, que María cerró coa prontitud luego que aquél salió.

¡Qué dichoso se encontraba Ramiro! Estaba lleno de orgullo, de reconocimiento y enternecido. Todo su ser parecía haberse triplicado. Saboreaba en el profundo santuario de su corazón cuantas emociones produce una verdadera pasión correspondida. Embriagado de felicidad, bendecía su suerte. En su éxtasis, no reparó en el teniente de cazadores que salía a su encuentro. Al verle, quiso, haciendo el distraído, echar por otro lado. Mas el teniente se apresuró a unírsele, diciéndole:

-¡Cuánto me alegro de verte, Lérida! Te creía de servicio en la avanzada.
-Bien, ¿y qué? -contestó Ramiro.
-¡Es una friolera! -respondió el de cazadores-. Los ingleses han hecho una salida, y el comandante del puesto ha sido muerto.

Ved la antigua Sevilla sentada sobre una llanura, como una viuda en su poltrona. Vedla envuelta en sus viejas murallas, como en un manto real desechado. Mirad al viejo Betis besando sus pies, con la respetuosa galantería española. Oíd cuál le pregunta dónde están sus flotas que daban la vela, llevando a los Colones, los Corteses y Pizarros al descubrimiento y conquista de un nuevo mundo, y volvían cargadas de plata, y oro. -Sevilla suspirando le enseña sus barcos de vapor! ¡Oh, progresos del tiempo! Aproximaos. -Hablad con ella. Como vieja, le gusta hablar de las épocas de su juventud y grandeza. -Ella, pues, os llevará desde luego a su catedral. Os enseñará el cuerpo de San Fernando! Pero... arrodillaos... adorad... venerad con ella!... Si no, estad seguros de que la vieja Sevilla no volverá a hablaros: no podríais comprenderla.

Después la seguiréis al Alcázar, palacio de reyes, viejo y romántico como ella. En los baños de las Reinas moras, de Doña María de Padilla, es donde os contará en romances su historia, sus vicisitudes, sus triunfos, sus glorias y sus creencias; y los ecos del palacio, habitado sólo de recuerdos, repetirán sus palabras con sus aéreas bocas. En seguida os sentareis con ella a la fresca sombra de floridos naranjos en las orillas del Betis, y os hablará de sus hijos queridos; os recitará con magia y encanto los versos tan bellos de Herrera, Rioja y Góngora; las hazañas de los Ponces de León y los Guzmanes, y os llevará de la mano a admirar las portentosas obras de su Murillo, su Velázquez y su Montañés. -La veréis joven, ardiente, poética, exaltada; mas luego, volviendo a su verdadero estado de mujer anciana, acabará por deciros suspirando: «¡Cómo han mudado los tiempos!»

Saliendo por la puerta llamada de Triana, seguiréis dos calles de árboles que conducen a los Malecones, que son unas gradas elevadas para precaver la ciudad de las inundaciones del río, cuando éste sale de madre. Pasados aquéllos, encontrareis una llanura llamada el Arenal, de donde sale el puente que conduce a Triana. Veréis en esta llanura una concurrencia elegante dirigiéndose hacia la izquierda, donde principian los hermosos paseos, que adornan a Sevilla cual una guirnalda de flores. La vecindad del río es quien sostiene ese lujo de vegetación, esa multitud tan variada de flores que los embellecen; pues no pudiendo ya enriquecer a su amada con tesoros, la adorna con flores.

A la derecha de la puerta de Triana, veréis la Plaza de Armas, que hizo construir el general marqués de las Amarillas. Los pilares que sostienen sus cuatro puertas están adornados de un león de bronce destrozando un águila, y hacen alusión a los nombres que llevan aquéllas, que son Bailén, Vitoria, San Marcial y Albuera. ¡Honor al noble español, que eleva un monumento a la gloria de su patria!... que procura libertarla del injusto olvido donde la sepulta el culpable descuido nacional!... que conservó en su corazón, verdaderamente patriótico, el recuerdo de esta gloria potente, elevada, sublime, que existirá en los venideros siglos, cuando yazcan en el olvido las disensiones domésticas que la hacen descuidar hoy!

Un domingo del año 1833, muchas damas adornadas con mantillas blancas, flores y cintas; muchos elegantes jóvenes a pie y a caballo, se apresuraban a llegar al paseo. Dirigíase la alegre multitud a la izquierda, en tanto que a la derecha se observaba un contraste notable. Un misionero capuchino, subido sobre el malecón, predicaba a un gran número de gente del pueblo, que en pie y con la cabeza descubierta, formaba en derredor suyo un círculo a manera de abanico. A cierta distancia, un inglés apoyado en un árbol dibujaba en su álbum el venerable rostro del capuchino. Un paisano, mirando el dibujo por encima del hombro del inglés, se sonrió y dijo con la franca cordialidad española, a quien basta una mirada para hacer conocimiento:

-¡Por vida mía, que se parece, como un ojo de la cara, a su compañero! Usted es un gran pintor, señor; y si usted es inglés, como pienso, muy ajeno estará, al mirar a ese pacífico y santo varón, de que haya echado quizás debajo de tierra a algunos de los abuelos de usted.

El inglés miró al español con admiracion, y éste le volvió a decir:

-Sí señor. ¡Valiente espada era la suya el año 1782! En el sitio de Gibraltar se distinguió mucho, hasta que... Pero es historia larga.

Suplicole el inglés se la contara, y el buen hombre, que no deseaba otra cosa, le hizo la relación que se ha leído.

Viendo -añadió por último el español- con tanta claridad el dedo de Dios, que le castigaba con tan espantosa catástrofe, fuera de sí de dolor por haber causado con su criminal pasión la muerte de su amigo D. Ramiro de Lérida, sólo vio dos alternativas: morir o hacer penitencia. ¡Gracias a Dios, era cristiano, y tuvo valor suficiente para escoger la última!

El inglés miró ya con un nuevo interés al misionero. Tenía, por decirlo así., el microscopio que podía penetrar aquella cubierta humilde y silenciosa.

Mas en vano buscó en aquel semblante envejecidos surcos de lágrimas, un tinte de dolor o una mirada que denotase un recuerdo. ¡Todo había desaparecido en aquella tranquila y venerable fisonomía! No era obra del tiempo esta total variación: una elevada virtud había desprendido de este mundo su corazón y conducídole a aquella altura, en que, según el elocuente poeta Lamartine, 

«¡Hasta el recuerdo huyó, sin dejar huella!»