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viernes, 31 de mayo de 2013

El Libro de la Selva - Cuento XIV - Rudyard Kipling

Viene de "El Libro de la Selva - Cuento XIII - Rudyard Kipling"




El Milagro de Purun Bhagat



La noche que sentimos
que la tierra se abriría,
lo hicimos, tomado de la mano,
en pos nuestro venirse.
Porque lo amábamos con el amor
aquel que conoce pero no entiende.

Y cuando de la montaña
el estallido percibióse,
y todo hubo caído
como lluvia extraña,
lo salvamos nosotros,
nosotros, pobre gente;
pero, ¡ay! siempre
permanece ausente.

¡Gemid! Lo salvamos,
pues también aquí,
entre esta pobre gente,
hay sinceros amores.
¡Gemid! No despertará
nuestro hermano.
Y su propia gente
nos echa de nuestro remanso.

Canto elegíaco de los langures.


En la India había una vez un hombre que era primer ministro de uno de los estados semi-independientes que hay en el noroeste del país. Era un brahmán de tan alta casta, que las castas ya no tenían ningún significado para él; su padre había tenido un importante cargo entre la gentuza de ropajes vistosos y de descamisados que formaban parte de una corte india a la antigua.

Pero, conforme Purun Dass crecía, notaba que el antiguo orden de cosas estaba cambiando, y que si cualquiera deseaba elevarse, era necesario que estuviera bien con los ingleses y que imitara todo lo que a éstos les parecía bueno. Al mismo tiempo, todo funcionario debía captarse las simpatías de su amo. Algo difícil era todo esto, pero el callado y reservado brahmancito, ayudado por una buena educación inglesa recibida en la universidad de Bombay, supo manejarse bien, y se elevó paso a paso hasta llegar a ser primer ministro del reino; esto es, disfrutó de un poder más real que el de su amo, el Maharajah.

Cuando el viejo rey -siempre receloso de los ingleses, de sus ferrocarriles y de sus telégrafos-murió, Purun Dass mantuvo su influencia con el sucesor que había tenido por tutor a un inglés;y entre los dos, aunque él siempre cuidó de que el crédito fuera para su amo, establecieron escuelas para niñas, construyeron caminos, fundaron hospitales y publicaron una información anual o libro azul sobre "El progreso moral y material del Estado", por lo que el ministerio de Negocios Extranjeros inglés y el gobierno de la India estaban muy contentos. Muy pocos estados indígenas aceptan en conjunto los progresos ingleses, porque no creen, como Purun Dass mostró creer, que lo que es bueno para un inglés debe ser doblemente bueno para un asiático. Llegó el primer ministro a ser muy amigo de virreyes, gobernadores y secretarios; de médicos con misiones especiales; de los misioneros comunes; de oficiales ingleses, jinetes excelentes que cazaban en los terrenos del Estado; y asimismo de todo un ejército de viajeros que recorría la India en invierno dando a la gente lecciones de cómo hay que hacer las cosas. A ratos perdidos fundaba bolsas para el estudio de la medicina y de la industria, siguiendo estrictamente los modelos ingleses, y escribía cartas a El Explorador, el mayor de los periódicos indios, explicando las ideas y objetivos de su amo.

Hizo por último un viaje a Inglaterra, y hubo de pagar enormes sumas a los sacerdotes cuando regresó, porque incluso un brahmán de tan elevada casta como Purun Dass quedaba degradado cuando cruzaba el negro mar. En Londres vio y habló con cuanta gente valía la pena conocer - personas que son conocidas en todo el mundo-, y vio mucho más cosas de lo que él contaba. Le concedieron títulos honorarios académicos sabias universidades y habló e hizo discursos acerca de la reforma social de la India ante damas inglesas vestidas de etiqueta, hasta que todo Londres proclamaba: "este es el hombre más fascinante del mundo con quien jamás se sentó alguien a manteles desde que éstos existen."
Cuando regresó a la India se vio envuelto en un halo de gloria, pues el Virrey en persona visitó al Maharajah para concederle la Gran Cruz de la Estrella de la India (toda diamantes, cintas y esmalte); y en la misma ceremonia, mientras los cañones tronaban, Purun Dass fue proclamado comendador de la Orden del Imperio Indio; y así, su nombre se convirtió en Sir Purun Dass, K.C.I.E.

Aquella tarde, a la hora de la comida en la gran tienda del virrey se puso en pie ostentando la placa y el collar de la Orden, y, contestando a un brindis en honor de su amo, dijo un discurso que pocos ingleses hubieran superado.

Al mes siguiente, cuando ya la ciudad había vuelto a su reposo, hizo algo que ningún inglés hubiera jamás soñado hacer, pues murió para todo lo concerniente a los negocios de este mundo. Las ricas insignias de la Orden volvieron al Gobierno de la India; se nombró a otro primer ministro que se encargara de los negocios; entre los demás empleados empezó un juego de idas y venidas, como si se tratara de jugar a correos. Los sacerdotes sabían lo ocurrido, y el pueblo lo adivinaba; pero la India es uno de aquellos lugares en que un hombre puede hacer lo que guste y nadie le preguntará por qué lo hace, y el hecho de que Dewan Sir Purun Dass, K.C.I.E. hubiera renunciado a su posición, a su palacio y a su poderío, adoptando el cuenco y el vestido color ocre de un sunnyasi o santón, a nadie le parecía cosa extraordinaria. Había sido, como lo recomienda la antigua ley, joven durante veinte años, luchador durante otros veinte años (aunque jamás había llevado consigo arma alguna), y durante otros veinte más, cabeza de familia. Había usado de sus riquezas y su poder en lo que él sabía que había sido útil; recibió honores cuando le salieron al paso; había visto hombres y ciudades que se hallaban cerca y lejos, y hombres y ciudades se pusieron en pie para honrarle. Ahora se desprendía de todo eso, como un hombre deja caer un manto que ya no necesita.

Detrás de él, mientras cruzaba las puertas de la ciudad, con una piel de antílope y una muleta de travesaño de cobre bajo el brazo, y en su mano un moreno cuenco pulimentado hecho de coco de mar, descalzo, solo, con los ojos clavados en el suelo... detrás de él retumbaban las salvas de los bastiones en honor de quien había tenido la fortuna de ocupar su lugar. Purun Dass saludó. Aquella vida había terminado para él; no le tenía ni mejor ni peor voluntad de la que puede tenerle un hombre a un incoloro sueño que soñó en la noche. Él era un sunnyasi... un mendigo errante sin hogar que recibía de la caridad pública el pan de cada día; y mientras haya en la India qué compartir, no se morirá de hambre ni un sacerdote ni un mendigo. Nunca había comido carne en su vida, y rarísima vez, pescado. Un billete de banco de cinco libras esterlinas le hubiera bastado para pagar sus gastos personales, por comida, durante cualquiera de los muchos años en que fue dueño absoluto de millones en metálico. Inclusive cuando en Londres se convirtió en el hombre de moda, nunca olvidó su sueño de paz y reposo.., el largo, blanco, polvoriento camino, lleno de huellas de desnudos pies; el incesante tránsito, y el acre olor de la leña quemada, cuyo humo sube en espirales bajo las higueras, a la luz de la luna, donde los caminantes se sientan a cenar.

Cuando llegó el momento de realizar este sueño, el primer ministro tomó sus disposiciones, y al cabo de tres días más fácil hubiera sido encontrar una burbuja de agua en las profundidades del Atlántico, que a Purun Dass entre los errantes millones de hombres en la India, que ora se reúnen, ora se separan.

Por la noche extendía su piel de antílope donde se le hacía de noche, unas veces en un monasterio de sunnyasis ubicado junto al camino: otras, cabe una columna hecha de tapia de algún lugar sagrado en Kala Pir, donde los yoguis, que son otro nebuloso grupo de santones, lo recibían como lo hacen los que saben qué valor tiene eso de las castas y grupos; otras veces, en las afueras de un pueblecito indio, a donde acudían los niños con la comida preparada por sus padres; no pocas veces, por último, en lo más alto de desnudas tierras de pasto, donde la llama del fuego encendido con cuatro palitroques despertaba a los adormecidos camellos. Todo era lo mismo para Purun Dass... o Purun Bhagat, como ahora se llamaba a sí mismo, Tierra, gente, comida.., todo era lo mismo. Pero inconscientemente fuéronlo llevando sus pies hacia el Norte y hacia el Este; desde el Sur hacia Rohtak; de Rohtak a Kurnool; de Kurnool al arruinado Samanah, y de allí, subiendo por el seco cauce del Gugger, que sólo se llena cuando la lluvia cae en las montañas vecinas, hasta que un día vio la lejana línea de los grandes Himalayas.

Entonces sonrió Purun Bhagat, porque se acordó que su madre era de origen brahmánico, de la raza de los rajhputras, allá por el camino de Kulu (una montañesa, pues, que siempre echaba de menos las nieves), y basta que un hombre lleve la más pequeña gota de sangre montañosa en sus venas, para que, al final, vuelva al lugar de donde salió.

-Allá abajo -díjose Purun Bhagat, subiendo de frente por las primeras lomas de los montes Sewaliks, donde los cactos se yerguen como candelabros de siete brazos-, allá me sentaré a meditar. Y el fresco viento del Himalaya silbó en sus oídos al caminar por la ruta que lleva a Simla.

La última vez que había pasado por allí, había sido con gran cortejo, con una ruidosa escolta de caballería, para visitar al más cortés y amable de todos los virreyes; y ambos hablaron durante una hora de los amigos mutuos de Londres, y de lo que realmente piensa la gente de la India de muchas cosas. En esta ocasión Purun Bhagat no hizo ninguna visita, sino que se recostó sobre una verja del paseo, contemplando la hermosa vista de las llanuras que se extendían diez leguas delante de él; hasta que un policía mahometano del país le dijo que interrumpía la circulación, y Purun Bhagat saludó respetuosamente al representante de la ley porque sabía el valor de aquélla, e iba en busca de una que fuera la suya propia. Siguió adelante y aquella noche durmió en una choza abandonada, en Chota Simia, que parece ser el fin del mundo, pero que sólo era el principio de su viaje.

Siguió el camino del Himalaya al Thibet, vía de tres metros de ancho abierta en la roca viva a poder de barrenos, o apuntalada con maderos sobre el abismo de trescientos metros de profundidad, que se hunde en tibios, húmedos, cerrados valles, y trepa por colinas desnudas de árboles y con algo de hierba, en donde reverbera el sol como en un espejo ustorio; o que caracolea al través de espesos, oscuros bosques, donde los helechos arborescentes cubren de alto abajo los troncos de los árboles y donde el faisán llama a su compañera. Se encontró con pastores del Thibet, con sus perros y rebaños de carneros, y cada carnero llevaba una bolsita con bórax sobre su espalda; con leñadores errantes; con lamas del Thibet que llegaban en peregrinación a la India, cubiertos con mantos y abrigos; con enviados de pequeños y solitarios estados, perdidos entre montañas, que corrían la posta rápidamente en caballitos cebrados o píos; o bien, se encontró con la cabalgata de un rajah que iba a hacer una visita; o también le ocurría no ver a nadie en un claro y largo día, excepto un oso negro, que gruñía y desenterraba raíces allá abajo, en el valle. Durante las primeras jornadas, todavía resonaban en sus oídos los rumores mundanales, como el estruendo de un tren que pasa por un túnel se queda aún resonando mucho tiempo después que el tren ha salido de él. Pero, una vez que dejó atrás el paso de Mutteeanee, todo terminó, y Purun Bhagat se quedó a solas consigo mismo, caminando, vagabundeando y pensando, clavados los ojos en el suelo y con sus pensamientos en las nubes.

Una tarde cruzó el más alto desfiladero que había encontrado hasta entonces -la ascensión habíale tomado dos días-, y se encontró frente a una línea de nevados picos que ceñían todo el horizonte: montañas de cinco a seis mil metros de altura que parecían lo suficientemente cerca para alcanzarlas de una pedrada, pero que en realidad se encontraban a catorce o quince leguas de distancia. El desfiladero estaba coronado de un denso y oscuro bosque de deodoras, castaños, cerezos silvestres, olivos y perales también silvestres; pero principalmente deodoras, que son los cedros del Himalaya; a la sombra de estos árboles se levantaba un templo abandonado dedicado a Kali... que es Durga, que es Sitala, y que recibe adoración por su virtud contra la viruela.

Purun Dass barrió el suelo de piedra, sonrió a la estatua que parecía hacerle una mueca, con barro arregló un hogar donde pudiese encender fuego detrás del templo; extendió su piel de antílope sobre un lecho de pinocha verde, apretó bien su bairagi (su muleta con travesaño de cobre) bajo la axila y se sentó a descansar.

Casi por debajo de él estaba el declive del monte desnudo, pelado en una altura de cuatrocientos metros, en donde una aldehuela de casas hechas de piedra con techos de tierra amasada, parecía colgar de la escarpada pendiente. En derredor, se extendían estrechos terrenos en forma de terraplenes, como delantales formados de retazos y puestos sobre la falda de la montaña, y vacas que parecían tener el tamaño de escarabajos pacían en los espacios que quedaban entre los círculos, empedrados de pulidas piedras, que servían de eras.

Al mirar al través del valle, el ojo se engañaba sobre el tamaño de las cosas, y al principio no podía convencerse de que lo que parecía un grupo de arbustos, al lado de la montaña, era en realidad un bosque de pinos de treinta metros de alto. Purun Bhagat vio a un águila hundiéndose en la enorme hondonada; pero la inmensa ave pareció ir decreciendo en tamaño hasta no ser más que un punto antes de que llegara a la mitad del camino.

Grupos de nubes enfilaban por el valle, enredándose en la cima de la montaña, o elevándose para desvanecerse cuando llegaban a la altura de los picos en los desfiladeros. "Aquí hallaré la paz", se dijo Purun Bhagat.

Ahora bien, para un montañés, no cuentan unas cuantas docenas de metros más abajo o más arriba, y tan pronto como los aldeanos vieron humo en el templo abandonado, el sacerdote del pueblecillo subió por la ladera de terraplenes para saludar al forastero.

Al fijar su mirada en los ojos de Purun Bhagat -ojos de hombre acostumbrado a mandar a miles de hombres-, se inclinó hasta el suelo, cogió el cuenco sin decir palabra y regresó a la aldea diciendo:

-Por fin tenemos a un santón. Nunca vi hombre como éste. Es un hijo de los llanos, pero de color pálido... Es la quinta esencia de un brahmán.

Entonces todas las mujeres de la aldea dijeron:

-¿Crees que permanecerá entre nosotros?

Y cada una hizo cuanto pudo para cocinar los más sabrosos manjares para el Bhagat. La comida montañesa es muy simple, pero con alforfón, maíz, pimentón; pescado del río que corre por el valle; miel de las colmenas construidas en forma de chimeneas sobre las paredes de piedra; albaricoques secos; azafrán de Indias; jengibre silvestre y tortas de harina de trigo, una mujer que quiera lucirse puede hacer muy buenas cosas, y estaba bien lleno el cuenco cuando el sacerdote se lo llevó al Bhagat.

-¿Pensaba quedarse allí? -preguntó-. ¿Necesitaría un chela (un discípulo) que mendigara para él?
¿Tenía una manta para abrigarse del frío? ¿Le gustaba aquella comida?

Comió Purun Bhagat y le dio las gracias al donante. Pensaba quedarse. Esto es suficiente, dijo el sacerdote. Que dejara el cuenco fuera del templo abandonado, en el hueco de dos raíces torcidas, y diariamente recibiría su alimento, porque el pueblo se sentía muy honrado con que un hombre como él -y miró tímidamente a Bhagat en el rostro- se quedara entre ellos.

Aquel día terminó el vagabundeo para Purun Bhagat. Había llegado al sitio que le estaba destinado... a un lugar todo silencio y espacio. Después de esto, se detuvo el tiempo, y él, sentado a la entrada del templo, no podía decir si estaba vivo o muerto, si era un hombre con control sobre los miembros de su cuerpo, o si formaba parte de los montes, de las nubes, de la mudable lluvia y de la luz del sol. Se repetía a sí mismo suavemente un nombre centenares y centenares dc veces, hasta que, a cada repetición, parecía separarse más y más de su cuerpo, y deslizarse hasta los umbrales de alguna tremenda revelación; pero, en el preciso momento de abrirse la puerta, lo arrastraba hacia atrás su propio cuerpo, y dolorosamente se sentía de nuevo atado a la carne y a los huesos de Purun Bhagat.

Cada mañana, en silencio, el cuenco lleno era colocado sobre la especie de muleta que formaban las retorcidas raíces fuera del templo. Algunas veces lo traía el sacerdote; otras, un mercader ladakhi que paraba en el pueblo, y que, ganoso de hacer méritos, subía trabajosamente por el sendero; pero, con más frecuencia, lo traía la mujer que había cocinado la comida la noche antes, y murmuraba tan bajo que apenas se le oía:

-Interceded por mí ante los dioses, Baghat. Rogad por Fulana, la esposa de Mengano.

En ocasiones se le permitía igual honor a algún muchacho atrevido, y Purun Bhagat lo oía colocar el cuenco y echar a correr tan aprisa como sus piernas se lo permitían; pero el Bhagat nunca descendió hasta el pueblo, al cual veía extendido como un mapa a sus pies. Podía ver también las reuniones que se celebraban al caer la tarde, en el círculo donde estaban las eras, pues era éste el único terreno llano que había; podía ver el hermoso y poco nombrado verdor del arroz cuando es joven; los colores de azul de añil del maíz; los trozos de terreno donde se cultivaba el alforfón, semejantes a diques; y, en su estación propia, la roja flor del amaranto, cuyas pequeñas semillas, puesto que no son ni grano ni legumbre, puede comerlas todo indio en época de ayuno, sin faltar por ello en lo más mínimo.

Cuando el año llegaba a su fin, los techos de las chozas parecían cuadraditos de purísimo oro, porque sobre los techos ponían los aldeanos las mazorcas de maíz para que se secaran. La cría de abejas y la recolección de los granos, la siembra del arroz y su descascarillado, pasaron ante su vista; todo como bordado allá abajo en los trozos de campo de mil distintas orientaciones. Y él meditó sobre todo lo que abarcó su vista, preguntándose a qué conducía todo aquello, en último y definitivo resultado.

Hasta en los lugares poblados de la India, un hombre no puede sentarse y permanecer completamente quieto durante un día, sin que los animales salvajes corran por encima de su cuerpo como si fuera una roca; y en aquella soledad, muy pronto los animales salvajes, que conocían muy bien el templo de Kali, fueron llegando para mirar al intruso. Los langures, los grandes monos de grises patillas del Himalaya, fueron, naturalmente, los primeros porque siempre están devorados por la curiosidad; una vez que tiraron el cuenco, haciéndolo rodar por el suelo, y probaron la fuerza de sus dientes en el travesaño de cobre de la muleta, y le hicieron muecas a la piel de antílope, decidieron que aquel ser humano, que allí estaba sentado tan quieto, era inofensivo. Al caer la tarde saltaban desde los pinos, pedían con las manos algo para comer, y luego se alejaban balanceándose en graciosas curvas. También les gustaba el calor del fuego, y se apiñaban en derredor de él hasta que Purun Bhagat tenía que empujarlos a un lado para echar leña; más de una vez se había encontrado por la mañana con que un mono compartía su manta.

Durante todo el día, uno u otro de la tribu se sentaba a su lado, mirando fijamente hacia la nieve, dando gritos y poniendo una cara indeciblemente sabia y triste.

Después de los monos llegó el barasingh, ciervo de especie parecida a los nuestros, pero más fuerte. Llegábase allí para restregar el terciopelo de sus cuernos contra las frías piedras de la estatua de Kali, y pateó al ver en el templo a un hombre. Pero Purun Bhagat no hizo el menor movimiento, y poco a poco el magnífico ciervo avanzó oblicuamente y le tocó el hombro con el hocico. Deslizó Purun Bhagat una de sus frías manos por las tibias astas, y el contacto pareció refrescar al animal, que agachó la cabeza, y Purun Bhagat siguió restregando muy suavemente y quitando la aterciopelada capa. Después, el baras¡ng trajo a su hembra y a su cervato, mansos animales que se ponían a mascar sobre la manta del santón; otras veces venía solo, de noche, reluciéndole los ojos con reflejos verdosos por la vacilante luz de la hoguera para recibir su parte de nueces tiernas. Por último, acudió también el ciervo almizclero, el más tímido y casi el menor de los ciervos, erguidas sus grandes orejas parecidas a las del conejo; y hasta el abigarrado y silencioso mushicknabha sintió deseos de averigar qué era aquella luz que brillaba en el templo, y puso su hocico, parecido al de una anta, sobre las rodillas de Purun Bhagat, yendo y viniendo con las sombras que el fuego producía. Purun Bhagat los llamaba a todos "mis hermanos", y su bajo grito de ¡Bahi! ¡Bahi! los sacaba del bosque por las tardes, si se hallaban a buena distancia para oírlo. El oso negro del Himalaya, sombrío y suspicaz (Sona, que tiene bajo la barba una marca en forma de V), pasó por allí más de una vez; y como el Bhagat no mostró miedo, Sona no se mostró malhumorado, sino que observó un poco, se acercó luego y pidió su parte de caricias, un pedazo de pan o bayas silvestres. Con frecuencia, en la quieta hora del amanecer, cuando Bhagat subía hasta lo más alto del desfiladero para ver al rojo día rodar por los nevados picachos, encontraba a Sona arrastrándose y gruñendo a sus pies, metiendo una mano curiosa bajo los caídos troncos y sacándola con un ¡uuuf! de impaciencia; o bien sus pasos despertaban al oso que dormía enroscado, y el enorme animal se levantaba erguido, creyendo que se trataba de una lucha, hasta que escuchaba la voz de Purun Bhagat y reconocía a su mejor amigo.

Casi todos los ermitaños y santones que viven separados de las grandes ciudades tienen la reputación de ser capaces de obrar milagros con los animales; pero el milagro consiste en mantenerse muy quieto, en no hacer nunca un movimiento precipitado, y, por largo rato cuando menos, no mirar directamente al recién llegado. Los ancianos vieron la silueta del barasing caminando como una sombra al través del oscuro bosque detrás del templo; al minaul, el faisán del Himalaya, luciendo sus mejores colores ante la estatua de Kali, y a los langures sentados en el interior y jugando con cáscaras de nuez. También algunos muchachos habían oído a Sona canturreando para sí mismo, como suelen hacer los osos, detrás de las rocas caídas, y la reputación de Bhagat como milagrero se afirmó cada vez mas.

Sin embargo, nada más lejos de su mente que los milagros. Creía él que todas las cosas son un enorme milagro, y cuando un hombre llega a saber esto, sabe ya algo que le sirve de base. Sabía con toda certeza que no había nada grande o pequeño en el mundo; día y noche luchaba para llegar a penetrar en el corazón mismo de las cosas, volviendo al sitio de donde su alma había salido.

Pensando en todo esto, el descuidado cabello empezó a caerle sobre los hombros; en la losa que había al lado de la piel de antílope se hizo un agujerito por el continuo roce del extremo de la muleta que sobre ella se apoyaba; el lugar, entre los troncos de los árboles, en donde ponía su cuenco día tras día, se hundió y se gastó hasta hacerse un hueco tan pulimentado como la misma cáscara de color de tierra que allí se ponía; cada animal conocía con toda exactitud el lugar que le correspondía junto al fuego. Los campos cambiaban sus colores de acuerdo con las estaciones; las eras se llenaban y se vaciaban, y luego se llenaban una y otra vez; y así mismo muchas veces, cuando llegó el invierno, los langures saltaban por entre las ramas cubiertas de ligera capa de nieve, hasta que, al llegar la primavera, las monas traían desde valles más cálidos a sus pequeñuelos de mirada lánguida. Pocos cambios hubo en el pueblo. El sacerdote había envejecido, y muchos de los niños que en otros tiempos solían venir con el cuenco, mandaban ahora a sus propios hijos; y cuando alguien preguntaba a los aldeanos durante cuánto tiempo el santón había vivido en el templo de Kali, allá en el extremo del desfiladero, respondían: "Siempre."
Llegaron entonces tales lluvias de verano, como jamás se habían visto en aquellas montañas en muchas estaciones. Durante tres meses cumplidos el valle estuvo envuelto en nubes y en niebla húmeda... y el agua caía siempre, sin parar y se sucedían las tormentas la una tras la otra. El templo de Kali quedaba generalmente por encima de las nubes, y hubo un mes durante todo el cual el Bhagat no pudo echarle una ojeada a la aldea. Estaba ésta envuelta por una cubierta blanca de nubes que se balanceaba, que cambiaba de lugar, que rodaba sobre sí misma o que se arqueaba hacia arriba, pero que nunca se desprendía de sus estribos, los chorreantes flancos del valle.

Durante todo ese tiempo no escuchó sino el sonido de millones de gotas de agua sobre las copas de los árboles, y por debajo de ellas, siguiendo el suelo, atravesando la pinocha, cayendo a gotas de las lenguas de enlodados helechos y lanzándose, en fangosos canales que acababan de abrirse, por todos los declives. Luego salió el sol que hizo elevarse de los deodoras y de los rododendros su agradable aroma, y así mismo aquel lejano y purísimo olor que los montañeses llaman "el olor de las nieves". Duró el sol una semana y luego las lluvias se reunieron en un postrer diluvio; el agua empezó a caer formando sábanas que le quitaron su corteza a la tierra y que hicieron que de nuevo se convirtiera en barro. Purun Bhagat encendió aquella noche un gran fuego, porque estaba seguro de que sus hermanos necesitarían calor; pero ni un sola animal acudió al templo, aunque los llamó una y otra vez hasta que se quedó dormido, preocupado por lo que podría haber ocurrido en los bosques.

Era ya plena noche y la lluvia tamborileaba como si fuesen mil tambores, cuando se despertó por los tirones que le daban a su manta, y, alargando la mano, tocó la mano pequeñísima de un langur.

-Mejor se está aquí que entre los árboles -dijo él soñoliento, levantando un poco la manta-. Toma y caliéntate.

El mono le cogió la mano y tiró de ella fuertemente.

-¿Quieres entonces alimento? -dijo Purun Bhagat-. Espera un poco y te lo prepararé.

Mientras se arrodillaba para echarle leña al fuego, el langur corrió hasta la puerta del templo, lloriqueó allí, regresó corriendo y le tiró de la rodilla.

-¿Qué sucede? ¿Qué te ocurre, hermano? -dijo Purun Bhagat, porque los ojos del langur decían muchas cosas que el animal no podía manifestar-. A menos que alguno de tu casta haya caído en una trampa... pero nadie pone trampas aquí... no saldré con este tiempo. ¡Mira, hermano, hasta el barasing viene a refugiarse aquí!

Al entrar a grandes pasos en el templo, las astas del ciervo golpearon contra la grotesca estatua de Kali. Las bajó hacia Purun Bhagat y golpeó el suelo, inquieto, y resopló con fuerza por las contraídas narices.

-¡Ea! ¡Ea! ¡Ea! -dijo el Bhagat haciendo sonar sus dedos-. ¿Éste es tu pago por hospedarte una noche?
Pero el ciervo lo empujaba hacia la puerta, y al hacer esto, Purun Bhagat oyó el sonido de algo que se abría y vio que en el suelo se separaban dos losas la una de la otra, en tanto que la pegajosa tierra formaba como unos labios que se apartaban con un chasquido.
-Ahora comprendo -dijo Purun Bhagat-. No es extraño que mis hermanos no se sentaran en torno al fuego esta noche. La montaña se hunde. Y sin embargo... ¿por qué marcharme?
Cayeron sus ojos en el vacío cuenco y cambió la expresión de su rostro.
-Me dieron comida diariamente desde... desde que me encuentro aquí, y, si no me doy prisa, mañana no habrá ni un alma en el valle. Indudablemente tengo que ir y advertirles a todos de lo que pasa. ¡Atrás, hermano! Déjame llegar hasta el fuego.

Retrocedió el barasing de mala gana y Purun Bhagat cogió una antorcha, la hundió en las llamas y la revolvió hasta que estuvo bien encendida.

-¡Ah! ¡Vinisteis a avisarme! -dijo, levantándose-. Ahora deberemos hacer algo mucho mejor, mucho mejor. Vamos fuera ahora, y préstame tu cuello, hermano, porque no tengo sino dos pies.

Se agarró con la mano derecha de la cerdosa crucera del barasing, sosteniendo con la izquierda la antorcha y salió del templo, hundiéndose en la horrible noche. No se sentía el menor soplo del viento, pero la lluvia casi apagaba la tea al deslizarse el gran ciervo por la pendiente, resbalándose sobre las ancas. En cuanto salieron del bosque, más hermanos del Bhagat se unieran a él. Oyó, aunque no podía verlo, que los langures se apiñaban en torno de él, y tras él resonaba el ¡uh! ¡uh! de Sona. La lluvia tejió su largo pelo de tal modo que parecían cuerdas; el agua lo salpicaba al poner en ella los pies desnudos y su amarillo ropaje se pegaba a su frágil cuerpo envejecido; pero él seguía adelante con paso firme, apoyándose en el barasing. Ya no era un santón,. sino Sir Purun Dass, K.C.I.E., primer ministro de un Estado que no era ya pequeño, un hombre acostumbrada a mandar y que iba ahora a salvar vidas. Por el sendero rápido y fangoso descendieran juntos el Bhagat y sus hermanos hasta que las patas del ciervo dieron contra el muro de una era, y el animal dio un bufido, porque había olido la presencia de hombres. Estaban ahora en el extremo de la única y tortuosa calle de la aldea, y el Bhagat golpeó con su muleta las cerradas ventanas de la casa del herrero, en tanto que la tea que le servía de antorcha llameaba al abrigo del alero de la casa.

-¡Levántense y salgan a la calle! -gritó Purun Bhagat, y él mismo no reconocio su propia voz, porque hacía muchos años que no hablaba en voz alta a ningún hombre-. ¡La montaña se hunde! ¡La montaña se hunde! ¡Levántense y salgan fuera todos los que estén en las casas!
-Es nuestro Bhagat -dijo la mujer del herrero-. Viene rodeado de sus animales. ¡Recoge a los pequeños y da la voz de alarma!

Corrió de casa en casa en tanto que los animales apiñados en la estrecha vía se atropellaban en torno del Bhagat y Sona resoplaba con impaciencia.

Toda la gente salió a la calle -no eran más de setenta personas por todas- y a la luz de las antorchas vieron a su Bhagat que agarraba al aterrorizado barasing, impidiéndole huir, mientras los monos se asían con aspecto lastimero a la ropa de aquél, y Sona se sentaba y daba bramidos.

-¡Atraviesen el valle y suban al monte opuesto! -gritó Purun Bhagat-. ¡Que nadie se quede atrás!
¡Nosotros os seguiremos!

Corrió entonces toda la gente como sólo los montañeses saben correr, porque sabían que cuando ocurre un hundimiento de tierras hay que subirse al sitio más alto, al otro lado del valle. Huyeron, lanzándose al estrecho río que había al extremo, y casi sin aliento subieron por los terraplenados campos del otro lado, mientras que el Bhagat y sus hermanos los seguían. Subían y subían por la montaña opuesta, llamándose los unos a los otros por su nombre (éste es el modo de tocar llamada en la aldea), y, pisándoles los talones, subía el gran barasing, sobre el cual pesaba el cuerpo casi desfalleciente de Purun Bhagat. Detúvose al cabo el ciervo a la sombra de un tupido pinar, a ciento cincuenta metros de altura en la vertiente. Su instinto, que le había advertido del próximo hundimiento, le dijo también que allí se hallaba seguro.

A su lado cayó casi desmayado Purun Bhagat, porque el frío de la lluvia y aquella desesperada ascensión lo estaban matando; pero antes les había dicho a los desparramados portadores de antorchas que iban a la cabeza:

-Deténganse y cuenten a toda la gente.

Y luego murmuró dirigiéndose al ciervo, al ver que las luces se agrupaban:

-Quédate conmigo, hasta que me muera.

Se oyó en el aire un ruido leve como un suspiro, y que luego se convirtió en murmullo; luego este murmullo se convirtió en una especie de rugido; el rugido pasó los límites de la que puede resistir el oído humano, y la vertiente en que se hallaban los aldeanos recibió un choque en la oscuridad y retembló hasta sus cimientos. Y luego una nota firme, profunda y clara como un do grave arrancado a un órgano, sofocó todas los demás ruidos por un espacio de alrededor de cinco minutos, y mientras duró, temblaban hasta las mismas raíces de las pinos. Pasó, y el ruido de la lluvia que caía sobre muchísimas metros de tierra dura y de hierba, se tornó en ahogado tamborileo de agua que cae sobre tierra blanda. Esto lo explicaba todo.

Ni durante un momento ninguno de los aldeanos -ni siquiera el sacerdote- tuvieron suficiente valar para hablar al Bhagat que había salvada las vidas de todos. Se acurrucaron bajo los pinos, y allí esperaron hasta que vino el día. Y cuando éste llegó, miraron al través del valle y vieron que, lo que había sido bosque, y campos de cultivo, y tierras de pasto cruzadas de senderos, era ahora un informe y sucio montón, pelado, rojo, en forma de abanico, en donde se veían unos cuantos árboles tirados, con la copa hacia abajo, sobre el declive. Subía esta masa roja hasta muy arriba de la montaña donde se habían refugiado, deteniendo la corriente del pequeño río que había empezado ya a ensancharse y a formar un lago de color de ladrillo. De la aldea, del camino que conducía al templo, y aun del templo mismo y del bosque situado a su espalda, nada había quedado. En un espacio de un cuarto de legua de ancho y a más de seiscientos metros de profundidad, todo el flanco de la montaña había literalmente desaparecido, alisado por completo de arriba abajo.

Y los aldeanos, uno a uno, se acercaron al Bhagat al través del bosque para rezar ante él. Vieron al barasing de pie a su lado, el cual escapó al acercarse ellos; oyeron a los langures quejándose entre las ramas, y a Sona lamentándose tristemente montaña arriba; pero su Bhagat estaba muerto, sentado y con las piernas cruzadas, apoyando la espalda en el tronco de un árbol y la muleta bajo la axila, y su rostro estaba vuelto hacia el Noreste.

El sacerdote dijo:

-¡Mirad: ved un milagro tras otro, porque precisamente en esa actitud deben ser enterrados todas los sunyasis! Por tanto, donde ahora está, le elevaremos un templo a nuestro santón.

Construyeron el templo antes de que aquel año terminara (un templo pequeño, de tierra y piedra) y llamaron a la montaña La Montaña del Bhagat y allí lo adoraron llevándole luces, flores y dádivas, lo que siguen haciendo hasta el día de hoy. Pero ignoran que el santo de su devoción es el difunto Sir Purun Dass, K.C.I.E., D.C.L., Ph.D., etc., que durante un tiempo fue el primer ministro del progresista e ilustrado Estado de Mohiniwala, y miembro honorario o correspondiente de muchas más sabias y científicas sociedades de lo que puede ser de algún provecho en este mundo o en el otro.


CANCIÓN AL ESTILO DE KABIR


Como leve peso era el mundo en sus manos
y carga insoportable eran para él sus riquezas;
prefirió siempre la mortaja al gúddee
y ahora vaga por la tierra como bairagi.

El polvo del camino ve que sus pies se posan
en el camino que lleva a Delhi;
en él, cuando el sol quema,
sólo el sal y el ikar le aguardan.

Llama su casa al lugar donde reposa,
ya duerma entre la gente o en el desierto;
el sigue adelante su camino, el camino
de perfección en que el bairagi sueña.

Clavó su mirada en el hombre,
su mirada limpia y clara:
un Dios hubo, un Dios hay;
tan sólo uno, el gran Kabir dijo.

Cual leve nube es el problema de la acción
y él vaga, como bairagi, por la tierra.
Quiere amar a sus hermanos:
el césped, las fieras, Dios mismo;
el poder olvida y toma su mortaja;
¿Oís? -dice Kabir-. Baíragi queda.



Continúa leyendo esta historia en "El Libro de la Selva - Cuento XV - Último - Rudyard Kipling"

miércoles, 29 de mayo de 2013

El Libro de la Selva - Cuento XIII - Rudyard Kipling

Viene de "El Libro de la Selva - Cuento XII - Rudyard Kipling"

 



Los Enterradores


Quien le llame al chacal "hermano mío"
y comparta su comida con la hiena,
es como el que pacta tregua con Jacala,
vientre que en cuatro patas corre.

Ley de la selva.

-¡Respeto para los ancianos!

Era una voz pastosa... una voz fangosa que os hubiera hecho estremecer... una voz como de algo blando que se parte en dos pedazos. Había en ella un quiebro, algo que la hacía participar del graznido y del lamento.

-¡Respeto para los ancianos, compañeros del río!... ¡Respeto para los ancianos!

Nada podía verse en toda la anchura del río, excepto una flotilla de gabarras, de velas cuadradas y clavijas de madera, cargadas de piedras para construcciones, que acababa de llegar bajo el puente del ferrocarril siguiendo corriente abajo. Hicieron que se movieran los toscos timones para evitar el banco de arena que el agua había formado al rozar en los estribos del puente, y mientras pasaban de tres en fondo, la horrible voz empezó de nuevo:

-¡Brahmanes del río, respetad a los ancianos y achacosos!

Volvióse uno de los barqueros, sentado en la regala de uno de los barcos, levantó la mano, dijo algo que no era precisamente una bendición y los botes siguieron adelante, crujiendo, iluminados por la luna. El ancho río indio, que parecía más bien una cadena de pequeños lagos que una corriente continua, era terso como el cristal y reflejaba el cielo de color de arena roja en el centro, pero se veía salpicado de manchas amarillentas y de un color de púrpura oscuro cerca de las orillas bajas y tocando con ellas. Se formaban caletas en el río, en la estación lluviosa; pero ahora sus secas bocas quedaban por encima de la superficie del agua. Sobre la orilla izquierda y casi bajo el puente del ferrocarril, había una aldea edificada con fango y ladrillos, con bálago y palos, cuya calle principal, llena de ganado que volvía a sus establos, corría en línea recta hacia el río y terminaba con una especie de tosco desembarcadero de ladrillo, en el que la gente que quería lavar podía meterse en el agua paso a paso. Este lugar se llamaba el Ghaut de la aldea de Mugger-Ghaut.

Caía rápidamente la noche sobre los campos de lentejas, arroz y algodón, en las tierras bajas inundadas cada año por el río; sobre los cañaverales que bordeaban el vértice del recodo que aquél formaba y sobre la enmarañada maleza que crecía en las tierras de pastos, detrás de las quietas cañas. Los papagayos y los cuervos, que habían estado charlando y chillando al beber por la tarde, habían volado ya tierra adentro para ir a dormir, cruzándose con los batallones de murciélagos que entonces salían; y nubes de aves acuáticas venían chirriando a buscar abrigo en los cañaverales.

Había gansos de cabeza en forma de barril y de negro lomo; cercetas, patos silbadores, lavancos, tadornas, chorlitos, y aquí y allá un flamenco.

Cerrando la marcha podía verse una grulla de las llamadas ayudantes que volaba como si cada aletazo fuera a ser el último.

-¡Respeto para los ancianos! ¡Brahmanes del río. .. respetad a los ancianos!

La grulla volvió a medias la cabeza, desvióse un poco en dirección hacia la voz, y tomó tierra muy tiesa en el banco de arena que había debajo del puente. Entonces pudo verse bien su aire brutal y rufianesco.

Por detrás parecía enormemente respetable, pues su estatura era de casi dos metros, y se parecía mucho a un correctísimo pastor protestante de gran calva. Por delante era distinto, porque su cabeza a lo Ally Sloper y su cuello no tenían una sola pluma, y en su mismo cuello, bajo la barbilla tenía una horrible bolsa de desnuda piel.. . y allí iba a parar cuanto robaba con su afilado y largo pico. Sus patas eran largas, flacas y descarnadas, pero las movía con mucha suavidad y las contemplaba con orgullo cuando se alisaba las plumas de la cola, mirando de soslayo por encima de su hombro y cuadrándose luego como si le dijeran: ¡firmes!

Un chacal pequeño y sarnoso que había estado ladrando de hambre en una hondonada, levantó las orejas y la cola y corrió al encuentro de la grulla.

Era el ser más bajo de su casta -sin que quiera decir esto que haya mucho de bueno en los chacales; pero en éste era algo muy particular la bajeza, pues era la mitad mendigo y la otra mitad criminal-; se dedicaba a limpiar los montones de basura de la aldea, exageradamente tímido o salvajemente fiero, con hambre perpetua y lleno de astucia que nunca le sirvió para nada.

-¡Uf! -dijo, sacudiéndose lastimeramente al pararse-. ¡ Que la sarna se coma a los perros de esta aldea! He recibido tres mordiscos por cada pulga que traigo encima, y todo porque miré (tan sólo miré, fijáos bien), un zapato viejo que había en un corral de vacas. ¿Tengo que alimentarme de barro? -Y se rascó bajo la oreja izquierda.
-Yo oí -dijo la grulla con una voz que sonaba como sierra embotada pasando al través de gruesa tabla-, oí decir que había un perrillo recién nacido dentro del zapato.
-Del dicho al hecho, hay gran trecho -respondió el chacal, que sabía muchos proverbios que había aprendido escuchando a los hombres sentados alrededor de las fogatas, al caer la tarde.
-Así es. Por tanto, para estar segura de la verdad, tomé bajo mí cuidado a ese cachorro mientras los perros andaban ocupados en otro lado.
-Estaban muy ocupados -dijo el chacal-. Bueno, no debo ir de caza a la aldea, por las sobras, durante algún tiempo. ¿De veras había un perrillo ciego dentro de aquel zapato?
-Aquí está -respondió la grulla mirando por encima del pico a su gran bolsa, que estaba llena-. Poca cosa, pero muy aceptable en estos tiempos en que la caridad ha muerto en este mundo.
-¡Ay! El mundo es duro como el hierro en estos tiempos -gimió el chacal. En ese momento sus inquietos ojos notaron una levísima ondulación en el agua, y prosiguió rápidamente-: Dura es la vida para todos nosotros, y no dudo de que, aun nuestro excelente amo, el Orgullo del Ghaut, la Envidia del rio...
-Del mismo huevo salieron al mismo tiempo un embustero, un adulador y un chacal -dijo la grulla sin dirigirse a nadie en particular, porque ella también es una grandísima embustera, cuando quiere tomarse la molestia de serlo.
-Sí, la Envidia del río -repitió el chacal elevando la voz-. No dudo que hasta él opina que desde que construyeron el puente, la comida es más escasa. Pero, por otra parte, y aunque de ninguna manera quisiera yo decir esto en su propia y noble cara, es tan sabio y tan virtuoso.., como ¡ay!, tengo yo poco de esas cosas...
-Cuando el chacal reconoce que es gris, ¡cuán negro debe ser! -murmuró la grulla. No preveía entonces lo que iba a suceder.
-Que no le falte nunca comida, y, en consecuencia..

Oyóse un ruido suave, de algo que rozaba, como si un bote acabara de encallar en un bajío.

Rápidamente volvióse en redondo el chacal y se encaró (siempre es mejor encararse) con la criatura de la cual había estado hablando. Era un cocodrilo de más de siete metros de largo, encerrado en lo que parecía una plancha de caldera de triples remaches, claveteada y carenada, mostrando como adorno un crestón; las amarillas puntas de sus dientes superiores colgaban desde la mandíbula superior, pasando sobre la inferior, terminada bellamente en un pico de flauta. Era el achatado Mugger (bocón), de la aldea de Mugger-Ghaut, más viejo que ninguno de los hombres de la aldea, que había dado su nombre al lugar; era como demonio en la parte vadeable del río antes de que se construyera el puente del ferrocarril: era un asesino, un devorador de carne humana y un fetiche local, todo en una pieza. Se quedó tendido, con la barba en la orilla, y se mantenía así mediante una casi invisible ondulación de la cola, y bien sabía el chacal que un solo golpe de esa cola, dado en el agua, bastaría para elevar al Mugger por la vera con la velocidad de una máquina de vapor.

-¡Un encuentro de buenos auspicios, protector de los pobres! -dijo adulonamente, retrocediendo un poco a cada palabra-. Oímos una voz deleitosa y nos acercamos con la esperanza de charlar amablemente. Mi desmedida presunción me indujo, mientras esperábamos aquí, a hablar de usted.
Espero que nada se habrá entreoído.

Ahora bien: el chacal había hablado precisamente para que lo oyeran, porque sabía que la adulación era el mejor medio de procurarse comida; y el Mugger sabía que sólo con tal fin había hablado el chacal; y el chacal sabía que el Mugger no ignoraba esto; y el Mugger sabía que el chacal sabía que aquél lo sabía; y así, todos se quedaban tan contentos.

El viejísimo animal avanzó, jadeando y gruñendo, sobre la orilla, farfullando:

-¡Respeto para los viejos y achacosos!

Y durante todo este tiempo sus ojillos brillaban como brasas, bajo los pesados y córneos párpados, encima de su triangular cabeza, mientras arrastraba el cuerpo, hinchado como un barril entre sus ganchudas patas. Luego se detuvo, y acostumbrado y todo como estaba el chacal a sus maneras, no pudo menos de estremecerse, por centésima vez, cuando vio cuán exactamente imitaba el Mugger a un leño arrojado en la margen del río. Aun había tomado el cuidado de tenderse en el ángulo exacto en que, al encallar, formaría un madero, teniendo en cuenta cómo era la corriente en aquella época y lugar. Todo eso, por supuesto, no era sino cuestión de hábito, porque el Mugger había venido a tierra únicamente por gusto; pero un cocodrilo nunca se siente harto, y si el chacal hubiera sido engañado por lo que parecía, no hubiera vivido lo suficiente para filosofar sobre ello.

-Hijo mío, no oí nada -dijo el Mugger, cerrando un ojo-. Tenía agua en mis oídos y me sentía desfallecido por el hambre. Desde que construyeron el puente del ferrocarril, la gente de mi aldea ha dejado de quererme, y esto me traspasa el corazón de dolor.
-¡Qué vergüenza! -dijo el chacal-. ¡ Un corazón tan noble como el de usted! Pero todos los hombres son parecidos, según creo.
-¡No, no! Hay, por cierto, grandes diferencias entre ellos -respondió suavemente el Mugger-. Unos son delgados como bicheros de bote. Otros son gordos, como cachorros de chac... digo, de perro.
No quisiera yo hablar mal de los hombres, sin motivo. Los hay de muy diversas clases, pero los largos años que he vivido me han demostrado que, en general, son muy buenos. Hombres, mujeres, finos...; no hallo nada que reprocharles. Y acuérdate, hijo, de que aquel que desprecia al mundo, será despreciado por el mundo.
-La adulación es peor que una lata vacía en el estómago. Pero lo que acabo de oír, es pura sabiduría dijo la grulla, bajando una de sus patas.
-Considera, no obstante, su ingratitud con quien es tan bueno -empezó a decir el chacal muy tiernamente.
-¡No, no, no son ingratos! -respondió el Mugger-. No piensan en los demás, eso es todo. Pero yo he notado, mientras yazgo en mi puesto allá debajo del vado, que las escaleras del puente nuevo son terriblemente difíciles de subir tanto para los ancianos como para los niños. Los ancianos, por cierto, no son dignos de consideración; pero me apenan, me apenan verdaderamente los niños que están gordos. Pero creo que, a no tardar, cuando ya haya pasado esa novedad del puente, veremos a mis gentes chapoteando por el agua del vado como antes, valerosamente, con las morenas piernas desnudas. Entonces el viejo Mugger se verá honrado de nuevo.
-Pero ciertamente vi guirnaldas de caléndulas flotando esta misma tarde en el borde del Ghaut -
dijo la grulla.

Las guirnaldas de caléndulas son muestra de veneración en toda la India.

-¡Error! ¡Error! Era la esposa del vendedor de confituras. Pierde la vista más y más cada año, y no puede distinguir entre un madero y yo... el Mugger del Ghaut. Vi la equivocación cuando arrojó la guirnalda, porque yo estaba echado al pie mismo del Ghaut, y, si hubiera dado un paso más, le hubiera demostrado la diferencia entre un leño y yo. Pero la intención era buena y hay que tener en cuenta el espíritu con que se hace la ofrenda.
-¿De qué sirven las guirnaldas de caléndulas cuando ya uno está en el estercolero? -dijo el chacal, cazando las pulgas que tenía pero sin quitar el ojo, con cierto aburrimiento, de su protector de los pobres.
-Cierto, pero aún no han empezado a hacer el estercolero al que iré a parar yo. Cinco veces he visto al río retroceder desde la aldea y dejar descubierta nueva tierra al pie de la calle. Cinco veces he visto reedificar la aldea en las orillas y cinco veces más la veré reedificar. No soy un gavial inconstante que se dedica a coger peces, hoy en Kasi, mañana en Prayag, como dice el proverbio, sino el verdadero y constante vigilante del vado. Por algo, muchacho, la aldea lleva mi nombre, y
"quien mucho vigila" como dicen, "obtendrá, al final, su recompensa".
-Yo he vigilado mucho... mucho.., casi toda mi vida, y mi premio sólo han sido mordiscos y cardenales -replicó el chacal.
-¡Jo, jo, jo! -se carcajeó la grulla.

En agosto nació el chacal, en septiembre caen las lluvias; ¡No puedo recordar, dice, tan tremenda lluvia como ésta!

La grulla ayudante tiene una particularidad muy desagradable. En épocas que se producen con irregularidad, sufre de agudos ataques de hormigueos o calambres en las patas, y aunque la virtud de la resistencia sea mayor en ella que en cualquiera de las otras clases de grullas que, a pesar de todo, muestran gran impasibilidad, se echa a revolotear en salvajes danzas guerreras, que baila sobre una suerte de zancos torcidos, abriendo a medias las alas y moviendo su cabeza calva de arriba abajo; y en tanto hace esto, por motivos que ella sabrá, cuida mucho de que sus más fuertes ataques vayan acompañados de sus más acerbas críticas. Cuando pronunció la última palabra de su cantar, se cuadró de nuevo muy tiesa, diez veces más digna que nunca del nombre de Ayudante que llevaba.

El chacal retrocedió acobardado, aunque ya su edad le había permitido ver tres estaciones completas; pero no puede uno darse por ofendido y contestar un insulto que proviene de una persona que posee un pico de un metro de largo y el poder de clavarlo como una jabalina. La grulla era una reconocida cobarde, pero el chacal era aún peor que ella.

-Hay que vivir para aprender -dijo el Mugger-, y puede decirse esto: los chacales pequeños abundan mucho, hijo; pero un bocón como yo, es raro. Sin embargo, no me siento orgulloso de ello, porque el orgullo es destructivo; pero fíjate bien, esto es cosa del Hado, y contra el Hado nada debieran decir cuántos nadan, caminan o corren. Yo estoy contento del Hado. Con buena suerte, buen ojo y la costumbre de asegurarse de que está libre la salida antes de entrar en alguna cala o remanso, puede hacerse mucho.
-En una ocasión oí decir que incluso el protector de los pobres se había equivocado dijo el chacal maliciosamente.
-Es cierto, pero entonces vino en mi ayuda el Hado. Ello sucedió antes de que hubiera adquirido todo mi desarrollo. .. tres hambres antes de la última que hubo. (iPor la margen izquierda y derecha del Ganges, cuánta corriente llevaban los ríos en aquella época!) Sí, yo era joven y atolondrado, y cuando vino la inundación, ¿quién estaba más contento que yo? Poca cosa bastaba entonces para que yo me sintiera feliz. La aldea estaba completamente inundada, y yo nadé por encima del Ghaut y fui tierra adentro hasta los campos de arroz que estaban llenos de barro. Me acuerdo también de un par de brazaletes que encontré aquella tarde, y que, por cierto, eran de cristal y no les hice ningún caso. Sí, brazaletes de cristal, y también encontré, si mi memoria no me falla, un zapato. Debiera haber sacudido aquellos dos zapatos, pero tenía mucha hambre. Más tarde aprendí a proceder mejor. Sí. Así pues, comí y descansé. Pero, cuando me disponía a regresar al río, la inundación había bajado de nivel y caminé por el barro de la calle principal.

¿Quién, si no yo, hubiera hecho eso? Acudió toda mi gente, sacerdotes, mujeres y niños, y yo los miré con benevolencia. No es buen lugar el barro para combatir bien. Uno de los barqueros dijo:
-Busquen hachas y mátenlo; es el Mugger del vado.

-No -dijo el Brahman-. Miren: se lleva por delante la inundación. Es el dios de la aldea.
Entonces me arrojaron gran cantidad de flores, y alguien tuvo el feliz pensamiento de poner una cabra en mitad del camino.
-¡Qué sabrosa... qué sabrosa es la cabra! dijo el chacal.
-Tiene muchos pelos... muchos pelos... y cuando la encuentra uno en el agua es más que probable que haya escondido dentro de ella un anzuelo en forma de cruz. Pero les acepté aquella cabra, y luego me fui hasta el Ghaut triunfalmente. Más tarde, el Hado hizo que cayera en mis manos el barquero que había querido cortarme la cola con el hacha. Su bote embarrancó en un banco de que no se acordarían ustedes aunque se lo mencionara.
-No todos somos aquí chacales -dijo la grulla-. ¿Era el banco que se formó donde se hundieron los barcos que cargaban piedras, el año de la gran sequía.., un banco de arena muy largo que duró por espacio de tres inundaciones?
-Había dos -respondió el Mugger-; uno más arriba y otro más abajo.
-¡Ah, se me había olvidado! Los dividía un canal que más tarde se secó también -dijo la grulla que se sentía muy orgullosa de su buena memoria.
-En el banco de abajo encalló la barca del hombre que abrigaba tan buenas intenciones tocante a mí. Estaba durmiendo en la proa, y, medio despierto, saltó al agua que le daba hasta la cintura.. .
no, hasta las rodillas, para empujar la embarcación, la cual, vacía, siguió adelante hasta tocar de nuevo en la tierra en el próximo recodo que la corriente formaba entonces. Yo seguía adelante también, porque sabía que vendrían más hombres para arrastrar el barco hasta la playa.
-¿Y vinieron? -dijo el chacal un tanto despavorido. Ésta era una cacería en una escala tal, que lo impresionaba.
-Acudieron hombres de allí y de más abajo. No seguí adelante; pero esto me permitió apoderarme de tres en un día.. . tres manjis (barqueros) muy gordos, y, a excepción del último (con el cual me descuidé un tanto), ni uno solo pudo gritar para advertir a los que se encontraban en la orilla del río.
-¡Ah! ¡Qué manera de cazar! ¡Pero cuánta habilidad y qué superior juicio reclama! -exclamó el chacal.
-Habilidad no, muchacho, sino sólo pensar un poco. Un poco de pensamiento es como la sal sobre el arroz, como dicen los barqueros, y yo siempre he pensado profundamente. Mi primo el gavial, el que come peces, me ha dicho cuán difícil es para él seguirlos, y cuánto difieren los unos de los otros, y cómo necesita él conocerlos a todos en conjunto y a cada uno por separado. Sabiduría digo yo que es esto; pero, por otra parte, mi primo, el gavial, vive entre su gente. Mi gente no nada en bandadas, con la boca fuera del agua, como lo hace Rewa; ni sale constantemente a la superficie, ni se vuelve de lado, como Mohoo y el diminuto Chapta; ni se reúne en los bancos de arena después de una inundación, como Batchua y Chilva.
-Todos son deliciosos manjares dijo la grulla, dando un chasquido con el pico.
-Así dice mi primo, y hace una ocupación muy seria del cazarlos; pero ellos no se encaraman a los bancos de arena para eludir sus dientes. Mi gente es muy diferente. Vive en la tierra, en casas, entre sus ganados. Yo necesito saber lo que hacen y lo que están a punto de hacer; y así, poniendo primero la trompa del elefante y luego la cola, reconstruyo, como dicen, al elefante entero. ¿Cuelga de una puerta una rama verde con un anillo de hierro? El viejo Mugger sabe que ha nacido un niño en aquella casa y que algún día vendrá al Ghaut a jugar. ¿Va a casarse una doncella? El viejo Mugger sabe esto, porque ve a los hombres ir y venir con regalos; y, por último, ella también acude al Ghaut para bañarse antes de la boda... y allí está él. ¿Ha cambiado el río su curso, y deja nuevas tierras donde antes sólo arena había? El Mugger sabe también esto.
-Bueno, ¿de qué sirve saber eso? -objetó el chacal-. El río ha cambiado de lugar hasta durante mi corta vida.

Los ríos de la India están casi siempre cambiando su curso y se desvían a veces hasta una media legua o más en una sola estación, inundando los campos de una de las orillas y esparciendo cieno fertilizante sobre la Otra.

-No hay conocimiento tan útil como éste -dijo el Mugger-, porque nuevas tierras significan nuevas pendencias. El Mugger lo sabe. ¡Oh! Lo sabe perfectamente. Cuando las aguas se retiran, se arrastra él por grietas tan estrechas que los hombres piensan que no son lo suficientemente anchas para que allí pueda esconderse un perro, y allí espera. Luego aparece un labriego diciendo que plantará allí pepinos, y acullá melones, en la tierra nueva que el río le ha dado. Tantea el cieno excelente con los pies desnudos. A poco llega otro labriego diciendo que cultivará allí cebollas, zanahorias y caña de azúcar, en este y aquel sitio. Se acercan como botes que toman rumbo hacia el mismo punto, y mira cada quien al otro con unos ojos que parecen rodar bajo el enorme turbante azul. El viejo Mugger ve y oye. Llámanse el uno al otro "hermano", y van a amojonar la nueva tierra. El Mugger corre detrás de ellos, a uno y otro lado, deslizándose, aplastado contra el suelo, por el lodo. ¡Ahora empiezan a disputar! ¡Se dicen palabras ásperas! ¡Se arrancan los turbantes! Ahora enarbolan los garrotes, y, por último, cae uno de espaldas en el lodo, y el otro huye. Cuando regresa, la cuestión ha quedado ya zanjada, como da fe de ello el bambú herrado del vencido. Y sin embargo, nada le agradecen al Mugger. No; gritan: ¡un asesinato! Las familias pelean a garrotazos, veinte de cada bando. Mi gente es muy buena gente.. . jats de las montañas... malwais del Bêt.

Cuando pegan, no pegan por juego, y, cuando la lucha termina, el viejo Mugger espera allá lejos en el río, fuera de la vista de la aldea, detrás de las matas de kíkar que por allá hay. Entonces bajan mis jats de anchos hombros, ocho o nueve juntos, bajo la luz de las estrellas trayendo al muerto en una camilla. Son viejos de barbas canas y de voz tan profunda como la mía. Encienden un fuego (¡ah! ¡cómo conozco yo ese fuego!), tragan tabaco y formando círculo mueven la cabeza todos a la vez hacia adelante y haciá un lado, hacia el muerto que está en la orilla. Dicen que las leyes inglesas arreglarán aquello con la horca, y que pasará gran vergüenza la familia del matador al ver cómo lo cuelgan en el patio grande de la cárcel. Los amigos del muerto dicen: "¡Que lo cuelguen!, y empieza de nuevo la conversación... una, dos, veinte veces durante la noche interminable. Entonces, por último, dice uno: "La pelea fue limpia. Tomemos el dinero que nos ofrecen, un poco más de lo que nos ofrecen, y no digamos nada de lo sucedido."

Empiezan a regatear por el dinero, pues el muerto es un hombre robusto que ha dejado muchos hijos. Sin embargo, antes del amratvela (la salida del sol), lo queman un poco, como es la costumbre, y el muerto viene a parar a mí, y él ya no dirá nada del asunto. ¡Ah, hijos míos! El Mugger sabe... sabe muchas cosas... y los Malwah jats son buena gente.

-Tienen el puño demasiado apretado... son muy mezquinos para llenarme el buche -graznó la grulla-. No malgastan el lustre en los cuernos de una vaca, como dicen; y, veamos, ¿quién puede espigar después que ha pasado un Malwah?
-¡Ah! Yo... los espigo a ellos -replicó el Mugger.
-Pues bien: en Calcuta del Sur, en tiempos antiguos -siguió diciendo la grulla-, tiraban todo a la calle y nosotros podíamos escoger y revolverlo todo. ¡esos eran buenos tiempos! Pero ahora mantienen las calles tan limpias como la cáscara de un huevo, y mi gente huye. Ser limpio es una cosa; pero quitar el polvo, barrer y regar siete veces al día, aburre hasta a los mismos dioses.
-Un día un chacal de las tierras bajas me contó que en Calcuta del Sur todos los chacales estaban tan gordos como nutrias en la estación de lluvias -dijo el chacal, y la boca se le hizo agua sólo de pensarlo.
-¡Ah! Pero allí están los de la cara blanca.. . los ingleses.., y ellos llevan consigo perros gordos que conducen de quién sabe dónde, río abajo, en unos barcos, los que cuidan de que esos chacales de
que hablas estén flacos -repuso la grulla.
-¿Son, pues, de corazón tan duro como esa gente? Debí suponerlo. Ni la tierra, ni el cielo ni el agua son caritativos con el chacal. Yo vi las tiendas de uno de los de cara blanca durante la última estación, después de las lluvias, y además le cogí unas riendas nuevas, amarillas, para comérmelas. Los blancos no saben preparar bien las pieles. Aquellas riendas me enfermaron.
-A mí me ocurrió algo peor -dijo la grulla-. Cuando no contaba yo más que tres estaciones, y era tan joven como atrevida, me fui al río, al lugar donde atracan los barcos grandes. Los barcos de los ingleses son de triple tamaño que el tamaño de esta aldea.
-Ha estado en Nueva Delhi... y quiere hacernos creer que la gente allí camina de cabeza -murmuró el chacal.

El Mugger abrió el ojo izquierdo y miró fijamente a la grulla.

-Es verdad -insistió la enorme ave-. Un embustero sólo miente cuando espera que le creerán.
Nadie que no haya visto esos barcos podría creer esta verdad que digo.
-Eso es ya más razonable -observó el Mugger-. ¿Y qué más?
-De los costados de uno de esos barcos estaban sacando grandes pedazos de una materia blanca que, al cabo de poco rato, se convertía en agua. Buena parte de ella se desmenuzó, cayendo sobre la orilla, y el resto lo colocaron en una casa de gruesas paredes. Pero un barquero, que reía, cogió uno de aquellos trozos, no más grande que un perrillo, y me lo tiró. Yo... como todos los míos... trago sin reflexionar, de modo que tragué aquello según nuestra costumbre. Inmediatamente sentí un gran frío que, empezando en el buche, me corría hasta la punta de los dedos, y me privé de hablar, en tanto que los barqueros se burlaban de mí. Nunca he sentido tanto frío. Por el dolor y al aturdimiento, bailé hasta que pude recobrar el aliento, y entonces bailé de nuevo, gritando contra la falsedad de este mundo, y los barqueros continuaban riéndose de mí hasta caerse al suelo. ¡Lo más maravilloso de todo, aparte aquel frío tan intenso, es que nada absolutamente había en mi buche cuando terminé mis lamentaciones!

La grulla había hecho todo lo posible para describir lo que había sentido después de tragarse un pedazo de hielo de siete libras, proveniente del lago de Wenham, traído de allí por un barco americano de los dedicados al transporte, antes de que Calcuta fabricara su hielo con máquinas; pero, como el ave no sabía lo que era el hielo, y como menos aún lo sabían el Mugger y el chacal, el cuento no produjo el efecto deseado.

-Cualquier cosa -dijo el Mugger, cerrando de nuevo su ojo izquierdo-, cualquier cosa es posible cuando procede de un barco que tiene tres veces el tamaño de Mugger-Ghaut. Mi aldea no es una aldea pequeña.

Se oyó un silbido por encima del puente, y el tren correo de Delhi pasó por él, llenos de luz todos los coches y tras ellos las sombras a lo largo del río. Se hundió con estruendo a lo lejos en la oscuridad, pero el Mugger y el chacal ya estaban tan acostumbrados a esto que ni siquiera volvieron la cabeza.

-¿Acaso no es eso tan maravilloso como un barco de triple tamaño que Mugger-Ghaut? -dijo el ave mirando hacia arriba.
-Yo vi edificar eso, muchacho. Piedra por piedra vi elevarse los estribos del puente, y cuando los hombres se caían (generalmente eran maravillosamente diestros en no poner el pie en falso...
pero, cuando se caían), allí estaba yo alerta. Después que el primer estribo estuvo hecho, ya nunca pensaron en ir corriente abajo en busca de los cadáveres para quemarlos. Y con esto me evitaron muchas molestias. No hubo, por lo demás, nada de extraño en la construcción del puente -
concluyó el Mugger.
-Pero, ¿eso que pasa por encima de él, tirando de los carros techados? ¡Eso sí es extraño! -dijo la grulla.
-Es, sin duda, un buey de alguna nueva especie. Algún día perderá pisada y caerá del mismo modo que cayeron los hombres. El viejo Mugger estará también entonces alerta.

El chacal miró a la grulla, y ésta al chacal. Si había algo de que pudieran estar seguros más que de cualquiera otra cosa, era de que la máquina podía ser cualquier cosa menos un buey. El chacal la había observado muchas veces desde las matas de áloe que bordeaban la línea; y la grulla había visto locomotoras desde que la primera locomotora corrió en la India. Pero el Mugger no había visto la máquina más que desde abajo, y la cupulilla de bronce le parecía la especie de joroba de un buey.

-Sí; un buey de una nueva especie -repitió, pesando las palabras, el Mugger, como para persuadirse a sí mismo, y el chacal respondió:
-Ciertamente es un buey.
-Y también podría ser. .. -empezó a decir el Mugger con cierta aspereza.
-Cierto... cierto que sí -interrumpió el chacal, sin esperar a que el otro terminara.
-¿Qué? dijo el Mugger enojado, porque sentía que los demás sabían más que él-. ¿Qué podría ser?
No había yo terminado de hablar. Tú dijiste que era un buey.
-Es cualquier cosa que el protector de los pobres quiera. Yo soy su servidor... y no el de esa cosa que atraviesa el río.
-Sea lo que fuere, es obra de los de cara blanca -dijo la grulla-, y por mi parte no quisiera yo echarme en un lugar que se halla tan cerca de eso, como este banco de arena.
-Tú no conoces a los ingleses como yo -dijo el Mugger-. Había aquí un cara blanca cuando construían el puente; y el blanco se metía muchas veces, a la caída de la tarde, en un bote, y golpeaba con los pies las tablas del fondo, murmurando: "¿Está aquí? ¿Está aquí? Traigan mi escopeta." Yo le oía aun antes de verle, oía cada ruido que producía, los crujidos, el resuello, cada golpecito dado en la escopeta, mientras iba río arriba y río abajo... Tan cierto como que yo le había privado de uno de sus obreros, y con esto le hice ahorrar un gran gasto de leña que hubieran necesitado para quemarlo; tan cierto como esto era su constante empeño en venirse hasta el Ghaut, y gritar que me iba a matar, librando así al río de mi presencia... de la presencia del Mugger, de Mugger-Ghaut. ¡A mí! Hijos míos, yo nadé hora tras hora bajo la quilla de su bote, y oía cómo disparaba contra algunos leños; y cuando estaba yo bien seguro de que él estaba cansado, me levantaba junto a él y hacía castañear mis dientes frente a su cara. Cuando el puente estuvo terminado, se marchó. Todos los ingleses cazan de ese modo, excepto cuando son ellos los cazados.
-¿Quién caza a los de la cara blanca? -ladró el chacal excitado.
-Ahora, nadie; pero yo los cacé en mis buenos tiempos.
-Me acuerdo un poco de esa caza. Entonces era yo joven -dijo la grulla haciendo sonar su pico de modo significativo.
-Estaba yo aquí perfectamente establecido. Mi aldea era reedificada por tercera vez, según recuerdo, cuando mi primo, el gavial, me trajo noticias de ciertas aguas muy ricas más arriba de Benares. No quise ir al principio, porque mi primo, que sólo come peces, no siempre distingue lo bueno de lo malo; pero oí a mi gente hablar por las tardes, y lo que dijeron me decidió.
-¿Y qué fue lo que dijeron? -preguntó el chacal.
-Lo suficiente para que yo, el Mugger de Mugger-Ghaut, me saliera del agua y echara a andar.
Partí de noche, sirviéndome hasta de los más pequeños arroyos según se me iban presentando; pero era entonces el principio del verano, y todos llevaban muy poca agua. Crucé caminos llenos de polvo; atravesé altas matas de hierba; escalé colinas a la luz de la luna. Hasta trepé por las rocas, hijos míos... piensen bien en ello. Crucé el extremo del río Sirhind, el seco, antes de que pudiera encontrar la serie de afluentes que desembocan en el Ganges. Un mes de continuo viaje era preciso para regresar a donde se hallaba mi gente y el río que yo conocía. ¡Fue algo maravilloso!
-¿Y qué tal de comida durante el camino? -preguntó el chacal, que no tenía más alma que su estómago, y no estaba ni tantito impresionado por los viajes del Mugger.
-Lo que encontraba, eso comia... primo -dijo el Mugger pausadamente, arrastrando cada palabra.
Ahora bien; no se le llama primo a nadie en la India a menos de que pueda uno llegar a establecer cierto parentesco con esa persona, y como sólo en los cuentos de hadas se casa un Mugger con un chacal, nuestro chacal comprendió por qué motivo se había visto de pronto elevado al círculo de la familia del Mugger. Si hubieran estado solos, no le hubiera importado; pero brillaron los ojos de la grulla al oír la pesada broma.
-Ciertamente, padre, debí haberlo supuesto -dijo el chacal-. A un Mugger no le gusta que lo llamen padre de ningún chacal, y el Mugger de Mugger-Ghaut respondió entonces tanto y mucho más de lo que sería discreto repetir aquí.
-El protector de los pobres fue quien me llamó pariente. ¿Cómo puedo yo acordarme del grado de parentela que hay entre nosotros? Además, comemos la misma clase de comida. Él lo dijo -
respondió el chacal.

Esto agravó aún más las cosas, porque a lo que apuntaba el chacal era a indicar que el Mugger debía de haber devorado su comida fresca todos los días en aquella marcha a pie, en vez de guardarla junto a sí hasta que estuviera como él la necesitaba, como lo hacen todos los Mugger que se respetan algo, y también la mayor parte de las fieras, cuando pueden. A decir verdad, uno de los peores insultos que pueden dirigirse en el cauce del río los animales, es tildarse de "devoradores de carne fresca". Esto es casi tan malo como llamar caníbal a un hombre.

-Aquella carne fue comida hace treinta estaciones -dijo tranquilamente la grulla-. Aunque habláramos durante treinta estaciones más, nunca la volveríamos a ver. Cuéntanos ahora qué ocurrió cuando llegaste a aquellas aguas tan buenas, después de tu maravilloso viaje por tierra. Si escucháramos el aullido de cada chacal, los negocios de la ciudad se paralizarían, como dice el proloquio.

El Mugger debió agradecer la interrupción, porque prosiguió precipitadamente:

-¡Por la margen izquierda y derecha del Ganges! ¡Cuando llegué allá, nunca había visto aguas como aquéllas!
-¿Eran mejores, entonces, que la gran inundación de la última estación? -preguntó el chacal.
-¡Mucho mejores! Esa inundación sólo fue lo que ocurre cada cinco años.., un puñado de forasteros ahogados, unas cuantas gallinas, un buey muerto en el agua lodosa, gracias a las corrientes cruzadas. Pero en la estación de que me acuerdo ahora, el río estaba bajo, el agua corría mansa, igual siempre, y como me lo había advertido el gavial, los ingleses bajaban por ella tocando uno con otro. En aquella estación engordé y crecí. Desde Agra, cerca de Etawah y del lugar en que la corriente se ensancha, no muy lejos de Allahabad.
-¡Oh! ¡Qué remolino se formó bajo los muros del fuerte de Allahabad!... -dijo la grulla-. Acudieron allí como los patos a los juncales, y bailaban dando vueltas... así.

Empezó otra vez su horrible danza, mientras el chacal la miraba con envidia. Él no se acordaba naturalmente del terrible año de la insurrección. El Mugger continuó:

-Sí; cerca de Allahabad, uno se tendía quieto en el agua mansa, y dejaba que pasaran veinte cuerpos para escoger uno. Y sobre todo, los ingleses no iban llenos de joyas y anillos en la nariz y en los tobillos, como mis mujeres acostumbran hoy. El que gusta mucho de adornos, acaba con una cuerda al cuello como collar, como dice el refrán. Todos los cocodrilos que había en todos los ríos engordaron entonces; pero quiso mi Hado que yo engordara más que ninguno. Las noticias que corrían era que se cazaba a los ingleses arrojándolos a los ríos, y, ¡por las dos orillas del Ganges! nosotros estábamos seguros de ello. Así lo creí durante todo el tiempo que fui en dirección al Sur; llegué allá siguiendo la corriente hasta más allá de Monghyr y de las tumbas que dominan el río.
-Conozco ese sitio -dijo la grulla-. Desde aquellos días, Monghyr es una ciudad abandonada. Pocos viven allí ahora.
-Después de esto, me fui corriente arriba despacio, perezosamente, y un poco más allá de Monghyr encontré un bote lleno de blancos... ¡todos vivos! Eran, me acuerdo bien, mujeres, que yacían bajo una tela sostenida por palos, y lloraban a gritos. No nos disparaba entonces nadie ni un tiro: éramos los únicos guardianes de los vados en aquellos tiempos. Todas las armas de fuego estaban ocupadas en otra parte. Las escuchábamos día y noche tierra adentro; el estruendo iba y venía según a donde soplara el viento. Me levanté por completo frente al bote, porque nunca había visto caras blancas vivas, aunque bien los conocía, por otra parte. Un niño blanco desnudo, estaba de rodillas en uno de los costados del bote, e, inclinándose, se le antojó arrastrar las manos por las aguas del río. Es hermoso ver cómo juega un niño con el agua que corre. Yo había comido ya aquel día; pero todavía en mi estómago había un rinconcito vacío. Sin embargo, más por juego que por comer, me levanté hasta casi tocar las manos del niño. Ofrecían un blanco tan fácil que ni siquiera las miré cuando cerré las mandíbulas; pero eran tan pequeñas que, aunque cerré las quijadas debidamente -estoy seguro de ello-, el niño las retiró con rapidez sin recibir en ellas el menor daño. Seguramente pasaron por el espacio que media entre un diente y otro... aquellas pequeñas manos blancas. Hubiera podido entonces asirlo por los codos, pero, como dije, me había acercado allí sólo por juego y por el deseo de ver cosas nuevas. Gritaron uno tras otro los que iban en el bote, y luego de unos momentos me levanté de nuevo para observarlos. El barco estaba demasiado pesado para hacerlo zozobrar. Iban en él sólo mujeres, pero quien se fía de una mujer, es como si caminara sobre hierbas que ocultan una laguna, como dice el proverbio, y... ¡por las dos márgenes del Ganges!, eso es verdad.
-En una ocasión una mujer me dio una piel seca, como si fuera pescado -observó el chacal-. Desde entonces, espero poder apoderarme de su niño; pero más vale comer carne de caballo que recibir de él una coz, como dice el proverbio. ¿Qué hicieron las mujeres?
-Me dispararon una arma muy corta, de una clase que nunca antes había visto y que no he vuelto a ver. Me dispararon cinco veces, una tras otra (el Mugger debió habérselas con algún antiguo revólver); yo me quedé con la boca abierta, bostezando, con una nube de humo en torno de mi cabeza. Nunca vi cosa igual. ¡Cinco veces, y tan rápidamente como cuando muevo la cola... ¡ásí!

El chacal, que se sentía cada vez más interesado por el relato, apenas si tuvo tiempo de brincar hacia atrás en el momento mismo en que la cola cortaba el aire como una guadaña.

-Hasta que sonó el quinto disparo -prosiguió el Mugger, como si jamás hubiera pensado en causarle daño a sus oyentes-, hasta que sonó el quinto disparo me hundí en el agua, y torné a salir de ella en el momento preciso en que un barquero les decía a aquellas mujeres blancas que sin duda había quedado yo muerto. Una de las balas se me había incrustado en el cuello. No sé si todavía estará allí, porque no puedo volver la cabeza. Ven y mira tú, muchacho. Quiero demostrar que mi historia es verídica.
-¿Yo? -dijo el chacal-. ¿Quién come zapatos viejos y rompe huesos para comer puede dudar de la palabra del que es la envidia del río? ¡Que mi cola sea engullida por cachorrillos ciegos si la sombra de ese pensamiento me ha pasado por la cabeza! El protector de los pobres se ha dignado contarme a mí, su esclavo, que una vez en su vida fue herido por una mujer. Con esto basta, y les contaré el cuento a todos mis hijos, sin pedir pruebas de él.
-La excesiva urbanidad es a veces tan mala como la descortesía excesiva, porque, como dice el proverbio, hasta con requesones puede ahogarse a un invitado. No deseo que ningún hijo tuyo sepa que el Mugger de Mugger-Ghaut recibió de una mujer la única herida que ha recibido en su vida. Tus hijos tendrán que pensar en muchas otras cosas, para procurarse la comida por tan tristes medios como los que emplea su padre.
-¡Olvidado está, y desde hace mucho tiempo! ¡Nunca dije tal cosa! ¡Jamás existió niiiguna mujer blanca! ¡Nunca hubo barco alguno! ¡Nunca ocurrió nada!

El chacal movió la cola, como si barriera el suelo, para mostrar cuán totalmente quedaba todo borrado de su memoria, y sentó con aire de suficiencia.

-Ciertamente sucedieron muchas cosas, continuó el Mugger, derrotado por segunda vez, al querer llevarle ventaja a su amigo. (Ninguno de ellos, sin embargo, tenía mala intención. Comer y ser comido eran cosa completamente legal en toda la extensión del río, y el chacal se encontraba allí para recoger las sobras cuando el Mugger hubiera terminado su comida.)
-Abandoné aquel bote -prosiguió-, y me fui corriente arriba, y, cuando llegué a Arrah y a las aguas situadas detrás, no hallé más ingleses muertos. El río estuvo vacío durante cierto tiempo. Luego llegaron uno o dos cadáveres con chaquetas de color rojo; pero no ingleses, sino todos de una misma clase -del Indostán y Purbeahs-. Después, cinco o seis de frente, y, por último, desde Arrah hasta el Norte, más allá de Agra, parecía como si se hubieran arrojado al agua pueblos enteros.

Salían de las calas uno tras otro, como bajan los maderos en la época de las lluvias; cuando se levantaba el río, también ellos se levantaban, en compañías enteras, de los bancos de arena en que habían estado reposando. Luego, al bajar el agua de la corriente, los arrastraba al través de los campos y de la tierra virgen, por los largos cabellos. Toda la noche, así mismo, yendo hacia el Norte, escuché disparos de armas de fuego, y durante el día el rumor de pies calzados que atravesaban los vados, o el que producen las ruedas de un pesado carro al rodar sobre la arena por debajo del agua; y cada ola traía nuevos cadáveres. Al fin, hasta yo mismo sentí miedo, porque dije: "Si esto les ocurre a los hombres, ¿cómo podrá salvarse el Mugger de Mugger-Ghaut?"

También había barcos que venían detrás de mí, corriente arriba, ardiendo continuamente, como arden a veces las embarcaciones que llevan algodón, pero sin jamás hundirse.

-¡Ah! -dijo la grulla-; barcos como los que van a Calcuta del Sur. Son altos y negros, con una cola que golpea el agua por detrás, y...
-Y son tres veces tan grandes como mi aldea. Mis barcos eran bajos y blancos; golpeaban el agua a cada lado, y no eran más grandes que los botes de quien habla sujetándose a la verdad. Me dieron mucho miedo, por lo que abandoné aquellas aguas y me vine a este cauce mío, ocultándome de día y caminando de noche, cuando no podía encontrar arroyos que me ayudaran.

Me volví a mi aldea, pero no esperaba ver en ella a ninguno de los de mi gente. Sin embargo, aquí estaban, arando, sembrando y segando luego las mieses; iban de un lado al otro tan tranquilamente como sus ganados.

-¿Y había aún buena comida en el río? -dijo el chacal.
-Más de la que yo hubiera deseado. Incluso -y eso que yo no como barro-, incluso estaba cansado, y, por lo que recuerdo, un tanto asustado de aquel constante bajar por el río gente silenciosa. A los de mi aldea les oí decir que todos los ingleses habían muerto; pero los que llegaban, boca abajo, con la corriente, no eran ingleses, según pudo ver mi gente. Entonces mi gente dijo que lo mejor era no decir nada, sino pagar la contribución y arar la tierra. Después de mucho tiempo, el río quedó limpio de cadáveres, y los que por él bajaban eran sin duda ahogados procedentes de las inundaciones, como podía verlo yo claramente; y aunque entonces no era fácil procurarse comida, me alegraba cordialmente de ello. Un poco de matanza aquí y allá, no es malo.., pero hasta el Mugger puede algunas veces hartarse, como dice el proverbio.
-¡Maravilloso! ¡ Verdaderamente maravilloso! -dijo el chacal-. Yo he engordado ya, nada más de tanto oír hablar de comer. Y después de esto, ¿qué cosa, si se me permite preguntarlo, hizo el protector de los pobres?
-Me dije a mí mismo -y por las dos orillas del Ganges, que me mantuve firme en mi juramento-, me dije a mí mismo que nunca más vagabundearía de aquel modo. Así pues, he vivido junto al Ghaut, muy cerca de mi gente, y los he vigilado año tras año, y ellos me quieren tanto, que hasta me arrojaban guirnaldas de caléndulas cada vez que me veían levantar la cabeza del agua. Sí, mi Hado ha sido muy bueno conmigo, y el río es lo suficientemente bueno para respetar mi presencia, débil y enfermo como estoy; sólo que...
-Nadie es feliz por entero, desde el pico hasta la cola -dijo la grulla con simpatía-. ¿Qué más necesita el Mugger de Mugger-Ghaut?
-Aquel niño tan pequeño y tan blanco del que no me apoderé -dijo el Mugger, con un profundo suspiro-. Era muy pequeño, pero no lo he olvidado. Ahora estoy viejo, pero antes de morir quisiera probar algo nuevo. Es verdad que ellos son gente de pies pesados, y medio locos, y poco juego sería el cazarlos, pero todavía me acuerdo de aquellos tiempos que pasé algo más lejos de Benares, y si el niño vive, él también aún se acordará. Es posible que pasee por la orilla de algún río diciendo cómo una vez pasó las manos por entre los dientes del Mugger de Mugger-Ghaut, y quedó vivo para narrar el cuento. Mi Hado ha sido muy bueno conmigo; pero a veces, en sueños, me molesta eso... el pensamiento de aquel niñito blanco que iba en el bote.

Bostezó y cerró las quijadas.

-Y ahora voy a descansar y a pensar -prosiguió-. Guardad silencio, hijos míos, y respetad a los ancianos.
Se volvió con dificultad y se arrastró hasta lo alto del banco de arena, en tanto que el chacal se retiraba con la grulla para refugiarse detrás de un árbol que se había detenido en el río, en el extremo más cercano del puente del ferrocarril.
-Ésa ha sido una vida agradable y provechosa -dijo aquél sardónicamcnte, mirando con expresión interrogante al ave que lo dominaba desde su altura-. Y fíjate que ni una sola vez creyó oportuno decirme dónde podría encontrar un bocado en algún banco de arena. Y sin embargo, yo le he señalado cien veces muchas buenas cosas que estaban en el barro, corriente abajo. ¡Qué cierto es el proverbio que dice: "todo mundo ignora al chacal y al barbero una vez que por ellos se han sabido las noticias!" Ahora se va a dormir. ¡Aarh!
-¿Y cómo puede cazar un chacal junto con un cocodrilo? dijo fríamente la grulla-. Un ladronazo y un ladronzuelo; fácil sería adivinar quién se llevaría los mejores bocados.
El chacal se volvió gimiendo de impaciencia, y se iba a enroscar bajo el tronco de un árbol, cuando de pronto se acurrucó y se puso a mirar, al través de las ramas, hacia el puente que estaba casi encima de su cabeza.
-¿Qué sucede ahora? -preguntó la grulla, abriendo las alas, algo inquieta.
-Espera un poco y lo veremos. El viento sopla de nosotros hacia ellos, pero no nos buscan a nosotros.., esos dos hombres.
-¿Hombres son? Mi oficio me protege. En toda la India se sabe que soy sagrada.

La grulla, que es allí un excelente basurero, se mete por donde le place, y por eso la nuestra nunca se acobardaba.

-No valgo la pena para que me den más golpes que el que puede dar un zapato viejo -dijo el chacal, escuchando de nuevo-. ¿Oyes esos pasos? No es ruido de zapatos de campesinos; es calzado de un pie de blanco. ¡Escucha otra vez! ¡Roce de hierro contra hierro! ¡Es una escopeta!
- Amiga, esos locos ingleses de pies pesados han venido a hablar con el Mugger.
-Adviérteselo, pues. Hace un rato fue llamado protector de los pobres por un cierto chacal hambriento.
-Deja que mi primo proteja él mismo su piel. Me ha dicho mil veces que nada hay que temer de los caras blancas. Éstos deben ser caras blancas. Ninguno de los aldeanos de Mugger-Ghaut se atrevería a perseguirlo. ¿Ves? ¡Ya dije yo que era una escopeta! Ahora, con un poco de suerte, tendremos alimento antes de que apunte el día. Él no oye bien fuera del agua, y... ¡en esta ocasión no tendrá que habérselas con una mujer!

Durante un momento brilló el cañón de una escopeta sobre las traviesas del puente. El Mugger estaba echado en el banco de arena, tan quieto como su propia sombra, un poco abiertas las patas delanteras, la cabeza caída entre ellas, roncando como un... cocodrilo.

Sobre el puente murmuró una voz:

-El tiro resulta un poco raro, casi en dirección perpendicular; pero tan seguro como capital invertido en casas. Lo mejor es apuntarle al cuello. ¡Caramba! ¡Qué enorme animal! Los aldeanos se pondrán furiosos si lo matamos. Como que es el deota, el dios de estos lugares.
-Me importa un rábano -respondió otra voz-. Me quitó unos quince de mis mejores coolies mientras se construía el puente, y ya es hora de acabar con él. Lo he perseguido en bote durante semanas enteras. Prepare el "martini" para cuando le haya disparado yo los dos cañones de mi escopeta.
-Cuidado, pues, con el culatazo. No es broma un doble disparo de calibre cuatro.
-Eso habrá de decirlo él. ¡Allá va!

Se oyó un estruendo como el producido por un cañón de pequeñas dimensiones (las mayores escopetas para la caza de elefantes no se diferencian mucho de una pequeña pieza de artillería) y una doble llamarada, seguido todo esto de la detonación seca y penetrante de un "martini", cuya larga bala penetra sin dificultad por las gruesas placas de un cocodrilo. Pero las balas explosivas habían hecho ya el trabajo. Una de ellas dio exactamente detrás del cuello, un poco hacia la izquierda de la espina dorsal; la otra estalló más abajo, donde empieza la cola. En el noventa y nueve por ciento de los casos puede un cocodrilo mortalmente herido arrastrarse hasta el agua, en los lugares de cierta profundidad, escapando así. Pero el Mugger de Mugger-Ghaut había quedado literalmente roto en tres pedazos. Apenas sí movió la cabeza antes de morir, y yacía tan aplanado en el suelo como el chacal.

-¡Rayos y truenos! ¡Rayos y truenos! -dijo el miserable animalejo-. ¿Aquella cosa que arrastra por el puente los carros cubiertos se ha venido abajo por fin?
-No es sino una escopeta -dijo la grulla, aunque las plumas de la cola le temblaban-. Es sólo una escopeta. Ciertamente está muerto. Ahí vienen los blancos.

Los dos ingleses se habían apresurado a bajar del puente y a cruzar el banco de arena, y allí se detuvieron a admirar la longitud del Mugger. Entonces un indígena que portaba un hacha cortó la enorme cabeza y cuatro hombres la arrastraron por la lengua de tierra que allí había.

-La última vez que tuve mi mano en la boca de un cocodrilo -dijo uno de los ingleses, agachándose (era el que había dirigido la construcción del puente)-, fue cuando yo tenía cinco años de edad, bajando en bote por el río, hacia Monghyr. Yo era uno de los niños "del tiempo de la insurrección", como les llaman. Mi pobre madre estaba también en el bote, y ella con frecuencia me refirió que había disparado con un revólver a la cabeza del animal.
-¡Vaya! Ciertamente se ha vengado usted en el jefe de toda la familia... aunque el culatazo le hizo arrojar usted sangre por la nariz ¡Eh, barqueros! Arrastren la cabeza fuera de aquí; la herviremos para conservar la calavera. La piel está demasiado agujereada para conservaría. ¡A dormir, ahora!
Valía la pena haber permanecido levantados durante toda la noche, ¿verdad?

Cosa curiosa: el chacal y la grulla hicieron la mismísima observación, dos o tres minutos después que se fueron los hombres.



LA CANCIÓN DE LA OLA

La corriente cruzó un día,
por el vado, una doncella;
el sol ya se ponía;
la ola, enamorada, fue
a besar su mano bella.

Y le habló de esta manera:
-Espera, niña, espera,
que soy la muerte.
-Iré a donde amor me invita,
vergüenza me daría que aguardara;
pez que en el mar se agita,
no esperará, si llego tarde.

-Pie leve, corazón hermoso
espera el cargado bote.
"Espera, espera, niña,
espera, que soy la muerte."
-Me apresuro si amor me llama,
que desdén nunca se casa.

A su talle ligero ya llega
el agua que pasa.
Fiel y bella loquilla,
nunca tocará su pie la orilla;
la onda rueda lejos,
con sangrientos reflejos.



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